Elio D`Anna - ESE File Server - European School of Economics

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Elio D`Anna - ESE File Server - European School of Economics
Elio D’Anna
La
Escuela
de Dioses
Este libro es para siempre “The School for Gods” All rights reserved Copyright © by ESE Ltd London ISBN13: 978 0 9560716 2 0 La Escuela de Dioses Elio D´Anna Dedicado al Soñador que impulsa mi sueño hacia cumbres que la razón desconoce y abismos que la emoción no alcanza, que me dirige y me conmina a ser libre. ÍNDICE Capítulo I El encuentro con el Soñador 1 El encuentro con el Soñador 2 Trabajar es de esclavos 3 «Soy una mujer…» 4 Una especie en extinción 5 El despertar 6 Cambiar el pasado 7 El perdón interior 8 Observarse a sí mismo es corregirse a sí mismo 9 La muerte no es nunca una solución 10 La curación proviene del interior 11 Los caseros 12 Judith, «la señorita» 13 ¡Gracias, Luisa! Capítulo II Lupelio 1 El encuentro con la Escuela 2 «El mundo es un cuento» 3 La Escuela de la transformación 4 Lupelio 5 El encuentro con el Padre S. 6 La doctrina de Lupelio 7 Ofrece un gallo a Esculapio 8 Prohibido matarte por dentro 9 La Escuela de Dioses 10 Mea culpa 11 Estados y sucesos I 12 Estados y sucesos II 13 ¡Pon a Dios a trabajar! 14 El arte de estar despierto 15 Los malos hábitos 16 ¡No lo lograrás! 17 ¡Dale la vuelta a tus convicciones! 18 El síndrome de Narciso 19 El hombre no puede esconderse Capítulo III El cuerpo 1 Tú eres el mundo 2 Enanos psicológicos 3 Un canto de dolor 4 El cuerpo no puede mentir 5 ¡Sé frugal! 6 Un mundo sin hambre 7 El mundo es como lo sueñas 8 Sin guerra en el interior no hay guerra en el exterior 9 El pensamiento es el Destino 7
Capítulo IV La ley del Antagonista 1 La carrera 2 El guardián de la calle 3 Los muros 4 La ley del Antagonista 5 Ama a tu enemigo 6 Aprende a sonreír por dentro 7 La suite del St. James 8 Antes de que cante el gallo 9 Cenando con el Soñador 10 El mayordomo infiel 11 La víctima es siempre culpable 12 Las entradas 13 En el teatro con el Soñador 14 Los miserables Capítulo V Adiós a Nueva York 1 Por las calles de Manhattan 2 Los instrumentos del Sueño 3 La mentira 4 Adiós a Nueva York 5 Quien ama no puede depender 6 No es posible soñar y depender 7 Un futuro de segunda mano 8 La cena con el jeque 9 Escape hacia la enfermedad 10 La araña y la presa 11 La existencia juega al escondite 12 La botella 13 Los auténticos pobres 14 El miedo es un amor degradado 15 La solución viene de arriba Capítulo VI En Kuwait 1 ¡Esto es economía! 2 Olvidar el Sueño 3 Preocuparse es de animales 4 La fuga es para la minoría 5 Planear sin creer 6 La agenda 7 «Hola, ¿quién soy?» 8 Una zancadilla al comportamiento mecánico 9 Vencerse a sí mismo 10 El Sueño es lo más real que existe 11 Eleonora 12 La adopción Capítulo VII De regreso a Italia 1 La cláusula 2 Un brusco despertar 3 La ignorancia siempre está a un palmo de distancia 4 Regreso al pasado 8
5 La contaminación psicológica 6 Dentro del vientre de la ballena 7 El accidente 8 La carta. Un rey Midas al revés 9 « ¡Baila, por el amor de Dios, bailaaaa!» 10 « ¡Vuelves a la vida y eres sincero sólo bajo amenaza!» 11 La curación sólo puede llegar desde el interior 12 Elogio de la injusticia 13 Nuestros pensamientos crean el mundo 14 El pasado es polvo 15 Voluntad y casualidad Capítulo VIII En Shanghai con el Soñador 1 La perfección nunca se repite 2 La razón del hombre está armada 3 El animal mentiroso 4 ¡Sé un hombre libre! 5 El padre del Buda 6 Lo que depende no es real 7 La visión y la realidad son lo mismo 8 Una raza de empleados 9 ¡Haz sólo aquello que ames! 10 La dirección terrible y maravillosa 11 «Enamorarse» 12 ¡Yo soy tú! 13 Uni‐verso: hacia el uno 14 El rey es la tierra y la tierra es el rey 15 La Realidad es Sueño más tiempo 16 Ser tocado por el Sueño Capítulo IX El juego 1 Creer para ver 2 ¡Cambia de vidaaa! 3 El pago 4 Somos el arco, la flecha y la diana 5 ¡He venido a liberarte! 6 Interpretar un papel 7 El camino de regreso 8 ¡No estás preparado! 9 El atajo 10 Comprimir el tiempo 11 Los demás revelan quién eres 12 Interpretar conscientemente. El Arte de Actuar 13 «El juego de los encuentros» 14 El nuevo paradigma 15 The Replay 16 Esperar del mundo 17 ¡Este libro es para siempre! 9
Capítulo X La Escuela 1 La visión vertical 2 Una Escuela para soñadores pragmáticos 3 El sueño del Sueño 4 El paraíso portátil 5 La más grande verdad económica 6 Tener es Ser 7 Universidad significa «hacia el uno» 8 El nacimiento de la Escuela 9 La misión de la Escuela 10 Creer sin creer 11 El secreto de la acción 12 El pasado es mentira 13 Un estado es un lugar 14 Sé Rey, y el Reino llegará 15 El banco 16 El dinero no es real 17 Ayunar la víspera de la batalla 18 La subasta 10
La Escuela de Dioses ESTE LIBRO Este libro es un mapa y un plan de fuga. Pretende mostrarte el camino que ha seguido un hombre corriente para escapar de una visión hipnótica del mundo y de una interpretación acusatoria y lastimera de la propia existencia, para salir de la rutina de un destino programado. Este libro jamás habría visto la luz, ni yo habría escrito una sola de sus líneas, de no haberme encontrado con el Soñador y sus enseñanzas. Mi gratitud hacia el Soñador es infinita por haberme tomado de la mano e introducido en el mundo del Sueño, el mundo de la valentía y de la perfección, donde no existen ni el tiempo ni la muerte, y donde la riqueza no conoce ni “ladrones ni orín”. A lo largo de este viaje de regreso a la Esencia he tenido que soltar mucho lastre: pensamientos destructivos, emociones negativas, creencias e ideas de segunda mano. He tenido que “conquistarme”, que reconocer las partes más oscuras de mi Ser y enfrentarme a ellas. Todo lo que vemos, tocamos y sentimos, la realidad en toda su variedad, no es más que la proyección de un universo invisible que existe por encima del mundo que conocemos y que es su verdadero origen.Con gran dificultad podemos llegar a ser conscientes de que estamos rodeados de lo invisible, de que vivimos en un mundo cuyo origen son los sueños, donde lo único que importa y es real en un hombre es invisible. Visibilia ex Invisibilibus. Todos nuestros pensamientos, sentimientos y fantasías son invisibles. Nuestras esperanzas, ambiciones, secretos, recuerdos e imaginaciones, miedos e incertidumbres, sensaciones, atracciones, deseos, aversiones, amores y odios pertenecen al mundo impalpable pero harto real del Ser. Lo invisible no es algo metafísico, poético o mítico, ni misterioso, secreto o sobrenatural. No es una parte invariable del mundo de los fenómenos y los acontecimientos, de las categorías de lo real. En todas las épocas, el cambio de un periodo histórico a otro, o del clima intelectual, así como el descubrimiento y la puesta en práctica de tecnologías nuevas, más avanzadas, siempre han modificado sus confines y propiciado que porciones cada vez mayores de lo que antaño era invisible pueda ser hoy objeto legítimo de la investigación científica. Este libro es la historia del “renacimiento” de un hombre común, arquetipo de una humanidad decadente y derrotada. Su viaje de regreso a la esencia es un nuevo éxodo en busca de la integridad perdida. Lo primero de lo que uno necesita ser consciente para emprender este viaje es la propia condición de esclavo. 11
La raíz, la causa primordial de todos los problemas del mundo, desde la pobreza endémica de vastas regiones del planeta hasta la delincuencia y la guerra, es que la humanidad piensa y siente negativamente. Las emociones negativas rigen el mundo tal y como lo conocemos. Pese a carecer de realidad, ocupan hasta el más pequeño rincón de nuestra vida. El hombre que quiera cambiar su destino debe cambiar su psicología, su sistema de creencias y convicciones. Debe erradicar de lo más hondo de su interior la tiranía de su mentalidad frágil, mortal y fragmentaria. La enfermedad más terrible del plantea no es el cáncer ni el sida, sino el pensamiento conflictivo del ser humano. Ese es el cimiento que sostiene la visión corriente del mundo, el auténtico poder capaz de destruir planetas enteros. La dirección que nos señala el Soñador es terrible y maravillosa, a la vez difícil y alegre, absurda y necesaria, como el periplo del salmón que nada de regreso contra corriente. Al principio, esta filosofía me pareció una transgresión de las leyes naturales que rigen la humanidad. Sin embargo, demostró haber sido proyectada y deseada por el orden universal de todas las cosas, además de ser su cima. Este libro es el relato de los años de estudio y preparación que viví junto a un “Ser extraordinario”. Él me regaló el encargo más increíble: la creación de una “Escuela” planetaria, una universidad sin fronteras. He soñado una Revolución Individual capaz de derrocar los paradigmas mentales de la vieja humanidad y de liberarla para siempre de todo conflicto, de la duda, del miedo y del dolor. He soñado una Escuela que enseñe a una nueva generación de líderes a armonizar los viejos antagonismos aparentes: economía y ética, acción y contemplación, poder financiero y amor. Creciendo y cambiando ante mis ojos, como una criatura en gestación, día tras día, “La Escuela de Dioses” se fue construyendo a sí misma, como yo a mí mismo. Aparentemente he sido yo quien ha escrito este libro, pero en realidad siempre ha existido. Las leyes del Soñador, Sus ideas, continúan excavando mi interior y, en su mayor parte, siguen sin ser completamente entendidas. Al igual que Prometeo, guardo con celo las brasas del mundo del Soñador para entregarlas un día a hombres y mujeres que, como yo, quieran salir de la rueda infernal de lo ordinario. Una vez creí que escribir, y sobre todo enseñar, eran las formas más sinceras de dar a los demás. Ahora entiendo que enseñar no es más que una estratagema para conocerse a uno mismo, para descubrir la propia condición incompleta y sanarla. 12
La Escuela de Dioses –Uno sólo enseña si no sabe– me dijo una vez el Soñador–. Quienes saben realmente, ¡no enseñan! Lo que hemos “aprendido”, lo que “poseemos” realmente, no puede ser traspasado. La felicidad, la riqueza, el conocimiento, la voluntad y el amor no pueden ser adquiridos desde fuera, no se pueden “dar”, sólo pueden “ser recordados”. Son los dones inalienables del Ser y, por tanto, la herencia natural de todo hombre. Ningún sistema político, religioso o filosófico puede cambiar la sociedad desde el exterior. Sólo una revolución individual, renacimiento o curación psicológicos del Ser, hombre por hombre, célula por célula, será capaz de conducirnos al bienestar planetario, hacia una civilización más inteligente, más auténtica y feliz. En este relato de las lecciones que aprendí del Soñador no he incluido a propósito los episodios, sucesos y revelaciones que pudieran ir más allá de lo aceptable por el lector, refiriendo así únicamente aquellos que, aun siendo “revolucionarios”, considero que están al alcance de la humanidad en su estado actual. 13
I. El encuentro con el Soñador CAPÍTULO 1 El encuentro con el Soñador 1. El encuentro con el Soñador Por aquel entonces yo vivía en Nueva York. Mi apartamento se encontraba en la pequeña Roosevelt Island, en medio del East River, entre Manhattan y Queens. El islote semejaba un barco a punto de soltar amarras y dejarse llevar por la corriente hacia la libertad del océano, pero que día tras día permanecía donde estaba, en la ondulante oscuridad del río. Entré en el dormitorio para dar las buenas noches a los niños, pero ya estaban dormidos. Regresé de puntillas al salón. El silencio de la noche me envolvía y ocultaba. Tuve una sensación de repugnancia, de no pertenecer a aquel lugar, como un ladrón que se colase en la vida de un desconocido. Me detuve y contemplé el perfil recortado de las luces que flanqueaban el puente de Queensborough. El puente parecía suspendido sobre el inmenso vacío de sus átomos de metal. Parecía frío, inminente, como una amenaza. Jennifer acababa de retirarse a su habitación, poniendo fin asía nuestra última discusión matrimonial, al estilo americano. Aquella noche yo había llegado tarde a casa. Había ido al aeropuerto de JFK a recoger a un amigo al que no había visto desde hacía tiempo. Al saludarnos, sentí que su vida era, por alguna razón, más cómoda y satisfactoria que la mía. Instantáneamente, de mi pasado sin resolver afloraron los celos, la envidia y una rivalidad ciega, sentimientos que estallaron en forma de torrente mecánico de palabras, de una necesidad compulsiva de hablar sin parar. En el coche encadené una mentira tras otra, fabricando una versión ficticia de mis años en Nueva York. Le conté cómo me resultaba imposible asistir a todas las fiestas a las que me invitaban, a las inauguraciones de las galerías de arte y a los estrenos. Le hablé de mis propios triunfos profesionales, de mis aficiones y, sobre todo, de la fantástica relación que tenía con Jennifer. Las palabras llegaban muertas a mi garganta y un grito crecía dentro de mí. La nausea que me producía aquel caudal de falsedades que no dejaba de fluir, denso e imparable, y mi sentimiento de impotencia por ser incapaz de controlar aquella retahíla de mentiras, se volvieron insoportables. Quería poner fin a semejante demostración absurda, pero cuanto más lo intentaba, más asco me producían mis palabras, y más comprendía que era imposible arreglar la situación. Éramos dos dentro de un mismo cuerpo. Me aterró la idea de estar atrapado en el interior de una criatura bifronte, pareja de gemelos siameses, centauro, andrógino, prisionero para siempre en una simbiosis grotesca y feroz. 14
La Escuela de Dioses Se hizo oscuro. Me di cuenta de que me había equivocado de camino. Nos adentrábamos cada vez más en el corazón de un laberinto de calles tenuemente iluminadas que parecían más desiertas y sucias conforme avanzábamos. Se extinguió mi parloteo y un frío silencio llenó el coche. Poco a poco fui frenando hasta casi avanzar a paso de caminante bajo la lluvia torrencial. Advertí las luces delanteras del coche que nos seguía, vislumbré unas sombras que se movían al pie de los pilares de un paso elevado, y me giré para mirar a mi amigo y la sangre se me heló en las venas. Temblaba incontroladamente. Su rostro era la máscara del miedo. Aceleré. Mi corazón latía con tanta fuerza que parecía querer salírseme del pecho. Instintivamente, torcí en la primera bocacalle que encontré. Tuve que dar un volantazo para esquivar a un grupo de vagabundos apiñados en torno al fuego que ardía en un bidón de aceite. Las sombras de los edificios que dejábamos atrás se abrían de par en par cual las fauces monstruosas de un infierno que estuviera a punto de engullirnos. Un aullido de sirenas rasgó el aire, golpeando aquella atmósfera angustiosa y rompiéndola en pedazos. En el espejo retrovisor, al que seguía lanzando nerviosas miradas para ver el coche que nos seguía, vi que sus faros se iban alejando hasta desaparecer, tragados por la oscuridad. Cuando hubimos llegado a un vecindario más seguro reconocí algunas señales que nos condujeron finalmente a casa. Jamás volví a ver a aquel viejo amigo. Hice el breve trayecto en ascensor con un gigante de raza negra, un pobre idiota que no dejó de mascullar hasta que llegué al piso dieciséis. En aquella época Roosevelt Island era un experimento de integración social, y no era raro encontrar a minusválidos que vivían allí con sus cuidadores. Me recibió Jennifer, el pelo rizado por rulos enmarcando sinuoso su rostro cual serpientes de Medusa y el cigarrillo entre los dedos mientras despotricaba y recorría con pasos nerviosos el salón de un lado a otro. Aquellos fueron los últimos e indelebles reflejos que dejó en el espejo de mi vida. Pude sentir el gran vacío que había entre nosotros y el dolor lacerante de mi existencia como si la anestesia que llevaba tantos años haciéndome insensible hubiera dejado por fin de surtir efecto. Aquel apartamento, mi relación con esa mujer, y todo lo que abarcaba mi vista manifestaban una mediocridad incurable. Aquellas elecciones que había creído mías y que había asumido como expresiones de mi propia personalidad, mostraban ser trampas a las que jamás había encontrado escapatoria. ¡Esta no era la vida que había soñado! Me inundó una callada desesperación. Un río espeso y heladoderribó todos los diques, todas mis mentiras y concesiones, y me arrastró, comoa un náufrago, hasta soltarme en una playa desierta del Ser. Apoyé la frente en mis manos y la tristeza dio paso al sueño. 15
I. El encuentro con el Soñador El interior de la villa estaba sumido en la oscuridad y sólo era atenuado por el amanecer que empezaba a insinuarse. Un cuadro antiguo ocupaba la pared de uno de los extremos de la gran estancia. La suave luz sólo me permitió discernir una escena boscosa con un personaje en actitud soñadora en su centro. Al igual que aquel cuadro, todos los demás detalles de la sala, desde su mobiliario hasta su arquitectura, transmitían un intenso mensaje de belleza. Hallarme en aquella villa, en esa hora incierta entre la noche y el amanecer, resultaba muy extraño. Sin embargo, no estaba sorprendido. Todo me era familiar pese a estar seguro de que no nunca antes había estado allí. La villa estaba en silencio, como sumida en una reflexión profunda. Subí por la antigua escalinata de piedra hasta llegar a una puerta de madera maciza. Me di cuenta de que estaba vestido con elegancia, como si me hubiese preparado para encontrarme con una persona de autoridad aún desconocida. No recuerdo qué inquietaba, pero estaba ansioso y malhumorado. Un torbellino de emociones alimentaba mi monólogo interno como la yesca el fuego. Me quité los zapatos y los dejé en la entrada. Esta acción también me pareció perfectamente natural. Estos movimientos, tan necesarios y familiares, claramente formaban parte de un ritual que había seguido en muchas otras ocasiones. Cuando llamé a la puerta sentí de repente una especie de aprensión y reverencia, como si algo en mi interior supiera qué me esperaba al otro lado. Sin aguardar a que mis leves golpes fuesen respondidos, apoyé el peso de mi cuerpo contra el picaporte de hierro forjado y empujé la puerta lo suficiente para crear un espacio por el que pasar. Miré en dirección al hogar. El brillo resplandeciente de las llamas me dañaba tanto los ojos que tuve que apartar la vista y cerrarlos para que dejaran de lagrimear. Él estaba de pie junto al fuego, de espaldas a mí, el contorno de Su sombra proyectado contra la pared. La estancia, que la luz del lejano fuego dejaba casi completamente en sombras, contaba en dos de sus lados con hileras de imponentes arcos que enmarcaban viejas ventanas que, como petreas cuencas oculares, se abrían a la noche de par en par. Las que daban a oriente dejaban ver una parte del cielo tintada ya con los suaves colores del amanecer. No había dado más que unos pasos cautelosos por aquel amplio suelo de baldosa blanca cuando Su voz resonó, enérgica y aterradora, paralizando todas mis acciones y pensamientos. —¡Estás hecho un desastre! —dijo, sin volver la cara hacia mí—. Lo he sentido por el modo en que has entrado, por tus pasos y, sobre todo, por el olor fétido que desprenden tus emociones. Eres una multitud, una muchedumbre de pensamientos. ¿A dónde te crees que vas en semejante estado? Tal y como estás, roto en mil pedazos, a duras penas soportas siquieravivir esa existencia de empleado que llevas. 16
La Escuela de Dioses —Yo no soy ningún empleado—respondí, levantando la voz como defendiéndome de un ataque físico repentino. Fuera quien fuese esta persona, parecía apropiado marcar las distancias adecuadas entre nosotros. Pero el efecto de mis palabras se perdió como apagado por paredes acolchadas. Presa de un miedo desconocido, luché por encontrar aliento con el que responder—. ¡Soy director! El silencio que siguió se alargó en el Ser en demasía; una risotada burlona siguió resonando dentro de mí por tiempo infinito. Luego, al cabo de una eternidad, aquella voz emergió nuevamente. —¿Cómo te atreves a decir «yo»?— dijo con un tono tan despectivo que pareció abofetearme—. En mi mundo, decir «yo» es una blasfemia. «Yo» es el conflicto que soportas dentro… «Yo» es un montón de mentiras… Cada vez que pronuncias uno sólo de tus miserables «yoes», mientes. Sólo aquel que se conoce a sí mismo, que es amo y señor de su propia vida… sólo aquel que posee verdadera voluntad, puede decir «yo»! Hizo una pausa. Cuando continuó, Sus palabras resultaron aún más amenazadoras. —Vuelve a repetir la palabra «yo», y jamás podrás volver a entrar aquí. Obsérvate a ti mismo… ¡Descubre quién eres! Ser una multitud significa estar atrapado en un sistema irreal de creencias falsas y mentiras del que no hay escapatoria y que tú mismo has creado. La falta de unidad vuelve a un hombre en prisionero de la ignorancia, el miedo y la autodestrucción. Genera enfermedad, degradación, violencia, crueldad y guerra en el mundo exterior. »El mundo es como tú lo sueñas… un espejo. Fuera encuentras tu reflejo, el mundo que has hecho, que has soñado. ¡Fuera te encuentras a ti mismo! Sal al mundo y mira quién eres. Descubrirás que los demás son la imagen reflejada de la mentira que habita en tu interior, de tus concesiones y de tu ignorancia. » ¡Cambia!, y tu mundo cambiará. Creas un mundo enfermo y después te asustas de tu propia creación, de la violencia a la que tú mismo has dado a luz. Crees que el mundo es un hecho objetivo, pero el mundo es como tú lo sueñas. Sal al mundo y acéptate. Ve al encuentro de los pobres, los violentos y los leprosos que moran en ti. Acéptalos. No los evites, no los culpes. Ríndete a tu propio mundo. Ve y acepta conscientemente lo que has creado: un mundo que es rígido, ignorante… y sin vida. »El poder del hombre radica en su capacidad de gobernarse y rendirse a sí mismo al mismo tiempo. Bruscamente, Su voz adoptó el tono cortante de una orden: —¡Cuando estés en mi presencia, bolígrafo y papel! —me exhortó—. ¡Nunca lo olvides! Su tono perentorio y el repentino cambio de asunto me desconcertaron, pero mi confusión se transformó rápidamente en un miedo que dio paso al pánico. Sentí como si sobre 17
I. El encuentro con el Soñador mí pendiese una amenaza mortal. Todo mi cuerpo estaba en tensión, cuando volví a escuchar su voz, ahora transformada en un poderoso siseo: —Esta vez debes escribir. ¡El papel y el bolígrafo serán tu salvación! —dijo—. Escribir Mis palabras es el único modo de que no olvides… ¡Escribe! Sólo así lograrás reunir los pedazos desperdigados de tu existencia. Entonces, como si nunca se hubiese desviado del asunto principal, regresó a lo que yo le había respondido: —Un director es un empleado que se esfuerza por creer en lo que hace, que se obliga a tener fe. Es el sumo sacerdote de una secta que, por mediocre que sea, le reporta un sentimiento de pertenencia, la ilusión de tener una dirección en la vida. ¡Pero tú ni siquiera tienes eso! En ausencia de voluntad, pensamientos, sensaciones y deseos no son más que astillas enloquecidas del Ser, y «tú», un fragmento insignificante a merced del universo. Aquellas palabras cayeron sobre mí como un inesperado cubo de agua fría que me dejó con la boca abierta. Tenía la sensación de que la temperatura en la sala se había desplomado y me moría de frío. Lenta y cruelmente me embargó un sentimiento de vergüenza como jamás antes había experimentado. Me sobresaltó el sonido de Su voz en mis oídos, tan increíblemente próximo que podía sentir Su aliento. Ahora hablaba en un murmullo ronco, áspero: —En las tribus indias de América había una casta de hombres inferiores que no eran ni médicos brujos ni guerreros. No cazaban ni competían por el poder o por las mujeres. Se les asignaban las tareas más duras y humillantes. Eran los que rehuían cualquier prueba de valentía y de incorruptibilidad. Hizo una pausa antes de embestir con rapidez. Yo estaba paralizado, y fui incapaz de desviar o amortiguar el golpe. —En cualquier tribu, primitiva o moderna —susurró con virulencia—, ahí estarías tú: en el nivel más bajo de la escala. El golpe me dio de lleno en el pecho. La vergüenza era insoportable. Ya ni siquiera quería dejase de hablar. Sólo quería escapar, encontrar la fuerza necesaria para volverle la espalda y desaparecer. Ojalá hubiese sonado un teléfono o un despertador que me hubiese sacado de allí. Pero era incapaz de mover un solo músculo. Allí, en el mundo del Soñador, una ley inquebrantable me impedía hacer un solo gesto, siquiera tomar aliento, que no tuviera dignidad. —Sé que querrías escapar de este Sueño —continuó sin darme cuartel—, pero Yo soy la Realidad. Tu vida y tu mundo, que consideras reales y en los cuales crees elegir y tomar decisiones, son irreales, una terrible pesadilla. Casarse, tener hijos, una carrera, una casa, 18
La Escuela de Dioses ganar dinero, ser admirado y respetado por los demás… Todo en lo que has creído… Todo eso no es más que un fetiche sin sentido al que idolatras y colocas por encima de todas las cosas. »Sólo el Sueño es real —afirmó con rotundidad—. El Sueño es lo más real que existe. Aprende a vivir en el mundo de lo real. En él no valen tus costumbres y convicciones, tus viejos códigos… Eso que llamas realidad no es más que una imagen que debe ser derribada. No puedes traer contigo nada del viejo mundo. Tendrás que aprender una nueva forma de pensar, de respirar, de actuar y de amar… »Has llevado una existencia sin sentido, una vida dolorosa. Escondido tras un empleo y la protección ilusoria de un sueldo, estás perpetuando la pobreza y el sufrimiento del mundo —
dictaminó con una voz severa pero dulce, como si estuviese constando un daño grave—. ¡La vida es demasiado preciosa para malgastarla dependiendo de otros y demasiado rica para perdérsela! ¡Es hora de cambiar! Una pausa aumentó la fuerza de las palabras que siguieron. —Es hora de abandonar tu visión conflictiva del mundo. Es hora de que mueras a todo lo que no tiene vida. Es hora de volver a nacer. Es hora de emprender un nuevo éxodo hacia una nueva libertad. Es la mayor aventura que un hombre jamás haya alcanzado a imaginar: recuperar su propia integridad perdida. Mis ojos no se terminaban de acostumbrar a la penumbra. El amanecer casi había disipado la oscuridad de la noche. Antes de que la tierra, pálida y fría, volviera a emerger de entre las sombras, un rayo de sol tocó el majestuoso frontis de caoba que sostenía la campana de piedra sobre el hogar. Grabadas en grandes letras góticas doradas, aparecieron las palabras: Visibilia ex Invisibilibus. 2. Trabajar es de esclavos —¿Quién eres? —pregunté, apenas sin fuerza. —Soy el Soñador —respondió—. Soy el soñador y tú eres lo soñado. Un instante de sinceridad, una grieta en el muro de tus mentiras, como el destello de un relámpago, te ha permitido verme. El silencio que siguió se expandió como ondas que formasen infinitos círculos. Su voz se convirtió en un crujido. —¡Soy la libertad! —proclamó—. Ahora que Me conoces, no volverás a poder llevar una existencia tan insignificante. Las palabras que siguieron habrían de quedar grabadas para siempre en mi memoria: 19
I. El encuentro con el Soñador —Ser dependiente, aunque sea involuntariamente, siempre es una elección personal. Nada ni nadie te puede obligar a depender. ¡Sólo tú puedes hacerte eso a ti mismo! Mirándome fijamente, afirmó que la propensión a culpar al mundo y a quejarse de la propia suerte eran las pruebas incontestables del que estos principios no habían sido entendidos. Un hombre no depende de una empresa, no está limitado por una jerarquía o por un jefe, sino por su propio miedo. La dependencia es miedo. —Ser dependiente no es efecto de un contrato, no está relacionado con ningún cargo ni es el resultado de la clase social de uno… La dependencia es la consecuencia de rebajar la estima que uno tiene de sí mismo hasta renunciar a la propia dignidad. Es lo que ocurre cuando uno permite que machaquen su Ser. »En el mundo exterior, esta circunstancia interior, esta degradación, adopta la forma de un empleo y asume el aspectos de un puesto de subordinado. Depender es el efecto de una mente esclava de miedos imaginarios, de sus propios temores… La dependencia es el signo visible de haber renunciado al propio Sueño. Semejante conclusión, el modo en que pronunciaba cada vez la palabra «dependencia», recalcando lentamente cada una de las sílabas, me reveló el auténtico significado de la palabra y todo el dolor y la falta de amor por uno mismo que encubría el uso banal del término en el habla común. —¡La dependencia es una enfermedad del Ser! Es lo que ocurre cuando uno está incompleto —reveló el Soñador—. Ser dependiente significa dejar de creer en uno mismo. Depender es dejar de soñar. Cuanto más meditaba estas palabras, más las sentía corroerme. Mi resentimiento se convirtió en rabia. El modo taxativo en que juzgaba a una categoría tan amplia de personas me resultaba intolerable. ¿Qué tenían que ver la vida de un hombre o su trabajo con sus miedos y sentimientos? Para mí, esos dos mundos, el interior y el exterior, siempre habían estado separados y así deberían haber continuado. Creía firmemente que era posible ser dependiente en el mundo exterior y permanecer libre en el interior, y esta certidumbre avivaba mi indignación. —Igual que millones de hombres, tú has pasado toda tu vida escondido entre los pliegues de organizaciones sin vida —me acusó—. Has cambiado tu libertad por un puñado de seguridades ilusorias. ¡Es hora de que despiertes de ese sueño hipnótico, de tu visión infernal de la existencia! Nadie me había tratado así jamás. —¿Quién le da derecho a hablarme así? —estallé desafiante. —¡Tú! 20
La Escuela de Dioses Aquella simple e inesperada respuesta me dejó helado, en un estado de impotencia absoluta. Sentí que me aplastaba un inmenso sentimiento de culpa y tuve la impresión de estar desnudo delante de aquel ser todavía sin rostro. De repente, deseé huir de allí. Con el último resto de fuerza intenté dar la vuelta a una situación que parecería estar catapultándome más allá de los límites del mundo que había conocido. —¿Pero cómo iban a poder funcionar las empresas sin empleados? —pregunté temeroso, procurando orientar la conversación hacia lo que yo consideraba coherente y razonable. El Soñador no respondió. Animado por Su silencio, que yo tomé por perplejidad o incapacidad para contestarme, proseguí: —Si no existieran, ¡el mundo se detendría! —¡No, justo al contrario! —respondió cortante—. El mundo se detiene porque hay hombres que son dependientes, hombres muertos de miedo. En su estado actual, la humanidad no puede siquiera concebir una sociedad donde no exista la dependencia. Reconociendo que yo había llegado —traspasado, realmente— al límite de mi entendimiento, suavizó su tono, que pasó a ser casi alentador. —Descuida —dijo con amabilidad teñida de sarcasmo—. Mientras haya en el mundo hombres como tú, el mundo de la dependencia seguirá existiendo y estando densamente poblado. La pausa que siguió congeló el aire entre los dos. Su tono ligero y divertido se volvió de repente frío como el acero. —Nunca volverás a poder formar parte de ese mundo… ¡porque me has conocido! Sentí como si un bisturí de luz atravesase dolorosamente capas y capas calcificadas de pensamientos y basura emocional. —La dependencia es la negación del Sueño —continuó—. La dependencia es la máscara que los hombres se colocan para ocultar su falta de libertad, su rechazo a la vida. Yo había usado aquella palabra, dependencia, muchas veces, pero no fue hasta aquel primer encuentro con el Soñador cuando me di cuenta de su doloroso significado. La situación del empleado que depende de una empresa apareció a mis ojos como el equivalente moderno de la antigua esclavitud, un estado de inmadurez interior, desometimiento.A través de un desgarrón en mi conciencia acerté a ver masas de seres humanos condenados al destino de Sísifo, encadenados a repetir penosos trabajos sin fin, trabajos que nunca habrían elegido, trabajos sin creatividad. En mi memoria volví a ver la fachada del edificio Rusconi, en la avenida Sarca de Milán, con su insignia, “Entrada de empleados”, presidiendo la larga hilera de accesos reservados a 21
I. El encuentro con el Soñador los trabajadores. Imaginé una legión de individuos encorvados y derrotados desfilando por aquellos estrechos portales igual que los romanos estuvieron antaño forzados a hacerlo en el Samnio, cuando los obligaron a humillarse pasando por debajo de las horcas caudinas. Una procesión planetaria de hombres y mujeres que habían renunciado a creer en su condición de seres únicos. Un presagio de muerte para el individuo oscureció el aire, y todo el pesar de semejante destino me atravesó el corazón con colmillos de acero. El Soñador interrumpió mi visión con la delicadeza de quien junta los bordes de una herida mortífera. Con tono y palabras solemnes anunció: —Llegará el día en que exista una sociedad de soñadores que no tendrán que trabajar más. Una humanidad que ama será lo suficientemente rica para soñar e infinitamente rica porque sueña. »El universo es abundante hasta el extremo, un verdadero cuerno de la abundancia que rebosa de todo aquello con lo que el hombre sueña en su fuero interno. En semejante universo es imposible temer a la escasez. Sólo los hombres como tú, atormentados por el miedo y las dudas, pueden ser pobres y perpetuar la dependencia y la pobreza en el mundo. —¡Pero yo no soy pobre! —grité indignado—. ¿Por qué dice eso? En mi interior seguía defendiéndome con todas las razones que acertaba a encontrar para demostrar lo absurdo de su acusación. El Soñador quedó en silencio. —¡Yo no soy pobre! —volví a gritar—. Tengo una casa preciosa, tengo un puesto de dirección, amigos que me respetan… Tengo dos hijos para los que hago de padre y de madre… Llegado a este punto me detuve, abrumado por lo injusto e intolerable de su ataque infundado. —Ser pobre significa ser incapaz de ver los propios límites —explicó el Soñador—. Ser pobre significa haber renunciado al derecho de ser el creador de tu propio destino a cambio de un empleo que detestas y que ni siquiera elegiste. »¡Tú! —añadió justo cuando yo esperaba que hubiese terminado—. Eres el más pobre entre los pobres porque aún no sabes quién eres. Lo has «olvidado». A nadie le he dado tantas oportunidades como a ti. Esta es la última. En ese instante desapareció el sentimiento de estar siendo ofendido y tratado injustamente, y todas mis defensas cedieron ante la embestida de aquel ariete. Oí crujir las bisagras que sostenían mi existencia y sentí que empezaban a desmoronarse mis convicciones más arraigadas como antiguos templos sacudidos en sus cimientos. —Abre los ojos, contempla tu estado y verás cuánto puede un hombre llegar a alejarse de su natural magnificencia. Parece que los dos estamos en la misma sala, sin embargo, nos separan eones infinitos de tiempo. 22
La Escuela de Dioses Aquellas palabras, como iluminadas por un relámpago que hubiera atravesado la negrura de la noche, me hicieron comprender la distancia que existía entre Él y yo. Pude reconocer la falsedad de mi dignidad ofendida y la insignificancia del «yo» que había pronunciado en presencia del Soñador, un chillido minúsculo en el universo. Como el telón que cae al término de una comedia, cayó mi ilusión de pertenecer a una clase de personas que toma decisiones, a una elite de hombres responsables, dotados de voluntad, independientes, amos de su propia vida. Los ojos me brillaban por las lágrimas. Sin darme cuenta, empecé a hundirme en un pozo de autocompasión. Por fortuna, intervino el Soñador bramando una orden que pareció dirigida hacia lo más profundo de mi Ser. —¡Despierta! Empieza tu propia revolución… ¡Levántate contra ti mismo!—me ordenó con brusquedad, invitándome a salir del rincón de contrición al que me estaba retirando. »Sueña con la libertad… una libertad más allá de todo límite… ¡Tú eres el único obstáculo que te separa de todo lo que deseas! ¡Sueña, sueña, sueña sin cesar! El Sueño es lo más real que existe. 3. «Soy una mujer…»
Su voz, hace tan sólo un momento profunda y enérgica, ahora era suave como la de una mujer. Semejante transformación me heló la sangre en las venas. ¡Era imposible! Esa voz era… era… la idea fue engullida por un abismo y, aunque las palabras que pronunciaba ya no eran violentas, seguían siendo insoportables. —Soy una mujer moribunda—murmuró aquella voz. La pausa que siguió me dio tiemposuficiente para saborear la nausea dulzona de un terror desconocido. Me sentía paralizado, incapaz siquiera de levantar la mirada. Un ojo despiadado, vasto como el horizonte, se abría sobre mi pasado. —Soy una mujer enferma de cáncer que te maldice por haberla abandonado y por ser incapaz de afrontar su muerte inminente. Yo escuchaba con atención, el cuerpo sacudido por temblores y estremecimientos, sintiendo que cada una de sus palabras me empujaba hacia el borde del abismo. Luisella me hablaba, con esa dulzura suya que desarmaba, desde el otro confín del tiempo, más allá de la frontera entre la vida y la muerte. Las circunstancias terribles de su muerte, a los 27 años, volvían a enfrentarse a mi conciencia culpable. La sordidez de tantos episodios de nuestra vida en común, el egoísmo que me llevó a vender todo y a todos a cambio de unas migajas de seguridad, mi obsesión por el dinero, mi carrera y mi incapacidad para amarla, todo aquello 23
I. El encuentro con el Soñador explotó en mi interior con una única sensación de dolor. Una vergüenza infinita, asco, casi, me inundó el alma.Intenté alejarme del hombre que había sido. —Esta es «tu» muerte —me dijo—. Es la muerte de todo lo que has sido, la muerte de la vieja chatarra que arrastras contigo. No huyas de ella. ¡Afróntala de una vez por todas! Para «renacer» un hombre tiene que «morir» primero. —¿Qué significa «morir»? —pregunté. Mi tono sumiso me sorprendió, e me hizo advertir cuánto había cambiado mi actitud. —«Morir» significa darle la vuelta a la forma en que ves las cosas. «Morir» significa desaparecer de un mundo ordinario, regido por el sufrimiento, y reaparecer en un nivel superior— respondió de forma enigmática. Yo seguía sin comprender. Por algún motivo, una parte de mí se empeñaba en resistirse. Estas ideas, expresadas con palabras que nunca antes había oído, me estaban rompiendo en pedazos, destrozando mis recuerdos, mis amistades, y mis convicciones más profundamente arraigadas. Había pasado años estudiando, intentando desesperadamente ser el primero de la clase, trabajando sin descanso para labrarme una reputación, empujado por la ambición de ser alguien importante. Luchar y vencer, pelear y ganar… Superar todos los obstáculos que se interpusieran en mi camino. El principio rector de mi vida, y el único en el que había creído, había sido trabajar para tener éxito. Mi mayor satisfacción era ganar, estar por delante de mis competidores. Y ahora, ¿tenía que rechazarlo, renunciar a todo aquello? Me parecía injusto que el Soñador criticase todos mis esfuerzos. Zarandeado por tanta embestida, seguía aferrándome al deseo de quedar por encima de los demás y me agarré a aquellos despojos de mi voluntad que consideraba la parte más sana, más vital, de mí. —Todo lo que ocurre fuera de ti debe contar con tu aprobación para manifestarse. Esto quiere decir que cualquier cosa que ocurra en tu vida es un fiel reflejo de tu voluntad— dijo, y tragué aquellas palabras como bocanadas de oxígeno después una larga zambullida. El esfuerzo por comprender racionalmente las implicaciones de lo que acababa de escuchar me hicieron perder ese instante de lucidez, al cual sucedió una angustia mortal. ¿Fui yo responsable de la muerte de Luisella? ¿La quise yo? ¿La pedí yo? —El mundo que te rodea muere porque tú mueres en tu fuero interior. Un ser muy querido muere para hacer que comprendas la visión mortífera de la existencia que es la causa verdadera de todos tus problemas. ¡No permitas que su sacrificio sea en vano por culpa de tu incomprensión y tu autocompasión! Cualquier circunstancia que te ayude a entenderte y a conocerte a ti mismo, por insoportable que resulte, siempre es buena. —¿Cómo puedo remediarlo? —pregunté—. Daría mi vida, ahora mismo, por cambiar esta tragedia. 24
La Escuela de Dioses —Eres un mentiroso, y tu pasado refleja tu hipocresía y tu imaginación enfermiza. El menor cambio en tu Ser proyecta un pasado completamente distinto. El momento presente es el único punto de tu experiencia física en que puedes cambiar tu historia, y con cada cambio en tu Ser, te vuelves una persona distinta y vives en un mundo distinto. La ilusión de que sigues siendo la misma persona con el mismo pasado se debe a que crees que sigues siendo la misma persona con el mismo pasado. »Con un mínimo cambio de tus estados interiores, el recuerdo de tu pasado, tu futuro y el universo entero cambiarán al mismo tiempo. Tu pasado, que crees haber vivido realmente y que te produce una sensación tan familiar, no es más que una experiencia imaginaria que produces en este preciso instante. ¡Recuerda! ¡En el Ahora están todas las posibilidades! 4. Una especie en extinción —Nadie puede prevalecer sobre los que lo rodean —dijo el Soñador insinuándose entre mis pensamientos, desperdigados como los restos de un naufragio—. La idea de dominar a los demás es una ilusión, un prejuicio de la vieja humanidad, conflictiva, predatoria y decadente. La pausa que siguió me hizo esperar una tregua, pero el martillo se había levantado solamente para volver a golpear, aún con más fuerza. —Eres el emblema de esta especie en extinción —sentenció, lanzando el golpe—, una especie que está cediendo el puesto a un Ser más evolucionado. Sus palabras cavaban un túnel a través de capas y capas de ideas y valores viejos. Sentí los espasmos de una criatura que hace un esfuerzo supremo por nacer, y desistí de llegar a conseguirlo algún día. Mi universo se había vuelto maleable, primero, y líquido a continuación. Estaba nadando en aguas demasiado profundas. —Esa sensación de muerte que sientes, es el ahogo de una humanidad que se desprende de su antigua piel, de una especie al borde del abismo, obligada a abandonar sus supersticiones y sus viejos trucos, que ya no funcionan. Aquellas palabras se grabaron en el aire cual epitafio universal de la condición humana. Me vi luchando por mantenerme a flote en un inmenso océano de cabezas que se balanceaban, almas naufragadas resignadas a ahogarse, a dejarse morir. —Desde su más tierna infancia, a los hombres se los enseña a vivir en los lugares más desiertos de su ser. Cuando se enfrentan a ideas demasiado grandes o a cualquier otra cosa que exceda los límites de su imaginación, se resisten e intentan reducir su tamaño hasta que quepan en el minúsculo receptáculo de su conciencia. 25
I. El encuentro con el Soñador Estas palabras trajeron a mi mente imágenes de las tribus de la selva de Borneo, que encogen las cabezas de sus enemigos para arrebatarles su fuerza. Su voz me sacó bruscamente de mis pensamientos. —Es hora de que te prepares para tu «viaje»—anunció con solemnidad paternal. Sus palabras transmitían la ternura, el pesar y la autoridad de quien «sabe». Noté que su tono reflejaba exactamente el modo en que yo lo estaba escuchando, como si cada instante mi actitud se estuviera reflejando en un espejo sonoro. Áspera y terrible contra mis objeciones, tan violenta como lo fuese mi disposición, reconfortante y dulce cuando me rendía, Su voz me hablaba ahora con un tono distinto. Con un ademán teatral, cubrió su boca con la mano como si fuera a compartir conmigo un secreto, y me susurró: —Hasta ahora, cada vez que has tenido que enfrentarte a los retos de la vida, no has hecho otra cosa que aturdirte con trabajo o refugiarte en el sexo, en el sueño, o en alguna cama de hospital. Entonces, con una dureza deliberada, para sacarme de la autocompasión en la que me estaba sumiendo, dijo: —Ceder al peso de infortunios y situaciones desagradables, tomarlas demasiado en serio, equivale a reforzar una «descripción» desgraciada del mundo y a perpetuar esos acontecimientos. —Entonces, ¿qué debería hacer? —pregunté, mi voz cascada por la desesperación. —Si un hombre cambia su actitud hacia las cosas que le ocurren, eso, con el paso del tiempo, hará que cambie la propia naturaleza de las cosas que le ocurren. Nuestro Ser crea nuestra Vida— concluyó dando un paso hacia mí. Avanzó tan sólo unos centímetros, pero me puso nervioso y en guardia, en un estado de ansiedad vigilante. No sabía qué esperar. Jamás me había sentido tan alerta. Sentía como si todas las células de mi cuerpo se hubiesen despertado de repente. El Soñador esperó a que mi atención fuera máxima para pronunciar las palabras más devastadoras de todas. »La muerte de tu esposa fue la materialización, la dramática representación del grito de dolor que resuena permanentemente en tu interior. Los estados del Ser y los acontecimientos externos son las dos caras de una misma realidad. Un insoportable sentimiento de culpa estaba a punto de hacer que me desmayase. A mis pies se abría un precipicio sin fondo listo para engullirme. Con las fuerzas que me quedaban me resistí a esta verdad, la más simple e insoportable de todas: que yo y sólo yo era responsable de todo lo que sucedía en mi vida. Yo era la cusa de todos los sufrimientos y las desgracias. 26
La Escuela de Dioses Las luces se atenuaron hasta casi extinguirse. Me encontraba al borde del limbo. Lentamente, me dejé llevar y merendía un torpor irresistible. 5. El despertar
Al despertar, no pude pensar en otra cosa. Fuera seguía siendo de noche. El tráfico de Manhattan surcaba las calles como un reguero luminoso de lava vomitada por un volcán invisible. Me quedé quieto durante un tiempo, viendo al «mundo» flotar en mi conciencia con una palidez fantasmal. Iba calando en mí una lucidez nueva y despiadada que restregaba cada rincón del apartamento haciendo que cada mueble, cada libro, cada objeto de decoración, reflejase el dolor de una vida insignificante vivida sin alegría. De repente, veía todas mis pertenencias huérfanas y desangeladas. La melancolía especial que emanaba de aquellos objetos ahora sin dueño me apretaba el corazón. Sentía el peso enorme de mi existencia y la desalentadora imposibilidad del cambio. Me asustaba ver a mis hijos y notar en sus ojos la misma muerte que permeaba todo cuanto me rodeaba y temía que también ellos fueran disolviéndose hasta desaparecer, como todo lo demás. Pasé muchas horas escribiendo todo lo que había ocurrido durante mi encuentro con el Soñador y todo cuanto me había contado en aquella misteriosa villa, en la estancia con suelo de baldosas blancas. Aquel Ser ya formaba parte de mi vida. Registré fielmente Sus palabras y cada particular de nuestro encuentro.Me bastaba entrecerrar los ojos para que todos los detalles emergiesen de mi memoria con perfecta nitidez. Jamás había estado tan lúcido como durante el tiempo infinito que pasé con Él. Ahora sabía que pertenecía a un mar oscuro de humanidad dividida e inconsciente. Formaba parte de una masa plantearía de sonámbulos incapaces de amar. Ya no podía ignorarlo o fingir no saberlo. Durante las semanas que siguieron leí y releí mis apuntes con diligencia, buscando pistas que me pudieran llevar de regreso hasta Él y Su mundo. Desde la terraza del Café de la France, observé a turistas occidentales entrar en el Zoco, circulando por el laberinto de callejas cualglóbulos blancos por las venas de El Fna. Avanzaban con dificultad, asaltados por todos lados por ruidosos mercaderes, por manos pedigüeñas tostadas por el sol y aguadores que portaban pesados odres lanudos de piel de cabra. Jovencitas que vendían joyería recargada acosaban a los extranjeros al pasar, acariciándolos como si fuesen talismanes de los que pudieran extraer unos pocos dírhams. Conocía sus miradas, cuchillas de negro fuego, y sus sonrisas implorantes, propias del juego de los amantes. 27
I. El encuentro con el Soñador Durante tres días regresé a ese café y me dejé rodear por la vibrante vida de Marrakech. Esperaba, leyendo y bebiendo té en compañía de una pareja de camaleones que había comprado al llegar. De vez en cuando dejaba de leer y me levantaba para observar el espectáculo caleidoscópico de la vida en la calle, el hormigueo del comercio y el intenso afanarse de los lugareños. Después regresaba a mi mesa. Empezaba a desanimarme. La idea de volver a Nueva York, de tomar el primer avión de regreso, sin mirar atrás, me venía a menudo a medida que pasaban las horas y luego los días. Seguía intentando entender, encontrar un criterio por el que juzgar lo que me estaba ocurriendo. Me había marchado en Su busca sin otra indicación que el nombre de esta ciudad, un puñado de palmeras y casas agazapadas entre los labios ardientes del Sáhara. Tras recibir su mensaje, dudé mucho tiempo antes de partir. Me había parecido una absoluta insensatez cruzar el Atlántico para encontrarme con un personaje fantástico cuyo nombre no conocía siquiera. Surgieron muchas dificultades que se confabularon para evitar que emprendiese el viaje. Sobre todas ellas, no se me ocurría cómo explicárselo a Jennifer. Todos los días posponía mi decisión. Pero al final vencieron la necesidad de sentir esa sensación de curación que había experimentado solamente junto a Él y el miedo de perder la única oportunidad de volver a verlo. Decidí marcharme. Me ayudó a dar el paso mi confidente más íntima, Giuseppona, la única persona con la que había hablado acerca del Soñador y de mi encuentro con Él. —Ve, hijo mío —me urgió con esa forma de hablar suya tan directa y su fuerte acento napolitano, cuando entré en su pequeño dormitorio para contárselo—. ¡Encuéntralo! Este Soñador parece una buena persona. Giusepponame había visto nacer. Siempre fue parte de la familia y había ayudado a Carmela a traerme al mundo. Ella estuvo allí cuando di mis primeros pasos, y junto a ella afronté mis primeros días de colegio. Me acompañaba todas las mañanas y yo escuchaba sus historias acerca de las calles y las gentes de Nápoles, cuentos viejos que siempre resultaban nuevos. De ella absorbí el espíritu, las leyendas y las hazañas de los héroes de aquella ciudad, una ciudad con un corazón antiguo que palpitaba a través estratosde civilización desmemoriados y superpuestos, como las capas de un gruesotrajede Polichinela, convertidas con el tiempo en capas de su propia piel. En compañía de Giuseppona aún podía sentir su vitalidad; por debajo de parches y jirones veía el brillo del oro y las sedas preciosas. Aún recuerdo mi vergüenza cuando, los días lluviosos, irrumpía en mi clase en mitad de la mañana tras haberse zafado a empujones de porteros y bedeles, para cambiarme los calcetines y los zapatos mojados. A medida que fui creciendo, dejé de querer que me tomase de la mano, así que por un tiempo continuó acompañándome, siguiéndome de lejos. Desde mi adolescencia 28
La Escuela de Dioses se convirtió en mi confidente en asuntos del corazón. Recuerdo aquel seco veredicto suyo: «¡De todos modos, esa chica no era para ti!». Aquello aliviaba mis desdichas amorosas. Giuseppona había adorado a mi esposa Luisella desde el principio, y cuando nos casamos y tuvimos a nuestro primer hijo, vino a quedarse con nosotros. Fue la mejor niñera que jamás pudimos haber deseado para Giorgia y Luca, por los cuales sintió siempre una devoción absoluta. Giuseppona era baja y gruesa, autodidacta, decidida y guerrera, dura y un poco déspota. Su robustez y su carácter fuerte le hacían parecer una india americana, un cruce entre la más anciana y el jefe de la tribu. Y del jefe indio tenía la dignidad y el valor. Era lenta y pesada, pero allá a donde iba ponía orden. Con ella, uno nunca sentía que faltase nada. Su opinión, que yo había solicitado en más de una ocasión a lo largo de mi vida, era una mezcla inimitable de sensatez y sabiduría popular. Su presencia había traído alegría y buen humor allá a donde me había seguido, y había sido un sólido pilar durante toda mi vida. Cuando Luisa enfermó y murió, Giuseppona pasó a ser una segunda madre para mis hijos, para los que no faltó un solo día. Nunca podré saldar esa deuda de gratitud o expresar lo que este Ser ha representado para cuatro generaciones de mi familia. Querida Giuseppona, siempre estarás en mi corazón. Tras llegar a Marrakech, todos mis esfuerzos por encontrar al Soñador fueron en vano, y al tercer día dudaba incluso de que la enigmática nota que me había llevado allí hubiera sido escrita realmente por él. Había ocupado las muchas horas de espera vagando por la ciudad, buscando indicios. Dos noches seguidas, de regreso al hotel después de un día entero de búsqueda infructuosa, repasé mentalmente cada detalle de nuestro extraordinario encuentro, intentando hallar un rastro, por pequeño que fuese, que me condujera hacia Él. Aquella mañana volvía a estar deambulando por el corazón del Zoco. En el laberinto sombrío de sus callejones con aroma a especias, las sonrisas levantinas de cientos de mercaderes me invitaban a entrar en otros tantos emporios, pequeñas tiendas rebosantes de las mercancías más improbables, en su mayoría baratijasdispuestas de cualquier manera, como los restos de un naufragio. La sucesión interminable de esta especie de antros comerciales, a menudo inhóspitos, oscuros como celdas de un panal, hacía de orilla de un río humano que fluía arrastrando a su paso a hombres y mujeres de todas las nacionalidades, etnias, colores e idiomas del mundo. Un corpulento Mustafá vestido de manera pintoresca, que podría haber sido dibujado por Walt Disney, consiguió hacerme entrar en su tienda para envidia y decepción de sus competidores. Tenía los astutos y furtivos de un pillo en una cara amable e inteligente. La 29
I. El encuentro con el Soñador tienda resultó ser sorprendentemente grande. Asistido por dos ayudantes, volvió la tienda literalmente patas arriba para encontrar algo que pudiera interesarme, algo que quisiera comprar. Desenrolló un centenar de alfombras y me ofreció todo un muestrario de objetos de plata y latón, abrillantándolos con la manga antes de dármelos para que los examinase. Tras muchas tentativas y después de innumerables vasos de té a la menta, que la costumbre local no permite rechazar, me dispuse a salir de allí. Fue entonces cuando tomó del estante superior, sacándola de un fardo lleno de cachivaches, un joyero de madera y marfil. Su marquetería era tan fina y sus proporciones tan perfectas, que no pude apartar los ojos de él. El vendedor, notando mi interés, aumentó las alabanzas hacia la pieza, así como su precio. En la tapa de la caja, grabado con caracteres góticos, leí la inscripción: «Visibilia ex Invisibilibus»: todo aquello que vemos y tocamos nace de lo invisible. 6. Cambiar el pasado
Dejé el Zoco y regresé al Café de la France para recoger a mis amigos verdes y con escamas, mis camaleones. Apoyado contra la barandilla de la terraza, pensé en lo que acababa de ocurrir. —La primera regla del desierto es viajar liviano —oí decir a alguien detrás de mí. El sonido de aquella voz me sobresaltó. Por mucho que hubiera anhelado que llegase ese momento y por mucho que hubiera deseado verlo de nuevo, no pude evitar sentir miedo. Sentí el miedo de lo desconocido y su milagroso aliento en mi nuca. Solamente con gran esfuerzo, girando muy lentamente, reuní el valor para mirarle a la cara. El Soñador me sonreía. Su aspecto era el de un rico viajero aristócrata de otro tiempo. Tenía el aire aburrido y los movimientos lánguidos de un esnob, pero su voz delataba una energía ilimitada.Cuando comenzó a hablar reconocí Su tono decidido y aparentemente brusco. —Aligerar el propio Ser requiere un esfuerzo ingente —anunció, entrando en materia sin preámbulo alguno—. Tienes que dejar atrás todo, todo lo que han impuesto sobre ti padres, profesores, maestros de desventuras y profetas del desastre. De ellos hemos aprendido a adoptar una mentalidad de víctima, a vivir en la desdicha, en la pobreza y en la enfermedad. Acercando lentamente su rostro al mío añadió: —De ellos hemos aprendido los mil modos de morir. Desde los albores de la civilización, mediante un «contagio generacional», millones de hombres, prisioneros de un sueño hipnótico, han aprendido a creer ciegamente en la escasez y las limitaciones. 30
La Escuela de Dioses —¿Por qué? —pregunté— ¿Por qué no elegimos la plenitud sin límites? ¿Por qué no elegimos la vida? —Porque el hombre está irremediablemente hipnotizado. Detrás de cada una de sus desgracias se oculta el peor de todos los males, su fe inquebrantable en la inevitabilidad de la muerte. El primer y más difícil paso hacia la libertad es comprender que este miedo gobierna tiránicamente toda su vida. Estas palabras, unidas a la solemnidad de su tono y al hecho de que seguía acercándose a mí, me provocaron un estado de agitación. Igual que en las sectas y los espectáculos sacros de las antiguas civilizaciones, Su teatralidad transformaba el acto más simple en un gesto mágico, un suceso cósmico único de poder creativo. Por el nudo que sentía en mi estómago sabía que estaba a punto de pronunciar un juicio decisivo: —¡Tu pasado es un castigo de Dios! —denunció con voz ronca. Y calló. Esta pausa fue especialmente larga, como si antes de proseguir tuviera que aguardar a una señal que tardaba en llegar. Al cabo, continuó: —Tienes que rescatarlo, reclamarlo. ¡Tienes que cambiarlo! —¿Cambiar… el pasado? —pregunté. —En tu pasado sigue habiendo demasiados agujeros, cuentas por saldar, deudas interiores que no se han pagado, sentimientos de culpa y autocompasión y, sobre todo, rincones oscuros donde reinan la suciedad y el orín —fue enumerando estas cosas como si hubiese estado rebuscando en mi interior como en un cajón lleno de pertenencias viejas e innecesarias—. Tu Ser es como un comercio mal gestionado donde el precio de los artículos se fija al azar —observó—. Vendes barato los objetos de gran valor y pones precios ridículamente altos a las baratijas. Seguir así, es garantía de fracaso. Me hubiera gustado levantar un escudo para bloquear aquel torrente de palabras que dirigido sin piedad hacia mí. —¿Pero cómo se puede cambiar el pasado? ¿Cómo es posible cambiar situaciones y acontecimientos que ya han ocurrido? —pregunté, intentando defenderme y desviar lo que se estaba convirtiendo en un insoportable sentimiento de responsabilidad. —Existe un lugar en tu Ser donde los pensamientos, las sensaciones, las emociones, las acciones y los acontecimientos quedan registrados para siempre, y en el cual, incluso después de muchos años, es posible volver a encontrarlos, igual que las cosas, aparentemente inertes e inofensivas que se guardan en una buhardilla. En realidad, estas cosas siguen viviendo y condicionando toda nuestra existencia. ¡Ahí es a donde tienes que ir! Añadió que todo esto requiere un largo periodo de preparación. 31
I. El encuentro con el Soñador —¿Cuánto tiempo? —pregunté con la ilusión y el temor de alguien que está a punto de emprender un gran viaje. —Llevará al menos el mismo número años que has gastado en administrar tu vida tan mal como lo has hecho — fue su lapidaria respuesta, con la que además me regañaba por mi comportamiento pasado y lo presuntuoso de mi pregunta. Un punzante sentimiento de ofensa, como si fuese un reflejo psicológico condicionado, invadió cada rincón de mi Ser. Pero enseguida, tan pronto como apareció, se volvió un refunfuño y desapareció. El Soñador se había sentado a una de las mesas y yo tomé asiento a su lado. El silencio que siguió duró largo tiempo y se volvió más denso aún a medida que la llegada de la noche iba acallando el clamor en El Fna. 7. El perdón interior
El sol se ponía y ofrecía sus últimos rayos. Orión ya era visible contra el cielo nocturno de un azul cobalto pálido. La temperatura había bajado, pero el Soñador ni pareció notarlo ni sugirió que entrásemos. Todo indicaba que estaba a punto de empezar un nuevo e importante capítulo de mi aprendizaje. Aunque la terraza se oscurecía por momentos, saqué mi bolígrafo y mi cuaderno, decidido a anotar cada una de Sus palabras. Había entendido la importancia de tener siempre a mano bolígrafo y papel. Eran todo lo que necesitaba para recordar y recuperar la integridad que había perdido en el mundo exterior, tan alejado de Él. Escribir delante de él, apuntar cada una de sus palabras, era como entrar de puntillas en un nivel superior del Ser. Su voz me tomó desprevenido. —Hacen falta años de trabajo sobre uno mismo —dijo— para conquistar ese estado especial de libertad, de conocimiento, de poder, llamado «perdón interior». Recalcó este término con una inflexión particular de la voz que me sorprendió inmediatamente por no encajar consu talante guerrero y su lenguaje intransigente. Con un vistazo comprobó que estaba apuntando fielmente Sus palabras. Esperó a que terminara y prosiguió: —El perdón interior no es el examen de conciencia de un santo idiota, sino el acto auténtico de un hombre de acción, el resultado de un largo proceso de atención, de observación de uno mismo.Significaahondar en los pliegues de tu propia existencia, allí donde sigue desgarrada. Significa lavar y curar las heridas que siguen abiertas… y pagar las deudas por saldar —. Adoptando una pose muy teatral de complicidad y bajando la voz como si fuera a compartir conmigo un valioso secreto, me explicó: 32
La Escuela de Dioses —El perdón interior tiene el poder de transformar tu pasado y todo su lastre— no dejé de dar vuelta en mi cabeza a aquellas palabras incomprensibles—. ¡Todo está aquí y ahora! En este preciso instante de la vida de todo hombre están actuando a la vez el pasado y el futuro. Estas palabras me llenaron de una alegría inexplicable e irracional. Me encontré delante de una visión sin límites. El pasado y el futuro no eran mundos separados, sino conectados e indivisibles, una misma realidad. El «perdón interior» era una máquina del tiempo que le permitía a unopenetrar en acontecimientos de la propia vida que para la mentalidad ordinaria no podían volver jamás y en otros futuros que estaban por venir. —Entiendo cómo el pasado pudiera afectar a nuestras vidas, pero… ¿el futuro? —
pregunté. —El futuro, igual que el pasado, está justo delante de tus ojos, pero no eres capaz de verlo. Habló de un «tiempo vertical» y de un «cuerpo de tiempo» donde el pasado y el futuro se hallaban comprimidos en este preciso momento. Me contó que el portal de acceso a este «tiempo sin tiempo» era este instante. El secreto consiste en no distraerse nunca, en no alejarse de él. Entrar en ese «cuerpo de tiempo» significaba ser capaz de cambiar el pasado y de crear un nuevo destino. Yo estaba entusiasmado. Quería que esta aventura comenzase inmediatamente. Lo quería con desesperación, pero a mi entusiasmo le faltó tiempo para brotar, puesto que enseguida fue aplastado por las duras palabras del Soñador: —¡A la gente como tú le resulta imposible alcanzar el perdón interior! —declaró con un tono parecido al del juez que dictar una sentencia inapelable—. Para entrar un tu pasado y sanarlo necesitas una larga preparación. Sin las ideas y los principios de una Escuela, es imposible lograrlo; ni siquiera sabrías por dónde empezar. El perdón interior es un regreso a uno mismo, a la verdadera razón por la que hemos nacido —afirmó el Soñador en tono de conclusión—. El hombre nunca debería interrumpir este proceso sanador. El Soñador me advirtió de que esto me exigiría, en primer lugar y ante todo, un esfuerzo prolongado y un largo proceso de observación de mí mismo. 8. Observarse a sí mismo es corregirse a sí mismo
—Observarse a sí mismo es corregirse a sí mismo. Un hombre puede sanar cualquier cosa de su pasado si posee la facultad de «observarse a sí mismo» —dijo el Soñador. A continuación, pasó a explicar que la situación en que vive el hombre no es más que la consecuencia de su incapacidad para observarse a sí mismo y, por tanto, para conocerse. 33
I. El encuentro con el Soñador —La autoobservación es como mirarse uno mismo y a la propia vida a vista de pájaro —dijo el Soñador definiendo el concepto y precisando la idea—. Es como proyectar un brillante rayo de luz sobre los acontecimientos, las circunstancias y las relaciones de nuestro pasado. Por lo que alcanzaba a entender, el requisito fundamental de la autoobservación era la capacidad de practicarla imparcialmente, sin emitir juicios morales. Para el Soñador, la autoobservaciónsignificaba dejar que la propia vida fluyese, pero no por delante de un panel de jueces y magistrados, sino bajo los rayos x de la inteligencia despegada, de un testigo neutral que debía limitarse a observarse, absteniéndose rigurosamente de emitir juicios o formular críticas. Esto me recordó vagamente a algunos de los experimentos de psicología industrial que había estudiado en la London Business School. Algunas empresas habían mejorado espectacularmente su productividad mediante la práctica de la «gestión itinerante» (como la habían llamado los investigadores). Este enfoque se basaba en la atención y proponía la adopción de un sistema en el que el director estuviese moviéndose continuamente por la empresa. La labor del «director itinerante» consistía precisamente en «andar de un lado para otro», haciendo notar su presencia en todos los rincones de la compañía, aun en los más alejados. Su voz irrumpió en mis pensamientos y recuerdos arrancándome de las aulas de la LBS: — Observarse a sí mismo es corregirse a sí mismo —repitió el Soñador—. Si eres capaz de observarte, te corregirás automáticamente. La autoobservación es una forma de curación, una consecuencia natural de la separación que se crea entre el observador y lo observado. »La autoobservación le permite al hombre ver todo lo que lo mantiene pegado a la cinta transportadora del mundo: ideas obsoletas, sentimientos de culpa, prejuicios, emociones negativas, malos augurios… Es una cuestión de desapego, de salir de la hipnosis, de despertar. »Una mínima suspensión del efecto hipnótico que tiene el mundo sobre ti, haría añicos todo aquello en lo que has creído y derrumbaríalos equilibrios aparentes y las certezas ilusorias acumulados a lo largo de de toda una vida. Por eso la mayoría de las personas jamás serán capaces de observarse a sí mismos —sentenció—. Distanciarse de la descripción del mundo, aunque sólo sea por un momento, es un esfuerzo demasiado grande para la mayoría de los hombres. Me miró fija e intensamente durante bastante tiempo. Estaba dirigiendo el centro de la conversación hacia mí. Un nudo en el estómago me hacía presagiar el dolor de lo que estaba a punto de llegar. —¡Pon a trabajar al observador que llevas dentro! La autoobservaciónsignifica la muerte para la miríada de pensamientos y emociones negativos que han dominado tu vida 34
La Escuela de Dioses desde siempre. Cuando unoseobservapor dentro, lo correcto empieza a suceder, mientras que lo que no lo es, empieza a disolverse. Con un vistazo se percató de mi expresión de consternación, ante lo cual añadió: —Nadie puede lograrlo solo. Encontrarte contigo mismo, con tu mentira, adentrarte en los laberintos de tu Ser sin una preparación impecable, te mataría al instante. Sus palabras sonaron como una sentencia irrevocable, y temí que me abandonase. Temí que me considerase una causa perdida y concluyese que esforzarse por ayudarme hubiera sido en vano. Surgió en mí una resolución desesperada y heroica. Mi buena disposición le hizo reflexionar. Lentamente, extendió los dedos índice y mayor de su mano derecha, los juntó y los apoyó contra la mejilla. Apoyó la barbilla contra la horca del pulgar e inclinó la cabeza un poco hacia delante. Permaneció así, sumido en sus pensamientos, durante lo que me pareció una eternidad. No pareció estar mirándome, pero estaba seguro de que no se le escapaba uno solo de mis pensamientos. Yo estaba jugando los minutos finales de un partido decisivo, muy posiblemente el último. Todo dependía de mí, y sólo de mí. Esperé. Por fin, el Soñador regresó. —Fíjate: hay luna llena —dijo, apuntando hacia el astro con un leve gesto del mentón —. A lo largo de toda su vida, un hombre puede ver, como mucho, mil lunas llenas, pero es muy probable que, llegado el final de sus días, no haya encontrado un momento para observar siquiera una de ellas. Y, sin embargo, la luna es algo exterior. Imagina qué tanto más difícil le resulta a un hombre verse a sí mismo, dirigir hacia dentro su atención. La autoobservación no es más que el comienzo del Arte de Soñar. Nos mantuvimos en silencio largo tiempo. La terraza del Café de la France se extendía hacia la oscuridad como la proa de una nave espacial a punto de surcar el cielo estrellado. Nosotros éramos los únicos a bordo, Argonautas solitarios del Ser. —Prepárate —me avisó, con el tono decidido de un hombre de acción—. Esto no va a ser un paseo. Escuché atentamente sus últimos consejos. El Soñador no me dejaría solo, pero todo dependería de mí. Me explicó con frialdad que me arriesgaba a verme atrapado en una especie de limbo mental, un lugar en el que el pasado queda abandonado sin ser completamente comprendido y donde lo nuevo aún no ha tomado forma. Desde esa franja del espacio‐tiempo no habría forma de regresar al mundo del Soñador. Dejó claro que, por consiguiente, este bien pudiera ser nuestro último encuentro. —El pasado de un hombre corriente, de un hombre que no haya dado siquiera los primeros pasos hacia la unidad del Ser, está sembrado de garfios que lo enganchan al menor esfuerzo que haga por entrar y cambiar. 35
I. El encuentro con el Soñador Esas fueron las últimas palabras que pude escuchar. Sentí como si la terraza flotase, igual que un barco que se aleja de la orilla, y que los objetos alrededor de mí empezaban a disolverse en la distancia. —Allá voy —pensé para infundirme valor. Me costaba oír lo que el Soñador estaba diciendo. Era como durante largos periodos de tiempo su voz quedase ahogada por el ruido de motores invisibles. La terraza se convirtió en una máquina del tiempo cuya única tripulación éramos Él y yo. El universo había quedado en suspenso, la cinta temporal del mundo se rebobinaba y nada tenía más importancia que nuestro viaje de regreso a mi conciencia y mi pasado. Tenía la impresión de estar resbalando hacia la oscuridad impenetrable de un túnel, como si nuestra «máquina» estuviese atravesando un terreno interior compuesto de capas y capas calcificadas de mi existencia. El primer fragmento de mi vida quedó a la vista, como una isla, en medio de la oscuridad. Viéndolo acercarse y aumentar de tamaño, tuve la sensación de estar entrando en un mundo que me resultaba familiar pero arcano y misterioso al mismo tiempo, un mundo al borde de lo desconocido. En el tiempo lineal sólo habían transcurrido unos años desde que ocurrieran los sucesos que estaba volviendo a visitar con el Soñador. No obstante, aquella parte de mi pasado parecía increíblemente remota. 9. La muerte no es nunca una solución
Luisella había muerto con veintisiete años. Un melanoma había cavado lentamente un agujero en su pierna, como un niño que excavase un hoyo en la arena de la playa. El contorno de mi mundo se había vuelto aún más borroso, como si lo estuviera viendo todo a través de los ojos magullados de un boxeador. Durante meses no sentí más que rencor, un sordo resentimiento entre la rabia y el miedo. Aturdimiento dolor… ¡Oscuridad!... Una conjura criminal de pensamientos y emociones… Astillas enloquecidas del Ser… Un puñal de luz rasga la oscuridad de mi existencia. Dolor, aturdimiento… ¡Oscuridad! 36
La Escuela de Dioses Un desgarro… Detrás: oscuridad… y dolor… ¡más aún! Vuelo hacia él, más cerca, más grande, el opaco planeta de mis años pasados… Aterrizo… ¿pero dónde? No hay espacio, ningún claro, nohay un solo milímetro de sinceridad… en el desierto rocoso de mis pensamientos. Una tripa me engulle… Oscuridad… Dolor… ¡Aturdimiento!... La habitación de un hospital de provincias… olor a desinfectante…hedor de enfermedad y impotencia. Una persona desconsolada arrodillada junto a un ser tendido, inmóvil… Me acerco… Ese hombre asustado… ¡soy yo! Esta es la escena que estaba observando con el Soñador. La austeridad de aquella presencia marmórea, ya distante, arrojaba una luz despiadada sobre ese hombre pequeño y abatido y revelaba el anacronismo. Escuché la confusa multitud que asaltaba su Ser: la masa furiosa de pensamientos, deseos y emociones insignificantes dándose empujones dentro de él, todo ello ofreciendo una apariencia ilusoria de alma. A través de los ojos del Soñador, como bajo la influencia de un alucinógeno, podía «ver», más allá de las apariencias, el montón de egoísmo y miedo al que había quedado reducido aquel hombre. —Es un fantasma que llora su propia muerte —comentó el Soñador despiadadamente, señalándolo con un gesto del mentón—. El miedo, el sufrimiento y la ansiedad no son la causa, sino la consecuencia de todos sus males. El Soñador me estaba mostrando el mayor mal de todos los males, el origen de todas las desgracias, individuales y sociales, locales y planetarias. »El caos que el hombre porta dentro de sí, su infierno, se proyecta en el mundo en forma de conflictos, discriminación, guerras raciales, ideologías, religiones y creencias. 37
I. El encuentro con el Soñador La emoción de este descubrimiento se mezclaba con el horror, la pena y la vergüenza al notar en aquel hombre los signos del envejecimiento prematuro. »Este hombre sufre no porque se esté enfrentando a un suceso que le produce dolor y tristeza; más bien, se enfrenta a él porque ha elegido el sufrimiento como su estado natural —
denunció el Soñador de manera lapidaria. Comprendí que todo lo que mi vida había sido y habría de ser ya estaba ahí, comprimido en aquel instante, igual que todo el ciclo vital del roble está contenido en la bellota. Cada detalle proclamaba la negligencia, el descuido y la ranciedad de esta vida. Me hubiera gustado haber hecho algo, prevenir de nuestra presencia al hombre que fui. Me hubiera gustado penetrar en él para arreglar las cosas, para darle un poco de dignidad, para que enderezase su espalda encorvada y borrase de su rostro aquella expresión de dolor… —¡Es imposible intervenir! No hay nada que puedas hacer para ayudar—dijo el Soñador sujetándome. El tono de Su voz se había vuelto imperceptiblemente más dulce—. Ese hombre ama el sufrimiento. Jurará que no, pero en realidad no abandonaría su infierno personal por nada en el mundo. Me quedé atónito, incapaz de creer semejante monstruosidad. El Soñador advirtió la expresión de incredulidad en mi cara y añadió: —Regodearse en este estado le permite aferrarse al mundo. Le hace sentir seguro. Pese a lo doloroso de su circunstancia, a él le reconforta la ilusión de que pueda llegarle ayuda desde el exterior… Si pudiera observarse a sí mismo, modificar siquiera microscópicamente su actitud y sus reacciones… Si tan sólo tuviera la capacidad de elevar un milímetro el nivel de uno sólo de sus pensamientos o emociones, todo su mundo se transformaría. Con aire teatral, bajó la voz hasta convertirla en un poderoso susurro. El cambio de tono afinó mi atención. —Un hombre no puede cambiar los acontecimientos de su vida, sino sólo su actitud hacia ellos. —Pero usted dijo que era posible cambiar el pasado…— protesté. Dentro de mí crecía una punzante decepción, una ola de desesperación que subía como un llanto a mis ojos. —Esto que estás viendo, este fragmento de tu existencia en el cual querrías intervenir, no es tu pasado —respondió secamente el Soñador—. ¡Es tu futuro! »En tu vida todo se repite. Todos los acontecimientos vuelven a ocurrir, siempre iguales, porque tú no quieres cambiar. Sin embargo, te quejas, acusas al mundo, convencido de que alguien desde fuera puede hacerte daño o ser el causante de tus desgracias. »El hombre común, cautivo del tiempo circular, carece de futuro. Sólo tiene un pasado que se repite una y otra vez. ¡Ahora estás viendo a través de «Mis» ojos! Un día, cuando seas 38
La Escuela de Dioses capaz de asumir la responsabilidad, entenderás que tener lástima de ti mismo no es la consecuencia, sino la causa de tus desgracias, y que tú, y sólo tú, eres el origen de todo esto. Sólo entonces podrás llevar la luz a tu pasado y sanarlo. Estábamos en el depósito de cadáveres. Junto al cuerpo de mi mujer había otros alineados, ninguno tan joven como el de Luisa. En aquel silencio resonó el eco de unas palabras que jamás habría de olvidar: —La muerte de esta mujer es el reflejo de todos los estados de tu Ser, de todas tus muertes interiores. El Soñador me había advertido de las dificultades que encontraría al volver a visitar las zanjas de mi pasado. Reviviéndolas con Él a mi lado, me sentía aplastado por el peso de Su visión. El sentido de responsabilidad que estaba germinando dentro de mí se me hacía insoportable. ¿Cómo podría aceptar que yo era el creador y el director de esta película de horror que yo llamaba mi vida? —La muerte es inmoral —anunció con voz firme— y no es natural. La muerte física sólo es la materialización de millones de muertes que tienen lugar dentro de nosotros cada día; es la cristalización de una fe tomada en préstamo de una humanidad que se regodea en el dolor y que adora el sufrimiento. »Los hombres han hecho de la muerte su vía de escape —continuó implacable, sin percatarse de mi turbación—. Saben exactamente cómo matarse… conocen todos los trucos… ¡El cuerpo es indestructible! Y, aun así, han logrado convertir lo imposible en inevitable. Un hombre no puede morir, ¡sólo puede matarse a sí mismo! Para conseguirlo, el hombre debe entregarse a ello completamente y hacer delautosabotaje y la autodestrucción su principal ocupación. Llegado a este punto, se detuvo para buscar las palabras justas con las que superar mi resistencia, mi rudimentario nivel de percepción y el muro hipnótico que había levantado contra el poder misterioso de estas ideas revolucionarias. »La muerte siempre es un suicidio —declaró rugiendo la frase como si fuese un grito de batalla—. Una vez que esta forma de pensar se haya convertido en carne de tu carne, pondrá, dará un vuelco tu visión del mundo, y con ella, tu realidad. El Soñador estaba atacando creencias milenarias, la fe inquebrantable que toda la humanidad compartía, la condición de mortalidad común a todos los seres humanos, la creencia universal en una muerte inevitable que unía a todos en hermandad. Aquellas palabras me violentaron, queríahacer daño a alguien, como si me estuviesen arrebatando lo más preciado.Algorasgó mi Ser. Un grito mudo e incontrolable surgió en mi interior, resonando desde las profundidades de mi Ser. 39
I. El encuentro con el Soñador —En este preciso instante miles de millones de seres humanos están pensando y sintiendo algo negativo, atrapados, igual que tú, en su propio resentimiento—dijo. Lo sentí filtrarse en los rincones más secretos e inaccesibles de mi Ser y me invadió una honda vergüenza, como si alguien me hubiese sorprendido robando algo. —Es ese estado del Ser el que niega a la humanidad cualquier posibilidad de escapar de los círculos más dolorosos de la existencia—declaró con un rastro de amargura en su voz. A continuación, reuniendo los distintos hilos de aquella lección memorable, dijo con tono definitivo: —Los hombres adoran la muerte, y jamás dejarían de hacerlo aunque pudieran. Piensan que es la respuesta a todos sus problemas, el fin de su sufrimiento y de los miles de muertes psicológicas que se infligen a sí mismos. ¡Pero la muerte no es ninguna solución! La niebla hipnótica se disipó y se aclaró mi visión. Y mientras las palabras del Soñador se volvían reales, la muerte de Luisella, en aquella salade cortinas negras y junto a los demás cuerpos dispuestos, como el suyo, en camas pequeñas rodeadas de velas, se volvía irreal, como una escenografía macabra. 10. La curación proviene del interior
Continuamos aquel viaje por mi pasado hasta arribar al periodo que abarcaron los últimos meses de vida de Luisa. Volví a verme interpretando inconscientemente el papel idiota del marido compungido, cabeza de una familia sin siquiera haber cumplido los treinta, pero ya aplastado por el peso de tan terrible desgracia. Observé a aquel hombrecillo tener pena de sí mismo, culpar, lamentar y recriminarse. Vi su rencor y cómo estaba atrapado en las garras del odio y el resentimiento; cautivo de malignas imaginaciones; estremeciéndose de ansiedad; su corazón oprimido por un sentimiento despiadado de culpa. Escuché su doloroso canto, cómo acusaba a todo y a todos sin cesar, hasta que no pude soportarlo más. —¿A qué viene todo esto? ¿Qué hago yo aquí? —pregunté llorando al Soñador, hundido por la vergüenza de la escena. Hubiera querido darme la vuelta y echar a correr, pero no podía mover un solo músculo. Con una delicadez inesperada, el Soñador me recordó el propósito del viaje: arrojar luz sobre mi pasado, volver a visitarlo con una nueva comprensión. Era una oportunidad irrepetible. —Como en toda sanación verdadera, el proceso debe comenzar en el interior—dijo con dulzura, sacándome del estado de autocompasión que amenazaba con apoderarse de mí en cualquier momento—. ¡Es nuestro Ser el que crea el mundo, y no al revés! Igual que todos los 40
La Escuela de Dioses hombres, tú siempre has creído que los acontecimientos provocan el estado, que las circunstancias externas hacen que te sientas infeliz, inseguro. Ahora ya sabes que la realidad es justo la contraria. Me estaba recuperando. Esperé unos segundos e indiqué al Soñador que estaba listo para continuar. La siguiente etapa de nuestro viaje nos llevó a ViaBolognese, en Florencia, donde durante un tiempo me dediqué a la formación de directivos. A lo largo de aquellos meses se había establecido una especie de simbiosis emocional entre mis colegas y yo, que combinaba mi tendencia natural a sentir lástima de mí mismo con el apoyo que ellos me daban a cambio de poco. Sin ser conscientes de ello, mi desgracia les había hecho sentirse mejor. Un saludable susto los había puesto de frente a la precariedad de la vida, de modo que eran capaces, por un tiempo, de valorar su mediocre ración de existencia. Me trataban con la amabilidad y la solicitud que se reserva para un enfermo, un herido o una persona deprimida. Yo «veía» el horror de esta transacción en toda su dimensión y sentía un hondo malestar. Lo mirase como lo mirase, mi pasado estaba lleno de sombras y era incapaz de encontrar nada que mereciera la pena salvar. Me puse a dar vueltas como un hombre desesperado que llega al lugar de un desastre y busca qué puede salvar: una persona amada, una relación, algo que pudiera tener utilidad o valor, pero en vano. El horror me dejaba sin habla. Sin el Soñador a mi lado, no habría encontrado fuerzas para continuar. —No culpes a los acontecimientos—me dijo al ver que me tambaleaba bajo el peso de tantas emociones—. Enviudar con veintinueve años y dos hijos no es una maldición. Un suceso no es bueno ni malo. Sólo es una oportunidad. Si hubieras tenido la disciplina necesaria, habrías transformado lo ocurrido en algo luminoso, lo habrías trasladado a un nivel superior. Si hubieras tenido valor para conocerte a ti mismo, no habría hecho falta que muriese Luisa; no habría sido necesario que ocurriesen tantas desgracias. »Nuestro nivel de Ser crea nuestra vida. Todo lo que ves y tocas es la imagen reflejada de tu Ser y proviene de tu estado incompleto, del agujero que llevas dentro. En la existencia no hay espacios vacíos. Si no los llenas intencionadamente, obligándote a pensar y a actuar de modo distinto, el mundo lo hará por ti sin piedad. »Si no ves o no quieres ver, la enfermedad se agrava y esa farsa que llamas tu vida se volverá cada vez más dolorosa. Todo sucede para revelarte la causa de aquella tragedia, para traerte de regreso al origen de todo esto y ayudar a que, un día, intervengas y cambies esta visión mortal de la existencia. 41
I. El encuentro con el Soñador 11. Los caseros
Otros fragmentos de mi vida, imágenes del pasado, se sucedieron ante mis ojos como una película a doble velocidad. Por las calles y los rostros de la gente reconocí los cientos de ciudades en las que había vivido, los cientos de casa en las que había dormido. Finalmente, vislumbré… ¡la sombra! La oscura presencia que siempre me había seguido cada vez que había escogido una nueva casa, cada vez que me había mudado. Me sentí atenazado por el miedo. En todas aquellas casas me había encontrado con ogros: caseros poco razonables y tipos discutidores que un destino irónico, una especie de sino recurrente, una admirable pedagogía había escogido como vecinos míos. —Mira atentamente. ¡Obsérvalos! —me ordenó el Soñador firme pero amablemente, preparándome para el dolor que me habría de producir lo que estaba a punto de mostrarme—
. Todos estos caseros eran una sola persona, siempre la misma. Nada cambiaba. Tú no quisiste «ver» que la persona que se ocultaba tras la máscara, debajo de ese disfraz de casero, eras siempre tú; tú, encontrándote contigo mismo. Algo se quebró dentro de mí. Una pesada puerta se cerró de un portazo y oí el chasquido metálico del cerrojo. Tuve la terrible certeza de que después de haber escuchado estas palabras nada volvería a ser lo mismo. Desesperado, rompí a llorar en mi interior, sin lágrimas. Mi vida había sido la de un fantasma, un reflejo que ahora veía desvanecerse en el espejo del mundo hasta desaparecer sin dejar rastro. Al borde del abismo, las palabras del Soñador acudieron en mi auxilio: —Estos son los guardias, los carceleros que a los que tú mismo has pagado para perpetuar tu estado de dependencia. Hasta que destierres para siempre ese canto de dolor que siempre ha dirigido tu vida, estos fantasmas seguirán regresando. El silencio que siguió duró tanto, que empecé a temer que se rompiera el hilo dorado que nos unía y sentí una punzada de ansiedad al pensar que Él pudiera dejarme fuera de Su Sueño. Fue una sensación terrible. Durante un tiempo que pareció una eternidad, sentí aquel vacío, aquella ausencia, y dejé de existir. Comprendí entonces hasta qué punto el Soñador había pasado a ser una parte fundamental de mi existencia. Un cordón precioso me unía a Él como a un órgano del que sorbiese vida, un tercer pulmón del que respirase «aire puro». Más imágenes de mi pasado pasaron ante mis ojos como si las estuviese viendo en una sala de proyección. De algún modo, empecé a saber cómo controlarlas. Ahora podía detenerlas, ampliarlas o reducirlas para apreciar los detalles. Podía introducirme en la escena o salir de ella. Vi de nuevo la villa de ViaFortini, demasiado grande y silenciosa, ahora que Luisa 42
La Escuela de Dioses estaba en el hospital de ViaVenezia, en Milán, y que Luca y Georgia vivían con sus abuelos en el Piamonte. Vi aquellos días sucederse rápidamente, encenderse y apagarse en el tiempo de un parpadeo. En cada puesta de sol, las sombras de los pinos se apoderaban de la casa insinuándose como finos dedos dentro de lo más hondo de mi Ser. Ignoraba por qué razón el Soñador me había traído a este preciso lugar. No sabía qué parte de mi vida iba a revivir a continuación, pero un temblor incontrolable se apoderó de mi cuerpo. —Estamos a punto de entrar en el sótano de tu vida, en los rincones más oscuros de tu existencia —dijo para darme ánimos—.Es hora de que te desprendas de lo que no vale. ¡Deshazte de ese hombre! —ordenó, endureciendo el tono de su voz—. Expúlsalo de tu vida de una vez por todas. Me aferré con ambas manos al poco valor que me quedaba y volví a subir la empinada pendiente que llevaba a los portones metálicos de la entrada. Reconocí el viento que solía recorrer la rampa y alcanzar su mayor fuerza justo en este punto, barriendo la pendiente sinuosa como un torrente, frotando los ásperos muros de piedra seca, salpicados aquí y allá por alcaparras silvestres. Entré por la portezuela metálica. Al fondo vi estacionado mi Citröen de entonces. Era tan breve el camino de acceso, que la villa apareció ante mí inesperadamente. Del mismo modo me topé con la escalinata de piedra y baldosas de tierra cocida. Según ascendía, dirigí la mirada hacia el final del jardín que había detrás de la casa. Me detuve para observar las ventanas iluminadas de la casa de invitados. Allí vivía nuestra única vecina. Los recuerdos se abrieron paso a trompicones en mi mente. Sentí cómo se aceleraba mi respiración cuando empezaron a desfilar los primeros fotogramas de mi aventura con Judith. 12. Judith, «la señorita»
Giorgia y Luca la llamaban «la señorita». Judith era alta, atractiva, muy reservada y sólo unos años mayor que yo. Vivía sola en la casita que había al final de nuestro jardín. No había nada que la sorprendiese verdaderamente y lo único que parecía interesarla eran sus libros y la música. Su expresión de desapego imperturbable sólo se veía animada por el intenso batir de sus pestañas, que se movían como si estuviera en un continuo estado de asombro. Comprobé que el Soñador seguía a mi lado y me acerqué a una de las ventanas que daban al pequeño salón. Mi corazón latía agitado, igual que lo había hecho tantas noches en que acudía a ella para desahogar sobre su cuerpoel miedo que me causaba mi incapacidad para soportar lo que me estaba ocurriendo. 43
I. El encuentro con el Soñador De nuevo veía aquella pequeña habitación, sus paredes cubiertas de libros, el sofá en el centro, tapizado con motivos florales, y a Judith, sus largos dedos correteando por el teclado mientras le hablaba de la enfermedad de Luisa y el deterioro de su estado. Su música llenaba la estancia y hacía vibrar cada uno de sus átomos. Un crescendo ahogó todas aquellas palabras rebosantes de egoísmo y de falsa preocupación por mi esposa. Ahora era capaz de sentir plenamente el horror de las intenciones de aquel hombre, e incluso el olor nauseabundo de sus pensamientos. Por primera vez vi claramente la lucha que se libraba en mis entrañas, dividido como estaba entre el dolor de la muerte inminente de Luisa y la loca y secreta alegría que sentía ante la idea de liberarme de mi esposa y del peso de aquel matrimonio desequilibrado e inmaduro. Un oscuro nivel de mí mismo había estado culpándola por mi infelicidad y mis frustraciones, por las restricciones y los obstáculos que había encontrado en mi vida profesional. —La muerte nunca es un accidente —la voz del Soñador interrumpió mis pensamientos—, igual que la enfermedad, la infelicidad y la pobreza nunca son accidentes. Pasaste años rezando para que esto ocurriera. Sin siquiera admitírtelo a ti mismo, lo deseaste intensamente e, incluso, lo invocaste. Los sueños siempre se hacen realidad, incluso los más oscuros. El telón de la ficción se había levantado. Ya no podía seguir escondiéndome. No hubiera sido posible. Detrás de las lágrimas y la desesperación de aquel hombrecillo, entre su piel y la máscara que llevaba, vi la sonrisa satisfecha de mi propia criminalidad. El horror me dejó sin aliento. Una fuerza inexpugnable me impedía huir y me mantenía inmóvil frente a la ventana de Judith. Volví a ver la escena de nuestro primer encuentro. Luisa se moría y yo me aferraba a esta mujer en busca de un poco de compañía, de su compasión, de su cuerpo. Cuando Judith entendió mis intenciones, su actitud no cambió; no se disgustó. Me tomó de la mano y me llevó hasta su dormitorio para darme lo que había venido a buscar: sexo, olvidar, escapar y aliviar el miedo que atormentaba mi alma. Desde entonces nuestros encuentros fueron frecuentes. No hablábamos mucho, pues no hacían falta ceremonias. De noche la buscaba para aplacar mi angustia, pero nuestros abrazos terminaban en orgasmos tan insignificantes como estornudos. El Soñador no me ahorró una sola de aquellas escenas, y allí seguí, contemplando aquel espectáculo, saboreando hasta el final la hiel de su aflicción. Luisa estaba en casa, a pocos metros de nosotros, al otro lado del jardín. Yo no podía ser aquel hombre… La repulsión se me hizo insoportable y me sentí flaquear al reconocer el 44
La Escuela de Dioses hecho de que me habría rebajado cuanto hubiera hecho falta para salvarme a mí mismo. Y así, de aquella manera tan cruel, comenzaron a cicatrizar las heridas de mi pasado que aún estaban abiertas. Judith entendía nuestra relación sexual como una tarea que debía desempeñarse con meticulosidad, dedicación y seriedad, pero nunca permitió que un solo átomo de mi Ser se aferrase a su vida. Nuestra aventura pasó por encima de ella sin que su vida se viese influida por la mía en absoluto. Me frustraba ser incapaz de poseerla por completo; su independencia me hacía sentir inseguro. Me convencí de que Judith sólo vivía para ella misma, de que su amor por los libros y la música no era más que la tapadera de su egoísmo. Y así, encerrada en una urna de cristal y etiquetada con este juicio, la relegué al estante de los recuerdos del pasado. Sólo ahora, a través de los ojos del Soñador, veía exactamente lo que Judith había representado para mí. Sólo ahora era capaz de ver en su naturaleza reservada, tan desprovista de hipocresía, la actitud desapegada de un ser impecable y el amor puro de una mujer sincera. Judith era mejor que yo. Me había rescatado como a un pobre diablo del naufragio de mi propia vida. No alcanzo a imaginar que habría hecho sin ella. ¡Ella había visto claramente quién era yo! Había visto cómo mi vida insensata se revolvía horriblemente contra sí misma. ¡Me había reconocido como un portador de muerte! Mantenerme fuera de su vida la había salvado. ¿Cómo pude haberla juzgado con tanta dureza? Ahora que no ocupaba ese oscuro rincón de mi vida, ¡Judith resplandecía!Su música era vida… Y, sin embargo, algo no encajaba. ¿Cómo había llegado yo a conocerla? ¿De qué modo una criatura como Judith había entrado en mi infierno justo cuando la necesitaba tan desesperadamente? Me giré hacia el Soñador. Las piernas me fallaban. En una pequeña grieta de mi racionalidad comenzaba a arraigar una noción absurda, un destello de total insensatez. Sentí como desde allí empujaba hacia abajo, penetrando, lenta e inexorablemente. ¡No era posible! Judith fue… ¡un regalo del Soñador! ¡Judith fue el Soñador! ¿Cuántas veces había entrado Él en mi vida para salvarme? ¿Cómo pude haber estado tan ciego? ¿Cómo pude no haber advertido semejante perfección? La idea giró como un torbellino al borde de aquel abismoantes de hundirse en él. —Cada uno de nosotros cuenta con un inmenso margen de salvación —fueron las palabras con las que el Soñador acudió a recogerme. Su tono era sorprendentemente dulce—. Pero nosotros lo consumimos, lo malgastamos rápidamente con nuestra constante negligencia, con nuestra desobediencia irresponsable de las señales, de las advertencias, de los semáforos de la existencia… Y nos creemos frágiles, expuestos a toda clase de peligros, a merced de la suerte. 45
I. El encuentro con el Soñador La voz del Soñador volvió a sonar severa y resuelta, con una intensidad que hizo que me estremeciese: —La vida es muy poderosa y el cuerpo es indestructible. Para morir, uno tiene que hacer posible lo imposible. Refiriéndose al hombre que yo había sido como si estuviese hablando de otra persona, dijo: —¡Perdónalo! Perdonarlo sanará tu pasado y lo sustituirá por la luz de hoy. Una dura orilla de mi Serse reblandeció hasta derrumbarse. Me puse a llorar como un niño. Un magma de dolor, de pensamientos y emociones desagradables: lamentaciones, acusaciones, resentimientos y sentimientos de culpa, afloró a la superficie. —Todos los hombres y mujeres son como tú, seres dominados por emociones negativas, fragmentos a flote por el universo. Las acusaciones, las quejas y la dependencia son parte de la historia de sus vidas ¡y la única manera de explicarse lo que les ocurre! Ahogados por la ansiedad, buscan olvidar la muerte con la muerte. 13. ¡Gracias, Luisa! El viaje por el pasado prosiguió. El escenario cambió lentamente y el Soñador me llevó de vuelta al periodo en que estuve viajando constantemente entre Florencia y Milán para visitar a Luisa, que estaba internada en el hospital ViaVenezian. Inmediatamente quedé atrapado en la misma jaula mental y me encontré en el mismo estado en que había vivido aquella época. Experimenté el mismo dolor que había sentido entonces, un dolor que se agudizaba cada vez que se acercaba el momento de una nueva despedida. Me debatía entre la obligación moral de estar cerca de ella y la repugnancia que sentía cada vez que entraba en aquel lugar abarrotado de personas que sufrían. Al atravesar las distintas secciones y encontrármelas por el pasillo, leía sus rostros como el que hojea las pálidas páginas de un libro. Penetraba dolorosamente en las frases de sus historias, en las palabras de sus semblantes, en la tinta de su sufrimiento, temiendo que algún día yo fuese condenado a un destino semejante. Y entonces experimentaba una urgencia irreprimible por huir, por dejarlos atrás y olvidarlos para siempre. Fuera de allí estaba lo que yo llamaba vida: personas perdidas en sus trivialidades cotidianas, el estruendo del tráfico, el sonido y la blancura reconfortante de risas frívolas. Y corrí a refugiarme allí, entre la multitud. Cumplía apresuradamente con el ritual del esposo afligido, me mostraba preocupado cuando me cruzaba con alguno de los médicos, pedía noticias y encontraba cualquier pretexto para escapar. Vagaba por las calles del centro de la ciudad buscando refugio entre la multitud, perdiéndome en la confusión del tráfico, 46
La Escuela de Dioses envolviéndome con los colores y las luces de la ciudad. Las sonrisas de mujeres bien vestidas y los escaparates de las tiendas adormecían mis sentidos y alimentaban la ilusión de un mundo sin problemas poblado por personas milagrosamente invulnerables y dichosas. En aquella burbuja psicológica encontraba el aliento, como una anguila en su baba. Sólo el recuerdo de Luisa irrumpía sin avisar de vez en cuando y perturbaba mi dulce ebriedad. Aprensiones, miedos, sentimientos de culpa, como Furias y deidades vengativas, venían sacarme de cualquier distracción que hubiera escogido: un cine, una exposición o un café. Sólo entonces me aterrorizaba la fragilidad de la vida, la impotencia y la angustia que me provocaba su precariedad. Acompañado por el Soñador, llegué junto a la cama de Luisa. Tenía los ojos cerrados. Estaba sola. El Soñador había escogido un día en que yo había estado en el trabajo o paseando por la ciudad intentando escapar de mí mismo. La respiración fatigosa de Luisa levantaba el borde de la manta a una velocidad inhumana. Reconocí aquel síntoma con una punzada en mi corazón. Su tiempo se terminaba. El Soñador asintió con la cabeza para animarme a que me acercase. Desplacé con cuidado una silla que había junto a la mesita de noche metálica y me quedé observándola largo tiempo. Mechones de pelo empapados en sudor le cubrían la frente y la parte del rostro que la sábana no tapaba. Los meses y días de nuestro breve matrimonio se desplegaron rápidamente ante mis ojos, vívidos, repletos de acontecimientos y recuerdos. Nuestro primer apartamento. Las historias con que llegaba a casa desde el trabajo y el orgullo que veía en sus ojos al escuchar mis primeros éxitos. El nacimiento de Georgia. Sus lloros interminables por las noches, que no lográbamos calmar. El nacimiento de Luca. Y después, la enfermedad. Nuestra inmadurez pronto se convirtió en incomprensiones, celos, peleas, lamentaciones y reproches. Éramos dos personas débiles aferradas una a otra, dos seres incompletos que habían creído erróneamente que podrían formar una unidad. El resultado de nuestra unión fueron dos vidas incompletas al cuadrado. Estos y otros pensamientos llegaron a mis labios y dieron forma a palabras que susurré en su oído. Le hablé de vida, de belleza y felicidad. No me importaba si me oía o no. Un dolor amargo se alojaba en mi pecho. Ganas de llorar tensaron mi garganta. No obstante, estaba alegre. Estaba enamorado, y lo sentí con más pasión que jamás antes. Hasta ese día, atrapado hipnóticamente en mis actividades y en un millar de tareas ilusorias, había vivido el tiempo pasado con Luisa como un puro sufrimiento. La espera sin pasado ni futuro, 47
I. El encuentro con el Soñador las horas desgranadas sin que pasase nada, la quietud, el silencio y la calma que reinaban me llenaban de pavor. Aquella visión me resultaba insostenible. —Esta mujer es tu pasado, que está muriendo —dijo el Soñador detrás de mí. Aquella sensación de muerte que había pasado meses sintiendo a su lado no me era extraña. Era mi propia muerte. La muerte que había llevado dentro desde siempre. Luisa me había permitido verla, sentirla y tocarla. En aquel momento supremo me estaba dando la oportunidad de derrotarla. A cambio, yo la había mancillado con todas las maldades y acusaciones posibles. —¡Pídele perdón! —ordenó paternalmente el Soñador—. Su vida ha sido algo muy especial, ha servido para que reconocieras la muerte en tu interior: el victimismo, los sentimientos de culpa y la actitud destructiva que han guiado tu existencia. —Gracias, Luisa —susurré, apartándole cariñosamente de la cara el pelo empapado y secando su frente—. Cuánta desconsideración… Yo no sabía… Esta es nuestra resurrección… Cambiaré para siempre, ¡y nuestros hijos cambiarán conmigo! Pasaban las horas, pero no sentía cansancio. Ni hubiese querido estar en ningún otro lugar más que allí, junto a ella. Cuánto tiempo, pensé, había venido a verla en este hospital, y en los otros, sintiéndome separado, convencido de ser allí el sano entre los enfermos. Semana tras semana había vivido con aquellos seres que, como ella, se aferraban a una brizna de vida, sin entender el regalo que me hacían. En aquel momento me hubiera sido imposible entender que todos aquellos hombres y mujeres no se encontraban fuera de mí, sino que eran una proyección de mi visión malsana de la existencia, imágenes reflejadas de mi propia enfermedad, de mi propia separación, de mi irresponsabilidad. Este mundo me estaba revelando la muerte que yo llevaba dentro. Aceptar esto y asumir mi responsabilidad era parte de un proceso que aún no había comenzado y que el Soñador llamaba «perdón interior». Observarse a sí mismo es corregirse a sí mismo. Observar todo aquello y dar gracias por entender hasta qué grado el más pequeño detalle de ese mundo me pertenecía, me hizo reconocer los primeros signos de mi proceso de curación. Era de noche. Los pasillos del hospital estaban en silencio. Había perdido la noción del tiempo que había pasado junto a su cama. Había consumido todo lo consumible: palabras, recuerdos, lágrimas. ¡Sólo quedaba una cosa por hacer! Doblé la sábana y la destapé. Debajo del camisón se adivinaban bultos enormes por todo su cuerpo. Su estómago, en especial, estaba duro e hinchado, como si estuviese a punto de dar a luz. Le refresqué el pecho y las piernas con un paño húmedo levemente perfumado. Examiné su herida, oscura y profunda 48
La Escuela de Dioses como un nido. Una lucidez, una pericia y una frialdad que jamás hubiera imaginado posibles guiaron mis manos mientras la cuidaba. Limpié los años de incomprensión, costras de tantas maldades y traiciones, junto a las células y los tejidos muertos. Desinfecté la zona y apliqué una gasa limpia que fijé con esparadrapo. Volví a cubrirla con la sábana y la besé. —Bendice y sana tu pasado. ¡Entra en todos sus pliegues! ¡Ilumina todos sus rincones! Transfórmalo mediante una nueva comprensión. Habrás sanado tu pasado cuando dejes de regodearte en aprensiones, dudas y miedos. Esto es lo que significa realmente el perdón interior. Estas palabras del Soñador aún resonaban en el aire, cuando, de repente, sentí ceder el suelo bajo mis pies como si se hubiera abierto una trampilla debajo de mí. Caí de espaldas, deslizándome a gran velocidad por una especie de tubo invisible, hacia el corazón de un torbellino de colores que me engulló. Cuando abrí los ojos estaba en la habitación de mi hotel de Marrakech. Ese mismo día, hice los preparativos para regresar a Nueva York. Una sensación extraordinaria seguía coloreando el recuerdo de cada momento pasado con Él, desde nuestro encuentro en el Café de la France, hasta el viaje por mi tormentoso pasado y la noche junto al lecho de Luisa. Ya habían llevado mi maleta hasta el coche que aguardaba para llevarme al aeropuerto, pero me entretuve. Me resistía a separarme de aquel lugar donde aún podía respirar Su presencia. Dirigí un pensamiento agradecido al Soñador por haberme escoltado a través de mi pasado y ayudado a desprenderme de tanto lastre inútil. Sólo unas briznas de aquella relación seguían adheridas a mi Ser. Me había quedado con un fragmento en particular, sólo uno, que seguía guardando con fuerza en mi puño. Por más que me doliese, no aflojaba la presión, remiso a soltarlo: mi última imagen de Luisa, aquel beso de amor entregado entre el pasado y el futuro, al borde de la existencia. Capítulo 2 Lupelio 1. El encuentro con la Escuela Bien entrada la mañana, bajaba caminando por una calle repleta de elegantes tiendas de antigüedades. El sol a mi espalda parecía empujarme con su calor hacia un claro que vislumbraba al final de la calle. Noté que andaba a paso ligero, como si tuviera prisa por llegar a una cita sin saber exactamente dónde fuera a ser o a quién había de encontrar. La acera por la que iba me condujo hasta un café italiano, y el claro resultó ser una gran plaza, una de las más bellas que jamás había visto.
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II. Lupelio El Soñador estaba sentado a una de las mesitas desde las que se podía admirar la plaza y el espectáculo que ofrecían los paseantes. Lo rodeaba un pequeño grupo de obsequiosos camareros que se esforzaban por servirle y atender cualquiera de sus sugerencias. Cuando llegué, estaban preparando una segunda mesita y haciendo sitio para disponer el contenido de dos grandes bandejas. Un aura permanente de riqueza lo rodeaba. Buscaba el refinamiento en todos los detalles y amaba la abundancia. No obstante, su actitud expresaba la sobriedad de un guerrero macedonio y Su dieta era frugal en extremo. Pareció contento de volver a verme. Con un leve gesto de la cabeza me saludó y me invitó a sentarme al mismo tiempo. Desde aquel momento, la atención del Soñador pareció concentrarse por completo en los pastelitos y el resto de los manjares desplegados ante él. Yo no lo había visto desde nuestro último encuentro en Marrakech, pero había esperado este momento con impaciencia. Ahora, en Su presencia, un millar de preguntas cruzaban por mi cabeza. El eco de algunas de ellas, todavía sin respuesta, llevaba siglos resonando por la historia del mundo. Religiones, escuelas de sabiduría y tradiciones proféticas, generaciones de científicos, de investigadores, de filósofos y ascetas, habían tratado en vano de contestarlas. Pensé en el hecho de que el hombre moderno —el eslabón más reciente en esta cadena de investigaciones de miles de años de antigüedad—seguía estando desnudo frente al enigma de su propia existencia, igual que Edipo ante la esfinge. Nos sirvieron té y el Soñador siguió la ejecución de esta operación con gran escrúpulo, dirigiendo a los camareros conforme un ritual que sólo Él conocía. Apenas tocó la comida. El Soñador parecía extraer alimento de Su propia atención, de Sus impresiones, y de la armonía y el ritmo de cada minúsculo movimiento. Después del té hubo una larga pausa. Yo esperaba impacientemente a que empezase a hablar y, entretanto, abrí mi cuaderno y tomé el bolígrafo. Comenzó a hablar con tono solemne: —A Mi lado podrás salir del carril de tu destino inflexible —dijo—. A Mi lado podrás romper el ciclo mecánico de tus rutinas, de tus sentimientos de culpa… A Mi lado tendrás que renunciar a tus dudas, a tus miedos y a tus pensamientos destructivos… Tendrás que abandonar la mentira que te ata a la descripción mortal de la existencia. »Para cambiar, ¡tendrás que luchar contra toda una vida de adoctrinamiento! Debes dar la vuelta por completo al modo en que ves las cosas. Sólo así, y con mucho esfuerzo, podrás cambiar tu destino… Pero un hombre nunca puede lograrlo solo. Necesita una Escuela. El énfasis que puso en la palabra «Escuela», y el contexto en que la empleó, me hicieron intuir que tenía un significado distinto al convencional. Sentí como si la estuviese oyendo por primera vez. Descubrí en ella un poder que nunca había sentido antes y el dulzor 50
La Escuela de Dioses de una promesa largo tiempo olvidada. Un pensamiento me recorrió como un escalofrío y llegó a mis labios en forma de pregunta: —¿Qué es esa Escuela?—pregunté con voz temblorosa y sorprendido por mi emoción. —La Escuela es tu viaje de regreso —contestó el Soñador. Sus ojos negros brillaban con secreta alegría. La Escuela es el salto cuántico que lleva de la multitud a la integridad, del conflicto a la armonía, de la esclavitud a la libertad. »Encontrar la Escuela significa unirse al Sueño con un cable de acero; significa ser capaz de alcanzar los niveles de responsabilidad más altos. Sólo unos pocos de entre los pocos soportan un encuentro semejante. Aquellas palabras y Su mirada forzaron un mecanismo encarcelado. Sentí físicamente el chasquido mecánico de un engranaje que salta. Con el dolor lacerante de un remordimiento, comprendí la inmoralidad de haber vivido tantos años «fuera de casa», lo milagroso de encontrarme delante de algo, de alguien, que había estado buscando desesperadamente. —¿Cómo se puede encontrar esa Escuela? —pregunté con un hilo de voz reverencial, sintiendo la excepcionalidad de aquel acontecimiento. —Descuida, será la Escuela la que te encuentre —respondió el Soñador. Después, viendo mi desconcierto, suavizó Su brusca contestación—. Cuando un hombre llega a sentirse irremediablemente decepcionado con su vida… Cuando comprende su estado incompleto, su impotencia, cuando su propia existencia lo atenaza hasta quitarle el aliento, sólo entonces… aparece la Escuela. 2. «El mundo es un cuento» Sentado en ese café de aquella ciudad desconocida, lo escuché mientras llenaba páginas y páginas de apuntes. Sentí que mi aprendizaje, que había empezado en aquella singular villa y continuado en Marrakech, proseguía de acuerdo con una pedagogía secreta, según las líneas de un plan que jamás se había interrumpido. —Encontrar una Escuela es el acontecimiento más extraordinario de la vida de un hombre, su única oportunidad de escapar de la hipnosis general y comprender que todo lo que ve, todo lo que le rodea, no es el mundo, sino tan sólo una descripción —explicó el Soñador. —Pero yo Le estoy escuchando, puedo tocar esta mesa, veo a la gente que pasa, y sé que cada una de estas personas tiene una vida, un trabajo y una familia. ¿Cómo puede ser todo esto una simple visión mía? 51
II. Lupelio —Las imágenes que inciden en tu retina no son el mundo, sino una narración, un cuento repetido miles de veces, una leyenda —respondió el Soñador lacónicamente—. A ti te han contado el mundo. Quedé atónito ante lo que estaba escuchando, pero más aún con lo que añadió en un susurro: —El verdadero creador de la realidad que te rodea… ¡eres tú! Pero lo has olvidado. —¿Qué he olvidado? —pregunté. Podía oír un rastro de hostilidad en mi voz, señal de la distancia que empezaba a separarnos. —Tú eres el origen de todo y de todas las cosas. Un día, cuando te hayas curado, sabrás que tú eres la raíz del mundo. Al mundo le haces falta tú para existir. Has olvidado que eres el artífice, el inventor, y has pasado a ser la sombra de tu propia creación —el tono de Su voz salvó la distancia y me devolvió a mi lugar como si fuese un colegial. »¡El mundo es subjetivo, personal! Es la imagen reflejada de nuestro Ser. Visión y realidad son la misma cosa. Lo que las separa es sólo el «factor tiempo». Me hubiera gustado decir que sí, haber aceptado Su visión, pero algo dentro de mí se oponía. Mi parte racional flaqueó, pero no se rindió. ¿Cómo era posible estar delante de un mismo objeto, paisaje, suceso o persona, y tener percepciones distintas? —¡Pero no me dirá que no existe una realidad objetiva! —respondí para apuntalar mis preciadas convicciones—. Al fin y al cabo, una cosa no puede ser más que lo que es… Yo seguía intentando defender «mis» creencias, pero sabía que, por arraigadas que estuviesen, no resistirían. Entrar en contacto con la visión del Soñador les daría la vuelta. También en esta ocasión, como en todas las anteriores, el milagro inesperado habría de producirse: ese destello de entendimiento que sucedía inevitablemente en Su compañía sin poder, sin embargo, prever cuando o cómo. Deseaba a la vez que temía aquella transformación. Cuando finalmente ocurría, sentía como si las paredes de mi Ser creciesen sin medida para acomodar una visión del mundo más clara, más libre, más inteligente. Viéndome todavía perplejo, propinó otro golpe decisivo a mi visión del mundo al añadir: —Sólo podemos ver aquello que somos. Y a continuación, con su humor inimitable, sutil y casi sarcástico, dijo: —Si un ladrón se encontrase con un santo, lo único que vería serían sus bolsillos. Aquella ocurrencia iluminó mi comprensión y permanecí durante un momento meditando aquella imagen cómica tan instructiva. Pero el Soñador había retomado su discurso frunciendo el ceño, como si esta digresión, por pequeña que fuera, lo hubiera distraído u obligado a desviarse demasiado del propósito de nuestro encuentro. 52
La Escuela de Dioses —Sólo encontrar una Escuela nos permite escapar de la rigidez de la vida ordinaria. Sólo el trabajo «de Escuela» nos permite llegar a «ver» un día el mundo más allá de su falsa descripción. Sólo un «hombre de Escuela» podrá un día alcanzar una visión armoniosa e íntegra, podrá sanar el mundo. 3. La Escuela de la transformación El Soñador me reveló que siempre habían existido Escuelas de preparación para hombres extraordinarios, en todos los tiempos y en todas las civilizaciones. Estas «escuelas», más allá de las diferencias filosóficas y culturales que parecían diferenciarlas unas de otras, eran en realidad una sola Escuela. Su voz había sido siempre la misma y su pensamiento había recorrido todas las épocas y civilizaciones. El Soñador la llamaba «Escuela del Ser»: una forja, un vivero universal de soñadores donde visionarios y brillantes utopistas siempre habían afinado su propósito. —Una escuela de transformación —la definió al cabo el Soñador. Se interrumpió, aspiró intensamente las aromáticas volutas que emanaban de Su té y continuó en voz baja: —La Escuela de Dioses, donde, antes incluso de poder gobernar a los demás, se aprende a gobernarse uno mismo —su voz me daba escalofríos, se había convertido en el silbo marcial de un guerrero en acción—. Una Escuela donde se subvierten las convicciones y las ideas, donde se les da la vuelta. Por encima de todas, a la idea de la inexorabilidad de la muerte. La muerte es una resistencia a la verdad, a la armonía, a la belleza. La muerte destruye todo aquello que no es capaz de abrazar la verdad. Si en cada célula de nuestro cuerpo habita la verdad, no moriremos jamás. Recordé que en la tradición clásica, antes de Homero, se dividía a la humanidad en dos especies, infinitamente distintas una de otra: los héroes, campeones de una humanidad soñadora, individuos capaces de dar concreción a lo imposible, y una multitud indeterminada de seres sin voluntad, sin sueños, sin rostro. Unos, guiados por el fátum, estaban destinados a grandes aventuras individuales. Los otros, regidos por las leyes del Accidente y la Casualidad, estaban condenados a llevar vidas insignificantes. Me fascinó la idea de que los grandes mitos, procedentes de las épocas más remotas, narrasen en realidad las empresas de hombres que habían encontrado la «Escuela». Sus aventuras, las luchas contra monstruos y gigantes cantadas por aedos errantes, eran las etapas del «viaje de regreso», de un viaje por la propia psicología, por los meandros más oscuros, más secretos, del Ser. El Soñador me explicó que en las regiones más remotas de la existencia, allí donde espumean las emociones negativas y corre el Lete de los pensamientos destructivos, de 53
II. Lupelio los sentimientos de culpa, justo allí se halla la fuente de todos estos monstruos, el manantial de la ordinariez, de las muertes, de cada una de nuestros fracasos. —Hace falta, sobre todo, dejar al descubierto al enemigo que habita en nuestra propia carne. Pero en cuanto lo hayas expulsado, volverás a encontrarlo de nuevo ante ti, más sutil, más poderoso… más feroz. ¡El Antagonista crece contigo! No hay miles de enemigos, sólo hay uno. Y sólo hay una victoria: la victoria sobre ti mismo. »El viaje de regreso es para un hombre la gran oportunidad de sanar su pasado —dijo, y recorrió la plaza con la mirada, las iglesias gemelas, los palacios patricios, las estatuas en torno al antiguo obelisco. Observaba a la gente que abarrotaba el lugar. »El mundo es el pasado —proclamó, acuñando una de sus máximas más admirables—. Cualquier persona con quien te encuentras, cualquier cosa que encuentras, siempre es el pasado. Incluso si aparece ante ti en este preciso instante, lo que ves y tocas no es más que la materialización de tus estados interiores…El pasado es polvo. El mundo que ves y tocas en este preciso momento es la materialización de todo lo que has sido. No hay nada que pueda suceder en tu vida a lo que no hayas dado primero tu consentimiento en tu pensamiento. El mundo es polvo. Sopla sobre él, y se dispersa. El Soñador empujó su silla un poco hacia atrás,dando a entender que se levantaba. El movimiento me distrajo bruscamente del esfuerzo que estaba haciendo por no perder una palabra de aquellas ideas nuevas. Tenía un nudo en el estómago. Me hubiera gustado verter aquel vino nuevo, exuberante e incontenible en el odre viejo de mis convicciones, pero fue como querer guardar un océano en un cáliz. Sentí que mi racionalidad se derrumbaba y sucumbía a Su asalto. Me perdía en un intelectualismo vacío para ocultar la evidencia de que Sus enseñanzas penetraban cada vez más hondo dentro de mí y se volvían más peligrosas, fatales, para las viejas certezas. Entretanto, el Soñador se levantó. Con un gesto de la cabeza, me invitó a seguirlo. Me dio lástima dejar aquel silencioso rincón donde el aire aún vibraba con Sus palabras. Sentía como si estuviera saliendo de un antiguo templo, de una venerable arca del conocimiento. Todos los detalles de aquel encuentro habrían de quedar para siempre fijados en las células de mi cuerpo, incluidas las mesas cuidadosamente dispuestas, el movimiento de los camareros, y hasta las pastas recién horneadas. Crucé la plaza con Él y lo seguí hasta una iglesia. Pasando entre el transepto y el altar, dejando atrás la nave central, llegamos a una pequeña capilla. En la penumbra pude distinguir dos lienzos gigantes enfrentados. Miré alrededor; desde donde estábamos la iglesia parecía completamente desierta. El Soñador me pidió que introdujese una moneda en el interruptor. Una fuerte luz iluminó las dos obras de arte. Me sugirió que las mirase desde el centro de la 54
La Escuela de Dioses capilla, desde un punto equidistante. Las examiné atentamente según sus indicaciones. La pintura de la izquierda mostraba a Pedro, crucificado cabeza abajo; la otra representaba la caída de Pablo camino de Damasco. —Estos dos cuadros no están uno frente a otro por casualidad —dijo—. Están ligadas indisolublemente en un único mensaje. El Soñador calló y quedamos en silencio. Interpreté aquella pausa como una invitación a reflexionar y a intentar descubrir el secreto de aquel simbolismo. Sentía que el tiempo pasaba, midiendo mis inútiles esfuerzos, hasta que el Soñador me sacó de mi perplejidad señalándome que aquellas dos obras eran la representación iconográfica más poderosa de la idea del «vuelco» —Estas obras transmiten la grandeza, la amplitud del pensamiento de una gran Escuela de responsabilidad —dijo—. Sólo una Escuela así puede combatir los prejuicios y creencias milenarias, subvertir los paradigmas mentales de la vieja humanidad y curarla para siempre de todo conflicto, liberarla del dolor… La visión y la realidad son la misma cosa. El mundo es tu reflejo. Da un vuelco a tus convicciones, y el mundo, como una sombra, te seguirá. La realidad adoptará la forma de una nueva visión. El interruptor se accionó, las luces se apagaron y los cuadros se recubrieron de oscuridad como hojas de acero que volviesen a sus fundas. En aquella penumbra con olor a cirio escuché al Soñador contar la historia de una Escuela que había permanecido en silencio durante más de diez siglos. Hizo una larga pausa antes de anunciarme enigmáticamente que era hora de que su voz se oyese de nuevo. Yo estaba atónito. La idea de una Escuela milenaria que reapareciese al cabo de siglos para proseguir su misión me maravillaba. Fue entonces cuando el Soñador me habló de un monje guerrero legendario y un preciado manuscrito perdido. —Para ti y para todos los que, como tú, creen poder encontrar la verdad en los libros, convendría investigar el rastro de esta antigua Escuela —dijo. De repente, su voz se volvió imperiosa: —¡Encuentra ese manuscrito! —ordenó. Más allá de la dureza de Su voz y de su actitud perentoria, entendí que me estaba confiando una misión importante, y le estaba agradecido. En mi pecho resonó un «sí» resuelto, solemne como un juramento. Dedicaría todos mis esfuerzos a esta tarea. Cuanto más pensaba en ello, más crecía mi entusiasmo por semejante empresa, que prometía proyectarme hacia un mundo conocido y agradable. El Soñador advirtió que estaba regresando a mis viejas costumbres, volviendo al cliché de la melancolía del erudito, y dijo: 55
II. Lupelio —Un día entenderás que no hay nada que puedas traer de fuera, no hay nada que puedas añadir a lo que ya sabes, y no hay nada que la enseñanza o la experiencia pueda añadir a tu comprensión. El verdadero conocimiento sólo puede ser «recordado». El conocimiento de un hombre no puede ser ni mayor ni menor que él. Un hombre sólo puede «conocer» lo que él «es». Conocer significa, por encima de todo, ser. Cuanto más se es, más se conoce. Poco después el Soñador me habría de hablar sobre un recuerdo más allá del tiempo, una «memoria vertical» consistente en estados y niveles, recipiente de un conocimiento infinito. Esa es la herencia a la que todo hombre tiene derecho. Todos la tenemos, pero hemos perdido la llave… Recuerda. Los viejos mosaicos del suelo comenzaron a expandirse y la distancia entre nosotros a aumentar, primero imperceptiblemente, y de forma visible después. Sentí un dolor semejante al de una pérdida mientras escuchaba Sus últimas palabras: —El conocimiento es propiedad inalienable del ser humano. Es algo tan antiguo como la humanidad. Llegará el día en que entiendas que no hay nada que añadir, sino mucho que eliminar… si realmente deseas conocer. Bebí aquellas palabras como si hubiese estado esperando a oírlas toda mi vida. Las reconocí. Un leve temblor debajo de mi piel acompañó la sensación de contener todas las cosas. Yo era un sistema de medida universal, perfecto. Experimenté una sensación de totalidad, de comprensión, de conexión con todo y con todas las cosas. Sentí la ebriedad de la invulnerabilidad, de la impecabilidad del Soñador. Nada podía atacar o corromper aquella integridad. —¡Encuentra ese manuscrito! —me recordó con austeridad. Los rasgos de su rostro se disolvían poco a poco—. Volveremos a encontrarnos cuando lo hayas encontrado. 4. Lupelio Ese mismo día comencé la búsqueda de la antigua escuela y del manuscrito del que me había hablado. La obra que me había pedido encontrar, La Escuela de Dioses, había sido escrita en el siglo nueve por un monje filósofo llamado Lupelio, un espíritu libre de aquella época oscura, natural de aquel refugio para hombres cultivados que fue la Irlanda de aquellos años, una tierra encrucijada de culturas y tradiciones, atormentada por guerras y contrastes de todo tipo. No se sabe mucho de la vida de Lupelio, y de lo poco que se conoce, no se tiene mucha certeza. Los documentos que he podido encontrarhan sido escasos y a menudo poco fiables. 56
La Escuela de Dioses Desde su juventud, Lupelio fue entrenado en el arte de la guerra por su padre, que contrató a los mejores maestros que existían para que lo sometieran a la más estricta disciplina. Todavía jovencísimo, se entregó a la vida monástica y se retiró a la soledad de las montañas del BetHuzaye (hoy Kazajistán), por aquel entonces destino favorito de anacoretas provenientes de todos los rincones de la cristiandad. Acerca de su instrucción religiosa y espiritual, se sabe que entró en el monasterio cercano de ShabanRabbur, donde, recluido durante años en su formidable biblioteca, estudió con fervor las Sagradas Escrituras, a losPadresGriegosy a los grandes místicos de todos los tiempos, desde Orígenes hasta Juan de Apamea, pasando por los Padres del Desierto. Los estudiosos de la filosofía medieval a los que pude entrevistar a lo largo de las semanas siguientes me confirmaron que hace siglos que se había perdido el rastro de su única obra y del manuscrito original. Investigué en las bibliotecas de las grandes universidades, contacté con institutos de filosofía y me reuní con estudiosos e investigadores. Amplié mi búsqueda también a Europa, pero en vano. Finalmente, en Irlanda, en el Wrighter’sMuseum de Dublín, siguiendo la enésima pista, averigüé que habían guardado una copia, la única cuya existencia se conocía. Por desgracia, y al parecer, también a esta se la habían tragado las arenas del tiempo. Los obstáculos y las dificultades con las que me encontré no hicieron más que aumentar mi empeño y determinación. Tras el rastro de aquella enseñanza perdida, cada indicio y cada nuevo encuentro ponían un poco más de orden en mi existencia. Como si siguiesen el contorno de un dibujo preciso, los fragmentos de mi vida, antaño teselas desperdigadas de un mosaico desconocido, empezaban a ordenarse y a encontrar cada uno su lugar correspondiente. Encontrar aquel manuscrito y volver a ver a encontrarme con el Soñador pasaron a ser una misma misión. No habría otra manera de volver a verlo. Esta idea alimentaba constantemente mi deseo de continuar la búsqueda que Él me había encomendado. A partir de la información que iba recabando poco a poco, y de los elementos de la filosofía de Lupelio que iba encajando trabajosamente, comenzó a cobrar forma el pensamiento y el carácter de una gran Escuela de principios tan poderosos como las murallas de una ciudadela inmortal. Después de más de mil años, los fragmentos de aquellas enseñanzas perdidas seguían resplandeciendo con una luz contraria a la marea de disolución social y moral de aquella época. Inmediatamente, empezó a causarme una gran impresión la figura de Lupelio como siervo del mundo. Desde el comienzo de mi investigación sentí una admiración creciente por este filósofo desconocido. Cuando más aprendía sobre él y su misión, más veía que su pensamiento se erguía por encima de las personas y los acontecimientos. Su Escuela sobresalía 57
II. Lupelio como una roca en un mar de ignorancia y superstición. Su pensamiento se entretejía con hilo de oro en el tapiz de una historia repleta de crímenes e infortunios. Poco pude averiguar acerca de su vida aparte del periodo que pasó en la corte de Carlos el Calvo, rey de Francia. Era evidente que Lupelio fue un personaje insólito, un filósofo y un hombre de acción sin par. Carecía de hábitos o rutinas. Se decía que era capaz de mantenerse despierto durante periodos exagerados y que nadie lo había visto nunca dormir. «Dormir debilita el cuerpo y la mente», decía a sus seguidores. Y añadía con su típico humor irlandés: «Dormir no es más que una mala costumbre». Una de sus singulares costumbres consistía en vagar por los mercados de los barrios más peligrosos y con peor reputación de las ciudades europeas. Allí, en las circunstancias aparentemente más desfavorables, iniciaba a sus seguidores en nuevas formas de pensar y de sentir que subvertían los esquemas mentales y las mezquinas descripciones del mundo. Allí, su brillante locura transformaba aquel mundo de estafadores y delincuentes, de trampas y asechanzas, en una escuela de integridad. Hallaba las estratagemas más astutas para erradicar sus convicciones más arraigadas, para barrer de su psicología el fango emocional. En su escuela se forjaron hombres extraordinarios y guerreros invencibles. Lupelio empleaba fantásticos métodos de enseñanza y purificación que él inventaba sin cesar. Se disfrazaba de esclavo, de vagabundo, de político, de banquero, de rico mercader, e interpretaba todos esos papeles estratégicamente. Ya fuese la corona del rey o el hábito de un monje, Lupelio adoptaba el personaje y esperaba que sus discípulos lo hicieran también, para lo cual les enseñaba cómo «convertirse» en los personajes que encarnaban con el fin de explorar y comprender todos sus rincones y secretos, pero sin olvidar que se trataba de un juego y que no debían dejarse atrapar por él. Los conducía al Zoco, donde hacía que se mezclaran con mercaderes terribles, con bandidos y criminales, les hacía emprender los viajes más arriesgados, casi sin posibilidad de regreso. Los lupelianos se enrolaban como mercenarios en guerras absurdas, en revoluciones y contiendas en lejanos países sin que supieran siquiera el motivo de los conflictos. No luchaban en el campo de batalla para defender a los débiles o a los oprimidos ni para afirmar principios abstractos o ideologías, ni para derrotar a enemigos externos o buscar venganza, sino para llegar a ser amos de sí mismos, artífices de sus propios destinos. Los auténticos guerreros no luchan para dominar o controlar a otros. No luchan por la gloria ni por posesiones o recompensas, sino para ganar lo único que realmente importa: la propia libertad interior. 58
La Escuela de Dioses Para los lupelianos el campo de batalla era el medio más práctico para aplicar los principios y las ideas de la Escuela, la verdadera prueba de su transformación y comprensión conscientes. Solamente quien había conquistado la integridad interior podía salir ileso de cualquier ataque. La invulnerabilidad de los lupelianos provenía de esta integridad sin tacha. Por cercana que estuviese, la muerte nunca los agarraba ni era capaz de penetrar en ellos. Las enseñanzas de Lupelio constituían una disciplina de invulnerabilidad fundada en el desarrollo de la voluntad. Su objetivo era alcanzar la libertad sin límites. Libre por siempre de todas las limitaciones humanas y los condicionamientos naturales. Los lupelianos se ejercitaban en el arte del «dominio de uno mismo». La victoria suprema era «vencerse a sí mismo», no permitir que ningún suceso o circunstancia produjese heridas internas o rasguñase el Ser. Lupelio los enseñaba a mantener la serenidad y la clama en las circunstancias más extremas. Los empujaba a ir en busca de la ofensa y del ataque para poner a prueba su integridad. Aunque atravesasen ciudades o regiones afectadas por epidemias y enfermedades contagiosas, siempre salían indemnes. La incorruptibilidad y la pureza hacen al guerrero invulnerable, inmune al ataque incluso del más espantoso de todos los males. Intenté profundizar en la diferencia existente entre la impasibilidad (apatheia) predicada por los estoicos y la indiferencia del alma frente a las pasiones y a los pensamientos del exterior de la mística lupeliana. Para Lupelio, la impasibilidad se caracterizaba por la recuperación de la integridad, de aquella unidad del Ser que es natural al hombre pero que ha olvidado. Del vacío que crea el alma al liberarse del lastre de los objetos exteriores y carnales, renunciando a la ilusión de que pueda existir algo ajeno a nosotros mismos, nace un estado de Ser que es un movimiento continuo y natural hacia la eternidad, la inmortalidad y la infinitud. Todo lo que llamamos sintéticamente «el mundo», los acontecimientos y las circunstancias de la vida, no son más que nuestras proyecciones. Si somos conscientes, podemos proyectar solamente vida, prosperidad, victoria y belleza. Si estamos alerta y atentos, podemos proyectar libertad, un mundo sin límites, sin restricciones, sin vejez, enfermedad o muerte. 59
II. Lupelio La Escuela de Lupelio me fascinaba. La estudié y amé con pasión. Sentía como si estuviese respirando su aire particular. Soñaba con ella con los ojos abiertos. Reconocía en aquellos hombres y mujeres visionarios —estudiantes guerreros y héroes solitarios de una batalla espiritual inefable— Seres extraordinarios, modelos excepcionales de valor y determinación. Admiraba en secreto el resplandor de la locura, la búsqueda febril que caracterizaba a su afán incansable por conquistar el yo. Seguí investigando sin cesar y encontré pruebas convincentes de que muchos de los héroes mercenarios de aquella época, en los años turbulentos posteriores a Carlomagno que fueron testigos de la disolución del Sacro Imperio Romano, eran discípulos de Lupelio disfrazados. Sin jamás revelar sus identidades, aquellos monjes guerreros protagonizaron hazañas épicas sin parangón, capaces, como eran, de transformar derrotas en gloriosas victorias. Fue entonces cuando mi búsqueda entró en un punto muerto.Durante semanas fui incapaz de añadir nada a lo poco que con tanto esfuerzo había conseguido reunir. Perdí toda esperanza de llegar a encontrar alguna vez aquel manuscrito legendario y, con él, el camino de vuelta al Soñador. Hasta que un día, durante una de mis excursiones tras el rastro de estas enseñanzas perdidas, oí hablar de un padre dominico de vastísima cultura que podría ayudarme en mi investigación. Es más, se trataba del autor de una obra ciclópea sobre la historia medieval de la Iglesia. 5. El encuentro con el Padre S. Llegué con algunos minutos de antelación a mi encuentro con quien, después de tanto buscar, me había sido presentado como uno de los padres vivos de la doctrina cristiana. El Padre S. vivía en un antiguo convento de carmelitas. Una tribu de monjas, severas y protectoras, velaban por su recogimiento erudito y su vejez contemplativa. Dos de ellas me condujeron hasta la pequeña antecámara donde esperé en pie. Desde la ventana entreabierta podía ver una esquina del delicioso claustro. La espesa vegetación contenida por la geometría de los soportales y la calidad del silencio intensificaron la sensación que había experimentado al cruzar el viejo portal. Más que cruzar el umbral de un convento, sentí como si hubiese viajado a otra época. En un instante mi mente voló hasta el patio del Collegio Bianchi, la escuela que poseían los barnabitas en el centro de Nápoles. En el aire resonaba el sonido de pasos apresurados, de niños gritando y persiguiéndose bajo los arcos; un aire que olía a la comida del refectorio y a miles de recuerdos de mi niñez con los padres. 60
La Escuela de Dioses A la hora acordada, se me dio permiso para entrar. Por desgracia, tuve que abandonar aquel reino perdido de mi infancia y al grupito de compañeros de clase que habían corrido a saludarme. Sus rostros sonrientes se disolvieron hasta desaparecer entre las sombras de mi memoria. —El Padre S. está terminando un nuevo volumen de su gigantesca obra sobre el cristianismo en la Edad Media —dijo una de las minúsculas hermanas guardianas que me escoltaban. Por la austeridad de su tono entendí que me estaba lanzando una velada advertencia para que fuese moderado en el uso que iba a hacer del tiempo y de la paciencia de mi anfitrión. Subí por una estrecha escalera de caracol a la que los muros de libros que la flanqueaban hacían aún más angosta. Más que subir, sentía que en realidad ascendía por una empinada metáfora. Cada detalle de mi entorno parecía cargado de alguna advertencia simbólica. Estaba a punto de conocer a uno de los grandes pensadores de la cristiandad, y sólo pensarlo me provocaba un sentimiento de temor reverencial que se mezclaba con el dolor sutil de la añoranza o de la súbita melancolía. Era aquella la vida que me hubiera gustado vivir, dedicada a la investigación y al estudio. Volvió a emerger en mí la antigua fe ciega en los maestros y en los libros. Las palabras del Soñador, severas y providenciales, interrumpieron estos pensamientos: «No hay nada que puedas añadir a lo que ya sabes… El verdadero conocimiento no se puede adquirir, sino solamente ‘recordar’». Reconocí mi enfermedad: la propensión a depender del mundo y, sobre todo, a idolatrar el conocimiento libresco. Una vez más, hacía de lo exterior mi dios. Había bastado que me encontrase frente a un fetiche para elegir como mi guía a aquel hombre como antes incluso de haberlo conocido. Me imaginaba al padre S. como el ejemplo de una humanidad atrapada en el intelectualismo, una humanidad que había dejado de soñar, el campeón de una cristiandad que había olvidado y que había colocado en su cima a hombres librescos y al orgullo intelectual. —Todos los libros del mundo están contenidos en un átomo del Ser —me había dicho el Soñador—. No pueden añadir nada a lo que ya conoces… De los libros no puede provenir la vida. El saber depende del Ser… ¡Cuánto más eres, más sabes! Una voz poderosa, salmodiante, llegó a mí desde lo alto, como atravesando una grieta en las hileras de libros. —Pase —dijo. La entonación semejaba la de un pasaje litúrgico. 61
II. Lupelio El eco de la invitación sonó tan cerca que me dio a entender las reducidas dimensiones de la estancia en que me estaba adentrando. Mientras subía los últimos peldaños sentí mi Ser recogerse en un puño, circunspecto, como el de un guerrero ante la inminencia de un peligro calculado. Volvieron a acudir a mi mente las palabras del Soñador: «Todo hombre ocupa un peldaño de la escala de la inteligencia humana y actúa de guardián de los niveles superiores… Si te mantienes intacto, todo encuentro será una oportunidad, un escalón sobre el que podrás apoyar el pie para seguir subiendo. Si lo olvidas, te verás atrapado en un juego virtual y exterior que te arrojará de vuelta al desorden infernal de tu vida». El padre S. era un portal de la existencia. He aquí con quién me estaba encontrando: un guardián examinador, un Minos, el más estricto entre los jueces, que habría de asignarme infaliblemente el puesto que merecía en la escala del Ser. De entre la marea de libros que cubrían la mesa emergió una cabeza grande de anciano, calva y bien rasurada. Me observó fijamente durante un largo rato. Sus ojos oscuros parecían tan extraordinariamente jóvenes que me dieron la impresión de no ser suyos, órganos tomados en préstamo e injertados en aquel rostro de anciano. Parecía que, por alguna extraordinaria razón, aquellos ojos hubiesen encontrado la forma de no envejecer, abandonando al resto del cuerpo a su destino biológico. Debió de darse cuenta de que lo había notado y bajó los párpados lentamente y enfundó en ellos sus ojos como lo habría hecho una tortuga. Al volver a abrirlos, la mirada era la de un anciano. Esta impresión fue reforzada por otro contraste: la expresión ceremoniosa de alguien que da la bienvenida a un invitado con el gesto adusto de un maestro. Esta ambivalencia fue el constante trasfondo de nuestro encuentro, como para recordarme la distancia que nos separaba. Su tono de voz, su hábito y sus gestos marcaban las reglas. Era evidente que el padre S. quería establecer de inmediato el propósito de la entrevista y los límites dentro de los cuales había de transcurrir. Estreché su mano y sentí la misma energía que había percibido en su mirada. El padre S. me estaba estudiando. Su sonrisa apenas ocultaba el hecho de que estaba recabando señales y elementos de juicio sobre mí para clasificarme. Su visitante no era un animal académico, sino más bien un joven hombre de negocios, el tipo de persona con el que probablemente el padre S. no se encontrase a menudo. —Sólo sé de ti que te interesa la filosofía moral y que vienes de una universidad americana, de Nueva York, si no me equivoco —dijo, pronunciando la palaba «sólo» con un tono casi de reproche que revelaba su naturaleza y su actitud de profesor. 62
La Escuela de Dioses —Estoy especializado en ética de los negocios —le corregí educadamente al tiempo que le entregaba una copia de una carta que la FordhamUniversity le había enviado unos días antes. El documento confirmaba que era investigador, un estudioso de la ética de los negocios. Era la carta de presentación que había utilizado para lograr este encuentro. Estaba completamente a gusto en este papel. Permanecí en silencio. Preferí no darle más información por el momento y que se sintiera un poco inseguro, atrapado entre la curiosidad y la falta de familiaridad. No quería ponerle las cosas demasiado fáciles. A medida que leía, noté una expresión de interés creciente en su rostro. Se sobresaltó visiblemente al leer acerca del estudio que estaba llevando a cabo sobre Lupelio y de mi esperanza de que esta entrevista hiciera progresar mi investigación. Con gran dominio de sí mismo, contuvo sus emociones ante este descubrimiento y se limitó a expresar una leve sorpresa porque había elegido una escuela de pensamiento tan fuera de lo común y tan alejada de los temas científicos habituales. No mencioné al Soñador, pero justifiqué mi interés por Lupelio hablándole del efecto revolucionario que sus ideas podrían tener para la teoría de las organizaciones y para la formación de una nueva generación de dirigentes. Le hablé de los grandes resultados que esperaba de aquel campo de estudios que propugnaba la aplicación en el mundo empresarial de valores, métodos educativos y principios filosóficos provenientes de antiguas Escuelas de Ser. En especial, me habían interesado las enseñanzas de Lupelio y sus investigaciones acerca de la invulnerabilidad y la invencibilidad por la evidente relevancia que estas cualidades podían tener, aún hoy, ante losdesafíos económicos modernos, no menos complejos o fatales que los de naturaleza militar. Las investigaciones y los experimentos sobre la inmortalidad llevados a cabo en la Escuela de Lupelio podrían extenderse a las empresas modernas. Los estudiosos de la economía habían permanecido indefensos mucho tiempo ante un fenómeno alarmanteque ocurría a escala planetaria. —Las empresas mueren jóvenes. Las compañías de todo el mundo tienen una vida demasiado corta, apenas unos cuantos años —le expliqué—. Incluso los gigantes de las finanzas y de la economía, las multinacionales más grandes del planeta, difícilmente llegan a vivir más cuarenta años. Basándome en las ideas del Soñador, le expliqué como si fuera mía la idea de que una empresa longeva nace de un fundador longevo, y que una empresa inmortal puede nacer solamente del sueño de un Ser inmortal. Una vez, al hablarme de la dualidad amor/miedo, el Soñador me había revelado que el verdadero significado de «amor» se encontraba en la etimología de la palabra latina a‐mors, o ausencia de muerte. El nombre de Roma, la ciudad eterna, no es casual, puesto que es el anagrama de «amor». En sus raíces, desde su fundación, 63
II. Lupelio encerrado en el nombre que le dio su fundador, quedó codificado su destino inmortal. Utilicé el ejemplo de Roma, que recientemente había celebrado sus más de 2800 años de vida ininterrumpida, como ejemplo de una empresa cuya longevidad no podía ser explicada sin hacer referencia a su fundador y a su naturaleza de Ser inmortal (Rómulo fue divinizado y venerado por los romanos como el dios Quirino). Ofrecí al padre S. otros ejemplos de longevidad extrema en los negocios, desde la milenaria Casa de Windsor hasta la multinacional más grande del planeta, la mismísima Iglesia Católica. De nuevo, basándome en las enseñanzas del Soñador, sostuve que una economía rica siempre era la manifestación del pensamiento inmortal. La visión y la realidad son una sola cosa. El más pequeño fragmento de eternidad basta para ampliar la visión de todo un país, para expandir los horizontes de su economía. El concepto de inmortalidad es suficiente para elevar el destino financiero de los individuos, de las organizaciones y de naciones enteras. Esa era la dirección que estaba tomando mi investigación. Declaré que pronto estos descubrimientos habrían de cambiar la forma de hacer negocios y que revolucionarían la enseñanza y la investigación científica en todas las facultades de Economía. Veía que el interés del padre S. crecía visiblemente a medida que la hablaba de la relación de la teoría económica con la inmortalidad y de lo poco que yo sabía acerca de la filosofía de Lupelio. La economía global evolucionaba en un inmenso campo de batalla donde cada día naciones enteras, compañías grandes como el mayor de los regimientos, se enfrentaban unas a otras con el fin de establecer nuevas fronteras económicas y de alterar las existentes en su beneficio. De estos conflictos sólo emergía un vencedor. Los demás, derrotados, eran encadenados a su carro de guerra y condenados a la esclavitud. Para sobrevivir se los obligaba a adoptar las costumbres de su nuevo amo y a aprender su idioma. Tenían que servirlo. Animado por un gesto de mi anfitrión, proseguí, contándole todo lo que había descubierto sobre el misterioso monje filósofo, sin intentar ocultar mi fascinación por Lupelio y sus extraordinarias enseñanzas. Enseguida llegué al punto en que mi investigación se había detenido. También le hablé de los esfuerzos que había hecho, completamente infructuosos hasta ese momento, por encontrar el manuscrito titulado «La Escuela de Dioses», y de la misteriosa desaparición de todas sus copias. No le oculté mi estupefacción ante lo que parecía ser un intento deliberado de borrar todo rastro de la obra de Lupelio y de su Escuela para Seres Inmortales. 64
La Escuela de Dioses 6. La doctrina de Lupelio El padre S. me escuchaba con atención, la cabeza inclinada sobre el pecho. Al volver a levantarla, vi de nuevo aquellos extraordinarios ojos, tan jóvenes, que tanto me habían impresionado la primera vez que lo miré a la cara, pero en esta ocasión no hizo por ocultarlos. Su rostro adoptó la expresión de alguien que espera ser reconocido. No me retiré del juego, y me concentré en su último movimiento. La solución al acertijo llegó de repente, deslumbrante como un relámpago que desgarra el cielo nocturno. Sentí vértigo. Aquel hombre se había disfrazado de anciano… Sí… Utilizaba la vejez a modo de máscara… una máscara estratégica… El padre S. era un hombre que fingía ser viejo. El corazón me dio un vuelco. El padre S. era… un lupeliano. Estaba seguro. Apenas podía contener mi emoción ante semejante descubrimiento. Sentí un placer sutil por la complicidad que se estaba estableciendo entre nosotros… Un cordón de diez siglos de antigüedad nos conectaba a aquella estirpe de guerreros que habían sabido cómo vivir estratégicamente, que habían entendido el arte del disfraz. Su habilidad camaleónica le había permitido vivir escondido en los rincones de esta orden, oculto en el seno de la cristiandad. Se había abierto un túnel en el tiempo y más de un millar de años se habían condensado en un instante con el fin de conducirme a las puertas de la Escuela. Ante mí se encontraba quien era, quizás, el último de sus custodios inmortales. Una pregunta me martilleaba las sienes haciendo palpitar mis venas: ¿conocería el padre S. al Soñador? Me sobrevino la tentación de contarle acerca de mi encuentro con el Soñador y de la extraordinaria aventura que estaba viviendo. —Lupelioes el profeta de la inmortalidad física, que es patrimonio de todos los hombres —reveló el padre S. interrumpiendo mi pensamiento febril y prescindiendo de su cautela inicial—. Un derecho al que hemos renunciado y que debemos reclamar. Entonces, como si leyera de un libro invisible en lugar de citar de memoria, cerró los ojos para pronunciar estas palabras: «El cuerpo es espíritu hecho carne. Si el espíritu es inmortal, también lo es el cuerpo». La alegría que sentía al recordar la Escuela y al escuchar de nuevo aquellas palabras que parecía no haber oído en años, era evidente. Me contó que Lupelio había sido excomulgado por sus ideas y que había escapado a la hoguera de milagro. El mayor peligro que Lupelio representaba radicaba en su fe en el inmenso poder del individuo y en la victoria final de la vida frente a la muerte. Para la Iglesia cristiana y el resto de instituciones religiosas dirigidas a las masas, no podía haber una filosofía más peligrosa: «la revolución del Ser», la rebelión a la que todo hombre está llamado a fin de transformar su fragilidad, su destino mortal. Una pelea contra demonios, dragones y quimeras interiores, contra monstruos y 65
II. Lupelio gigantes psicológicos que el hombre ha bautizado como duda, miedo y dolor, que para Lupelio eran la causa verdadera de todos los males, de toda desgracia.No resultaba sorprendente que semejantes ideas subversivas lo hubieran hecho objeto de persecuciones y ataques. De hecho, había desaparecido todo rastro de Lupelio y de su obra. Ahora aquello me parecía la consecuencia de una estrategia deliberada por parte del propio Lupelio antes que el resultado de la hostilidad implacable que había concitado. Ser aceptado por su Escuela significaba someterse a la más severa de las pruebas, y vivir con él requería ser capaz de mantener grandes esfuerzos durante largos periodos de tiempo. Lupelio quería que sus seguidores tuvieran conciencia directa de la inmortalidad y la invulnerabilidad física experimentando cómo era posible enfrentarse a los peligros más graves y salir indemne. Y, en efecto, nunca se constató que uno de los suyos, tras partir con sus bendiciones, hubiese regresado siquiera mínimamente herido. Pregunté al padre S. a qué atribuía él aquel hecho tan extraordinario: —El escudo de un hombre es su pureza y su amor por la vida y por su Señor —dijo el padre S. con los ojos entrecerrados. En lugar de pensar qué responder, me dio la impresión de que estaba recordando—. Para Lupelio, la pureza es la cualidad fundamental del hombre y el camino para lograr la inmortalidad física: la asíntota suprema de la parábola humana. Se detuvo por un tiempo que me resultó extremadamente largo. Había notado que cada vez que se refería a Lupelio, el padre S. siempre usaba el tiempo presente, como si estuviese hablando de un contemporáneo… o de alguien que nunca había muerto. A lo largo de la conversación que siguió, me llevó de la mano por el extraordinario mundo de aquellos hombres y mujeres dispuestos a hacer cualquier cosa para empujarse a sí mismos más allá de límites inviolables, más allá de las Columnas de Hércules de la descripción habitual del mundo. —En la Escuela de Lupelio se lucha por liberar la mente de la creencia de que la muerte es inevitable e invencible —dijo el padre S.—. Todo forma parte de una estrategia de purificación ideada para conquistar dentro de uno mismo ese misterioso deseo de morir que en el hombre corriente adopta tantas formas y cala en su psicología hasta que se vuelve una segunda naturaleza, parte inevitable de su vida. La creencia de que la muerte es invencible no es sana para los seres humanos. Tu longevidad está determinada por tu estado mental, por tu anhelo de vida. —Tu longevidad viene determinada por tu mente —aseguró el padre S. sintetizando para mi provecho el pensamiento de Lupelio—. Esto significa que si mueres, ¡eres el único responsable! 66
La Escuela de Dioses Una monja pequeña entró trayendo todo lo necesario para servirnos té. Por las miradas de asombro que lanzaba furtivamente en mi dirección mientras colocaba sobre la mesa las tazas y la tetera y servía el té humeante, entendí lo extraño que era que el padre S. pasase tanto tiempo con un visitante. Mi anfitrión callaba, y sólo cuando la monja se hubo marchado retomó su idea para explicarme que los lupelianos sabían que cuestionar la inevitabilidad de la muerte, aunque sólo fuese en un sentido irónico, debilitaría su poder. —Por afirmar que la inmortalidad es patrimonio de todos los hombres, por luchar denunciando la muerte como el más horrible e injusto de los prejuicios humanos —anunció el padre S. con tono epigráfico—, Lupelio será recordado como el místico más importante de la inmortalidad física. Declaró que Lupelio estaba vinculado a aquella religión física, corpórea, que había sido el cristianismo original, en cuyo epígono se había convertido, heraldo del materialismo espiritual y de su mensaje de la indestructibilidad del cuerpo. —Mentir, ocultar, quejarse y evadir responsabilidades son los estigmas del hombre que ha caído en la inmoralidad, en la división, del hombre que ha olvidado la razón de su existencia —dijo el padre S. con tono concluyente—. Una humanidad que ha renunciado a su derecho de nacimiento a la inmortalidad y olvidad su integridad, «inventa» la muerte y pone fin a su desdicha. El hombre prefiere morir antes que asumir la inmensa tarea de conquistarse a sí mismo, de superar su estado incompleto. No obstante, la muerte no es una solución. Un hombre siempre prosigue desde donde se ha detenido. Lupelio creó la Escuela de Dioses, una escuela de responsabilidad, para mostrar a este hombre disperso el camino de regreso a la simplicidad, a la integridad, a la voluntad enterrada del ser humano. 7. Ofrece un gallo a Esculapio A través de los fragmentos de las obras perdidas de Lupelioque había logrado reunir, y detrás de las palabras del padre S., reconocí la inspiración del Soñador con mucha mayor claridad. Podía oír Su voz, más alta y más antigua que la de Lupelio. Me acordé de Él con agradecimiento. El padre S. me leía ahora algunas frases de un librito que trataba con veneración y que evidentemente llevaba siempre consigo. La emoción hacía que le temblase la voz. Su tono apasionado se hizo poco a poco más intenso a medida que algunas de las creencias más escandalosas de Lupelio salieron a la luz desde las páginas de aquel tratado, verdades inaceptables para la mente racional o el derecho canónico. Al escucharlas y anotarlas en mi 67
II. Lupelio cuaderno, sentía el impacto de su diferencia insostenible y su estridente contraste con las creencias más arraigadas y universalmente aceptadas. —La vejez, la enfermedad y la muerte son insultos para la dignidad humana, pilares milenarios de una descripción del mundo ilusoria. El mal está al servicio del bien. ¡Siempre!... Todo ocurre para sanarnos. Incluso la muerte física es en realidad una curación. ¡Es la última oportunidad! Esta afirmación, la insoportable paradoja de Lupelio, accionó un mecanismo secreto. Mi mente regresó a las palabras que pronunció Sócrates cuando la cicuta estaba a punto de llegar a su corazón y detener sus latidos para siempre. Su sentido estalló en mi interior con un resplandor intolerable. Duró sólo lo que un abrir y cerrar de ojos para desaparecer acto seguido, pero bastó para que comprendiese. El último deseo de Sócrates llevaba más de dos mil quinientos años siendo un misterio insondable. Ingerida la cicuta y rodeado por sus discípulos más cercanos, el efecto paralizador que el veneno estaba teniendo en sus piernas se extendía rápidamente hacia el corazón. Faltaban sólo unos momentos para el final. En aquel instante supremo, las palabras de Sócrates fueron: «Le debemos un gallo a Esculapio. Dádselo y no lo olvidéis». ¿Cómo podía Sócrates pedir a su amigo Critón que ofreciese un gallo al dios de la curación cuando la vida se le estaba escando entre los dedos y su muerte era inevitable? A lo largo de veinticinco siglos estas palabras habían representado un rompecabezas para generaciones de sabios, doctores y exégetas. Las afirmaciones filosóficas de Lupelio habían rasgado una cortina impenetrable. Por fin emergía del abismo del tiempo el significado de aquel mensaje en toda su extensión. Como un náufrago que encierra en una botella su mensaje para salvarlo y transmitirlo, Sócrates había confiado su entendimiento al océano del tiempo para que llegase hasta nosotros. Sellado en sus últimas palabras se halla el fruto último de su búsqueda incansable: también la muerte es una curación. ¡Es la medicina definitiva! Llega cuando todo lo demás ha fracasado. Como consecuencia de las extraordinarias circunstancias de su muerte, Sócrates alcanzó un estado de unidad interior nunca antes conocido, una altura de integridad que le franqueó el acceso al mayor de todos los misterios: por qué la humanidad seguía teniendo que morir y cómo un día ello dejaría de ser necesario. Tras las últimas palabras de Sócrates se alza el sueño de una humanidad futura, sanada, íntegra, que no necesitará más semejante acto extremo de purificación. El Soñador habría de decirme un día: «La muerte es la modalidad extrema a la que recurre la existencia cuando todos los demás intentos de curarse, de integrarse, han sido en vano. ¡Sócrates usa la muerte para entender! En el momento supremo descubre que no es más 68
La Escuela de Dioses que un paso en el camino de la sanación, un peldaño más de la escala de la integridad. Esta es la última enseñanza de Sócrates, la más importante…» Sócrates era el exponente de una humanidad todavía en precario equilibrio entre dos visiones. Fue un buscador, un explorador, y aunque no fue capaz de vencer a la muerte, al menos la utilizó para comprender. Sócrates mostró el camino. 8. Prohibido matarte por dentro —La integridad del Ser sólo es el comienzo de una humanidad que ha elegido vivir para siempre —resumió el padre S.—. Los iguales se atraen. La muerte atrae a la muerte y no puede afectar a alguien que esté conectado a la vida. Armados con su integridad, los lupelianosregresaban indemnes de las más audaces hazañas. Parecía no existir ningún instrumento de guerra capaz siquiera de rozarlos, como si hubieran logrado erradicar toda conexión con la muerte. Sin hacer proselitismo y sin defender ninguna filosofía, los monjes guerreros de Lupelio sabían elevarse hacia un nivel superior del Ser y cómo conseguir que otros a su alrededor lo hicieran también. Ganaban todas sus batallas antes siquiera de empezarlas. Ganar significaba conquistarse a sí mismos, vencer a sus dudas, sus miedos y su ignorancia. La victoria exterior sólo era un signo de su victoria interior. Así, cuidando su propio Ser, alimentando la propia impecabilidad, volviéndose inexpugnables para el mal, superaron retos imposibles y llevaron a cabo empresas legendarias. —La principal causa de la muerte es nuestra separación de Dios, haber trasladado lo divino fuera de nosotros —dijo el padre S. extrayendo un folio de un cajón y apuntando algo en él. Luego, continuó: —Lupelio dice: puedes odiar a Dios porque estás enfermo, porque sufres o eres pobre, pero ten esto por seguro: la razón por la cual estás enfermo, sufres y eres pobre es que estás separado de Dios. Los hombres lo han olvidado y han transformado el planeta en un mundo de muerte. Han hecho de la muerte su razón de vida. A ella dedican todos sus pensamientos, a ella van dirigidas todos sus actos. »El lema es «amar y servir». Para estar al servicio de la humanidad hace falta amar… y, antes que nada, amarse uno mismo, amar la propia vida… Aquí el padre S. bajó la voz. Intuí que estaba a punto de confiarme la enseñanza más secreta de todas, la más insoportable de las verdades recibidas de la Escuela. —Lupelio recordaba a sus discípulos —dijo, y se detuvo unos instantes que se me hicieron interminables. Los labios le temblaban mientras se preparaba para citar las palabras de su maestro—. Sois dioses que han olvidado que lo son… Sois dioses en estado de amnesia. También las órdenes seglares lo olvidan —los ojos del anciano se humedecieron al pensar en 69
II. Lupelio aquel espíritu guerrero que le había animado a elegir una vida monástica—. El olvido debilita al guerrero que habita en cada hombre… Hubo un tiempo en que nosotros, los dominicos, éramos vegetarianos y comíamos una vez al día. Cultivábamos el cuerpo y el espíritu como si fuesen una misma entidad. Teníamos muy claro el mensaje de Cristo y nuestra misión: la victoria de la Vida sobre la muerte física. Sólo un trabajo incesante sobre uno mismo permite al hombre vencer a la muerte. Su voz estaba marcada por la nostalgia de la antigua disciplina, por el recuerdo del esplendor enterrado de la Escuela. Yo lo admiraba me sentía feliz. No creía que la cristiandad aún custodiase en su seno hombres como el padre S., cruzados entregados a la más santa de todas las guerras: dar muerte a la muerte. —Hace tiempo que escuelas e iglesias, universidades, órdenes religiosas e instituciones gubernamentales dejaron de preparar a seres responsables. Lo único que producen son cuerpos y mentes contaminados —declaró el padre S. Terminó de llenar la página que tenía ante sí con una escritura apretada. La plegó varias veces y me la entregó sin decir una palabra. Simbólicamente, el gesto me pareció la entrega del testigo en una carrera de relevos a través de los siglos. Me estaba confiando un parte de la carrera que la humanidad llevaba miles de años corriendo en busca de una forma de escapar de sus cautiverios. Al despedirse de mí, en el umbral de su minúsculo estudio, me sonrió y me guiñó un ojo, contagiándome esa complicidad alegre e inviolable que yo sólo había encontrado entre pequeños guerreros, los vivos golfillos de las calles de mi barrio en Nápoles. Le pedí que me indicase cuál de los mandamientos de Lupelio representaba más que ningún otro la síntesis de sus investigaciones, la fórmula secreta para derrotar a la muerte física. —¡Prohibido matarse por dentro! —citó el padre S. sin dudarlo—. Lo que nos hace morir físicamente son las miles de muertes psicológicas que nos acechan cada día… Creer que la muerte es invencible nos mata. La fe en su inevitabilidad es el auténtico matahombres. 9. La Escuela de Dioses Había ascendido por las empinadas pendientes del altiplano hasta la cima de sus majestuosos volcanes. A través del aire limpio y seco, a lo largo de la vasta llanura, mis ojos recorrieron la vegetación de las estepas, un paisaje sin árboles. Al llegar a Yerevan, dejé atrás la estatua del monje Machtots y crucé la plaza hacia una estructura en forma de búnker de basalto gris situada en la cima de una árida colina. Me hallaba en el corazón de Armenia. Había 70
La Escuela de Dioses seguido fielmente las instrucciones del padre S. para llegar a este lugar, y ahora caminaba cuesta arriba hacia un edificio de aspecto austero que albergaba la antigua biblioteca. Aquí, guardados en miles de libros, se encontraban los recuerdos de un pueblo que había vivido durante siglos al borde de la extinción. Aquí, donde copistas y traductores fueron venerados como santos desde la segunda mitad del siglo quinto hasta hoy, se habían conservado o copiado miles de obras clásicas, cristianas y paganas. Textos influyentes y obras maestras, consideradas perdidas para siempre, se habían conservado traducidas al armenio clásico, y sabía que Yerevan era mi última esperanza para encontrar el manuscrito de Lupelio, o al menos una copia de él. Pasé muchos días interrogando a los bibliotecarios y explorando concienzudamente secciones enteras de la biblioteca. Como un arqueólogo en una ciudad enterrada, caminé por pasillos interminables flanqueados por muros de libros y carpetas polvorientas. El conservador me había asignado dos jóvenes bibliotecarios que me ayudaban a buscar. Aún no sé muy bien si estaban allí para ayudarme o para vigilarme. Con ellos penetré aquellos laberintos de papel y examiné pergaminos y rollos di piel de oveja que llevaban siglos sin ver la luz. Cuando creía haber encontrado algo prometedor, elegía los volúmenes o los rollos y los dos jóvenes investigadores lo sacaban de los estantes y me los abrían. Nunca tocaban aquellas preciosas reliquias con las manos desnudas, sino solamente con un paño de preciosos bordados, como siguiendo un ritual casi sagrado. Un día, en el catálogo del Instituto de Manuscritos Antiguos, descubrí que se conservaba el original de un volumen sin título con el número de registro 7722. Rescatado de las manos de los selyúcidas en 1204 a cambio de su peso en oro, había sido guardado y protegido en algún monasterio parapetado entre las ásperas y nevadas cumbres que miran al Mar Negro. A finales del año siglo dieciocho pasó a formar parte de la colección de textos espirituales y ascético‐místicos de PaisijVelichovskij, que mandó imprimir en Moscú una versión en eslavo. Tras numerosas vicisitudes, se evitó milagrosamente que los turcos la destruyeran y fue llevada a Yeveran en 1915. Mi corazón martilleaba mi pecho cuando vi emerger de la caja de seguridad unos rollos de pergamino recubiertos por la escritura del autor. Me bastó leer unas cuantas líneas para convencerme de que se trataba de la obra de Lupelio. Apenas era capaz de contener mi alegría mientras exploraba con avidez su contenido. La lengua de Lupelio demostró ser una mezcla de latín e inglés vulgar, una especie de esperanto europeo sorprendentemente creativo. Aquellas palabras tenían el poder de cancelar el tiempo y de transmitir intacta, a través de más de mil años, la preciosa energía que había inspirado a generaciones de monjes guerreros. 71
II. Lupelio Durante mi estancia en Yeveran trabé amistad con una pareja de estudiosos galeses, el era historiador y su mujer latinista. Aquella noche, en el pequeño salón del hostal en que nos alojábamos, les revelé mi hallazgo. Pasamos casi toda la noche hablando de ello con entusiasmo. Más adelante, su ayuda habría de ser providencial. Sólo el Soñador podía haber arreglado una extraordinaria «coincidencia» como aquella. Lo que más parecía sorprender a aquellos investigadores no era el modo en que había logrado dar con el libro, sino el hecho de que conociera su título, que se había perdido siglos atrás y que nadie conocía. Con su ayuda, empecé inmediatamente a transcribir algunos pasajes y a traducirlos. Estudiamos juntos el manuscrito a lo largo de varias semanas, y cuanto más leía, más cerca me sentía de la filosofía de Lupelio y más crecía mi pasión por aquella enseñanza olvidada. La interpretación de un pasaje, la exégesis de un símbolo, me hacían atravesar el sagrado umbral de aquella escuela de hombres y mujeres, buscadores incansables en pos de la inmortalidad. Encargué a expertos copistas una reproducción fiel de «La escuela de dioses». El resultado fue una obra maestra: un volumen finamente encuadernado en piel, de páginas de pergamino vegetal idénticas en todos sus detalles a la obra original de Lupelio. Llevaba aquella copia conmigo a todas horas, y por la noche la guardaba bajo la almohada, como Alejandro solía hacer con la Ilíada. Era un regalo para el Soñador, y ya estaba impaciente por que llegase el momento en que pudiera entregárselo. Sabía que, día a día, cada pequeño progreso que hacía en la comprensión de Sus principios me acercaba más a Él. A menudo me invadía un entusiasmo incontrolable que culminaba en momentos de éxtasis ante la idea del maravilloso desenlace de mi aventura, en el límite de lo imposible. Había encontrado «milagrosamente» al padre S., había hallado el manuscrito original de «La escuela de dioses», y había conocido a dos especialistas que se habían entregado en cuerpo y alma a su traducción. Estaba seguro de que pronto volvería a ver al Soñador. Por ahora, lo único que importaba era sumergirme en el manuscrito, adentrarme en esa especie de mina del Rey Salomón, aventurarme por aquellos túneles venerables y excavar, excavar sin descanso para extraer todas las «piedras preciosas» posibles. Para elegir la vida debemos elegir la idea de que la muerte no es invencible. Por tanto, debemos hallar los principios de la vitalidad, de la longevidad y de la eternidad en nuestro Ser. Esta y otras leyes que aprendí del manuscrito de Lupelio, habrían de convertirse un día en las piedras angulares de todas mis actividades futuras y en los principios fundamentales de muchas empresas del mundo internacional de los negocios. 72
La Escuela de Dioses Una empresa es tan vital, tan rica y tan longeva como lo sean las ideas y los principios de su fundador. Para Lupelio, la verdadera desigualdad entre los hombres, la raíz de la que brotaba cualquier diferencia visible, es que pertenecen a niveles distintos de responsabilidad interior. La calidad diferente de su pensamiento coloca verticalmente a los hombres en planos diversos a lo largo de la escala del Ser. Existe una jerarquía interior que ninguna guerra o revolución podrá jamás suprimir porque la verdadera diferencia entre los seres humanos no es cuestión de riqueza, credo o raza. Es una diferencia de estado del Ser. Es una diferencia de rango psicológica, vertical y evolutiva. Por esa razón sólo puede superarse mediante un cambio radical en el modo de pensar y sentir del ser humano. Mejorar realmente implica un cambio en el Ser. Mejorar realmente significa una evolución o un crecimiento hacia la unidad del Ser, resultado de una nueva forma de pensar y del abandono de la mentalidad vieja y mortal… Sólo un cambio en el Ser puede elevar a un hombre hasta un nivel superior de libertad, de comprensión y de felicidad. 10. Mea culpa Para Lupelio la Tierra es un penal cósmico, una prisión tan grande como el planeta, donde los hombres viven como reclusos del abrazo de la muerte. En vez de extraer de esta visión la conclusión de una derrota definitiva e irremediable, su locura luminosa concibió el plan más audaz. Lupelio soñó una aventura para el hombre que lo condujese más allá de los límites de lo posible: escapar de las leyes que gobiernan el planeta, eludir su destino mortal aparentemente inexorable. El hombre podía escapar de los confines que él mismo había establecido, desafiar la naturaleza y cruzar esos límites que, como las Columnas de Hércules, no se atrevía a traspasar, siquiera en su imaginación. Lupelio se rodeó de un puñado de hombres valientes y preparó un plan de fuga detallado. ¡Siempre te suceden las mismas cosas porque dentro de ti nada cambia! Los iguales se atraen. Una partícula del paraíso se acerca al paraíso; una partícula del infierno, hacia el infierno. 73
II. Lupelio Según la filosofía de Lupelio, los estados de nuestro Ser atraen los acontecimientos que se corresponden con ellos, los cuales nos hacen recaer en los mismos estados. Sólo la voluntad puede interrumpir esta eterna recurrencia, este juego mecánico interminable, y romper en mil pedazos el círculo hipnótico en el que se circunscribe la existencia del ser humano. El pensamiento es creativo. El pensamiento crea. Los acontecimientos son materializaciones de nuestro pensamiento, de los estados de nuestro Ser. Por tanto, estados y acontecimientos son la misma cosa. Los estados se producen en el Ser de cada individuo, los acontecimientos se manifiestan en su vida, en el tiempo, y parecen producirse con independencia de su voluntad. En realidad somos nosotros los que los hemos invocado con insistencia, los que los hemos creado inconscientemente. Ya sea positivo o negativo, el pensamiento del ser humano es siempre creativo y encuentra infaliblemente la oportunidad de materializarse. Nuestros pensamientos, como si fueran invitaciones escritas por nosotros a mano, enviadas y después olvidadas, atraen los acontecimientos que se corresponden con ellas. A su debido tiempo, cuando no pensamos más en ello, llaman a nuestra puerta circunstancias, encuentros, sucesos, problemas e incidentes, errores y fracasos, como si fuesen huéspedes molestos, no deseados, pero oscuramente evocados mucho tiempo atrás. Sólo la falta de atención a nuestros estados, que son el verdadero origen de esa clase de sucesos, los hace aparecer de improviso, inesperadamente. Lo inesperado requiere una larga preparación. Nada puede sucederle exteriormente a un hombre sin su permiso, aunque no sea consciente de ello. Nada puede ocurrirle sin que haya pasado primero por su psique. El pensamiento es, pues, poderosísimo. Aquello que después denominamos «hechos», los acontecimientos, las vivencias y todos los demás sucesos posibles de la vida de uno, son estados del Ser que ya van de camino hacia quienes están en sintonía con ellos. Los estados interiores son acontecimientos exteriores que simplemente esperan el momento adecuado para manifestarse. La calidad de nuestras emociones, la amplitud de nuestros pensamientos y los estados mentales que experimentamos en este preciso instante están decidiendo qué se habrá de manifestar visiblemente más adelante, así como la naturaleza de los sucesos que se materializarán en nuestras vidas. El pensamiento es el Destino. Cuanto más altos sean nuestros pensamientos, mayor será nuestra Vida. 74
La Escuela de Dioses El principio fundamental de la filosofía de Lupelio es que los estados interiores y los sucesos exteriores son dos aspectos de una misma realidad. Esto pone fin a la distinción entre el mundo exterior y el interior, haciendo posible de ese modo que cualquier hombre pueda dirigir su propio destino mediante el conocimiento de sus propios estados interiores y dominio de sí mismo. La existencia es nuestra propia invención Y, como tal, depende sólo de nosotros. Guiado por Lupelio, por primera vez estaba descubriendo el poder vertiginoso, lo «concreto del actuar»que se escondía en el mea culpa cristiano. La esencia de la inteligencia humana se había conservado por espacio de miles de años en una especie de cofre del tesoro formado por estas dos palabras. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Mea culpa. Sólo ahora podía reconocer en ellas la expresión más condensada y potente de la idea de la responsabilidad. Mea culpa. Esta fórmula, capaz de poner riendas al universo, desde la jerarquía de los astros al movimiento de los átomos, contenía el secreto de una energía sin límite. Modificando los estados del Ser es posible transformar los acontecimientos con los que nos encontramos. He ahí cómo el hombre, mediante el estudio de sí mismo, modificando su propia forma de pensar y de sentir, puede transformar su existencia horizontal, temporal. Nuestra gran Escuela es la existencia en la Tierra, una Escuela de vida que a los ojos de la humanidad ordinaria parece una cárcel. Es necesario aprender a invertir nuestra visión de las cosas. Todo aquello que los hombres perciben habitualmente como dificultad o desgracia, todo lo que maldicen, todo lo que buscan evitar a cualquier precio, es en realidad el material más precioso para transformar la propia psicología de muerte en una psicología de vida. La vida en este mundo es una Escuela de Dioses. Confusiones, dudas, caos, crisis, ira, desesperación y dolor, todo son circunstancias excelentes para el crecimiento. 75
II. Lupelio 11. Estados y sucesos (I) El ser se compone de estados, y la vida de sucesos. Por tanto, nuestra existencia discurre paralela a lo largo de dos vías: la de los sucesos que son el resultado de la cadena de acontecimientos que nos salen al paso durante la vida sobre esa especie de cinta transportadora que es el espacio‐tiempo, y la de los estados que son los impulsos del ánimo, los cambios de humor, los estados del Ser que se suceden en nuestro interior de manera casi siempre inadvertida. La historia personal de un hombre, por tanto, se compone horizontalmente de sucesos, y verticalmente de estados. No obstante, la gente suele pensar y contar su vida como si sólo la constituyeran sucesos exteriores. En realidad, el tipo de sucesos que se manifiestan, y, por tanto, la calidad de la vida exterior, depende de la calidad del pensamiento y de los estados del Ser. La vida, por tanto, se compone de sucesos, pero aún más de estados. Todos nosotros, por ejemplo, cuando vamos a una conferencia o al teatro, estamos convencidos de que elegimos el lugar donde nos sentamos; estamos convencidos de haber elegido al poco de levantarnos la ropa que nos hemos puesto. En realidad, no hemos sido nosotros los que hemos elegido el asiento o la ropa, sino los estados de nuestro Ser. A menudo observamos que todos tenemos en el armario un vestido, una camisa o una prenda que detestamos, algo que, por alguna razón, jamás querríamos ponernos. No nos deshacemos de ello porque sabemos que, tarde o temprano, nos encontraremos en ese estado de ánimo, en el nivel del Ser que le corresponde. Cuando nos sentimos así, «escogemos» esa prenda. La relación que conecta estados y sucesos, acontecimientos internos y circunstancias externas, el misterioso vínculo que existe entre la psicología de un hombre y lo que le ocurre, es el núcleo del asunto del libre albedrío y del enigma milenario acerca de si el destino se somete a la casualidad o a la necesidad. En torno a esta incógnita los hombreshan acumulado a lo largo del tiempo los conocimientos de una gran ciencia hoy desconocida. Para los antiguos griegos existía una relación de causalidad entre los estados interiores y los sucesos exteriores. Aquella civilización arcaica estaba convencida de que el destino de un hombre era una proyección de su mundo interior, de su Ser. Sobre esta convicción fundaron una ciencia y un arte al que concedieron un valor máximo. En los tiempos anteriores a Homero, sabio no era el que era rico en experiencias o quien sobresalíaen conocimiento, sino quien manifiesta lo ignoto, quien conoce el futuro. Arrojar luz sobre la oscuridad, precisar lo incierto, era para los griegos el verdadero conocimiento, además de un arte. 76
La Escuela de Dioses Otros pueblos ensalzaron la adivinación, pero ningún otro hizo de ella el elemento central de la vida. Por todo el mundo helénico florecieron santuarios dedicados al culto de Apolo, al que, más que a Dionisio, se atribuye el dominio sobre la sabiduría, entendida como el conocimiento del destino de los hombres así como la manifestación, la comunicación, de tal conocimiento. Tanto esta vocación del los griegos como el arte de conocer el futuro encuentra su máxima expresión en Delfos. Por eso el dios de Delfos es la imagen unificadora de aquella civilización y la síntesis de la propia Grecia. El peregrino, que a menudo viajaba grandes distancias y se enfrentaba a graves peligros para preguntar a su dios acerca de su futuro, leía inscrito sobre el témpano del templo el lema délfico: «Conócete a ti mismo». Era como decir: ¿quieres saber el futuro? ¡Conócete a ti mismo! Dentro de esta paradoja aparentemente burlona, los griegos depositaron la solución del enigma más antiguo de la humanidad, la respuesta a la pregunta milenaria sobre la existencia del libre albedrío. Una pregunta que ha hecho vibrar de inquietud todas las filosofías del mundo, suspendidas entre el presagio fatalista de un futuro predeterminado e ineluctable, y el credo del homo faber artífice de su propio destino. Al esculpir la máxima délfica sobre el templo dedicado a la adivinación, la más grande de todas las artes, la más grande de todas las ciencias, los griegos indicaron la relación secreta entre el mundo interior y el mundo exterior, entre los estados interiores y los acontecimientos. Confiaron semejante descubrimientoal océano del tiempo, como si fuera un mensaje en una botella, para hacerlo llegar hasta nosotros. El hombre que se conoce a sí mismo, que conoce su propio Ser, que contiene los pensamientos, las ideas y las actitudes de uno, conoce también su futuro porque aquello que pensamos está conectado al mundo. Nuestra psicología es nuestro destino. El pensamiento es el destino. Apolo es el símbolo del mundo, el espejo del interior del hombre. El mundo nos refleja. La tradición clásica nos presenta a Homero como un anciano ciego, y he ahí otro mensaje de aquella edad de sabios que acabó con la muerte de Sócrates, el último de ellos. La ceguera atribuida al autor de la Ilíada y la Odisea, las dos grandes biblias de la antigüedad, es emblemática de la atención que los griegos supieron conceder al mundo psicológico, al conocimiento de uno mismo, de los propios estados interiores. Mirar dentro de uno mismo es la llave del conocimiento del mundo, la vía para entender y prever sus acontecimientos. Al darse cuenta de que ciertos hombres eran capaces de realizar esfuerzos especiales y de afrontar empresas más allá de las capacidades ordinarias, al observar que estas personas 77
II. Lupelio parecían beneficiarse de una protección especial hasta en las circunstancias más peligrosas y que su vida era el centro de acontecimientos extraordinarios, los antiguos griegos reconocieron en aquellas personas una naturaleza especial, una luminosidad del Ser y cualidades interiores casi divinas. Ello les llevó a concebir la existencia de dos especies humanas: la de los héroes o semidioses, por un lado, y la de los hombres comunes, por otro. En tiempos de Homero, sólo semidioses y héroes podían conquistar para sí mismos el derecho a tener un destino individual llevando a término empresas sobrehumanas. Su vida, única y original, se sustraía a la jurisdicción de los dioses y quedaba libre del capricho de los acontecimientos o de la casualidad. Todos los demás hombres estaban condenados a una existencia repetitiva. Gobernados por las leyes del Accidente y de la Casualidad, tanto sus vidas, ya fueran largas o breves, como sus acciones, transcurrían sin mayor sentido, destinadas a extinguirse sin dejar rastro. Para Lupelio, la diferencia entre estas dos especies y entre los hombres radica en su pertenencia a distintos niveles en la escala del Ser. Doquiera que se encuentren, ya sea por unos instantes o por años, los hombres forman inevitablemente una pirámide, se disponen en niveles distintos de una escala invisible conforme a un orden interior, matemático, igual que jerarquías planetarias organizadassegúnlaluminosidad, la órbita, la masa y la distancia de cada astro con respecto a su sol. Podemos no ser conscientes de ello, pero nuestro destino, la calidad de nuestra vida y los acontecimientos que influyen en ella, respetan esta jerarquía. Sabedores de que todo emana del Ser, y de que el destino de cada individuo, al igual que el de la sociedad entera, no es más que una proyección del Ser, los antiguos griegos utilizaban todos los medios posibles, desde la religión hasta la política, desde la ciencia a la filosofía, pasando por el arte e incluso la guerra, para elevar el espíritu. La arquitectura maravillosa de ciudades como Atenas y piezas de arte como las obras maestras de Fidias, expuestas en plazas públicas, eran máquinas que transmitían al Ser mensajes de belleza, orgullo y armonía con el fin de elevarlo. Sólo en la Antigua Grecia la poesía contenía en su etimología el secreto de la acción a través del Ser.Y todo el teatro griego, al producir en los espectadores una purificación, una liberación del alma de sus propias cargas, ejerció sobre el pueblo una función terapéutica y catártica. Para los griegos, la razón última de la tragedia fue la purificación de las pasiones y, por ella, la elevación del Ser. 78
La Escuela de Dioses 12. Estados y sucesos (II) A menudo, al pensar en la riqueza de esta información y en todo lo que estaba aprendiendo sobre los estados interiores y los acontecimientos del exterior, reflexioné sobre lo absurdo que resulta pasar un cuarto de nuestra vida en la escuela y la universidad, y dejar que transcurra nuestra existencia sin conocer nada acerca del Ser y del poder que nuestros estados tienen para determinar los sucesos y las circunstancias de la vida. La primera educación que recibimos no nos da ningún sentido de la diferencia entre lo externo y lo interno, ni nos prepara para gestionar nuestros pensamientos y ser conscientes de nuestras emociones. Sin proponérselo, la cultura ordinaria ha relegado las emociones, los sentimientos y los pensamientos a la esfera efímera e intangible de los mitos, las fábulas y los sueños al considerarlos un fenómeno separado de totalmente alejado de lo que comúnmente se denomina «realidad». Siguiendo el camino de la civilización clásica, descubriendo su mitología (más útil y fiable que la historia en todos los aspectos), y estudiando el manuscrito de Lupelio, descubrí emocionado que, en realidad, entre los estados y los acontecimientos no hay una relación de anterioridad y posterioridad, sino de identidad absoluta. Unos y otros son dos caras de la misma realidad situadas en distintos planos de la existencia, los dos extremos de un mismo bastón en posición vertical. Lo que nos impide ve que estados y acontecimientos son una y la misma cosa es que están separados por el factor tiempo, que actúa como una especie de amortiguador. Entre nuestros estados interiores y el momento en que se producen los acontecimientos exteriores que se corresponden con ellos transcurre un tiempo que, como una cortina de humo, impide reconocer que lo que acontece no es más que nuestros estados internos materializados en el espacio‐tiempo. Los pensamientos, las emociones, las sensaciones y todos nuestros estados son como invitaciones que enviamos en cada instante y que, aunque nos olvidamos de ellas, atraen inevitablemente los acontecimientos correspondientes. Más exactamente, ya son acontecimientos. Para manifestarse sólo requieren que llegue su momento. Podrán tardar más o menos tiempo y suceder aquí o allá, pero nos alcanzan inexorablemente. Los estados emocionales del hombre son realmente sucesos en busca de una oportunidad paraocurrir y hacerse visibles. 79
II. Lupelio El tiempo separa los estados de los acontecimientos y oculta su identidad. El tiempo sopla sobre ellos una cortina de color negro‐sepia tras la cual los acontecimientos acechan, escondidos, hasta que nos toman por sorpresa cuando los hemos olvidado, y sin que nos demos cuenta jamás de que nosotros mismos los hemos causado. Nada sucede por casualidad. Lo inesperado requiere una larga preparación. No hay nada que le pueda pasar a un hombre, ningún acontecimiento capaz de materializarse y alcanzarlo, que antes no haya pasado, consciente o inconscientemente, por su Ser, por su psicología. El mundo está conectado a nuestras emociones, a nuestras pasiones y pensamientos. Son la correa de transmisión entre el mundo interior y el mundo exterior. Mediante la gestión de las emociones, de los pensamientos y de todo lo que vivimos y sentimos en cualquier momento, es decir, mediante el dominio de nuestros estados, tomamos en nuestras manos el timón de nuestra existencia y somos capaces de imprimir un rumbo a nuestro destino. Es aquí donde radica el fundamento de la concepción romana de la fortuna y del homo faber, opuesta a la visión griega y de Oriente Medio, que representaba a la Fortuna como una diosa con los ojos vendados que repartía sucesos al azar y los dirigía a su antojo. Por lo general se cree que son los acontecimientos exteriores los que condicionan nuestras actitudes y determinan nuestro ánimo. Algo ocurre, nos encontramos con alguien o recibimos una carta, y creemos que el estado psicológico que experimentamos, la irritación, la ansiedad o la sorpresa, es el resultado o la consecuencia de ese suceso, de ese encuentro o de esas noticias. Igual que antes de la invención de la fotografía era imposible determinar la secuencia exacta en que se mueven los cascos de un caballo al galope por ser su movimiento mucho más veloz que el del ojo, los pensamientos, las emociones, las percepciones y las sensaciones atraviesan cual relámpagos eléctricos los bosques misteriosos de nuestras neuronas a una velocidad próxima a la de la luz, de tal modo que parece imposible establecer la sucesión temporal correcta asociada a los sucesos exteriores. Sucede algo, y creemos que el estado psicológico que notamos es el efecto de lo ocurrido. Justificamos el estado de nuestro Ser con el suceso exterior, mientras que lo cierto es justo lo contrario. En realidad son los estados del Ser los que anuncian y determinan los acontecimientos de nuestra vida. Nuestras emociones negativas se transforman con el paso del tiempo en las desgracias que después lamentamos. Para encontrarse con un acontecimiento de cierta naturaleza, ya sea buena o mala, uno debe primero crear internamente las condiciones de su génesis. 80
La Escuela de Dioses La ilusión más grande a la que está sujeto el hombres es la de poder cambiar las circunstancias externas, la de poder modificar el mundo. Solamente podemos cambiarnos a nosotros mismos, intervenir sobre nuestras actitudes, modificar nuestras reacciones, no expresar las emociones negativas que sentimos. El universo es perfecto tal y como es. ¡Tú eres lo único que debe cambiar! Estamos convencidos de que la energía y la buena voluntad de un hombre valen bien poco frente a los acontecimientos de la vida, que por lo general nos parecen fortuitos y fatales. El torrente de sucesos que continuamente nos sumerge se presenta demasiado variado y confuso para poder preverlo, y demasiado superior a nuestras fuerzas para pensar siquiera en dirigirlo. Para Lupelio el trabajo que debemos llevar a cabo consiste en «ver» que detrás de los acontecimientos y de los estados de nuestro Ser estamos siempre nosotros. Antes de cualquier otra solución, es necesario que cambiemos nosotros. Quien sabe producir intencionalmente en sí mismo la más pequeña elevación de su Ser, es capaz de mover montañas y se proyecta como un gigante en el mundo exterior. Interviniendo sobre nuestros estados, sobre la calidad de nuestros pensamientos, sobre el modo en que sentimos las cosas, sobre nuestras emociones negativas, negando el alimento a unas y dándoselo a otras, no sólo modificamos nuestra actitud y, por tanto, nuestra relación con los acontecimientos que tienen lugar en el mundo exterior, es decir, nuestra forma de reaccionar, sino también la propia naturaleza de lo que nos sucede día tras día. La primera tarea a la que estamos llamados es la observación de nosotros mismos, de nuestros pensamientos y de los estados de nuestro Ser. Un estudio atento de uno mismo, de sus propios pensamientos y emociones, de las posturas que asumimos y de nuestras reacciones, del modo en que nos «tomamos» lo que nos ocurre, nos permitiría descubrir que el hombre piensa y siente negativamente. Un hombre se desea suerte, prosperidad y salud sólo aparentemente. Si pudiese observarse y se conociera internamente, escucharía dentro de sí un canto de negatividad casi constante, unruego de desgracias hecho de preocupaciones, 81
II. Lupelio deimágenesenfermizas, de la expectación de desdichas terribles, probables o improbables. ¿Pero cómo se puede actuar sobre los estados interiores, sobre los propios estados de ánimo, sobre las emociones y los modos de pensar? Basta pensar en lo difícil que resulta salir de un estado de mal humor. La energía capaz de mover una montaña no puede modificar un pensamiento, y mucho menos una emoción. La fuerza necesaria para enderezar un pensamiento o para ejercer control sobre una emoción es producto de una energía más alta. Para acumular esta energía especial hace falta eliminar todas las vías de agua, los miles de regueros por los que, como por un colador, perdemos energía, y que consisten principalmente en la expresión de emociones negativas y en actitudes interiores erróneas. Si ocurre un acontecimiento en el mundo exterior y no lo conecto con los estados de mi Ser que lo han creado, he perdido una oportunidad importante. Si uno observa con atención, muchos de los acontecimientos de nuestra vida se repiten, lo cual hace posible definir su naturaleza más claramente viendo de qué manera se corresponden con estados particulares del Ser. Por ejemplo, el conglomerado de pensamientos que llamamos «llegar tarde». «Llegar tarde» me provoca un estado de ansiedad. Lo inteligente es saber que esas circunstancias externas se corresponden con una circunstancia interna que no ha sido creada en ese momento. Se trata de una parte de mi Ser que me conecta con esos sucesos. Para suprimirlos de mi vida no hay otra solución que modificar esta circunstancia interior que yo llamo ansiedad, miedo, preocupación, pero que en realidad no es más que una enfermedad del Ser, una falla interior. De un modo u otro, esa clase de suceso se seguirá repitiendo en mi vida mientras perduren en mi interior los estados psicológicos que lo han producido. Esos sucesos son en realidad síntomas que anuncian la curación, siempre y cuando seamos capaces de asociarlos a los estados que los han originado. «Verlos», llevar la atención sobre los propios estados psicológicos, significa dirigir el centro de la atención hacia uno mismo, invertir el proceso y recorrerlo hacia atrás, yendo desde el suceso hasta el estado que lo produjo. Es allí donde se encuentra la comprensión y la posibilidad concreta de transformar la propia vida. Excusarse, justificarse, culpar a un acontecimiento externo y no reconocer que la causa estriba en las faltas de nuestro Ser, en nuestros estados, en nuestra forma de pensar, de sentir, de reaccionar, significa no haber entendido, y no haber entendido significa que dicho acontecimiento se repetirá una y otra vez de un modo u otro. Cambiarán las circunstancias y 82
La Escuela de Dioses los sucesos adoptarán formas en apariencia distintas, pero seguiremos culpando a las circunstancias y a los acontecimientos y perdiendo la oportunidad de liberarnos de ellos de una vez por todas. Cúlpate de todo, asume la responsabilidad de todo lo que te sucede. Dos palabras eternas encierran todo el poder de esta actitud: mea culpa. Pensé que también las naciones viven estados del Ser que atraen sucesos correspondientes. En los Estados Unidos, por ejemplo, se ha tardado decenas, cientos de años en reconocer el sentimiento racista, la aversión hacia los hombres de raza, credo y cultura distintos, en producir las circunstancias para su superación. Las muertes de jóvenes mártires como Malcom X, Martin Luther King o John F. Kennedy acortan el tiempo y aceleran las condiciones para la transformación de los estados psicológicos, de los modos de pensar y de sentir de toda una nación, de una civilización, capaces de atraer nuevos acontecimientos y nuevas oportunidades. Nuestros estados pueden hacernos fracasar o vencer en la vida, hacernos pobres o ricos, hacernos enfermar o sanar. El estudio de nosotros mismos, la autoobservación, es el instrumento para conocerlos. El mero acto de observarnos nos vuelve más conscientes, más inteligentes. Observarse a sí mismo es corregirse a sí mismo 13. ¡Pon a Dios a trabajar! La lectura del manuscrito de Lupelio me sumía en un estado de entusiasmo febril. Bucear en aquellas páginas que habían viajado a través de los siglos me transportaba a los bancos y escritorios de la Escuela de Dioses. Escuchar su voz atemporal me producía éxtasis. Cada día era una aventura intelectual, y mis investigaciones eran recompensadas con el tesoro de un pensamiento inmortal. El hombre no necesita nada del exterior… Ni alimento, ni conocimiento, ni felicidad… No depender de nada más que de sí mismo es su derecho de nacimiento… El hombre puede alimentarse de su interior, nutrirse de su inteligencia, de su propia voluntad, de su propia luz. 83
II. Lupelio Para Lupelio esta idea era el elemento central de la inmortalidad física, la piedra angular de toda filosofía y de toda religión. De un rincón de la memoria afloraron las palabras más antiguas del mundo, las palabras que los labios del hombre, como si fueran los de un niño, llevan cuatro mil años pronunciando, antes incluso de que aprendiese a escribirlas: «No tendrás otro Dios que a mí». Una comprensión creció y se extendiódentro de mí, al principio trepidante, como una luz que se abriera paso entre tinieblas antiguas. Después, estalló con el poder de un incendio. «No tendrás otro Dios que a mí»significaba que el hombre, al ignorar que él mismo es elcreador, hacer del mundo exterior su dios y lo escoge como señor de su Ser y amo de su destino. Aquella advertencia milenaria transmitía el primero y más grande de los mandamientos: ¡no depender de nada! ¡Recuerda que tú solo has creado todo esto! Creer en un mundo fuera de nosotros significa depender de él, significa quedar atrapado por las leyes de la proyección de uno mismo. Llegado a este punto mis pensamientos se solaparon, confundiéndose como voces de niños emocionados por un feliz descubrimiento: «Ama a Dios tu Señor. No tendrás otro Dios fuera de ti mismo». Tú eres el amo y señor, el hacedor y creado de todo y de todas las cosas. Tú proyectas todo esto… Tú eres todo esto… Jamás habrás sentido tan cerca el aliento de un dios tan real y concreto… Aquí mi pensamiento se detuvo y quedó en suspenso. De las traducciones que recibía diariamente del equipo de estudiosos e investigadores que había formado en Yeveran, emergió un diálogo entre Lupelio y Amancio, uno de sus monjes guerreros. Su mensaje, aún vivo y palpitante,rebasaba las líneas del texto como si las preguntas de aquel discípulo estuvieran siendo pronunciadas en aquel preciso instante. El tiempo se comprimió y me hallé entre los muros venerables de la Escuela. Lupelio: Si crees en el mundo exterior como si fuera algo real, entonces estás perdido y condenado a fracasar en todo lo que emprendas. Lo único que puede hacer por ti todo lo que proviene «de ahí fuera» es ayudarte a encontrar en ti mismo la verdadera fuente de todos tus problemas, limitaciones y desdichas. Por tanto, deja que todos los incidentes, las circunstancias y los acontecimientos exteriores, y las relaciones con los demás, caigan en un lugar de tu interior donde esa clase de basura pueda ser transformada en una nueva sustancia, en nueva energía, nueva vida… Habéis hecho de la existencia, del mundo externo, vuestro dios… Pero la existencia no es real, es un artificio al servicio del Sueño porque podéis regresar a la fuente de todo y descubrir qué es real verdaderamente… Nada existe fuera de nosotros que el Sueño no gobierne. 84
La Escuela de Dioses Amancio: ¿Y este castillo en el que nos encontramos? Pero, ¿y estas estancias, que tienen más de trescientos años? Lupelio: Son una creación tuya, ¡ahora, en este instante! Amancio: ¿Y mis padres? Lupelio: También son una creación tuya… ¡Nada hay fuera de ti que exista antes que tú! La vida no procede de nuestros padres, sino que se erige Real, Eterna, Majestuosa, sin principio ni fin, sin nacimiento ni muerte. Amancio: Pero, entonces, el hombre… ¿es Dios? Lupelio: ¡No! ¡Es mucho más!... ¡Dios trabaja para él! Amancio: ¿Eso qué quiere decir? Lupelio: Que puedes pedirle todo aquello que desees y Dios atenderá cada una de tus peticiones… Sin límite… Dios es un buen sirviente, pero no un buen señor… Dios ama servir, ama amar… Dios es la entrega absoluta a tu servicio… Dios existe porque «tú» existes… Si no existes tú, él no tiene razón deser… Dios es tu voluntad en movimiento. Amancio: No entiendo. Lupelio: La mente es incapaz de entender. Sólo puede mentir… La mente es mentirosa… La mente que no es mentirosa se anula a sí misma para dejar paso a la totalidad del Ser. No puedes cambiar el pasado si no entiendes que es el presente el que da forma al pasado. Cualquier cosa que alcances en este instante se transfiere simultáneamente en todas direcciones. Si el presente se vuelve perfecto, todo tu pasado se alinea con esa perfección. Todos los acontecimientos de tu pasado no son más que el eco de vibraciones que tu cuerpo está emitiendo Ahora mismo. Aquí es donde todo ocurre. Aquí es donde se entra en contacto con todo. Aquí es donde todo se mueve. Aquí… donde moran la Verdad, la Inocencia, la Belleza y el Poder. Aquí… en este Cuerpo infinito, imperecedero e indestructible. 85
II. Lupelio 14. El arte de estar despierto «El cuerpo es el campo de batalla», leí en el manuscrito. Esta síntesis categórica de Lupelio resonó en mi interior como el grito de guerra de una gran cruzada. El campo de batalla es nuestro cuerpo. La victoria se llama integridad. El fin de la vida de un hombre, su propósito, es la integridad, la unidad del Ser. En esto condensaba Lupelio el sentido de la búsqueda milenaria del hombre y recalcaba la razón misma de su existencia, el significado de toda su historia. Según Lupelio, se trata de un logro puramente físico. El cuerpo es la parte más visible del Ser. La integridad del Ser es una victoria que tiene lugar en nuestras propias células. Expande tu visión hasta que la luz de tu sueño impregne todo tu cuerpo, cada órgano, Músculo, fibra y célula, hasta el último átomo. Una vez que el sueño echa a andar, todo es posible. Tu sueño contiene todos los principios y el poder para establecer el reino del cielo en la Tierra. No hay guerra más santa que «vencerse a sí mismo», No hay victoria más grande que superar los propios límites. La integridad es una curación del Ser. Requiere desarraigar convicciones milenarias, transformarlasemociones negativas y los pensamientos destructivos, lograr el gobierno de uno mismo y el dominio sobre el alimento, el sueño y la respiración… Estudiando este y otros pasajes de La escuela de dioses comprendí la naturaleza de los experimentos que Lupelio y los suyos llevaron a cabo en aquel laboratorio solar que fue su Escuela en Irlanda hace un millar de años. Allí sus guerreros‐discípulos se entrenaron en el dominio de la dependencia del sueño y de la comida, reduciéndola día tras día como parte fundamental de su adiestramiento para llegar a ser invulnerables e inmortales. Según Lupelio, el sueño era un pobre sucedáneo de la respiración, una artimaña diseñada por el cuerpo para liberarse, aunque fuese sólo durante unas horas, de una respiración insuficiente e ineficiente. A medida que profundizaba en el pensamiento de Lupelio, me di cuenta de que nada no es tan cercano, y a la vez tan misterioso y desconocido, como nuestra respiración. Somos criaturas que viven en el fondo de un océano de aire, y aunque estamos sumergidas en este elemento y cada centímetro cuadrado de nuestro cuerpo está sometido a la presión de este océano etéreo, seguimos llevando a nuestros pulmones una cantidad insuficiente de oxígeno. Lupelio hizo el increíble descubrimiento de que cada día el hombre respira una cantidad de aire decenas de veces inferior a la que necesita en realidad. En 86
La Escuela de Dioses su manuscrito había examinado y descrito con precisión esta circunstancia de semiasfixia a la que había quedado reducido el hombre, y la había llamado «infrarespiración». Para Lupelio, la consecuencia de este extraño fenómeno es que hay partes vitales de nuestro organismo que no reciben un adecuado suministro de oxígeno y quedan desnutridas. Adelantándose varios cientos de años al descubrimiento de la importancia de la respiración para el catabolismo y la regeneración de los órganos, Lupelio concluyó que la humanidad estaba gravemente contaminada. Consideraba que era necesario que el hombre dedicase varias horas del día a respirar plena, profunda y completamente, y predijo que un día todas las escuelas, organizaciones y comunidades enseñarían técnicas de respiración para que las personas aprendiesen a inhalar cantidades de oxígeno mucho mayores que satisficieran las verdaderas necesidades del cuerpo. Noté con pena que, diez siglos después, aquella profecía seguía lejos de cumplirse, y que los hombres, impasibles,no habían dejado de «infrarrespirar», comportándose como si el oxígeno estuviese gravado con altos impuestos o se contase entre los bienes más escasos y caros del universo. Lupelio sostenía que la respiración profunda no es una actividad que se pueda llevar a cabo mecánicamente, sino sólo mediante un esfuerzo de la voluntad. De él aprendí que el destino de un hombre está ligado a su respiración con un hilo doble. Cuanto más amplia es la aspiración de un hombre, más rica es su realidad… Si quieres cambiar tu destino, trabaja tu aspiración… Dedica tiempo a respirar conscientemente. Uno de los pilares de la doctrina de Lupelio era que para ser merecedor de un destino individual, para ser el héroe de una gran aventura personal, un hombre necesita respirar consciente y profundamente, ser frugal con la comida y el sexo, y robarle tiempo al sueño. A este fin deben dirigirse todos los esfuerzos posibles. En el manuscrito encontré una carta escrita por Lupelio a uno de sus alumnos con algunas recomendaciones hechas con tono familiar, sin formalidades. La gente se duerme de la misma manera en que desean morir: de repente. Pero tú, sea la hora que sea, por larga que ha sido la jornada y dura la batalla, asegúrate de «ir a la cama bien despierto». Quien no sabe gestionar su propia energía, cae sobre la cama al final del día exhausto, más muerto que vivo. 87
II. Lupelio Pero tú, si realmente tienes que dormir unos minutos, acércate al sueño despierto. Así evitarás hundirte en las profundidades del infierno. Parecía que aquellas palabras de Lupelio fuesen dirigidas a mí, para regañarme indirectamente por mi costumbre de quedarme dormido de repente delante del televisor o leyendo un libro. Su fuerza y poder de sugestión eran tales que tras leerlas decidí inmediatamente redimirme, y desde ese momento adopté el «dormirse despierto» como lema y regla de vida. Según Lupelio la manera en que un hombre se duerme es una especie de papel tornasol, un método para revelar la calidad de su vida. Cuando parezca que estamos sucumbiendo al sueño y que cerrar los ojos y dormirnos sea inevitable, para Lupelio es justamente el momento de ejercitar la voluntad, de rebelarse y emplear cualquier medio para vencer el sueño… Lupelio recomendaba practicar con la espada, bañarse o bailar, y había inventado toda suerte de trucos y estratagemas que podían servir en esta circunstancia. Según Lupelio, «dormir es morir». Con su inimitable humor negro, bromista planetario y maestro del disfraz como era, afirmaba que todas las noches los hombres repiten el ensayo general de su propia despedida del escenario. Al perseverar en la mala costumbre de dormirse así, las dos mitades del planeta se acuestan por turno y sus habitantes se dan las buenas noches sin sospechar siquiera que estén representando un ritual tan macabro. Ese monje filósofo que se había atrevido a soñar lo imposible, el jefe de aquella Escuela de guerreros invencibles, concluía la carta a su discípulo con algunas enseñanzas extraordinarias sobre el arte de estar despierto. Cuando sabes que el sueño es la representación de la muerte, dejas de vivirlo de la misma manera… En cualquier caso, sean cuales sean las precauciones y medidas que tomes, Nos permitas que nadie, nunca, Ni siquiera tu esposa, Te vea dormir. ¡Practica el arte de estar despierto! Un guerrero sabe que dejarse sorprender dormido es revelar la propia vulnerabilidad, es dar al mundo permiso para atacarte y matarte a golpes. 88
La Escuela de Dioses 15. Los malos hábitos Lupelio había descubierto un misterio en el hombre que la mente no puede siquiera empezar a concebir: la existencia de un agujero negro que recoge una «suciedad psicológica» que contamina sus células. Practicando el ayuno y técnicas de respiración, adoptando una nueva forma de ver las cosas, nuevas ideas y esfuerzos especiales, un hombre puede transformarse a sí mismo y a la realidad que le rodea.; puede completar la transición desde el Ser incompleto, conflictivo y mortal, al individuo íntegro, armonioso e inmortal. Toda abstinencia, todo esfuerzo de frugalidad, ayuda a preparar el escape de los infiernos de lo ordinario, nos liberal de las incrustaciones emocionales acumuladas a lo largo de los años. Según Lupelio, sólo un hombre de Escuela, guiado por un maestro impecable, pude afrontar tal proceso de sanación y superar las dificultades y los obstáculos de semejante empresa. Por lo general, el hombre es incapaz de entender las señales que anuncian un acto de purificación y lo acompañan. La humanidad ordinaria las lee en el sentido contrario y las interpreta como signos de enfermedad en lugar de curación. El dolor que implica el esfuerzo requerido es algo que nadie quiere afrontar, y por eso, en opinión de Lupelio, abandonamos todo acto de abstinencia justo cuando está empezando a surtir un efecto positivo. A fuerza de largos viajes, estudio intenso y una búsqueda incansable, Lupelio había llegado a conocer antiguas escuelas iniciáticas y a hombres extraordinarios que pertenecían a grandes tradiciones místicas y ascéticas. En todas las épocas y civilizaciones, otium, el arte de no hacer, había sido el pilar principal de toda disciplina y búsqueda interior, el hilo de oro que conectaba al hombre que anhelaba conquistar niveles superiores de responsabilidad con la gran aventura. De acuerdo con el mapa ideal trazado por el manuscrito, la abstinencia del asceta, la soledad del eremita y la frugalidad del monje demuestran ser expresiones de una sola Escuela, distintos perfiles de una única búsqueda milenaria vinculada con las disciplinas marciales y la vigilia del guerrero. Al ahondar en mis investigaciones, descubrí que Arriano, uno de los dos historiadores del séquito de Alejandro Magno, había transmitido en una sola frase de la AnabasisAlexandrou la regla de alimentación que era el secreto de su energía: «…había sido educado en la frugalidad: para desayunar, una caminata antes del amanecer; para cenar, una comida ligera». Los mismos guerreros macedonios, modelos no superados en toda la antigüedad por su valor y fortaleza, eran conocidos por su frugalidad legendaria. Dormían sobre la tierra y comían un 89
II. Lupelio puñado de aceitunas, también en periodos de resistencia extrema o durante las empresas más formidables. Y aun así, eran unos guerreros incansables, temibles, una auténtica pesadilla para sus enemigos. La reducción deliberada de un simple gramo de comida y la abstinencia de un solo minuto de sueño, eran, a juicio de Lupelio, prácticas poderosas capaces de hacer que un hombre cuestionase todo su sistema de creencias y de perturbar su falso equilibrio. Su Escuela propugnaba la supresión de la enfermedad, de la vejez y de la muerte como el derecho inalienable y el estado natural de todo hombre. Un hombre libre de enfermedad, vejez y muerte. Desde siempre, a través de los siglos y en todas las tradiciones, la conquista y el dominio de uno mismo había requerido prácticas y disciplinas dirigidas a llevar a la superficie el «fango emocional», como lo llamaba Lupelio, una operación indispensable para descubrir las heridas internas y para expulsar todas las sombras que acechan en los rincones del Ser. Un día, trabajando con el manuscrito, descubrí el increíble secreto descubierto por Lupelio. Su anuncio fue un manifiesto para una revolución del pensamiento que no parecía dirigirse a sus contemporáneos, sino a un comité de científicos del futuro: «… Es hora de que la humanidad salga de un sueño metafísico ancestral… Es hora de sacudir el polvo milenario de sus sistema de creencias…». El documento terminaba con estas palabras intolerables: «El alimento, el sueño, el sexo, la enfermedad, la vejez, la muerte, son “malos hábitos mentales” de los que hace falta liberarse». En otras partes del manuscrito, se los denomina también «supersticiones» e «ilusiones». Dice Lupelio: «El cuerpo es el campo de batalla… Cada victoria sobre el exceso de comida, cada momento sustraído al sueño, es una victoria en la guerra contra la muerte… La muerte física es inmoral, antinatural, innecesaria». Lupelio creía que la falta de frugalidad en la alimentación, en el sueño, en el sexo o en el trabajo era la causa primordial de la pérdida de energía y vitalidad que llevan a un hombre a acabar consigo mismo y, por tanto, a lograr lo imposible, a saber, renunciar a su derecho de nacimiento a la inmortalidad y hacer de la muerta física, en primer lugar, algo posible, y en segundo, inevitable. A lo largo de los siglos, en todas las civilizaciones y las tradiciones religiosas, unos pocos hombres han despertado de la hipnosis denunciada por Lupelio e intentado seguir una disciplina conforme a un sistema de pensamiento en cuyo centro estuviera la idea de la inmortalidad física como fuente de prosperidad y longevidad. Un día el Soñador habría de decirme que la idea de la inmortalidad física es un elemento fundamental de la psicología de la nueva humanidad, y del líder en particular. A 90
La Escuela de Dioses menos que atravesase esta especie de Columnas de Hércules, un hombre terminaría por enfrentarse tarde o temprano a sus limitaciones y por sucumbir a su propia muerte. Y si ese hombre estuviese al frente de una organización, su empresa moriría con él. La idea de que es posible derrotar a la muerte erradica todos los límites de la psicología, ensalza la responsabilidad, y es una condición necesaria para que pueda nacer una empresa vital, longeva y rica. Según el Soñador, la filosofía de la inmortalidad física debería enseñarse en todas las escuelas, universidades e instituciones educativas. La idea de una vida sin final es el antídoto más poderoso contra la pobreza, la delincuencia y la muerte. Me marché de Yerevan y del Instituto de Manuscritos Antiguos y regresé a Nueva York llevando conmigo mi posesión más preciada, la copia de La escuela de dioses, que había encargado para el Soñador. De la montaña de apuntes que había recopilado, dos palabras especialmente ocuparon mi pensamiento durante todo el viaje: «muere menos», un aforismo recurrente que quizá fuese el lema de los lupelianos. Me parecía que estas palabras eran la síntesis definitiva de la filosofía de la Escuela. Muere menos y vive para siempre. Pensé en el descubrimiento devastador que se escondía tras la aparente simplicidad de esta fórmula. El hombre muere dentro de sí mismo miles de veces cada día. Dentro de nuestro Ser crecen y se reproducen sin cesar estados y pensamientos destructivos y emociones negativas que destilan el veneno que nos mata lentamente. Quizá no sepamos por dónde comenzar la misión de vivir para siempre, pero siguiendo el aforismo milenario de Lupelio, ciertamente podemos «morir menos». En muchas ocasiones entoné el canto de inmortalidad de los lupelianos: Come menos y sueña más. Duerme menos y respira más. Muere menos y vive para siempre. 16. ¡No lo lograrás! Emergí como de un viaje subterráneo. Reconocí la estancia y la gran pintura de la pared más alejada. Esta vez era más tarde por la mañana en el mundo del Soñador, y la luz era tal que podía observar con facilidad la arquitectura de aquella parte de la casa. Miré hacia el alto techo y seguí su línea hasta el punto en que bajaba pronunciadamente para formar una arcada imponente de ladrillo visto. Fue en aquel momento cuando advertí su presencia. Me sobresalté. A uno y otro lado del arco, dos personas desnudas, un hombre y una mujer, me observaban como guardianes 91
II. Lupelio inmóviles. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal antes de entender lo que estaba contemplando. Eran dos estatuas de tamaño natural enfrentadas, y su acabado era tan perfecto que pensé que eran copias de los originales helenísticos. El pecho del guerrero, alto, liso y fuerte como una armadura, me transmitió un mensaje de orgullo irresistible. Me erguí enderezando la espalda como si hubiera recibido una orden militar. Instintivamente, pasé de largo por delante de la escalinata de arenisca que conducía a las dependencias del Soñador y caminé sin dudar en el sentido contrario, hacia una puerta grande hecha de cristal y hierro forjado y de forma peculiar. Junto a ella, un gran cuadro cubría toda la pared. Me detuve a mirarlo y reconocí una opulenta representación del mito de Narciso, pintado admirando su propio reflejo en un estanque poco antes de ahogarse en él. Era un cuadro admirable, digno de formar parte de la colección de obras maestras del siglo diecisiete de un museo importante. A continuación, empujé con cuidado la puerta de cristal y me quedé petrificado, fascinado, en la entrada de lo que parecía ser el escenario de un cuento de hadas. Sin apartar la vista de la escena, me agaché para desatarme los zapatos, que dejé justo donde estaba, igual que había hecho en la visita anterior. Seguí andando descalzo y con cuidado por un camino de grandes losas de terracota que llevaba a lo que parecía un gran invernadero. Contenía gran variedad de plantas, la mayoría tropicales, y las largas hileras de arcos de cristal de las paredes reforzaban la impresión. Fuera, el verde intenso del jardín empujaba los marcos de madera de castaño de las ventanas como lo haría un océano de vegetación contra los flancos de un arca. Pero la elegancia de cada detalle, las obras de arte, los cuadrosvaliosos y las modernas esculturas de mármol blanco me dejaron gratamente perplejo en cuanto a la auténtica naturaleza de aquel lugar tan extraordinario. La luz del alba penetraba a través de dos grandes lucernarios. Miré hacia las dos enormes vigas que soportaban el tejado y traté de imaginar qué clase de titán hubiera sido capaz de colocarlas ahí. Inspeccioné la estancia varias veces con la vista pero no logré encontrar rastro alguno del Soñador. Hacía más de un año que no lo veía. Seguí caminando y vi un estanque situado en el centro de la sala. Más que una piscina, parecía una pequeña piscina azul excavada en el pavimento de terracota. Un movimiento constante rizaba plácidamente la superficie del agua como un estremecimiento. Recorrí sus bordes con la mirada hasta que vi Su imagen ondear en el agua. Levanté los ojos despacio. El Soñador estaba llevando a sus labios una flauta de plata. Se inclinó hacia delante con elegancia y levantó su rostro y el resplandeciente instrumento hacia la luz. El aire se llenó de notas ligadas en sucesión como perlasde un mismo collar. Era 92
La Escuela de Dioses una música sin edad, sin tiempo, como aquella villa, como aquella sala, como aquel momento. Inmóvil, escuché. Sentí la exultación de mi niñez de olor a mar, su felicidad olvidada. Las alocadas carreras por las rocas, el sabor de las tallarinas y de los cangrejos recién recogidos, el latido del corazón antes de lanzarme al agua de cabeza desde la roca mayor, el frescor a la sombra en nuestra casa de Ischi, los besos sudorosos de Carmela a la vuelta del mercado… Una nota quedó suspendida en el aire más que las demás, revoloteando a lomos del aliento que la había creado, agarrándose un poco más a las moléculas de aire antes de liberarse de la música para convertirse en un único y vibrante soplo sonoro. De repente, cesó. La flauta siguió atravesada durante unos segundos eternos, pegada al labio inferior, y a continuación siguió dócil a la mano que la posó sobre un cojín próximo. Era más joven de cómo lo recordaba y me pareció aún más delgado. Levantó la mirada y me examinó con parsimonia. Seguro que conocía los esfuerzos que había hecho por regresar e Él, las muchas pesquisas en pos del manuscrito y el éxito de mi misión, la pasión con que lo había estudiado y con que me había acercado al pensamiento de la Escuela. Después del tempestuoso encuentro con que había comenzado mi aprendizaje y del azaroso viaje a mi pasadoiniciado en Marrakech, esperaba en esta ocasión palabras de ánimo, si no de elogio. Me acerqué todavía unos pasos más. El Soñador siguió mirándome sin hablar. Al principio sentí una sensación difusa de incomodidad que pronto se transformó en dolor. Bajo Su mirada, mi atención estaba cambiando de dirección. Por primera vez, me estaba observando por dentro. El espectáculo no era nada agradable: a mi conciencia afloraba, como una maraña emocional jamás desenredada, una masa de pensamientos oscuros, de sentimientos de culpa y de sensaciones de otro tipo.Su mirada penetraba en mi interior y removía un fango psicológico que jamás hubiera querido ver ni afrontar. Se detuvo justo cuando el dolor rebasaba el límite de mi resistencia. Pero no soltó la presa. Lo que estaba por llegar sería aún más doloroso. Al final del examen, como si hubiese llegado a un veredicto concluyente, sentenció: «¡No lo conseguirás!». El silencio que siguió invadió rápidamente el espacio del invernadero apropiándose de cada rincón. La melancolía, la desilusión, el desaliento y la rabia se entremezclaron y fundieron en un único dolor callado. Me sentía vacío de energía. Hubiera querido desplomarme y que me hubiera dejado en paz. Contuve la respiración como el acusado que aguarda el final del juicio. Aquella pausa resultó cruelmente larga. 93
II. Lupelio Finalmente, con el tono de un investigador que constata que su enésimo experimento ha fallado, algo por previsto no menos desilusionante, anunció: —Nadie lo logra… ¡Es el ser humano el que no lo logra! —se dirigía a mí como al representante de una raza derrotada, de una especie en vías de extinción—. Son demasiadas las leyes que te constriñen a seguir siendo lo que eres. Incluso la investigación que te confié, la has transformado en algo que alimenta tu vanidad, tu egocentrismo. Sentí un intenso resentimiento, la mezcla de aversión y conmiseración que uno a le provoca una injusticia manifiesta. Después de meses de viajes y de investigaciones en Estados Unidos y Europa, después de haber encontrado el manuscrito de Lupelio que los eruditos, los estudiosos y los arqueólogos del conocimiento consideraban perdido para siempre, y después de haberme enfrentado con valentía al encuentro con mi tormentoso pasado, no merecía ser tratado de aquella manera. Me hubiera gustado rebatir las palabras del Soñador de algún modo, pero los músculos de mi dignidad seguían siendo débiles. Además, en mi fuero interno sabía que tenía razón. Procuré ocultar mi estado de ánimo tras una falsa docilidad. —No consigo cambiar —me limité a decir. Pero mi voz delató el rencor de la impotencia y mi propensión a aferrarme y a depender. —¡ALTOOOOO! —gritó el Soñador, prolongando la o con un tono de voz terrorífico. Sentí simultáneamente que mi cuerpo se rompía en mil pedazos y que se recomponía. Todos mis pensamientos y emociones fueron desaparecieron dejando una extraña sensación de vacío mental, un vacío excavado por aquel alarido inhumano, que como un grito de guerra en medio del fragor del combate llamara a replegarse para el ataque final. Los segundos que siguieron fueron terribles como la cuenta atrás previa a un suceso espantoso. En mi Ser ocurrió algo que afinó mi capacidad para escuchar. —¿Te acuerdas de cuando pasabas horas llorando, hasta quedarte sin voz? —me preguntó el Soñador en voz baja pero manteniendo toda la ferocidad de su tono. En mi mente se sucedieron rápidamente imágenes, fichas de un pasado lejano, que se solapaban y entremezclaban con el mismo ruido que los naipes de una baraja entre los pulgares de un ilusionista. Ninguna se distinguía de las demás, todas poseían la misma luz y la misma atmósfera mágica de mi infancia en Nápoles, donde lares y penates tenían nombres más antiguos aún que les fueron otorgados merced a supersticiones antiquísimas. Reconocí la vieja casa, el dormitorio de Carmela y el armario ropero con espejos en las puertas. Un niño sentado en el suelo lloraba desconsoladamente y sin parar. Era yo. —Sigues allí, nada ha cambiado, excepto que tus rabietas de niño se han convertido en una tendencia permanente a quejarte y a sentir lástima de ti mismo— quedó en silencio durante un tiempo que me pareció interminable—. En el mundo ordinario es imposible 94
La Escuela de Dioses cambiar —comentó por fin el Soñador—. A los siete años un niño entra ya en el ejército triste de los adultos, como si fuera un pequeño espartano… Ha recibido una descripción trastocada del mundo y un juego completo con todas las convicciones, los prejuicios, las supersticiones y las ideas que harán que pertenezca por derecho y para siempre al club planetario de los infelices. »El pensamiento, las emociones y el cuerpo del hombre son universos concéntricos. Todo está conectado. Cambiar deliberadamente una cadencia o una inflexión de la voz, enderezar la espalda un solo milímetro, modificar las costumbres aparentemente más insignificantes, significa cambiar la propia vida por entero. Resulta casi imposible. Me escrutó un largo rato, con severidad, y yo aguanté el examen. Sabía que no se le escapaba el más pequeño cambio de mi ánimo y que no había posibilidad de hacer trampas en esta partida. No me quedaba otro remedio que apostar a todo o nada… Allí estaban presentas todas las posibilidades, la de que pudiera llegar algún día a conquistarme a mí mismo, a ser tocado por el Sueño y transformar mi vida en una gran aventura personal, o la de caer y perderme para siempre y sin remedio. Mi vida pendía de un delgado hilo suspendido en la boca de un abismo. Una palabra, una entonación, la longitud de una pausa, podían precipitarla en el enjambre de un destino colectivo. Con un movimiento rápido y la flexibilidad de quien tiene un cuerpo bien entrenado, pasó de estar reclinado a ponerse en pie. El azul de la piscina recogió Su movimiento como si fuese el reflejo de un vuelo y lo acunó en su temblorosa superficie. Lentamente camino unos pasos en mi dirección. Esperé, conteniendo la respiración, por espacio de instantes infinitos. Después, con tono firme, pero en esta ocasión sin dureza, anunció: « ¡Lo lograrás sólo si te acuerdas de mí!». 17. ¡Dale la vuelta a tus convicciones! Entretanto se puso a gusto, colocando con cuidado algunos cojines en torno a su cuerpo. Su actitud me pareció la de una persona que pone buena cara y afronta con energía renovada una larga tarea que creía ya terminada. —¡Dale la vuelta a tus convicciones! —me exhortó. La idea de invitarme a que me sentarse con él no debió siquiera de cruzarle por la cabeza y me dejó allí, de pie donde estaba desde el inicio de nuestra reunión. Interpreté esta clase de actitud como falta de respeto y me sentí ofendido. En aquel momento me resultaba inconcebible que alguien pudiese vivir cada momento con un sentido de estrategia, como parecía hacerlo el Soñador. No había siquiera un parpadeo que no sirviese conscientemente a 95
II. Lupelio Sus propósitos. Regodeándome en el resentimiento, seguí escuchándolo sin moverme de la baldosa de terracota sobre la que estaba, junto al agua temblorosa de la piscina. —El presente, el pasado, el futuro de un hombre… los acontecimientos, las circunstancias y las experiencias que encuentra en su camino, son sombras proyectadas por sus creencias —prosiguió el Soñador—. Su existencia, su destino, es la materialización de sus convicciones y, sobre todo, de aquello a lo que se entrega… «Visibilia ex invisivilibus». Todo lo que percibes, ves y tocas nace de la invisibilidad. La vida de un hombre es la sombra de su Sueño, es el despliegue visible de sus principios y de todo aquello en lo que cree. Todos ven realizarse puntualmente aquello en lo que creen firmemente. Un hombre no deja de creer nunca. Los obstáculos que encuentra son la materialización de los propios límites, de su pensamiento conflictivo, de su impotencia. Hay quien tiene fe en la pobreza, quien cree en la enfermedad, hay quien cree firmemente en los límites y en la escasez, hay quien apuesta todo a la carta de la delincuencia… Un hombre crea siempre, también en los estados más tenebrosos del Ser. Según el Soñador, nadie tiene más fe que los demás. Cada uno tiene que gestionar o invertir su propia ración de fe. A cada uno se le ha dado exactamente la misma cantidad que a todos los demás. —Lo que distingue a unos hombres de otros, lo que verdaderamente les concede un destino distinto, es la dirección de sus creencias, la calidad distinta del objetivo que, aunque sea inconscientemente, cada uno se plantea alcanzar. Estas afirmaciones me desconcertaron bastante. Siempre había creído que la fe era un bien escaso y, es más, que la diferencia sustancial entre los seres humanos radicaba en su distinta capacidad de tener fe. Uno los pilares ideológicos en que se apoyaba mi descripción del mundo era probablemente la creencia de que Mahoma o Alejandro, Sócrates o Lao Tzu, Chruchill o Napoleón, se habían diferenciado del resto de los hombres por la fuerza de sus convicciones. —Pero si todos tienen fe, es más, la misma cantidad de fe —pregunté, apoyándome en las escrituras y revistiéndome de su autoridad—, ¿qué significan las palabras «si tuviereis fe como un grano de mostaza»? El discurso que siguió quedó grabado para siempre en mi Conciencia. No tanto por las memorables palabras que pronunció, sino por la autoridad que sentí palpitar en cada una de ellas. El Soñador no estaba dándome una interpretación de aquel pasaje del Nuevo Testamento. Lo estaba creando. La esencia soñadora de aquel mensaje milenario y la inteligencia condensada en sus átomos estaban siendo liberadas en aquel lugar y en ese 96
La Escuela de Dioses preciso instante. Las palabras que estaba escuchando eran nuevas, estaban vivas, y nunca antes habían sido pronunciadas en toda la historia de la humanidad. —Si un hombre fuese capaz de desplazar un milímetro la dirección de su fe, si pudiese apenas enderezar la fuerza de sus convicciones acerca de la vida y de la muerte, podría mover montañas en el mundo de los acontecimientos. Con la misma intensidad con que un relámpago que rasga la oscuridad e ilumina lo que unos momentos antes había estado sumido en sombra, atravesó mi mente la evidencia de la inmensa energía contenida en un átomo de fe. Entendí que la destrucción de tan sólo una partícula de infierno habría bastado para desintegrar la fe en la muerte, la más arraigada de las creencias del ser humano. Comprendí también la enormidad de semejante empresa. Solamente albergar aquel pensamiento era equiparable al un esfuerzo de un titán que cargase sobre sus hombros con el peso de la Tierra y la bóveda celeste. Por primera vez me pregunté en qué cosas había tenido fe, a qué cosas había dado importancia hasta el encuentro con el Soñador… Su voz llegó a mí en medio de estos pensamientos e impidió que me dejase arrastrara por ellos hacia la oscuridad del fondo de mi pasado. Pese a que ya lo sabía, fue embarazoso confirmar que Él era capaz de leer en mí como en un libro abierto. —Hasta hoy, tu razón de ser, el objetivo de tu existencia, igual que el de todos los hombres, ha sido matarte por dentro. Enfermedad, vejez y muerte son las divinidades que la humanidad lleva adorando desde hace millares de años. Y, así, el hombre ha renunciado dolorosamente a la vida, a su sueño de infinitud. «Si tuviereis fe como un grano de mostaza» significaba que la más pequeña elevación de la visión, la más pequeña transformación, hubiera bastado para desviarnos de nuestro destino mortal. El Sueño es lo más real que existe. ¡«Ver» los propios límites, circunscribirlos, equivale a liberarse de ellos! La vida del hombre está gobernada por las emociones negativas. La angustia que llevamos dentro es la verdadera causa de todas sus desgracias y de su infelicidad. El Soñador se levantó y, dándome la espalda, caminó con pasos lentos hasta más allá de la piscina, hacia el extremo opuesto de aquel extraordinario invernadero. Desde allí, siempre de espaldas, Su voz llegó a mí fuerte y clara, como si me estuviese hablando al oído. —Es sólo cuestión de tiempo —anoté fielmente en mi cuaderno—. Con tiempo, cumpliremos todos los objetivos que nos hemos fijado. Al final todos venceremos, todos nos convertiremos en aquello en lo que hemos creído y todos obtendremos aquello a lo que nos 97
II. Lupelio hemos aferrado con más convicción. Vosotros, vuestra miseria, vuestra inmoralidad, vuestra muerte. Y yo, la integridad, el infinito, la inmortalidad. 18. El síndrome de Narciso —Tu creencia más inquebrantable, tu convicción más nociva, es que existe un mundo exterior a ti, alguien o algo de que dependes, alguien o algo que puede darte o quitarte, elegirte o condenarte— dijo el Soñador—. Si un guerrero creyese, aunque sólo fuese por un momento, en una ayuda externa, su invulnerabilidad se esfumaría al instante —afirmó. Calló y cerró los ojos. Yo estaba ocupado anotando Sus últimas palabras, pero aquella pausa se prolongaba. Intenté contrarrestar la incomodidad que me producía sentir de repente que mi presencia era irrelevante y ajena a todo aquello releyendo mentalmente partes de mis notas. Finalmente, el Soñador abandonó Su silencio y recitó con los ojos cerrados: —Fuera no hay nada. De ningún lado vas a recibir ayuda. La enfermedad más grave del hombre es la dependencia —anunció con tono severo. Inmediatamente, entré en un estado de alerta. Sentí en el cuerpo, sin posibilidad de equivocación, la importancia de esta afirmación y que debía situarse en el centro de mi nuevo sistema de creencias—. No hay mayor daño que depender de los demás, de su presencia y de sus opiniones. Para liberarse de esto hace falta una larga preparación. Más tarde, al recordar mi actitud en aquella ocasión y en otras parecidas, me di cuenta de que aquello que yo aceptaba sin demasiada resistencia o que me convencía inmediatamente cuando el Soñador se refería a la humanidad en general, suscitaba en mí una oposición irreprimible cuando Sus críticas iban dirigidas a mí personalmente. —Las personas como tú se sienten vivas solamente en compañía de otros. Prefieren los lugares abarrotados, encuentran trabajo en la administración pública o como empleado de una gran empresa, allí donde pueda sentir la presencia reconfortante de una multitud. Celebran todos los rituales de la dependencia y se congregan en sus templos: cines, teatros, hospitales, estadios, tribunales, iglesias, con tal de estar con los demás, con tal de escapar de sí mismas, del peso insoportable de su propia soledad —explicó. Una hostilidad irreprimible ensombreció mi Ser, casi como si aquellas palabras hubiesen amenazado algo vital o trastocado un plan concebido desde hacía mucho tiempo. Preparé mentalmente, como si fueran los proyectilesde un mortero, todas las maldades que me hubiera gustado decirle. Una mirada interior intentó disolver aquella multitud vergonzante, pero sólo conseguí que se me dibujasen el rostro una mueca de dolor. El Soñador 98
La Escuela de Dioses había puesto a prueba los muros de mi resistencia. Sabía cómo hacer mella en ellos. Esbozó una sonrisa feroz, como si estuviese a punto de asestarme un golpe, y dijo en voz baja: —Un hombre como tú enferma y está dispuesto a dejarse cortar en pedazos por cirujanos, chamanes de una ciencia primitiva, con tal de llamar la atención, con tal de aferrarse al mundo —se me escapó un grito ahogado, como si me hubiesen propinado un puñetazo en el estómago. El Soñador dejó que transcurrieran unos segundos, como si estuviese contando hasta diez en un combate de boxeo en que hiciese de púgil y árbitro al mismo tiempo—. ¿Recuerdas el cuadro? —me preguntó a quemarropa, cambiando completamente de actitud y de tono. Siempre me desconcertaba. Nunca me acostumbraría a aquellos cambios tan bruscos, ejecutados con una rapidez y una maestría que no había visto en nadie. Me dejaba atónito su capacidad de transformarse en un Ser totalmente nuevo, de pasar al momento siguiente sin llevar tras de sí siquiera un átomo del anterior. Entendí enseguida que la pregunta se refería al cuadro que había admirado antes de entrar en el invernadero, donde estábamos. Repasé mentalmente la imagen de Narciso admirando su reflejo en el estanque justo antes de ahogarse en él. —Es la historia emblemática del hombre atrapado en el reflejo de sí mismo —explicó el Soñador sin esconder la hilaridad que le producían mis intentos, aún infructuosos, de adaptar los músculos a sus cambios imprevisibles de humor y de asunto—. La fábula de Narciso es la metáfora del hombre que se convierte en víctima del mundo. Creer en un mundo exterior, confiar a los dirigentes políticos el gobierno de la vida social y a las religiones el cuidado de la vida interior de desilusionará profundamente. Tienes que ver el mundo como lo que es: la creación simultánea de tu Ser. El mundo es un reflejo de tus estados interiores y de tus circunstancias, aparece y desaparece a voluntad, peor puede volverse desconocido y violento si olvidas quién eres, si te olvidas a ti mismo, si olvidas el origen de tu existencia. Continuó revelándome que, contrariamente a las creencias comunes, Narciso no se enamora de sí mismo, sino de la imagen reflejada en el agua sin darse cuenta de que sólo es una imagen. Creyendo ver un ser exterior a sí mismo, otra criatura, se emociona, cae en el agua y tiene la desgracia de ahogarse. —Cuando comprendes que el mundo es la proyección de ti mismo, te liberas de él —
concluyó el Soñador. Estaba en estado de shock. ¿Cómo era posible que se hubiese malinterpretado durante milenios uno de los mitos fundamentales de nuestra civilización? ¿Cómo se le había escapado a todo el mundo una explicación tan simple? 99
II. Lupelio En compañía del Soñador oía claramente la voz de aquella época de gigantes que concluyó con Sócrates y con la invención de la filosofía como consuelo. El eco de aquella sabiduría sigue cruzando el océano del tiempo para llegar hasta nosotros, y nosotros seguimos sin entender sus fábulas eternas, reveladoras de la verdadera condición del hombre. Seguimos despachando a Narciso como si fuera el arquetipo de la vanidad cuando su mito, por el contrario, es una advertencia, un grito de alarma contra la estupidez y el peligro de la visión ordinaria del mundo. Por fin estaba encontrando el modo de penetrar un poco más en mí lo que el Soñador había intentado hacerme entender tantas veces. La historia de Narciso era el mensaje de una escuela de transformación, la misma que había inspirado a Caravaggio a pintar los cuadros de la crucifixión de Pedro y de la caída de Pablo. —Enamorarse de algo exterior a nosotros y olvidarse de uno mismo, significa perderse en los meandros de un mundo que depende, significa olvidarse de que somos los únicos artífices de nuestra realidad personal. No existe un mundo exterior a nosotros —insistió—. Todo lo que encontramos, lo que vemos, todo lo que tocamos, es nuestro reflejo. Los demás, los acontecimientos, las circunstancias de la vida de un hombre revelan su condición. Acusar al mundo, lamentarse, justificarse, esconderse, son las manifestaciones de una humanidad en desgracia, los síntomas reveladores de la dependencia, de la ausencia de una verdadera «voluntad». »Este no es el único mensaje que ha llegado hasta nosotros a través de los siglos y que el hombre ha malinterpretado continuamente con el fin de eludir su insoportable enseñanza —
dijo el Soñador—. Igual que Adán, ¡Narciso comió de la manzana! —afirmó, sorprendiéndome con la comparación. Me costaba seguirle cuando, con un solo paso, era capaz de cruzar el abismo de tiempo y espacio que separaba dos mundos tan alejados para conectar el relato del Génesis, de cuatro mil años de antigüedad, con uno de los mitos más antiguos de la Grecia clásica. »Él, igual que Adán, creyó en la existencia de un mundo exterior. Narciso fue víctima de la ilusión de que existía alguien distinto de sí mismo, y Adán fue expulsado del Edén, condenado a muerte por haber mordido la manzana, creyendo en la existencia de un mundo exterior. En ambas tradiciones, por alejadas que estuvieran una de otra, el mensaje era el mismo: creer que el mundo está fuera de nosotros significa convertirse en víctima suya, ser engullidos por él. »¡El mundo lo creas tú en cada instante! —afirmó el Soñador—. El estanque en el que se refleja Narciso es el mundo exterior. Creer que es real, apoyarse en él, equivale a depender de la propia sombra. De ser creador, pasas a ser lo creado; de ser soñador, a ser lo soñado; de amo, a esclavo, hasta que acabes asfixiado por tu propia criatura. 100
La Escuela de Dioses Pensé que el mensaje de estos mitos, igual que me lo estaba mostrando el Soñador, se encontraba también, tal cual, en cuentos modernos y antiguo, desde Frankenstein a BladeRunner, desde Alicia en el país de las maravillas al Nuevo Testamento. »La expulsión del Edén de Adán y Eva sucede en cada instante —concluyó el Soñador—
. En cada momento somos expulsados del paraíso cuando la descripción del mundo se apoderade nosotros, cuando olvidamos que somos su artífice. Es entonces cuando la criatura se rebela y se revuelve contra nosotros. Este es el pecado original, el pecado imperdonable y mortal: tomar la causa por el efecto. Un hombre íntegro, real, lo es porque se gobierna a sí mismo. Y pese al aparente dinamismo de los acontecimientos y la variedad de las situaciones, sabe que el mundo es su espejo. Ya sea bueno o malo, hermoso o feo, justo o equivocado, todo con lo que un hombre se encuentra no es más que su reflejo, no la realidad —dijo el Soñador, y por su tono supe que nuestro encuentro había llegado a su fin. Estaba a punto de dejarme. »Uno recoge siempre y sólo lo que es… Tú eres a la vez la semilla y la cosecha. Por esta razón han fracasado todas las revoluciones de la historia, puesto que han intentando cambiar el mundo desde fuera. Han creído que la imagen del estanque era real. No esperes recibir ayuda del mundo. ¡Ve más allá! Sólo los que dejan atrás el mundo pueden mejorarlo— en este momento hizo una pausa. »¡Ve más allá! —me ordenó antes de callar de nuevo. Trascender, ir más allá del mundo. ¿Qué podía significar?—. El hombre lleva siglos rascando la pantalla del mundo creyendo que así podrá modificar las imágenes de la película que él mismo proyecta. Me estaba sirviendo en bandeja de plata la explicación del fracaso de innumerables generaciones de hombres empeñados en cambiar el curso de la historia. Aquella visión amargamente burlona resumía una historia infinita de atrocidades, luchas y heroísmos en una sola sentencia: una locura inútil de proporciones colosales. »Tú… ¡sal de esta locura! —me ordenó con inesperada dulzura—. Olvídate de las guerras, las revoluciones, las reformas económicas, sociales o políticas, y ocúpate del auténtico responsable de cada acontecimiento. No te preocupes por el sueño; preocúpate por el soñador que habita en ti. La mayor revolución, la empresa más difícil y, sin embargo, la única que tiene sentido, es cambiar uno mismo. 19. El hombre no puede esconderse —Quien depende del mundo, queda esclavizado en las zonas más bajas de la existencia —me advirtió el Soñador—. Toda tu vida has estado buscando seguridades y satisfacciones efímeras fuera de ti, continuamente suspendido entre el temor y la esperanza, que son las raíces de la dependencia. 101
II. Lupelio El Soñador me hablaba mirándome a los ojos con una severidad en que no cabía un parpadeo o un respiro, como hacía siempre que tenía que superar mis barreras para llegarme más hondo. »Tu vida, igual que la de todas las personas que dependen, es horrible. Es la vida de un esclavo… Años y años en una oficina perpetuando la mediocridad y la escasez sin albergar siquiera el más remoto deseo de huir de semejante prisión —tomaba nota de lo que estaba diciendo como un corresponsal de guerra que escribiese bajo una lluvia de disparos—.Fuera no hay nada. Del exterior no te va a llegar ayuda ninguna —repitió el Soñador para que esta afirmación se imprimiese entre mis convicciones más arraigadas—. No me cansaré de repetirlo: fuera de ti no hay nada. Eso que llamas «mundo»no es más que un efecto. Eso que llamas realidad es la materialización, el reflejo de tus sueños y tus pesadillas. Más adelante, esta visión demostró ser el trasfondo de todas las enseñanzas del Soñador y, en más de una ocasión posteriormente, habría de ahondar en ella, ampliándola, a medida que crecía en mí la capacidad de comprender y soportar su poder subversivo. Recuerdo que aquella primera vez fue para un shock mí, como si alguien diera la vuelta a todo aquello en lo que había creído hasta entonces. »¡Date cuenta de que el mundo está en ti, y no al revés! Lo que hay en el mundo, o lo que le pertenece, no puede ni ayudarte ni salvarte. A continuación su discurso se transformó en una exhortación, un llamado que no iba solamente dirigido a mí, sino a toda la humanidad. Entreveraba sus palabras el amargor de quien sabe que está ofreciendo un enorme tesoro a quien no es capaz de apreciarlo ni de usarlo. »Aspira a la libertad, sal de esta turba de desesperados. Imponte una nueva forma de sentir. Conquista la inmensidad que hay en tu interior y las galaxias se convertirán en granos de arena. Amplía tu visión y verás cómo el mundo se empequeñece. Visión y realidad son la misma cosa. Busca la integridad, y aquello que para los demás son montañas insuperables, para ti no serán más que montículos. Entendí la pausa que siguió como una invitación a hacer un comentario e, incautamente, aventuré algunos pensamientos. Dije algo sobre la dificultad de aceptar la idea de que seamos nosotros la causar de cualquier acontecimiento o circunstancia de nuestra vida. Puse mucho cuidado en evitar parecer beligerante y adopté el tono imparcial de quien intenta transmitir una neutralidad sensata durante una conversación espontánea con un desconocido. Como si estuviese ciego, fui incapaz de percibir la distancia infranqueable que separaba las palabras del Soñador de las mías en la escala de la responsabilidad. 102
La Escuela de Dioses —Parece imposible creer que todo lo que le puede ocurrir a un hombre, desde un resfriado hasta un accidente de avión, sea la materialización de su psicología, de su estado de Ser —concluí. Me sentía a la vez fascinado y amenazado por la visión del Soñador. El hilo de mis reflexiones me llevaba a desentrañar las raíces de nuestra civilización hasta llegar a las dos visiones contrapuestas que habían dividido el mundo hasta el momento. La Grecia clásica creía en una diosa Fortuna que dispensaba sus favores ciegamente. De ahí que se la representase con los ojos vendados. En cambio, los antiguos romanos creían en el homo faber. La Fortuna romana era una diosa que poseía una vista perfecta y respetaba la virtus del individuo. Mentalmente, clasifiqué al Soñador entre los defensores de la concepción romana del mundo. Estaba por expresar esta idea, cuando oí Su voz transformarse en un rugido que me heló la sangre, igual que en los demás momentos de pavor que había vivido con él: —¿Acaso crees estar hablando por hablar con un pobre empleado como tú? ¡Escúchame con atención! —y remarcó esta orden dándose unos golpecitos en la oreja derecha con los dedos índice y mayor juntos con una lentitud deliberada—. Que el mundo es un reflejo de los estados de tu Ser significa que Luisa no murió de cáncer. Su muerte es la representación escénica del drama que llevas dentro, de tu angustia letal. Aquel suceso, como todos los demás, sólo revela los estados de tu Ser. Aunque intentes esconderlo culpando a otras cosas y lamentándote continuamente, en realidad fue tu canto de dolor lo que, igual que un rito propiciatorio perverso, trajo consigo todas las desgracias y las dificultades de tu existencia. De repente, quedamos en silencio. Sentí como si una ansiedad inexplicable empujase un oscuro muro de contención. Dentro de mí, una parte dura e inamovible cedió su lugar a un abismo creciente que amenazaba con engullirme. Mi corazón batía violentamente contra mi pecho y se me detuvo la respiración en exhalación sin retorno. Experimenté el vértigo nauseabundo de una caída sin fin y en las fibras más remotas de mi Ser resonó un mudo grito de espanto, de auxilio, de desesperación, de vergüenza, como si todo el dolor de mi existencia se hubiese condensado en un solo punto. Sólo cuando volví a hablar pude finalmente recuperar el aliento, aspirando con voracidad tanto aire como pude. —No hay escondite para el hombre —anunció el Soñador con un susurro, como si quisiera transmitirme una enseñanza secreta. Yo escuchaba igual que un niño, ya sin división ni resistencia—. La más pequeña de nuestras acciones, cada percepción, cada pensamiento que tenemos, cada gesto o expresión del rostro, todo queda registrado en la eternidad. 103
II. Lupelio Me dijo que el modo en que vivimos cada instante, como un fotograma de la película de nuestra vida, indica una elevación o una degradación del Ser y nos pone en sintonía con todo lo que sucederá. »¡No hay escondite para el hombre! Aquí, conmigo, estás solo frente a la existencia. Aquí no hay ni partidos ni sindicatos. Cuando entras en esta habitación no puedes traer contigo nada del pasado, ni siquiera esa mentira que es tu nombre o tu cargo. Aquí no hay barandillas a las que agarrarte. Aquí estás solo frente a ti mismo. Se dio cuenta de que estaba temblando visiblemente. Mis dientes empezaban a castañetear como si la fiebre se hubiese apoderado de mí. »¡Deja ya de tener miedo y de esconderte! Hay una parte de ti que debe morir porque es absurda. Esta muerte es tu oportunidad más grande. Sólo tú puedes hacerlo. Sentí físicamente, dolorosamente, que el Soñador estaba perforando capas y capas de ignorancia, de inmundicia psicológica dura como una roca que se había acumulado en mi interior con el paso del tiempo. »Si trabajas sin descanso y durante tantos años como has pasado haciéndote daño a ti mismo —dijo en un susurro dulce como una promesa—, un día el tiempo se hará pedazos. Se abrirá un túnel que te conducirá hasta aquella parte de ti mismo que es más auténtica y verdadera, una parte con la que, tarde o temprano, todo hombre debe volver a conectar: su Sueño. Sólo en este momento el Soñador apartó la mirada, concediéndome un momento de descanso. Vi el reflejo de su silueta ondear en el agua. Estaba a punto de dejarme. Sentí de golpe un cansancio irresistible, como si hubiese corrido kilómetros y kilómetros sin pausa. Las piernas ya no me sostenían. Caí de rodillas sobre la alfombra de flores, bañado en la sombra de la creciente luz del día, y caí como muerto. Capítulo III El cuerpo 1. Tú eres el mundo Habían transcurrido unos meses desde mi último encuentro con el Soñador. Las palabras que escuché en la atmósfera encantada de aquel invernadero, junto a la piscina, asediaban aún mi memoria. Sobre todo seguía resonando dentro de mí, inolvidable, aquel grito inhumano —«¡Altoooo!»— y la sensación de haber quedado vacío completamente por él. Durante un tiempo no pude pensar en otra cosa. A menudo releía los apuntes que había tomado, y cada vez se renovaba en mí, vívida y poderosa, la química de Sus palabras. 104
La Escuela de Dioses Después, poco a poco, pero cada vez más deprisa, Nueva York me absorbió. La vida volvió a discurrir por los carriles de siempre, al ritmo de los compromisos de trabajo en la ACO y de las rutinas asociadas a mis hijos y a los asuntos de la casa con Jennifer. La «sustancia preciosa» recogida grano a grano a lo largo de mis encuentros con el Soñador se evaporó, y los estados de mi Ser, mis pensamientos, mis hábitos y mi lenguaje volvieron a ser los de antes. Una noche estaba tomando una copa con algunos compañeros de trabajo en la típica penumbra de un bar de la avenida Madison, honrando ese imprescindible rito neoyorquino del final del día. De repente, como si todo sonido hubiese desaparecido del mundo, el bar se hundió en el más absoluto silencio con todos sus parroquianos. El tiempo se frenó. Observé las caras hinchadas por el alcohol de mis compañeros, «vi» las expresiones de dolor ocultas tras sus mudas carcajadas. Tuve ocasión para reflexionar con irónica lucidez sobre lo grotesco que resultaba llamar «hora feliz» a tan triste ritual. Después, lacerante, inesperado, sobrevino el dolor de la ausencia, la sensación imprevista de haber malogrado algo vital, algo insustituible. El deseo atormentador de volver a ver al Soñador se alternó con la nausea de aquel vacío hasta colmar cada agujero de mi Ser. A él clamé sin voz, desesperado. Nunca nadie lanzó una petición de auxilio para el alma como aquella. Pocos días más tarde, Valery, mi secretaria, llegó con el café con leche de todas las mañanas en una mano y un sobre misterioso en la otra. Extrajo de él un billete de avión y, sin decir palabra, lo plantó con ostentación delante de mí, tal y como lo habría hecho una esposa que hubiese encontrado la prueba inequívoca de la infidelidad de su marido. —O sea —me dijo con hastío—, que te vas a Barcelona sin siquiera decírmelo… Concentrada de aquellas palabras, impresa en el tono y en la actitud de aquella mujer, pude oír la historia de los mil compromisos que habían echado a perder mi vida. Atravesé muchas salas antes de dar con él. Tenía la espalda hacia mí y parecía estar ocupado atizando el fuego de la chimenea de piedra. Dominaba el frontis un hermoso escudo familiar. Un cuadro imponente mostraba en negros y grises el cansado caminar de unos jornaleros. Creí reconocer la mano de Ortega. Podía ver únicamente el perfil de rostro del Soñador. Tuve la impresión de que no fuese la reverberación del fuego sino Su piel morena la que desprendía aquel resplandor. Llevaba puesta una bata ligera de seda. Parecía un aristócrata entregado a la dicha de un ocio impuesto por sus privilegios de nacimiento y de clase social. El hilo secreto de mis estados de ánimo me devolvió a nuestro primer encuentro. Seguía dándome la espalda. Acogí esa similitud con nerviosismo. El sonido de las palabras de entonces seguía quemando mi piel. No me hubiera gustado repetir una sesión como aquella.
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III. El Cuerpo El silencio de prolongaba y el Soñador no daba señal de haber advertido mi presencia. Procuré engañar la creciente inquietud de la espera observando mi entorno, el extenso conjunto de vestíbulos y habitaciones que alojaban la imponente biblioteca de Mas Anglada. Una increíble masa de libros tapizaba apretadamente los muros de tierra desde el suelo hasta el techo. Atravesaba de lado a lado el suelo de pequeños rombos de azulejo un colorido cuadro de Chagall. Estaba intentando ver de reojo el título de alguno de los libros más próximos a mí, cuando Su voz rompió el silencio. —Lejos de mi te degradas y regresa a tu programa de muerte —dijo girándose hacia mí. Sentí sus ojos de acero atravesarme de parte a parte como dos estoques—. Cuando no me recuerdas, caes en el surco de la repetición. Y cada vez que repites tu vida, vuelves a dejarte atormentar por ella sin darte cuenta de que ya la has vivido. Tenían aquellas palabras, además de un tono amenazador, además del dolor insoportable de la denuncia, un aroma de eternidad, la fragancia olvidad de una libertad sin límite. El Soñador retomaba su discurso donde lo había dejado meses atrás, como si el tiempo hubiese quedado en suspenso y sólo ahora, con Él, volviese a fluir. Saqué el cuaderno y apunté cada una de sus palabras. »¡Nada es exterior! Pero tú sigues buscando seguridad en los ojos de los demás, sigues buscando la felicidad, soluciones, en un mundo que sufre la misma enfermedad que tú. El mundo es tu propia piel. ¡El mundo eres tú! Tú eres lo único que encuentras. Tú, siempre y en todas partes. —¿Y los demás? —le pregunté. —¡Los demás son tú «fuera de ti»! Son fragmentos de ti dispersos por el tiempo, reflejos de una psicología desintegrada. Durante aquel encuentro tomé páginas y páginas de apuntes, especialmente sobre la ilusión fatal que nos hace creer en una alteridad, en la existencia de un mundo fuera de nosotros dotado de una voluntad propia y del cual depende nuestro destino. »Este es el pecado de todos los pecados —concluyó el Soñador—. El pecado original. Cuando deseas algo y tiendes la mano para alcanzarlo, aunque sea una simple manzana, la satisfacción se esfuma y pierdes el paraíso. 2. Enanos psicológicos Según el Soñador, nuestra «primera educación» nos enseña a percibir el mundo como una entidad externa capaz de decidir y de actuar y de imponernos su voluntad. Por eso el hombre se enfrenta a un mundo implacable que constantemente lo amenaza y lo victimiza. 106
La Escuela de Dioses —Es así como los hombres se vuelven enanos psicológicos, más pequeños que un insecto. Van por el mundo con el rabo entre las piernas, albergan sentimientos de culpa, tienen miedo… Llegado a ese nivel de degradación, un hombre sólo es capaz de traicionar, de acusar, de lamentarse, de compadecerse y de mentir, de mentirse a sí mismo haciéndose creer que conoce los límites de su problema, que su vida es perfecta salvo por algún aspecto insignificante, por algún problema aislado o por alguna contrariedad temporal. En su ceguera no quiere reconocer que detrás de cada cosa desagradable de su vida, detrás de un detalle aparentemente marginal, hay una enfermedad que afecta a la totalidad. Para cambiar un solo átomo de la propia vida hace falta cambiar todo, es necesario dar la vuelta al modo de pensar de uno, a las propias ideas, a la visión ordinaria del mundo. Al final de su discurso, el Soñador me reveló que las cinco heridas de Jesús son en realidad el emblema de los cinco sentidos que mantienen clavado al hombre horizontal a los niveles más bajos de la existencia. »Cuando entiendas que el exterior lo has creado tú, que eres tú el que contiene el mundo, y no al revés; cuando recuerdes que todo lo que ves, lo que escuchas y lo que tocas es fruto de tu creación, dejarás de tenerle miedo. El mundo es como un chicle, y adopta la forma de tus dientes —me encantó aquél símil, tan insólito y tan descaradamente expresivo, y lo anoté entre Sus aforismos más memorables—. No olvides que el mundo, los demás, son la expresión más franca, más sincera, de lo que realmente somos. El mundo es como es porque tú eres como eres. Corrió una pesada cortina con un gesto que dejó al descubierto una hilera de ventanas. Recorrí con la vista las colinas lejanas, el verde espesor de los viñedos y las líneas oscuras trazadas por los surcos recién arados. La finca de Mas Anglada parecía no tener fin. La voz del Soñador sabía dulce de una promesa. »¡Recuérdame! ¡Recuerda el Sueño! —dijo. Así es como encontrarás un mundo perfecto, un mundo sano. El paraíso en la Tierra es la proyección de un estado de Ser, de un «paraíso portátil»… Para mantener intacto este paraíso, para mantener juntos sus átomos, es necesario estar siempre vigilante, hace falta «intervenir» continuamente. Bajo mi mano las páginas se llenaban de apuntes. A duras penas lograba seguirle. Varias veces había señalado un verbo con un círculo, y en cuanto tuve ocasión le pregunté lo que quería decir «intervenir». —Significa saber cómo llegar a las partes más oscuras del propio Ser para iluminarlas —respondió el Soñador, dando a sus palabras una especial intensidad, como si estuviese revelando un secreto vital. 107
III. El Cuerpo Calló durante un tiempo, como dudando si decirme o no algo demasiado poderoso, algo que pudiera superar mi capacidad de comprensión… Yo contuve el aliento, deseando que eligiera confiar en mí. »Si permitiese que una sola partícula de infierno entrase en mi paraíso, todo esto desaparecería —dijo, y acompañó Sus palabras señalando con un gesto amplio el fuego del hogar, los libros y las obras de arte que nos rodeaban, la piscina, grande como un lago, que se vislumbraba entre el verde intenso del jardín, y la inmensa extensión de la finca. »Un día, para merecer un paraíso y poder mantenerlo, tendrás que saber proteger de toda mediocridad, de toda desatención, de tus muertes internas. Un hombre solar proyecta la propia luminosidad, un mundo feliz, íntegro, y no permite que nada lo ofusque. Fue entonces cuando comenzó a penetrar en mí con claridad qué era lo que el Soñador quería decir cuando me urgía a mantenerme alerta. «Si permitiese que una sola partícula de infierno…», aquellas palabras perforaron mi cuerpo hasta alcanzar mis huesos. Entonces, algo saltó en mi comprensión. Súbitamente entendí que era la incorruptibilidad, qué significaba la impecabilidad de un líder y lo inmenso de la misión de no permitir que la más pequeña sombra eclipsara el propio Ser. Entendí Su dureza y por qué bastaba una mueca, una actitud, el más pequeño signo de negatividad, para provocar la más despiadada reprimenda por Su parte. El Soñador me dijo que los pensamientos y las emociones de los hombres poseen una materialidad hecha de colores y olores que revelan a gran distancia el estado de Ser que les es propio. Me ruboricé por completo al pensar cuántas veces habría traído yo al mundo del Soñador los miasmas de la duda y el olor acre de mis miedos. Pensé en nuestra condición de seres incompletos cuya existencia transcurre sin siquiera imaginar que uno pueda sentir el tufo de su basura psicológica, el olor de sus pensamientos y de sus emociones negativas que, como una fuga de gas, delata nuestros estados y la inminencia de un desastre. »El mundo es la representación perfecta de los estados de tu Ser. El mundo es como es porque tú eres como eres, y no al revés. 3. Un canto de dolor Ya no nos encontrábamos en el interior de Mas Anglada, rodeados por su piscina, el jardín y la belleza agreste de su paisaje. Caminaba con el Soñador por las estrechas calles de una ciudad desconocida. Del puerto llegaba el olor intenso del mar, canalizado por ellas como a través de ríos invisibles. Nos adentramos a pie en aquel país de agua que el Soñador parecía conocer a la perfección, y a medida que penetrábamos su cuerpo líquido, entre ecos y reflejos, sentí crecer una sensación de liviandad. Un pequeño funicular ascendía fatigosamente por la 108
La Escuela de Dioses ladera. Fuimos a dar a un mirador suspendido entre las rocas y el mar, un antiguo rincón del mundo mecido por el líquido amniótico del que habían brotado tantos mitos y fábulas favoritos de la humanidad desde su infancia. —El hombre aspira a la salud, la prosperidad y el bienestar sólo aparentemente —dijo el Soñador con una voz grave que transmitía la solemnidad de un discurso dirigido a lo más auténtico del ser humano—. Si pudiera observar y conocer su ser interior, oiría un canto de dolor, una constante plegaria de desgracias a la espera de terribles desastres, tanto probables como improbables. En la distancia, un hombre de camiseta negra y gafas de solo parecía absorto en la visión de aquel panorama prístino de cielo y mar. Tenía el vientre excesivamente hinchado y los brazos torcidos hacia dentro, como les ocurre a los gordos por el aumento del tamaño del torso. Continuamente metía la mano en una bolsa gigante de patatas fritas y sacaba grandes puñados de ellas. Masticaba y miraba. »¿Lo ves? —preguntó señalando con un leve movimiento del mentón—. Aquel hombre se está suicidando. Un caballero de otro tiempo o de distinto temperamento hubiera podido escoger una pistola. Le hubiéramos visto apoyársela con dignidad contra la sien y decir adiós al mundo dirigiendo un último vistazo a este extraordinario panorama. Me desagradó este comentario a propósito de aquel desconocido. Estaba intentando entender qué era lo que me hacía sentir tan mal, cuando le oí añadir: —La única diferencia entre la pistola y la comida es la rapidez del método elegido para matarse. De haberla pronunciado cualquier otro, habría hecho caso omiso de semejante ocurrencia como una broma desafortunada, una exageración de mal gusto. Pero el Soñador no era amigo de las bromas. Por otra parte, no lograba entender por qué Sus palabras me perturbaban y molestaban tanto. Por entonces creía que mi estado de ánimo, a caballo entre el estupor y la indignación, y aquel dolor los provocaba el cinismo del Soñador. No alcanzaba siquiera a sospechar la verdadera causa de mi malestar. El único modo que encontré de eludir aquel desasosiego y de detener, o al menos ocultar, la inexplicable hostilidad que sentía crecer sin control dentro de mí, fue hacer un comentario irónico: —En ambos casos deberíamos exigir que interviniese la policía rápidamente para arrebatarles el arma e intentar salvarles la vida —dije con una sonrisa que para cuando afloró a mis labios estaba ya muerta. Debí haberme callado, pero continué con el mismo tono—. En nuestro caso, podríamos avisar a la policía de que un hombre está intentando quitarse la vida con una bolsa de patatas fritas. 109
III. El Cuerpo Su mirada, normalmente severa, se volvió de acero y me heló la sangre en las venas: —Tú también eres un suicida —declaró con frialdad—. ¡Ese hombre eres tú! —susurró en voz baja. Aguardó unos segundos a que me recuperase del golpe, como si fuese un boxeador tendido sobre la lona. En ese momento debió de darme definitivamente por derrotado, detuvo la cuenta y añadió: »La vida del hombre común discurre en un único sentido. Solamente conoce la dirección que lo lleva al límite. Su único credo, lo único a lo que es leal, es la muerte. Elegir cómo matarse es su única libertad. Este cuerpo es indestructible. Somos nosotros los que dejamos que el cuerpo sea destruido. Los pensamientos y sentimientos que imponemos al cuerpo son los causantes del envejecimiento, de la enfermedad, del fracaso y de la muerte. Lo que ocurre a tu cuerpo, le ocurre al mundo. El mundo es como tú, y tú eres este cuerpo, que no nació jamás y que no conoce la muerte. Tú, al igual que millones de hombres, has escogido matarte a fuerza de miedos y pensamientos destructivos. —¿Qué se puede hacer? —acerté a balbucear a duras penas. Me hubiera gustado preguntarlo en nombre de toda la humanidad suicida. Me hubiera gustado decir «¿qué podemos hacer?», pero ello habría requerido energía, y toda la que tenía había sido drenada a través de quién sabe qué grieta de mi Ser, dejándome apenas la justa para mantenerme en pie. —Si intentásemos detenerlos o poner obstáculos a su proyecto de muerte, no nos verían como sus salvadores ni sus benefactores —dijo el Soñador—. Al contrario, nuestro propósito los convertiría en enemigos mortales y, finalmente, sólo lograría postergar su suicidio. Me escrutó como si quisiera descubrir si estaba preparado para soportar la responsabilidad de lo que estaba a punto de decirme y, al cabo, susurró: »Hay un lado oscuro del Ser que el hombre hereda de su «primera educación», un pensamiento destructivo, un impulso que primero lo perjudica a uno mismo y después a los demás. Me habló del autosabotaje, del deseo de anularse y de la lealtad a la muerte como características dominantes de la psicología de la vieja humanidad, casi una segunda naturaleza que se manifiesta en el hombre común como cupiodissolvi, un impulso irresistible a quitarse la vida. Una vez que ha olvidado que es el creador, el artífice y señor absoluto de todo y de todas las cosas, el hombre cae prisionero de una descripción miserable del mundo. Vive como un mendigo afligido por el sentimiento de culpa y por un constante sentimiento de fracaso, 110
La Escuela de Dioses víctima del canto de dolor que resuena incesante en su fuero interno con el eco de imaginaciones y pensamientos destructivos. »¡Obsérvate a ti mismo! Penetra en los rincones más oscuros de tu Ser. Pon límites en tu interior a toda clase de duda y miedo en cuanto surja. Se duro contigo mismo, imponte la felicidad, el bienestar, la certeza. Las circunstancias del mundo no son las que te hacen infeliz. Es tu canto de dolor el que crea todas las desgracias del mundo. La pobreza es una enfermedad mental. 4. El cuerpo no puede mentir —Mírate —prosiguió el Soñador con brusquedad—, tienes poco más de treinta años y tu cuerpo ya es el de un viejo—. Me ruboricé con intensidad y hubiera muerto de la vergüenza si me hubiese dejado allí desnudo, expuesto ante toda la gente que abarrotaba el mirador. Continuó sin piedad: »El cuerpo revela el Ser. Deberías vibrar continuamente de placer, de alegría, igual que un niño, pero lo has olvidado. ¡El cuerpo no sabe mentir! En Su voz no había acusación, sino sólo la fría constatación de un desastre. Experimenté un latigazo de dolor, un dolor verdadero, limpio, sin resentimientos ni acusaciones. Me recompuse. Probé a enderezar la espalda, y sólo en aquel momento me di cuenta de cuán habituado estaba a vivir encogido, y de cuánta culpa tenía por haber descuidado y despreciado mi cuerpo. En aquel momento, mi inclinación natural hubiera me habría hecho incurrir en la vieja costumbre de sentir pena de mí mismo, pero el Soñador no me lo permitió. La oportunidad que me estaba ofreciendo era demasiado grande. Debiera haberla atrapado al vuelo, pero no estaba preparado. Adopté, en cambio, una actitud defensiva, reflejo de un rechazo inconsciente al cambio. En seguida, enumeré todas las obligaciones que me habían impedido cuidar mi cuerpo: el trabajo, los continuos viajes, la vida en la ciudad, las necesidades de mi familia, la enfermedad de Luisa y, no menos importantes, los cálculos renales que llevaba padeciendo desde que era bien joven. Su voz interrumpió la apología que había planeado y disolvió toda mi argumentación. En un instante me sentí catapultado fuera de mi propia circunstancia y me vi a través de los ojos del Soñador. Tuve la humillante visión de un hombrecillo únicamente preocupado por defenderse, por encontrar buenas razones que lo eximan, por alejar de sí cualquier responsabilidad, por seguir siendo como es. Me hubiera gustado preservar aquella estampa que, aunque dolorosa, poseía la pureza del distanciamiento, la claridad restauradora de la integridad, pero esta libertad duró solamente unos instantes. 111
III. El Cuerpo »El cuerpo, la palidez del rostro, los ojos hinchados, la flacidez, delatan que ya has renunciado a vivir, que has desistido. Todos conocen tu plan inconsciente para apresurar tu propia muerte física, todos, ¡salvo tú! Para reducir el cuerpo a este estado, un hombre debe primero profanarse a sí mismo. Es como un animal herido que sangra y deja un rastro tras de sí para que lo alcance un depredador y lo elimine. Las leyes de la existencia no son distintas fuera de la jungla. ¡El Ser, el cuerpo y el mundo son la misma cosa! Esta última afirmación me desconcertó. Mientras que con la razón lograba aceptar, al menos como posibilidad, que el Ser y el cuerpo fuesen una única realidad, la idea de que la relación entre el cuerpo y el mundo pudiese ser de causa y efecto superaba absolutamente mi capacidad de comprensión. »Todo lo que ves y tocas es luz solidificada, todo lo que percibes no es más que una proyección de tus órganos —confirmó el Soñador—, que no son sólo la parte de ti más próxima al mundo, sino los verdaderos constructores, los artífices, los creadores del universo. A continuación cerró los ojos y, como hacía a veces, recitó unos versos que transcribí fielmente: El cuerpo es el verdadero Soñador… El cuerpo sueña, y sueñan también sus células y sus órganos. El cuerpo es el verdadero constructor de tu mundo particular. El Soñador me explicó que lo que un hombre ve de sí mismo a través de sus ojos físicos lo llama cuerpo, y que lo que no ve, porque vibra con una frecuencia más alta, lo llama Ser. »En realidad, el cuerpo es el Ser… Es el Ser hecho visible —dijo, y volvió a fijar en mí sus ojos como si quisiera evaluar mi condición. Después recuperó el tono brusco—. La fe en una divinidad fuera de nosotros, la idea de que exista una entidad más allá de nuestro cuerpo, es la superstición más extendida por todo el mundo y uno de los mayores asesinos de la humanidad. En muchas tradiciones religiosas este dios externo ha sido sustituido por la creencia en un espíritu guía, en un alma, en algo invisible que habita dentro del hombre. Según el Soñador, también esta creencia es asesina. Por un camino o por otro, hemos llegado a renegar de nuestro cuerpo y a reducir la vida a una serie continua de ataques dirigidos a acabar con él. »Es así como el hombre ha sucumbido a la iniquidad, a la inmoralidad de la muerte—
mi pensamiento no dejaba de dar vueltas a estas ideas revolucionarias que estaba aprendiendo de Él—. El cuerpo no puede mentir —repitió levantando la voz con un tono severo que en seguida me puso en estado de alerta—. El cuerpo es la parte más sincera, la más franca, de nuestro Ser. El cuerpo nos revela. En el estado en que estamos, revela nuestro estado incompleto, nuestra conflictividad. 112
La Escuela de Dioses Me aclaré un poco la garganta y tosí levemente. Despacio, el Soñador redujo unos milímetros el espacio que nos separaba. En sus ojos podía leer una ferocidad inocente, la crueldad de un Ser salvaje. El aire se oscureció. Sentí como si de repente me encontrase cara a cara con un enemigo mortal. Me invadió una angustia incontrolable. »Toser es tu modo de decir no, de plantar los pies en el sitio y resistirte a Mí —dijo con una voz terrible—. Yo soy el obstáculoa envejecimiento, a tu proyecto de enfermar y morir. Soy el obstáculo que dificulta tu regreso a la vulgaridad del pasado, a la rutina repetitiva, a la vida regida por la casualidad… A mi lado no te puedes degradar… Por eso me ves como tu peor enemigo… Es más fácil seguir, como en un trance hipnótico, el camino conocido hacia la degradación y el sufrimiento antes que luchar por ascender, ir contra corriente y rebelarte contra la pobreza, contra la tiranía de la vejez y de la enfermedad, contra la inmoralidad de la muerte. Me concedió un breve respiro al que yo me entregué con la avidez de un náufrago que recupera el aliento. Aquellas palabras me habían sumido en la desesperación y vaciado de energía. Nadie me había hablado jamás así ni me había hecho sentir de esa forma. ¿Quién era aquel Ser? ¿Qué era ese amor cortante suyo, despiadado como un bisturí, que me hurgaba en la carne? »A mi lado no podrás envejecer… no podrás enfermar… ni morir —dijo, y escuché atónito aquellas palabras intemporales—. Si aprendes a elevar las vibraciones de tu cuerpo a un nivel superior, te perderá de vista el mundo dañino, amenazador y mortal. El campo de batalla es el cuerpo. Pero a los que habéis elegido la muerte como guía, la vida y la luz os parecen horrorosas. Por eso continúa la lucha entre vosotros y Yo. Al emplear «vosotros» amplió hasta el límite aquel mensaje extraordinario, extendiéndolo magistralmente hasta abarcar una masa humana de proporciones planetarias. En aquel mirador de una ciudad desconocida, rodeados de unas vistas indescriptibles, de pie frente al Soñador, ya no era yo solo el que escuchaba, sino la humanidad entera. 5. ¡Sé frugal! —Esta lucha entre nosotros terminará únicamente cuando hayas cambiado para siempre —amenazó el Soñador con una fría tranquilidad—. Si te sigo pareciendo duro y despiadado, si sigues sintiendo que te hago daño, si me sigues viendo como un monstruo de ojos inyectados en sangre, será sólo porque tu incomprensión y tu resistencia al cambio se reflejan de esa forma… A mi lado, si quisieras, podrás cambiar tu destino inexorable y el de millones de hombres y mujeres. 113
III. El Cuerpo Como una mano que se cerrase lentamente para formar un puño, sentía que se abría paso en mi Ser una nueva determinación, una certeza: no quería seguir dependiendo del mundo, de los demás, como tan horriblemente había estado haciéndolo hasta aquel momento. No quería seguir siendo una sombra, un títere bioquímico movido por los hilos terribles del olvido y de la casualidad. Me prometí a mí mismo que haría cualquier cosa por aplicar en mi vida, sin desviarme, los principios que el Soñador estaba intentando transmitirme con tanto esfuerzo. —Mientras aún te quede tiempo, usa todas tus fuerzas para contrarrestar el programa nefastode toda una vida que te ha preparado para el fracaso y la dependencia. Da la vuelta a tus convicciones y libérate de la descripción del mundo que has recibido de adultos contaminados y de tantos maestros de desgracias que has conocido a lo largo de tu vida. Renuncia a tu fe en la enfermedad y la vejez. ¡Deja de mentir! Rebélate contra todo esto y sacúdete de encima todo este lastre. Endereza la espalda, mantén el cuelo largo y la cabeza alta, despréndete del peso superfluo, de la grasa y de la mentira. Me estaba hablando como si fuese obeso. La ofensa me quemaba, y sentí un sordo resentimiento, como si se estuviera produciendo una injusticia insoportable. En realidad pesaba poco más de ochenta y cinco quilos y no pensaba que este peso fuese excesivo para un hombre de mi estatura. Esta distancia aparentemente pequeña que se había creado entre el Soñador y yo se transformó en un dolor físico inefable. La divergencia de opiniones, las diferencias en la forma de pensar que normalmente existen entre las personas y que son aceptables, e incluso consideradas signo de independencia intelectual y fuerza de carácter, eran intolerables junto al Soñador, estaban proscritas. Me di cuenta de que ya me unían a él hilos invisibles. De repente, vi a nuestros Seres cruzar distancias estelares y entrelazarse lentamente. Nacido de lo invisible, emergió un ser mítico en forma de centauro que atravesó al galope mi imaginación. Por un momento, la criatura se perfiló contra un horizonte ancestral, como un recuerdo vívido del futuro, y reconocí al nuevo Ser, el arquetipo de la nueva especie, mitad hombre, mitad sueño. No sé por qué, pero inmediatamente sentí que debía expulsar esa imagen de mi mente. Una especie de pudor, un sentimiento inexplicable de culpa, me hacían sentir como si la hubiese robado o como si la estuviese espiando desde un escondrijo, igual que Acteón, que vio a alguien que no debió haber visto. Me daba miedo que me sorprendieran haciendo algo malo. Pero el Soñador pareció dar rienda suelta a mi imaginación. La pausa que siguió me dio tiempo suficiente para organizar mis pensamientos y restablecer al menos una pizca de mis viejas certezas. Tras cerciorarse con una larga mirada de que estuviese anotando con precisión cada una de Sus palabras, pronunció una frase que me atravesó como un puñal. 114
La Escuela de Dioses —La comida es muerte —anunció tajante. Antes incluso de que pudiera recuperarme de la sorpresa, añadió: »Tu cuerpo es la prueba de que la comida te hace chantaje. Tu envejecimiento precoz es demuestra tu falta de frugalidad, de inteligencia y de amor. Mientras hablaba, sus ojos me atravesaban de parte a parte. Inesperadamente, vi que mi expresión de espanto, cómicamente patética, le hacía sonreír. »La humanidad profesa una fe a la comida sólo equiparable a su lealtad a la muerte —
dijo con sarcasmo—. ¡Abandona estas supersticiones! —me exhortó. Nunca antes de entonces había oído hablar de la comida, y menos aún de la muerte, como de supersticiones. En el manuscrito de Lupelio se señalaban la ignorancia de uno mismo, las emociones negativas y la comida como las causas principales de la muerte, pero escuchárselo al Soñador representaba un desafío a todo aquello en que la humanidad había creído desde siempre, una ataque a sus convicciones más indestructibles. Me encontraba al borde de un abismo. Si alguna vez había sentido que pertenecía a un grupo en particular, a una facción especial del género humano, ahora estaba perdiendo mi condición de miembro. Sentí la desesperación inconsolable de una criatura expulsada de la manada, catapultado fuera de su propia naturaleza. Aparentemente, al Soñador le seguía divirtiendo mi confusión. Evidentemente, la consideraba una buena señal y, en todo caso, un estado más avanzado y productivo de mi estéril normalidad. Al poco, se intensificó la expresión de su rostro. »Come sólo una vez al día —repitió—. Sé frugal. Aquella petición me pareció tan completamente absurda, además de contraria al orden natural, que temí estar delante de un ser diabólico, o del diablo en persona. Mi padre, Giuseppe, me había contado muchas veces que durante los años de la guerra pasó mucho tiempo haciendo una sola comida al día, pero siempre se había referido a esta etapa como a un periodo de privaciones. Había oído hablar de prácticas y periodos de ayunos rituales, ascéticos y religiosos asociados a culturas y tradiciones en su mayoría arcaicas. Jamás había imaginado siquiera que semejante disciplina pudiese practicarla un hombre activo, inmerso en las ocupaciones y los ritmos de la vida de negocios moderna. Además, ¿con qué fin? El propio Ramadán musulmán, incluso en su forma más rigurosa, se limita a un mes, el noveno de su calendario. Me pareció injusto, cruel y hasta nocivo para la salud, que me exigiera esa clase de esfuerzo. Esta petición del Soñador me provocó un rechazo radical e inmediato. »Un día, cuando estés más preparado, sabrás que incluso una comida al día es excesiva. Los órganos del hombre no fueron creados para digerir alimento. 115
III. El Cuerpo —Entonces ¿para qué lo fueron? —pregunté consiguiendo a duras penas controlar mi voz, quebrada por la emoción. —Los órganos del ser humano, todos ellos, ¡fueron creados para soñar! Esta es su función natural —afirmó con dulce seguridad—. Cuando el cuerpo está en ayunas, el rostro se refina, la mente se mantiene lúcida, alerta, veloz… Las células lo agradecen y se regeneran. Se pone en marcha de ese modo un proceso de curación, un renacimiento del Ser, que se materializa primero en el cuerpo y después en el mundo de los acontecimientos— concluyó el Soñador. Escuché fascinando el relato que me hizo de antiguas escuelas de invulnerabilidad que conocían el secreto de un alimento más sutil que la comida. Los soldados macedonios, siglos antes de las conquistas de Alejandro, ya eran célebres por ser los guerreros de costumbres más frugales. Al mismo tiempo, eran los más temidos por su valentía y valor insuperables. El propio Alejandro, que soportabajunto a sus hombres todas las dificultades, también las mayores penurias, apenas comía, y sólo una vez al día. Su invulnerabilidad era legendaria; atravesaba indemne nubes de flechas mientras que sus conmilitones caían por centenares a su alrededor. »El secreto estriba en que los órganos, en ausencia de alimento, vuelven a desempeñar su función natural verdadera: ¡soñar! Y gracias al poder del Sueño materializan en la vida cotidiana todo lo que un hombre puede desear. Mientras sigas pensando que alguna parte de tu cuerpo puede merecer algo menos que la eternidad, estarás condenando a muerte a todo tu organismo. La sombra amenazadora que había oscurecido cada fibra de mi Ser al comienzo de su discurso sobre la comida empezó a disiparse. »¡Cuidado! —advirtió al notar que por fin se había abierto una fisura en mi comprensión—. Abstenerse de comer no significa ayunar. Te estoy hablando de hacer una sustitución. 6. Un mundo sin hambre —Cuando hayas dejado de creer en un mundo exterior que es la fuente de tu subsistencia, los niveles más bajos de la existencia dejarán de ser capaces de nutrirte y ya no podrás alimentarte de substancias groseras. Por medio de la elevación de la calidad del Ser, a través de una nueva forma de pensar, de sentir, de respirar y de actuar, una humanidad más responsable descubrirá una fuente alternativa de alimentación. Este alimento, que es el nutrimento verdadero, nace de nosotros mismos y volverá a estar disponible cuando sea la voluntad la que gobierne nuestra vida, y no la descripción del mundo. 116
La Escuela de Dioses De golpe, antes incluso de que aquella explicación me quedase clara, cesó mi diálogo interior conmigo mismo. Sólo quedó algo parecido a un sollozo, como el final de la rabieta de un niño. Después, hasta eso desapareció. Recordé los mitos de la antigüedad clásica y la creencia de los antiguos griegos en que la mesa de los dioses no abundaba el alimento de los mortales, sino el néctar y la ambrosía. Recordé que los hebreos del éxodo, hombres huidos en pos de la libertad, se nutrieron de un alimento recibido de las alturas. Imaginé lo inimaginable: una civilización sin comida. Un mundo sin hambre. En ese momento me di cuenta del inmenso espacio y del tiempo que ocupa la comida en nuestras vidas, de los recursos que consume. Convencidos de que sin tomar alimentos del exterior no podemos sobrevivir, perseguidos por el fantasma del hambre, sin darnos cuenta, hemos basado nuestras vidas en la comida hasta de ella una obsesión, una actividad sin descanso de proporciones planetarias. Me sentí abrumado al pensar en los miles de millones de personas que trabajan sin cesar para cultivar, producir, criar, comprar, cocinar, distribuir, consumir… y digerir. Me pregunté cuál sería el aspecto de las ciudades sin tiendas de alimentación, restaurantes ni supermercados. Tuve una visión apocalítpica de una vida con despensas desprovistas, refrigeradores vacíos y mesas desnudas… una vida sin almuerzos de negocios, sin cenas a la luz de las velas, sin vidas familiares marcadas por el ritmo de las comidas. ¿Qué podría llegar a llenar el abismo de tiempo y de espacio producido por su ausencia? »Da la vuelta a tu forma de ver la vida —sugirió el Soñador—. Piensa en todos los recursos que podrían destinarse a la belleza, al arte, a la música, al entretenimiento, a la búsqueda de la verdad y del conocimiento de uno mismo… Una sociedad libre de la comida sería una sociedad libre de la enfermedad, de la vejez, y de la muerte. En un mundo sin mataderos ni granjas, sin la necesidad de producir comida o cultivar campos, no habría delincuencia ni pobreza, ni guetos, ni guerras, ni conflictos… ni trabajadores sociales. Un mundo sin comida sería un mundo sin divisiones ideológicas, supersticiones o religiones. Sería un mundo sin niños muertos de hambre, sin orfanatos, sin tribunales, ni hospitales, ni cementerios. Un mundo donde los recursos podrían destinarse a cumplir el sueño más grande de la humanidad. Una vez derrotada la industria de la muerte y la economía del desastre, que son materializaciones de su miedo, el hombre puede reconquistar su derecho de nacimiento y alcanzar el objetivo supremo de su existencia: la inmortalidad física. Ahora podía levantar los ojos. Miraba al soñador. Me di cuenta de que durante todo el tiempo que había pasado luchando oponiéndome en mi interior a Su visión, había mantenido 117
III. El Cuerpo el cuerpo tenso y la cabeza baja, como si hubiese empleado todas mis fuerzas en mantener algo alejado de mí. »Una sociedad que dejase de creer en la comida, que se liberase de la necesidad de comer, se desprendería de la obsesión ancestral por el hambre y de sus terribles consecuencias, pero se enfrentaría a otro enemigo aún más implacable —dijo el Soñador—: el aburrimiento de no comer. Aunque la humanidad, tal y como es, se convenciera y abandonase la comida por ser una de sus costumbres más nocivas, tendría que hacer frente al abismo de tiempo que su eliminación excavaría en la vida de cada uno. Pensé que esta era la clave para comprender por qué, de todas las disciplinas y de toda la austeridad, la relativa a la comida siempre había sido la más insoportable y la más rehuida. Tanto, que en toda nuestra historia solamente los santos y los ascetas han sido capaces de arrebatar algún victoria a la comida, aunque a menudo sólo parcial y provisional. Compartí esta reflexión con el Soñador. —Hará falta una larga preparación y una nueva educación —dijo—. Una humanidad zoológica, aún temerosa del espectro del tiempo, convencida de la inevitabilidad de la muerte, no puede nutrirse más que de un alimento grosero, externo, mortal. Nutrirse del interior será la consecuencia natural de un modo distinto de pensar y de respirar, la transición evolutiva desde el hombre conflictivo gobernado por las emociones negativas al hombre vertical. —¿Y qué le ocurrirá a la economía? —pregunté—. ¿Cómo compensaremos la pérdida de una parte tan grande de nuestra actividad? —Eso que llamas economía es en realidad poco más que una actividad de supervivencia, incluso en los países más ricos. Se mantiene en pie a expensas de unos costes que ya resultan inaceptables. Una sociedad que reconozca la potencia creativa del pensamiento, su capacidad nutritiva, producirá bienes y servicios más elevados, tanto para el individuo como para la humanidad entera —anunció proféticamente—. Una sociedad soñadora, ligera, flexible, se dedicará a la educación de cada persona, al perfeccionamiento de cada una de sus células. Imaginé un ejército de hombres y mujeres dedicados a la actividad de reeducar una humanidad que ha olvidado su origen y su propósito. »Una revolución de esa clase no la pueden llevar a cabo las masas —afirmó el Soñador—. Es necesario educar a la humanidad individuo a individuo, célula a célula, hacer que se abra a una nueva visión, volverla capaz de rebelarse a su destino y de combatir dentro de sí misma contra el verdadero origen de todos los males: la creencia de que el exterior es capaz de nutrir, que cosas fuera de nosotros mismos puedan curarnos. 118
La Escuela de Dioses Estas supersticiones encuentran su expresión más conspicua en la industria de la alimentación y la farmacéutica. Después de olvidar el juego primordial, el hombre se convierte en el eslabón final de un ciclo productivo infernal. Igual que en un cuento macabro o en una película de horror, víctimas de un maleficio para el que aún se desconocen exorcismos, los seres humanos están condenados a pasar la mitad de su vida comiendo y la otra mitad curándose e ingiriendo fármacos. La misión suprema de la humanidad consiste en trascenderse a sí misma mediante el arte de soñar. Para ello hace falta reducir al mínimo la necesidad de comida. »Es un proceso de dentro afuera. Sólo una nueva educación podrá poner remedio a una falta de entendimiento tan gigantesca. En la visión del Soñador, con la desaparición gradual de la comida, desaparecerían también las enfermedades, la vejez y la muerte. »¡No temas anunciarlo! —me exhortó al notar que dudaba incluso si anotar en mi cuaderno estas increíbles revelaciones—. La transición será gradual, y ya está en marcha en las naciones más ricas. ¡La humanidad comerá cada vez menos!... Hasta que descubra que nada en un plancton infinito, que está rodeada de un alimento inagotable que le pertenece y por el cual no debe fatigarse ni luchar. —¿Será posible que el hombre llegue a vivir alguna vez sin comida? —No estoy hablando de vivir sin comida, sino de sustituirla. Cuando haya cambiado su forma de ver la vida, cuando haya dado la vuelta, como a un guante, a todo aquello en lo que ha creído hasta ahora, una humanidad más evolucionada podrá sustituirlo por un alimento más inteligente. Una vez libre de la necesidad hipnótica, de la dependencia de la comida, el hombre podrá elegir comer o no comer, pero será una opción. Las palabras del soñador me hicieron pensar en los dioses homéricos que, de vez en cuando, queriendo experimentar las alegrías y los pesares de los hombres, elegían rebajarse y descendían del Olimpo para transformarse en mortales o animales. Recordé que cuando me enamoré de Luisella, cuando el perfume de su juventud impregnaba cada molécula de mi existencia, pasaba días enteros sin sentir necesidad de comer. Le hablé al Soñador de la preocupación de Carmella y de su cómica desesperación al verme rechazar mis platos favoritos, y hasta los dulces de Navidad y los pasteles de Pascua. »Se trata de sustituir un alimento grosero por otro sutil, interno —dijo—. Todos los hombres serán capaces de hacerlo cuando dejen de estar gobernados por la descripción del mundo y pasen a estarlo por ellos mismos, por la propia voluntad… por el Sueño. —¿Y los enfermos de anorexia? 119
III. El Cuerpo —Los anoréxicos no son enfermos, sino los precursores de una humanidad más avanzada, más longeva. Son los auténticos rebeldes contra la industria de la muerte. —¿Y los que mueren de anorexia? —Nadie se muere de anorexia. No son más que víctimas de una medicina primitiva y de un entorno familiar que no está preparado para reconocer en estas personas a los precursores del hombre nuevo. En esta ocasión, como había hecho también en otras, el Soñador me habló largamente de los jóvenes, de sus peticiones de auxilio, de sus intentos vanos y desesperados de anunciar la nueva dirección y el nuevo éxodo a la humanidad obsoleta y adulta, o más bien, «adult‐
erada». »Tú, abandona las malas costumbres —me dijo—. ¡Sé frugal! Pero recuerda: hasta que no estés listo para semejante empresa, no se te ocurra ayunar o pasar una noche en vela. Seré yo quien te diga cuándo podrás comer un bocado menos o mantenerte despierto un minuto más… Te harán falta muchos años de trabajo… En realidad, en todo el tiempo que pasé junto al Soñador, jamás soporté ayunos ni practiqué la abstinencia, y nunca me habló de privaciones. Al contrario, siempre lo vi rodeado de prosperidad y abundancia. Para mí, la frugalidad fue un proceso lento y una consecuencia natural de pasar tiempo en Su presencia. Pese tener un contacto tan estrecho con Su filosofía, me hicieron falta muchos años y grandes esfuerzos para entender que en la visión del Soñador el alimento era solamente el signo, la expresión más visible de la dependencia del hombre respecto del mundo. »No es la comida lo que envenena al hombre, sino la convicción de que la necesita inevitablemente. Incluso los ascetas y los santos perdieron de vista el verdadero objetivo de la disciplina de la frugalidad, que no es eliminar la comida, sino emanciparse de su necesidad, superar la dependencia de ella. Objeté que, a fin de cuentas, nutrirse del interior seguía siendo una clase de dependencia. »Depender del interior, depender de uno mismo, no es depender —contestó—. ¡Eso es gobernar! Para el Soñador, quien no ha puesto en tela de juicio la idea de la inevitabilidad de la muerte es capaz de esconder el sabotaje que se hace a sí mismo tras prácticas de mejora personal, dietas, ayunos y prácticas extremas de todo tipo. Debajo de la cortina de humo de disciplinas religiosas y espirituales asociadas con el alimento y el sueño, el hombre oculta a menudo su tendencia a destruirse a sí mismo, su deseo de eliminarse. 120
La Escuela de Dioses »Descubrirás que templos científicos y organizaciones humanitarias, laboratorios farmacéuticos e industrias de la alimentación, sectas ascéticas, balnearios y centros de bienestar, escuelas de penitencia y austeridad, están, también e inconscientemente, al servicio de la muerte. También alimentan la economía del desastre, al tiempo que son alimentadas por ella. Debajo de su mensaje de bienestar, de felicidad y de longevidad, inconscientemente, persiste impertérrita la lealtad a la muerte a toda prueba y una actividad intensa y absolutamente entregada a su servicio. —Pero, ¿cómo es posible que no haya instituciones dedicadas sinceramente al beneficio de la humanidad? ¿Cómo no va a haber hombres capaces de inspirar y dirigir una revuelta contra todo tipo de dependencia? —pregunté angustiado. Me sentía como una criatura expulsada del universo, expuesta repentinamente al frío de un mundo desconocido y hostil—. ¿Qué hay de todos los salvadores que ha habido en las distintas épocas, de los héroes, de los santos? —Es verdad que los héroes, los santos y benefactores, igual que las instituciones a las que dieron lugar, están al servicio de la humanidad, pero de una humanidad autodestructiva —
respondió el Soñador—. Todos ellos son víctimas de su propia falta de comprensión, ignoran que del exterior no puede llegar ninguna ayuda o curación, y que sólo el individuo puede alumbrar una solución sanando su propia forma de ver las cosas, reconociendo que la verdadera causa de todas las calamidades está en sí mismo. En una sociedad más evolucionada, los filántropos y los benefactores desaparecerán o serán declarados proscritos, puesto que su errado altruismo, su filantropía equivocada, sólo puede perpetuar la pobreza y la enfermedad. Sanar el mundo significa sanarse uno mismo. Tu visión del mundo crea el mundo. Te puede parecer paradójico, fuera de toda lógica, pero el mundo es tal y como tú lo sueñas. Eres tú el que lo haces enfermar, eres tú el único responsable de los conflictos que lo devastan, de las calamidades, del hambre, de la criminalidad. ¡Reconquista tu integridad y el mundo sanará para siempre! 7. El mundo es como lo sueñas A partir de aquel momento, el Soñador me hizo tomar notas detalladas de principios y prácticas, de actividades y técnicas, aparentemente heterogéneas y dispares, pero que juntas configuraban una disciplina completa, un sistema. Como la línea del horizonte de un continente desconocido, de lo invisible veía emerger el contorno de una cosmogonía única y fascinante. Pasé algunos días estudiando en la imponente biblioteca de Mas Anglada, donde encontré y consulté preciados volúmenes para comprender La escuela de dioses. En particular, 121
III. El Cuerpo pedí al Soñador que me explicase los dibujos y las fórmulas que había encontrado en el manuscrito. Lupelio sostenía que el cuerpo y el espíritu eran una sola realidad indivisible, y veía en el cuerpo el creador de todo lo fenoménico, desde un microbio hasta Dios. Debo precisar que el uso del término «espíritu», o a veces «alma», responde a una intromisión mía a fin de facilitar la comprensión al lector. El Soñador no los empleó jamás. Cuanto más aprendía acerca de las teorías de Lupeliosobre la comida y del cuerpo, mayor era mi conmoción y más rehuía las implicaciones extremas de sus postulados. Algunos de los planteamientos más indefendibles del monje guerrero se clavaron en mi mente como astillas de irracionalidad que me atormentaban. Tenía que hablar de ello con el Soñador, y tuve la ocasión en la tercera noche, cuando me invitó a visitar las bodegas de su majestuosa residencia. El orden en el que había dispuesto los vinos, clasificados por países, por calidad y por año, era supremo. Jamás hubiera siquiera imaginado que existiese una colección tan vasta y completa. Mientras degustábamos uno de sus mejores vinos junto a la chimenea, el Soñador preguntó cómo iban mis estudios y si había descubierto algo importante. Le hablé de las partes más difíciles e insostenibles de las teorías de Lupelio acerca del cuerpo. En particular, me referí a un diálogo entre Lupelio y uno de sus discípulos que me preocupaba especialmente por versar sobre el modo en que el cuerpo y sus órganos pueden crear el mundo. En cuanto mencioné la cuestión, me di cuenta de que no estaba preparado para oír lo que me iba a responder. Hubiera querido salir de allí. Cuando entendí que ya era demasiado tarde y que no tenía escapatoria, mi corazón empezó a batir con fuerza en previsión del peligro inminente y sentí como si unas tenazas metálicas me estuviesen apretando la cabeza desde las sienes. Era incapaz tanto de aceptar una visión tan fantástica como de rechazarla y obviar lo que el Soñador me estaba explicando con tanta autoridad. Volví a sentir mis pensamientos al borde de un precipicio. —Entre Sueño y la realidad no existe ninguna distancia ni división. Igual que no existe distancia alguna entre ser y haber, entre creer y ver —declaró el Soñador—, lo que el hombre sueña, ya es realidad. Sólo le hace falta un poco de tiempo para volverlo visible. Sueño + Tiempo = Realidad »El Sueño se manifiesta a través del tiempo. Es nuestra percepción limitada la que necesita tiempo para ver. El tiempo es para el hombre un barniz mágico que revela aquello de de otro modo hubiera seguido siendo invisible a sus ojos.Detrás de todo lo que ves y tocas debe haber un Sueño que lo haga existir. Un mundo maravilloso, igual que uno de dolor, debe ser soñado para llegar a ser. El Sueño es lo más real que existe, y detrás del Sueño está el cuerpo, nuestras células, nuestros órganos… ¡sueñan! —concluyó el Soñador. 122
La Escuela de Dioses —Pero si el cuerpo posee esta capacidad de soñar y de crear el mundo, ¿cómo es que no logro cambiar un milímetro en la dirección que quiero? —pregunté, desahogando mi frustración. Su mirada voló lejos de allí, más allá de los grandes candelabros de plata y de los muros centenarios de Mas Anglada. Quedó absorto durante bastante tiempo, el mentón apoyado sobre la palma de la mano izquierda y, al cabo, dijo: —No existe un mundo objetivo, fijo, igual para todos. El mundo es como tú lo sueñas. Incluso lo que te parece negativo y destructivo, no es más que el reflejo de un sueño conflictivo. —¿Y si uno quiero cambiar las cosas que no van bien? —¡Cambia el Sueño! Es imposible salir del carril de la rutina repetitiva y la recurrencia sin cambiar antes el Sueño. Tienes que abandonar tu forma destructiva de soñar. Tienes que soñar un sueño nuevo, aprender a soñar de un modo diferente en que el poder de la voluntad domina, el poder del amor crea y el de la certeza vence. Sé más sincero, más franco contigo mismo y comprenderás que detrás de tu falso deseo de querer cambiar tu vida se oculta el propósito secreto de perpetuarla tal y como es. El mundo es como es porque tú eres como eres. 8. Sin guerra en el interior no hay guerra en el exterior —El mundo es el Sueño materializado. Tus pensamientos crean tu realidad personal. El Soñador me estaba hablando mientras hacía series de ejercicios y pasaba de una a otra de las sofisticadas máquinas de su gimnasio. El local ocupaba la cima de una torre antigua que dominaba la inmensa finca de Mas Anglada. A través de los ventanales, los siglos de quietud de colinas y viñedos contrastaban con el silencioso equipamiento y los destellos reflejados por el acero. Una amplia claraboya enmarcaba una vasta porción de cielo recorrido por leves cirros. —Entonces, todos sueñan y todos crean el mundo. —¡Sí! El propio mundo. —¿Y qué hay de la contaminación del planeta, de los conflictos, de la delincuencia? —Todo eso es también parte de tu realidad personal. ¡El mundo es tan sano o tan enfermo como lo seas tú! Sólo tú puedes contaminarlo obstruyendo, abotagando tus propios órganos. ¡Hasta aquellos que contaminan sus cuerpos, crean! Esos inventan un mundo degenerado, las circunstancias y los acontecimientos que son el reflejo de sus cuerpos enfermos, pero, por encima de todo, de los estados de su Ser y de sus pensamientos. Los pensamientos siempre son creadores, sean del nivel que sean. El pensamiento es parte de tu forma de soñar y el instrumento básico para dar forma al propio destino. 123
III. El Cuerpo —¿Y qué hay de la pobreza y la guerra? —pregunté, abrumado por la idea de una responsabilidad tan grande. —El sufrimiento, la pobreza y todos los conflictos del mundo, las persecuciones y las matanzas son estados soñados, oscuramente deseados por una humanidad que ha contaminado gravemente su Ser y que no conoce el poder del pensamiento. —Mientras usted y yo estamos hablando, cientos de fábricas por todo el mundo están produciendo y almacenando arsenales de armas que alimenten conflictos en el planeta y que incluso puedan llegar a destruir a la humanidad. ¿Cómo podemos protegernos de semejante poder destructivo? —Apártate de toda clase de hipnosis, dependencia y superstición. Desconfía del conocimiento, de las fantasías y de las profecías de todos. No existe poder ajeno a ti capaz de destruirte. Nada puede suceder fuera de ti sin tu consentimiento. El mundo de los acontecimientos y de las circunstancias depende totalmente de ti. Si alcanzas la integridad, la unidad del Ser, entonces el mundo estará a salvo. No te preocupes por el mundo, preocúpate por ti mismo. Esa es la única forma de ayudar. Si no hay guerra en el interior, no hay guerra en el exterior. Esto es ley. El Soñador tomó una toalla cuidadosamente doblada de una pila, se secó la cara y se la colgó al cuello como si fuese un pañuelo precioso, cruzando sus extremos sobre el pecho con un gesto elegante. »El hombre que aprenda a gobernar su propio cuerpo es capaz de gobernar el universo —dijo. Fue entonces cuando levantó los ojos y me miró fijamente, durante largo tiempo y sin parpadear. Mis pensamientos se desvanecieron uno detrás de otro, cada vez más deprisa, hasta que mi mente quedó completamente vacía. »¿Recuerdas los años que pasaste en California? ¿Te acuerdas de aquel amigo tuyo de San Francisco? —preguntó, sin apartar los ojos de mí. No necesitaba más información. Sabía perfectamente a quién se refería. Era sorprendente que me viniese a la mente Corrado sin la menor vacilación. Habíamos sido grandes amigos durante el tiempo que viví en San Francisco. Músico magnífico y jovencísimo, se enamoró perdidamente de una bailarina del vientre y se casó con ella. Aparte de esto, por más que rebusqué en mis recuerdos no encontré nada que pudiese justificar una conexión tan inmediata con la idea que el Soñador me estaba transmitiendo, a saber, que todo hombre es inventor de su propio mundo, creador absoluto de cada uno de los sucesos de su vida. 124
La Escuela de Dioses Los detalles de un recuerdo lejano se hicieron cada vez más claros y empezó a tomar forma una curiosa historia. Corrado siempre había sentido una afinidad natural con los afroamericanos. Solía imitar su forma de hablar y de comportarse, su actitud y su modo de andar indolentes. Amaba su cultura y adoraba su música, que consideraba por encima de cualquier otra. Frecuentaba sus locales, incluso sus iglesias. Cada vez que se cruzaba con un negro por la calle aprovechaba la ocasión para mostrar con un guiño, un saludo o un intercambio de bromas cuán cercano se sentía a su raza. Arrastró incluso a su mujer hacia esta obsesión suya tan particular. Tenían amigos negros, parejas con las que salían a los restaurantes y las discotecas preferidas por la población negra de San Francisco. Una noche, Corrado y su mujer iban de camino a casa cuando fueron atracados y golpeados con saña por una panda de negros que, aparentemente, lo hacían sin motivo, ni siquiera para robarlos. La paliza fue tan grande, sin embargo, que ambos tuvieron que pasar varios días en el hospital. Aún recuerdo la rabia con que lloraba Corrado al relatarme lo ocurrido. El Soñador me estaba observando, obviamente buscando alguna señal de comprensión por mi parte, pero los segundos pasaban deprisa sin que yo vislumbrase siquiera una conexión. Sabía que Él opinaba que el grado de responsabilidad de los músicos y de los artistas en general era bajo. Para el Soñador, el mundo de la bohemia era frágil e irresponsable. Incluso los artistas más célebres, aquellos a los que la humanidad ha consagrado como geniosde la historia, son dependientes en realidad de su arte, hombrecillos asustados por el descubrimiento insoportable de que el individuo es el creador de su propia realidad, el Artista supremo, el origen de todo lo que tocamos y vemos. Ni los estetas ni los artistas han reconocido la razón de su existencia y se entregan con gusto a algo que no es sino un mero destello del Sueño del que proviene. En lugar de utilizar el arte como un puente entre el hombre y el Sueño, una vía para tocar la parte más interior de sí mismos, se habían aferrado a ello y lo habían divinizado, agravando así el estado de dependencia del mundo que ha regido toda su vida. Un hombre que esté en camino hacia la totalidad del Ser, que haya alcanzado un grado de libertad superior, no puede seguir llevando la vida del artista. Cuando entiendes que es el artífice, el creador del mundo, no puedes seguir pintando ni componiendo. Abandonas ese instrumento que es el arte como un cojo se desprende de sus muletas cuando vuelve a andar. Para el Soñador, la libertad de toda dependencia, de toda esclavitud, era el significado mismo de la vida. Los papeles que interpretamos, todos ellos, son prisiones que hay que trascender y abandonar. 125
III. El Cuerpo Ni siquiera estas reflexiones me estaban llevando a ninguna parte. Corrado era músico profesional. Para vivir, dependía ciertamente de la música. Yo seguía sin encontrar la conexión que había llevado al Soñador a evocar el recuerdo. —Aquel incidente es la vida, que llega con violencia, pero al mismo tiempo con compasión, para hacerte ver lo que no quieres ver, para hacerte tocar lo que no quieres tocar, de tu Ser. No existe más criminalidad fuera de nosotros que la que nosotros mismos proyectamos —intervino el Soñador en aquel punto, considerando inútil seguir esperando el improbable fruto de mis conjeturas—. Aquel incidente permitió a tu amigo reconocer su mentira, su racismolatente, superar su conflictividad, la violencia que uno siempre había llevado dentro y, finalmente, librarse de ella. El Soñador mencionó otros aspectos de la vida de Corrado presentándolos como distintas facetas de la misma enfermedad: la hipocresía de engañarse uno mismo. Hasta su apresurado matrimonio había estado determinado, no por un sentimiento real hacia aquella mujer, sino por su deseo de permanecer en los Estados Unidos y de convertirse en ciudadano americano. Se detuvo. Cambió los pesos de la máquina que estaba utilizando y ajustó el programa en el sistema de la computadora para continuar ejercitándose. Yo lo miraba atónito. Estaba seguro de que nunca le había hablado de Corrado. No acertaba a imaginar cómo podía conocer esos detalles de la vida de un amigo mío al que yo mismo hacía años que no veía y con el que apenas había mantenido el contacto. Entretanto, el Soñador terminó sus ejercicios. —¡Ya está! —dijo, atándose el cinturón del kimono con la majestuosidad y la elegancia de un ritual marcial—. Eso que se oculta en los pliegues del Ser de uno, esa mentira que tapa y oculta el egoísmo, los prejuicios, la vanidad y el odio entre las razas, construye ese suceso y es la verdadera causa de todas las atrocidades del mundo—. Su tono era el de un científico que estuviera anunciando el descubrimiento de un virus al que hubiera perseguido hasta los confines de la existencia. »El sufrimiento, la pobreza y todas las calamidades son estados soñados, deseados oscuramente y proyectados de manera inconsciente. Son la materialización, ampliada con pantógrafo, de las sombras y los monstruos que alberga la oscuridad del propio Ser. Hoy, si ha aprendido la lección, seguramente será un hombre más sincero, más libre —dijo para concluir—. Con el paso del tiempo reconocerá su mentira y, un día, podrá incluso sanarla. Pensé en ese canto de dolor que la humanidad recita de continuo, esa plegaria de desdichas que el Soñador me había hecho escuchar y reconocer dentro de mí. Por fin entendía la vital importancia que daba al estudio de uno mismo, a la atención vigilante e implacable a 126
La Escuela de Dioses los propios estados, a la autoobservación, que, como un rayo de luz, impedía a cualquier monstruosidad anidar en el Ser. Observarse a sí mismo es corregirse a sí mismo Recordé sus aforismos: «Los estados interiores y los acontecimientos son lo mismo… La visión y la realidad son lo mismo... Tu pensamiento es tu destino… El mundo es como es porque tú eres como eres…», y también, entre los más sorprendentes, aquel que decía «la vida es como un chicle, y adopta la forma de tus dientes», y reconocí el hilo de oro que los conectaba como expresiones diferentes de un mismo mensaje; un mensaje que era la condensación de todas Sus enseñanzas y, al mismo tiempo, la última frontera al que la inteligencia humana había osado acercarse. En un momento de lucidez, durante una fracción de segundo, una verdad se presentó en mi mente tan poderosa y luminosa como el anuncio de un pantocrátor: ¡el mundo es un espejo del Ser! Un rayo láser perforó las capas sedimentadas de mi descripción del mundo… «Vi» que toda molécula está milagrosamente conectada a todo lo demás, y que ese «todo» es una entidad personal, subjetiva. »Tú eres el único obstáculo a la transformación del mundo. ¡Cambia, y verás que el mundo cambiará ante tus propios ojos! El más pequeño átomo de claridad, de libertad, de ausencia de muerte, tomará forma en el mundo y lo liberará de todo mal. Entendí científicamente, sin parafernalia moral o metafísica, la importancia de conocerse a sí mismo, de trabajar sin descanso para elevar el propio Ser. »Todo viaje que haya emprendido alguna vez el ser humano, ya ha sido histórico o mítico, y todo éxodo, haya sido real o legendario, se ha dirigido siempre a un solo fin: ¡conocerse a sí mismo! Conocerte te hace dueño de ti mismo y amo del mundo. 9. El pensamiento es el Destino —Si el hombre reconociera el poder creativo del pensamiento, si persiguiese la belleza y la armonía con la misma determinación durante tantos años como ha dedicado a la pobreza y al sufrimiento, sería capaz de transformar el pasado y su propio destino. De ese modo, el mundo sería un paraíso en la Tierra. Sentí la eternidad que latía dentro de estas palabras. Una vez extraído el tiempo de la ecuación entre visión y realidad, entre estados y acontecimientos, entre ser y tener, quedaba al descubierto la naturaleza indivisible de los opuestos, la unidad oculta tras los conflictos aparentes. 127
III. El Cuerpo —Si los pensamientos de un hombre crean su universo, su realidad personal, ¿cómo puede cambiarlos? —Puedes mejorar y controlar la calidad de tus pensamientos solo si sabes cómo elevar la calidad del Ser. Para hacerlo, tienes que estudiar y trabajar dentro de una Escuela especial y aplicar en ti mismo sus enseñanzas y sus ideas. El hombre, tal y como es ahora, es incapaz de «hacer» hasta que, mediante enormes esfuerzos no haya comprendido que todos los males del planeta y sus propias desgracias personales no son más que la dramática consecuencia de su pensamiento destructivo y de sus actitudes negativas. Mientras que la humanidad se crea gobernada por circunstancias y sucesos externos, jamás podrá reconocer el verdadero origen de toda la violencia del mundo. El mundo es tu espejo. Todo lo que viene del mundo exterior respira con tu propio aliento, todo está tan vivo como lo estés tú. No hay nada en el universo que no sea tú mismo. El pensamiento es el Destino. Estas palabras resonaron en mi interior, inesperadas y salvajes como un vagido, con un clamor mayor que el de cualquier himno, más poderosas que el lema de cien revoluciones. Ningún acontecimiento me hubiera parecido tan devastador, tan transgresor como el hecho de franquear aquella línea sutil, un nuevo umbral en el camino de la humanización. Estaba contemplando con los ojos abiertos de par en par el éxodo de una especie todavía zoológica, el paso evolutivo de raza homínida a una humanidad dotada de una verdadera psicología, libre de conflictos, de dudas y de miedos. »Hay un cuento que todo el mundo conoce como “La bella durmiente del bosque” —
anunció. El brusco cambio de asunto me tomó por sorpresa. Mi atención se aguzó casi hasta el espasmo—, pero su título verdadero es “La bella en el bosque durmiente” —reveló en un susurro. Esta aparente minucia encerraba la misión que más adelante habría de confiarme. El bosque durmiente es el mundo como nos ha sido descrito, flagelado por la pobreza y los conflictos, encerrado en un sueño hipnótico. La bella es el despertar de la voluntad, el despertar del Ser. El Sueño. La Escuela que pronto habría de fundar permitiría a una nueva generación de jóvenes dar la vuelta a los viejos paradigmas y llegar a una nueva visión de la realidad. »La única ayuda que puedes prestar a los demás es despertar tú mismo de ese sueño —
dijo el Soñador aquella noche. Su tono era inusualmente tranquilo, Sus palabras, tiernas como dátiles al sol. Saboreé con todo mi Ser su dulzura leñosa. Aquel periodo en su compañía, inesperadamente largo, estaba a punto de concluir. Vacilaba la luz de los últimos candelabros. La espléndida estancia de Mas Anglada, con su refinada decoración, las obras de arte y la plata resplandeciente, empezaba a desvanecerse 128
La Escuela de Dioses lentamente en la sombra. Junto al Soñador me había sentido durante días el único y frágil vínculo entre el mundo de la integridad y el hombre. Ahora, en silencio, lo observaba, inmóvil en el tiempo, Sus ojos entrecerrados, el cuerpo erguido hacia lo alto. Cuando habló de nuevo, Sus palabras penetraron en mí con el encanto de una visión profética. »La humanidad está cambiando de piel lentamente. Un día dejará de rebuscar entre las sombras del mundo, dejará de venerar la comida, la medicina, el sexo, el sueño y el trabajo. Crecerá en su conciencia el valor de la frugalidad hasta alcanzar la integridad del Ser, que marcará el fin de la pobreza, de las calamidades, de todo conflicto. Hará falta tiempo… porque la humanidad es tiempo. ¡Por ahora estudia, obsérvate y conócete! Y un día asistirás al espectáculo más grande del mundo: ¡tu propia integridad! Habiéndome despedido del Soñador, nada me retenía ya en Barcelona. Aquella misma noche tomé el primer vuelo de regreso a Nueva York. Durante todo el viaje recapitulé cuanto había escuchado en aquellos días extraordinarios vividos en su compañía. Mi cuerpo seguía vibrando con una sensación que nunca antes había sentido: un estado de completud, de orden, de celebración. El universo entero respiraba con mi aliento. Todo estaba conectado con todo y nada había separado. Capítulo IV La ley del Antagonista 1. La carrera «El cuerpo no puede mentir… Tu cuerpo es el de un viejo». El eco de estas palabras del Soñador resonaba en mi mente, renovando el dolor de su primer impacto. «A mi lado no hay sitio para los ancianos». Aquellas palabras crueles que habían quebrado la gruesa costra de mis defensas invadían ahora mis tejidos vivos. Sentía que su poder explosivo me despedazaba y transformaba, desbaratando mis costumbres y dando la vuelta a mis actitudes y creencias. Me dolían especialmente, como espuelas afiladas, las cosas que me había revelado al final de nuestro encuentro: «Los órganos sirven para soñar… El cuerpo crea el mundo… También crea el que contamina su cuerpo… crea un mundo contaminado… Cuando enfermas, el mundo enferma… El mundo está tan enfermo como tú lo estés… Todo está conectado. Nada hay separado». Del Soñador había aprendido que el destino de un hombre, y todo lo que tiene, está ligado indisolublemente a la salud de su cuerpo. Más adelante, impulsado por estas
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IV. La ley del Antagonista revelaciones, habría de llevar a cabo investigaciones en el campo de la economía y los negocios que me llevarían a descubrir que también el destino financiero de un hombre depende de su integridad física, de lo impecable de su cuerpo. Las grandes empresas, las grandes fortunas, los imperios industriales, igual que las naciones y las civilizaciones, se forman y prosperan, enferman y mueren, con sus líderes, son sus fundadores y artífices. «Una pirámide organizativa está unida al aliento de su líder. Un hilo de oro conecta su imagen y destino personales con el de su organización y el de sus hombres. Su ser corporal coincide con su economía, como ocurrió a los grandes soberanos. El Rey es la tierra y la tierra es el Rey.» No podía seguir rehuyendo un mensaje tan directo y crucial. Por ello decidí apresurarme a dar los primeros pasos en la dirección indicada por el Soñador y combatir mi decadencia física. Me impuse un régimen de entrenamiento físico que comprendía tanto la dieta como la respiración, tanto el sexo como el sueño, conforme a las orientaciones que había recibido durante la estancia en Mas Anglada. Examiné todas las opciones y preparé un plan de acción con el que propinar un golpe decisivo a mi existencia, pero las dificultades demostraron ser insuperables. La sola idea de cambiar de costumbres, de hacer esfuerzos físicos o cualquier tipo de sacrificio, bastaba para que brotasen en mí fuerzas de resistencia de distinta naturaleza que llegaban a provocarme repulsión. Sólo pensar en aquella clase de austeridad hacía que se alternasen estados de ánimo contradictorios que peleaban entre sí. Prestar atención a esta clase de reacciones hizo que aflorase, como en la pantalla de un radar, el trazado de accidentada orografía interior: las montañas de la rigidez, las empinadas pendientes de las dudas, los abismos insondables del miedo, los desiertos de la incomprensión y la soledad. Fue así, estudiándome y observándome, como llegué a localizar la parte de mí que más se oponía a la idea de cambiar y más sufría ante ella. Y allí, donde sentí el nudo, hundí la espada de la voluntad. Aquel día comenzó la lucha, un desafío mortal, una guerra santa entre yo y yo mismo que habría de durar años. Aquel invierno fue uno de los más crudos de la, por lo demás, extravagante historia meteorológica de Nueva York. Cubierta de una espesa manta de nieve, barrida por vientos polares, la metrópoli parecía haber sido transportada por arte de magia a un país ártico en que niños gigantes hubiesen transformado los rascacielos en toboganes de hielo. De madrugada, antes de encontrar el valor necesario para salir a correr, abrí unas rendijas entre las lamas de la persiana veneciana y espié el tiempo. Tenía suerte. Desde el piso diecisiete, con vistas al East River y a la ciudad, podía obtener información de primera mano sobre el estado del tiempo. A 130
La Escuela de Dioses la mayor parte de los neoyorquinos, para echar un vistazo al exterior y decidir qué ponerse, no les quedaba otro remedio que encender el televisor y usarlo como una ventana electrónica. Hacía semanas que Manhattan, con su horizonte de pináculos y agujas nevadas, era un blanco universo gótico sellado en una bola de cristal. La voluntad flaqueaba ante semejante estampa. Cada mañana era una nueva batalla. Con el sonido del despertador, al pensar en correr bajo el frío polar, comenzaba a librar una lucha épica con mi físico, degradado y perezoso, que no quería oír hablar de cambios. Echado a perder después de años de abusos y desatención, mi cuerpo se oponía a cualquier intento de interrumpir o frenar su degradación. Ante la amenaza de la carrera, mostraba su verdadera condición. Sólo hoy, tras el paso del tiempo, me doy cuenta de lo imposible de aquella empresa, en todo parecida a los intentos del barón de Münchhausen por sacarse a sí mismo del pantano tirando hacia arriba de su peluca. Sólo la voz del Soñador, el recuerdo de sus palabras, sostenían mi determinación y mis fuerzas. Para poder avanzar un solo milímetro hacia la integridad, hace falta dar la vuelta a nuestra visión del mundo. Es un esfuerzo enorme. Sin embargo, no existe mayor bendición. La conquista de ese milímetro de eternidad es capaz de engullir océanos en el mundo de los acontecimientos. El programa que me había impuesto requería dar una vuelta a la carrera alrededor de la isla y volver a tiempo para prepararme, desayunar con Luca y Giorgia y hablar con ellos un poco antes de se marchasen al colegio, pero la tentación de quedarme en la cama y dejar que fuese Giuseppona la que se ocupase de los niños estaba siempre al acecho. Muchas veces me pregunté de dónde venía aquella voz que todas las mañanas intentaba disuadirme. «En el fondo —me decía— con un tiempo como este, ¿quién podría reprocharte que volvieses a la cama? ¿Acaso no has hecho ya más de lo necesario? No pasa nada por no salir a correr un día.» Y así, siempre. Otras veces, ir a la cama demasiado tarde o tener que tomar un avión temprano se convertía en la excusa del día para eludir aquel compromiso. De ese modo, cualquier circunstancia intentaba infiltrarse entre por las grietas de mi determinación, procuraba acreditarse como una buena excusa para interrumpir y abandonar la disciplina que me había impuesto. Aquella voz interior me exasperaba, cualquier que fuese origen. Me hubiera gustado acabar con esa presencia acechante, siempre lista para sabotear mis propósitos, pero se trataba tan sólo de la punta del iceberg. Gracias a la disciplina de salir a correr, luchando contra mi propia resistencia, enfrentándome con mis costumbres, estaba aflorando la parte más desconocida, más oscura, del Ser. 131
IV. La ley del Antagonista «Recuerda… Nada es exterior… ¡Tú eres el único obstáculo a tu evolución! —me había dicho el Soñador muchas veces—. No existe dificultad ni límite que no tenga su origen en ti.» Pero para «comprender» estas palabras, para convertirlas en la linfa vital de mi cuerpo, habrían hecho falta años. Tuve que rebajarme, caer y resurgir miles de veces; tuve que morir y renacer antes de aprender a bendecir cualquier dificultad con que me encontrase a lo largo del camino y reconocer que el Antagonista es sólo interior. Para justificar su destino mortal, su vida infestada por acontecimientos desastrosos, el hombre se convence de que hay fuerzas ajenas a él que le ponen obstáculos, que son la causa de todos sus males. Se lamenta, se excusa y acusa a los sucesos, a las circunstancias externas, a los demás, sin siquiera sospechar que el mundo es su imagen reflejada, y que, como sucede con los espejos, no es posible cambiarla sin cambiar uno primero. No recibirás ayuda de ningún lado. Tienes que emprender tu propia revolución individual Basada únicamente en ti. Si alguna vez las enseñanzas del Soñador tuvieran que ser condensadas en un método, si hubiera que configurar algún día una doctrina o un nuevo sistema filosófico, lo que el Soñador llamaba «poner zancadillas al comportamiento mecánico» ocuparía un lugar especial. Para el Soñador, una zancadilla a lo mecánico consiste en tender una emboscada a nuestras rutinas y hábitos recurrentes, un autoengaño, un truco para rodear las férreas defensas tras las cuales protegemos costumbres calcificadas y viejos esquemas mentales. Sólo con el paso del tiempo, con el transcurso de mi aprendizaje, llegaría a entender que el beneficio de salir a correr no radicaba tanto en el ejercicio físico ni en soportar el cansancio, sino en representar una «zancadilla», una estratagema para trastocar un orden mecánico hecho de rutina e indolencia. Correr me ayudaba a suspender, aunque fuera sólo por espacio de unos minutos, el flujo oscuro de mis pensamientos, a golpear hasta hacerla pedazos, esa descripción mezquina y luctuosa del mundo que el hombre llama realidad. Correr abría una grieta en este orden carcelario. Mediante aquel esfuerzo físico, un hálito de libertad penetraba en la prisión del tiempo y aflojaba los grilletes de mi esclavitud. Como un océano dispuesto a llenar cualquier cavidad de su seno, decidido a no permitir vacío alguno, el mundo se rebelaba y ponía a formar a todo un ejército de circunstancias con el fin de sofocar aquel pequeño espacio que se había vuelto su enemigo mortal, una especie de transgresión intolerable de las leyes naturales del planeta. Sólo recordar al Soñador, practicar Su presencia, me sostenía y me suministraba una energía prodigiosa. 132
La Escuela de Dioses En aquel tiempo me ayudó, si no la voluntad, sí al menos una buena dosis de obstinación. Me obligué a creer en la absoluta necesidad de aquel esfuerzo y, sin ninguna explicación racional, puse la carrera matutina por encima de cualquier otra prioridad, como si toda mi vida dependiese de ella. «Primero, lo primero», así llamaba el Soñador a la actitud de fijarse las prioridades correctas y de recordar qué es lo primero para no perder el rumbo nunca. Ahora sé que aquella hora de la mañana robada intencionalmente a la rutina, era un espacio de poder, un punto de apoyo sobre el que hacer palanca para cambiar el mundo. Un hombre que apunte a las alturas, impecablemente empeñado en mejorarse, puede mover montañas, encontrar soluciones a situaciones aparentemente inextricables, transformar la adversidad en acontecimientos de orden superior. 2. El guardián de la calle Cuando pienso en aquel periodo, vuelvo a verme pasar por delante de la portería principal del edificio donde vivía, en Roosevelt Island, encapuchado y acolchado como el muñeco de Michelín. Las medias sonrisas de los vigilantes, iluminados por la luz violácea del monitor, y aquel movimiento de cabeza suyo en señal de irónico disentimiento, eran la primera reacción del mundo a mi temeraria aventura matutina. Solamente ahora soy capaz de ver que su actitud no era más que el reflejo especular de mis resistencias y de mi incomprensión de entonces. Entre las enseñanzas que recibí del Soñador, una en particular había asediado mis convicciones y derrumbado con la fuerza de sus golpes de ariete los bastiones de mis certidumbres. El mundo es como es porque tú eres como eres. El mundo es la imagen fiel de nuestros estados. ¡Aquellos guardias eran mi reflejo! Bajo sus sonrisas burlonas, detrás del escepticismo de Jennifer, de los comentarios de los colegas del trabajo y de las reacciones de cuantos conocían de esta empresa matutina mía se escondía la misma fragilidad. Detrás de estas actitudes asomaba mi falta de determinación, las dudas y la insinceridad que puntualmente «los demás» me devolvían en forma de muecas que me hacía a mí mismo en el espejo del mundo. ¡No lo olvides jamás! Nada es exterior a ti. El mundo que ves y tocas no es más que un reflejo. Respira con tu mismo aliento: Vive si estás vivo y muere cuando mueres. 133
IV. La ley del Antagonista Sin las enseñanzas del Soñador, habría seguido viendo en ellos a guardas jurados, pobres diablos que se ganaban la vida así. Al salir y al entrar a casa habría respondido a su saludo y todos los días me habría reflejado en su sarcasmo, en su escepticismo, sin llegar a imaginar que no eran en absoluto porteros, ni siquiera hombres. Eran terminales, receptores de alta fidelidad, órganos sensoriales del mundo. El hombre no tiene dónde esconderse. ¡El mundo lo sabe! ¡El mundo te delata! Fueron esta clase de ideas las que a lo largo de los años fueron calando en mí y transformándome. En cada instante puedes evolucionar o degradarte. ¡De ti depende! Cada uno de tus pensamientos, de tus actitudes, cada palabra o mirada, la más pequeña contracción de tu rostro, comunica al universo entero tu nivel de responsabilidad, tu grado de libertad. Esto es lo que, milagrosamente, te coloca donde estás, es esto lo que determina tu destino, tu economía, tu papel en el teatro de la existencia… Me imaginaba un universo que lo supiese todo acerca de mí, un aparato compuesto por un sinfín de sensores, actualizado «en tiempo real» a partir del más pequeño movimiento del Ser, de la calidad de nuestros pensamientos, de nuestros estados. Si estuviésemos atentos a estos indicios, como si interpretásemos el vaticinio de un antiguo arúspice, podríamos conocer quiénes somos, qué cosas nos está permitido conocer, qué podemos hacer y qué no, qué podemos poseer y lo que debemos perder. Día tras día, sin faltar jamás a mi cita con la carrera diaria y conmigo mismo, recordando y reforzando mi propósito, me iba desprendiendo de la escoria de toda una vida. El tam‐tam de la existencia estaba transmitiendo al universo mensajes nuevos. Su batir propagaba la noticia de que otro hombre estaba había osado fugarse. Su temerario intento por evadirse del horror de lo ordinario se había puesto en marcha. 3. Los muros Las primeras veces que intenté dar una vuelta completa a la isla, el esfuerzo fue heroico. Incluso después, cuando ya estaba más entrenado, vencer el cansancio fue un elemento con el que constantemente tuve que luchar, sobre todo en algunos momentos de la carrera. Noté que las dificultades y la molestia del esfuerzo no crecían en progresión lineal, 134
La Escuela de Dioses geométrica, como hubiera sido previsible, sino que parecían balancearse con una especie de movimiento ondulante. En todas las carreras sentía alternarse momentos de liviandad, de casi ausencia de esfuerzo, con otros de penalidad insoportable. En estas fases críticas, era como si se levantasen auténticos muros, barreras que sólo podían ser superadas con enormes esfuerzos. Una parte central de mi aprendizaje con el Soñador me había enseñado el minucioso trabajo de la autoobservación, de la atención constante a los estados interiores, a los pensamientos, a las sensaciones, a las emociones y a todo lo que pareciera atraerme o provocarme repulsión. Observándome incluso en los momentos de falta de energía, había notado que los instantes críticos eran siempre los posteriores al surgimiento de un muro psicológico, de una sombra que eclipsaba el Ser: el pesimismo y la desconfianza se hacían con el control y la voz del Antagonista interior se oía con fuerza redoblada, esgrimiendo más razones por las cuales abandonar. Correr me enseñó a apretar los dientes, a entender que en aquellos momentos bastaba resistir un instante más para entrar en un estado de flujo. Una vez superada la tentación de rendirse, de abandonar, se abrían nuevos reservorios de energía. Hubiera sido imposible alcanzarlos, incluso conocer que existían, sin haberse vencido a uno mismo y haber abatido esos muros que se erguían, aparentemente infranqueables, con tanta frecuencia. Cuanto más estudiaba el mecanismo que los generaba, más entendía la carrera como un modelo conceptual, un instrumento precioso para explicar el mundo. En su movimiento alterno reconocí el elemento constitutivo, el fundamento dinámico, de toda realidad física. Desde el núcleo del átomo a los confines del universo, todo se mueve y se propaga con ese movimiento ondulatorio que estaba descubriendo en mi propio cuerpo. La propia vida es un movimiento de ondas sin principio ni final. Los «muros» a los que correr me conducía en algunos momentos y el esfuerzo extraordinario que hacía falta para superarlos, me estaban haciendo consciente de un paradigma recurrente no sólo de las carreras, sino de la vida. Cuántas veces hubiera bastado aguantar un poco más para superarlos, para vencerlos definitivamente y dejarlos atrás. Pero algo siempre me había empujado a darme por vencido y abandonar. La derrota, que siempre había creído consecuencia de causas externas, se estaba revelando como un proceso de dentro afuera, un mecanismo que obedecía a una orden interna, un acto de autosabotaje. Una sombra nace y se propaga en el Ser y, después, aprovecha cualquier ocasión para materializarse en forma de un encuentro, de circunstancias y acontecimientos adversos. Ser consciente de este mecanismo, estar atento en el momento en que se produce esta sombra en 135
IV. La ley del Antagonista el Ser, preludio de cada una de nuestras derrotas, era una gran oportunidad para aprender a limitarla y eliminarla, no solamente de la carrera, sino de mi existencia. Casi siempre corría solo. Mis únicas compañeras eran las gaviotas que me sobrevolaban y las barcazas que me escoltaban río arriba por un trecho hasta que me dejaban atrás con un silbido por toda despedida. A menudo fantaseaba mientras corría. Me gustaba creer que tarde o temprano encontraría unos compañeros de fuga, otros aventureros que, como yo, hubieran decidido escapar de una existencia mediocre. Una vez se formó un grupito compuesto por cinco hombres y dos mujeres. Nos pusimos a correr con entusiasmo. La mañana era luminosa y el horizonte de Manhattan se recortaba nítido contra el cielo. Codo con codo, dimos una vuelta completa a la isla. Nunca antes los había visto, pero enseguida sentí que me entendía bien con mis nuevos compañeros de carreras. Tuve la impresión de que se trataba de un grupo ya consolidado. Durante un rato, marco el ritmo un hombre que calzaba unas zapatillas negras y un mono de correr brillante como la seda. De repente, aumentó la velocidad. Incapaces de seguirlo, fuimos quedándonos atrás todos, uno a uno. Nuestros cuerpos sobrecargados y extenuados revelaban nuestras carencias, y pronto lo perdimos de vista. Aquel encuentro hizo dolorosamente evidente lo mucho que a todos nos quedaba por hacer. Seguimos corriendo en grupo hasta llegar al parque infantil y nos sentamos en los bancos a recuperar el aliento. Cerca de nosotros había un imponente coche de bomberos, ahora reducido a una mera atracción donde podían jugar los pocos niños que vivían en la isla. En el destino de aquel vehículo, emblema de viejas heroicidades, vi un vergonzoso monumento a la laxitud y la degradación física de toda una civilización. Me prometí que aumentaría mis esfuerzos por poner mi vida en orden y salir de las circunstancias a las que había reducido a mi cuerpo. En silencio, tras un esfuerzo que nos había vuelto inocentes a todos, compartimos el pálido sol como un pan ácimo y disfrutamos de la especial complicidad de nuestra improvisada asociación. Pocos segundos después, cada uno se despidió con un gesto y se alejó a la carrera en pos de una ducha caliente y de las obligaciones de su típico día de trabajo neoyorquino. Todavía era pronto. Jugué con un rayo de sol que se filtraba a través de mis párpados entrecerrados, vislumbrando los tranvías rojos que viajaban sin descanso entre Manhattan y Queens. 4. La ley del Antagonista «¡No temas al Antagonista! Tras esa fiera máscara se oculta nuestro mayor aliado, nuestro sirviente más fiel.» 136
La Escuela de Dioses Me sobresalté al oír estas palabras. Seguí con los ojos cerrados, suspendido entre la esperanza y la incredulidad. «¡No es posible!», pensé. No lo podía creer. Y, sin embargo, aquella voz era inconfundible. Eran Sus palabras. Me volví despacio y abrí los ojos. El Soñador estaba sentado a mi lado. Un escalofrío de otro mundo recorrió mi espalda y se extendió por debajo de mi piel hasta la raíz del pelo, donde se alojó como una vibración ligera pero insistente. Llevaba puesto el mono de correr que brillaba como la seda y esas zapatillas que parecían del futuro. ¡Había dado casi una vuelta entera a la isla con Él sin siquiera sospechar que se trataba del Soñador! Imaginé que los hombres y mujeres de aquel grupo eran sus alumnos. Superada la sorpresa, le hablé de mis propósitos, de la nueva atención que estaba dedicando a mi cuerpo, de los resultados que estaba obteniendo con mis primeros experimentos con la comida, con el sueño y con la respiración. Le hablé de mis carreras, de los «muros» que había descubierto, del misterio de esta voz interna que continuamente me animaba a abandonar, a rendirme, a fracasar. —La voz que oyes es el Antagonista que llevas dentro —afirmó el Soñador, iniciando un asunto que pasaría a ser uno de los aspectos más difíciles de todo mi aprendizaje. Acompañó aquellas palabras con una sonrisa que le hizo parecer aún más joven. Esta expresión de benevolencia en su rostro era tan rara que, en lugar de darme ánimos, surtió el efecto contrario. Me provocó un estado de aprensión. Sabía que iba a llegar algo crucial. Enderecé la espalda y respiré pro fundamente: fuese la fuese la barrera que hubiera que superar, me emplearía hasta el límite de mis capacidades. El Soñador repasó los hechos más notables de la historia, los desastres que han aquejado a la humanidad a lo largo de los siglos. Analizando su causa, penetrando en su raíz, me habló con detalle sobre una fuerza planetaria que era el equivalente psicológico a la fricción en el plano físico. Igual que le ocurre a un cuerpo en movimiento, cada impulso que un hombre imprime su vida se enfrenta a una resistencia de igual intensidad pero sentido contrario. Fue en aquella ocasión cuando el Soñador introdujo un sistema de proposiciones, un conjunto de principios, que denominó «la ley del Antagonista». »Todas las cosas, desde las más simples a las más complejas, desde la vida de un hombre a la de toda una civilización, todo organismo en el camino de la evolución, encuentra una fuerza “aparentemente” adversa, un Antagonista que posee un poder y una capacidad pareja a la amplitud de su propósito. Con el tiempo, a medida que profundicé en Sus enseñanzas, el conjunto de aquellas ideas demostró poseer el carácter de una auténtica «teoría de la fricción», capaz de esclarecer siglos de historia y de dar sentido a la infinita serie de dificultades y desgracias que han azotado a la humanidad. Ese observar la condición humana a vista de pájaro, esa mirada de 137
IV. La ley del Antagonista 360 grados al dolor de su existencia, me cortaba el aliento como si me encontrase al borde de un abismo sin fondo. Milagrosamente, apareció mi cuaderno en mis manos. A él me aferré como si fuese una tabla de salvación y anoté con minuciosidad Sus palabras, capturando cada fragmento de aquella lección irrepetible al aire libre. El banco del parque en que nos encontrábamos quedó envuelta en una esfera de aire puro, fuera del tiempo, y me pareció como si toda lsla de Roosevelt se transformase en una nave espacial preparada para salir volando a la velocidad del pensamiento. Manhattan y su afán nunca me parecieron tan lejanos. El Soñador me explicó que todo hombre es un soñador. Por serlo, cada uno es, para bien o para mal, artífice, creador de su realidad personal, de su propio destino. Y con el tiempo ve materializarse cada uno de sus sueños, cada uno de sus pensamientos, todo lo que surge de su Ser. »El mundo es un efecto, una proyección de tu Sueño, pero también de tus pesadillas. Puede ser paradisiaco o infernal. Dónde y cómo vivir, es algo que decides tú. 5. Ama a tu enemigo —Debajo de la máscara del Antagonista, más allá de las apariencias, se halla el rostro de nuestro mejor aliado —me explicó—. Al contrario de lo que la humanidad cree, no es posible encontrar adversarios mayores que nosotros. ¡El Antagonista nunca es superior a nuestras fuerzas! —¿Y David y Goliat? —pregunté, trayendo a colación la historia más famosa, y uno de los ejemplos más emblemáticos, de una lucha desigual. Mi imaginación recuperó los cientos de representaciones que a través de los siglos han transmitido el enfrentamiento entre el gigante filisteo armado hasta los dientes y el joven pastor que no llevaba más que una honda en la mano. —Una honda… ¡y el sueño de ser rey! —corrigió el Soñador irrumpiendo entre aquella multitud de imágenes—. Más allá de las apariencias, la lucha siempre es pareja. Nadie puede encontrar un Antagonista mayor que uno mismo ni que supere la propia capacidad de comprenderlo y armonizarlo… El combate entre David y Goliat, fuera de la desigualdad aparente de las fuerzas, respeta las leyes universales del duelo. El único objetivo del Antagonista, oculto tras su crueldad, es que tú venzas. El Antagonista tiene a su disposición todas las herramientas y los métodos que permiten que tú cumplas tu Sueño. Él es quien te indica el camino más rápido hacia el éxito. 138
La Escuela de Dioses Por más que tales afirmaciones pudieran parecer paradójicas, observé que, en realidad, ninguna estrategia ni ningún aliado hubiera podido llevar a David a coronar su sueño más rápidamente. El Soñador asintió en silencio, animando con pequeños movimientos de la cabeza estos primeros síntomas de comprensión. Después, concluyó: —Nadie te ama tanto como el Antagonista. Me quedé sin palabras. Las sienes me latían como si me hubiera atacado la fiebre. Aquella cumbre de la inteligencia humana, expresada en la máxima cristiana «ama a tu enemigo» era superada, dos mil años después, por aquella afirmación del soñador, todavía más sencilla y revolucionaria: ¡es el enemigo quien te ama a ti! Ya no hacía falta que el hombre se obligase a amar a su enemigo (algo, por lo demás, que se había demostrado impracticable, si no imposible, después de dos mil años de venganzas y represalias). A una nueva humanidad le hubiera bastado reconocer que es el enemigo, el Antagonista, el que te ama. Cuanto más pensaba en ello, más majestuosa me parecía la gran espiral ascendente en el pensamiento humano que brotaba del mensaje del Soñador.De un plumazo, el anuncio milenario «ama a tu enemigo», piedra angular de la enseñanza cristiana, demostraba su rigidez. Como todas las religiones del mundo, también el cristianismo, desgastado por siglos de divisiones entre sus iglesias, había olvidado que la verdad no es estática y nunca permanece inmóvil. La verdad de ayer, no trascendida, se degrada y se convierte en la mentira de hoy. Entretanto, habíamos dejado atrás el banco del parque y la vieja carcasa del camión de bomberos y nos dirigíamos hacia el norte por la calle que bordeaba el río. Caminaba junto al Soñador y lo escuchaba mientras colocaba en el cuadro las últimas piezas de su sorprendente teoría. »Perdonar al enemigo que está fuera de nosotros es la manifestación de una vanidad y una incomprensión milenaria. El único enemigo está dentro de ti. Fuera no hay ningún enemigo que perdonar y ningún mal que pueda dañarte. El Antagonista es tu aliado más valioso, un instrumento para mejorarte, perfeccionarte e integrarte. La única llave de acceso a las zonas más altas del Ser. Pasamos por delante de la Capilla del Buen Pastor, una vieja iglesia de estilo gótico en ruinas. El busto de piedra de un Jesús doliente todavía se erguía sobre el silencio de aquellos restos. »Tampoco esa “escuela” milenaria lo consiguió —admitió el Soñador con una voz tintada por el dolor que le causaba el enésimo epílogo de un drama fuera del tiempo—. También el cristianismo erró el blanco. 139
IV. La ley del Antagonista El Antagonista El Antagonista, el enemigo, es un propulsor especial. Cuanto más alto es nuestro grado de responsabilidad, Más despiadado es el ataque del Antagonista. El Antagonista nos toma la medida, nos revela, nos completa… Cuanto más alto es nuestro grado de libertad, más sutil es su acción. ¡No temas al Antagonista! Tras su aparente crueldad se oculta tu mayor aliado, tu sirviente más fiel. El único objetivo del Antagonista es que venzas. El Antagonista usa cualquier artificio, cualquier estrategia, para alcanzar la meta última: tu integridad. Nadie en el mundo te ama tanto como el Antagonista. Tú eres la única razón de su existencia. ¡No temas al Antagonista! Tu perfección crecerá con su crueldad; tu inmortalidad, con su aparente mortalidad; tu inteligencia, con su poder; tu poder, con su inteligencia. Porque el Antagonista, ¡eres tú! 6. Aprende a sonreír por dentro Pensé en la grandeza de esta revelación. Si la humanidad hubiese reconocido una verdad semejante, habría revolucionado nuestro modo de pensar y de sentir, lo habría transformado para siempre. Un día habría de transmitir a mis estudiantes de economía el poder de esta visión: cuanto más feroz es el ataque del Antagonista, cuanto más grave es su insulto, mayor es la oportunidad para avanzar más allá. Aprended a sonreír por dentro mientras el ataque o la ofensa se manifiesta en toda su crudeza. ¡El Antagonista debe ser combatido por fuera y, simultáneamente, perdonado por dentro! El perdón puede ocurrir solamente en tu interior. Fuera de ti, «interpreta» el combate más feroz… ¡pero sin creer en él! 140
La Escuela de Dioses Por fin se abría una rendija a través de la cual era posible arrojar luz sobre aquella paradoja milenaria e impenetrable: si lo amas, deja de ser un enemigo, y si es un enemigo, ¿cómo puedes amarlo? «Ama a tu enemigo» es una idea superior que sólo un hombre íntegro puede comprender y aplicar. Sólo aquel que ha extirpado de sí el conflicto y la división puede prescindir del Antagonista. Para quien posee una lógica dual, para quien sigue viendo y pensando a través de los contrarios, la sanación sólo puede presentarse bajo la feroz máscara del Antagonista. —La actitud de un líder frente a las dificultades debe ser esta —dijo frotándose las manos para representar con el gesto el sentimiento de alguien que por fin tiene delante de sí lo que ha estado esperando—. Un líder es consciente de que, por terrible que el Antagonista parezca, la lucha siempre está igualada y las dificultades son sólo apariencias. Tras la máscara del Antagonista, detrás de su brutalidad aparente, se halla el acceso a los niveles de responsabilidad más altos. ¡Nadie te ha explicado el juego tan claramente! —anunció el Soñador dirigiéndose a un público invisible tan vasto como el planeta entero. Añadió que sin esta comprensión, sin una Escuela, la mayor parte de los hombres se detiene ante el umbral de este pasaje y rehúsa pagar el precio. Continuamente encontramos obstáculos y voces interiores que nos disuaden de continuar, antagonismos físicos o psíquicos que ponen a prueba la fuerza de nuestras aspiraciones, la claridad de nuestra intención, nuestra preparación, nuestra determinación. Una imposibilidad abre siempre la puerta a la siguiente posibilidad. Adentrarme cada vez más en la visión del Soñador me hacía sentir el poder de un adiestramiento especial. De Él estaba aprendiendo un arte marcial capaz de transformar en un impulso cualquier ataque y todo aquello que parezca oponérsenos en la vida. Ahora veía a los enemigos y los obstáculos bajo una nueva luz. Ya sea hombre o circunstancia, el Antagonista tiene el ingrato deber de revelar todo vacío, toda carencia, debilidad o miedo que llevas dentro; de denunciar sin reservas tu falta de preparación, tus carencias y los límites que tú mismo has impuesto. Cuando reconozcas el Antagonista en tu interior, desaparecerá del exterior. 141
IV. La ley del Antagonista El Soñador recalcó sarcásticamente cómo a cambio de sus valiosos servicios, el Antagonista sólo recibe de nosotros desprecio y rencor. Vino a mi memoria la figura del padre Nuzzo, el mayor del pequeño ejército de Antagonistas con que me enfrente durante los años de mi infancia que transcurrieron en el Colegio Bianchi. Experimenté una amarga melancolía y un leve remordimiento al recordar el odio que sentíamos hacia él. Sólo ahora, al lado del Soñador, era capaz de «ver» debajo su crueldad, detrás de su severidad, la sonrisa y el amor de quien comprende «el juego». —Los maestros a los que más hemos odiado son los que más nos han dado —afirmó el Soñador. Sus palabras dispersaron mis pensamientos y ahuyentaron las sombras y los fantasmas que aquellos sentimientos inútiles habían invocado. A partir de la exposición del Soñador, observaba emerger un sistema, un modelo cósmico recurrente capaz de ser aplicado a todas las acciones humanas, tanto individuales como sociales, una suerte de ley universal verificable a cualquier escala. En particular, me había sorprendido su mención a la posibilidad de escapar de la ley del Antagonista. A este respecto, le manifesté mi incapacidad de imaginar un mundo sin fricciones, donde fuese posible proponerse y alcanzar cualquier meta sin valerse de la ayuda preciosa, pero despiadada, del Antagonista. —¿Cómo se hace? —pregunté, fascinado por la perspectiva de transformar la vida en un paraíso terrestre donde, por fin, el Antagonista no tuviera posibilidad de entrar. —Eso es como preguntar si se puede vivir en este planeta eludiendo la ley de la gravedad —respondió el Soñador con el tono seco de quien da por zanjada una cuestión. Después, en voz baja, y como si revelase una información que debiera mantenerse en secreto, añadió: »El hombre podría elegir cuáles son las influencias bajo las que desea vivir y confiarse al poder de algo superior, pero opta por vivir en el dolor, y por esa razón lo ignora todo acerca del Arte de soñar. Sufre porque no sueña. A través del Arte de soñar el hombre deja de sufrir, deja de morir —dijo enigmáticamente. Solo aquel que ha dejado de matarse por dentro tiene «derecho» a las revelaciones inefables del Antagonista. Hizo una larga pausa para interesarse, aparentemente, por aquella vista parcial de la Isla de Rossevelt y por las gaviotas que surcaban el cielo. Después, dijo: »Por el momento, aprende a considerar al Antagonista como tu mejor aliado… Y desea que sea cada vez más feroz y aguerrido. Cuanto más alto sea nuestro grado de responsabilidad, más feroz será el ataque del Antagonista. Esta visión, con el tiempo, dará la vuelta a tu vida y creará el mundo que siempre has querido. 142
La Escuela de Dioses El Soñador advirtió que yo seguía esperando una respuesta acerca de cómo hacer desaparecer de nuestra vida todas las amenazas y ataques: »Aquello que parece estar contra ti y ofrecerte resistencia sólo es un elemento revelador, una flecha luminosa orientada hacia la verdadera causa de todos los males y de todas las dificultades. ¡El Antagonista eres tú! Su pudieras acercarte a esta comprensión, el «juego» quedaría al descubierto y desaparecería. El Antagonista perdería su figura, su aparente maldad, su poder. El Antagonista es en realidad una señal que apunta hacia todo lo que debes cambiar en ti, todo lo que no puedes ver, o tocar, o sentir en ti… Notando que tenía dificultad en seguirlo, determinó que aún no estaba preparado para afrontar aquel argumento. Me dijo que por el momento debería considerar la ley del Antagonista algo universal e ineluctable. »El hombre, tal y como es, no es capaz de escapar de la ley que gobierna el mundo de los contrarios, donde todo sucede y se crea mediante el conflicto, mediante el juego de los contrarios —afirmó en tono concluyente. Me puse a reflexionar en la inexorabilidad de nuestro destino y en cómo pudiera extenderse a toda la humanidad la salvación de un solo hombre. »¿Y qué te importa a ti la salvación del mundo —dijo el Soñador con una voz terrible que irrumpió en mis pensamientos— cuando lo único que necesita el mundo es salvarse de ti? Por ahora, controla tu dolor, tu sufrimiento –me ordenó—. Quédate ahí. No huyas. Obsérvate y deja al descubierto sus raíces. Sólo cuando te libres de la descripción del mundo, podrás liberar al resto del mundo. El mundo entero no es más que una forma de pensar y de hacer, sus circunstancias de precariedad y peligro reflejan exactamente tu fragmentación interior. Sólo tú, viviendo permanentemente en el «aquí y ahora» puedes liberar al mundo de los contrarios. Sólo tú, abandonando tu conflictividad interior, lo librarás de toda contradicción, de toda violencia y de las guerras —dijo, dando por terminada definitivamente aquella parte de nuestro encuentro. Habría de esperar varios meses antes de que volviese a retomar esta cuestión. Fue una noche en Londres, cuando, con ocasión de una cena con algunos personajes inolvidables, me habló del secreto de la «proactividad». Al final de aquella lección peripatética, escuchándolo mientras caminaba a Su lado, me encontré de nuevo en el parque, cerca del banco en el que habíamos estado. El Soñador volvió a sentarse y yo hice otro tanto junto a Él, aunque manteniendo una distancia respetuosa. El sol asomó inesperadamente por detrás de una nube y un rayo de luz me hizo entrecerrar los ojos. Como era una sensación agradable, quedé así por un momento, saboreando el instante. Las palabras del Soñador, atenuadas, parecieron provenir de un mundo lejano. 143
IV. La ley del Antagonista —El hombre ha olvidado que es el creador de su propia realidad, y es precisamente esto lo que hace que la acción del Antagonista en su vida sea indispensable, simbiótica. ¡Da la vuelta a tu visión del mundo! ¡Imponte la libertad! —dijo. El tono era paternal, pero tenía la fuerza áspera y severa de una orden. Me animó por un momento. Después, el sueño en que estaba cayendo volvió a apoderarse poco a poco de mis facultades. Sólo logré oírle decir: »¡Sé el hombre que sueña, que crea, que ama! Sólo quien ha decidido conquistarse a sí mismo se enfrenta al Antagonista. Un hombre en decadencia no tiene Antagonistas, pues su caída es libre y e indolora. 7. La suite del St. James Dejé mi bolsa sobre la gruesa alfombra y miré alrededor de mí. El lujo de la suite y la austera opulencia de los brocados y del mobiliario me incomodaban. Me preguntaba qué se le habría ocurrido al Soñador para haberme pedido que me trasladase a aquel hotel tan selecto. Con Él nada pasaba por casualidad, aunque, al mismo tiempo, nada podía programarse con antelación. Para el Soñador, hasta el movimiento más pequeño formaba parte de una estrategia. A lo largo de mi aprendizaje me había encontrado con Él en los países más remotos y en las principales capitales del mundo, siempre sin previo aviso y sin necesidad de fijar una cita o un plan. Cada encuentro había sido una experiencia insustituible, un peldaño más en el ascenso que estaba transformando mi vida en una aventura extraordinaria. En esta ocasión había recibido un mensaje suyo en el pequeño hotel donde solía alojarme cuando visitaba Londres. Teníamos que vernos en Veronica’s. Para el encuentro de aquella noche, el Soñador me había pedido que me fuese de Eaton Place y me trasladase a una suite en el hotel St. James, en Mayfair. Allí es donde me hallaba, intentando pasar los minutos interminables que aún quedaban hasta reunirme con Él. Flores, un cuenco rebosante de fruta, champán, dos cuartos de baño, un estudio con un escritorio antiguo, un sofá de lujo… Pensar en cuánto me iba a costar todo aquello me ponía enfermo. Sabía que fuese lo que fuese lo que el Soñador tenía en mente y lo que me hubiese pedido hacer, incluido mudarme a uno de los hoteles más lujosos de Londres, era, sin duda, parte de un plan estratégico. No obstante, no lograba que se me pasara el malestar. Imaginaba la cara que me habría puesto el Sr. Lyford, de la administración, al ver una factura de una suite de lujo entre mis gastos. Lo tendría que pagar de mi bolsillo. Estaba fuera de toda cuestión que la ACO fuera a rembolsarme semejante dispendio. Unas cuantas noches en el St. James habríanagotadomi salario. Aquel pensamiento pasó de ser un dolor psicológico a convertirse rápidamente en un dolor físico. En aquella época estaba demasiado arraigada en mi vida la 144
La Escuela de Dioses creencia de que las circunstancias y los acontecimientos controlaban todos los aspectos de mi vida, y culpaba a los demás, al mundo exterior, de mi malestar y de mi infelicidad. «Habrías sentido el mismo resentimiento y rencor si en lugar de en una suite, te hubiese pedido que te alojases en un tugurio del barrio más pobre de Londres —me habría de decir más adelante el Soñador—. Aquello a lo que te enfrentabas no tenía relación con tu exterior, ni con las circunstancias ni con lo que estaba sucediendo. Es algo que te acompaña desde siempre, que llevas dentro y que es la verdadera causa de todas tus dificultades, de una existencia infernal.» Repaso con vergüenza los pensamientos de aquel día, que estuvieron colgando de mi mente como cadáveres de ahorcados. Una nausea irreprimible inundó mi Ser traspasando cada una de mis células. Tuve que sentarme para recuperar el aliento. Busqué las tarifas del hotel por todos lados, pero no encontré rastro de ellas. Levanté el teléfono para preguntar por el precio de la suite. Quizá aún estuviese a tiempo de cancelarla. Hubiera dado cualquier cosa por salir de aquella situación de desesperación. Instantáneas de una vida frágil, sin sentido, impotente, cruzaron mi mente como las imágenes que ven los ojos de un moribundo. Me quedé quieto unos segundos, como paralizado. Después, lentamente, volví a poner en su sitio el teléfono. Una nueva lucidez había tomado el mando y me había sacado de las arenas movedizas de aquella angustia. Recordé una frase extraordinaria que me había susurrado y que, por suerte, había logrado captar y transcribir: «El estilo es consciencia. Invierte todo lo que tienes, y también lo que no tienes, en ti, ¡siempre! Y verás cómo tu vida crece y se enriquece en todos los sentidos. Si apuestas por ti, la vida hará lo mismo. No te preocupes por el dinero. Preocúpate por ti, por tu integridad. Cuando necesites dinero, aparecerá. Confía en ti mismo, ten fe en tu sueño y tendrás todo el dinero necesario para procurarte una vida maravillosa. La obra maestra de tus sueños… eres tú. El mundo exterior no es más que una pálida sombra de tu creatividad interior, una manifestación descolorida de tu singularidad.» 8. Antes de que cante el gallo De repente, sentí que cambiaba la química de mi cuerpo. Experimenté la euforia de un prisionero que, de repente, viera abrirse de par de en par las puertas de su celda. Pensé en qué poco se necesitaba para asustarme, para ensombrecer mi ánimo, para desalentarme. Aquella era la auténtica medida de mi Ser y el verdadero motivo de todas las dificultades de mi vida. Sin embargo, me bastaba conectarme a Él, dirigir la mirada o un solo pensamiento hacia Él, para que me sintiese transformado y viera emerger las soluciones. Aquella suite del St. James, creada, como en otras ocasiones, por sus enseñanzas inagotables, estaba demostrando 145
IV. La ley del Antagonista ser un aula de la Escuela en la que estudiaba y asimilaba los fundamentos del Arte de soñar que el Soñador llamaba a menudo «Ciencia del hacer ». El Soñador me estaba preparando para una empresa extraordinaria, aunque yo no tuviera idea todavía de qué se tratase. Estaba seguro de que la misión que un día habría de encomendarme exigiría una entrega total, una responsabilidad tal que yo, en mi situación actual, no hubiera podido siquiera imaginar. Sentí que mi gratitud crecía a medida que Su química se hacía más intensa. Entrecerré los ojos y bebí aquel lujo a grandes sorbos, absorbiendo cada detalle del entorno, su riqueza, su belleza. Entendí que nada hay fuera de nosotros. La presencia del Soñador estaba revelando partes de mí mismo completamente desconocidas. En aquella suite del St. James sucedió algo extraordinario. Eones de tiempo se comprimieron y átomos de prosperidad enriquecieron mi Ser con eternidad. Aunque fuese por pocos segundos, dejé de ser un hombre asustado, dubitativo, un hombre derrotado, una víctima, y me convertí en el arquitecto, el artista que había ideado aquel hotel. Franqueé la eterna distancia entre el soñador y lo soñado, entre el hombre libre y el hombre que depende. El mundo es una proyección del Ser. ¡Aquí está la fuente! Busqué la Biblia. La encontré en uno de los cajones de la cómoda. La abrí, por casualidad, y leí el pasaje en que Jesús pregunta a Pedro tres veces «¿Me amas?», y por tres veces Pedro, primero avergonzado y después un poco molesto, responde «¡Sí, te amo!». «¡No!», habría debido responder, «¡todavía no!». Si hubiese sido un poco más franco, un poco más sincero, si se hubiese conocido más profundamente, habría debido decir «¡Estoy intentando amarte!». Con aquella pregunta, tres veces repetida, Jesús le estaba preguntando en realidad «¿Te conoces? ¿Sabes quién eres?... ¿Te amas a ti más que a nada en el mundo? ¿Has dejado de matarte por dentro?». Le estaba pidiendo que trasladase Sus enseñanzas a las partes más interiores de sí mismo, de dar la vuelta a su forma de ver las cosas, de transformar su modo de pensar, de suavizar su rigidez. Quizá fue a causa de esta rigidez por lo que lo llamó Pedro. Pedro es el hombre que se niega a cambiar, que cree poder mentir, esconderse. Aquel hombre era yo. Leía y lloraba. Tres veces se le había dado a Pedro la oportunidad de evitar la traición para que un día no tuviera que verse renegando de la parte más alta de sí mismo tres veces seguidas. Aquella traición habitaba ya en su Ser; sólo esperaba las circunstancias más favorables para manifestarse. ¡Pobre Pedro! Si hubiese podido observarse, habría comprendido que aquella pregunta no provenía del exterior, sino de su propio Ser: «Tú, Pedro, 146
La Escuela de Dioses ¿te amas a ti mismo? ¿Has eliminado toda división, toda muerte interior?». Habría descubierto en sí mismo la mentira, el miedo, la duda. Habría podido ahuyentarlos igual que a un ladrón. Amarse por dentro es un acto de voluntad, significa «conocerse». Amarse por dentro significa celebrar intensamente la vida en su totalidad. Recordé estas palabras del Soñador y entendí que si Pedro hubiese obedecido aquella invitación a mirar en su interior, a conocerse, a amarse, habría cambiado su destino mortal. Si hubiese podido dar la vuelta a sus convicciones, no habría sido crucificado cabeza abajo, como él mismo pidió a sus verdugos, ofreciendo así el símbolo de su comprensión tardía de las subversivas enseñanzas de Cristo. Desde aquel paso, desde el mensaje transmitido por aquella gran Escuela que fue el cristianismo temprano, yo estaba siguiendo los pasos que habrían de conducirme a la grandeza de las enseñanzas del Soñador. El Ser es el origen de todo lo que encontramos en el mundo de los acontecimientos. ¡Mírate por dentro y conocerás tu destino! Los tres síes son las mentiras que Pedro no quiso ver y que se materializaron en las circunstancias de su martirio. Si queremos cambiar algo, sólo lo conseguiremos elevando el Ser. El destino de un hombre, de una organización, de una nación o de toda una civilización, es su economía, son las proyecciones de su Ser, de su visión. Cuanto más amplia es la visión de un hombre, más rica es su realidad. En ninguna escuela de economía hubiera aprendido una lección tan grande. Para mí, esas fueron las lecciones de auténtica economía, de gestión, de altas finanzas y de pedagogía. En estas enseñanzas reconozco hoy las piedras milenarias de una nueva educación fundada sobre el Ser, de una revolución psicológica capaz de transformar los paradigmas mentales de la vieja humanidad, de dar la vuelta a su visión del mundo y de liberarla para siempre de su conflictividad, de la duda, del miedo, del dolor, que son la verdadera causa de la pobreza y de toda la delincuencia en el mundo. 9. Cenando con el Soñador Tuve que controlar mi impaciencia para no llegar demasiado pronto al restaurante Veronica’s. El comedor estaba repleto. Sentado a una mesa ricamente arreglada, el Soñador 147
IV. La ley del Antagonista estaba rodeado por un inquieto enjambre de camareros solícitos y por una encargada del local, atenta y cuidadosa. De vez en cuando, todos se detenían a escuchar con reverencia Sus peticiones y Sus detalladas sugerencias para, acto seguido, retomar su laborioso danzar como si fuesen todos uno. El Soñador llevaba un traje negro de estilo atemporal y el largo cabello recogido en una coleta a la altura de la nuca. Debajo de las solapas de satén podía verse una camisa resplandeciente tocada por una pajarita de terciopelo negro. Me sorprendió verlo acompañado. Había con él cuatro hombres y tres mujeres: Bruno y Rebecca W., propietarios de una importante agencia de publicidad de Zurich; Klaus E., de Frankfurt, creador de Robotronic y presidente de una fundación internacional dedicada a la investigación biológica; Ben F., vicerrector académico de una universidad británica, aparentemente el más extraño de todo el grupo. El corte oriental de su traje acentuaba su imponente físico de atleta, muy alejado del tipo de cuerpo que cabría esperar en un intelectual. Al lado de este, Linda, una especialista en recursos humanos, atractiva y de aspecto resuelto, fundadora y propietaria de dos gabinetes de selección de ejecutivos con sedes en Londres y en Nueva York. Por último, una pareja irlandesa, Peter C. y su esposa, Susan, tímidos y reservados. Enseguida me inspiraron simpatía. Católico, él, e hija de un pastor protestante, ella, trabajaban juntos en un proyecto europeo con base en un antiguo college de Regent’s Park. La actitud del grupo hacia el Soñador transmitía al mismo tiempo deferencia y familiaridad. La presencia inesperada de aquellas personas hizo estallar en mi interior sentimientos que llevaba tiempo sin experimentar, emociones que creía haber anulado para siempre: resentimiento por aquella intrusión, pero también celos y envidia por su aspecto opulento y por el aura de éxito que los rodeaba. Aquella luminosidad me eclipsaba. Es verdad que siempre había pensado que el Soñador tendría otros «alumnos» y que muchas veces había soñado con conocerlos, pero encontrarme con ellos así, sin aviso, me había tomado por sorpresa. Me avergonzó mi propia reacción, por las emociones que estaba sintiendo, y ello aumentó el dolor que me infligía aquella división. La infinita distancia que me separaba del Soñador, en realidad no más de unos pocos pasos, me impuso un cambio. Invertí la dirección de mi atención, dirigiéndola desde el exterior hacia el interior. En el momento en que observé aquellas emociones negativas, empalidecieron y se desvanecieron. Quedó, finalmente, la fascinación por aquel descubrimiento. Reconocí la riqueza que suponía aquella ocasión de conocer finalmente a los hombres y a las mujeres que, igual que yo, habían encontrado la Escuela. Tuve la sensación de vivir una experiencia virtual, de estar inmerso en un espacio teatral donde la línea divisoria entre actores y espectadores fuera traspasada continuamente y 148
La Escuela de Dioses revestida de la más intrigante incertidumbre. Un teatro del absurdo levantaba su telón para revelar el contorno de una realidad separada. Éramos páginas vivientes de un guión desconocido, pinceladas frescas de un cuadro que ninguno de nosotros alcanzaba a ver completo. Y ahora, reunidos en torno al Artista‐Autor‐Creador, aguardábamos a conocer por fin nuestro destino. Fije mi atención en cada uno de los invitados de aquella velada y los observé con sumo interés. Cada uno de aquellos hombres y de aquellas mujeres era una autoridad reconocida en su campo. Bruno W. era un hombretón maduro de acciones y palabras bruscas pero, al mismo tiempo, resueltas y constructivas. Su barba entrecana, elegantemente descuidada, le daba un aire despreocupado y reflejaba la otra faceta de su carácter de hombre simple, un poco infantil. Su mujer, Rebeca, parecía delicada, casi frágil, pero poseía la energía concentrada de una mujer de negocios internacionales. Pasaba parte de su tiempo en Toscana, donde gestionaba una inmensa finca familiar y una bodega. Klaus E. tenía el aspecto de un galán aventurero, de modales elegantes, espléndido y cosmopolita. Como una daga envainada, bajo la apariencia fatua y ligera de su conversación se escondía una penetrante inteligencia al servicio de una feroz ambición. Peter C. resultó ser un apasionado André Chenier, refinado en el lenguaje y visionario en sus ideas. Su joven mujer, Susan, lo miraba extática, pendiente de cada una de sus palabras. Delante del Soñador todos estábamos desnudos. Conocía las capacidades y las limitaciones de cada uno, así como el puesto que ocupaba en la economía de aquella obra perfecta. Juntos conformábamos una especie de teclado con el que estaba creando, componiendo, la obra maestra que Su genio había alumbrado. Sólo Él conocía el Proyecto, las notas exactas, la parte única e irremplazable que cada uno de nosotros había de tocar en Su gran Partitura. Nadie pareció percatarse de mi llegada. No hubo cumplidos ni presentaciones. Me uní a ellos en silencio, ocupando el asiento que había quedado libre, y concentré mi atención en lo que estaba diciendo el Soñador. Según me sentaba a la mesa, acerté a oír este fragmento de Su discurso, que ya había empezado: «El hombre auténtico no pertenece a ninguna filosofía, ideología o religión. Un auténtico soñador carece de etiquetas. No puede pertenecer a nada, no puede estar incluido en ningún sitio. Sabe que el Antagonista llega sólo para permitirnos superar nuestras limitaciones. Por eso bendice cualquier obstáculo aparente, cualquier adversidad. Si un día, paseando por un parque, pisas una espina, no te olvides de dar gracias.» 149
IV. La ley del Antagonista 10. El mayordomo infiel Este epigrama y la alusión al Antagonista sirvieron de introducción al relato y el comentario de una parábola de enigmático significado: la historia del mayordomo infiel. El Soñador nos la presentó en toda su milenaria oscuridad. Un hombre rico descubrió que su mayordomo estaba dilapidando su patrimonio. Lo hizo comparecer y, una vez establecidos y probados los hechos, lo depuso de su cargo. «¿Qué voy a hacer ahora?», se lamentaba, «No sé labrar la tierra y me avergüenza mendigar». Así que, llamó uno a uno a los acreedores de su señor y falsificó sus documentos para reducir de este modo sus deudas. Cien tinajas de aceite se convirtieron en cincuenta, cien medidas de trigo se convirtieron en cincuenta, y así con todo. De esta manera esperaba ganarse su estima y encontrar un empleo con ellos ahora que no tenía ninguno. Su señor también se enteró de estas prácticas deshonestas y por toda respuesta… lo «alabó». «A través de los siglos, el comportamiento de este señor ha desconcertado a los especialistas bíblicos más doctos y desafiado a generaciones de sabios, teólogos y exégetas», concluyo el Soñador, y calló. Algunos de los presentes aceptamos el reto y probamos a dar una explicación, pero todas demostraron ser improbables y fueron descartadas una tras otra. Era un enigma encerrado en una adivinanza. Al final dirigimos la mirada hacia el Soñador en señal de capitulación. Sabíamos que los nudos gordianos más imposibles se disolvían dócilmente en Sus manos. Su elucidación de aquel acertijo fue un ejemplo de simplicidad que iluminó aquella impenetrable oscuridad milenaria. Nos explicó que la reacción aparentemente abstrusa del «señor» tenía para la especie humana la solemnidad y la importancia de un acontecimiento cósmico: el paso de un nuevo umbral de la evolución de la raza humana, algo equiparable en la psicología del ser humano a lo que habían supuesto en la evolución física la adopción de la posición erguida o la pérdida de la cola ancestral. Aquella reacción es el nacimiento del sapiens sapiens, del hombre después del hombre. Significa el inicio del éxodo que ha de sacar a la especie de su condición zoológica. ―El hombre descubre la proactividad, la gestión del instante y la transformación de cada ofensa en su propio beneficio, de cada insulto en el impulso que haga avanzar su viaje… Y entierra el mapa de este tesoro dentro de un cuento de hondura insondable. ¡Sentid la ofensa en vuestras entrañas! ―esta orden inesperada, lanzada en voz alta, casi con un grito, me sobresaltó y me hizo escuchar con más atención―. Ahí se encuentra el campo de batalla. Es allí donde se decide la victoria. El secreto es vencer antes de combatir― eché mano al cuaderno y anoté cada una de Sus palabras―. Alabar al mayordomo infiel es el gemido de una 150
La Escuela de Dioses humanidad curada de toda herida interna, de una humanidad que se ha perdonado por dentro, que vence sin tener que luchar… porque ya no tiene necesidad de la benéfica, de la terrible, intervención del Antagonista. Nos dijo que cuando un hombre maduro llega al final de su actuación bajo los focos del escenario de la vida, en vez de agradecer a los que le han dado su amistad y su afecto, debiera dar las gracias solemnemente a quienes le han puesto trabas en el camino, a quienes lo han tratado con despotismo o le han ofendido. Llegado a este punto, el Soñador interrumpió el discurso, y haciendo un gesto con la cabeza indicó a los camareros que podían servir el primer plato. Con simplicidad y la misma autoridad, pasó de la exégesis de aquella oscura parábola al comentario de los platos que nos iban presentando en sucesión. Tras una digresión sobre historia y gastronomía, se desplegó ante nuestros ojos una colección de manjares de la cocina inglesa completamente desconocidos para mí: desde platos confeccionados con mostazas del siglo dieciséis a recetas más modernas, pero en ningún casoposterioresa la Segunda Guerra Mundial. El Soñador, según era su costumbre, no probó comida. Sus platos regresaban a la cocina casi intactos. Pese a ser un comensal refinado, un anfitrión generoso y atento que sabía de vinos y viandas cual grand gourmet, el Soñador era la frugalidad en persona. Observaba todos los rituales vinculados a la comida, se servía a sí mismo y pasaba los platos a los demás después de explicarlos, pero apenas probaba nada. Masticaba un bocado de vez en cuando, pero sin tragarlo. El Soñador parecía alimentarse de prestar una atención ilimitada hasta al más pequeño de los detalles, a todas las particularidades del ceremonial. El gesto de un camarero, la presentación de un plato y su decoración, el color de los alimentos, su perfume, la decoración del restaurante y cada uno de los elementos de su atmósfera, parecían transformarse para Él en un rico plancton de emociones, percepciones y sensaciones, en un alimento sutil sólo Suyo que nuestros órganos eran incapaces de reconocer y asimilar. 11. La víctima es siempre culpable ―Aparentemente, en este planeta todo está en equilibrio gracias a la «ley de los contrarios». Cualquier cosa cuenta con un contrario por el que existe y al que se opone ―recitó el Soñador―. La vida de los individuos, igual que la de las naciones y la de civilizaciones enteras, «parece» ser gobernada con mano inflexible por la ley de los contrarios. Aquel argumento avivó la conversación como por arte de magia. Cada uno, por invitación directa del Soñador, indicó a quién o a qué cosa sentía en aquel momento como su Antagonista. El Soñador nos escuchó a todos con atención. Tampoco en esta ocasión puede evitar preguntarme qué había querido decir al emplear el adverbio «aparentemente» y al usar 151
IV. La ley del Antagonista la expresión «parece ser». Entretanto, había retomado su discurso. Dejé a un lado mis reflexiones para escucharlo. Estábamos a punto de conocer el secreto de la proactividad, al que apenas había aludido durante nuestro encuentro en Nueva York. »Todos reconocen la existencia de una fuerza que se interpone entre los propios deseos y su realización, la presencia de una especie de fricción universal ―dijo el Soñador. Y añadió que, al menos a juzgar por la historia y las infinitas adversidades que el hombre ha tenido que superar, se podría decir que el Antagonista ha sido el motor de la evolución humana. »Si se quiere hacer algo en la vida, es necesario enfrentarse a esa fuerza contraria que los hombres llaman «el Antagonista»―hizo una pausa, como para recoger del aire las palabras más adecuadas―. Hay, no obstante, ciertos secretos relacionados con el Antagonista que sólo unos pocos conocen. Todos nos dispusimos a escucharlo con atención redoblada merced a aquel misterioso preámbulo. »El Antagonista nos mide. Mide nuestro objetivo, nuestro propósito, la amplitud de nuestro Sueño. En inglés, objetivo se dice AIM, que es el anagrama de I AM, «yo soy». AIM = I AM »Nadie puede tener una meta más grande que uno mismo ―reveló―. Un hombre común puede soñar con un pequeño apartamento o con una villa junto al mar, pero sólo un rey puede soñar con Versalles. Quedé completamente fascinado por la magia de la ecuación que acababa de establecer el Soñador entre lo que un hombre pide y lo que es. Pensé que esto iba en contra de la creencia común que sostiene que no existen límites a lo que uno puede desear, que cualquiera podría proponerse cualquier meta si no fuera por la propia conciencia de la escasez de los recursos y el propio sentido común. Sin estas restricciones, cualquiera podría albergar los sueños más grandes o alimentar las aspiraciones más sublimes. El Soñador pasó a demostrar que semejante creencia carecía de todo fundamento. »La amplitud del propio Ser determina para cada persona el límite máximo de lo que puede pedir a la vida y el culmen de sus deseos. Al mismo tiempo, es también el límite de todo lo que un hombre puede recibir o poseer. Me pareció un descubrimiento fantástico. Fragmentos de Su enseñanza que sentía desperdigados hasta aquel momento comenzaron a conectarse. Vislumbré de repente la grandiosidad de las revelaciones que había recibido. Cuando emergí de aquellos pensamientos, me di cuenta de que había demorado demasiado. Sin querer, había perdido el hilo de la conversación. Me apresuré a recuperarlo uniéndome a los demás en la escucha, igual que había hecho cuando, de niño, por haberme quedado absorto frente a algún animal 152
La Escuela de Dioses disecado o a la austera representación de un mito antiguo en un cuadro, me veía obligado a correr por los pasillos para dar alcance al resto de mis compañeros, que marchaban en fila ordenada. »El Antagonista es la medida más precisa de la amplitud de nuestro pensar, de nuestro sentir ―afirmó el Soñador, dando unos segundos a cada uno para que sacásemos nuestras conclusiones. Después, añadió: »Por esta razón nunca es superior a nuestras fuerzas. Por más que pueda parecer horrible, amenazador e imbatible, el enfrentamiento con el Antagonista siempre es un duelo en que las fuerzas siempre están igualadas. Aquí bajó la voz hasta transformarla en un susurro amenazador que nos hizo temblar y apiñarnos en torno a Él como si fuésemos un solo Ser. »El hombre se enfrenta a obstáculos externos, a enemigos y adversidades fuera de sí mismo, sólo aparentemente. En realidad, el Antagonista es siempre la materialización de una sombra, de una parte oscura de nosotros mismos que no conocemos, que no queremos conocer. Cuando se manifiesta en forma de ataque, adversidad o problema, nos sorprendemos. En realidad, la hemos cultivado inconscientemente en nuestro interior. Por culpa de nuestra falta de atención, un pequeñísimo síntoma ha tenido todo el tiempo necesario para agravarse, y por culpa de nuestra incapacidad para localizarlo e intervenir, se ha transformado en una amenaza concreta. Por esta razón, una humanidad más atenta, que anule en el propio Ser el victimismo y la autoconmiseración, escribirá en las salas de sus tribunales con letras mayúsculas: ¡“La víctima es siempre culpable”! ―Pero, entonces, ¿cómo debemos considerar una persecución que provocó millones de muertos, como la ocurrida contra los judíos? ―preguntó Bruno W. acalorado― No consigo ver cómo en el caso del Holocausto la víctima haya materializado a su verdugo. ¿Qué responsabilidad pueden tener millones de inocentes en el extremismo de un pueblo como el alemán y de sus aberrantes teorías, como aquella de la pureza de la raza? En ese instante el sommelier se acercó discretamente y dio una vuelta a la mesa vertiendo en las copas la preciosa densidad de un vino de añada. El Soñador se detuvo y aguardó a que el hombre hubiese completado su tarea para retomar el discurso. Fue en ese momento cuando Klaus E., como si estuviese pensando en voz alta, añadió: »Es verdad que, a lo largo de los siglos, nunca ha sido fácil ser judío. Ya en el 600 antes de Cristo Nabucodonosor arrasó el Templo de Jerusalén y deportó a Babilonia a toda la nación israelita. Luego vinieron los egipcios, los romanos… Ya se llamaran Führer, César, faraones o sátrapas, a los judíos nunca les han faltado antagonistas. 153
IV. La ley del Antagonista El Soñador imprimió a su copa un movimiento giratorio y observó cómo el vino se oxigenaba recorriendo las paredes interiores. Aspiró su aroma y, despidiendo con la mirada al sommelier, dijo: ―El contrario es un fragmento, una parte que se ha separado, que se ha alejado de la totalidad. El aparente Antagonista es el talento de plata que perdió la mujer, la oveja que perdió el pastor… Quien no consigue recuperar su integridad, quien no logra reintegrar ese átomo del Ser, deberá encontrarlo fuera de sí mismo, monstruosamente acrecentado, en forma de límite, de obstáculo o adversidad. Ante estas palabras Linda se iluminó e intervino con entusiasmo: ―¡Es verdad! ―exclamó―. Guarderías, escuelas, hospitales... separados. Carnicerías, tiendas de alimentación, restaurantes… separados. Festividades, tradiciones y rituales, siempre separados. Puede decirse que la religión judía, la filosofía, el estilo de vida y de trabajo de este pueblo, se basan principalmente en una visión discriminatoria del mundo. Por un lado están los judío y, por el otro, todos los demás. ―En el Templo de Jerusalén un muro separaba el patio de los judíos y el de los gentiles ―agregó Peter―. Y había pena de muerte para el pagano que traspasase esa demarcación. Buscando la aprobación del Soñador con una rápida mirada, continuó: »Una vez me dijo el Soñador que en la psicología de los judíos el gueto ya había nacido y el alambre de espinos ya estaba retorcido, y que tanto lo uno como lo otro simplemente esperaban las circunstancias propicias para transformarse en una terrible realidad. Bruno se unió a las reflexiones de Linda y de Peter. Como si él mismo hubiese hecho un descubrimiento inesperado, dijo: ―Nunca lo había pensado, pero es verdad que en su origen hebreo, la etimología de la palabra «sagrado» significa «separado». En su visión sagrada, los hebreos han dividido el mundo en lo que es sagrado, o sea, lo que respeta sus creencias, y todo lo demás, que es profano, impuro. Se hundió en su silla, como si hubiera recibido un golpe difícil de soportar »Pero, ¿entonces? ―dijo gesticulando, sin acertar siquiera a continuar. ―Entonces ―prosiguió el Soñador, recuperando aquel fragmento de comprensión y disponiéndose a dar voz a lo que Bruno no se había atrevido a decir―, nuestra falta de unidad produce monstruos en el mundo exterior. Nuestra división crea la violencia con la que nos encontramos después. El Antagonista somos nosotros. Sentirse separado de los demás es el efecto de una psicología desintegrada que alimenta una criminalidad interior. Un día esta se manifiesta en el mundo de los acontecimientos con violencia, con atentados, conflictos y persecuciones. 154
La Escuela de Dioses Quedamos atónitos. Estábamos cruzando unprecipicio ante el cual nuestro pensamiento se había detenido, falto de aliento. »La Shoah no fue un accidente de la historia ni el efecto de la crueldad de un régimen, de una nación o, todavía peor, de un hombre, de un tirano —dijo—. Fue la materialización de la visión de un pueblo que aún no se ha perdonado por dentro, la imagen especular de un pensamiento dividido, conflictivo, que es la verdadera causa de los campos de concentración, de las deportaciones, de los exterminios y de tantas otras atrocidades. ¡El único enemigo habita dentro de nosotros! Fuera no hay ningún enemigo a quien odiar o al que perdonar, ni ningún mal que pueda dañarnos. —Ahora que recuerdo —intervino Rebeca—, las lamentaciones de Jeremías, el canto trágico de los judíos llevados esclavos a Babilonia, comienzan con una expresión de dolorosa sorpresa. La primera palabra es «eckah», qué significa «¿cómo es posible»? —Lo inesperado siempre requiere una larga preparación, una larga incubación que ocurre en el Ser, en nuestros estados interiores —anunció el Soñador—. Por eso, reconoced al Antagonista dentro de vosotros, armonizaos con él, recobrad la integridad… Reintegrarse significa perdonarse por dentro. Es la parte que reúne al todo. Es el regreso del hijo pródigo. Es «amad a vuestros enemigos». Entonces la vida siempre os responderá con un sí, demostrando una generosidad constante hacia vosotros que los demás llamarán buena suerte. Aquella noche el Soñador nos contó que en un cierto momento de su evolución, la especia humana llegó a una encrucijada, una bifurcación que dio lugar a dos razas distintas, dos especies psicológicas profundamente distintas entre sí. Hay hombres que dependen, que culpan a las circunstancias externas, que se lamentan, que se compadecen, y que el Soñador llama «reactivos». Son las personas que ven a través de los contrarios y que tienen una conciencia bipolar. Si crees que el mundo exterior es algo real, entonces estás perdido y condenado a fracasar en todo lo que hagas. Por otro lado, existe otro tipo de hombres, conscientes de que fuera de ellos no existe un mundo que les sea contrario, un Antagonista externo cuyo único propósito sea ponerles obstáculos. El Soñador los llama «proactivos». Ven la unidad detrás de la polaridad, la armonía detrás de los antagonismos aparentes. —Los hombres proactivos entran en las partes más oscuras del propio Ser y luchan contra las sombras, los fantasmas y los miedos interiores antes de que puedan materializarse y presentarse un día en forma de adversarios. Todo lo que llegue del exterior debe ser transformado. Deja que acontecimientos, incidentes, circunstancias y relaciones caigan dentro 155
IV. La ley del Antagonista de ti en un lugar en que la chatarra y la basura puedan ser transformadas en una sustancia nueva, en nueva energía, en vida nueva. A estas victorias personales el Soñador las denominaba «victorias creativas»: »Estas victorias representan la forma de lograr que el sueño de uno se materialice. El sacrificio de Ifigenia, el viaje de Ulises, el sacrificio de Isaac, la batalla de Arjuna, las tentaciones de Cristo, todos aquellos acontecimientos siguen legándonos el secreto de victorias creativas conseguidas por hombres que fueron capaces de vencer a su Antagonista interior, el único obstáculo verdadero entre nosotros y el cumplimiento de todas nuestras aspiraciones. Entonces, con el tono amargo de quien anuncia una situación sin solución, añadió: »La auténtica enfermedad del hombre reactivo es encontrarse siempre «fuera de casa», «fuera de sí mismo». Para él el mundo interior no existe, y del exterior ha hecho un ídolo cuyo favor debe granjearse, un fetiche al que adorar y del cual depender. Jamás esperéis nada de nadie. Al final de aquella cena, al despedirse, el Soñador señaló algunos signos de envejecimiento y de degradación inaceptables en quien forma parte de una Escuela del Ser, y reveló la escasez de progresos y la lentitud con la que estaba avanzando el «trabajo» de cada uno. Manifestó su insatisfacción con palabras duras, inolvidables. La energía, la fuerza del Soñador que había llevado a aquellas personas a realizar en pocos años proyectos extraordinarios y a alcanzar posiciones en la cima de sus mundos particulares, ahora no estaba alimentando más que su vanidad y su presunción. Olvidada la promesa, la auténtica razón para estar al lado del Soñador, de ser precursores, heraldos de una nueva humanidad, habían pasado a ser clones del viejo liderazgo, matrices sin vida de una especie a punto de extinguirse. Escuchamos el final de aquella lección memorable en pie, rodeándolo en la puerta del Veronica’s. Sus palabras eran duras, pero Su conclusión resultó insoportable. »Os he hecho ganar fama, dinero, poder. Habéis hecho realidad todo aquello que habéis soñado. Ahora es el momento de una nueva aventura, de un nuevo vuelo. Es hora de soñar un Sueño nuevo, de soñar un mundo nuevo. Abandonad todo lo que creéis tener, poned a alguien en vuestro lugar. Dedicaos a tiempo completo al Proyecto. No reproduciré sus palabras, pues hoy sólo unos pocos serían capaces de entenderlas y aceptarlas, pero tomé cuidadosa nota de todo lo que dijo, y aún hoy lo guardo como un tesoro. »Debajo de la máscara de vuestro envejecimiento se esconde vuestra mentira —
bramó—. ¡Delegad en vuestros subordinados! ¡Abandonad vuestros puestos! Hacedlo intencionadamente antes de que la vida tenga que imponéroslo. 156
La Escuela de Dioses Vi en los ojos de aquellos hombres y mujeres consternación y pesadumbre, y recordé la parábola del joven rico. Un día escribiré acerca de los que oyeron las palabras del Soñador, de aquellos a los que abandonó esa noche y de lo que les ocurrió a esas personas a las que llegué a conocer tan bien. La conclusión del Soñador cayó pesada como un mazazo sobre aquellos rostros preocupados, deformados por el dolor. »Yo no intervendré más —dijo—. La verdadera libertad no se puede regalar. Un hombre debe conquistarla, quererla intensamente y a cualquier precio. ¡Sólo entonces la obtendrá! En mi mundo no hay lugar siquiera para un átomo de vuestro horror, de vuestra indolencia. Todo lo que uno es, todo lo que uno tiene, debe ser abandonado y trascendido para ser y tener más. Resonó una advertencia lapidaria y solemne que selló el fin de aquel discurso: »Lo que no entendáis a través de Mis palabras, os lo explicará la vida con sus leyes y sus instrumentos de curación. Aquí os devuelvo «vuestra» libertad, la de sufrir, degradarse, enfermar, envejecer y morir… Entendí esta frase como un presagio que me nubló el alma. Estaba escuchando con años de antelación las palabras que habrían de marcarme a fuego en unas de las circunstancias más difíciles de mi existencia. Esperé a que los demás se hubiesen ido y me demoré para quedarme a solas con Él. Me hubiera gustado preguntarle por el significado de aquellas duras palabras y, más que nada, hubiera querido entender por qué me habían golpeado y hecho tanto daño. En mi fuero interno sabía que estaba asistiendo a algo que me tocaba muy de cerca, y que un día habría de tocarme a mí elegir entre el Sueño y lo soñado, entre la vida y el apego a lo que el sueño había producido. Me pregunté qué habría hecho yo en el lugar de aquellos hombres y mujeres. Esa noche, sin embargo, sólo quería un poco de Su atención. Y así, me limité a preguntarle si podía volver a verlo otra vez antes de regresar a Nueva York. Me citó para el mediodía del día siguiente. Nos encontraríamos en el Savoy. Después, como si hubiese pensado en ello de repente, me pidió que consiguiera dos entradas para Los miserables. La petición me sorprendió, pero no hice comentario alguno. Le prometí que me ocuparía de ello a la mañana siguiente. 12. Las entradas Llegué puntual al que resultó ser uno de nuestros encuentros más extraordinarios. No cabía un alma más en el Thames Foyer del Savoy a aquella hora. El Dreamer estaba sentado frente a una taza humeante de té que estaba a punto de llevarse a los labios. La mesita estaba repleta de dulces de todo tipo, y tanto su disposición como la de la cubertería era perfecta. 157
IV. La ley del Antagonista Parecía que aún no había tocado nada. Lo saludé con la deferencia habitual y me senté a su lado en silencio. Intentaba darme un aire confiado y mantener la sonrisa, pese a que por dentro mi fracaso me estuviese quemando las entrañas. Probé a dejarme envolver por la atmósfera déco y la discreta música del piano, pero me irritaba un pensamiento recurrente, más molesto que ninguno. Los cientos de justificaciones que me habían venido a la cabeza por la calle se habían convertido en un torbellino. Estaba desesperado. Sabía que el Soñador no era de esa clase de hombres que acepta un no por respuesta, y la indecisión acerca de la mejor forma de decírselo había dado lugar a una ansiedad insoportable. Su voz, fría y tranquila, penetró en mis pensamientos y me sobresaltó. — ¡No has podido encontrar entradas! —sentenció sin más preámbulo. El tono grave confirmó lo que más temía: el Soñador consideraba que el encargo que me había hecho era una cuestión vital. En un momento, el temor, la humillación y la impotencia se convirtieron en rabia, en una mueca de arrogancia incontrolable. Si sabía que no lo habría conseguido, ¿por qué me lo había mandado? Había hecho todo lo posible por encontrarlas. No había parado un momento del día intentando dar con las dichosas dos entradas. Los miserablesera el espectáculo de más éxito en la historia reciente del West End de Nueva York. El expliqué al Soñador que mi búsqueda había comenzado temprano, aquella misma mañana, con una sonora carcajada del conserje del St. James, al que había preguntado inocentemente si podía reservarme dos butacas para la función de esa noche. «Pero hombre, ¿no lo sabe? —contestó entre risas—. ¡Para conseguir dos asientos para un espectáculo como ese no sé siquiera si basta reservar con tres meses de antelación! Desde aquel momento, mi búsqueda se hizo cada vez más afanosa con el paso de las horas. Como confesé al Soñador, muchas veces me pregunté si no me había hecho un encargo imposible a sabiendas. El Soñador callaba, el mentón ligeramente inclinado sobre el pecho. Estaba aparentemente absorto escuchando mis peripecias, lo que me dio a entender que tenía permiso para contarle todos los detalles de la historia de mi fracaso. Había rastreado en vano todas las taquillas y los despachos de entradas y no había conseguido más que confirmar la información del conserje: desde los palcos hasta los asientos con visibilidad más reducida, las entradas llevaban meses agotadas. Encontrar alguna parecía la cosa más difícil que pudiera imaginarse en Londres. De manera un tanto confusa, sabía en mi fuero interno que lo que estaba en juego era mucho más que aquel fútil encargo, y yo mismo me animaba a no decaer para no dejar de explorar ninguna posibilidad. Mientras se acercaba la hora del té, y con ella el temido encuentro con el Soñador, había acudido incluso a amigos influyentes que tenía dentro 158
La Escuela de Dioses del mundo del show business. Le conté también que había visitado a Lady Ellis durante una pausa de las votaciones en el Parlamento de Westminster, y que ni siquiera por esta vía pude lograr nada. Para llenar todo el tiempo, seguía relatando episodios de mi odisea, temiendo el momento en que se desencadenase Su ira o, peor, su burla, cuando el Soñador me interrumpió repitiendo las palabras que había pronunciado al principio: —¡Tú no has podido encontrar entradas! —dijo con el mismo tono, en esta ocasión subrayando el «tú» con la misma irritación que se siente ante una persona que es dura de entendederas. Acercó su cara hacia mí imperceptiblemente y dijo: »Para encontrarlos hubieras tenido que apartarte de tu destino… ¡Encontrarlos te hubiera cambiado para siempre! Me reveló que, contrariamente a cuanto pensase, en el momento mismo en que me había pedido encontrar aquellas dos entradas, la cosa estaba ya resuelta. Esta afirmación me dejó de piedra. ¿Acaso pretendía convencerme de que las dificultades con que me había encontrado no eran objetivas? ¿Y quién mejor que yo sabía qué había hecho y qué no para encontrarlas? Era fácil hablar así, sentado a una mesa del Savoy. ¿Acaso otra persona lo hubiera hecho mejor que yo? »Sigues siendo un hombre hipnotizado por su descripción del mundo. ¡Para ti el mundo es la verdad! —susurró, dejando que se oyera una vena de irritación que daba aún más fuerza a Su voz—. Cuando aquel hombre te dijo que habrían hecho falta tres meses, te diste por derrotado. Desde aquel momento dejaste de buscar las entradas. Quise intervenir para asegurarle que… Un gesto severo del Soñador me dejó helado antes incluso de que pudiese abrir la boca. »A partir de aquel momento dejaste de buscar las entradas. En su lugar, buscaste todas las formas posibles de confirmar esa descripción del mundo, de reforzar tu convicción de que las cosas eran verdaderamente así, que era imposible lograrlo. Cada cosa que intentaste venía precedida de tu resignación. Los «noes» de los que estabas convencido ya estaban esperándote, antes incluso de que llamases a cada una de esas puertas, para dar la razón a tu profecía de fracaso, para que pudieras cumplir la promesa que te habías hecho a ti mismo. —¿Qué promesa? —balbucí. Entre mis horribles certezas se abría paso un poco de luz. Un destello de humildad y, por tanto, de comprensión, me hizo sentir la mezquindad de mi larga retahíla de excusas. —La promesa de llegar ante mí derrotado, pero con la presunción de haber hecho todo lo posible por tener éxito —respondió el Soñador. Dejó que transcurriese una pequeña pausa antes de pronunciar unas palabras que jamás habría de olvidar—. Creer a aquel hombre forma 159
IV. La ley del Antagonista parte de tu obediencia ciega a la voz del mundo. Desde aquel momento, desde que aceptaste su descripción, no te has afanado por vencer, sino por justificar tu derrota. Es la historia de tu vida: una derrota anunciada. Todo el día pasó por delante de mis ojos como las imágenes que ve el que está a punto de morir. No obstante, no se veía la secuencia de los acontecimientos, sino los estados de mi mente, los pensamientos y todo aquello por lo que había pasado mientras intentaba encontrar aquellas entradas. Reviví mi falta de confianza en mis propias capacidades, aquella sensación de insuficiencia, el miedo de verme superado, el empeño en culpar al mundo por ser inexplicablemente hostil y a «los demás», que parecían estar escondiendo a propósito esas entradas para que no las encontrase, y, por último, mi sentimiento de culpa. Me di cuenta del amasijo de emociones desagradables que se había apoderado de mí durante todo el día, y que seguían correteando dentro de mí a su antojo. Las palabras del Soñador me estaban enfrentando a mi actitud de siempre. Aquella empresa, banal en apariencia, había dejado al descubierto las heridas más profundas y revelado límites que sentía aún más dolorosos ahora que podía ver su insignificancia. La maestría del Soñador había plegado el mundo, había puesto el universo a trabajar para que yo pudiera verlos y superarlos. Al mismo tiempo que me daba cuenta de la grandeza de aquella oportunidad, de su carácter excepcional, crecía en mí la tristeza por no haberla aprovechado. En el tira y afloja entre la realidad y su proyección ilusoria, entre la visión del Soñador y el mundo como yo me lo había descrito desde siempre, había vuelto a vencer la ilusión, lo inexistente. El mundo seguía siendo la verdad. Su poder hipnótico era demasiado fuerte y la presencia del Soñador aún demasiado débil. »Lo tuyo no ha sido un fracaso, sino el resultado de un fracaso, el reflejo de una falla interior, de una circunstancia del Ser. En la vida no hay fracasos, sino sólo efectos. ¡Para encontrar esas entradas hubieras tenido que cambiar tu pasado! —añadió el Soñador con un tono que reflejaba mi nueva actitud. Lo que antes había considerado una exageración insostenible, ahora me parecía la verdad más pura y clara—. Si hubieses sido capaz de mantenerte fiel al Sueño, habrías cambiado tu destino —dijo con una dulzura cruel, como hablando al representante de una humanidad permanentemente derrotada. Después, añadió con un susurro: »La bella en el bosque durmiente es el soñador en tu interior que sabe. Sentí que amaba a aquel Ser más que a nada en el mundo. Amaba aquella lucidez que experimentaba ahora con él, y a la que me habría aferrado uñas y dientes con tal de no perderla. El mundo de la integridad, de las soluciones, me había dicho: ¡venga, ya está hecho! El mundo de la división, de la conflictividad, de la complejidad, me había dicho: ¡es imposible! 160
La Escuela de Dioses Había obedecido a la descripción del mundo creyendo en ella e identificándome con la parte más baja y más pobre. «El sueño es lo más real que existe», pero yo lo olvidaba continuamente. »Para no dejarte corromper hubieras tenido que derrotar dentro de ti la conciencia de la escasez, la conflictividad, el victimismo, el sueño hipnótico que hace de ti un ser dependiente, miedoso, dubitativo, infeliz… La fe indestructible de los hombres en la descripción del mundo es el origen de su fragilidad, la explicación última de lo que acontece en sus vidas y del papel que le ha sido asignado a cada uno de ellos en el teatro de la existencia. ¡También la enfermedad es una mentira que el mundo nos cuenta! Enfermamos porque se nos ha descrito la enfermedad y, así, envejecemos y morimos por imitación, sin cuestionarnos jamás si es algo real —denunció el Soñador. La elevación del tono y la especial emoción que hacía vibrar sus palabras indicaban que no se dirigían sólo a mí, sino a una inmensa audiencia invisible. »El hombre común no sueña, obedece ciegamente a un relato hipnótico de la existencia. Ha olvidado su integridad, su naturaleza de creador, porque no tiene acceso a sí mismo. ¡No se conoce! Lo que sueñes, ocurre. Si empiezas a conocerte a ti mismo, entenderás por qué el mundo es como es. ¡Ahora sabes por qué el mundo es así! ¡Porque es así como tú lo sueñas! Falto de páginas en el cuaderno, anoté estas palabras sobre un menú del Savoy, y durante unos minutos no hice más que cubrirlo de apuntes sin dejar un solo hueco. Seguía escribiendo cuando vi que hacía un gesto para llamar la atención del maître. »Vámonos —me ordenó, levantándose sin añadir nada más. 13. En el teatro con el Soñador Nada más salir, emprendimos el camino a pie. Imaginé que tomaríamos un taxi, pero el Soñador continuó apresurando el paso y yo lo seguí. Era la primera vez que lo había visto con prisas. Aunque yo me consideraba en buena forma, varias veces tuve que darme prisa para no quedarme atrás, y el Soñador siempre volvía a adelantarme, marchando a toda velocidad. Yo corría todos los días alrededor de mi isla en el East River, había participado en algunos de los maratones más duros, como el de Oakland, y en carreras extremas, como el Trofeo Pepsi en Central Park, durante el cual recorrí 310 millas en bicicleta en 24 horas sin parar. Y aun así, me costaba seguir el paso del Soñador, que no parecía estar haciendo ningún esfuerzo. ¿Hacia dónde nos dirigíamos? ¿Qué era tan importante como para hacer que el Soñador se apresurase? ¿Qué nos esperaba? Me hubiera gustado preguntárselo, pero no me atreví, ni habría tenido aliento suficiente para hacerlo. De repente, con la agilidad de un chaval, el Soñador, aceleró y alcanzó a un autobús, uno antiguo de dos cubiertas que volvía a 161
IV. La ley del Antagonista emprender la marcha justo delante de nosotros. Corrí más deprisa, pero no habría conseguido subir a bordo si el Soñador no me hubiese alargado el brazo y levantado casi a pulso. Estrechando su mano, lo miré a los ojos. De pronto, me vi trasladado a los años de mi infancia en Nápoles. Volví a ver mi pandilla de amigos, las carreras a la desesperada en Mergellina, las persecuciones por las vías del tren, y cómo saltábamos para acomodarnos en los parachoques de los tranvías. A los 10 años había que saber hacerlo a la perfección para poder ser aceptado entre aquellos pequeños guerreros y compartir su existencia llena de emociones y riesgos. En aquella ocasión algo salió mal. Corriendo a toda velocidad, había enganchado el parachoques, aquella especie de amortiguador de hierro que llevaban en la parte posterior, y estaba a punto de saltar encima cuando noté que el tranvía había acelerado. No me arriesgaba a soltar la presa, pero tampoco a saltar encima. Sentí como crecía mi desesperación al tiempo que las piernas estaban a punto de fallarme. Un brazo delgado pero fuerte salió de la ventanilla trasera y me tomó por la muñeca. Salté y me salvé. Los ojos de aquel chiquillo, que reían tranquilos, eran los mismos, eran los Suyos. ¿Cuántas veces, en cuántas circunstancias, me había encontrado antes con el Soñador? ¿Cuántas veces había intervenido en mi vida? En esta ocasión la sorpresa superó mi capacidad de ocultarla y, mientras recuperaba el aliento, mi expresión debió de parecerle tan graciosa que se sintió obligado a revelarme al menos una parte de aquel viaje tan misterioso. —Estamos yendo al teatro —dijo divertido, como nunca lo había visto antes— y no quisiera que nos perdiésemos el comienzo de la representación de esta noche. Imaginé que se trataba de una ópera de Samuel Beckett, de Brecht o de Chejov, los únicos espectáculos para los que habría sido posible encontrar un par de entradas a aquella hora. A menos que… La explicación se abrió paso como una espada de luz. Claro, sólo podía ser eso. Estaba casi seguro. Cuando después reconocí el teatro a lo lejos, no me quedó duda alguna. ¡Menuda jugada! El Soñador me había hecho remover cielo y tierra por Londres mientras había tenido las entradas en el bolsillo todo el tiempo. Cuando le manifesté el descubrimiento que había hecho no pudo evitar reírse abiertamente. —¡No tengo entradas! —dijo, acercándose a la puerta del autobús y preparándose para bajar. Me hundí. ¿Acaso no me había creído? ¿No había logrado hacerle entender que era del todo imposible encontrar entradas para ese espectáculo? —No puede ser —respondí, manteniendo el equilibrio agarrándome a un estribo y preparándome a salir del autobús con Él—. Es imposible que encontremos entradas, sobre todo ahora. El Soñador me calló con un gesto de irritación. 162
La Escuela de Dioses —Preocuparse, dudar y sufrir es para los que no sueñan, para los que no aman. Es la rutina cotidiana de aquellos que viven hipnotizados por el mundo de la racionalidad, por el mundo de la superstición. Y añadió, de nuevo con tono grave: »Son los síntomas de una psicología fragmentada, las manifestaciones de una falla en el Ser que vaticina desastres, fracasos y derrotas que ya están en marcha en el mundo de los acontecimientos. Aquellas palabras me produjeron un intenso sentimiento de humillación. En el teatro de la existencia, había quedado prisionero en el papel del aguafiestas, en el casillero del hombre «racional», coherente, que con el paso del tiempo había empezado a provocarme náuseas, pero del que no lograba escapar. El Soñador descendió del autobús y yo lo seguí. A pocos pasos divisé el centelleo de las luces de la entrada del teatro. Se percibía la atmósfera mágica que rodea a las grandes representaciones. Una multitud se agolpaba aún frente a los carteles, que con el trasfondo de una escena épica de la insurrección parisina de 1832, mostraban una bandera revolucionaria ondeante y, en primer plano, la figura harapienta y serena de la heroína, trasunto del mito del pillo Gavroche. El espectáculo estaba a punto de empezar. Al ver que comenzaba a dispersarse la multitud de personas que había venido a buscar entradas y cuántas de ellas se marchaban decepcionadas, sentí de repente como si un rayo, un oscuro meteorito, atravesase mi Ser produciéndome esa cobarde satisfaccióndel agorero que ve confirmadas sus dudas, el efímero triunfo, la alegría ruinde quien ve materializase los miedos que anunció. Junto a esto, también me invadió ese sentimiento de vileza reforzada que siente la plebe, la canalla, al ver ejecutar a los héroes. Tuve en aquel momento la certeza de que aquel oscuro rincón de mi Ser había sido responsable, a lo largo de los siglos, de crímenes horribles; de que de aquella sombra que anidaba en esos pliegues del alma habían surgido guerras y atrocidades, destrucción e inmensos sufrimientos. Abrumado por la repulsión y el horror que sentí de mí mismo, se me cortó la respiración, y por unos momentos observé la verdadera materia de mi Ser a través de aquella brecha que se había abierto en mi conciencia. Entretanto, había perdido de vita al Soñador. Lo encontré y fui junto a Él. Durante unos segundos observé con Él cómo la gente se dispersaba, hasta que frente a la entrada del teatro no quedó más que una pareja, una mujer madura, gruesa y de corta estatura, acompañada por un joven alto y fuerte. Después nos enteramos de que eran madre e hijo, americanos, y que estaban esperando a unos amigos. Estaban elegantemente vestidos y tenían un aspecto aristocrático, ese aire de autoridad y seguridad de quien gobierna su propia existencia. El joven, claramente más acostumbrado a los grandes espacios que a la ciudad, soportaba con 163
IV. La ley del Antagonista estoicismo pero evidente molestia, la presión de la pajarita y la incómoda elegancia del esmoquin. Tenía dos entradas en la mano. 14. Los miserables Desaparecido el gentío, quedábamos en el vestíbulo sólo nosotros y aquella pareja. Nuestras miradas se cruzaron y pude detectar una señal fugaz de reverencia hacia el Soñador, casi como una inclinación de cabeza interior, como hubiera cabido esperar en un encuentro entre personas que reconocen que pertenecen a clases diferentes de una jerarquía invisible. Pensé en las muchas veces que había visto al mundo «reconocer» al Soñador y mostrarle respeto con la misma sensibilidad y gratitud con la que una planta advertiría la presencia de quien la cuida su raíz y la alimenta. Estos pensamientos me trajeron a la memoria un episodio ocurrido en Nueva York. Me encontraba con el Soñador en un ascensor que, a lo largo de su recorrido, fue llenándose de personas. Al salir, el Soñador me hizo notar que la verdadera diferencia entre aquellos hombres y mujeres estribaba en la mayor o menor turbación que habían experimentado durante aquella pequeña eternidad entre planta y planta. Me explicó que, aunque fuese por unos pocos segundos y sin que nadie fuera consciente de ello, en el ascensor se había establecido una jerarquía, una pirámide de la responsabilidad, y cada uno se había colocado en el peldaño que le correspondía, desde la base hasta la cúspide. Donde quiera que se encuentren, durante unos instantes o varios años, los hombres ocupan niveles diferentes de una pirámide invisible conforme a un orden interno, matemático, una jerarquía planetaria hecha de luminosidad, de órbitas, de masa y de distancia respecto a su sol. Existen grados y niveles del Ser. Es una ley universal. Empezamos a conversar con la pareja americana. Nos dijeron que estaban extrañados porque sus amigos nos se habían presentado. Mientras progresaba la conversación, me di cuenta de que la expresión de la señora cambiaba y la vi sentirse cada vez más aliviada, más serena, casi eufórica. El inicio del espectáculo era inminente y no tenía sentido seguir esperando. Dirigiendo al Soñador una enorme sonrisa que mostraba que aquel cambio de planes no le disgustaba en absoluto, la señora nos invitó a entrar con ellos. Tenían los mejores asientos, que habían reservado antes de salir de los Estados Unidos. Todos mis intentos por 164
La Escuela de Dioses que aceptasen que les pagásemos las entradas fueron rechazados con cortesía y firmeza. Éramos sus invitados. Nunca habría de acostumbrarme por completo a la milagrosidad que parecía rodear constantemente al Soñador. Me hubiera gustado decirle algo, disculparme por mi escepticismo, pero el Soñador no me dirigió siquiera una mirada, ocupado, como parecía estar en una interesante conversación con la señora, que entraba con Él apoyada en Su brazo. ¿Cómo era posible que aquellas dos entradas nos hubieran estado esperando? Mi mente vacilaba ante la idea de que aquella pareja de americanos, el contratiempo de sus amigos, incluso su viaje a Europa, hubiesen sido creados por el Soñador, hubiesen sido materializados en aquel momento, allí, ante mis propios ojos. Su maestría estaba transformando para siempre mi forma de ver el mundo. Después de tomar cómodo asiento en las primeras filas, mientras las luces se apagaban, el Soñador me susurró al oído: —Creer y ver es lo mismo, como ser y llegar a ser. Con el tiempo verás todo aquello en lo que crees y cumplirás todo aquello con lo que sueñas. En la penumbra del teatro, aquellas palabras susurradas evocaron la magia de un coro antiguo. Sentí elevarse mi espíritu con la sensación de pureza, de liberación, que precede a la solución, que es la verdadera sanación, la alquimia de la expiación que la antigua tragedia provocaba en los espectadores al resolverse de acuerdo con las leyes de la justicia. »Para creer debes ser íntegro, impecable. La grieta más pequeña en el Ser, la sombra de una duda, te devolverá a las filas de los que han de morir, de los derrotados, de los millares de seres humanos que han renunciado a su derecho de creador y bien atrapados en el infierno del tener que ver para creer. El Soñador llevaba mucho tiempo preparándome y, sin embargo, experimentar directamente que el mundo lo creamos nosotros era como perder el equilibrio al borde de un precipicio. Todo hombre es un creador… El mundo es un chicle… Lo que sueñas, ocurre… Entendí que la humanidad sufre porque ve el mundo en desorden. Creer y ver son lo mismo, pero los hombres los perciben como cosas distintas, separadas por el tiempo, y esperan a ver para creer. El sufrimiento y el dolor existen porque son el único modo que la humanidad conoce para colmar esta brecha ilusoria. Cuando se funden en un hombre el ver y 165
IV. La ley del Antagonista el creer, desaparece de su vida también el sufrimiento y el dolor, que quedan desterrados para siempre de su universo personal. »Creer para ver es la ley del creador, el principio de quien gobierna, la ley inmutable del rey —dijo mientras se elevaba el telón—. Creer pertenece al arte de soñar, y es la característica más íntima del soñador. En la raíz de la palabra creer está «crear». El Sueño es lo más real que existe… Siguió hablando, aún más bajo, hasta que su voz pasó a ser poco más que un bisbiseo. Me costaba entender lo que decía, pese a que oía claramente la importanciade lo que estaba compartiendo conmigo. A propósito de Los miserables, me dijo: »Presta atención. Más allá del patetismo propio del siglo diecinueve, esta historia encierra una gran lección acerca del Antagonista… Es una parábola universal acerca de la humanidad entera. Es la historia de un hombre que no sabe perdonarse por dentro, ¡como tú! Los miserables era la versión musical de la historia de un antagonismo implacable: la cacería llevada a cabo durante años por parte de un policía con un sentido del deber inflexible, el fanático Javert, con objeto de poner ante la justicia a Jean Valjean, un preso fugado, condenado a veinte años, y después a cadena perpetua, por haber robado pan. En la historia, el perseguido, Jean Valjean, simboliza la generosidad, la bondad del individuo humillado, violentado por la injusticia de la sociedad y la crueldad de sus leyes. El trasfondo del relato muestra la hazaña épica y desesperada de toda una nación, la vida en los bajos fondos parisinos, la insurrección de 1832 y la batalla de Waterloo. Conocía aquella historia desde niño porque a mi padre, Giuseppe, le gustaba contármela. Aún recuerdo cómo se emocionaba al llegar al punto en que Jean Valjean, en vez de dejar morir a su perseguidor y liberarse de una vez por todas de aquel fanático, le salva la vida contra todo pronóstico. La generosidad de esta acción trastorna de tal manera la descripción del mundo del intransigente policía, que, incapaz de seguir conviviendo con sus valores, y subvertidas sus más hondas convicciones acerca del bien y del mal, se suicida. »Javert‐Valjean, hasta los nombres se parecen. Son la misma persona —me reveló el Soñador—. Cuando finalmente se perdona en su interior, cuando salva a Javert, cuando armoniza los contrarios dentro de sí mismo, queda preparado para enfrentarse a un Antagonista más inteligente y poderoso. El viejo Antagonista, superado y comprendido, deja de tener razón de ser, desaparece y se mata. En realidad, jamás había existido, salvo como materialización de una sombra, de la falta de integridad de su Ser. El fuerte eco de las palabras de aquella enseñanza intemporal hizo vibrar cada átomo de mi Ser. 166
La Escuela de Dioses »El único enemigo habita dentro de ti. Fuera no existe enemigo alguno al que puedas acusar o perdonar, como tampoco ningún mal capaz de dañarte. No temas al Antagonista. Es tu mejor aliado. Es quien te indica el camino más corto hacia el triunfo. Su único propósito es que tengas éxito. Cuando volvieron a encenderse las luces, el Soñador ya no estaba, y pasé el resto de la velada con mis nuevos amigos americanos, pero con la mente puesta en Él y en sus extraordinarias enseñanzas. Desde la noche de los tiempos, desde el momento en que la primera chispa de pensamiento atravesó la conciencia del hombre, han existido buscadores y escuelas del Ser, escuelas de preparación interior. La Escuela de Pitágoras, la Academia de Platón, el Liceo de Aristóteles, la escuela de Plutarco, el cristianismo temprano y las más grandes escuelas de la antigüedad, todas ellas forjas del espíritu, habían encontrado en el Soñador a su máximo exponente, la razón de su existencia y la continuidad de su misión. Capítulo V Adiós a Nueva York 1. Por las calles de Manhattan La sede de la ACO ocupaba los nueve pisos de un elegante edificio, una joya de mármol y acero inoxidable entre los rascacielos de Park Avenue. Desde Roosevelt Island llegaba a la calle 60 por tren ligero en cuatro minutos, y desde allí caminaba unas cuantas cuadras a través del corazón de la vibrante Manhattan. Por el camino, la muchedumbre conseguía engullirme y arrastrarme por las calles y las aceras como si se tratase de un río que por orillas tuviera rascacielos de miles de ojos de cristal. Habían pasado algunas semanas desde nuestro último encuentro, pero Sus palabras, cual preciosa sustancia viva, seguían actuando en mí con una fuerza desconocida. Las sentía transformarse en glándulas, tejidos y órganos capaces de destilar una química de atención, de vigilancia. Todo empezaba a aclararse. Aquella masa humana que hasta aquel momento me había parecido un todo indiferenciado, se demostraba variada en sus colores, en su energía, en sus frecuencias. Observando a las personasalrededor de mí a través de los ojos del Soñador, me di cuenta de que el más pequeño detalle delata la posición que cada uno de nosotros ocupa en la escala del Ser y nuestro papel en el mundo. Todo está conectado con todo lo demás. Nada hay separado. Caminaba y sentía a aquella multitud respirar conmigo como un mismo e inmenso Ser. Podía sentir sus miedos, respirar sus estados de ánimo. Podía escuchar sus pensamientos. Me 167
V. Adiós a Nueva York percaté de cuán fielmente quedaban al descubierto a través de su vestimenta, de sus movimientos, de sus actitudes, de su forma de caminar, del trabajo que los esperaba y al cual se dirigían con prisa. Sus visiones, sus aspiraciones, eran tan limitadas como los papeles en los que la existencia los había confinado milagrosamente. Es el nivel de nuestro Ser el que crea nuestra vida, y no al revés. Estrechaba contra mi pecho estas palabras Suyas como un escudo o un talismán mientras cruzaba por entre aquel amasijo humano al que nunca antes había sido consciente de pertenecer. Oía el canto de dolor que se elevaba de cada una de aquellas células. Por primera vez escuchaba el incesante monólogo interior de una humanidad que no sabe. Sentía su dolorosa soledad mientras pasaban a mi lado, escuchaba su rumor, parecido al batir de alas de millones de insectos. Antes de conocer al Soñador me gustaba sentirme parte de esa gente, amaba aquella ciudad. Vivía cada uno de sus rituales. Me sumergía en los mercadillos callejeros más atestados, esperaba largas colas para hacerme con una entrada para los espectáculos más solicitados. Caminar codo con codo con millares de desconocidos, vivir con millones de seres en una metrópoli, trabajar para una gran empresa, siempre me había reportado una sensación de seguridad, de pertenencia. Ahora, una nueva lucidez eliminaba todo compromiso. Era capaz de «ver» a través de ellos, y en ese acto, como si se tratara de un espejo de feria, me veía a mí. Reconocía la común condición de ser prisionero de distintos papeles, máscaras tragicómicas marcadas por una mueca perpetua de dolor que no cesa jamás, ni siquiera al reír, máquinas accionadas en el sueño por mezquinas fantasías y deseos fútiles. Había aprendido del Soñador que los demás son nuestra proyección. Yo era aquellos hombres y mujeres. ¡Estaba rodeado de un millar de espejos! En ellos mi imagen se reflejaba hasta el infinito, fragmentándose en mil caras que eran siempre, dolorosamente, la mía. Caminando, observaba la baba de emociones, la estela de pensamientos que dejaba tras de sí cada uno de aquellos seres humanos, semejante al rastro pringoso de una babosa gigante. Yo también era uno de aquellos seres distraídos que veía pasar a mi lado, encerrados en una esfera de preocupaciones y de egoísmo. Era una gota en aquel río Estigio que discurría inconsciente por entre los rascacielos, que invadía las calles y las recorría aproximándose sufriente a su mortal destino. Sólo una cosa me distinguía. Había conocido al Soñador. Ahora sabía que quedaba pendiente una revolución. En aquella dirección, con Su ayuda, estaba dando los primeros pasos. Entre miles de rostros, ninguno estaba dirigido hacia el cielo. De nada hubiera servido buscar un semblante libre, una mirada atenta, la señal de un ser humano vivo que sintiese una 168
La Escuela de Dioses brizna de gratitud por la oportunidad de estar en el mundo, de formar parte de este maravilloso universo. En vano, el espejo de mi atención esperaba un aliento que lo empañase, una boca de la que emanase una señal de vida. A mí regresaba en ráfagasuna visión encantadora. Volvía a ver a aquel niño que aferrado a Giuseppona admiraba fascinado el circo del mundo, grande y variopinto. Entonces, igual que ahora, miraba alrededor de mí en busca de compañeros de juego. Pero en Manhattan quedaban tantos niños como en el reino de Herodes. Una mañana nevada vi a un joven negro, esbelto y bien vestido, con aspecto europeo, al que una luminosidad especial distinguía de la muchedumbre. Igual que en los setos de Central Park, sobre la corona pelo rizado que enmarcaba su rostro, se habían depositado copos de nieve. Tuvimos ocasión apenas de intercambiar una sonrisa al cruzarnos. Tuve la impresión de que él también «sabía», de que me «reconocía». Fue un sentimiento fugaz, pero por un instante alimentó la esperanza de que no me encontrase solo en aquella ciudad inmensa, de que entre aquellos seres jadeantes, en el torpor de aquella humanidad inerte, existieran corpúsculos latientes, células vivas. Desde que el Soñador me abriera los ojos respecto a la condición del empleado y me la mostrase como el equivalente moderno de la esclavitud, veía aquel ejército de hombres y mujeres marchando a trabajar como un enjambre de insectos impulsados por una necesidad ciega. Todas las mañanas los veía abarrotar plantas enteras de los rascacielos, ocupar millones de celdas, pequeñas como alveolos, que llenaban con su zumbido. Dentro de sus glándulas transportaban una especie de vida en estado legamoso: un cargamento de pensamientos oscuros y el denso jarabe de sus emociones. Y mientras que yo también me dirigía a ocupar mi propia celda, pensaba en la infinita población de este planeta, condenada, como yo, a pasar en una empresa la mayor parte de su vida a cambio de un sueldo. Me preguntaba cuál sería el significado evolutivo de todo aquel esfuerzo y hacia dónde se dirigían los afanes de tantos hombres encasillados en el espacios hipnótico de sus puestos de trabajo. Los veía dentro y fuera de sus organizaciones, acongojados por el miedo. Reconocía en ellos mis propias angustias, mi infelicidad. Por debajo de la fina película de aparente racionalidad, veía ocultarse la lógica conflictiva, el pensamiento destructivo, aquel impulso de muerte que nos empuja incesantemente a hacernos daño, primero a nosotros mismos, y luego a los demás. Debajo de capas de emociones sedimentadas a lo largo de los siglos, acertaba a ver aquella polución del Ser, producto de la ansiedad, de las dudas, de la inseguridad y de un miedo sin límites, tanto a la vida como a la muerte. Me embargaba el terror más absoluto sólo de pensar que sin el Soñador habría vuelto a formar parte de aquella estirpe de muertos vivientes. 169
V. Adiós a Nueva York Una vez le pregunté qué querían decir los adjetivos «ordinario» y «horizontal» aplicados, como Él hacía a menudo, a los hombres: «Son hombres y mujeres que estudian, enseñan y trabajan, que tienen hijos y los crían, que diseñan y construyen carreteras y rascacielos, que escriben libros, fundan iglesias, que ostentan cargos en el sector público y en el privado, incluso en los niveles más altos… Y todo eso, en un estado de hipnosis profunda», fue su inolvidable respuesta. Tras una estudiada pausa de efecto, añadió: «Andan a tientas en su letargo, permanentemente encerrados en una esfera de olvido e infelicidad». Cada vez que recordaba aquellas palabras y sentía aquel destino cernirse sobre mí, siempre presto a absorberme de nuevo, mi Ser se me encogía en un puño con el único, inmenso, deseo de evadirse, de serrar los barrotes de aquella prisión y huir. «Cuando has “visto” el juego, no puedes volver a formar parte de él», me había confesado el Soñador. Y yo sentía que por doloroso que fuese la «tarea» de dar la vuelta a la visión ordinaria del mundo, la mía estaba cambiando y hubiera sido imposible volver atrás. Ahora sabía que era posible ser amo del propio destino. Por fin sentía que podía abarcar, que podía gobernar, mi existencia. El mundo de las empresas y de los negocios, que desde siempre me había fascinado por su despiadada concreción, así como todo aquello por lo que llevaba trabajando tantos años: mi carrera, el éxito, mi familia, el dinero, comenzó a tomar un nuevo significado. Incluso Nueva York, ciudad que había amado y deseado tanto, a menudo se me antojaba un universo de cartón piedra, ruidoso y fútil como un circo, con el mismo intenso hedor a pobreza polvorienta y vagabundeo. Para el Soñador, el universo físico, desde los insectos hasta las galaxias, así como todo aquello que es exterior a nosotros —el mundo visible—, pero también lo que no vemos ni podemos tocar, es el microcosmos; el mundo del Ser es el macrocosmos. En el microcosmos todo es lento. Existen obstáculos, límites, prioridades que deben ser respetadas. Es el dominio del tiempo, por el que marchan los hombres en fila india como siguiendo una raya imposible de cruzar. Dedícate al Ser. Sólo en tu interior, con los ojos cerrados, podrás volar y soñar, elevarte por encima del plano de lo ordinario e ir más allá. El verdadero actuar es el «no hacer». Pierde un milímetro de ignorancia, y sentirás tambalearse los cimientos de las jerarquías de los negocios y de los templos de las finanzas con sus ejércitos de esclavos y sacerdotes. 170
La Escuela de Dioses De pie, como estaba, junto al borde de este mundo, observé con los ojos abiertos de par en par lo que había de llegar y qué puesto había de desempeñar yo en ello. Me hubiera gustado capturar aquella visión, mantener aquel maravilloso y terrible estado de desapego que me estaba permitiendo «ver». Temí que pudiera perderlo en cualquier momento y volver a ser engullido por la máquina del mundo, reabsorbido por su inercia giratoria. Estaba seguro de que si hubiese podido mantener ese desapego solamente un poco, me habría convertido definitivamente en un extraño para aquel mundo, como una hormiga sustraída durante un par de días a la hipnótica influencia del hormiguero. Para cambiar la naturaleza de los acontecimientos hace falta cambiar nuestra visión. Un día el universo material se convertirá en nuestra obra maestra, la imagen especular de la voluntad recobrada, la materialización perfecta del Arte de soñar. El recuerdo continuo de las enseñanzas del Soñador, el trabajo de autoobservación, de estudio, los experimentos que realizaba con la comida, el sueño y la respiración, la carrera matutina y los demás ejercicios físicos, el silencio, todo ello estaba logrando resquebrajar el cascarón en que me hallaba recluido. A través de una de sus grietas se filtraba ya la luz de una nueva existencia. 2. Los instrumentos del Sueño Jennifer fingió durante días no darse cuenta de nada. Al principio, cada vez que el sonido del despertador me convocaba para una nueva carrera, se limitaba a girarse hacia el otro lado. Para ella era sólo cuestión de tiempo que la pereza y las viejas costumbres volviesen a apoderarse de mí, como el perro cazador atrapa entre sus fauces al ave abatida. Intenté explicárselo. Sin mencionar al Soñador, procuré hacerle entender un poco la revolución que había estallado en mi interior y el mundo invisible en que me estaba adentrando con pasos pesados. Fue inútil. Aceleré. Cuanto más deprisa iba yo, más se comprimía el tiempo. Era increíble lo mucho que podía hacer en aquella hora y cuántas cosas conseguía abarcar. Cuanto más rápido me volvía, más energía tenía y más lograba hacer avanzar la investigación que había pasado a ser el centro de mi vida. Ganando velocidad en la carrera, acelerando cada uno de mis movimientos, robaba tiempo al tiempo. De forma prodigiosa, aquella hora de las mañanas se dilató, y con ella también mi trabajo sobre mí mismo. Al final, un momento de reflexión sobre alguna de las ideas del Soñador anotadas en mi omnipresente absorbía los últimos minutos de 171
V. Adiós a Nueva York aquella hora y me conectaba a Él, dándome orientación, una especie de viático para el resto del día. Para el Soñador, vivir en el instante es lo más precioso que hay en la vida de un hombre. Me esforcé por potenciar el «aquí y ahora» como una disciplina que hubiera que practicar constantemente. En tu vida cotidiana, sal de la dimensión temporal tanto como puedas. La autoobservación es el remedio. Cada vez que te des cuenta de que no estás presente, estarás presente. Todas las mañanas me proponía no alejarme del instante, mantener al menos durante parte de la jornada esta química especial de la atención. Por desgracia, bastaba regresar a la rutina del trabajo para olvidarlo y ser cautivo de miles de pensamientos. Al relajar mi estado de vigilancia, igual que un dique que cediese, me invadían las preocupaciones, la ansiedad y las imaginaciones negativas, frente a las cuales me transformaba en un enano monstruosamente pequeño. Sólo de vez en cuando, como si despertase de una pesadilla, me percataba de que me había transformado en una especie de colador por cuyos agujeros se escapaba el Ser a raudales. Mediante la observación de sí mismo el hombre penetra en los meandros más oscuros de su Ser. Sólo entonces es posible una verdadera transformación. Sólo entonces encontrará el significado de su existencia. La observación de mí mismo y mis carreras matinales me hicieron descubrir la conexión que existe entre el cuerpo, las emociones y el pensamiento. Es imposible alimentar una preocupación o mantener el malhumor si la parte física del sistema está siendo impulsada a una velocidad más alta. Los estados más bajos del Ser eran capaces de sobrevivir solamente si uno se acomodaba en los niveles más densos y lentos de la existencia. A su vez, el modo de pensar y la calidad de las emociones producen, inevitablemente, un efecto sobre lo físico. El esfuerzo deliberado por aligerar un pensamiento o por transformar una emoción puede modificar con la velocidad propia de un aparato electrónico una condición física e, incluso, alterar aspectos físicos. El pensamiento, las emociones y lo físico demostraban ser un único universo compuesto por mundos concéntricos relacionados entre sí en los que los mismos acontecimientos propagan sus efectos con velocidades y tiempos tremendamente 172
La Escuela de Dioses distintos. Entendí cuán difícil hubiera resultado este trabajo de autoconocimiento y transformación su hubiese empezado por las partes más sutiles y veloces del Ser en lugar de intervenir sobre el plano físico. Si incrementas la vibración de tu cuerpo, el mundo entero se elevará hasta una frecuencia en que desaparecerá toda lucha, toda división y todo conflicto, y en que únicamente existirá la armonía, la verdad y la belleza. Elimina las limitaciones desde dentro. Ordena a los cuatro vientos que eres tú la causa la causa de todo y de todas las cosas e inunda el universo entero con tu luz interior de vida y de poder. Correr me hizo prestar más atención a la respiración. Pese a ser la función que nos es más familiar y más vital, casi nunca somos conscientes de ella. La respiración acompaña a todas las funciones de nuestra vida, sigue el ritmo de nuestros pensamientos, se modula con la intensidad de las emociones y del esfuerzo físico, y conecta todas las fibras del Ser y nuestros centros vitales. Vivimos la vida respirando de forma corta y superficial. Raramente sentimos gratitud hacia nuestra respiración y reconocemos la deuda que hemos contraído con la primera bocanada de aire que dimos. «Un día sabrás qué hay que hacer para transformar el mundo, para elevar tu nivel de responsabilidad mediante los instrumentos del Sueño: el pensamiento y la respiración», me había dicho el Soñador. No es casualidad que las palabras respuesta, respiración y responsabilidad compartan la misma raíz latina y el mismo étimo. «El mundo se moldea con tu grado de responsabilidad —me dijo en aquella ocasión, entrando en el remolino de mis pensamientos, mientras la magia de aquel descubrimiento me hacía volar—. La amplitud de la aspiración y la respiración de un hombre se corresponden con su grado de responsabilidad y determina todo aquello que es capaz de poseer y de hacer. Uno puede poseer sólo aquello de lo que es responsable». A través de las palabras del Soñador, el equilibro fundamental que existe entre el ser y el tener estaba demostrando ser una ley capaz de explicar el mundo. El alcance de aquel descubrimiento era tal que se me cortaba la respiración cada vez que encontraba una nueva prueba de su universalidad. La ecuación establecida entre responsabilidad y riqueza, entre ser y poder financiero, señalaba también el límite de lo que se puede dar o confiar a un hombre, y la medida de lo que es capaz de poseer, de comprender y de contener. Un día habría de 173
V. Adiós a Nueva York compartirla con mis alumnos demostrando cómo su aplicación abarca también a las organizaciones, a las naciones y a las civilizaciones. Incluso en el mundo animal, una especie de «etología del tener» asignaba mandíbulas y garras mortíferas a aquellos animales poseedores de un sistema nervioso más desarrollado, y armas progresivamente menos poderosas a los pertenecientes a niveles inferiores. La naturaleza nunca daría a una tórtola, que mata a sus enemigos arrancándoles las plumas a picotazos, las garras y la fuerza de un león, que se rige por la ética del cazador más honorable y vive en simbiosis, en una relación mutuamente provechosa, con sus presas. Desde el reino animal hasta las sociedades humanas modernas, en ninguna organización está consentido tener armas ni, en general, un poder ofensivo superior a la propia capacidad de control. 3. La mentira Día tras día ganaba en capacidad respiratoria y velocidad, y con ello aumentaba también la liviandad de mi Ser. Llegué así a amar aquel esfuerzo y a bendecirlo por dentro. Continué trabajando también en las demás direcciones que el Soñador me había señalado, procurando aplicar Sus principios a mi vida tanto como me era posible. No pocas veces los entendí mal y los apliqué de manera errónea. Durante un tiempo practiqué algunos deportes extremos, convencido de poder aumentar así mi valentía, mi confianza en mí mismo. «No busques certezas fuera o en los ojos de los demás. No te hagas el valiente —me habría de decir un día el Soñador—. La auténtica valentía consiste en vencer la propia mentira. Deja estos deportes y las empresas temerarias a quien ama sus propios miedos y depende de ellos. Sólo sirven para reforzarlos. En algún lugar, alguien tan mentiroso como tú, está respirando ahora mediante un pulmón de metal, trágico emblema de una humanidad mentirosa». Inmediatamente, me acordé de A.F., el explorador italiano cuyas arriesgadas aventuras me habían fascinado y al que había llegado a conocer personalmente. Recuerdo que, meses antes del incidente, el Soñador me había dicho que su propia mentira terminaría por matarlo por haberse enfrentado a falsos desafíos en lugar de a sus monstruos interiores. «Si quieres ampliar tu vida no hace falta que te expongas a experiencias extremas. Expande tu visión, tus ideas y tus pensamientos mediante el poder de la perseverancia y la sinceridad, y no habrá batalla en la que no venzas». El motivo por el que tantos practican deportes extremos y acometen las empresas más arriesgadas que quepa imaginar, es que las circunstancias peligrosas los fuerzan a experimentar estados de vitalidad intensa, libres del tiempo, de los problemas y del peso del 174
La Escuela de Dioses mundo. Cuando distraerse durante un instante puede suponer perder la vida, no es posible alejarse del momento presente. Pero se trata de circunstancias artificiales que terminan creando un estado de dependencia sacándote de un trance hipnótico para hacerte esclavo de otro. Un día, para vencer tus miedos no necesitarás enfrentarte a los océanos o practicar vuelo acrobático. Desaparecida la mentira, entrarás en el «poderoso estado del Ahora» con la máxima facilidad. Porque vivir en el «aquí y ahora» es el único estado natural, heroico e inmortal del ser humano. Sólo Ahora se puede ser inmortal, ¡y el Ahora es para siempre! ¡Recuerda! Todo ocurre aquí, en este «instante» eterno, en este cuerpo imperecedero. Paradójicamente, todo lo que eres Ahora crea todo lo que siempre has sido y siempre serás. Centra toda tu atención en el Ahora y nada te será imposible. El Ahora es la semilla del universo. El Ahora contiene todas las posibilidades. Para el Soñador, regodearse recordando el pasado o imaginando el futuro es la verdadera causa de todos nuestros problemas. Pronto comencé a ver el resultado de mis esfuerzos. Una mayor lucidez, un espíritu de vigilancia más atenta, me estaba revelando mundos hasta entonces invisibles y me brindaba descubrimientos simples pero revolucionarios. Al observar el número creciente de obesos y la extensión de este fenómeno no sólo en Nueva York y en los Estados Unidos, sino en buena parte del mundo occidental, pedí una explicación al Soñador: —La mentira se oculta tras muchas máscaras. La obesidad es una de ellas. Detrás de esa macabra representación de buen humor y ostentosa generosidad que parece tan frecuente en los gordos, se esconde una renuncia a la vida, un intento de suicidio. La transformación a menudo monstruosa de sus cuerpos sólo es el reflejo más grosero, el síntoma agudizado, de una malnutrición psíquica. Atiborrarse de comida basura y consumir alimentos nocivos o montañas de calorías, son solamente el efecto de una enfermedad del Ser. 175
V. Adiós a Nueva York Cuando informé al Soñador que en los Estados Unidos el número de obesos supera por varios puntos la mitad de la población, dijo: »Es la señal del debilitamiento de la voluntad de todo un pueblo. Una civilización dependiente de la comida que se elimina a sí misma. También su economía, que es una sombra del Ser, reflejará esta dependencia, este ofuscamiento de la voluntad. Dentro de poco tiempo su debilidad hará que la devoren depredadores más veloces, civilizaciones más íntegras. En última instancia, el destino físico está inmediatamente relacionado con el destino mental, emocional y financiero.» Además de una mayor vitalidad, experimenté una sensación creciente de comunión con el prójimo, una disposición a hacer cualquier cosa por los demás, por todos aquellos a los que veía atrapados en una existencia sin escapatoria. Era algo que nunca antes había sentido, una especie de compasión por aquellas criaturas que veía permanentemente ahogadas en la angustia. »¡Basta ya! ―me gritó una vez, embistiéndome con palabras de fuego―. La pena que te tienes a ti mismo usa la condición humana como pretexto para ocultarse tras ella y perpetuarse. Tu vanidad te lleva a creer que estás curado y preparado para curar a otros. Lo único que puedes hacer para ayudar al mundo es despertar de tu propia pesadilla. Deja de creer que el mundo necesita tu ayuda. Deja de creer que el mundo es una víctima desamparada. Deja de creer que el mundo es una realidad externa, distinta de ti. ¡Deja que ayude al mundo quien se ha separado de él! Solo mucho tiempo después llegaría a comprender el significado de aquellas palabras y a abrir los ojos a toda la falsedad que se esconde detrás del altruismo y de todas las clases de ayuda que se promueven desde las instituciones que viven de los sentimientos de culpa de las personas. »Son organizaciones cuyo único fin es perpetuarse ―sentenció el Soñador―. Están especializadas en obtener fondos y acaparar recursos que después malgastan y despilfarran, logrando a duras penas mantenerse a sí mismas. Si dispersas la cortina de humo de la filantropía, en todas sus formas, descubrirás que detrás de los sufragistas y los ejércitos de salvación, detrás de la ayuda en forma de asistencia médica, medicinas y alimentos, se encuentra el más feroz crimen organizado y la actividad más intensa en contra de la humanidad. »No pierdas el tiempo en lamentaciones o falsa piedad. Nadie puede hacer nada por otra persona. Es cada uno, y sólo cada uno, el que provechar la oportunidad. Todo ocurre por una razón y para un fin, que es servirte a ti. Quien no ha derrotado la mentira en sí mismo, 176
La Escuela de Dioses quien no es consciente del autosabotaje que ocurre continuamente en uno mismo, o puede hacer nada por nadie. «El hombre muere porque miente», fue el lema que acuñó el Soñador al término de Su discurso como síntesis de aquel drama humano que es la mentira. El hombre muere porque miente, y sobre todo, porque se miente a sí mismo. 4. Adiós a Nueva York Un día me dio por cantar en la ducha. Reconozco que fue una imprudencia. El Soñador me había advertido de la existencia de carceleros que vigilan nuestra reclusión y que incluso las personas más próximas a nosotros, las más allegadas, son los subalternos más celosos, los guardias más implacables. Aquella señal que lancé tan incautamente, aquel signo de despreocupación, otorgó a Jennifer la prueba de que desde hacía semanas yo estaba planeando mi fuga. Lo asoció a mis nuevos hábitos alimentarios, al hecho de que había recuperado una buena forma física, a que había mejorado mi tono muscular y el de mi piel, mi aspecto en general, mi forma de vestir y también mis lecturas. Y decidió pasar a la acción. Intentó por todos los medios devolverme a mis hábitos pasados, pero mi plan de fuga ya estaba demasiado avanzado. Desde luego, me aguardaban otras jaulas, otras trampas más insidiosas, pero aquellas no. Llevábamos semanas sin discutir. Acusarnos mutuamente, gritarnos, enfurruñarnos para fingir reconciliarnos después, para simular que seguíamos enamorados, habían sido los expedientes con los que habíamos tratado de llenar el vacío de nuestra relación y de nuestra vida, formas de aferrarnos el uno al otro, de confinarnos en un infierno de falsedad y hastío. El intento de reconstruir la familia con Jennifer tras la muerte de Luisa se apoyaba sobre las arenas movedizas de nuestra inmadurez y exigía constantemente soluciones decompromiso para mantenerse en pie. Aquel equilibrio también había acabado por romperse para siempre. Ya no funcionaba nada. El humo mentolado de sus cigarrillos Saint Moritz y el color intenso de su pintalabios habían dejado de formar parte del mundo con el que yo soñaba y que estaba empezando a cobrar forma. Y así, en la festividad del Columbus Day, Jennifer empaquetó sus pertenencias (sería más exacto decir que, fiel al más puro estilo de las separaciones americanas, desvalijo el apartamento casi por completo) y regresó a casa de sus padres en Nueva Jersey, al otro lado del Washington Bridge. Adiós, Jennifer. No la volvería a ver jamás. Por fin, pasaba página. Cuando Giuseppona regresó con los niños y encontró el apartamento vacío, sólo se preocupó por una cosa. De una esquina escondida de la cocina, con una mano apoyada contra el corazón, sacó su vieja cafetera y la besó con exagerada veneración. Era el único objeto que 177
V. Adiós a Nueva York no hubiera querido perder y que, por esa razón, había escondido cuidadosamente. La llenó y la puso sobre el fuego. Después, con la solemnidad de un oráculo, dijo: «¡Esa no era para ti!»Las palabras que escogió, epílogo memorable de mis aventuras de adolescente, y el tono de su voz, conformaron un cómico epitafio que unió a toda la familia en una larga y alegre carcajada. La espontaneidad y la fragancia de aquel momento se fundieron con el aroma del café. No hubiera podido imaginar ni desear un comienzo más favorable o un mejor augurio. La separación de Jennifer supuso para mí, simultáneamente, una muerte y un renacimiento. Fue la consecuencia de haber eliminado un átomo de miedo de mi Ser. Creía amar a aquella mujer, pero lo que realmente amaba era mi sufrimiento y el miedo, que ya se habían hecho familiares e indoloros. Nunca hubiera podido llegar hasta ese punto yo solo. Ninguno puede lograrlo solo. Para abandonar las viejas formas de pensar, las ideas obsoletas, los prejuicios, las supersticiones y las soluciones de compromiso, como las que habían regido tiránicamente mi existencia, hace falta una Escuela, un plan de fuga. Es necesario encontrar a alguien que, antes que nosotros, se haya dado cuenta de su propia cárcel y haya conseguido escapar del relato hipnótico del mundo y de sus sofocantes leyes. A Él va dirigida toda mi gratitud y deseo a todos los hombres que encuentren algún día al Soñador. Sólo quien se coloca frente a su propio horror, quien comprende su propia impotencia, su propio estado incompleto, puede conseguirlo. Escribo para deciros que el Soñador existe y que es el Ser más realcon que me he encontrado jamás. Su mundo de integridad impecable, fuera del tiempo, está más vivo y es más concreto que el nuestro. Y es posible entrar en él. El camino es difícil pero practicable. Es un sendero que conduce hacia la belleza, la verdad y la dicha; una ruta nueva y más rápida a las fabulosas Indias. Algo invisible y poderoso, pero a la vez posible para cualquier hombre, había puesto en marcha un mecanismo maravilloso. El cambio más pequeño en el Ser mueve montañas en el mundo de los acontecimientos. Oí al cabestrante gemir por el esfuerzo de zarpar y al ancla sacudirse su largo cautiverio en el fondo fangoso. Al final de aquel viaje no me esperaba un pequeño archipiélago, sino un inmenso continente psicológico inexplorado. Se me entrecortaba el aliento, suspendido como estaba entre el miedo y la alegría, como un niño que estuviera a punto de montar en una montaña rusa. Volví a dirigir un pensamiento de gratitud al Soñador y esperé con todo mi corazón volver a verlo pronto. 178
La Escuela de Dioses Aquel día salí con Giuseppona y los niños a hacer las compras más urgentes y por la noche fuimos a cenar a MammaLeone’s, alegres y unidos como hacía tiempo no lo habíamos estado. Al haberse ido Jennifer, Nueva York también empezó a dejarnos marchar. Por muchos indicios me pareció que los cambios en mi vida no habían hecho más que empezar, y que muchos más estaban en marcha y venían a mi encuentro. Para depender de un empleo has tenido que entonar durante años un canto de dolor, has tenido que renunciar a tu libertad mandando señales de decadencia e impotencia; creyendo que así te protegías, fortaleciste tu capacidad de olvidar y los límites que te impusiste. Ahora tienes que desandar el camino e ir hacia la libertad. Es un proceso largo de eliminación, de simplificación, de aligeramiento del Ser. Baila, baila, baila sin cesar. ¡Celebra tu existencia y ámate por dentro! ¡Obsérvate! ¡Lleva tu atención al Ser! Verás que todo lo de tu vida que es real permanecerá, y que lo que es ilusorio se irá para siempre. A esto,el Soñador lo había llamado el Arte de Soñar. Hacía todo lo posible por seguir Sus Enseñanzas. Estaba en perfecta forma física. La frugalidad en la alimentación, la batalla contra el sueño, los ejercicios de respiración y, sobre todo, la vigilancia y la autoobservación, estaban produciendo resultados extraordinarios. Me bastaba dirigir el pensamiento hacia el Soñador para alcanzar una inteligencia nueva. Al salir de la oficina, si tenía tiempo, tomaba el tren para City Island para navegar a vela por EastchesterBay. Escuchar la voz del mar, la fuerza del viento haciendo palpitar los foques del FlyingDutchman, me hacían sentir cerca de Él. Observarme a mí mismo, dirigir una mirada sincera a los estados de mi Ser, un sentido más alto de la dignidad, una confianza nueva en mis capacidades, todo ello comenzó a producir cambios en mi vida que sólo unas semanas antes hubiera considerado imposibles. Una mañana, el Sr. Kennan, el jefe de personal de la ACO, irrumpió en mi oficina sin previo aviso. Se sentó en la silla que había delante de mi escritorio, y me miró con aire socarrón sin decir una palabra. Me recordó a un jugador de póquer que hubiese dejado su 179
V. Adiós a Nueva York apuesta sobre la mesa y estuviese esperando el resultado de la jugada. Supuse que el resultado de su examen fue positivo, puesto que poco a poco el ceño fruncido y la expresión inquisitorial de su rostro dejaron paso a una amplia sonrisa. Había que establecer una red comercial en Oriente Medio. Estaba previsto que la operación abarcase dos años, quizás tres, de trabajo intenso. El centro de operaciones se ubicaría en el departamento comercial extranjero de la filial en Italia, situada en una pequeña ciudad del noroeste. El Sr. Keenan me advirtió enseguida de que no debiera albergar ilusiones de echar raíces. «Pasarás más tiempo en aviones y hoteles que en casa con los niños», sentenció con un tono irónicamente profético. Finalmente, me anunció que tendría que partir en unos días. Sin esperar comentario o aprobación por mi parte, me presentó unos cuantos documentos que debía firmar. «Cuando hayas terminado esta misión, te quiero de vuelta en el equipo —dijo—, ¡con el resto de los campeones!» Durante aquel periodo, para conectarme con la enseñanza del Soñador, volví a leer muchas obras maestras del pensamiento clásico y moderno, además de todos los libros de filosofía que encontraba. Antes me habían fascinado, pero ahora me aburrían mortalmente. A menudo los abandonaba al cabo de unas pocas páginas. Pese a mis investigaciones, en ninguna filosofía, doctrina moral o credo religioso destellaba una sola chispa de Su inteligencia o de su pragmatismo. En ninguna tradición de conocimiento o teoría de la ética encontraba siquiera un eco lejano de lo que había sentido junto a Él. Busqué en vano en los libros que había ido recopilando a lo largo de mi vida alguna idea, cualquier cosa que se acercase a la sustancia preciosa, a aquella alquimia que en el Soñador estaba siempre presente. ¡Cuántos años había malgastado en trivialidades! Las obras que había venerado demostraban ser monumentos a la estupidez y la superficialidad, escritas por personas sumidas en las mismas dudas y temores que sus lectores. No encontré una sola página que transmitiese siquiera un pálido reflejo del poder que había sentido en Sus palabras. El conocimiento es un bien inalienable que te pertenece desde siempre y que ya está en tu interior. Como la felicidad, la prosperidad, la voluntad, la unidad del Ser y cualquier cosa que busques, ya sea a Dios o dinero, la conciencia no puede venir de fuera. Ninguno te la puede dar. Sólo puede ser recordada. Estas palabras del Soñador me trajeron a la mente la historia del hombre que encuentra un tesoro y vende todo para comprar el terreno donde está enterrado… Es la 180
La Escuela de Dioses historia de quien «recuerda» el auténtico bien y cambia la descripción del mundo, con todos sus límites, el dolor y la ignorancia, por la verdadera riqueza, aquella que no teme al orín ni al polvo, que no puede ser robada ni extraviada, sino sólo enterrada y olvidada. 5. Quien ama no puede depender Alquilé un apartamento en Talponia, una residencia subterránea construida en el flanco de una colina, a un tiro de piedra de las oficinas de la ACO, el pequeño gigante de la industria robótica. Hasta aquel momento había trabajado solo o en equipos pequeños, y casi siempre en el extranjero. Por primera vez mi encontraba inserto en un complejo de oficinas, una zona industrial con laboratorios y fábricas pobladas por miles de trabajadores. El edificio central parecía el cuerpo de un animal. Sentía su respiración y el latir de la vida en sus gigantescas arterias. Aquel ser, a su vez, había percibido mi intrusión y, día tras día, buscaba la manera de asimilarme. Yo me movía por sus venas junto a millares de otras células, atravesando los filtros de sus órganos inmensos y de sus procesos metabólicos. Como me había advertido el Sr. Keenan, el nuevo trabajo me obligaba a pasar la mayor parte del tiempo lejos de casa y de mis hijos, a viajar frecuentemente y a pasar largas temporadas en países de Oriente Medio. Entre unas misiones y otras, había hecho por integrarme. Había participado varias veces en los ritos de aquella comunidad de empleados que habitaba en los pliegues de la organización. Había intentado aprender las costumbres, adoptar el lenguaje e interpretar los símbolos, pero mis esfuerzos nunca se vieron coronados por el éxito. Las enseñanzas recibidas del Soñador y la visión que me había transmitido sobre la verdadera condición del empleado, asistidas por el carácter intermitente de mi presencia en Italia, me permitieron mantenerme lo suficientemente ajeno a aquellos ambientes y también examinar casi con el distanciamiento de un entomólogo aquella hormigueante forma de vida. Mis observaciones me llevaron a verificar la existencia en las organizaciones humanas de una «contaminación psicológica» de la que había oído hablar por primera vez al Soñador y que, hasta ese momento, parecía haber eludido a los investigadores científicos. De hecho, jamás he encontrado referencia alguna a ella en ningún texto. Es el producto de un flujo incesante de emociones desagradables, de miedo, de envidia, de celos, de malos pensamientos y de discusiones fútiles que envenenan la atmósfera de las organizaciones extendiendo el malestar y causando daños incalculables a las mentes y los cuerpos de millones de hombres y mujeres. Años más tarde, en el seno de la ACO, había de continuar investigando este fenómeno. Entretanto, mis descubrimientos acerca de la «contaminación psicológica» me permitieron 181
V. Adiós a Nueva York profundizar en algunas reflexiones acerca de las organizaciones y del trabajo por cuenta ajena que había iniciado con el Soñador en Nueva York. Ser un empleado no es el efecto de un contrato, ni un puesto dentro de la jerarquía de una organización, ni una posición social. Es la consecuencia de pertenecer a un nivel inferior de la escala del Ser. Esta había sido la primera lección —y una de las más duras— que había recibido de Él. Un hombre es dependiente debido a su bajo nivel de responsabilidad interior. Ser un empleado es la manifestación de una condición infernal del Ser. Descubrir que el trabajo por cuenta ajena fuese una variante moderna de la esclavitud había resquebrajado para siempre los cimientos de mi descripción del mundo. Sus palabras habían encontrado en mi conciencia un lugar casi físico y se habían depositado en ella como materiales difíciles de metabolizar e imposibles de expulsar. Quien ama no puede depender. Amar es ser libre y todo uno. Un día entenderás que eres el artífice, no el producto, el soñador, no lo soñado, el creador, no lo creado, y que todo está a tu servicio. ¡Y no podrás seguir dependiendo más! El mundo es como es porque tú eres como eres, y no al revés. Todavía me quemaba, como si fuera sal volcada sobre una herida abierta, el descubrimiento de pertenecer a una raza, a una especie de «especie de empleados», y que toda mi educación, desde el colegio de los padres barnabitas hasta mis estudios de posgrado en Londres y Nueva York, no había sido más que un largo adiestramiento para vivir como un prisionero, una escuela de faquirismo cuyo propósito había sido hacer soportable el dolor extremo de la dependencia. Inesperadamente, el mundo de las organizaciones y de los negocios al que había soñado pertenecer desde niño, me parecía semejante a un inmenso campo de concentración, una red de cárceles tan vasta como el planeta entero. ¡Escapar! Esto era lo único que tenía sentido para el hombre. Una lima y un buen plan de fuga eran su única riqueza verdadera. Ciertamente, estas reflexiones no me ayudaban a adaptarme a mi nuevo ambiente. En mi 182
La Escuela de Dioses mente aparecía insistentemente una visión: el futuro había tomado la forma de un abismo impaciente por engullirme. No fue una decisión, pero poco a poco mis carreras matutinas fueron espaciándose y dejé de leer las palabras del Soñador. Lentamente, me escondí en el fondo oscuro del océano de la mediocridad y me rendí al hormigueante abrazo de la multitud y al reconfortante trato con los demás. 6. No es posible soñar y depender Cuando estaba descendiendo por esta especie de rampa interior, me llegó del departamento de personal una tarjeta rectangular acompañada de la petición de que lo sellase al llegar y al marcharme de la oficina así como cada vez que entrase o saliese del edificio central. Una nueva disposición había extendido el mismo procedimiento de control que se aplicaba a todos los empleados tanto a los directivos como a quienes, como yo, trabajaban gran parte del tiempo en el extranjero y habían disfrutado hasta entonces una mayor libertad de movimientos. Muchas veces intenté obedecer aquella orden que violaba de manera miserable el último vestigio de independencia que poseía en mi condición de empleado. Muchas veces me puse a la cola, sumándome a una de tantas filas de hombres y mujeres que se formaban en el vestíbulo delante de las máquinas de control de la asistencia. Notaba que todos se sometían a aquel procedimiento como si fuese la cosa más natural del mundo. Hablaban entre sí, fumaban y reían mientras esperaban, tarjeta en mano, paso a paso, su turno para fichar. Muchas veces yo fui una de las piezas de aquellas columnas. Pero siempre, al encontrarme delante de la máquina, me invadía una vergüenza repentina irreprimible. Y me marchaba enseguida, sin fichar. Al recobrar de ese modo cierto grado de dignidad, las palabras del Soñador volvían a servirme de inspiración; las sentía palpitar en mi interior, fuertes y vivas. Por unos minutos el anhelo de una vida libre y feliz y la visión de una existencia llena de éxitos recuperaban su intensidad, vívidos como recuerdos del futuro. Sé independiente y libre. ¡Sé un rebelde! Un rebelde no depende de nadie y respeta su individualidad. Su única razón de ser es materializar su Sueño. A esto dedica su vida y cada átomo de su energía. No se puede soñar y depender. Si puede soñar y servir. Servir no es depender. Servir significa gobernar la propia vida y la de los demás, es la acción de quien ama. 183
V. Adiós a Nueva York Sólo quien ama puede servir. ¡Quien no ama sólo puede depender! ¡Pero duraba poco! Las imaginaciones negativas se apoderaban de mí. Pensamientos aterradores de un futuro sin aquel trabajo me hacían retroceder, reduciéndome a un ser microscópico. El miedo adoptaba mil máscaras, las preocupaciones acerca del futuro se camuflaban bajo un sentimiento sensatez, de responsabilidad hacia mi familia y mis hijos. Y así, a los pocos días volvía a verme de nuevo en la fila y frente a la máquina de control, sin otro deseo que ser igual que los demás. No sé qué hubiera dado por salir de aquel limbo y, finalmente, volver a formar parte de aquella multitud, compartir sus pensamientos, aceptar sus angustias y hasta su dolor… y olvidar. Una mañana, asomado al patio interior del edificio desde una de las plantas superiores del edificio de la ACO, observé la escalera espiral de mármol blanco que descendía hasta el vestíbulo central, donde un animado flujo continuode hombres y mujeres esperaban en fila su turno para fichar y salir a almorzar. De repente me asaltó un pensamiento absurdo. Tuve la certeza de que cada una de aquellas personas había conocido al Soñador. Todos, aunque hubiese sido durante unos pocos instantes, habían entradoen algún momento de sus vidas en el mundo del Soñador. A todos se les había dado la oportunidad. Cada célula de esta muchedumbre había encontrado la Escuela y había rechazado su ofrecimiento. Los vería ir de un lado para otro al fondo de aquel abismo. Reconocí en la uniformidad, en la mediocridad de sus vidas, mi vida lejos del Soñador. Conformidad es mediocridad. Sentí el impulso irresistible de bajar a sacudirlos y a preguntarles qué había sido de sus Sueños, qué había sido del Soñador. Me habrían tomado por loco. Habían olvidado, habían elegido agacharse y depender, sufrir, envejecer y morir. Y yo corría en dirección al mismo precipicio. No se puede soñar y depender. Estas palabras del Soñador resonaron en mi interior como un canto de salvación. Todavía llegaba el brillo languideciente de aquella inteligencia. 7. Un futuro de segunda mano Los momentos de lucidez se distanciaron cada vez más. A medida que los hilos de luz que me ligaban al Soñador se relajaban o, incluso, se rompían por completo, rápidamente volví a construir el mundo que tan bien conocía hasta en el más pequeño de sus detalles. Rodeada de un puñado de casa, en pueblo casi escondido entre los lagos que se formaban al pie de una 184
La Escuela de Dioses montaña coronada por un enorme glaciar, encontré una vieja villa en venta que adquirí con mis ahorros en dólares. Me dediqué a reformarla a conciencia y a hacerla más acogedora hasta que pudiera dejar Talponia y mudarme a ella con los niños. Pronto se nos unió Gretchen, una joven divorciada que había conocido durante las últimas semanas que pasé en Nueva York. Vino a quedarse con nosotros y trajo a su hijo Tony, de cinco años. Avevorimessosua casa. Por tercera vez, después de Luisella y del final de mi historia con Jennifer, estaba reconstruyendo una familia. Pero, sin darme cuenta, estaba volviendo a recluirme en lo más profundo de mis viejas prisiones. Gretchen era todo lo contrario que Jennifer, la princesita judía neoyorquina. Campeona de esquí, Gretchen había heredado el espíritu y la fuerza física de las mujeres que colonizaron el lejano oeste. Practicaba deporte continuamente y tenía unos músculos de acero. Era tan sencilla, tosca y provinciana como Jennifer sofisticada, vanidosa y cosmopolita. Y sin embargo, también aquella relación, acabó discurriendo por los mismos carriles de siempre al cabo de pocas semanas. Aparentemente, había cambiado de trabajo, de pareja y de continente, pero en realidad mi vida siempre recuperaba la forma rígida que estaba grabada en la memoria de cda una de sus fibras. El nivel de nuestro Ser crea nuestra Vida. Día tras día, un fragmento tras otro, iba reconstruyendo mi vida de siempre, como un ser mecánico condenada por su memoria genética a repetir cada uno de sus gestos, encerrado en una eternidad inconsciente. Viejas costumbres, los mismos pensamientos y emociones de siempre, se ocupaban en fabricar con precisión meticulosa las mismas circunstancias y los mismos acontecimientos del pasado. Debajo de la máscara de una nueva vida, detrás de un torpe camuflaje de futuro, el pasado se repetía, siempre, cruelmente, igual a sí mismo. El hombre no tiene dónde esconderse. Todo pensamiento, emoción o acción queda registrado indeleblemente en su Ser para convertirse en su inexorable guardián y verdugo. Esto es lo que determina su destino. Un hombre puede engañarse y pensar que escapa, que cambia su vida cambiando sus circunstancias exteriores, pero más allá de las diferencias aparentes de su situación, seguirá siempre ocupando el mismo nivel dentro de la escala, aquel que corresponde a su grado de responsabilidad, de integridad, de amor. 185
V. Adiós a Nueva York Estas habían sido las memorables palabras que le había escuchado pronunciar al Soñador durante nuestro primer encuentro. Desde entonces las había leído y releído no sé cuántas veces, pero la advertencia contenida en esta profecía no había impedido que se repitiesen los errores y el sufrimiento recurrentes de mi vida. Recordé una conversación anterior que había tenido con Él a este respecto, y que aún sigo considerando una de las piedras angulares de mi aprendizaje: —La humanidad vive la ilusión más grande de todas, a saber, que existe un futuro. En realidad, el hombre común no tiene futuro. Más allá de las apariencias, lo único con lo que se encuentra es su propio pasado.Los acontecimientos, las vivencias y las circunstancias son recurrentes, se repiten a lo largo de su vida; siempre los mismos, aunque ligeramente disfrazados. —Es como si los hombres viviesen una vida usada, de segunda mano —dije, con un toque de incredulidad que trataba de cubrir la inquietud que me producían Sus revelaciones. —Y, pese a ello, todos se engañan y piensan que los acontecimientos de sus vidas son algo completamente nuevo, algo creado a propósito para ellos y que ocurre por primera vez —
subrayó el Soñador. —Entonces, eso que el hombre llama realidad es… —pregunté sin poder terminar la frase, invadido por una sensación de absurdidad que me producía náusea. El Soñador me miró sin responder y asintió lentamente, como respaldando el hecho de que yo solo hubiese llegado a la peor de las conclusiones posibles, a la más inimaginable e inaceptable de todas. A continuación, di un paso más en la dirección en que me estaba empujando. Absurdamente, esperaba haber malinterpretado Sus palabras y que, de algún modo, el Soñador me detuviese y devolviese nuestra conversación a los confines de una racionalidad más reconfortante. »¿Lo que llamamos realidad… lo que vemos y tocamos sería… una especie de realidad virtual? —pregunté, avanzando a regañadientes en mi razonamiento y sólo empujado por sus continuos gestos de asentimiento. Esperé. El Soñador se detuvo a pensar unos instantes, como si estuviese buscando las palabras que fueran capaces de sortear mi resistencia. —Lo que ve un hombre a su alrededor, la realidad exterior, es el pasado —me respondió lapidariamente. Y rompiendo el denso silencio que se había producido, añadió: »Lo que tú llamas presente, es en realidad una transmisión diferida. Tras escuchar estas palabras, mi mundo no volvería a ser el mismo jamás. Tuve la certeza extraordinaria de que había cambiado para siempre, pero no sólo para mí, sino para toda la humanidad. 186
La Escuela de Dioses »Lo que ves y tocas, los acontecimientos que jurarías que están sucediendo en este preciso instante, son estados ocurridos hace tiempo. Para poder verificarse obtuvieron tu consentimiento en otra dimensión, en el mundo del Ser, en tus propios estados —me dijo con toda naturalidad. Y procedió a explicarme que todo lo que sucede ha ocurrido ya, y que los acontecimientos son como son porque ya han ocurrido. »Los acontecimientos de la vida son estados del Ser solidificados que el tiempo ha hecho visibles. Mientras participas en lo que te ocurre y asistes a ello, crees que está sucediendo ante tus propios ojos, tienes la ilusión de que es algo completamente nuevo que ocurre por primera vez, cuando, en realidad, no es otra cosa que la proyección de tu pasado que se repite a sí mismo con alguna pequeña variación. Recuerdo que después de oír estas palabras imaginé los acontecimientos de la vida de un hombre corriente como si fuesen una procesión alegórica de seres enmascarados, de bromistas empeñados en perpetrar la más cruel de todas las burlas. Los vi desfilar una y otra vez, siempre iguales, conteniendo lascarcajadas bajo sus narices y sus bigotes falsos, mofándose de la ceguera del ser humano, de su incapacidad de reconocerlos. »Lo que el hombre llama futuro es en realidad su pasado visto de espaldas —explicó el Soñador, sacándome de mis pensamientos—. La posibilidad de gobernar la propia vida se halla únicamente en el aquí y ahora. Sólo gestionando el instante que existe entre la nada y la eternidad, puede un hombre «hacer», puede merecer un verdadero destino, darle forma y crear acontecimientos de orden superior. Más adelante habría de sentir en mis propias carnes lo verdadero de esta idea y lo fácil que es olvidar y volver a caer en el círculo hipnótico de la vida falsa, del destino repetitivo. ¡Cuántos años habría ahorrado y cuánto dolor me habría evitado si en aquel momento hubiese sabido escuchar el mensaje del Soñador, abrirme a Su visión, que hoy me parece tan simple, tan natural e inevitable. Olvidé, negué el Sueño, y durante meses no pensé en él. Volvieron a abrirse las puertas de las viejas prisiones. Los días de la vida con Gretchen y con nuestros hijos transcurrían por senderos ya recorridos. Entre los viajes de trabajo por Oriente Medio y los compromisos familiares, parecía condenado a olvidar y perderme para siempre. 8. La cena con el jeque En la recepción del hotel Le Méridian de la ciudad de Kuwait me dieron una invitación del jeque Yusuf, que requería mi presencia para cenar esa misma noche en el palacio Behbehani. Un coche vendría a recogerme en menos de una hora. 187
V. Adiós a Nueva York Acababa de regresar un largo viaje, y la idea de asistir a una cena árabe, con su elaborado ceremonial, no me resultaba muy tentadora. Pero no podía rehusar. La familia Behbehani era uno de los clanes más poderosos y, al mismo tiempo, uno de los grupos financieros más fuertes del país. En Kuwait, como en el resto de países de Oriente Medio, las grandes familias se reparten estrictamente todo el negocio. El mapa del poder financiero reproduce con precisión milimétrica el árbol genealógico y la distancia genealógica de cada familia respecto al Emir, reflejando derechos adquiridos que a menudo tienen un origen medieval. Durante los meses precedentes había tenido algún contacto con más miembros de la familia e impulsado negocios con algunas de las sociedades del grupo, pero nunca me había visto con el jeque Yusuf. Sabía que dirigía un vasto imperio financiero levantado sobre concesiones y representaciones de productos de las mayores multinacionales, con una compleja red de intereses y grandes participaciones en empresas fuera de Kuwait, sobre todo en los Estados Unidos. El palacio de los Behbehani, una construcción fastuosa, toda ella de mármol de Carrara, tenía la tradicional disposición cuadrada, un patio amplio en el interior por el que se entraba a los salones, y las dependencias de la familia en los pisos superiores. Un criado silencioso vestido con un caftán me llevó al comedor. En torno a una larga mesa decorada conforme al más recargado estilo medio oriental se sentaba una representación variopinta de hombres de negocios musulmanes vestidos con la tradicional dishdasha blanca y los brazos morenos vistosamente enjoyados, además de algunos directivos occidentales de conocidas multinacionales. Era una cena sólo para hombres, naturalmente, y sin cubiertos. La cocina árabe no prevé en ningún caso el uso de cubiertos. La carne y el pescado se sirven cortados en pequeños trozos. Se sirvieron entrantes de verduras frescas, quesos y cremas de legumbres como acompañamiento a enormes bandejas colmadas de cordero asado y arroz. Fuimos atendidos personalmente por el primogénito del jeque, un honor reservado a los invitados más importantes. En seguida se animó la conversación, cuyo centró fue el propio jeque Yusuf, que demostró ser un hombre de viva inteligencia, además de un solícito anfitrión, atento a los detalles más pequeños. Bebimos té y jugo de frutas. Kuwait es uno de los países «secos» de Oriente Medio donde, por respeto a la tradición coránica, las bebidas alcohólicas están estrictamente prohibidas, el menos oficialmente. La cena terminó con dulces libaneses a base de miel y frutos secos, y café preparado sobre brasas, según la costumbre de los nómadas, servido en pequeñas tazas de porcelanafinísima. Siempre me maravilló el espectáculo de ver servir con semejante maestría el líquido denso, negro y regusto polvoriento de aquellas relucientes marmitas de latón 188
La Escuela de Dioses daifarraj. Se siguió sirviendo café y llenado las tazas con la humeante bebida hasta que cada uno de los comensales hubo agitado la suya con un movimiento giratorio de la muñeca, gesto ritual que indicaba que el invitado había quedado satisfecho. Fue entonces cuando el jeque Behbehani, que había sentado a su izquierda, me expuso su proyecto: crear en Kuwait una nueva compañía de comercio. Me pidió que me mudase a la ciudad de Kuwait para comenzarla y dirigirla. Recibiría una participación en el capital y el cargo de Socio Director. El Sueño se estaba haciendo realidad: crear una organización internacional, reclutar a las personas necesarias, reunir y seleccionar los recursos, y estar a la altura de las dificultades que entraña un proyecto de esa clase en un entorno tan complicado. Por fin iba a surcar los siete mares del mundo de los negocios con mi propia embarcación. Era mi mayor deseo. O, al menos, así lo había creído siempre. Pedí dos semanas para tomar una decisión y me despedí. Los temores me asaltaron durante el trayecto de regreso a Le Méridien. Por más que me esforzase, aquella propuesta no conseguía alegrarme. Seguí pensando en ella durante todo el viaje de vuelta, pero cuanto más reflexionaba, más sentía crecer en mi interior la resistencia a mudarme a la ciudad de Kuwait. Tras unos momentos de entusiasmo inicial, mis miedos y mis propias imaginaciones negativas se cernieron sobre la proposición. Igual que en la parábola, la semilla de la oportunidad había caído en un terreno espinoso donde terminó por marchitarse y extinguirse, como las brasas debajo de las cafeteras de latón al término de la cena. Millas y millas de desierto gris, rugoso como el lomo de un gigantesco elefante, pasaban por debajo del vientre del avión que me llevaba de vuelta a Italia, sólo interrumpidas ocasionalmente por un círculo perfecto de color verde intenso creado en torno a algún milagroso pozo de agua extraída de profundidades increíbles. Estaba seguro de que lo que me estaba sucediendo era el resultado de la promesa que había hecho al Soñador y del trabajo que había llevado a cabo sobre mí mismo desde nuestro primer encuentro. Mi deseo de vivir una vida más libre, más responsable, más rica, había atraído aquella oportunidad como una danza mágica la lluvia. ¿Y ahora, qué? Estaba más convencido que nunca de que la más pequeña elevación del propio Ser es capaz de mover montañas en el mundo de los acontecimientos, de que nuestro Ser crea nuestra Vida, pero jamás hubiera imaginado que pudieran producirse cambios tan drásticos con semejante rapidez. Todavía estaban frescos el yeso y la cal de las paredes de la casa que había comprado en Chià. La hierba y los setos del jardín apenas estaban empezando a crecer. De repente, aquella vida somnolienta y provincial que después de lo de Nueva York me había parecido insoportable tantas veces, volvió a cobrar valor. Los paseos por los lagos con los 189
V. Adiós a Nueva York niños, tomar un en helado a la orilla del agua, las carreras por la nieve con Gretchen, hasta aquella atmósfera asfixiante de pueblo cuyos habitantes trabajan para la misma compañía, demostraron ser apegos que, sin darme cuenta, habían echado fuertes raíces en cuestión de pocos meses. Ladrillo a ladrillo, un hábito tras otro, había vuelto a construir otra casa sobre un puente, una residencia estable, allí donde el Sueño sólo había previsto una breve estancia antes de reemprender el «viaje» y seguir avanzando. Conocía la ciudad de Kuwait. Había estado allí varias veces por trabajo, pero siempre por poco tiempo. Mis recuerdos de ella se reducían a los vestíbulos de sus modernos hoteles, a las calles polvorientas, a los zocos repletos de gente, y a lo que había podido ver a través de las ventanillas de la limusina, encerrado en una burbuja de aire acondicionado cual viajero de una nave espacial que atravesase un planeta inhóspito. En las pocas ocasiones en que me había aventurado a salir, había sentido la cara picoteada por millares de agujas, los granos ardientes de silicio transportados por el viento del desierto. El desierto, cual espada de Damocles, asedia la ciudad de Kuwait sin descanso, como un océano de arena presto a engullir un islote que se empeñase en arrebatarle unas pocas millas de semicivilización. Tras la opulencia de las torres, más allá del tráfico intenso y de la modernidad de sus construcciones, Kuwait es más que una ciudad estado, un pulso interminable, un constante combate a muerte entre el hombre y el desierto. Su historia se asemeja a una pelota que rebotase sin parar entre la edad moderna y un periodo medieval olvidado plagado de costumbres arcaicas y marcado por la justicia coránica. Ante mis ojos se abría un universo extraño y polvoriento. Un mundo ruidoso como un bazar, donde cadillacs y los camellos, tiendas de campaña y rascacielos, pobreza bíblica y poder financiero, habían encontrado el modo de convivir en un equilibrio milagroso. 9. Escape hacia la enfermedad La idea de dejar de trabajar para la ACO fue lo que suscitó mis dudas más angustiosas y preocupantes. Me aterrorizaba pensar en dimitir y en trasladarme a aquel país sin un empleo seguro. No obstante, y pese a la evidencia, seguía engañándome a mí mismo. Creía estar siendo sincero cuando me enojaba ante las aparentes dificultades y cuando culpaba a los miles de contratiempos que constantemente surgían y crecían hasta parecerme montañas insuperables. Aún no me encontraba siquiera en el inicio de aquel trabajo de autoobservación, de prestar atención a mis estados interiores y de refinar mi Ser que me había encargado el Soñador; tampoco había conquistado la suficiente sinceridad para reconocer que lo que guiaba mi vida, no sólo en esa ocasión, sino desde siempre, era el miedo. Hoy siento compasión por aquel hombre que se engañaba a sí mismo como si estuviese reflexionando, sopesando las razones a favor y en contra, que seguía mintiéndose 190
La Escuela de Dioses día tras día, ciego ante la ilusión de estar tomando una decisión que hacía tiempo que sus miedos habían tomando por él. Me negaba a aceptar aquello de lo que tantas veces me había acusado el Soñador: «Tú eres el único obstáculo verdadero, el enemigo más grande de tu evolución y la única causa de cada uno de tus fracasos. Harán falta muchos años de observación y de esfuerzos antes de que entiendas que esas circunstancias adversas que te parecían objetivas, externas, ajenas a tu voluntad, son en realidad creación tuya. Los obstáculos que encuentras son la materialización de un doloroso canto interior que brotadesde siempre de los rincones más oscuros de tu Ser. En efecto, estaba buscando una excusa que me permitiese rechazar la propuesta sin asumir la responsabilidad y me diera la posibilidad culpar un día al destino y a las circunstancias. Me aferraba a todo lo que sirviera para justificar mi renuncia: mis hijos, sus estudios, los riesgos del país. También aproveché que Gretchen se oponía por completo al traslado. En mi fuero interno me negaba a aquel cambio, a salir de los viejos raíles por que discurría mi vida. Miraba alrededor de mí en busca de impedimentos para, después, acusar al mundo. Finalmente, encontré lo que buscaba. En el pasado, antes de conocer al Soñador, había tenido piedras en el riñón derecho. ¡Nadie tomaría una decisión tan importante como mudarse a Kuwait con la familia sin hacerse antes un chequeo médico completo! Me convencí de que se trataba de una cuestión de responsabilidad, sobre todo por los niños. Pese al Soñador y a todo lo que ya había hecho por cambiar la línea de mi destino, mi vida estaba a punto de volver a regresar de nuevo a otro de los terribles carriles del pasado. Pedí una cita para que me hicieran una radiografía de los riñones. Era el primer paso. Algo en mi interior había optado una vez más por la enfermedad. Volvía a refugiarme en aquel oscuro rincón de la existencia donde uno no lucha ni pelea, pero sí acusa, se justifica y se implora compasión al resto del mundo. Se me habría parado el corazón si hubiera descubierto entonces que era yo mismo el guionista, el productor, el director y el actor principal de la película de mi vida y, en particular, el creador de aquellas imágines que, nuevamente, estaba a punto de proyectar contra la pantalla del mundo. Como habría de decirme un día el Soñador, la ignorancia es una madre que nos suelta la mano con prudencia, un poco cada vez, sólo cuando estamos preparados. Si algo no hubiese llegado para interrumpir aquel terrible melodrama televisivo, los siguientes fotogramas de mi vida habrían mostrado un primer plano del rostro preocupado de médico anunciando que en la radiografía aparecían unas pequeñas sombras dentro del riñón derecho y señalándomelas contra la pantalla iluminada del visor: una manchitas parecidas a las que dejaría la presión leve de un dedo. Yo habría empalidecido y, después, de vuelta en casa, me 191
V. Adiós a Nueva York habría desesperado. Habría pasado muchos años lamentándome, culpando al destino por mi mala salud que, por «desgracia», me había impedido aprovechar aquella oportunidad. Todo estaba a punto para la representación del próximo día. Lo más terrible era que yo no tenía conciencia alguna de lo que yo mismo estaba tramando. Hubiera defendido con uñas y dientes que actuaba con buena fe; no hubiera dudado en jurar por lo más sagrado que nada me hubiera hecho más feliz que pasar el examen médico sin ningún problema, que ver confirmada mi buena salud y partir en pos de mi nueva aventura. Por suerte, un hilo de oro me seguía manteniendo unido al Soñador. Aquella noche deseé más que nunca volver a verlo. No podía más. No hubiera podido resistir mucho más tiempo sin su ayuda. Me parecía que hubiese transcurrido una eternidad desde nuestro último encuentro. No encontrando alternativa, decidí escribirle una carta en que renové solemnemente mi promesa y le pedí que me permitiera continuar el «viaje». Una palabra lleva días recorriendo mi conciencia y presentándose insistentemente ante ella. Se refiere a lo que me dijiste durante nuestro último encuentro. Esa palabra es dignidad. He aquí lo más doloroso de mi vida, lo que más me ha faltado en todas las situaciones, en todos los acontecimientos. La necesito. Debo producirla, sentirla, difundirla. Sé que tiene un coste. Estoy preparado para pagar. Sólo me pregunto si aún estoy a tiempo y se me quedan fuerzas. ¡Ayúdame! «A mi lado, en mi mundo, se vive bien, se disfruta de riquezas y de buena salud» Cuántas veces nos has invitado. Pero en tu banquete faltan los comensales. En un mundo gobernado por la mentira, hecho de hombres prestos a traicionar y degradar cualquier cosa, veo que sólo tú montas guardia, como el querubín de espada flamígera que custodia el árbol de la vida… Deseo reemprender el «viaje» y dar un nuevo impulso a mi determinación. 192
La Escuela de Dioses Te ruego que me ayudes. Llevo meses viviendo «fuera de casa». Siento la necesidad de volver a reunir los fragmentos dispersos de mi vida… Más que escribiendo, estaba confesándome, «leyéndome». Aquel esfuerzo de sinceridad me transformó. La carta llegó a su destinatario antes siquiera de estar terminada. Estaba dirigida a mí mismo, a la parte mejor de mí, a aquellos pocos átomos de lo bueno, de lo bello y verdadero que aún latían en la oscuridad de mi Ser, a aquella parte de mí que, entre la multitud de disidentes y rebeldes, había dado el sí a la gran aventura. Aún la estaba terminando cuando rompí a llorar como movido por una arcana e inesperada felicidad. 10. La araña y la presa Me encontré frente a Él. ¡Había deseado tanto volver a verlo! Pero ahora sólo sentía una vergüenza infinita y un insoportable sentimiento de culpa. La vergüenza y la culpa me mantenían preso en un mundo denso donde la fuerza de gravedad era mucho mayor que en la Tierra. Aquel era mi mundo interior, aquellas eran las leyes bajo las cuales, sin ser consciente de ello, vivía cada día de mi vida. Solamente allí, en presencia del Soñador, sentía su peso y el horror, que ahora me cortaban el aliento y aplastaban mi mirada contra el suelo de aquella habitación. —Cada uno de tus movimientos, de tus pensamientos y de tus palabras, denuncia tu disposición a doblegarte. Secretamente, esperas fracasar, enfermar y dejar de luchar contra un mundo «hostil». Como millones de hombres, has dirigido tu lucha hacia el exterior. Por este motivo te entregas a la derrota y deseas envejecer y morir. Ya lo has hecho demasiadas veces. Es hora de parar… ¡para siempre! —dijo, y calló, como para hacerme saborear a fondo el gusto amargo de aquella verdad. Me recorrió la espalda un sudor frío como el anuncio de una muerte. »Un hombre como tú, en la oscuridad de su inconsciencia, prepara sus propios desastres, se tiende trampas a sí mismo, refuerza los barrotes de su propia cárcel, empaqueta cada dolor, tragedia, accidente y enfermedad con tanta habilidad y atención al detalle que cabe considerarlo todo un arte —susurró el Soñador con el tono de una amenaza lanzada contra un adversario en medio de un duelo a muerte—, un arte oscuro, inconsciente, como el de un insecto monstruoso que tejiera su tela en las simas de la zoología, allí donde el hombre es trágicamente araña y presa al mismo tiempo. 193
V. Adiós a Nueva York Sus palabras me agarraron el alma. Me estremecí y jadeé como si me hubiese volcado un cubo de agua helada para sacarme de un largo sueño. El Soñador me estaba revelando que podía ordenar que apareciesen piedras en mi riñón derecho, fabricarlas a mi antojo con la misma facilidad con la que hubiera podido pedir armonía y éxito y obtenerlos. Me resultaba imposible aceptar que fuese el único creador de mi mundo. Era este el escollo contra el que se estrellaban todos mis intentos por comprender. Para el Soñador, los obstáculos con que nos encontramos son la materialización de nuestra falta de entendimiento. Un hombre es cuanto comprende. La medida de un hombre es el nivel de su comprensión, y es esto lo que crea el mundo que merece. Comprender es abarcar, ampliar la visión, eliminar el lastre y capas de suciedad. Es un acto de la voluntad. No puede llegar de fuera ni ser impuesta. Un hombre no debe buscar el paraíso. No debe hacer nada para merecerlo. La única disciplina a la que estás llamado es eliminar el infierno, tu falta de comprensión. Si el Soñador no me hubiese preparado durante todo aquel tiempo y si, pese a mis dudas y mi desobediencia, no hubiese pasado por un largo aprendizaje, no habría podido soportar la responsabilidad de semejante revelación. Me habría roto en pedazos. Pensé en qué habría sucedido si la ciencia oficial se hubiese apropiado de esta verdad: el hombre, tal cual es, es el único creador de sus desastres, que nacen primero en su interior antes de manifestarse fuera. El descubrimiento del poder, tanto para el bien como para el mal, de la capacidad creativa de nuestro pensamiento, y la comprensión de la obediencia que le profesan tanto el cuerpo como nuestro mundo personal, hubiera sido una conmoción tan grande para la civilización muchísimo más grande que la revolución copernicana. De la misma manera en que esta había arrojado al hombre a los confines del universo, fuera de un mundo ilusorio del cual creía ser el centro, la visión del Soñador revolucionaba el destino derribando su prejuicio más arraigado: la creencia en un mundo exterior al que culpar, la convicción de que existe algo o alguien a quien se puede acusar por el fracaso de la propia vida. «El mundo es como es porque tú eres como eres», la máxima síntesis de la filosofía del Soñador y la culminación de Su visión, contenía una poderosísima idea capaz de dar la vuelta al rumbo de la existencia: ya no más desde el exterior hacia el interior, sino al revés, desde el interior hacia el exterior, como en toda curación. El mea culpa cristiano, la fe de los romanos en el homo faber, el conócete a ti mismo de los sabios, y las voces de todas las grandes 194
La Escuela de Dioses escuelas de responsabilidad sobre las cuales se habían levantado imperios y civilizaciones milenarias resonaron con el mismo eco, poderosas y solemnes. Y si bien aquella visión me había sido anunciada muchas veces, mipensamiento se sumió en un torbellino al oír el estruendo producido por la lógica y la racionalidad al ser arrancadas de sus goznes milenarios y subvertidas sin remedio para siempre. Fue entonces cuando entendí que el encuentro con el Soñador estaba sucediendo en esta ocasión en una parte de su residencia que no conocía. No estábamos en la sala de suelo blanco ni en el invernadero de vigas imponentes, con su piscina y sus refinadas esculturas, sino en una amplia buhardilla amueblada con estilo colonial y techo revestido de maderas preciosas. Estaba sentado en una silla blanca hecha de finas cañas bambú trenzadas, tan larga como la pared. Un cuadro en blanco y negro evocaba el mundo de Steinbeck. Hizo otra pausa. Pareció sopesar mi capacidad de soportar lo que estaba a punto de decirme. En el aire, una vibración especial anticipaba la importancia crucial de aquella situación. Había llegado a otra de aquellas encrucijadas de la existencia donde uno puede seguir avanzando o perderse para siempre. Me encontraba al borde de un precipicio. Caer por él habría significado no volver a ver más al Soñador. Cuando volvió a hablar, respiré hondo para hacer acopio de fuerzas. —¡Cada etapa requiere que uno se supere a sí mismo! A las puertas de los mundos superiores, de los niveles más altos de la existencia, hacen guardia seres monstruosos, enemigos milenarios, terribles e ilusorios, como tus miedos —Sus palabras eran fuego líquido que me devoraba al fluir por mis venas—. ¡Un día tendrás que enfrentarte a ellos! No podía mover un solo músculo. Permanecí así, inmóvil, mucho tiempo. Sentía en cada centímetro de mi cuerpo la presión de una fuerza desconocida que impedía todo movimiento. Por fin, como si se hubiese pronunciado una orden invisible, me sentí liberado. Con cautela, probé a moverme un poco con el fin de desembarazarme de aquella escafandra de impotencia y abandonarla como un despojo animal. Ahora podía levantar la cabeza. Lo hice despacio. Aún no me atrevía a mirar a alrededor de mí, pero noté que esta vez había luz suficiente y podía ver con claridad los detalles del lugar. El origen de aquella luz no era el sol. De aquello no tenía la menor duda. Fuera, la luz del nuevo día parecía aferrarse a las ventas de la fachada oriental, remisa a penetrar en la sala. Por alguna extraña razón, ¡la luminosidad de aquella estancia dependía de mí! Podía aumentarla o reducirla, y así lo hice varias veces, como si accionase mentalmente una especie de regulador. Seguía jugando con este misterioso poder cuando me asaltó un pensamiento con la fuerza de una verdad devastadora. ¡El universo dependía de mí! Igual que aquella habitación, 195
V. Adiós a Nueva York el mundo podría haberse mostrado pleno de luz, pero permanecía confinado en el crepúsculo por mi incapacidad para hacerlo resplandecer. Este descubrimiento me cortaba el aliento. Sólo después, cuando fui capaz de reflexionar con la cabeza serena, sentí toda la potencia de las palabras del Soñador: «El mundo es como es porque tú eres como eres». El hombre es un ser infeliz que, rodeado de perfección y de abundancia, mira el mundo con los ojos de un sapo y se lamenta de lo que ve. 11. La existencia juega al escondite Mis ojos se encontraron con los suyos, dulces pero severos. Me pareció ver pasar por ellos una sombra de aprensión mezclada con conmiseración. Esto me asustó más que Sus palabras. Me sentí como un enfermo que leyese la gravedad de su condición en los ojos de un amigo. Finalmente, le oí decir: —Cuando era niño jugaba al escondite… Inmediatamente, pasó hacia atrás cada uno de los fotogramas de la película de mi vida. El sol era oro líquido que barnizaba las grietas de la vieja terraza, dejando tras de sí lagartijas con la boca abierta, sorprendidas y paralizadas entre una maceta de albahaca y otra que contenía una cascada de geranios. Uno a uno, por turnos, apoyábamos la cabeza sobre los brazos cruzados contra la pared, cerrábamos los ojos y contábamos mientras los demás corrían a encontrar un escondite. ¡Por Piero! ¡Por Mario!, gritábamos por sorpresa al encontrar a uno de los otros en su escondrijo. »Eso hace la existencia: jugar al escondite —prosiguió el Soñador, evocando perfectamente aquellos juegos de mi infancia y penetrando en el corazón de mis recuerdos. Intenté no alejarme de aquellas imágenes para retenerlas un poco más de tiempo. Probé a dar un nombre a cada una de las caras de aquellos muchachos resplandecientes, pero ya se desvanecían, llevándose consigo el perfume encantado de la infancia. —La existencia viene a sacarte de tu escondite, donde quiera que estés, y se coloca la máscara más terrible para que veas el estado en que te encuentras. ¿De qué tienes miedo? ¿De ser pobre? ¿De que te abandonen? ¿De enfermar, de perder una propiedad o el trabajo? Esa será la máscara que la existencia se pondrá para asustarte. Sea cual sea el miedo de un hombre, se materializa en acontecimientos con los que tendrá que enfrentarse por el camino. Más tarde o más temprano tendrá se verá de nuevo ante ellos, como ocurre con los exámenes no superados. No me hacía falta repasar mentalmente mis experiencias para saber que lo que decía el Soñador era verdad. Y, sin embargo, me resistía a aquellas ideas. Me resultaba aberrante la 196
La Escuela de Dioses idea de un mecanismo planetario concebido para mantener a la humanidad en un estado permanente de miedo, de precariedad, bajo la bota de una amenaza continua. »Sólo bajo amenaza puede un hombre común encontrar la fuerza necesaria para escapar de las sombras, de los fantasmas creados por sus traumas infantiles, por sus sentimientos de culpa… A un hombre auténtico no le hace falta, pues vive permanentemente en un «estado de certeza» —aclaró el Soñador, subrayando la expresión con un tono de voz especial para destacar su importancia. Me sentía confundido. Me parecía estar escuchando la explicación teórica de una injusticia planetaria según la cual la humanidad estaría dividida en dos especies: una, feliz y despreocupada, bendecida con un sentido de la certidumbre inquebrantable; la otra, inmensamente más grande, presa de miedos, atemorizada, permanentemente a la espera de problemas y calamidades. Se lo dije, y encontré en el Soñador una disposición de ánimo inesperadamente comprensiva. En el mundo del Soñador, incluso hacer una pregunta exigía cautela y atención. En Su presencia vigilaba constantemente cualquier cosa que pensase, todo lo que sentía, mi más pequeño movimiento, mi entonación, cualquier mirada. Ello hacía que cada momento a Su lado se transformase en «trabajo» de Escuela. Por el contrario, lejos de Él mi capacidad de atención disminuía y se extraviaba en mil direcciones distintas; y con ella, todo mi Ser se fragmentaba. —El hombre común también se siente seguro. Sus certezas son sus miedos, sus dudas son su verdad. Eso es lo que ama, y no se separaría de ello por nada del mundo. Desde la infancia se ha alimentado de miedos ilusorios, ha comido del fruto de su imaginación negativa, de su creatividad pervertida. De ahí que transforme las sombras en desgracias reales y se sienta constantemente amenazado. El Soñador me explicó que, poco a poco, el dolor producido por esta circunstancia deja de sentirse y acaba por percibirse como parte de la existencia. El dolor y la inseguridad pasan a ser componentes naturales de la vida, barandillas familiares y reconfortantes, hasta tal punto que abandonarlas resulta una empresa imposible para la mayor parte de los seres humanos. »Siéntete seguro —me exhortó—. Fuera no hay enemigos. En realidad tú eres siempre la única amenaza. La gente no se siente segura nunca. Incluso cuando la persona es rica y aparentemente no tiene nada que temer, se siente dubitativo, en un estado de continua precariedad; vive en el miedo, en la incertidumbre y en el dolor… Esa es la única ocupación que conoce, una actividad que rige toda su existencia. —Entonces, no hay solución. 197
V. Adiós a Nueva York —No existen métodos para sentirse seguro —respondió el Soñador—. No hay puertas blindadas ni cajas fuertes o búnkeres, ni precauciones que tomar. A continuación, recitó: Sólo el verdadero soñador puede sentirse seguro. El Sueño es la seguridad. Dudas, miedos, sufrimientos, son ilusiones, pero la única realidad para el hombre común. Cerré los ojos y me dejé acunar por las palabras del Soñador. Tuve esa sensación de seguridad y de invulnerabilidad que sólo sienten los niños, pese a estar rodeados de adultos nerviosos y atemorizados. Intenté ir hacia atrás, retroceder todo lo posible, volver a ser un feto en el útero materno. Y «recordé» entonces aquella integridad inmaculada, aquella inocencia sin atisbo de separación, y floté en el líquido amniótico de un océano de certeza ilimitada. La voz del Soñador recitó los últimos versos: «Para sentirte seguro debes estar libre de pecado, libre de culpa…». De repente, vi claro que a un hombre sólo lo pueden atacar enemigos internos. Quien miente, quien disimula, quien engaña, una persona pecaminosa, insegura, dubitativa, que tiene miedo, es incapaz de escapar. Son sus propios miedos los que abren las puertas de par en par a los ladrones. ¡Me sentí perdido! Igualmente, sentí que conmigo estaba perdida también la humanidad entera, condenada toda ella a una inseguridad perpetua. ¿Quién hubiera podido evitarlo? Me dejé arrastrar hacia estados del Ser cada vez más dolorosos y alejados. —Sólo un hombre capaz de apostarlo todo por sí mismo, sólo un hombre que «desea», que pide e intenta cambiar con todas sus fuerzas, puede lograrlo —explicó el Soñador interrumpiendo mi caída—. Aunque a los ojos de la humanidad común pudiera parecer un temerario, una persona que arriesga demasiado o un inconsciente, a un hombre guiado por la integridad y la seriedad lo acompaña constantemente esta sensación de «estar a salvo». Sólo él sabe que no está arriesgando nada en realidad. En los negocios, en las empresas aparentemente más temerarias, quien posee esta certeza no puede ser atacado, no puede fracasar. Todo lo que toca se enriquece y multiplica. En cualesquiera circunstancias, incluso en las más desesperadas, encuentra siempre la solución. Y los acontecimientos y las circunstancias le dan siempre la razón, porque él mismo es la solución. Siguió recitando: Siéntete permanentemente seguro. Estás a salvo. Siéntete inmortal aquí y ahora. 198
La Escuela de Dioses A continuación, con el tono confidencial de quien comparte un secreto, dijo: —Aunque el hombre común se siente constantemente amenazado y siempre tiene miedo de algo o de alguien, en realidad no hay nada ni nadie que pueda dañarlo desde el exterior. El mundo es la proyección, la materialización de nuestro Sueño… o de nuestras pesadillas. El mundo puede ser un paraíso o un infierno. ¡Tú decides dónde vivir! El Soñador hizo una pausa a fin de darme tiempo para anotar estas palabras en mi inseparable cuaderno; después, concluyó: »¡No tengas miedo! La audacia es la puerta que conduce a la certeza y a la integridad, si bien nadie llega a ser audaz mediante el esfuerzo. El valor llega por sí mismo cuando uno entiende que no tiene nada que temer. La idea de que ninguna amenaza es externa me estaba acercando a un abismo sin fondo. La perspectiva de vivir sin miedo, de mantener un estado del Ser que exigiera una vigilancia sin tregua, una atención incesante que filtrase hasta la más pequeña partícula de infierno, me pareció más amenazadora que nuestra temerosa condición presente. Sentir miedo, tener dudas, sentirse amenazado por los acontecimientos, era la única certeza que poseíamos y, al fin y al cabo, la quintaesencia de lo que se entiende por el estado natural del ser humano. La idea de una humanidad libre de miedos resultaba tan repugnante como la de un mundo de seres humanos transformados en una nueva raza, más alejada de mí y de mi idea de lo que es un hombre que cualquier especie extraterrestre. La amenaza a nuestra inseguridad nos es más terrible que el miedo mismo, igual que la idea de la inmortalidad es más inaceptable que la certeza de morir. Tuve la absoluta seguridad de que cualquier hombre hubiera estado dispuesto a dar su vida por defender su derecho y el de futuras generaciones a tener miedo y a sufrir. —Detrás del dolor, del miedo, de la duda y de la incertidumbre se oculta un pensamiento destructivo, y detrás de este se halla la causa de todas las causas: la idea de la inevitabilidad de la muerte —insistió el Soñador—. He ahí el verdadero asesino de hombres, el origen de todas las desgracias de la humanidad, de todas las guerras y de la delincuencia que asola las ciudades creadas por él. Un hombre que fuese consciente de la existencia en sí de esta semilla de muerte desterraría para siempre la muerte de su existencia. La muerte, al igual que cualquier limitación, pone al hombre corriente al abrigo del desconcierto del infinito. El Soñador me explicó que el sentido de la muerte que el hombre lleva en su interior parece tener su origen en el momento del nacimiento, aunque realmente proviene de mucho más atrás. Al llegar al mundo, la primera sensación que tiene el ser humano es la de ahogo, la de verse superado, abrumado. En nuestras sociedades, presuntamente «civilizadas», la vida comienza siguiendo un ritual de lo más brutal que el Soñador describió como una auténtica 199
V. Adiós a Nueva York «bienvenida al infierno». Parido con dolor, recibido bajo la luz cegadora del paritorio, entre las voces agitadas de los médicos y los gritos de su madre, azotado en las nalgas y tendido sobre una fría superficie de acero, el miedo es la primera impresión del recién nacido, y desde ese momento, como una oca después del proceso de impregnación, lo seguirá como si fuera su auténtico padre. »Desde entonces, nada resulta más familiar que el sabor dulzón del miedo —afirmó el Soñador. Toda la vida de un hombre común parecer controlada por este primer instante, por la experiencia de aquel fuego líquido que ha sentido atravesarle los pulmones en la terrorífica transición de ser acuático a ser de aire. 12. La botella El tiempo transcurrió en el más absoluto silencio. Intenté llenarlo sumergiéndome en las notas que había tomado con tanto esfuerzo. Sentía crecer dentro de mí un deseo irreprimible de saber más. ¿Cuál era el secreto del miedo, de la angustia que llevamos dentro? ¿Cuál era la razón de millones de vidas, como la mía, tan desgraciadas? El Soñador pareció capturar al vuelo estas preguntas y salió de Su silencio. Las palabras que pronunció, sin embargo, me tomaron completamente por sorpresa. —En Nueva York vivió con una botella de agua siempre en la mano —dijo con tono acusador y en voz alta, como si quisiera comunicar esta circunstancia a alguien situado detrás de mí. La vergüenza que sentí fue terrible. El Soñador acompañaba Sus palabras apuntándome insistentemente con el dedo índice de cada mano, con un extraño movimiento de arriba abajo, como para dirigir hacia mí la atención de un testigo invisible. Aquel modo de excluirme de la conversación interponiendo entre nosotros un observador virtual me sumió en un doloroso desconcierto. De repente, las falsas protecciones, los compromisos, las máscaras creadas y superpuestas durante el curso de mi vida se pusieron en fila una tras otra con un salto, como capas de piel muerta. Perdí el control de los músculos de la cara y la sentí adoptar un millar de expresiones en una rapidísima sucesión de muecas grotescas. La máquina se había vuelto loca, igual que su sistema operativo. En aquel espacio de libertad, como si el Soñador hubiese abierto las compuertas, el recuerdo de aquellos años se superpuso a cualquier otra emoción y comenzaron a fluir las imágenes. Desde el principio, sentí aquellos recuerdos como fragmentos de la vida de otra persona. Para evitar la formación de cálculos renales, los médicos me habían aconsejado beber mucho. Tener una botella de agua siempre a mano acabó convirtiéndose en una costumbre. La botella se transformó en una especie de prótesis, un apéndice del que nunca habría osado 200
La Escuela de Dioses desprenderme. Uno de los primeros efectos del encuentro con el Soñador, de las carreas matinales y de la aplicación de Sus principios en mi vida, fue la desaparición de tanto lastre psicológico, y de la botella. —Tu enfermedad no son los cálculos renales, sino la dependencia. Los cálculos no son más que un síntoma, señales que apuntan a la auténtica enfermedad para hallar el camino de la curación. Me dijo que cuando no los escuchamos y no seguimos el camino de regreso que nos conduce a su verdadera causa, los síntomas se hacen más dolorosos e insistentes y la enfermedad se agrava. Por indicación Suya dejé de beber, o bebí poquísimo, y los problemas de riñón se convirtieron en un lejano recuerdo. Volviendo a ver pasar las imágenes sobre la pantalla de la mente, me preguntaba por qué había desenterrado justamente aquel episodio de mi vida. Súbitamente, se accionó un mecanismo oculto y me vi catapultado a una memoria sin tiempo, vertical respecto al plano de los recuerdos, en la eternidad de uno de aquellos estados de mi Ser. Entré en los angustiosos pensamientos de aquellos años. Recordé que la pérdida de aquella esclavitud, la libertad de la tiranía del miedo que había vuelto inseparable la botella de agua no me produjo alegría ni alivio. ¡Al contrario! Penetrando en un átomo de aquel pasado descubrí que aquella nueva libertada tuvo para mí el sabor de una pérdida irremediable, como la muerte de un ser querido o el estallido de una crisis financiera. Ahora recordaba mucho mejor que lo más difícil fue soportar el vacío que sucedió a la curación. Pese a que fue algo temporal, sentí la pérdida del miedo, de la angustia de enfermar, como el derrumbe de una protección vital, como el abandono de una vieja muleta, amiga de muchos años. 13. Los auténticos pobres La voz del Soñador me sobresaltó y me devolvió a mi labor de cronista. —Quitar un problema o una enfermedad a un hombre que no está preparado es como desactivar su sistema de alarma o anular su sistema de frenado automático. Si no está listo, las consecuencias son imprevisibles. Podría acabar en una situación aún peor. Por esa razón no se puede ayudar a nadie desde fuera. Eliminada una preocupación o una enfermedad, la sustituirá inmediatamente por otra, a menudo más grave, restableciendo así, como si de un perfecto mecanismo de ósmosis se tratase, las circunstancias que corresponden al nivel de su Ser. El Soñador me estaba revelando el secreto de una conducta que afecta a la mayoría de los seres humanos, de un mecanismo psicológico de dimensiones planetarias cuyo funcionamiento nos sigue pareciendo inexplicable pese a haber operado siempre al 201
V. Adiós a Nueva York descubierto. A los seres humanos les cuesta dejar atrás sus sufrimientos, miedos e incertidumbres. Esas son sus riquezas. Son esas las posesiones a las que se apegan como a lo más preciado y las que les impiden avanzar. Según me explicó el Soñador, la humanidad las percibe como escudos protectores. «…vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme. Al oír esto el joven, se fue triste, porque tenía muchos bienes.» Por fin, en la parábola del joven rico, pude vislumbrar, como a través de una celosía, el brillo de la inteligencia que la había creado. El tesoro custodiado durante veinte siglos en aquellas palabras extraordinarias se revelaba en todo su deslumbrante esplendor. La explicación de lo que había sucedido en el Veronica’s llego de improviso y me fulminó. Lo que el Soñador había pedido realmente a los hombres y mujeres que habían asistido a aquella cena no fue que se desprendiesen de sus riquezas, sino de su pobreza. En realidad les estaba indicando cómo entrar en zonas más altas de la existencia. Poned a alguien en vuestro lugar, había dicho. He ahí el significado de lo dicho al joven rico: «vende cuanto tienes, dalo a los pobres». He ahí los pobres a los que se refería el Evangelio. Dad lo que tenéis a quien aspira alcanzar vuestro puesto. Os daréis cuenta de que todo lo que poseéis, aquello a lo que estáis apegados más que a vuestra propia vida, no es sino pobreza en comparación con lo que está por llegar. Merced a un mecanismo que el Soñador me explicó con detalle, en nuestro universo todo lo que no evoluciona se degrada. Del mismo modo, en nuestra vida como seres humanos, en cada instante no hay más que dos direcciones posibles: hacia arriba o hacia abajo. El Soñador llamó a esto «la ley de la evolución», y precisó que su validez es universal, puesto que se aplica tanto a individuos como a organizaciones, naciones y civilizaciones enteras. Sin un impulso hacia lo alto, sin la energía especial de la aspiración por ser más, la vida se curva sobre sí misma y se degrada. Me hizo reflexionar sobre el caso emblemático de la Iglesia, que en ciertos periodos de su historia, por no haber logrado encontrar la energía necesaria para elevarse a un orden superior, se curvó cada vez más sobre sí misma, descendiendo una octava tras otra hasta el punto de tomar una dirección contraria a la inicial. Fue así como llegó a transformarse en la negación de sí misma, como se volvió idólatra, supersticiosa y hasta criminal. Fue así como llegó a inventar la Santa Inquisición, los autos de fe y las cruzadas, mientras, en el colmo del sarcasmo, seguía creyéndose y llamándose a sí misma cristiana. Los ricos del evangelio, condenados a permanecer a este lado del ojo de la aguja, fuera de las puertas del Reino, no son como el tío del Pato Donald, ni se zambullen en el oro de sus cajas fuertes, sino hombres aplastados por el peso del lastre que acarrean en forma de 202
La Escuela de Dioses emociones negativas, de apegos, de sentimientos de culpa, encorvados bajo el peso del miedo, ya sea el de vivir o el de morir. Vi claramente el desastre que había provocado la interpretación errónea de este mensaje, que a lo largo de los siglos ha alimentado en millones de hombres el victimismo y la propensión a la escasez. Pensé en la actitud de la Iglesia, que simpatizando con la pobreza, justificándola, y a veces hasta exaltándola, la ha perpetuado inconscientemente, dificultando así que el hombre pueda erradicarla de su conciencia y, por tanto, de la sociedad. 14. El miedo es un amor degradado —El miedo es una droga que circula desde siempre por las venas de tu existencia. No es miedo de algo. Sencillamente, es miedo —afirmó—. Ya estás acostumbrado a ello. Las circunstancias con las que un hombre se encuentra en el mundo de los acontecimientos sirven para dejar al descubierto aquello de lo que ha intentado escapar, aquello que ha procurado no ver dentro de sí. El mal y la casualidad, son desgracias para quien no forma parte de una Escuela. Para quien ha encontrado una, son herramientas de trabajo para reconquistar la integridad perdida y comprender. Al mismo tiempo, son síntomas, sirenas que alertan al individuo acerca de su verdadera condición. Al contrario de lo que el hombre cree, primero llega el miedo, y sólo después escogemos qué temer. En la vida del hombre común, las dudas, el miedo y el dolor definen pronto los límites de sus posibilidades, un espacio hipnótico e irreal dentro de cuyos confines se siente seguro, como entre las mastodónticas paredes de un búnker, mitad refugio, mitad prisión. »Abandonar los miedos es el primer paso hacia la integridad, hacia la unidad del Ser —
añadió el Soñador—. Sobre el miedo no se construye nada, y tampoco es posible añadirle inteligencia. La ausencia de miedos es la primera ley del guerrero. El miedo te hace depender de un empleo y te empuja a refugiarte en le enfermedad, como ya has hecho en el pasado. La voz del Soñador adoptó un tono de brusca exhortación: »¡Transforma el miedo en oportunidad! El hombre sólo tiene dos sentimientos: el miedo y el amor. No son opuestos. Son la misma realidad en distintos niveles del Ser. El miedo es un amor degradado. El amor es un miedo sublimado. Me dio tiempo para apuntar estas últimas frases y, antes de continuar, se aseguró que las hubiese reproducido fielmente. »El miedo es la muerte interior. Héroe es el hombre que está libre de miedos, libre de toda muerte interior. Héroe, de eros, amor, a‐mors, son palabras que significan «inmortal». Quien no lleva la muerte dentro no la encontrará fuera. El héroe es un grado de la escala de la humanidad que no se obtiene en el fragor de la batalla, sino en soledad, venciéndose uno 203
V. Adiós a Nueva York mismo. La batalla sólo sirve para dejar al descubierto aquello que el héroe ya ha conquistado en el plano de lo invisible. Su invencibilidad, la invulnerabilidad, no es más que la prueba que demuestra que algo ha sucedido en el Ser, el papel tornasol de su victoria sobre la muerte. El Soñador hizo una larga pausa. Yo, aproveché para completar y retocar mis apuntes. Sentía el incalculable valor del material que estaba recopilando y la grandiosidad de las revelaciones del Soñador, que arrojaban una luz deslumbrante sobre los mecanismos más secretos y las zonas más oscuras de nuestra psicología, sobre todo aquello que hace de nosotros una especie mentirosa, miedosa y mortal. Cuando volvió a hablar, el Soñador se refirió al asunto de Kuwait, a mi miedo a dejar el trabajo y de trasladarme: —Es importante que vayas a Kuwait. Externamente, es el comienzo de un camino empresarial. Internamente, es un primer paso hacia la superación de un estado de apena, de un estado de limitación del Ser al que llevas entregado demasiados años. Todo emprendedor es un hombre que ya está en camino hacia el Sueño —dijo con voz vibrante y tono dulce—, es un rebelde capaz de poner en juego reputaciones y medios para modificar la realidad, para romper esquemas y equilibrios preexistentes y crear otros más provechosos. Congregar a otras personas, hacerse responsable de ellas, transmitirles entusiasmo, contagiarles el propio Sueño, son características que pueden denominarse «empresariales». En realidad, son cualidades del Ser imprescindibles para alcanzar los niveles más altos en la escala de la responsabilidad humana. Sentí cómo la angustia crecía en mi interior de forma descontrolada. Noté el inconfundible malestar propio de un cólico renal al tiempo que una sombra penetró en mi Ser y mi mundo interior se oscureció. No existe una sensación igual, a mitad entre el dolor físico y el psicológico. Instintivamente, me llevé la mano al riñón derecho. Me hubiera gustado contarle mis miedos acerca del regreso de esta afección que había dado por completamente superada, así como me hubiera gustado contarle sobre el examen médico que iba a hacerme en breve. —Deja ya de mentir —dijo bruscamente—. Eres de la peor especie que hay: la de los hombres que se mienten a sí mismos, los hipócritas. La enfermedad no existe. El cuerpo no enferma jamás. Sólo puede mandar señales, producir síntomas, para informarnos sobre qué falta en el Ser. Las enfermedades no existen. Solamente existen las curaciones. A continuación, con premeditada lentitud, añadió: »Toda curación es un liberarse del miedo. Una vez libre de la verdadera causa, desaparecen también los síntomas. 204
La Escuela de Dioses Me sumí en el más absoluto desconcierto. La afirmación de que tanto la salud como la enfermedad dependían sólo de mí y de que la dependencia y el miedo eran los causantes de mis cálculos renales, me llevó a entregarme a pensamientos que describieron cada vez círculos más grandes en los que terminé por perderme. »Hasta ahora has vivido como un dependiente —dijo con un tono áspero que me sacó del lamentable sentimiento de pena por mí mismo en que había caído— y tienes la enfermedad de los irresponsables. El que enferma delos riñones tiene miedo, y por ello depende. Enfermar delos riñones significa que hay problemas de comunicación, primero, con uno mismo y, después, con los demás. En aquel momento, estas afirmaciones del Soñador me parecieron abstrusas y me provocaron escepticismo. Unos meses más tarde habría de descubrir que ciertas culturas ancestrales ya sabían que en nuestro firmamento interior brillan y orbitan estrellas y galaxias, que los planetas que forman el sistema solar se asocian por analogía a órganos del cuerpo. En la antigüedad clásica se asociaba el hígado a Júpiter, el corazón a Marte, el bazo a Saturno y los pulmones a Venus. Esta última conexión me confirmó que la respiración y, por tanto, las aspiraciones de uno, están vinculadas a las emociones, al amor, entendido como a‐mors, o ausencia de muerte. A través de la respiración y de sus órganos es posible controlar las emociones, se puede combatir el miedo. En las creencias de la antigüedad también encontré confirmación de todo lo que el Soñador ya me había adelantado: los riñones están conectados con Mercurio, el mensajero alado de los dioses y, por tanto, a la comunicación. Pero estos descubrimientos habrían de llegar más tarde. Por el momento hacía gala de un evidente escepticismo que me llevó a preguntar: —Entonces, ¿por qué siempre se me ha dado bien la comunicación y he trabajado en sectores en que esta clase de actividad es especialmente importante? —Precisamente por esa razón —insistió el Soñador, sin esperar a que terminase— quienes enferman de los riñones se sienten atraídos por actividades de comunicación y se dedican a ellas justamente para compensar esta incapacidad, esta falta de conexión, de comprensión… de comunión. Acto seguido, con el tono de quien pasa a hablar de lo que realmente importa, dijo: —Tus miedos han convertido a la compañía que te paga en un ídolo monstruoso que refleja lo mucho que dependes de él. Has trasladado tu Sueño fuera de ti. Lo has canjeado por un salario y una falsa sensación de seguridad, y te has reducido a un estado de esclavitud. El que depende, está metido en un pozo con el agua hasta el cuello. La verdad es que, igual que hacen millones de personas, has decidido eliminarte— concluyó, dándome la estocada final. 205
V. Adiós a Nueva York Ante aquellas sentí un deseo feroz de rebelarme, un resentimiento parecido al odio que me asustó por lo imprevisto de su aparición y por su violencia. Sus palabras habían tocado una terminación nerviosa, habían dejado al descubierto la parte de mi interior que, en la oscuridad, más oculta que ninguna otra, estaba dirigiendo mi vida. De repente, de la misma manera en que habían surgido, el resentimiento y el deseo de rebelarme desaparecieron cual fantasmas del Ser. Tras ellos, en un rincón más profundo, hallé aceptación y gratitud. Algo dentro de mí, más verdadero y sincero que todo lo demás, sabía que quien encuentra al Soñador encuentra la curación. —Ve a Kuwait —me ordenó como un padre a un hijo, con una dulzura inesperada—. Acepta ese trabajo y vive la vida del emprendedor. Comienza a respirar las primeras bocanadas de un aire más dulce. Te ayudará a derribar las barreras que te han impedido alcanzar estados superiores de responsabilidad. Elimina los obstáculos internos a tu crecimiento y se disolverán todos tus problemas personales, sociales y económicos. El miedo y la dependencia son lo mismo. Se depende porque se tiene miedo, y se tiene miedo porque se depende. No hay guerra más santa que luchar y vencer esta limitación, derrotar al miedo y desterrarlo del Ser. Aquí se detuvo. Tuve la impresión de que estuviese sopesando la conveniencia de darme una última información. El contorno de su figura empezaba a nublarse, cuando dijo: —En Kuwait conocerás a hombres y mujeres que son células preciosas del Proyecto. 15. La solución viene de arriba Al día siguiente anulé el examen radiológico y acepté la proposición de YusufBehbehani. Al señor L., director de personal de la ACO, le había sorprendido recibir la carta formal con que, en pocas líneas, anunciaba mi dimisión, y pidió verme. Ya habíamos hablado en otras ocasiones, y la impresión que me había producido era la de un jefe severo y altanero. Esta vez, sin embargo, todo fue distinto. De entrada, toda su vida se desplegó ante mí, como si su pasado y su futuro se condensasen en ese preciso instante. «Vi» su relación con su esposa, con sus hijos, con su existencia. El señor L. era la viva encarnación de una carrera horizontal, aparentemente de éxito, pero en realidad dirigida por los mismos miedos, por la misma dependencia y la misma infelicidad que habían marcado mi vida. Una vez tomada la decisión, mi visión se había vuelto lúcida, cortante como una espada. «Vi» en los ojos del que había sido mi jefe el reflejo de mis inseguridades, la pobreza de la condición de empleado, la asfixia de aquella descripción del mundo. «Verlo» y sentirme libre fueron la misma cosa. Era libre porque «veía», y «veía» porque era libre. Reconocerme en este hombre, escudriñar en mi imagen reflejada en su actitud y en cada una de sus palabras, fue como plantar un pie sobre un escalón y dar un paso hacia arriba. Jamás podría haber 206
La Escuela de Dioses seguido siendo mi jefe. Había bastado elevar un milímetro en sentido vertical para «comprender» en un instante toda la existencia de aquel hombre: estudios, carrera y relaciones. De golpe, lo comprendí todo, su vida afectiva y profesional, las aparentes victorias y los fracasos, todo aquello que podía creer saber, así como lo que creía poseer. Y me liberé. Sentí con todo mi ser cómo se disolvían las viejas cadenas. En aquel momento me parecieron absurdas, credos idólatras, la devoción por la escasez que profesan todos los hombres, la veneración general de todo lo que sea sufrimiento, nuestra querencia a la mentira, nuestra fe inquebrantable en la inevitabilidad de la muerte. La reunión con el señor L. había sido un duelo entre lo viejo y lo nuevo en mi interior. Hubiera bastado una sola duda para hacerme tambalear y mandarme de nuevo al infierno de la dependencia. Pero, como si se tratase de un combate medieval, mi victoria había quedado registrada en el mundo de lo invisible. Me embargaba la felicidad nerviosa, salvaje, de quien acaba de superar un desafío a muerte. Cuando nos despedimos, en la entrada de su despacho, tuve la impresión de que también los ojos del señor L. expresaban satisfacción por mi progreso. Nuestra reunión le había dado a él también un aliento de libertad y, por unos instantes, le había hecho salir de la prisión de su puesto. Entendí que toda la humanidad, como un mismo organismo, sabe cuándo una sola célula sana y anuncia la nueva especie, y se alegra por ello. Comprendí que en todos aquellos años la ACO Corporation no había sido solamente un trabajo y una fuente de ingresos, sino una protección y la representación tangible de una condición de dependencia. Había llegado el momento de pasar página. Tardé pocos días en cerrar la casa y en mandar a los niños, acompañados por Giuseppona, a casa de los abuelos maternos por algunas semanas. Estaba listo para mudarme a la ciudad de Kuwait, una ciudad‐estado que flota en un mar oro negro, convertida en horizonte de los negocios del mundo y en uno de los centros financieros del planeta. También en esta circunstancia tuve a Giuseppona a mi lado. Sus ojos brillaban de emoción. Una vez más, estaba preparada. Con el mismo entusiasmo que una niña, aceptaba el cambio y la perspectiva de vivir algunos años en Oriente Medio. —¡Date prisa, mi niño! —dijo abrazándome. Ya habíamos cargado las maletas en el auto y los niños estaban a punto de partir—. Encuéntranos una casa bonita. Me muero de ganas de ver el desierto. Me lo imagino como una playa un poco más grande que la de Licola. ¡A ver si me encuentro un príncipe árabe! El buen humor de Giuseppona era irreprimible y contagioso. Gracias a ella, aquel adiós a los niños fue maravilloso. La promesa de reunirnos pronto hizo crecer mis fuerzas y mi determinación para afrontar este giro drástico y crucial. 207
V. Adiós a Nueva York El Soñador me recordaba constantemente que el Sueño es lo más real que hay, y que el arte de soñar es una elevación del Ser que permite entrar en el mundo de las soluciones. —En el mundo de los acontecimientos, en el mundo de los contrarios, no es posible encontrar una solución. La solución no está en el mismo nivel que el problema. ¡La solución viene de arriba, y no al cabo del tiempo! Hace falta saber cómo entrar en el mundo de las soluciones. Cuando te elevas en el Ser todo aquello que te parecía borroso se vuelve claro y los aparentes problemas que parecían montañas insuperables se convierten en leves baches.» Aquellas palabras me hicieron pensar en una cuestión vital, un hecho que, pese a estar delante de nuestros propios ojos, sigue escapando a toda investigación o análisis: a lo largo de la historia del mundo, ¡los problemas nunca se han resuelto! Como mucho, han sido trasladados en el tiempo o en la geografía, enviados al futuro o llevados a otro país. Los cambios en la historia de la humanidad y las soluciones que esta ha encontrado con el paso del tiempo a sus enormes problemas son sólo aparentes. Esos problemas siguen siendo exactamente tal y como eran milenios atrás. La humanidad no los resolvió ayer con sus manos y sus hachas, y no ha conseguido resolverlos hoy con la tecnología más avanzada. —Pero no se puede negar que muchos problemas se han aliviado. Hemos mejorado algo… —Entre los hábitos más dañinos e inveterados del hombre está el de hablar siempre de mejoras, y creérselo. El lenguaje común está plagado de palabras como evolución y progreso, pero todo sigue igual que siempre. Mejorar es imposible —concluyó secamente—. Creer que es posible evolucionar y mejorar forma parte de las supersticiones de la vieja humanidad. Es una fe ciega de beatos. Desde hace milenios no sucede nada. Los problemas del planeta, desde la pobreza a la delincuencia, hasta la conflictividad y las guerras, son los mismos de siempre, en la edad de piedra como en la era digital. «“Mejorar” es la palabra favorita de quien quiere dejar todo tal y como está, de quien piensa de una forma obsoleta, desprovista de vitalidad.» Creer que se puede mejorar el mundo desde el exterior es una convicción dogmática propia de una humanidad que carece de fuerza para enfrentarse a la raíz de su mal. Es necesaria una revolución del pensamiento, una transformación radical. Para cambiar la realidad hace falta cambiar el Sueño. Sólo el individuo puede hacerlo. El tiempo es curvo, y el hombre y las civilizaciones creadas por él se curvan y degradan en una especie de ciclo que las devuelve siempre al punto de partida, al pasado, mientras pervive la ilusión de avanzar hacia el futuro. La solución, en la vida de un hombre igual que en la historia de una civilización, no se halla nunca, por tanto, en el tiempo, sino en un «tiempo 208
La Escuela de Dioses vertical», en un tiempo sin tiempo, en una elevación de la calidad del pensamiento que puede suceder solo en este instante. «Sólo gestionando el instante que existe entre la nada y la eternidad, podrá la humanidad dar forma a su destino y crear acontecimientos de orden superior.» Como había ocurrido anteriormente en todas las fases de mi vida bajo la dirección del Soñador, desde aquel momento todo adoptó las proporciones justas y se fue colocando en su lugar, como piezas de un rompecabezas en un juego perfecto. La decisión, una vez tomada, cortó por la sano situaciones que desde hacía demasiado tiempo se habían estancado y con las que había transigido demasiado. «¡Primero, lo primero! En cuanto antepones a todas las demás cosas lo más importante de todo, el Sueño, tu evolución. Cuando Me recuerdas, emerge una facultad de discernimiento, sabes con certeza qué hacer y qué no. Cuando empiezas a observarte, a conocerte, comienza a ocurrir lo necesario, y todo lo que no forma parte del Sueño, lo inútil, superfluo o dañino, empieza a disolverse.» En todo momento pude sentir la verdad de estas palabras, tocarla con mis propias manos. Sencillamente, lo que formaba parte del pasado se estaba desmoronando sin necesidad de esfuerzo, y sin que yo lo lamentase o procurase aferrarme a parte de ello. Como Noé, podía llevar conmigo las «semillas» de mi nuevo mundo. Aparentemente, estaba abandonando la seguridad del empleo, el equilibro familiar y la casa por una aventura empresarial en un país lejano. Solamente los años pasados junto al Soñador, el largo trabajo de autoobservación y Su presencia, me hacían ver que aquello a lo que estaba renunciando realmente era la mentira y la dependencia, que aún me empujaban a creer en la certeza de un «empleo seguro», en la protección, en la ayuda del mundo exterior. Gretchen encarnaba de manera ejemplar aquella descripción del mundo, era su representante y su fiel guardiana, siempre atenta a alimentarla y a perpetuar aquel modo de pensar, de sentir, de concebir la vida. Cuando llegó el momento, como yo preveía, no fue capaz de cambiar los Alpes por las arenas de Oriente Medio. Aquella mujer y todo lo que representaba eran incapaces de seguirme. Se estaba repitiendo exactamente lo que había sucedido con Jennifer. Cada vez que decía que sí al Soñador, moría un mundo de falsedad, de compromisos y de hipocresías. Para Él mis certezas era basura que debía cambiar lo antes posible por algo precioso, para mí aún invisible. Aquellos cambios tan radicales, aparentemente improvisados, sólo eran el efecto de un milímetro de comprensión conseguido al cabo de años y años de esfuerzo. Pese a ello, habrían de hacer falta más años de preparación y caer en muchos otros errores para poder avanzar más allá y profundizar realmente en Sus palabras. 209
V. Adiós a Nueva York Al dar más espacio a los principios del Soñador, Gretchen no podía sino terminar disolviéndose junto a todas las demás insinceridades y fantasmas de mi vida. Regresó a Nueva York, sus cartas se espaciaron cada vez más y no volvimos a vernos. Los ídolos a los que había adorado, las cosas en que había creído más firmemente, se estaban derrumbando. Todas mis prioridades cambiaron. La carrera, la familia, el dinero, todo mi abanico de valores se estaba transformando. Algo extraordinario estaba penetrando en mi vida. Algo gentil, sincero, verdadero, estaba abriéndose paso con sencillez. Capítulo VI En Kuwait 1. ¡Esto es economía! Me recosté hacia atrás contra el respaldo de la silla y estiré las piernas por debajo de la larga mesa de caoba. El día había sido intenso, muy ocupado, igual que todos desde hacía meses. Habíamos trabajado en medio de un desorden festivo, con las oficinas atestadas de cajas con los nuevos equipos y del nuevo mobiliario procedente de Europa. Las torres gemelas del Al Awadi Center, a donde había trasladado la sede central, estaban en silencio a esa hora de la noche. El ronroneo de los aparatos de aire acondicionado era monótono y reconfortante como el de un gran gato mecánico. En la oscuridad de la noche, la ciudad de Kuwait era un puñado de diamantes resplandecientes entre los círculos que describían las Ring Roads, las carreteras concéntricas de la ciudad. La única autopista del país describía un sendero de luces en dirección a los pozos, situados a unas cuantas millas al noroeste. Las bombas de extracción resollaban incansables,cabezas de saurios gigantescos que emergiesen de un océano mineral de millones de años de antigüedad. Pese a ser de noche, la temperatura en el exterior debía de seguir siendo insoportable; aquel día se habían superado todos los récords. Sonreí al recordar el decreto por el cual el Emir había ordenado que se suspendiese toda actividad relacionada con el trabajo en cuanto la temperatura superase los cuarenta grados. Desde entonces, los termómetros oficiales dejaron de marcar temperaturas mayores, resolviendo así el problema del costo de aplicar aquella prohibición. Con el traslado de las oficinas y de los departamentos de asistencia técnica a la sede en las torres del Al Awadi, la compañía que había puesto en marcha en Kuwait había empezado a operar a pleno rendimiento y se estaba convirtiendo en una de las más productivas de entre los numerosos negocios que componían el holdingBehbehani. Había reclutado por toda 210
La Escuela de Dioses Europa, y también por Estados Unidos, a los directivos y a los técnicos más cualificados para este proyecto. Nuevos persona se iban sumando a medida que el desarrollo del sector lo demandaba. El ambiente de trabajo vibraba con la emoción de conquistar nuevas fronteras. Todos habían firmado un contrato por el que se comprometían a permanecer en Oriente Medio al menos durante tres años. No había sido fácil encontrarlos, seleccionarlos y, sobre todo, motivarlos para que se trasladasen a la ciudad de Kuwait. Este pequeño ejército de expatriados comportaba miles de problemas e infinitas necesidades: desde los visados al alojamiento, pasando por el mobiliario, la adaptación de sus familias y los colegios de los niños. Pasaba días y noches organizando y planeando todo lo necesario para que la empresa fuese adelante y para garantizar el bienestar de todas aquellas personas de las que me sentía responsable. Pero nunca conseguía satisfacerlas. Ahora que era el jefe, me hubiera gustado hacer por ellos lo que me hubiera gustado que hicieran por mí cuando yo ocupaba su puesto. La variedad de lenguas, nacionalidades y profesiones que había reunido formaba una especie de pequeña torre de Babel, un cuerpo multiforme, felizmente heterogéneo, que creía día a día conforme al designio de una gestación perfecta. Cada elemento y cada persona se sumaban de forma natural, ocupando el puesto que le correspondía en la trama de aquel tapiz de apretada textura. Pronto llegué a sentir aquel equipo como una extensión de mí mismo. Ponerse al servicio de aquellas personas, trabajar por su bienestar, significa recordar constantemente los principios del Sueño… Tu cambio hará que se vuelvan más vivos, más responsables, más libres. La integridad del líder es la solución. ¡Esto es economía! Ahora, solo con mis pensamientos, repasaba mentalmente aquellas palabras Suyas. Un perfume de infancia impregnó el aire. Sentí una alegría festiva. Pasé revista mentalmente a todos los hombres y a todas las mujeres que trabajaban para mí. Vi sus caras mientras volvía a escuchar las palabras eternas del Soñador: «Cuidarlos, servirlos y amarlos es el deber de un verdadero líder. Dentro de una organización se debe cuidar hasta de la más lejana de las células a fin de que evolucione y progrese más rápidamente». 2. Olvidar el Sueño Durante aquellos meses de construcción, absorto intensamente en mi nueva vida, olvidé las recomendaciones del Soñador y perdí el sentido milagroso del juego. Vivía periodos de apnea cada vez más largos en los que no acertaba a respirar el aire puro de Sus enseñanzas y olvidaba mi investigación. Preocupaciones y afanes que por aquel entonces tomé por signos 211
VI. En Kuwait y efectos inevitables de mi responsabilidad, llegaron a aprisionarme de tal manera que creí que todo dependía de mis elecciones y decisiones estratégicas. —Todo ya está hecho —intentó advertirme el Soñador repetidamente, presagiando el camino desastroso que transitaba con pasos cada vez más rápidos—. Todo ya está hecho. Sólo tienes que recoger la cosecha… Pero estas palabras caían en saco roto; o mejor dicho, se estrellaban contra los muros de mi presunción. Estaba convencido de que el éxito creciente de la actividad que dirigía fuese el resultado natural de una capacidad y unas dotes que siempre me habían pertenecido. Las mil situaciones del día a día de los negocios, con todas sus aparentes trampas y emboscadas, las luchas por afirmarse y vencer, me provocaban cada vez más un doloroso estado de tensión, me tenían más preocupado y triste. Recuerdo que una noche, íbamosen coche a lo largo del paseo marítimo para cenar en el Riccardo. Veíamos pasar un tráfico de lo más insólito: los Bentleys y Ferraris compartían asfalto con viejos Mercedes y camionetas cargadas como camellos de caravana. De repente, cesó el ruido. Como por una orden invisible, unos autos se detuvieron en las cunetas y otros lo hicieron en medio de la carretera. Se desenrollaron alfombras de oración en dirección a la Kaaba que recibieron las genuflexiones de centenares de conductores convertidos por arte de magia en un pueblo de adoradores. Bajo un cielo que se poblaba de estrellas, el paseo marítimo se había transformado en una inmensa mezquita. En aquel silencio la voz del Soñador me llegó con una intensidad indescriptible. «Estos hombres están recorriendo tu mismo camino. Se arrodillan cinco veces al día y rezan para alcanzar la misma meta que tú. Pero el paraíso en que creen jamás llegará. El paraíso es un estado del Ser. El más allá es este mundo en ausencia de límites. La religión, con sus rituales de masas, no es más que una ilusión…» Más tarde, aquella misma noche, esperé al momento oportuno para pedirle que me contase más. Me explicó que las religiones, las ideologías y las ciencias son puentes que deben ser cruzados, trascendidos y abandonados. Una vez han cumplido su propósito, debemos librarnos de ellas. De lo contrario, se transforman en prisiones de dogma y superstición, en trampas mortales. Para una humanidad como la actual, agresiva y conflictiva, para personas que, dejadas a su libre albedrío, se destruirían, la religión es un instrumento de control social, de prevención y de contención de la delincuencia, igual que juzgados, alguaciles y cárceles. «Recuerda tu meta —concluyó—. Si realmente deseas transformar tu destino en una gran aventura, recuerda los principios del Sueño. Entregarse, como hace la humanidad, a emociones negativas y pensamientos destructivos es la verdadera causa de todas las 212
La Escuela de Dioses desgracias. ¡Mantente alerta! No permitas que entre en tu interior un solo átomo de dolor. ¡Por todos los medios, cierra al instante cualquier herida mortífera!» Pese a la presencia del Soñador y a Sus recomendaciones, volvía a encontrarme, irremediablemente, recorriendo la senda acostumbrada de una existencia infeliz. Recuerdo que también en aquella ocasión el Soñador se vio obligado a concluir nuestro encuentro con una amenaza: «¡Empieza a rebelarte! O un día te encontrarás de rodillas junto a todos estos, esperando que una divinidad exterior se apiade de ti». Después, con un susurro feroz como el resoplido de un gran depredador, añadió: «¡Cambia! O tendré que sustituirte por otro que esté más preparado que tú». La presión del trabajo aumentaba día a día a medida que la empresa crecía y que sus actividades se expandían. Me despertaba por la noche con el corazón agitado y pasaba horas en vela. De vez en cuando, por fortuna, cual rayo de sol que atravesase los barrotes de una prisión, llegaba a mí el recuerdo del Soñador para darme aliento. Se abría entonces una brecha en aquel muro hecho de olvido. Por un instante, lograba volver a conectarme con el Sueño. Me hubiera gustado no abandonar jamás aquel lugar del Ser, esa isla fuera del tiempo donde no existían las preocupaciones, la incertidumbre ni la ansiedad. Pero ese estado duraba lo que un abrir y cerrar de ojos. Los miedos y las dudas, alejadas por poco tiempo, regresaban con fuerzas redobladas. Sentía que me ahogaba. Era entonces cuando la náusea me invadía y mi mente volvía a caer prisionera de un ejército de pensamientos oscuros. Aquella noche, el silencio y la soledad calmaron mis reflexiones y abrí mi cuaderno «al azar». Las palabras del Soñador aparecieron vívidas y poderosas: «Cada hombre es el único artífice de su realidad. El mundo es una gran pantalla sobre la que proyectamos los fantasmas de nuestra vida. Fuera de nosotros no existe fuerza, conocida o desconocida, natural o sobrenatural, capaz de influir en nuestro destino. Sean cuales sean los acontecimientos de nuestra vida, nada puede manifestarse sin nuestro consentimiento. No creas que este mundo existe fuera de ti mismo. Intenta comprender que todo lo que crees que llega a ti «desde el exterior» comienza en realidad y solamente en tu interior. Entender que una causa interior es la responsable de todo lo que ocurre en el exterior, hace que el mal, el sufrimiento y la muerte desaparezcan por completo de la faz de la Tierra». Levanté la mirada y, de repente, quedé fascinado por la oscuridad, enmarcada por los arabescos de mármol de las ventanas trilobuladas morunas. Entendí cuán distinta era mi vida actual de la que había llevado en el pasado. Viví un intenso momento de gratitud por cuanto había recibido y por todo lo que me estaba sucediendo. Una sola gota de un mundo superior basta para disolver las calamidades de una vida. 213
VI. En Kuwait Observé aquel ambiente y todos sus detalles con una lucidez nueva. Advertí la elegancia meridional, opulenta y vistosa, de la sala de reuniones. A través de la puerta entreabierta vi las ricas alfombras sembradas de cajas apiladas casi de cualquier manera. Por la mañana, mis empleados habrían de desempaquetar todo y montar los equipos y los muebles. Podía imaginar sus caras sonrientes. En aquel momento sentí que no estaba solo. Mi corazón latía descontrolado. Lentamente, giré la silla hacia aquella presencia. 3. Preocuparse es de animales A pocos pasos de mí se encontraba Él, el Soñador, elegantemente vestido, con ese estilo suyo fuera del tiempo. Estaba sentado ligeramente echado hacia atrás, con las piernas cruzadas y la expresión de que se siente evidentemente a gusto. Parecía absorto en la lectura de un librito finamente encuadernado. No me miró ni dio muestras de haber notado mi presencia. ¿Hace cuánto tiempo que estaba allí? No me había recuperado aún de la sorpresa, cuando comenzó su argumentación, sin preámbulos, como siempre. —Los hombres que, como tú, se identifican con la descripción del mundo, se preocupan porque han olvidado lo milagroso del Ser— dijo sin apartar la vista del libro. La pausa que vino a continuación dio la impresión de que estuviese sopesando las palabras que acababa de pronunciar. Al cabo, sin ocultar el disgusto que le producía la idea, añadió: —¡Preocuparse es de animales! Hacía meses que no lo veía. Encontrármelo delante, así, de repente, tan cerca que podía tocarlo, me provocó sentimientos ambiguos. Superada la sorpresa, sentí la alegría improvista y tumultuosa de quien vislumbra en el desierto las copas de las palmeras de un inesperado oasis. Pero la alegría fue eclipsada rápidamente por una nube de emociones desagradables. Sentí un lamento largamente contenidoemerger con hedor de materia contaminada. Había dejado que hiciera frente solo y durante meses a un encargo que superaba mis capacidades. Cuántas veces me había arrepentido de haberle escuchado, de haber venido. Cuántas veces había perdido la esperanza y me había sentido atrapado, sin fuerzas para seguir adelante, sin posibilidad de dar marcha atrás. Hubiera deseado contar con la miserable seguridad de un sueldo, refugiarme en el oscuro seno de aquella esclavitud. Hasta el ciego sufrimiento, el dolor inconsciente de mi vida antes de conocer al Soñador había llegado a parecerme preferible a aquella escalada agotadora. Pese a mis esfuerzos por contenerla, no pude evitar una reacción agresiva, casi de abierto desafío. 214
La Escuela de Dioses —Si preocuparse es de animales —rebatí, sintiendo que los músculos de mi cara setensaban y perdía el control de mi expresión—, ¿qué hay que hacer? Si no me preocupo, si no pienso en eso, ¿quién lo va a hacer por mí? El Soñador no reaccionó. Siguió absorto en la lectura del librito que tenía abierto sobre la palma de la mano izquierda y no respondió. Apenas hube pronunciado aquellas palabras, deseé haber dado marcha atrás, rebobinar la cinta del tiempo y borrarlas. Pero era demasiado tarde. Su violencia y la arrogancia del tono empleado se volvieron en mi contra. Me sentí aplastado bajo el peso de una enorme losa. Noté que al menos había conseguido evitar decir «yo». Y esto, absurdamente, me alivió un poco. El silencio continuó y se hizo más denso y duro. Permanecí inmóvil todo el tiempo, mirándolo leer. Cuando se detuvo, me asaltó una inquietud, como si se cerniese sobre mí un peligro inminente y desconocido. Sin ninguna prisa, cerró el librito manteniendo el dedo mayor entre sus páginas a modo de marcador, y alzó la mirada hasta fijarla en mis ojos con una intensidad que no pude soportar. Por un momento percibí el abismo que nos separaba. La distancia que separaba mi Ser del Suyomareante era un vacío de años luz sin fin. —Tú aún perteneces a un mundo que cree actuar y elegir, un mundo en que se hacen planes y programas, donde nadie advierte la grandiosidad de la existencia —me acusó con el tono de un amo severo. Después, dulcificando su expresión imperceptiblemente, añadió: »El único plan que un hombre puede hacer es desarrollarse, alimentar su propio Sueño. Todo lo demás llegará por añadidura. Eliminar un átomo de miedo es capaz de mover montañas y de proyectarte como un gigante en el mundo de los acontecimientos. —¿Cómo puede uno evitar preocuparse por el futuro? —pregunté, nervioso. Temía el daño que pudiera producirme la contestación del Soñador. Acto seguido, envalentonado por un destello de benevolencia, añadí: »¿Cómo se puede vivir sin planes, sin programar nada? —en el tono de mi voz se percibía mi esfuerzo por remediar de algún mis palabras groseras de antes. —Programar es una forma de exorcismo, una fuga de la realidad —respondió el Soñador—. El hombre aplaca su miedo del futuro con la falsa seguridad de las previsiones mediante rituales compuestos de planes y programas. Enfrentados a la aparente imposibilidad de controlar, a la imprevisibilidad de la existencia, los hombres como tú han recurrido siempre a reglas y a fórmulas, han creído ser capaces de curvar el universo con las lentes de la racionalidad y lo han sustituido por una descripción más reconfortante. Pero nada de esto ha podido jamás aliviar la sensación de la propia precariedad, el sentimiento de indefensión —
concluyó, como observando un balance que arrojase un amargo resultado. 215
VI. En Kuwait —Pero, si uno no programa, ¿cómo puede prever lo que está por venir y prepararse para ello? —Hacer programas y planes es como excavar un pozo y creer que en él cabrá la inmensidad de un océano. Este escudo de debilidad, esta coraza ilusoria que te hace sentir protegido, el tenue diafragma mental que has interpuesto entre tú y la realidad se rasga y, de repente, te encuentras delante de un inmenso abismo, de la vida tal y como es, y no como se te ha descrito. Creencias y prácticas adoptadas durante años por las organizaciones, teorías de decisión, estrategias de empresa, modelos, matrices y técnicas de gestión, así como todo el arsenal de teorías y técnicas que había aprendido durante mis estudios de economía y empresa en Italia, Estados Unidos y Gran Bretaña, se derrumbaban sobre mí como ídolos de barro. —Pero, para tomar decisiones, un directivo tiene programar su actividad y la de sus colaboradores, tiene que fijarse objetivos y metas, ¿no? —pregunté en un último intento de salvar al menos una pizca de las certezas sobre las que había construido mi vida y la ilusión de ser capaz de gestionar mi propia empresa en Kuwait. —¡No te escondas tras la máscara de un cargo! —tronó el Soñador nuevamente con tono agresivo—. No digas «un directivo», di: «¿Cómo lo puedo hacer yo?». ¡Usa deliberadamente este pequeño «yo» y asume la responsabilidad! El universo te escucha. ¡Siempre! Y te somete a examen también cuando haces una pregunta. Dentro de mí se reabrió una antigua herida que sentí arder conel resentimiento y la humillación con que ardía la palma de mi mano al ser golpeada por la vara de los barnabitas. Instantáneamente, me vi de nuevo rodeado por los muros de mi antiguo colegio religioso, una perla blanca engastada en las entrañas de Nápoles, y me conecté con aquella conciencia infantil. Sentí la curación. Al desvanecerse aquellas imágenes me encontré frente al Soñador, libre e inocente. Ahora podía, por fin, escucharlo. —Un verdadero líder planifica y programa, igual que lo hacen todos, pero sin creer en ello. Su planificación es una representación conforme a las acciones y a los papeles descritos en un guión teatral invisible. Cada momento es un acto de creación. Cada momento es nuevo. Jamás ha existido un momento antes ni un momento después de este instante. ¡Y jamás existirá! Todo lo que ves y todo lo que no ves, se crea en este instante. Todo ocurre ahora, en este instante eterno, en la omnipotencia, en el espacio infinito de tu Ser. El Soñador acompañó estas palabras tirando hacia abajo de un hilo invisible entre el índice y el pulgar, trazando en el aire una línea vertical hacia el mundo. 216
La Escuela de Dioses »El instante es el territorio del Sueño. La planificación del hombre común sucede en el tiempo y en el espacio. Antes o después, se curva y falla. —Pero, ¿acaso «soñar» no es una forma de planificar? —pregunté con la dulzura de quien se entrega, cada vez más fascinado por Su visión. —El Sueño es una planificación que ocurre en ausencia de tiempo, en la eternidad, en un tiempo vertical. Yo soy este instante. Este momento contiene todo lo que voy a ir recogiendo a lo largo del tiempo, ¡pedazos, fragmentos de mí! Por eso un soñador no hace panes ni se preocupa. Por eso deja que el Sueño se expresa con toda libertad, en toda su belleza. Sabe que los resultados se producen por sí solos, naturalmente, de acuerdo con su grado de integridad e impecabilidad. En lo más hondo de tu Ser existe un campo unificado de posibilidades ilimitadas. Es ahí donde se desarrolla tu Sueño. Es ahí donde aparece la persona o aquello que sea necesario para crear prosperidad y éxito en tu vida. Es ahí donde por fin se aclara, y entiendes, tu propósito en la vida. Después, con el tono de quien explica una demostración matemática, continuó: »En las empresas, al igual que en toda clase de jerarquía organizativa, cuando más bajo es el nivel de responsabilidad, más hace falta planificar. Cuanto más desciende hacia los puestos inferiores, más aumenta la necesidad de programar hasta el más pequeño detalle, de fijar y recibir objetivos precisos. Allí se siguen escrupulosamente todos los rituales de un proceso de decisión, pero nada sucede por medio de estos hombres y mujeres. El aire aún vibraba con el sonido de estas palabras cuando se atenuaron las luces de la sala de reuniones donde nos encontrábamos. Lentamente, un manto negro cubrió la pared posterior y tuve la impresión de que las paredes y el techo estuvieran desapareciendo. Sentí que mi silla se movía con fuertes sacudidas, como si me hallase sobre una plataforma móvil o en algún extraordinario vehículo invisible. 4. La fuga es para la minoría Las imágenes comenzaron a desfilar por la pantalla. Vi masas de seres humanos caminando a tientas por pasillos de organizaciones, abarrotando los «espacios abiertos» o encerrados en cubículos estrechos como celdas de insectos. —Estas personas no son más que sombras —me dijo—. Nada hasta ahora ha conseguido transformar a esta humanidad, transportarla hacia una nueva especie. Sólo una «Revolución Individual» podrá dar la vuelta al modo de pensar y de sentir de millones de hombres y mujeres atrapados en su sueño hipnótico. La Revolución Individual. Esas dos palabras, que habrían de tener una importancia decisiva en mi vida, en aquel momento no significaban nada para mí. No obstante, anunciaban 217
VI. En Kuwait el Proyecto para el que el Soñador llevaba años preparándome. Pero entonces aún era demasiado pronto para que pudiese revelarme su grandiosidad. Visité con el Soñador los niveles más bajos de las organizaciones. Con Él me adentré en aquellos mundos densos, lentos, atestados de prisioneros. Contemplar la sucesión de aquellas imágenes me dejaba sin aliento. Veía a personas y cosas flotar en el líquido verduzco que llenaba un inmenso acuario pobremente iluminado por luces de neón mortecinas. Yo mismo había vivido allí muchos años, pero sólo ahora me daba cuenta de lo doloroso que era pertenecer a aquello, de lo dura que era la existencia de aquellas criaturas condenadas a respirar todos los días el aire que ellas mismas envenenaban. De golpe, el cristal que contenía aquel universo enfermo si convirtió en un espejo en el que vi reflejarse la imagen de dos viejos decrépitos, canosos y encorvados. Advertí su piel arrugada, agrietada como la tierra quemada, con unos pliegues tan profundos que parecían cicatrices. Algo en ellos me parecía angustiosamente familiar. Los examiné con atención para descubrir la causa de aquella sensación inquietante. Hasta que los reconocí, espantado: ¡esos dos hombres éramos el Soñador y yo! Me giré hacia Él: lo vi en absoluto control de la situación. Su rostro severo parecía más joven que nunca y me daba ánimos con una sonrisa. Me serené un poco, pero por dentro aún me sentía preso de una desesperación muda, incapaz de todo lamento. Vi a un número indeterminado de jóvenes que esperaban en fila. En sus ojos aún se podía encontrar una chispa de vida. Como si se tratase de una cinta humana, desfilaban por delante de un examinador implacable que, uno a uno, los descartaba o los asignaba a una tarea. Cual un Minos dando vueltas a su cuerpo con su cola, les indicaba a cada uno una tarea dolorosa, un «puesto fijo» en los niveles infernales de las organizaciones. Observaba con lástima la palidez de sus rostros, sus miradas, aún no apagadas del todo. Sabía que estaban condenados a ser infelices para siempre. —Ser elegido está por debajo de la dignidad —dijo el Soñador—. El hombre «sueña» su trabajo y lo elige según su intención, según su preferencia. Notando la compasión que yo sentía por su suerte, se adelantó a mí y leyó en el aire la pregunta que quería formularle: »¡La evolución de las masas es imposible! Ninguna revolución o ideología puede tener éxito. La posibilidad de escapar es sólo para unos pocos. Sólo el individuo puede lograrlo. Seguí escuchando con expresión tristemente absorta. Me sentía el representante de una especie que escuchase en el banquillo de los acusados una sentencia adversa e inapelable. »Eso que observas no es la humanidad —dijo, revelando mi falta de entendimiento—‐ ¡La multitud que estás viendo no está fuera de ti! 218
La Escuela de Dioses Pensé que el Soñador me estaba obligando a enfrentarme a mi propia mentira, que estaba desenmascarando mi falso altruismo y mi presunción de poder hacer cualquier cosa por los demás. Estaba avergonzado. Pero la lección del Soñador aún estaba lejos de terminar. Dando otra vuelta de tuerca a Su despiadado examen, siguió ahondando en él. »Esta multitud que contemplas es tu degradación. Esos hombres abatidos por el dolor y la ansiedad de competir, son los fragmentos dispersos de tu Ser, la imagen reflejada de la desesperación que llevas dentro. El Soñador estaba azotando al fariseo del templo que habitaba en mí. Sentí como si una parte deforme de mí hubiera sido desnudada y expuesta a la vista del mundo entero. La vergüenza se transformó en un sentimiento más sincero. Me invadió un bochorno incontenible que, como fuego líquido, estalló bajo mi piel y me devoró de pies a cabeza. »¡Sólo puedes ocuparte de ti mismo! —dijo con brusquedad, buscando sacarme del estado en que me encontraba— ¡Tú eres todos ellos! Tu propio cambio transformará a la humanidad entera. Si quieres que cese el sufrimiento y que cambie la humanidad, ¡cambia tú! Flaqueé ante el anuncio de semejante responsabilidad. Una puerta blindada estaba sellando toda vía de escape detrás de mí. Nunca más podría acusar a nadie ni sentir pena por otros. Unas tenazas agarraron mi estómago. Buscando ponerme a resguardo desesperadamente, me refugié en las páginas del cuaderno. Con la nariz hundida en mis apuntes, intenté poner orden en mi agitada cabeza y concentrarme en lo que estaba diciendo. Según el Soñador, la única posibilidad que le queda a la humanidad, la única forma de avanzar, consiste en construir un hombre íntegro. »Esa es la única salvación para las masas —declaró. Siguió afirmando que el hombre es todavía un Ser en transición que posee una psicología incompleta. La evolución de la especie es un viaje hacia la integridad que debe avanzar desde el interior hacia el exterior a través de un proceso de unificación que no puede imponerse. Por esta razón han fracasado todos los antiguos sistemas. Las guerras y las revoluciones no lo han conseguido. Con la mente convertida en un tumulto, tomaba apuntes convulsamente, subrayando varias veces las afirmaciones que acababa de escuchar. »La próxima fase evolutiva del hombre no puede tener lugar en un futuro histórico, sino en un «tiempo sin tiempo», en un «futuro vertical», me dijo. Como si estuviese mirando a través de una cortina rasgada, de repente pude ver con claridad el sentido evolutivo de las organizaciones humanas y el motivo del intenso y aparente sufrimiento que generan. El deseo del hombre de trascenderse y su búsqueda milenaria para dar significado a su existencia se estaban trasladando del terreno religioso y político tradicional al de las empresas, las fábricas, las industrias, los laboratorios y las oficinas. A bordo de las 219
VI. En Kuwait organizaciones, como naves espaciales que surcasen el espacio, estaba ocurriendo el éxodo del hombre hacia la integridad. Empresas y organizaciones, así como la interminable red planetaria de templos y oráculos de los negocios, estaban sustituyendo a los conventos y a las iglesias, transformándose en lugares de aspiración y evolución. »Las organizaciones del futuro serán Escuelas del Ser —profetizó el Soñador, acuñando una de aquellas máximas suyas dignas de quedar grabadas en los cielos. Después, pronunció las palabras que habrían de acompañarme para siempre: »La religión del planeta, la religión de religiones, serán los negocios. Es en los negocios, más que en los conventos, más que en las mezquitas o en los ashram, donde los hombres se entregan con titánica determinación a alcanzar niveles cada vez mayores de responsabilidad. Es en los negocios donde está teniendo lugar la transformación de adversidades y dificultades en el combustible del viaje hacia la libertad. Es en los rascacielos de las multinacionales, en los templos de las finanzas, más que en las sinagogas y en los monasterios, donde los hombres están intentando lo imposible: da la vuelta a su visión, cambiar su propio destino. La enormidad de aquella visión hizo que me temblaran las piernas. Solamente escuchar aquel presagio requería ya una responsabilidad que aún no poseía. En su trama se entreveía la revolución que habría de retirar a todo el sistema económico de sus pilares éticos y de exigir el fin del viejo «capitalismo racional». En este mensaje del Soñador se hallaba el secreto del éxito de la Escuela de Economía que habría de fundar. Saber, con décadas de antelación, que todas las empresas, grandes y pequeñas, habrían de transformarse un día en escuelas de aspiración y de responsabilidad, que su éxito económico era consustancial a la evolución de cada una de sus personas y que a la cabeza de cada una de ellas habría filósofos de la acción, era una ventaja competitiva inmensa sobre las demás universidades. En aquel momento no podía saberlo. Era como si el Soñador me hubiese pedido crear una industria del automóvil y, al mismo tiempo, me hubiese entregado los planos completos del motor del futuro. Su mensaje encerraba la filosofía planetaria que habría de inspirar a la ESE, la EuropeanSchool of Economics, la unidad de la Obra que la Escuela habría de poner en marcha, la grandeza de su misión: preparar hombres visionarios y filósofos de la acción. »Soñar es desarrollar un mundo interior que impida a uno convertirse en una mera función de la vida, en una marioneta mecánica del mundo exterior de las apariencias. La libertad es el objeto de la Escuela: libertad de los conflictos, del sufrimiento, de la división y de la muerte. El Sueño es algo que colocas entre la vida y tú. El hombre común piensa que la vida es la causa y que él es el efecto. Sólo trabajando sobre el Ser, trabajando en una Escuela de transformación, puede lograrse subvertir esta visión fracasada del mundo. La labor de una verdadera Escuela es un trabajo de excavación, de eliminación de escoria, de estratificaciones y 220
La Escuela de Dioses contaminación, en busca de algo que una vez poseímos, que nos hacía íntegros, felices, inmortales: la voluntad. La Escuela y la Voluntad son la misma cosa. La Escuela es la Voluntad fuera de nosotros. La Voluntad es la Escuela dentro de nosotros. Cuando emerja la «verdadera voluntad», no necesitarás más a la Escuela. Una vez desenterrada la voluntad, seremos amos de nosotros mismos. Ser los amos de nosotros mismos significa ser los amos del universo. Debajo de todo y de todas las cosas hay «algo precioso» que es nuestro derecho legítimo. Será el contacto con este «algo» lo que nos lleve a poseer todo y todas las cosas. 5. Planear sin creer Aquí volvimos a ascender. Con Él escalé los caminos que conducían a los sectores más ricos y deslumbrantes de los negocios. El Soñador me mostró que detrás de las más grandes multinacionales, detrás de los gigantes de las finanzas mundiales y de la industria, detrás de las aventuras más valientes y las empresas imposibles, más allá de cualquier logro humano, hay siempre y solamente una persona y su Sueño. Subiendo hasta la cúspide de la pirámide de la decisión, allí donde la organización revela su velocidadmáxima, me mostró la inmovilidad de la que nacía toda aquella acción y la invisibilidad que había dado a luz a aquella idea resplandeciente. El fundador: el hombre visionario, el loco iluminado, el utopista práctico, él, sólo él, había permitido que existiese aquel mundo y, como una hormiga reina, seguían alimentándolo. »Su única actividad es el cuidado de su integridad —me confesó—. Lo que lo hace especial es la atención, un espíritu de alerta que no permite que ninguna concesión o asomo de duda haga que su determinación se resquebraje, que no permite que en él entre un solo átomo de oscuridad capaz de contaminar el Sueño. Para la velocidad psicológica de un Soñador, los planes y los programas son instrumentos demasiado lentos, demasiado rígidos. Allí donde decidir requiere un sexto sentido —la intuición— y un séptimo —el Sueño—, no hay, en realidad, nada que decidir. »Un auténtico líder hace planes, pero sin creer en ellos —afirmó—. Su aspiración lo guía, y cree solamente en su impecabilidad. No tiene objetivos fuera de sí mismo porque el objetivo es él mismo: ¡su libertad! Una vez alcanzado ese nivel de integridad, será su visión la que cree el camino, serán sus pasos los que hollen el sendero. No le hará falta elegir un rumbo porque él será el rumbo, el inventor del Sueño que se está desplegando y que adquiere forma en el mundo de los acontecimientos. »Comprométete a ser íntegro —me ordenó el Soñador pronunciando despacio estas palabras a fin de subrayar su importancia—. El compromiso interior es una inversión. ¡Tu 221
VI. En Kuwait compromiso es lo que hace que las cosas ocurran! Es la incorruptibilidad del líder lo que atrae todas las oportunidades y todos los recursos necesarios. La solemne promesa se ha hecho a sí mismo de honrar el Juego hasta el final. El éxito de cada una de sus acciones en el mundo exterior no es más que el reflejo de su integridad. La realización de empresas al filo de lo imposible, la creación de inmensas riquezas, la fundación de imperios económicos, es tan sólo una extensión de su esencia, una constatación de su grado de libertad interior, de su nivel de responsabilidad. Si un hombre mantiene íntegro su compromiso, el éxito es inevitable, pues es su resultado natural. »¡Un auténtico líder sabe que el verdadero negocio es sólo interior! Es el guardián incorruptible de su propia promesa, que debe mantener intacta —concluyó el Soñador, y calló. Sobre la pantalla siguieron sucediéndose aún por algunos segundos imágenes de imperios financieros y de fortunas ilimitadas. Después se disolvieron, y un profundo silencio se apoderó de todos los rincones de la estancia. Sus ojos severos me estaban escrutando, observando el efecto de aquellas revelaciones. Sentía mi Ser literalmente patas arriba. En mi tienda interior los precios y las mercancías habían saltado por los aires y volvían a recomponerse. Nuevas prioridades estaban poniendo el precio justo a las mercancías justas, y un nuevo orden estaba asignando los puestos en los estantes, relegando viejas creencias y principios polvorientos a la trastienda. Cerré los ojos y expresé con intensidad el deseo de que aquella operación llegase hasta el fondo. Cuando volvió a hablar, explicó su idea de inmovilidad. Para el líder, la acción más poderosa consiste en hacer mediante el «no hacer», actuar sin actuar. El Soñador la definió como «acción sin esfuerzo»: un estado poético, soñador… Para el líder, la soledad y la inmovilidad son acumuladores de poder —concluyó—, el estado en el cual intuye y atrae los preciados mensajes de esa voluntad que en el hombre ya está enterrada. Sé sincero. Sé sincero y la oirás fuerte y clara… ¡y sabrás! Al escuchar aquellas palabras mi imaginación me llevó a visualizar masas infinitas de dependientes. Observé desde lo alto el hormigueo de millares de hombres y mujeres, su incesante ir y venir. Las imágenes eran vívidas y reales. Me concentré en ellas y las examiné con atención. Vi a seres patéticos comportándose agitadamente, con gestos acelerados, que se movían como en las escenas cómicas de una película muda. El Soñador intervino en este punto, penetró en mis fantasías y guió mis reflexiones. Después de haber pasado tantos años en organizaciones, sólo ahora, a su lado, estaba comprendiendo que los que más se agitan, los que parecen más preocupados, más atareados, ocupan en realidad posiciones insignificantes y los niveles más bajos de responsabilidad y de retribución. 222
La Escuela de Dioses »Desde el vacío, inmóvil, hago girar la “rueda” de todo el universo... y los seres que se encuentran sobre su circunferencia, sobre sus radios, sobre su buje—declamó el Soñador con solemnidad. »Ese vacío en el centro del buje es el verdadero creador de la “rueda”. Sobre esa invisibilidad se sustenta toda la pirámide jerárquica de los individuos que la constituyen —
concluyó, y calló. ¿Quién era ese Ser que estaba trastocando mi vida? Sentí que en mi interior se recogía la multitud de pensamientos y que volvían a reunirse las emociones y las partes desperdigadas de mi Ser. Un río de energía creció hasta romper todos los diques y se llevó por delante dudas, preocupaciones y todo lo que estaba muerto en mi interior. Con Él, la economía y los negocios sobrepasaban sus límites, cruzando sus propias fronteras para transformarse en poesía y, más aún, en un arte universal. Hubiera deseado mantener aquel estado de inteligencia, la claridad, la lucidez de aquel momento, aquella sensación de ser capaz de contener todo y todas las cosas. Fue entonces cuando me indicó cómo vivir estratégicamente y me habló del Arte de Interpretar. Un líder debe saber interpretar a la perfección todos los papeles. Puede simular distracción, ignorancia, y hasta negatividad si la situación lo requiere, ¡pero no tiene que creer en ello! —advirtió. El tono que usó, imprimió a esta recomendación el carácter de una cuestión de vida o muerte. »Puede enfurecerse y ponerse violento, puede transformar su rostro en una máscara de agresividad, pero internamente no debe sentirse siquiera mínimamente afectado. A esta forma de interpretar la negatividad la llamó «la actitud negativa correcta». Agregó que al actuar, un líder puede programar, hacer planes y fingir que se proyecta hacia el futuro más lejano. »¡Pero sin creer en ello! —repitió con el mismo tono perentorio. Un hombre libre, un hombre verdadero, sabe que cada momento requiere una estrategia, cada instante tiene sus reglas e impone un guión que debe ser interpretado sin tacha. El desapego de quien es consciente de estar interpretando un papel, le permite elegir entre los distintos cursos de acción y los posibles papeles como si fueran máscaras que pudiera colocarse a fin de adaptarse perfectamente a las circunstancias y los acontecimientos con los que se encuentra. »¡Sólo un hombre verdadero es capaz de interpretar! —me reveló en tono concluyente—. Un hombre común, identificado con su papel, condicionado por sus miedos, 223
VI. En Kuwait hipnotizado por la descripción del mundo, ha olvidado el arte de interpretar, el poder de la actuación, y sólo conoce la mentira. En varias ocasiones, en puntos cruciales de Su discurso, había intentado protegerme de aquellas ideas subversivas. La capacidad interpretativa del líder me parecía muy semejante a la mentira, al oportunismo. »Actuar conscientemente no significa mentir —rugió el Soñador—. ¡Actuar significa vivir estratégicamente! El Soñador parecía tener libre acceso a cada uno de mis pensamientos. Entregarme a aquella comprensión hizo que se dispersasen las sombras incluso antes de que se condensaran. »Vivir estratégicamente es la acción de un guerrero que, deliberada e impecablemente, interpreta las escenas que la situación demanda. Por fuera, responde a las necesidades del papel. Simultáneamente, por dentro, se apropia de la responsabilidad y del poder que se esconden detrás de la máscara. ¡Sólo quien vive estratégicamente puede lograrlo! Esperó a que esta afirmación produjese su efecto, escrutándome como un médico que hubiese acabado de inyectar a un paciente el antídoto de un veneno. Cuando retomó su discurso, su tono era grave, a caballo entre la advertencia y el anuncio solemne de una sabiduría vital. »Cuando te pre‐ocupas, cuando planificas e imaginas negativamente, cuando olvidas qué te ha llevado hasta aquí, te reduces a las dimensiones de un insecto y el mundo te domina. Millones de fotogramas registran tu derrota en el universo y no sólo no podrás tener más, sino que perderás todo lo que crees tener. El Soñador me estaba dando las últimas recomendaciones antes de volver a arrojarme a las fauces del mundo. Bajó la voz hasta convertirla en un susurro. Estaba a punto de comunicarme algo que habría de ser el cimiento sobre el que pasaría a construir mi vida y el principio primero de toda prosperidad. »¡El Sueño es lo más real que existe! El Sueño es la realidad en ausencia de tiempo. Sólo un hombre que sueña puede crear riqueza. Para el Soñador el Sueño es el mundo sublimado, la verdadera causa de todo lo que vemos y tocamos. »El Sueño es una planificación vertical que sólo un visionario puede conocer. El «después» no existe más que en la imaginación. Internamente, cada instante es un comercio que se abre y se cierra, en cada instante se gana o se pierde, cada momento es un éxito o un fracaso. Todo sucede ahora, en este instante eterno. 224
La Escuela de Dioses 6. La agenda —Una agenda repleta de citas, sin horas libres, como la tuya —comenzó el Soñador, indicando una de las páginas más densamente llena de nombres, horas y números de teléfono— es una declaración de suicidio. Significa afirmar la propia muerte. Cuanto más muerto está un hombre, más llena su jornada de compromisos. Fue como recibir un puñetazo en el estómago. Aquel dolor, a estas alturas tan conocido, era la señal inequívoca de la eficacia de ese nuevo ataque del Soñador a mi sistema de convicciones. Intenté rehuir la velocidad de aquellas palabras, directas y poderosas. De lo más profundo de mi Ser emergieron pensamientos de aversión y violencia contra el Soñador que unieron sus fuerzas en un crescendo incontrolable. Me rebelé ante la idea de ser clasificado entre los muertos sólo por tener una existencia activa e intensa. —Pero no es posible vivir en una «sociedad moderna» sin asumir obligaciones, sin citas ni reuniones —respondí con resentimiento. Destaqué la expresión «sociedad moderna» con sarcasmo, como para remarcar la diferencia entre nuestros mundos. Estaba convencido de que lo que el Soñador estaba defendiendo no tenía ningún sentido práctico. Una vez me había dicho: «Deja que el juego continúe, que la comedia se desarrolle. Permite que colaboradores y profesionales hagan lo que su papel ha previsto para ellos. La empresa es una representación teatral en la que hay máscaras y personajes que siguen un guión. ¡Tú no te lo creas! ¡No te pierdas! No olvides que se trata de un juego. Estaba seguro de que el Soñador no tenía conciencia de lo que significaba dirigir una empresa internacional con centenares de colaboradores y tener detrás a los accionistas examinando tus acciones día tras día. »Además —añadí, enojado— ¡no entiendo! ¿Qué tiene que ver una agenda con estar vivo o muerto? Logré pronunciar estas palabrasa duras penas, pues un nudo de llanto me atenazaba la garganta. —Cada cita que cita que fijas, cada reunión que programas —contestó el Soñador sin percatarse, al parecer, del grito de auxilio que se escondía detrás de mi agresividad— refuerza la ilusión de que estás vivo, corrobora tus creencias insensatas; sobre todo, la de que puedes hacer planes. Hacer planes y creer en ellos es morir. Sólo se puede planificar algo que está muerto. La verdadera planificación ocurre en este instante, en el «aquí y ahora». Un líder puede contar con un ejército de colaboradores que hagan planes y programen hasta el último detalle de futuras actividades, pero sus decisiones siempre serán fruto del instante. Hasta que llegue ese momento, él no sabe, no actúa hasta que el instante despliega su eternidad. Sólo 225
VI. En Kuwait entonces sabrá todo aquello que debe saber. Todo estará a tu alcance cuando aprendas a vivir el instante en su totalidad. Los planes y los programas vendrán por sí solos, sin esfuerzo, cuando dejes de creer en ellos. Su mirada se tornó dura como el acero. Sin apartar los ojos de mí, movió la cabeza, primero a la izquierda, y después a la derecha, como si quisiese comparar mis dos perfiles. Me provocó un estado de inquietud. Había en Sus movimientos la misma amenaza silenciosa e inminente que en las maniobras de un depredador que oculta su feroz propósito. »A los hombres como tú, la agenda les sirve para olvidar —añadió en voz baja. La inquietud se transformó rápidamente en horror. Tenía que encontrar un modo de salir de aquel estado a cualquier precio. Si hubiese sido lo suficientemente rápido, habría podido pedirle que explicase semejante idea, tan extraña y hasta cómica. ¿Cómo puede una agenda servir para olvidar? Me sentía encerrado en una especie de cascarón psicológico del que no conseguía escapar. Aquel encuentro con el Soñador estaba demostrando ser un duelo mortal entre la parte de mí que no quería ceder y otra, sedienta, que «bebía» con avidez sus palabras. Apenas encontré aliento para preguntar: —Pero, ¿olvidar qué? Despacio, el Soñador redujo unos milímetros más la distancia que nos separaba. —Olvidarte a ti mismo —respondió sin pausa. El horror se convirtió en un miedo irracional y devastador que inundó todo mi Ser. Un día habría de reconocer las etapas fundamentales de mi evolución en esta clase de momentos en que el Soñador, penetrando la coraza de mis certezas inquebrantables, lograba depositar un poco de aquella preciosa sustancia Suya, como la abeja que poliniza una flor. Así me acercaba al Sueño. »El mundo esel desarrollo en el tiempo de lo que soñamos. Una cita siempre es con uno mismo, o mejor, con una parte de ti que no conoces. Los hombres y los acontecimientos surgen y se disuelven conforme a un guión ya escrito en el Ser. Cuando haces planes y crees en ellos, te alejas del «mundo real». Cuanto más te convences de que tus citas y reuniones suceden como las has programado, más se refuerza tu sentimiento de muerte. Y, así, te encuentras con personas consumidas que planifican y programan como tú, y que viven en la ilusión de poder elegir y decidir sin jamás reconocer su propia impotencia. Aquí, el Soñador se detuvo, y yo creí que Su labor de demolición había terminado. Necesitaba respirar desesperadamente, pero el Soñador jamás dejaba nada a medio hacer. Gestionando los tiempos con gran precisión, me asestó el golpe final de aquella extraordinaria lección: 226
La Escuela de Dioses »Un día tu agenda será la de un hombre libre, la de un hombre que «actúa» realmente porque sabe que siempre lleva la solución dentro de sí, que él mismo es la solución. Tu interpretarás tu papel en reuniones y cargos, pero darás al mundo libertad para discurrir… en el mejor modo de los posibles. Sin esfuerzo ni restricciones, el mundo se convertirá en tu obra maestra. Sólo entonces tu agenda será la de un verdadero líder. En ella no habrá más páginas en blanco. 7. «Hola, ¿quién soy?» El día había comenzado con mal pie desde muy temprano. Había tenido que atender varias llamadas desde la terraza de la casa de Samià. El Soñador estaba a mi lado y me observaba en silencio mientras, presa de los acontecimientos y de la fogosidad de las conversaciones, daba órdenes, alzaba la voz y me enfurecía según correspondiese. En un par de ocasiones había llegado realmente a perder los estribos. De vez en cuando me volvía hacia el Soñador buscando intercambiar con él una mirada de complicidad o de percibir algún indicio de solidaridad a cuenta de la cantidad de trabajo que me tocaba despachar desde tan temprano y por la ingrata tarea de tener que dirigir un equipo de chapuceros a los que había que repetir las cosas cientos de veces. ¿Cómo se podía ser tan obtuso? ¿Cómo es posible no entender siquiera las órdenes más simples y claras? —Cuando respondas al teléfono, no debes decir «Hola, ¿quién es?», sino «Hola, ¿quién soy?» —dijo el Soñador, por sorpresa, mientras yo terminaba una larga conversación. Creí no haberle entendido bien. Se había dirigido a mí casi en un susurro, como siempre que quería comunicarme algo especialmente importante, algo que requería que abandonase inmediatamente cualquier otra ocupación y me dedicas solamente a escuchar. Entré en un estado de alerta. Una mirada bastó para informarme de que el Soñador se había transformado de nuevo en un depredador despiadado. Un largo escalofrío me recorrió la espalda mientras sentía cómo la adrenalina entraba en circulación en dosis masivas. Con toda la calma de la que pude hacer gala, le pedí que repitiese lo que acababa de decir, pero una aprensión creciente quebraba ya mi voz. »¡Los otros eresTÚ! —gritó con su voz más terrible. En los mundos interiores, en el infierno del Ser al que me habían precipitado las quejas y acusaciones, el Soñador dejaba de ser un huésped cortés sentado a mi mesa para transformarse en un capitán terrible que ruge órdenes en plena tempestad con la nave al borde de desplomarse por un abismo de agua. Me horrorizó. El susto casi hizo que se me cayera el teléfono, que parecía haberse convertido de repente en una criatura traviesa y resbaladiza que no paraba de moverse. 227
VI. En Kuwait La escena debió de ser tan cómica que ni siquiera el Soñador pudo evitar reírse. Detrás de Su máscara más adusta, detrás de su ira aparentemente incontrolada, había siempre un océano inmóvil; detrás de la severidad de su mirada se escondía una serenidad de esfinge que me asustaba más que Sus amenazas. Bastó un instante para que a Su rostro regresase la mueca feroz del depredador. »¡Los otros eres tú! —dijo. Su voz volvía a calmarse, pero esto no me tranquilizaba—. El mundo es como es porque tú eres como eres, y no al revés. No huyas. Lo visible sirve para reconocer lo invisible. Los otros te revelan aquello que no quieres ver de ti mismo. ¿Qué hay dentro de mí que proyecta todo esto? ¡Esa es la pregunta que se hace una persona de bien! »Te he escuchado. Eres indeciso y prolijo. La confusión está en ti, no en los demás —
continuó el Soñador, inclinándose imperceptiblemente sobre la mesa—. El mundo se manifiesta dubitativo, caótico e irresponsable para constatar qué eres y dónde estás. Cada vez que te llaman por teléfono, la persona que esté al otro lado, sea quien sea, siempre te pregunta: «¿te molesto?». Ahora que me lo señalaba el Soñador, me daba cuenta de que era cierto. Aún no acertaba a entender qué importancia especial pudiera tener esto. «¿Te molesto?» era una pregunta circunstancial. Nunca le había prestado mucha atención, puesto que la consideraba poco más que una expresión ritual de cortesía, una señal de respeto a la intimidad del prójimo, especialmente a la de un superior. »Preguntan “¿te molesto?” porque te sienten no preparado. El mundo, los demás, te reflejan. Son un espejo que reproduce la imagen de un hombre indolente que se habla a sí mismo. ¡“¿Te molesto?” es tu falta de responsabilidad! ¡“¿Te molesto?” quiere decir que no eres claro! ¡“¿Te molesto?” es la forma en que el mundo te denuncia! ¡Riiiinng! El teléfono volvió a sonar. Levanté el auricular y pregunté mecánicamente: —¿Quién es? —no acababa de terminar la pregunta, cuando la voz del Soñador resonó aún más terrible que antes. —Tienes que decir «Hola, ¿quién soy?», no «¿quién es?» —dijo enfurecido—. «¿Quién soy?» —insistió el Soñador a gritos—. ¡Así es como responde al teléfono quien ha entendido que al otro lado se encuentra siempre a sí mismo! Escuchaba al Soñador al mismo tiempo que intentaba dar un mínimo de normalidad a la conversación telefónica que acababa de comenzar. »“Hola, ¿quién soy?” significa recordar que estás encontrándote con tu propia confusión —prosiguió el Soñador haciendo caso omiso de mi conversación, sin preocuparse por quien pudiera estar al otro lado del hilo telefónico ni de lo que pudiera oír. Escuchaba la 228
La Escuela de Dioses voz del Soñador y respondía con monosílabos a mi interlocutor mientras intentaba por todos los medios abreviar y poner fin a la llamada. »¡El mundo quiere ser gobernado! Quien te telefonea necesita ser comprendido, necesita claridad, pero le basta intercambiar unas frases contigo para descubrir que estás perdido. Estás herido, desbordado. ¡Imponte la ligereza, entra en otras zonas de la inteligencia! —me exhortó el Soñador con inesperada benevolencia y volviendo a adoptar un tono de voz normal—. Un hombre atento sabe que, bajo la corteza de determinación y falsa seguridad, se esconde siempre la misma herida, la misma llaga… Sabe que no habrá nada que pueda hacer o emprender hasta que esa herida no haya sanado y cicatrizado. E incluso si intentase huir, si se retirase a una cueva como un ermitaño o a un convento a vivir como un asceta, lejos del teléfono y de las obligaciones, esa herida, esa llaga seguirá denunciando dolorosamente su falta de preparación. Pero tú, igual que todos los hombres comunes, no sientes ya ese dolor, o simulas no sentirlo. En su voz se oía el eco de un fracaso sin remedio, de una derrota de proporciones cósmicas. El teléfono volvió a sonar. Yo ya no sabía qué hacer. No quería desobedecer al Soñador, pero, al mismo tiempo, no me sentía con la libertad, con el sentido del humor y del juego necesarios para responder según sus instrucciones. El teléfono siguió sonando. El Soñador me invitó a responder con un gesto y las siguientes palabras: —¡Piensa en la bendición que esto representa! El mundo nos llama para decirnos quién somos y qué es lo que nos falta. Es como tener al oráculo de Delfos al alcance de la mano y poder interrogarlo a voluntad. Después, medio en broma, medio en serio, añadió: »Cuando contestan al teléfono, todos parecen preguntar quién es… En realidad ya lo saben. Tú ya sabes quién está al otro lado… porque eres tú mismo que se está telefoneando a sí mismo. Algo en mí se abrió, se desbloqueó. Me invadió una sensación de bienestar parecida a la que se tiene cuando una vértebra vuelve a colocarse en su sitio. El teléfono siguió sonando, pero estaba demasiado ocupado escribiendo como para responder. Estaba en un estado febril, a punto de capturar y hacer mío el secreto de aquellas palabras Suyas que tenían el poder de cambiar la vida, de transformar el destino de un hombre. »El mundo es el puro reflejo de tu Ser, ¡no lo olvides! —me advirtió el Soñador—. El mundo te telefonea para comunicarte quién eres, ¡para que conozcas lo que siempre has evitado saber acerca de ti! Eres tú, y sólo tú, el que decide quién debe estar al otro lado. Eres 229
VI. En Kuwait tú, y sólo tú, el que decide qué cosas te dirá. Por ahora, al otro lado del teléfono encuentras una humanidad que refleja tu fragilidad. Eres tú quien pide ayuda, quien pide que lo curen. Escuchaba y anotaba lo que el Soñador me estaba diciendo con la certeza absoluta de que las cosas eran tal y como me las explicaba. Todo me quedaba claro. Las piezas dispersas de todas Sus enseñanzas estaban encontrando su lugar en una composición perfecta. Me hubiera gustado poder registrar con todo detalle mi comprensión de aquel instante para volver a encontrarla intacta en cualquier momento en que tuviera necesidad de ella, y también para ser capaz de transmitirla algún día. »Un hombre vivo invita a la vida —apostilló el Soñador, aprovechando la brecha que se había abierto en mí—. Tu victimismo invita al fracaso. Los iguales se atraen. La inteligencia atrae a la inteligencia. ¿Quieres que cambien las personas del otro lado del teléfono? ¿Quieres que cambien las palabras, el tono, la sustancia de las noticias que te traen? ¡Cambia tú! Conviértete en la solución y el mundo quedará resuelto para siempre. Me concedió unos segundos de respiro. Esperó a que anotase en el cuaderno esta parte de Su discurso, y continuó: »Responder “Hola, ¿quién soy?”, es la actitud de un hombre que sabe y recuerda que él es el único responsable de todo lo que le sucede en la vida. Una llamada telefónica te permite entender lo que hasta ahora te has negado a ver, a tocar, a afrontar. En aquel momento, el teléfono volvió a sonar. Esperé unos segundos antes de responder para terminar de escuchar al Soñador: »Claridad. Da claridad al mundo… y al otro lado del teléfono no encontrarás más que buenas noticias. —Hola, ¿quién soy? —dije, sonriendo al pensar en el efecto que esa excéntrica forma de responder pudiera producir en mi interlocutor. A partir de aquel momento, levantar el teléfono jamás volvería a señalar el comienzo de una conversación normal, sino un viaje de descubrimiento profético y audaz como los antiguos peregrinajes a Delfos, embriagador como los vapores que emanaban de las grietas del suelo del templo y el encuentro con la Pitonisa oficiante. El teléfono volvió a sonar. —Conviértete en la solución… ¡dentro! —ordenó el Soñador dándome con un gesto permiso para responder —. ¡Sé libre! Fuera no hay ningún problema que resolver, ningún malvado del que defenderse o enemigo que combatir. Para dar una respuesta al mundo tienes que convertirte en la solución. Entra en la sinceridad, la simplicidad, la ligereza, en la luminosidad del Ser. Si eres capaz de observar el «juego» desde lo alto, descubrirás que el mundo del otro lado del teléfono te ofrecerá toda su gratitud y devoción. Un día descubrirás 230
La Escuela de Dioses que la verdadera labor de un hombre, la única, es reparar el mundo. Comprenderás que tú, sólo tú, eres la causa de toda locura, de todo conflicto, de la criminalidad que hay en el mundo; y que tú, sólo tú, puedes sanarlo, protegerlo, salvarlo y amarlo, si sabes como sanarte, protegerte, salvarte y amarte por dentro. El teléfono volvió a sonar. —Hola, ¿quién soy? —respondí tras levantar el auricular. Sentí la química de la gratitud penetrar cada célula de mi Ser, y a duras penas logré contener unas ganas inesperadas, irresistibles, irrespetuosas, de abrazarlo. 8. Una zancadilla al comportamiento mecánico Varias veces al día la llamada del almuédano convocaba a los fieles a la oración. Como en las antiguas polis, aquella voz parecía definir el perímetro de muros invisibles. Al contrario que en Arabia Saudí (donde la salvación del alma era un asunto de estado), no eran secciones de policía religiosa las que patrullaban el zoco, ni tampoco se oía aporrear las puertas metálicas de los comercios para asegurarse de que cesase toda actividad profana y todos acudieran a la mezquita. Pero, igualmente, los lastimeros versículos del Corán, propagados desde delgados minaretes, suspendían todas las actividades e llamaban perentorios a una de las genuflexiones rituales diarias en dirección a la Meca. Para la orientación interior de los musulmanes, tener presente la dirección de la Ciudad Sagrada tenía la misma importancia que la estrella polar para los navegantes. En cada oficina, habitación de hotel y lugar público había una flecha que apuntaba con precisión milimétrica hacia la Meca. En aquella dirección millones de alfombras de oración se desplegaban juntas cinco veces al día a lo largo y ancho de todo el Islam para acoger a los orantes. A la hora fijada, cualquier otra actividad pasaba a segundo plano. En una ocasión, durante un viaje de regreso a Europa, encontré plaza en el último momento en un avión de la compañía saudita que hacía escala en Jeddah. Descubrí demasiado tarde que se trataba de un vuelo hajj con destino a la Meca y que yo era el único «infiel»a bordo. Tal circunstancia se volvió embarazosa cuando a medio camino todos los pasajeros se quitaron la ropa para vestirse la túnica blanca de los peregrinos musulmanes. A continuación, y pese a las advertencias y los esfuerzos sobrehumanos de la tripulación en sentido contrario para que volviesen a sus asientos, fueron turnándose para rezar arrodillándose en el pasillo del Tristar en dirección a la Meca. Me preguntaba cómo podían orientarse. Imaginé pájaros místicos, seres poseedores de un instinto arcano que los atraía infaliblemente hacia su pequeño sol negro, el corazón de la Kaaba. 231
VI. En Kuwait Muchas veces me había ocurrido que en medio de una negociación o de una reunión los interlocutores musulmanes interrumpieran todo para retirarse a rezar. Me daba cuenta de que aquellos pocos minutos de recogimiento parecían darles nuevas fuerzas por alguna razón que yo ignoraba. Intenté investigar el motivo más profundo de aquella práctica religiosa, de la inteligencia contenida en este ritual, pero nadie pudo supo nunca darme una explicación más allá de interpretaciones devotas y supersticiosas. Durante uno de mis encuentros con el Soñador aproveché para preguntarle al respecto. La explicación que recibí tuvo un peso especial en mi preparación. La apunté fielmente. —A través de los milenios, las tradiciones de sabiduría han inventado y transmitido toda clase de «trucos» para contrastar la rigidez, la repetitividad hacia la cual los hombres tienden inevitablemente —me dijo—. Arrodillarse en dirección a la Meca cinco veces al día, el ayuno ritual del Ramadán en el noveno mes del año lunar islámico, así como los rituales presentes en todas las tradiciones religiosas, podrían calificarse de «zancadillas al comportamiento mecánico». Su función es alimentar la inteligencia aletargada, latente, mediante interrupciones de la rutina, forzando a los hombres a salirse del carril de sus costumbres inveteradas. El Soñador continuó explicándome que se trataba de normas de higiene física, mental y espiritual concebidas por una inteligencia hoy perdida, pero que sobreviven ocultas bajo la forma de creencias religiosas, de rituales en la actualidad vacíos, o como prácticas supersticiosas. Bastaría prestar un poco de atención a nuestros movimientos para descubrir hasta qué grado nuestra vida es mecánica y repetitiva. Desde que nos levantamos ejecutamos con escrupuloso rigor una serie de acciones siempre idénticas: salimos de la cama apoyando el mismo pie, empezamos a afeitarnos siempre por el mismo lado, nos lavamos los dientes con el mismo número de movimientos, en la misma dirección y con las mismas muecas. Tenemos hábitos arraigados, expresamos las mismas ideas con los mismos gestos, palabras e inflexiones que siempre hemos usado. Incluso nuestras emociones son predecibles, como reflejos condicionados del alma. En el hombre común, la voluntad está enterrada. Su comportamiento es la manifestación de una inteligencia mecánica, y podría ser estudiado con mayor provecho por ciencias como la etología o la robótica, antes que por la psicología. »Incluso cuando está convencido de estar tomando una decisión, de estar eligiendo, de estar expresando libremente su voluntad —continuó el Soñador—, con un mínimo de autoobservación, el hombre puede darse cuenta de que en realidad lo guían procesos mecánicos, de que recorre viejos surcos mentales excavados a fuerza de prejuicios, lugares comunes y costumbres, imitando a todos los demás. 232
La Escuela de Dioses Lo escuchaba desconcertado y fascinado al mismo tiempo por estas ideas, por su forma re revelar las verdades más crudas acerca de la condición humana sin provocar heridas, y me preguntaba de dónde provenían Su autoridad y Su sabiduría. Tras la severidad de su rostro y sus palabras se escondía en todo momento una sonrisa invisible, un sentimiento de compasión infinita que mitigaba su sistemática y despiadada demolición de las ideas, las creencias y las ilusiones más arraigadas en el Ser. Me hubiera gustado conocer más acerca de las «zancadillas al comportamiento mecánico», pero el Soñador parecía haber dado por terminada la explicación. Insistiendo, logré únicamente recabar unas pocas palabras más que anoté fielmente en mi cuaderno y que en cierto modo me permitieron ubicar este concepto dentro del vasto sistema filosófico del Soñador. »Cualquier esfuerzo intencional, por pequeño que sea, dirigido a modificar una acción repetitiva, una reacción mecánica, o a contrarrestar un hábito, es una «zancadilla al comportamiento mecánico». El Soñador añadió que este «trabajo» permite a un hombre eludir las leyes de la casualidad, conjurar la materialización de accidentes e, incluso, evitar verse envuelto en desastres naturales y calamidades. Desde aquel día intenté recordarlo tan a menudo como me era posible y comencé a observar, y a contrarrestar, mis automatismos solidificados, mis reacciones mecánicas, oxidadas y rechinantes, mis fijaciones, y mis costumbres y rutinas de toda clase. Sólo quien ha probado a hacerlo puede comprender la dificultad que esto entraña y entender qué pequeña es la parte de nuestra vida que está libre de la tiranía de los automatismos y de la repetición inconsciente. Pero merece la pena. El desarrollo de la capacidad de atención, de un espíritu de alerta, resulta útil más allá de la modificación deliberada de nuestras rutinas, de hábitos o de comportamientos. En este juego interior de policías y ladrones, la capacidad de tender emboscadas a nuestros hábitos, de convertirse en el cazador implacable de toda lo viejo y estancado que mora en nosotros, el prestar atención a nuestros movimientos, el tener conciencia de nuestras reacciones, es un trabajo sobre el Ser que se proyecta extraordinariamente sobre la calidad del pensar y del sentir y, por tanto, sobre nuestra vida. 9. Vencerse a sí mismo Las reuniones con el Soñador fueron haciéndose cada vez más esporádicas a medida que mis circunstancias externas se volvieron más sofocantes. Me sentía incompetente, insatisfecho. El mundo a mi alrededor crecía sin freno y me dominaba, amenazante. Su «fuerza hipnótica» se volvía cada vez más persuasiva y arrolladora, alimentada por la importancia creciente que iba adquiriendo mi empresa en Kuwait con el paso de los meses. 233
VI. En Kuwait «Mantén el sentido del humor. No seas tonto y no te tomes tanto en serio —me había recomendado el Soñador a menudo, acudiendo en mi auxilio cuando me había visto al borde de la desesperación—. Ríete de ti mismo. Eso es un poderoso antídoto contra toda forma de fijación e identificación.» En el lenguaje del Soñador, «identificarse» con el mundo indicaba nuestra caída en un estado de falta de libertad, nuestro empequeñecimiento psicológico. «Tú te conviertes en el efecto y el mundo en la causa. Tú te vuelves pequeño y el mundo crece hasta engullirte.» Aquellas palabras me hicieron evocar la escena de Alicia, que casi muere ahogada por sus propias lágrimas. El Soñador me había enseñado toda una serie de «trucos» y estrategias para no ser tragado por esa masa hipnótica de acontecimientos que el hombre llama «realidad». Uno de ellos consistía en interrumpir de repente cualquier actividad, escogiendo adrede los momentos aparentemente menos propicios, los más intensos y cruciales. En la esquina de una habitación, inmóvil, intentaba desafiar la presión que el tiempo ejercía sobre cada centímetro cuadrado de mi Ser. Durante aquellos momentos sentía físicamente la tiranía del mundo que acudía a atraparme de nuevo para devolverme al torbellino de los afanes y las preocupaciones, que venía a rescatarme haciéndome pensar en todo el daño que podría derivarse de aquellos pocos segundos de distanciamiento, de aquel pequeño vacío que estaba creando en el continuo de los acontecimientos mecánicamente predeterminados de mi vida.Cuando ponía en práctica Sus indicaciones sentía crecer en mí la capacidad de tomar distancia, de ser independiente de los acontecimientos, de ser el amo de las circunstancias en que me encontraba. La vida y los negocios dejaban de ser algo tan serio y perdían su acostumbrada gravedad. En aquellos momentos, libre de esta especie de atracción hipnótica, volvía a encontrar el sentido de la dimensión del juego. Otras veces, para defenderme, me gustaba, entre otras estratagemas, hacer caras frente al espejo. Al observar mis muecas no olvidaba en ningún momento qué era lo que estaba en juego. La partida era a vida o muerte. Aquellos esfuerzos deliberados abrieron un túnel y me pusieron en contacto con las grandes escuelas de la antigüedad. Como si se tratase de golpes propinados al diapasón del tiempo, me hicieron vibrar al unísono con cada átomo de sus enseñanzas. Recuerdo estos destellos de lucidez como raros instantes de gracia. Fue por aquel entonces cuando el Soñador introdujo en mi vocabulario una expresión inolvidable: «vencerse a sí mismo». Recuerdo con claridad la primera vez que me habló de ello. 234
La Escuela de Dioses Nos encontrábamos en el ático del Le Méridien, sentados junto a la gran piscina del jardín de la azotea. Vestía un traje blanco de lino, mocasines de piel de lagarto y gafas de sol. Cada gesto y cada detalle lo caracterizaban como un refinado occidental con un amplio conocimiento del mundo árabe. Hablábamos mientras mirábamos a través de la ventana los esbeltos minaretes y las terrazas y edificios polvorientos de la ciudad de Kuwait, que se extendía en dirección a las aguas del Golfo, del mismo color azul cobalto que las WaterTowers. Le estaba confesando mis dificultades de empresario y la naturaleza de los obstáculos que continuamente encontraba en mi camino. Le pregunté qué había que hacer para dar con la clave del liderazgo. Deseaba conocer la fórmula mágica de la impasibilidad, de la invulnerabilidad, de la victoria, de la gloria. —Un líder es, por encima de todo, un gestor del Ser —afirmó el Soñador— capaz de reconocer y acotar dentro de sí toda negatividad, que sabe que para vencer todas las batallas es necesario «vencerse a sí mismo» primero. «Vencerse a sí mismo» significa no permitir que las emociones negativas nos gobiernen, tomarles ventaja. Significa vencer la naturaleza destructiva de nuestros pensamientos, el deseo de hacernos daño, de cometer suicidio. Significa superar nuestros límites y todos los obstáculos creados por el miedo, por la duda y por todas las demás sombras de nuestro Ser. «Vencerse a sí mismo» significa desenterrar la voluntad, emprender el viaje de regreso a la integridad. ¡Ese es el único propósito de la vida! —
afirmó apodícticamente—. Las pruebas que la existencia le pone a uno, los compromisos de trabajo, y todas las dificultades que un hombre encuentra en su camino representan otras tantas oportunidades de calmar la muchedumbre pendenciera que uno lleva dentro y de dirigirse hacia la integridad. Sonrió al ver mi expresión de perplejidad al tiempo que anotaba Sus palabras y esperó un poco antes de continuar. Entones, se inclinó ligeramente sobre la mesa. Como solía ocurrir en esa clase de situaciones, ello me provocó un estado de ansiedad. Yo presagiaba la inminencia de una información vital, el anuncio de uno de esos fragmentos de Su filosofía capaces por sí solos de acelerar mi comprensión el equivalente a varios años. Apoyé el cuaderno, abierto como estaba, sobre mis piernas y me erguí para indicarle que estaba preparado, pero también para aliviar un poco la presión que sentía crecer con cada milímetro que se acercaba a mí. —«Vencerte a ti mismo» —susurró— significa no dejar que se filtre ni la más pequeña expresión de negatividad, no permitir decadencia interna de ninguna clase, ni siquiera la más leve mueca de dolor. Esperó. Escrutaba con una sonrisa imperceptible mi reacción ante esta revelación. Después, modulando la voz, entonó las siguientes palabras: 235
VI. En Kuwait Cuando el tiempo te ataca, engulle el tiempo. Cuando el dolor de ataca, engulle el dolor. Cuando la duda te ataca, engulle la duda. Cuando el miedo te ataca, engulle el miedo. Advertí que a menudo el Soñador expresaba un concepto o una imagen repitiéndola, volviendo a presentarla varias veces. En aquella ocasión me pareció evidente que el uso que hacía de la repetición no era sólo un instrumento pedagógico, como había creído hasta entonces, sino una forma de poesía cuyo ritmo dependía del paralelismo, de la reiteración de un concepto o de una imagen desde distintos ángulos. Como estaba experimentando directamente, esto le permitía superar barreras psicológicas y penetrar las duras estratificaciones de mi geología interior. El Soñador volvió a hablar y arrinconó provisionalmente aquellas reflexiones. »“Vencerse a sí mismo” significa no depender del mundo; significa ser creador, dueño de sí mismo, de los propios estados del Ser y, por tanto, amo del mundo. Añadió que esta capacidad de desapego es algo completamente natural, un derecho de nacimiento de todo hombre. Se detuvo y fijó los ojos en mí. Ante su mirada, los recuerdos afluyeron a mi mente desde la oscuridad, como balsas que descendieran en caravana el río del tiempo. Las imágenes se hicieron cada vez más vívidas, hasta trazar los contornos de un episodio de mi infancia. Volví a verme de niño, en el dormitorio de Carmela, entregado a una de mis frecuentes rabietas. Chillaba y lloraba sin cesar, rodeado de adultos asustados. Ni siquiera Giuseppona era capaz de tranquilizarme. Aunque por fuera parecía estar desesperado, por dentro observaba furtivamente a mis espectadores. En cuanto se distraían y estaba seguro de que ninguno me veía, me miraba en el gigantesco espejo del armario y, maliciosamente, a escondidas, reía, feliz por mi libertad para interpretar. Volví a apropiarme de aquel fragmento de mi infancia largamente olvidado y saboreé de nuevo el poder secreto de aquel momento, el poder de entrar y salir de un estado a voluntad, sin que ni padres ni adultos, ciegos a mi talento, llegasen siquiera a sospechar mi capacidad de desapego. Desde aquella posición sentía que los controlaba y, sin el menor remordimiento, actuaba como un tirano. —Pero un día el niño deja de interpretar. Olvida. Y aquella máscara que una vez se colocaba a voluntad, termina por convertirse en una mueca permanente que gobierna su vida tiránicamente —intervino el Soñador, introduciéndose en ese instante en el flujo de mis recuerdos—, y el niño se transforma «realmente» en el ser caprichoso, quisquilloso, débil, que 236
La Escuela de Dioses estaba interpretando. Se convierte en un adulto frágil que sólo puede depender de alguien o de algo, de un empleo o de una droga, y elige al mundo como señor. »La libertad —dijo con ligereza, pese a que su mirada transmitía la dureza del acero— te costará las máscaras que te has estado poniendo durante tanto tiempo. 10. El Sueño es lo más real que existe A lo largo de los dos años que pasé en Kuwait y en Oriente Medio se desarrolló en mí una especie de habituación al carácter milagroso del Soñador y de todo lo que le rodeaba. La gratitud por el bienestar, la salud, el éxito, por la posibilidad de recurrir a Su sabiduría —
misteriosa e inagotable—ante cualquier dificultad, fue sustituida poco a poco por un antagonismo rastrero, por una rebeldía reprimida contra Su autoridad. Por las mil heridas que me infligía el mundo perdía energía a raudales, la fe en mi mismo, las ganas de vivir, la alegría. También se evaporaba, como un perfume precioso dejado al aire, el sentido de lo milagroso que había entrado en mi vida de la mano del Soñador. Todo mi mundo se estaba empañando. Como si reflejasen mi vitalidad perdida, mis colaboradores ya no exhibían en el trabajo ni la energía ni el entusiasmo de antes. Mi función de jefe, el tener que resolver los problemas que me asediaban sin descanso, acababa conmigo. No puede gobernar a otros quien es incapaz de gobernarse a sí mismo. Durante nuestros encuentros, cada vez menos frecuentes, seguía anotando Sus palabras y reflexionando después sobre ellas largamente, pero desde hacía tiempo una profunda grieta estaba separando en mí el Sueño de aquello que creía realidad. Ahora sé que el viejo drama de la humanidad, la expulsión del Edén, no ocurrió sólo una vez en los albores de su historia, y que no ocurrió por casualidad. Lo inesperado siempre requiere una larga preparación. La fábula de Adán, incomprensible, incluso hasta ingenuamente absurda, se repetía y reproducía ante mis propios ojos. Un ser sintiente había cambiado el paraíso por el miedo y el dolor. ¿Cómo pudo ser? ¿Quién en su sano juicio cambiaría la vida por la muerte? Y sin embargo, el hombre lo ha hecho, y continúa haciéndolo. Lo estaba experimentando en mi propia carne. El mordisco propinado a la manzana consiste en creer que el exterior sea la causa, que el mundo de fuera tenga una voluntad que nos posee y controla. El teatro del absurdo abre su proscenio y reproduce aquel drama en cada instante de muerte, cada vez que nos alejamos del aquí y el ahora. Pecar, para los antiguos griegos, significaba desviarse. Mi pecado era también, en su estructura, una desviación, un alejamiento de la parte más elevada 237
VI. En Kuwait de mí. Átomos de olvido, desobediencia y división se multiplicaban y entraban en el paraíso contaminándolo. Poco a poco relegué la filosofía del Soñador al mundo de lo utópico. Aquella visión, Sus palabras, me seguían fascinando, y todavía sentía el poder de su aliento, pero llegué a convencerme de que en el fondo se trataba de pura teoría. Las situaciones de la vida diaria, las mil dificultades a las que alguien con mi responsabilidad debía hacer frente todos los días, con una empresa que dirigir, con cientos de hombres y mujeres que dependían de ello y con una familia que sacar adelante, eran algo muy distinto. Rodeado de colaboradores entusiastas, con una hermosa villa en Samia, el barrio más exclusivo de la ciudad de Kuwait, con servicio doméstico y chófer, olvidé el infierno en que el Soñador me había encontrado tan sólo dos años antes, olvidé el milagro que me había llevado hasta allí. Llegué incluso a pensar que los principios y las ideas del Soñador estaban hechos adrede para complicarme la vida, para aumentar inútilmente mis dificultades. «El Sueño es lo más real que existe —me había enseñado el Soñador—. Conéctate al Sueño con un cable de acero y no dejes que nada ni nadie te separe de él. Un hombre sin un sueño es un fragmento perdido en el universo.» Pero desde hacía meses estaba alimentando en mi interior la división entre Su mundo y la realidad de todos los días. Aquel milímetro de integridad que había ganado gracias al Soñador, aquel imperceptible movimiento en el Ser que había movido montañas en mi vida, lo estaba perdiendo. El pecado imperdonable, el pecado de los pecados, es creer que es el mundo el que nos crea. Lo cometemos a cada instante en nuestro corazón, cuando hacemos del mundo nuestro dios: un dios doliente, un dios ignorante. Desde el Libro del Génesis al cuento de Frankenstein, desde la fábula de Alicia a BladeRunner, el hombre se cuenta siempre la historia infinita del creador que se convierte en víctima de su criatura. En nuestro estado de sugestión el mundo externo se hace con el control y nosotros creemos que es real, lo ponemos por encima de nosotros, lo idolatramos. «El mundo, cuando lo ves, ya está hecho», me dijo una vez explicándome que esta es la razón por la que se lo llama «creado». Viene después. ¡Es el efecto! Hay una causa que viene antes. Sólo unos pocos pueden comprender que el mundo no tiene una dirección, que carece de voluntad propia. «La voluntad pertenece solamente al individuo, gobierna el mundo. Si la voluntad está ausente, el mundo se hace con el control mecánicamente.» ¡Fue un descubrimiento sorprendente! Comprender que el mundo, la masa, no puede tener voluntad es como darse cuenta, mientras el avión está en el aire, de que no hay piloto y 238
La Escuela de Dioses contar sólo con unos pocos segundos para entender todos los instrumentos y hacerse con la nave. »Por esa razón tu preocupación resulta inútil —concluyó—, sólo sirve para perpetuar tu dependencia del mundo. —¿Qué significa depender del mundo? —le pregunté, sintiendo que Su filosofía entraba en conflicto más que nunca con todo aquello en lo que quería seguir creyendo. —Significa que cuando «olvidas» te empequeñeces y el mundo se convierte en tu amo —me respondió secamente—. Los hombres, en ausencia de voluntad, se rebajan al estado de enanos psicológicos que deambulasen por su universo con el rabo entre las piernas, encorvados bajo el peso de su propio sentimiento de culpa, aterrorizados por los fantasmas que ellos mismos han creado. Añadió que los seres que se degradan hasta tal condición no podían hacer más que acusar, lamentarse, justificarse y compadecerse. Este es el estado planetario de la humanidad, un estado al que yo mismo me estaba precipitando de cabeza, como Ícaro, al derretirse la cera del recuerdo y perder las alas de la gratitud. Igual que el protagonista del Enrique IV de Pirandello, me encontraba prisionero en un papel que hubiera debido interpretar solamente. —Convertirse en un hombre de negocios, encarnar el papel más amplio del emprendedor, no significa llegar a ser un hombre libre. Identificarse con el papel significa solamente cambiar de prisión. No has hecho más que entrar en una nueva celda. Libertad significa liberarse de la identificación con el mundo, significa suprimir para siempre el canto de dolor que ha gobernado toda tu vida desde siempre. En mi fuero interno, había decidido acallar definitivamente Su molesta voz. Con el paso de los meses los encuentros con el Soñador se habían vuelto menos frecuentes y más difíciles, hasta casi interrumpirse. Mis propias fuerzas me permitían soportar cada vez periodos más largos. Me esforzaba afanosamente por poner en práctica soluciones que, al cabo del tiempo, sin que me diese cuenta, habrían de transformarse en más problemas, dando lugar así a una especie de círculo perverso sin fin. Mis baterías solares cargadas con la energía del Soñador se debilitaron. Aparentemente, todo seguía transcurriendo igual que antes, pero aquella energía, aquella luminosidad especial que había entrado en mi vida de la mano del Soñador como un elixir vital insustituible, se escapaba por centenares de heridas en mi Ser. Había dejado de entrenarme. Descuidaba mi cuerpo. Justificaba el cansancio, las arrugas y los demás signos de envejecimiento y decadencia física culpando a la intensidad de mi trabajo y a la falta de reposo. En realidad, al haber abandonado el Sueño, estaba desandando todo el camino recorrido con el Soñador. 239
VI. En Kuwait Del mismo modo, la fe de mis socios, la lealtad, a veces incluso la admiración de mis colaboradores, que creía se debiese a mis capacidades personales, no eran más que un reflejo de mi relación con el Soñador. Todas estas relaciones terminaron por empañarse, y algunas casi por desaparecer del todo. Yo culpaba a los demás de estos cambios. Me parecían ingratos, aprovechados y avariciosos. Entretanto, los problemas y los antagonismos se volvían cada vez más amenazantes; los fracasos, cada vez más frecuentes. No obstante, en la mayor parte de los casos, al menos al principio, esta vuelta atrás fue dulce, casi placentera. Al principio, el espaciamiento de los encuentros y los contactos con el Soñador, hasta casi desaparecer de mi vida, me proporcionó una mayor ligereza, más despreocupación. Mi vestimenta se hizo menos austera, y mis costumbres menos sobrias. Acepté más a menudo las invitaciones a acudir a actos sociales, a recepciones en embajadas, a fiestas en mansiones privadas. Me hice habitual de los restaurantes y de los puntos de reunión más populares de la ciudad. El Soñador siempre me había recomendado ser selectivo, no resultar demasiado accesible, participar sólo en unos pocos actos oficiales, escoger con cuidado las ocasiones y prepararlas estratégicamente. La víspera de reuniones importantes, la disciplina que me había enseñado el Soñador me había exigido intensificar el trabajo sobre mí mismo mediante el acto de prestar mayor atención a los alimentos, al ejercicio físico y a la lectura. El fortalecimiento de un estado de conciencia alerta tenía por objeto no dejar la más pequeña abertura al mundo, de manera que nada pudiera entrar a contaminar mi riqueza interior, esa sustancia preciosa que había acumulado después de meses y meses de «trabajo». Al liberarme de todo esto sentí el alivio de un espartano que recibiese con alegría la noticia de la guerra que pusiera fin de una vez por todas a su rutina del tiempo de paz, compuesta de ejercicios extremos y esfuerzos intolerables. Mientras tanto, como nubarrones cargados de lluvia, se cernía sobre Kuwait la amenaza de la guerra. Los incidentes en la frontera con Irak se habían vuelto cotidianos. El mundo político y de los negocios internacionales mostraba signos de nerviosismo e incertidumbre respecto al futuro del minúsculo reino kuwaití. Algunos proveedores internacionales reforzaron las precauciones en sus contratos de servicio. En un par de ocasiones, algunos directivos occidentales que ya habían suscrito contratos con mi compañía renunciaron en el último momento y decidieron no trasladarse al país. Resté importancia a todos estos síntomas y dediqué todos mis esfuerzos a desarrollar mi empresa. Con impulsos renovados, decidí lanzar una nueva línea de productos dando luz verde a una campaña de imagen para la cual recurrí a la filial local de la DBDO International. El director, un joven libanés de cultura europea, prometió confiar el proyecto a un nuevo 240
La Escuela de Dioses directivo inglés que consideraba idóneo para el proyecto. Al cabo de unos días vendría a mi oficina de las torres Al Awadipara presentarme sus planteamientos. Así fue como conocí a Eleonora. No recuerdo mucho de las ideas que me expuso para la campaña publicitaria, pero aquella sonrisa, su vitalidad y su belleza andaluza me dejaron una impresión imborrable. Me acordé de las palabras del Soñador y ansié que ella fuese una de aquellas células preciosas del Proyecto que debía de encontrar en Kuwait. Concentré todos mis deseos en uno solo y lo expresé con toda la fuerza de mi corazón: «Dios, haz que sea ella». 11. Eleonora Desde aquella ocasión la vi casi todos los días. Nadábamos juntos, jugábamos al tenis en el club del Hyatt, nos citábamos en la esfera gigante de las WaterTowers para admirar las luces del golfo, cenábamos en el Versalles del Méridien… Aquellas fueron las instantáneas de nuestro veloz cortejo. Eleonora pasó a ser mi mejor colaboradora, la amiga y confidente de mis dos hijos. Entró en nuestra vida dulce e inexorablemente, llenando sus rincones un poco más cada día. Jamás una invasión tuvo se encontró con tan poca resistencia. Giuseppona no se pronunció, pero sabía que no contaba con su aprobación. No vinculé su actitud a mi alejamiento del Soñador, a mi desobediencia. Pensé que sólo fuesen celos. Lo entendí como una reacción pasajera y comprensible ante una amenaza a su lugar en la familia. En realidad, Giuseppona intuía que me estaba adentrando en un mar de peligros. Había nacido en Cuma, y poseía el espíritu profético y el lenguaje sibilino de aquella civilización, más antigua que Roma, fundadora de Neapolis. Su inteligencia primordial, no contaminada por la educación, carente de superestructuras y esquemas mentales, poseía la lucidez de lo esencial, la fuerza de la simplicidad, de la sinceridad, de la pureza de quien sabe sin saber. Yo volvía a intentarlo una vez más. Tras la muerte de Luisa no había dejado de creer que podía volver a formar una verdadera familia feliz. Seguía convencido de que los naufragios familiares en que habían terminado las relaciones anteriores con Jennifer y Gretchen habían sido culpa de las circunstancias. Como se suele decir, no había tenido suerte en el amor. Eso era todo. Antes o después terminaría encontrando la mujer adecuada, y a partir de entonces todo iría a mejor. Seguía engañándome, pensando que podría optar a un destino mejor continuando tal y como era, que podrían producirse en mi vida circunstancias y acontecimientos distintos a los pasados sin necesidad de que yo cambiase. El mundo exterior no es más que la materialización de tu psicología. Eres tú el que ha dado el consentimiento a cada uno de tus problemas, a cada una de las dificultades de tu vida… 241
VI. En Kuwait Un día, cuando te conozcas a ti mismo, entenderás por qué el mundo es como es. Con la llegada de Eleonora la voz del Soñador se hizo aún más lejana. Por las mañanas Jamil recogía para nosotros dátiles frescos de las palmeras del arenoso jardín y nos servía un desayuno compuesto de queso fresco, diminutas aceitunas negras y tabulé de intenso olor a menta y perejil. Fueron meses apasionados, pero no felices, coloreados por un sufrimiento inexpresable, sutil; el mismo que ensombrecía la alegría infantil de escaparse de la escuela en un día lectivo y que hacía que se me atragantase el bocadillo que Giuseppona me había metido en la cartera. Por eso tenía la impresión de que el mundo entero estaba empeñado en hacer fracasar nuestra unión. En realidad era yo quien no lograba perdonarme haber transgredido un código invisible, la conciencia que, herida, ahora moldeaba el mundo de mi nueva condición de proscrito. El Soñador me estaba preparando para ser rey, y yo había vuelto a elegir la mediocridad. Solamente olvidando Sus ideas, Sus palabras, alejándolas de mi vida, hubiera podido encontrar una mujer capaz de devolverme a los infiernos del pasado, a los guetos de la dependencia. Durante los primeros meses no puedo decir que me faltasen Sus enseñanzas. Mi presunción había colmado con creces aquel hueco. Sentía, sin embargo, un oscuro malestar que me crecía dentro como una premonición supersticiosa, la profecía de una desgracia inminente. Todo aquel lastre de emociones, de imaginaciones negativas y de sentimientos de culpa que creía haber dejado atrás estaba volviendo a apoderarse de mi vida. La idea de poder construir nuestra felicidad sin tener en cuenta nada más que nuestro egoísmo empalidecía por las noches, igual que la luna de aquel cielo musulmán bajo el que Eleonora y yo nos sentíamos fugitivos. No sólo a los ojos del Soñador, sino también a los de las leyes kuwaitíes, éramos proscritos. No convenía subestimar el riesgo que corríamos en un país que había elevado el Corán a la categoría de ley absoluta en todos los aspectos de la existencia; un país de moral farisaica, tan inflexible en el ámbito público como licenciosa en el privado. Día tras día fueron alejándose los lazos con el país, con aquel trabajo, con el propio YusufBehbehani, al tiempo que la casa del Piamonte, rodeada de lagos, al pie de los Alpes, y la vida en Italia se volvían un reclamo cada vez más difícil de resistir. Nos embargaba un estado de exaltación que nos hacía pintar del negro más intenso nuestra situación y todo lo que se refiriese a Kuwait. Exagerábamos el atractivo de todo lo que 242
La Escuela de Dioses creíamos que nos estaba esperando en Italia. A Eleonora le encantaba la idea de vivir en la casa de Chià, y juntos planeamos cómo hacerla más cómoda, cómo terminar de reformarla para organizar allí nuestra familia. En mi imaginación, regresar a Italia haría que todo volviera a ser maravilloso. Los niños volverían a la «normalidad». Hasta Soshila, la cocker que había introducido en Kuwait desde Italia escondida en el bolsillo de la chaqueta, podría vivir como un perro de verdad. 12. La adopción En Kuwait, como en otros países del Islam, los musulmanes evitan a los perros por considerarlos animales impuros. De hecho, casi no existen. Bastaba que nuestra Soshila rozase a una de las mujeres de nuestro servicio doméstico para que esta saliera corriendo a practicar las abluciones y los rituales de purificación correspondientes. Al final, pagué con creces el placer de observar la alegría de Giorgia y Luca cuando hice asomar del bolsillo de mi chaqueta el hocico de la cachorrita. El Soñador fue especialmente duro en aquella ocasión. Me señaló que la decisión de hacer un regalo a mis hijos introduciendo en el país un animal detestado por aquella cultura manifestaba un egocentrismo tan peligroso como inconsciente. —Una persona de bien, allá donde se encuentre, respeta los usos, las costumbres y el credo religioso del pueblo que lo acoge, sean cuales sean. Una inteligencia del corazón guía sus actos. Más allá del tiempo y la geografía, su ética le permite sentirse siempre como en casa, en la legalidad como en la moralidad, sin el menor esfuerzo —me expicó. Pese a no entenderlo, anoté fielmente Sus palabras y, especialmente, las que utilizó para concluir su argumentación: »Introducir ese perro en el país manifiesta una vanidad oculta, una división en ti mismo y respecto a los demás que te relega a los niveles más bajos de la escala del Ser. Un día, cuando la reconozcas dentro de ti, podrás sanarla. Por ahora, y hasta que lo entiendas, procura no provocar ningún escándalo. Tuve que esperar un tiempo a que llegase la ocasión de comprender al fin el sentido de esa lección que, en aquel momento, y a decir verdad, me pareció demasiado severa. Un día, abriendo por casualidad el Evangelio, encontré esa parábola en que Jesús ordena a Pedro pagar el tributo debido al César «para no escandalizarlos». Habría de hallar las monedas necesarias en un pez recién pescado. La explicación estaba allí, guardada en uno de los pliegues de mi Ser. Ahora salía a la luz como si se hubiese alzado un velo de repente. Lo que descubrí no aclaró solamente el episodio de mi perrita, sino también situaciones aparentemente alejadas pero unidas por un mismo mecanismo psicológico. Vi 243
VI. En Kuwait claro que el egocentrismo, el deseo de ser el centro de atención y de «crear escándalo», eran el resorte secreto y la explicación más profunda de los comportamientos más variopintos y menos comprensibles de tantos hombres y mujeres, desde la pasión por los deportes extremos y por las aventuras más arriesgadas, hasta empresas humanitarias y benéficas como la adopción de niños de otras razas o distinto color de piel. Por vanidad y egocentrismo algunos se enfrentan a océanos en una cáscara de nuez, erigen catedrales y fundan religiones. Entendí que el polo opuesto al escándalo es el comportamiento de quien se mantiene en silencio, de quien hace sin necesidad de provocar olas en sentido contrario, antagonismos y aversiones inútiles. Hay quien en el silencio, sin ostentación, soporta una responsabilidad que millares de hombre no podrían siquiera rozar con un dedo. Me acordé de una pareja de amigos, ginecólogo él y profesora universitaria ella, que quisieron adoptar a un niño ecuatoriano por motivos humanitarios. Soportaron en varias ocasiones el largo viaje a aquel país y superaron todas las dificultades, pagando a los intermediarios y hasta a la propia madre del niño con tal de cumplir su propósito. —Jamás se habrían esforzado tanto, ni remotamente, por un niño de su país. Un niño blanco habría pasado inadvertido. La gente habría creído que era su propio hijo —comentó el Soñador cuando le relaté la historia—. Habría sido como rezar o ayunar sin mostrarlo a nadie, tomando incluso precauciones para que nadie se enterase. Por el contrario, el niño de distinto color de piel habría causado «escándalo», habría hecho que emergieran aversiones, divisiones, rencores, los habría envuelto en conflictos aparentemente externos, pero, en realidad, producidos por su propia violencia reprimida, materializaciones de su propio racismo inconsciente y del sentimiento de culpa que con esa adopción pretendía aplacar o de alguna manera ocultarse a sí mismos. Le expliqué al Soñador que, de hecho, al cabo de algunos años había vuelto a encontrarme con aquellos amigos y los había visto notablemente envejecidos y amargados. Me hablaron de las preocupaciones y los abusos, grandes y pequeños, que tanto ellos como su hijo habían tenido que soportar cada día por culpa de la intolerancia de la gente y del entorno retrógrado en que vivían. Ello los había llevado a constituir junto con otros padres en la misma situación una asociación para «luchar» por la defensa de sus derechos y por la afirmación de los principios que habían inspirado su «acto de amor». Le conté que, desilusionados y más infelices que nunca, poco tiempo después mis amigos decidieron separarse y terminaron por divorciarse. —Aquella adopción, al contrario de lo que tus amigos querían creer, no fue un acto de amor, sino un intento de llenar un vacío en su relación. Nada es externo, ni siquiera la adopción de un niño es capaz de eliminar las muertes interiores, el miedo, la soledad, el sufrimiento. 244
La Escuela de Dioses Le pregunté por qué la gente había atacado a aquella pareja, porque su acto, igual que el de otras parejas semejantes, había suscitado tanta aversión y rechazo. —Los ataques del mundo son una bendición. Llegan siempre para curarnos. El mundo debe intervenir desde el exterior para denunciar la carencia, la enfermedad que crees no tener. Me explicó que si hubieran sido más sinceros habrían sabido que había sido aquel niño quien los adoptó, y no al revés; que en realidad era él su benefactor. Aquel pequeñín había llegado para acaparar todo su malestar, para absorber su malestar, para intentar curarlos de sus miedos, de sus sentimientos de culpa, de su esterilidad. Según el Soñador, si hubieran reconocido todo esto no habrían tenido ninguna necesidad de adoptar a aquel niño ni de granjearse rechazos y aversiones. »¡El mundo sabe! —concluyó. Al escucharlo, y conociendo bien a aquella pareja, «veía» ahora que la adopción de un niño «diferente» había sido motivada por razones que ellos mismos jamás hubieran llegado a sospechar, y menos aún si cabe a reconocer. En realidad, ¿qué les hubiera resultado más gratificante por más tiempo que sentirse admirados a ojos de los demás por su extraordinaria generosidad? Mientras escribo sé que dejar al descubierto nuestra falsedad, el egoísmo, la vanidad oculta tras un acto tan humano como ese, requiere un largo trabajo de autoobservación. Soy consciente de la gravedad de esta denuncia y asumo por completo mi responsabilidad. Como célula de la humanidad, he descubierto en mí mismo que es esta ignorancia aparentemente, desdeñable einsignificante la que nos degrada y nos hace prisioneros del miedo, ya sea a vivir o a morir. Es esta sombra ignorada de nuestro Ser, la inconsciencia de esta criminalidad interior, la que se proyecta sobre la pantalla del mundo y materializa todos los horrores, las atrocidades, la violencia. Con la intensificación y el agravamiento de los indicios de una guerra inminente no faltaban, ciertamente, pretextos para salir de Kuwait, o al menos así queríamos creerlo. Una vez resueltos a regresar a Italia, todos los días buscábamos y encontrábamos hechos que confirmaban lo adecuado de nuestra decisión. La decisión, en apariencia ypese a haber sido largamente incubada, terminó siendo tomadaen cuestión de pocas horas. El jeque YusufBehbehani ni se sorprendió ni se mostró muy descontento. Liquidé mis intereses en la empresa y, de común acuerdo, nombramos director a mi segundo. En los ojos de Roger, que brillaban de satisfacción por su inesperado nombramiento para el puesto que el Soñador había creado para mí, pude leer mi condena. Pero era demasiado tarde para dar marcha atrás, y preferí ahogar y extinguir aquel destello de lucidez. 245
VI. En Kuwait También Eleonora dejó su trabajo en DBDO International. Nos fuimos de la ciudad de Kuwait con toda la familia, incluida nuestra perrita Soshila. Una breve estancia en Chipre, después unos días en Atenas a modo de «cámara de descompresión» y, finalmente, de nuevo en Italia. Capítulo VII De regreso a Italia 1. La cláusula Me despertó un pensamiento preocupante. Me froté los ojos varias veces, pero la pesadilla no me abandonaba. Me encontraba en una sala desnuda, llena de escombros. Bajo la luz de una bombilla colgante, la pared mostraba cortes que dejaban ver la piedra y ladrillos aún por enyesar. Por unos segundos me resistí a creer que aquella casa hubiese sustituido a nuestra elegante villa de Samià. Recorrí con la vista la base de los muros y vi que salían manojos de cables de colores de pequeños tubos de plástico pegados a la pared con una especie de pasta. Eleonora dormía a mi lado. Sentí un escalofrío. Su presencia me convenció de que todo era real. Aquella era la casa de Chià con la que habíamos soñado tanto tiempo. Cuando repaso el curso de los acontecimientos y me remonto al origen de lo que me ha arrojado de nuevo a las fauces de mi pasado, mi pensamiento me devuelve a un hecho concreto que había mantenido en secreto durante años, algo que jamás me había perdonado hasta que tuve el valor de confesárselo al Soñador. Antes de partir hacia Kuwait, el Soñador me había insistido: «¡Corta! ¡Corta de una vez! No te lleves ni un solo átomo de tu viejo mundo». Mientras me hablaba de esta manera, yo me sentía morir. Al dejar la ACO, antes de suscribir el acuerdo que ponía fin a mi relación laboral con la empresa, había exigido y obtenido la inclusión de una cláusula que mantuve en secreto. Consistía en la garantía de que si decidiese regresar antes de transcurridos dos años, se me mantendría el puesto de trabajo. Cuántas veces he pensado en la voluntad involuntaria que había urdido aquella trampa, la astucia calculadora que había dictado aquella cláusula dejando abiertas puertas que me habrían de llevar nuevamente directo al pasado. Los caudillos de los escitas, los misteriosos habitantes de la estepa eurasiática, el pueblo que dormía entre los hielos, meditaban largamente en torno al fuego si emprender una migración hacia el sur o comenzar una guerra de conquista hacia occidente. La decisión podía tardar días o meses pero, una vez tomada, se volvía irreversible. Después de cargar sus carros 246
La Escuela de Dioses con sus familias y sus pertenencias, quemaban todo lo que dejaban a sus espaldas: puentes, casas, cosechas y todo aquello que no podían llevar consigo. ¡Qué distinta había sido mi actitud al encaminarme hacia lo nuevo! —Te dejas guiar por el miedo —fue la respuesta del Soñador a mi confesión—. Llevas la vida entera plegándote a la multitud, dependiendo durante años, sin encontrar el valor para respetar tu Sueño, aquello que te hace único. Ulises hizo que lo atasen al mástil para no abandonar, para no olvidar su promesa, el Sueño. Las ataduras lo mantenían unido a sus principios. Era el acto de un «hombre de Escuela», de un hombre impecable que, como todos los héroes, se conoce a sí mismo. No temas obedecer. Alinéate con los principios de la Escuela —dijo con voz dulce—. Obedecer a la Escuela no significa depender, sino seguir lo más puro, lo más verdadero de ti. Un día cuando hayas alcanzado una mayor sinceridad, verás que nunca ha habido una separación. La Escuela que se encuentra aparentemente fuera de ti se fundirá con la Escuela que existe dentro de ti: la voluntad. Mi empleo en la ACO y la casa de Chià eran sólo algunos de los lazos que no había tenido el valor de cortar, algunas de las sirenas contra cuyo canto no había sabido proteger a mi vida. Se reclamo habría de resultar fatal. La distancia que me separaba del mundo del Soñador aumentó en exceso y se hizo demasiado grande para ser salvada. 2. Un brusco despertar Desde el día en que llegamos, la visión del jardín invadido por las malas hierbas y de la geometría retorcida de los andamios fijados a uno de los muros exteriores de la casa, había resultado un brusco despertar. Al cabo de pocas semanas de salir de Kuwait, la época en que había estado al frente de una empresa y de un equipo internacional parecía algo remoto. A la propia Eleonora le costaba reconocer en mí al hombre al que había seguido con tanta fe. El Soñador me había mostrado el camino de la prosperidad, me había curado en lo físico y en lo espiritual, había dado la vuelta a mi descripción del mundo enseñándome una visión inteligente y valiente. Con Él había saboreado la libertad: la libertad ajena al dolor, a la duda y al miedo. A Su lado había descubierto una energía capaz de transformar mi vida y de alejarme de un destino inexorable. Y yo le había correspondido abandonando todo aquello que me había confiado. También le había ocultado mi relación con Eleonora. Aún oía el eco lejano de las palabras del Soñador, pero el hilo de oro que me unía a Él parecía haberse disuelto para siempre. Visión y realidad son la misma cosa. 247
VII. De regreso a Italia ¡De eso se había enamorado realmente Eleonora! De la visión del Soñador, de Su fuerza, de aquellas palabras Suyas que, igual que el patético personaje de Rostand, seguía repitiendo, fingiendo que fuesen mías. La presunción, la incapacidad de sentir gratitud por todo lo que había recibido, me habían separado del Soñador. Y ahora la estaba perdiendo también a Ella, la mujer que me había seguido con tanta fe. Olvidada la promesa solemne que había hecho al Sueño, mi vida demostraba estar llena de agujeros. Poner freno al Ser de aquella manera había vuelto a evocar todos los fantasmas del pasado y a llevarme a las circunstancias de cuando vivía en Nueva York, antes de haber conocido al Soñador. Incluso en el plano físico estaba recuperando el aspecto y las actitudes del hombre que había sido una vez. En mi cuerpo y en mi rostro se propagaban los efectos de mi decadencia psicológica. El hombre dinámico que el Soñador había sabido hacer aflorar en mí, el jefe de empresa seguro de sí mismo, resuelto, elegante, amado por los suyos, se estaba transformando tristemente en la sombra de sí mismo. Daba vueltas por la casa preocupado. Pasaba el tiempo llevando las cuentas del hogar, discutiendo con los albañiles la mejor forma de colocar una chimenea o un suelo, peleándome con el vecino por los límites de nuestra propiedad, o arreglando el canalón del tejado. Había intentando entablar una relación amistosa con los vecinos ofreciéndoles algunos de los aparatos electrónicos que habíamos traído de Kuwait e invitándolos a casa, pero todos mis esfuerzos no habían bastado para aplacar su hostilidad. Incluso en aquel pueblecito escondido en un pliegue del neozoico, Eleonora y yo seguíamos siendo proscritos. Era como si todos conociesen nuestro pecado, como si nuestra llegada hubiese sido precedida por una excomunión planetaria, una orden general de no acogernos a la que todo el pueblo había respondido con la celeridad y la precisión de la obediencia hipnótica haciéndonos la vida más difícil. De hecho, todo, desde la presentación de Giorgia y Luca en su nuevo colegio, a los permisos municipales exigidos para la reforma de la casa, estuvo plagado de obstáculos increíbles. Yo me culpaba a unos y a otros, me quejaba, acusaba a la burocracia, a las circunstancias, a las personas, y no entendía que el cambio no era más que aparente. Al haber dejado abierta esa puerta detrás de mí, había garantizado mi fracaso, había planeado con antelación mi derrota. ¡El enemigo más grande del hombre es él mismo! Tú eres el mejor ejemplo de cuán imposible resulta para un hombre abandonar la cárcel de lo ordinario, alzarse en armas contra sus propios límites, dar la vuelta a su descripción del mundo. El dolor que estás sintiendo, tu fe en el sufrimiento, es la prueba de ello. 248
La Escuela de Dioses Quizá te parezca que tu vida se ha marchitado y apagado, como si sus raíces se hubiesen infectado, pero lo cierto es que tú nunca has soñado con nada que no fuera esta pobreza, este dolor y esta vida de prisionero. Giuseppona había perdido su buen humor y esa proverbial locuacidad suya que siempre, en cualquier parte del mundo en que estuviésemos viviendo, había llenado nuestro hogar como una canción. Ya no oía aquellos divertidos monólogos suyos, verdaderas piezas teatrales que abarcaban desde la queja gruñona al rondó o a la épica, personalísimos comentarios poéticos de cada acontecimiento familiar, actual o remoto. Aquella mujer que desde que llegué al mundo había sido para mí el emblema de la energía y del valor guerrero, el jefe indio que había montado guardia por y mis hijos, a los que amaba como si fuesen suyos, envejecía y se encorvaba más cada día. Su cómica coquetería, aquella vanidad histriónica que siempre le había hecho escoger las prendas más extrañas e insólitas, se había apagado. Por la noche la oía toser dolorosamente en su cuarto. Cada tos mi atenazaba el corazón con un frío que presagiaba desgracia. Hasta que presencié lo imposible: Giuseppona en la cama y un médico a su lado. Jamás lo hubiera creído. Había convertido su lema —«aléjate de los médicos»— en una ley férrea, una regla inquebrantable de vida. Su marchitarse a lo largo de aquellos me trajo a la memoria con tristeza la enfermedad de Luisella y me ensombrecía el alma. Giorgia y Luca también habían perdido vitalidad. Para mantenerlos alejados de aquella atmósfera de infelicidad los inscribí en una escuela de tiempo libre donde permanecían hasta la noche. 3. La ignorancia siempre está a un palmo de distancia Algún tiempo antes, el Soñador me había prevenido con estas palabras: «Hasta que no hayas descubierto tu voluntad enterrada, no alcanzarás la plena libertad, tu integridad, y el pasado siempre estará al acecho para devolverte a tu vida anterior. La ignorancia siempre está a un palmo de distancia. Si dejas de mantenerte vigilante y olvidas el Sueño, te atrapará de nuevo inmediatamente, y tanto tus logros como tu comprensión, por más que te hayas esforzado para alcanzarlos, se degradarán contigo. Poco importa cuánto hayas trabajado. Hasta que hayas recuperado la totalidad de tu Ser, siempre estarás a punto de desplomarte por el abismo de tu ignorancia. La totalidad del Ser significa ser amo de ti mismo, y es el resultado de un largo «trabajo de Escuela». Hasta que llegue ese momento, el hombre es como un funambulista en equilibrio entre la nada y la eternidad. 249
VII. De regreso a Italia Reaccioné exageradamente a estas afirmaciones. Recuerdo que me referí a toda la cuestión como a una «grave injusticia» y que apelé a principios universales de equidad. En realidad sólo me estaba defendiendo a mí mismo con muchos años de antelación. Estaba justificando mi desobediencia antes incluso de que se hubiese manifestado. El malestar que sentía, aquella desazón que escogía mis palabras y determinaba su tono y su ardor, revelaba el desastre que me aguardaba. Mi caída ya estaba allí, dentro del vientre de lo invisible, registrada y lista en todos sus detalles, como una planta y su semilla. «¡La injusticia no existe!», declaró apodícticamente y dando por concluida la discusión. Él sabía que cualquier otra explicación hubiera sido en vano. No estaba preparado. Aún era demasiado pronto para que yo aceptase la idea de que en la vida de todos los hombres nunca ha habido nada más justo, nada más providencial, que lo que ha considerado injusto. Pronto habría de recibir una dura lección a propósito de la injusticia. Circunstancias dolorosas y dramáticas habrían de ponerme en situación de comprender. Años después de aquellas advertencias que había tomado por «exageraciones pedagógicas», estaba experimentando en mis propias carnes cuánto sufrimiento inútil produce el olvido. Mi anacronístico regreso me había arrojado de nuevo al infierno de la existencia del que me había escapado. Cuando la voluntad está ausente, la duda, el miedo, los límites y la descripción del mundo se hacen con el control. Flotaba a tientas en las aguas turbias de un pasado que había seguido fluyendo a mi lado, cual si fuese el torrente contaminado de mi desastrosa vida paralela. Después de salir de Kuwait sin el consentimiento del Soñador, las fibras de luz que me conectaban al Sueño se habían hecho extremadamente finas. Estaba volviendo a caer en los niveles de mi existencia anterior. Mi destino pendía de un hilo. 4. Regreso al pasado Mi existencia hacía agua. El dinero que había recibido tras liquidar mis participaciones en la empresa de Kuwait se estaba agotando rápidamente, y pronto me vi en la necesidad de buscar empleo. Como en un cuento oriental, por haber perdido el objeto mágico, el mundo que el Soñador me había dado a conocer se estaba desvaneciendo, escapándose entre mis dedos como si fuese arena. Regresaba al vientre de lo invisible, como un nacimiento al revés. Las recepciones con mesas de cubertería resplandeciente, la silueta elegante de las WaterTowers, el espectáculo del desierto que se zambulle en el azul cobalto del mar, la casa de Samià, los viajes alrededor del mundo, los retos empresariales, los hombres y las mujeres que había seleccionado, todo aquello desapareció como absorbido por un aspirador cósmico. Jamás volví 250
La Escuela de Dioses a verlos, como si hubiesen pertenecido a un universo paralelo sin conexión ni comunicación posible con el mío. Aquella abertura, no más grande que el ojo de una aguja, que había atravesado milagrosamente junto al Soñador, se había cerrado para siempre. El Proyecto me había abandonado. Como Esaú, había cambiado mi derecho legítimo a un reino por un triste plato de lentejas. En aquellas circunstancias, antes de que hubiesen transcurrido los dos años, me agarré a aquella cláusula que me aseguraba poder regresar a la ACO y aceleré las gestiones para volver a trabajar para ella. El día de la entrevista pasé por muchos despachos a saludar a conocidos y viejos colegas. Estaba a punto de volver a ser engullido por un torbellino infernal. En la ACO todo seguía igual que antes de mi marcha a Kuwait. Los fantasmas de la compañía seguían pululando donde los había dejado, detrás de sus microscópicos escritorios, en los pasillos, o en torno a la máquina de café, con los mismos discursos y los mismos pensamientos de siempre. Al verme pasar se guiñaban los ojos intercambiando miradas de complicidad. En los labios se les dibujaban sonrisas malvadas al saludarme. En lugar de mirarme, se asomaban por encima de sus cubículos infranqueables, a través de los barrotes de sus celdas invisibles. Obviamente, se los veía satisfechos de tenerme entre ellos otra vez. Al regresar a mi puesto estaba llevando a sus pulmones un aliento artificial, como la bocanada de oxígeno que la máscara da al enfermo. ¿Qué otra cosa hubiera podido alegrarlos más? Me había convertido en la prueba irrefutable de su creencia más arraigada, la demostración viviente y concluyente de que fugarse de aquel nivel de la existencia era imposible, e incluso peligroso. Imagino que aquello les producía sentimientos conflictivos de maneramecánica. Maldad, sarcasmo, alegría por el fracaso de mi fuga, babas emocionales que se entrelazaban hasta enmarañarse en el capullo que encerraba sus almas. El caso de aquel compañero capturado de nuevo estaba alejando de sus mentes hasta el más pequeño deseo de fuga. Mi regreso ofrecía el alivio que acompaña a la aceptación de lo insuperable, la dulzura de la rendición que experimentamos delante de aquello que nos parece irremediable e ineluctable. Una vez enmudecido el solitario rascar de lima que había precedido a mi fuga, había regresado, siniestro y reconfortante, el silencio de cárcel y el orden que lo acompañaba. Una forma de olvido acompañaba mi regreso a la condición de dependiente mitigando un dolor que, de otra manera, hubiera resultado insoportable. Bastarían unos pocos días para que la operación de reinserción en aquel mundo se completase y fuese irreversible. Antes de que eso pudiera ocurrir, con mis últimas briznas de lucidez, intenté por todos los medios volver a ver al Soñador. Regresé a Londres, lo busqué en el St. James, en el Savoy. Regresé al banco de Roosevelt Island, al Café de la France de Marrakech. Peiné palmo a palmo 251
VII. De regreso a Italia los lugares donde había estado con Él y recorrí las calles que me habían visto a su lado, pero en vano. El Soñador me había abandonado. En el desaliento que acompañaba a aquella conclusión, el dolor de la pérdida me llevó incluso a pensar que jamás hubiese existido realmente fuera de mi propia imaginación. 5. La contaminación psicológica Mi petición de volver a trabajar les tomó por sorpresa y fue escuchada por los gerentes de la ACO Corporation más por respetar la obligación asumida contractualmente que por su utilidad real. Los jefes no sabían dónde colocarme ni qué tipo de trabajo encomendarme. Yo esperaba un puesto de responsabilidad, pero a duras penas pudieron encontrarme uno en el departamento de marketing internacional. No me asignaron ninguna función ni recibí indicación alguna acerca de mis responsabilidades. Me encontraba en una especie de limbo, sin jefes ni colaboradores. Sin secretaria. Por todo decorado, un escritorio y un teléfono que nunca sonaba. Durante los primeros meses intenté mantenerme vigilante y esforzarme por no caer en las lamentaciones ni formular la más pequeña acusación. No obstante, brotaba sin cesar en mi interior el veneno del Ser en forma de envidia, celos, rabia y frustración. La ACO era una fábrica de emociones y pensamientos negativos. Cualquier contratiempo o una equivocación por parte de un compañero bastaban para que la basura de antaño aflorase a la superficie. Pese a todo, el largo trabajo llevado a cabo con el Soñador no había sido en vano. Un filtro de atención me permitía observar aquellos estados del Ser, acotarlos y controla sus manifestaciones. Lo único que me daba vida eran Sus palabras, que leía en mi cuaderno. Aquella situación de aislamiento me ayudó a encontrar el rastro del Soñador y a mantener vivas en mí Sus enseñanzas. Desobedecer los principios del Sueño es sabotearse uno mismo, matarse por dentro. Fuera, la existencia no puede hacer otra cosa que reflejar ese suicidio interior. Para no respirar la atmósfera de la ACO, viví en una especia de «apnea psicológica». Durante periodos más o menos largos logré mantener una cierta distancia, pero era una batalla perdida, como querer vivir sin branquias en un mundo líquido. Sabía que sin el Soñador no hubiera podido resistir mucho. De aquellos meses recuerdo los esfuerzos extenuantes de vigilancia y observación de mí mismo para evitar ser arrastrado por el río de negatividad que me rodeaba. Veía espesarse día tras día aquellas aguas cenagosas, alimentadas por detritos psicológicos y otros materiales 252
La Escuela de Dioses contaminantes, que manaban a borbotones por los pisos y los pasillos, ganando cada vez mayor ímpetu a lo largo de un caudal flanqueado de fábricas y oficinas, y desembocaban fuera, atravesando los estacionamientos públicos, alcanzando la ciudad, inundando sus calles y penetrando en los hogares y en las vidas de sus habitantes. Aquel periodo de aislamiento me permitió estudiar de cerca, pero con un mínimo de distanciamiento necesario, el fenómeno que el Soñador llamaba «contaminación psicológica», la polución de las organizaciones. Regresar a la ACO significó tener a mi disposición durante varios meses uno de los laboratorios científicos más completos y sofisticados para este tipo de observaciones. A ese periodo se remontan el estudio y las primeras comprobaciones de fenómenos asociados con la expresión de preocupaciones, pensamientos, dudas, miedos y, en general, con la expresión de toda clase de lastre emocional. En mi doble papel de científico y cobaya, descubrí que los pensamientos destructivos, las emociones negativas, no sólo contaminan al individuo, sino que, una vez expresados, desprendían una sustancia invisible desconocida por nuestra ciencia, capaz, sin embargo, de contaminar el ambiente, a las personas, y todo aquello con lo que entrase en contacto. Me apasionó descubrir su naturaleza contagiosa, la capacidad que tienen de propagarse de persona a persona a velocidades altísimas, llegando a veces a actuar como auténticas epidemias. Así, cientos, miles de personas pueden ser contaminadas por una misma sugerencia, por una imaginación, por una única emoción negativa, e impulsadas a reaccionar colectiva y mecánicamente, muy a menudo con violencia, como movidas por un reflejo psicológico condicionado. Para el Soñador, la felicidad, el amor, la alegría, la gratitud, la serenidad y, en general, los estados superiores del Ser, son emociones que la humanidad en su estado actual es incapaz de experimentar. Para que se produzcan emociones positivas hace falta una larga preparación, mucho trabajo sobre uno mismo. Se necesitan años de autoobservación para eliminar las capas de ignorancia y ordinariez y todo lo que impide la manifestación de estos estados del Ser. Quizá lo había sabido siempre. En cualquier caso, ya no podía seguir fingiendo que ignoraba semejante idea: las organizaciones humanas son entes mortalmente tristes, verdaderas industrias del dolor. Las fábricas y las oficinas, y aún mucho antes las escuelas y las universidades, parecen haber sido diseñadas, organizadas, para producir y alimentar sufrimientos aparentemente inútiles. Enormes cantidades de energía se malgastan en divisiones y conflictos entre grupos e individuos, en emociones inútiles y desagradables, en 253
VII. De regreso a Italia estados de angustia, de ansiedad, en situaciones de preocupación, incertidumbre e irritabilidad. Tuve ocasión de verificar una verdad paradójica, a saber, que mientras las materias primas salen de las fábricas ennoblecidas y transformadas, los hombres y las mujeres salen envilecidos. Observándolas desde dentro, llegué a preguntarme por qué parecía existir en las organizaciones, un mecanismo «perverso» y pertinaz que, inmune a los esfuerzos de científicos y empresarios, produce y alimenta continuamente circunstancias de fricción, situaciones difíciles de tensión y de conflicto para todos los que trabajan en ellas. Por absurdo que pareciera, todo indicaba que esta fuera su razón de ser, la verdadera finalidad de su actividad y, al mismo tiempo, su misterioso motor. 6. Dentro del vientre de la ballena Mientras que hacía estas reflexiones desde mi nuevo emplazamiento, simulando estar absorto en el estudio de los documentos que abarrotaban con maña mi escritorio, sentía que el organismo que me albergaba, la ACO, realizaba un esfuerzo de asimilación que constantemente me empujaba a integrarme, que intentaba arrebatarme la chispa de vida que me seguía permitiendo «ver». Era como si una ley férrea, desconocida pero poderosa e ineluctable, una especie de fuerza de gravedad, una entropía psicológica, no pudiera consentir por mucho más tiempo la presencia anómala de un testigo, un observador. La atención, ese estado de vigilancia que me esforzaba por mantener, me volvía extraño, un habitante de un universo gobernado por leyes distintas. Los anticuerpos habrían de entrar en acción inmediatamente para dar conmigo y absorberme, o incluso expulsarme, como se hace con una excreción o con un cuerpo extraño. Hubiera bastado una pequeña distracción, una mueca o un lamentación silenciosa, una demostración de mal humor, de envidia, de celos o de antagonismo, para certificar mi pertenencia a aquel mundo de tristeza en el que mi condición de observador me había colocado. Con toda seguridad, una inteligencia instintiva supervisaba todo aquello. Tuve la inequívoca sensación de encontrarme en el interior de un inmenso organismo vivo, cual Jonás en el vientre de la ballena, o en una especie de supercárcel tan avanzada que fuese capaz de leer los pensamientos de los reclusos y saber, en tiempo real, si alguno estaba pensando fugarse. Un día contemplé el vestíbulo principal, atestado a aquella hora de seres famélicos que recorrían salivando el trayecto que los llevaba desde su oficina al comedor. Tuve la impresión de estar viendo una especie de organización hipnótica amenazante, un hormiguero humano rebosante de criaturas tiránicamente atareadas, idénticos a esos insectos ciegos y 254
La Escuela de Dioses antiquísimos, tan parecidos a nosotros. Fue entonces cuando, atónito, comprendí que el ser vivo era ella, la ACO, el organismo de orden superior que nos contenía. Todos nosotros, directivos, empleados y operarios, no éramos más que órganos, glándulas, corpúsculos orgánicos que se movían por sus arterias sin voluntad propia ni destino individual. Me horroricé al verlos atrapados en aquel mundo como moscas pegadas a un papel cazamoscas, guiados por el misterioso influjo de emociones negativas. Multipliqué mis esfuerzos. Recurrí a todas las estratagemas imaginables para evitar ser descubierto y metabolizado. Erigí barricadas psicológicas llenando páginas y más páginas con frases del Soñador y releyéndolas todas de corrido, sin interrupción. Llegué al extremo de recitar las oraciones que había aprendido de niño. Las repetía en murmullos, una detrás de otra. Instintivamente, sentía que eso ayudaba a mantener las puertas cerradas; impedía, al menos temporalmente, que penetrase en mí aquel fluido magnético. En los momentos más difíciles en que sentía flaquear mis defensas, recordaba las enseñanzas del Soñador, detenía lo que estuviera haciendo y pasaba minutos enteros con la mirada fija en un punto, intentando reunir los fragmentos dispersos de mi Ser y no apartarme del momento presente. Al parecer, nadie de la ACO se había percatado de mi intención de fugarme ni de las estratagemas que inventaba continuamente, más allá de todo lo racional, para intentar mantener un estado de concentración y de desapego. Hasta entonces había logrado resistir, interpretar mi papel, mejor incluso de lo que yo mismo hubiese esperado, pero no me hacía ilusiones. Sabía que me quedaba poco tiempo, quizá sólo algunos días. Después, habrían de saltar las alarmas respecto a mi intento de permanecer ajeno a la situación del resto de seres dependientes. Quedaría al descubierto mi condición de «proscrito» y correría la misma suerte que una hormiga que hubiese pasado demasiado tiempo alejada de la influencia de su reina. Sin la ayuda del Soñador no tenía ninguna probabilidad de salir adelante. 7. El accidente Aquella mañana estaba ocupado supervisando los trabajos de reforma de la casa de Chià, cuando oí un chirrido de frenos que provenía de la calle. El presagio de una desgracia, siniestramente esperada, cuajó en un suceso que congeló el aire. Atravesé corriendo el jardín en dirección a aquel sonido y crucé la puerta para salir a la calle. En ese brevísimo espacio de tiempo, mi temor creció desmesuradamente, transformándose en ansiedad y después en un miedo incontenible que inundó mi Ser hasta la náusea. En Kuwait, Luca echaba de menos sus paseos en bicicleta. Apenas regresamos a Italia le regalamos una de la que no se había separado ni un momento desde entonces y con la que recorría las callejuelas del pueblo como una exhalación. Ahora lo veía. Aquel fardo que parecía 255
VII. De regreso a Italia abandonado al otro lado de la calle, ¡era él! Pasé la noche junto a la cama de mi hijo en la habitación de hospital. La ansiedad, el miedo y el dolor se volvieron físicamente insoportables hasta que, llegados a su punto más alto, desaparecieron como por efecto de un analgésico. M pensamiento se dirigió al Soñador. Algo se había disuelto en mi interior. Me sentí ligero como un globo aerostático libre de todo lastre. Llevaba meses sin verlo y sin saber qué hacer para volver a contactar con Él. Decidí intentarlo una vez más. Le escribí una carta, igual que lo había hecho años atrás; una carta que fuese el testamento de mi falso yo, el último acto de un hombre que había decidido renunciar para siempre a la hipocresía, a las acusaciones y todo lo que había guiado su vida hasta ese momento. Ya no quedaba nadie a quien acusar. Ahora comprendía que yo era la única causa de todas mis desgracias. El mundo no puede mover un solo dedo sin nuestro consentimiento. El mundo es tal y como tú lo sueñas. Aquella misma noche, cuando llegó Eleonora a cambiarme el turno, comencé a poner en orden en mis pensamientos y en las sensaciones que estaba viviendo durante aquellos tremendos momentos. Todo ello acabó conformando una carta dedicada al Soñador en cuya redacción empleé días extenuantes sin que alcanzase a ver el momento de terminar. Cada vez que creía estar cerca del final, al releerla me daba cuenta de sus carencias y de que aún estaba lejos del resultado deseado. Aparentemente era yo quien la escribía, aunque en realidad era la carta la que me dejaba al descubierto. En ella podía contemplar mi imagen reflejada. Me bastaba un poco de sinceridad para «ver» asomarse entre líneas las manifestaciones vergonzosas de un ego falso que delataban mi vanidad, mis mentiras, mi falta de gratitud. Desechaba entonces lo que había escrito y comenzaba de nuevo. Las mismas frases que hasta ese momento me habían parecido correctas, se revelaban insatisfactorias, arrogantes o carentes de sentido con cada nueva lectura. A menudo, releyendo lo que había escritoal cabo de pocos minutos, tenía la sensación de que aquello lo hubiese escrito otra persona, un desconocido. En ese caso cambiaba las palabras, conceptos y frases enteras, lo rehacía todo, volviendo a enfrentarme cada vez con mi propia resistencia, con una falta de comprensión que no acertaba a superar. Una voz interior me pedía incesantemente que me detuviera, me criticaba, se reía de mí, incluso, por lo absurdo de semejante esfuerzo. «A fin de cuentas, ¡no sabes siquiera a dónde enviar esta carta!», me decía. Consideraba esta clase de ataques la prueba fehaciente de que lo que estaba haciendo era bueno y útil. 256
La Escuela de Dioses Estaba aprendiendo a desconfiar de mí, o mejor dicho, de aquello que hasta ese momento yo mismo había creído ser. Empezaba apenas en ese momento a conocer esa parte oscura eindolente de mi Ser que había regido mi existencia. Por fin estaba dejándola al descubierto. Después de un día y una noche de frustrantes esfuerzos, abatido tras la lectura de la enésima versión, entendí que por más vueltas que le diese, aquella carta sólo podía reflejar lo que yo era. ¡El viejo yo nunca sería capaz de escribir un nuevo yo! No había manera de dejar fuera de aquella carta ni mi basura ni las monstruosidades de mi pasado. No había idea, forma de expresión, construcción o elección de vocabulario capaz de tapar esa deformidad mía que me horrorizaba. Al final, el no dejar de pensar en Luca, las circunstancias del accidente y el cansancio pudieron más que yo. Después de muchos años, volví a experimentar la terrible sensación de que en mi cuerpo habitasen dos seres distintos. La idea de estar atrapado para siempre en una ambigüedad sin escapatoria me aterró. Hubiera dado cualquier cosa por dejar de convivir con este desconocido, por salir del coágulo de dudas y miedo, de concesiones e hipocresía, que me tenía prisionero. La certeza de que también este último intento desesperado de entrar en contacto con Él había fracasado, de que el Soñador no habría de acudir a salvarme, me provocaron un desconsuelo infinito. Yo no podía controlarme. Recogí bruscamente los folios de la última versión de la carta que atestaban la mesa, hice con ellos una bola y la arrojé con violencia. En un gesto de desesperación e impotencia me lancé contra la pared y la aporreé con el puño hasta que la sangre de la mano me corrió por la muñeca. Después, ya sin fuerzas, me derrumbé hasta caer de rodillas, llorando. En aquel instante, en el colmo de la desesperación, desprovisto de defensas o pantallas, supe que el accidente que había sufrido la persona a quien más quería era el pago por mi desobediencia. Pedí a gritos que Luca se salvase. Me ofrecí en su lugar. El dolor era tan fuerte que ya no lo sentía. Había desaparecido, dejando tras de sí el dolor del dolor. Recogí los papeles y la pluma y esta vez escribí la carta de una sentada. 8. La carta. Un rey Midas al revés Al Soñador: Esta carta soy yo. Este folio vacío es el reflejo de mi vacío. Desde hace bastante tiempo vengo sintiendo una especie de náusea producida por todo lo que veo en mí, por todas las señales que indican el debilitamiento mis fuerzas, el regreso al pasado. 257
VII. De regreso a Italia Por más que excavo en mi interior no encuentro nada que tenga valor, ni siquiera la conciencia de no valer nada. Un estado de infelicidad, de inseguridad, de miedo, me hacer sentir como un extraño ante ti y ante mi propia vida. Busco cualquier estratagema para salir de ahí, pero el efecto dura lo que un abrir y cerrar de ojos. Mi voluntad sigue profundamente enterrada. El trabajo de observarme me provoca mayor malestar. Donde quiera que dirija la mirada, veo siempre la misma mueca de desagrado. El espejo del mundo, de los demás, jamás ha sido más nítido, más claro. Algunas partes son como «lupas» que revelan con crueldad hasta los más pequeños detalles. Otras, menos claras, más densas y lejanas, tardan más tiempo en hacerme llegar la imagen. Pero todo el mundo lo sabe. Me defiendo, intento protegerme, ser valiente, pero estoy agotado. Estoy contra la pared. Me ahogan las limitaciones de mi Ser. Sé que me has dado grandes oportunidades. No he aprovechado más que las migajas. Sufro… al pensar qué pudiera haber sido, qué se pudiera haber hecho… «Arreglar el mundo significa sanarse uno mismo.» Estas palabras tuyas siguen actuando dentro de mí. Más que mi fracaso, me humilla la idea de haber sido un obstáculo para Tu plan. Mi presunción, ese creer que sabía, me ha hecho errar el tiro. He puesto en peligro la evolución de millares de hombres y mujeres que pueblan tu Sueño, que esperan emprender la travesía; he dificultado el «viaje» hacia la integridad. Sé que la oportunidad sigue siendo grande, incluso ahora, en estas circunstancias. Sé que se puede volver a conquistar todo y llevarlo más allá. Me aterroriza el precio. El caso es que después de tantos años en que me has dado la oportunidad de estar junto a Ti, en contacto directo con Tus ideas, con Tus palabras, aún no se han vuelto carne de mi carne. Las escribo, las rumio, pero no las aplico en mi vida. Hoy, más que nunca, no sé quién soy. Cómo Tú has dicho: nunca lo he sabido. 258
La Escuela de Dioses Pero en el pasado, durante largos periodos, me he engañado y he confundido mi egoísmo, mi miedo y mi preocupación por salvarme con una aspiración sincera. He creído tener alguna capacidad. Ahora sé que todo lo que me rodea adopta el aspecto de la mentira que sigue rigiendo mi vida. Soy un rey Midas al revés. Todo lo que veo y toco se empobrece. Quisiera expresarte mi gratitud, saber darte las gracias por todo lo que has hecho por mí, por haber sacado mi vida de sus aterradores carriles, por haberme dado un nuevo destino. Gratitud por haberme mostrado el camino de la dignidad, por haberme ofrecido Tu océano de libertad, si bien por culpa de mis limitaciones no haya podido beber más que unas gotas. Gratitud por haberme hecho experimentar la ausencia de miedo, de duda, de dolor… Por haberme hecho entrever, más allá de la aparente invencibilidad de la muerte, un fragmento de la eternidad, su resplandor inefable. 9. «¡Baila, por el amor de Dios, bailaaaa!» Entré de puntillas. Lo vi ocupado en la lectura, con la cabeza apoyada contra el cabecero de la cama, que parecía intacta. El color ceniciento de Su largo cabello resaltaba contra el candor de los cojines de lino impecablemente planchados y almidonados. Parecía un príncipe del Renacimiento. Contuve la respiración con la absurda esperanza de que no se percatase de mi presencia. Me sentía mal y, sin embargo, no hubiera querido estar en ningún otro lugar del mundo. Había sucedido algo extraordinario en mí, un cambio me había llevado hasta Él. Una vez más. La clave de acceso era la gratitud. Mientras daba vueltas en la cabeza a estos pensamientos, sentía la delgadez del hilo que me conectaba a Él. —He venido a ofrecerte un atojo —comenzó con tono decidido, sin preámbulo alguno—. Mientras estés gobernado por el miedo, por la duda, por la conflictividad de tu pensamiento, tendrás que depender de algo o de alguien ajeno a ti. Hasta que no te liberes, sustituirás la dependencia de una cosa con la dependencia de otra. Pero eso no es libertad, ni siquiera evolución. Me miraba fijamente. Una sombra le oscureció la cara. »Todo denuncia tu mentira. Eres un ser falso. La hipocresía sigue guiando tu existencia. Y ahora, junto a la cama de tu hijo, quisieras saber por qué la vida parece ensañarse contigo. Aquí se interrumpió y aprovechó la pausa para levantarse de la cama. Aquella referencia inesperada a Luca me sobresaltó. De golpe, había sentido todo el sufrimiento de aquel momento de mi vida tan delicado. 259
VII. De regreso a Italia Entretanto, seguía con ansiedad creciente Sus movimientos. El Soñador se acercaba a mí sin apartar la vista, mirándome fija y amenazadoramente a los ojos. Se inclinó hacia delante, acercando su rostro al mío imperceptiblemente, acortando la distancia psicológica que mediaba entre nosotros. Hasta la última molécula del aire vibraba a la espera de una nueva información vital. Lo vi mover la cabeza rápidamente de un lado a otro varias veces, como un boxeador que buscase una abertura en la guardia de su adversario. Su rostro adoptó la fiera expresión de quien está a punto de asestar un golpe. El miedo me cortó la respiración. Durante la eternidad que siguió, el silencio se hizo aún más hondo. De repente, con un susurro, feroz como la amenaza de un enemigo mortal, susurró: —El mundo es como tú lo sueñas. Me costaba tragar. Hubiera querido huir, pero no podía mover un músculo. »Cambia el Sueño, y el mundo cambiará —dijo. Asentí despacio para indicar que había entendido, que ya podía sacarme de aquel rincón del universo en que me había recluido. Fue en aquel momento cuando me dio la orden más increíble que imaginarse pueda, tan inesperada y paradójica que al principio no pude creer que lo estuviese diciendo en serio. »¡Baila! ¡Baila!... ¡Baila! —me ordenó una y otra vez alzando la voz hasta acabar gritando—. ¡Baila! ¡Baila! —bramó al verme paralizado por la sorpresa—. ¡Baila!... ¡Baila, por el amor de Dios! ¡Bailaaaaa! Siguió gritando hasta que me resultó horriblemente claro, más allá de toda duda, que me estaba ordenando literalmente que bailase, allí mismo y en aquel momento. El miedo y la perplejidad se transformaron en una rebeldía repentina e irreprimible fruto de tantos años de vergüenza y de lo inoportuno de Su petición. Animada por la evidente absurdez de la exigencia del Soñador, la hipocresía de siempre aprovechó la ocasión para hacer alarde de preocupación paternal, para manifestar mi dolor por la situación de mi hijo. En la lucha que me desgarraba por dentro, volvió a vencer el pasado y, así, di voz al amasijo de falsedad que seguía siendo. —¿Bailar? —pregunté fingiendo querer comprobar que había entendido bien, pero entretanto cargando la pregunta con toda la violencia de que es capaz quien, por una vez, cree tener toda la razón y contar con el respaldo del mundo entero. »¿Tengo que bailar cuando la vida de mi hijo corre peligro? —pregunté con tono desafiante. Apenas tuve tiempo de verlo abalanzarse sobre mí con la rapidez de un tigre, Su rostro convertido en una máscara de violencia. —¡No es la vida de tu hijo la que está en peligro, sino la tuya! —dijo—. Y no sólo ahora, sino desde siempre. 260
La Escuela de Dioses 10. «¡Vuelves a la vida y eres sincero sólo bajo amenaza!» El Soñador se me vino encima con los puños levantados, los ojos fuera de sus órbitas y las venas de la frente hinchadas de rabia como torrentes furiosos. Intenté protegerme alzando los brazos, pero interrumpí el movimiento a la mitad y dejé el rostro descubierto. Estaba paralizado del miedo. No podía esquivar la mirada de aquellos ojos amenazadores que, entretanto, se habían acercado hasta quedar tan sólo a unos centímetros de los míos, a los que no dejaban escapar. Inmóvil, inerme, los veía resplandecer como brasas encendidas. Sólo entonces advertí con horror que una sonrisa arcana y cruel cruzaba sus pupilas. Para cuando finalmente logré interpretarla como un signo de ferocidad, me había quedado sin tiempo para sentir el horror. Me lanzó dos fintas contra la cara, primero con un puño y luego con el otro, como si se estuviese entrenando con un saco. Luego, buscó mi mirada para interpretar mi reacción. Yo estaba aterrorizado. —¡No apartes la vista! —bramó, escarbando con sus ojos en mis pupilas como si buscase en ellas un corpúsculo extraño, peligroso. Era un gesto que jamás había visto realizar a ningún hombre. »¡No la muevaaaas! —siguió amenazando, gritando y prolongando horriblemente la última vocal, advirtiendo mi incapacidad de obedecer Su mandato. Así permanecimos, ojo contra ojo, predador y presa, por lo que me pareció una eternidad. Con un susurro más espantoso que Sus gritos anteriores, dijo: »¡Esta monstruosidad tiene que salir de ahí para siempre! No sabía a quién, a qué cosa en mi interior estaba hablando. Un instante antes de que me desmayase echó hacia atrás la cabeza con lentitud calculada, pero sin relajar la implacable amenaza de sus ojos en los míos. Cuando volvió a hablar, su torno era normal, lo cual hizo que el efecto de sus palabras fuera aún más devastador. —¡Yo no conozco límites! —dijo con ferocidad gélida—. ¡Estoy aquí para ganarte para siempre o perderte! Acto seguido, para mi sorpresa, me dirigió una sonrisa resplandeciente, como si hubiera acabado con éxito un difícil experimento o hubiese ganado una apuesta imposible. No había nada humano en aquel ser; o, más exactamente, nada que yo hubiese considerado humano en aquel momento. Sin más elementos de juicio, me entregué al desaliento. Sentí en mi cuello el aleteo del horror y el desconcierto. Mi cuerpo se volvió un prolongado escalofrío. Hubiera preferido cien veces ser objeto de Su ira antes que aquella sonrisa inhumana y fuera de lugar. 261
VII. De regreso a Italia »Tú, igual que millones de hombres, vuelves a la vida y eres sincero sólo bajo amenaza. Sólo cuando te enfrentas a alguien o a algo más violento que tú asoma la cabeza unsimulacro de hombre. Por un momento me he convertido en tu espejo y tú has retrocedido frente a tu imagen reflejada, como has hecho siempre a lo largo de tu vida. Te has asustado de tu propia violencia. Te horrorizas porque no te conoces —dijo con un tono que volvía a ser normal. Su rostro se había vuelto inesperadamente sereno y tranquilo, sin fotogramas intermedios. »Los hombres como tú se integran en las filas de los pacifistas más recalcitrantes y en todos los Ejércitos de Salvación que hay por el planeta; se vuelven apóstoles del humanitarismo, defensores de la no violencia, sin saber que ellos mismos son violentos e, inconscientemente, los que propagan las luchas y los enfrentamientos. La humanidad crea instituciones benéficas, organizaciones humanitarias y movimientos filantrópicos que son la encarnación de su falsedad, de su degradación. El altruismo y el humanitarismo pasan a ser modos de ocultarse a uno mismo la propia violencia, la forma que adopta la propia separación, la distancia entre uno y los demás. La benevolencia, la generosidad y el amor se degradan y se materializan en un alma mendicante, en la incomprensión mayor que imaginarse pueda acerca de lo que significa realmente «hacer por los demás», en la degeneración más absoluta y extrema de la caridad. El Soñador ya no me hablaba a mí únicamente. En el punto de mira de su invectiva se encontraba la humanidad entera tal y como era; una humanidad decadente que ha perdido toda conexión con las verdaderas cualidades de un hombre, las cuales ni siquiera recuerda. Esta ampliación de Su auditorio hizo que relajase un poco su presión sobre mí, lo cual me dio un respiro. Sentí el alivio, la mezcla de desconcierto y felicidad de quien sale milagrosamente ileso de un accidente mortal. El sabor de una libertad desconocida pasó de ser imperceptible a volverse cada vez más intenso y llegar a colmar mi Ser. Era un nacimiento. Asistía a mi primer aliento de vida. Me atravesó los pulmones, también nuevos, como fuego líquido que los colmase. Pero aquella tregua duró poco. El Soñador volvió a apresarme entre sus fauces con la crueldad de una fiera que tras detenerse unos instantes a lamer su presa todavía viva, continuase, bestial,su comida. »El mal no estriba en ser violento, sino en serlo sin saberlo. La violencia es la reverberación de una psicología conflictiva, el efecto del matarse por dentro. Cuando volvió a hablar, Su discurso tenía la solemnidad de un sermón. Pensé que la humanidad raramente ha oído alguna vez palabras tan despiadadamente sinceras, tan insoportablemente lúcidas y tan irreverentes. ¿Quién habría sido capaz de pronunciarlas? »¡La primera tarea es siempre construirse a sí mismo! Ser ignorante de sí mismo propicia todas las desgracias y las calamidades que puedes observar en la vida de los hombres. 262
La Escuela de Dioses La víctima crea meticulosamente, inconscientemente, las circunstancias para atraer a su perseguidor. En la oscuridad de su Ser ha estado tejiendo durante largo tiempo la terrible red con la que habrá de capturar a su verdugo. 11. La curación sólo puede llegar desde el interior La conversación se fue haciendo cada vez más específica, hasta centrarse en el accidente de Luca. Estaba explorando con el Soñador las raíces del fenómeno de la casualidad y lo accidental para llegar a comprender por qué la vida parecía ensañarse conmigo. Me imaginé remontando con Él el curso de un mítico río hasta llegar a sus fuentes más remotas. Sabía que aquella búsqueda, de recodo en recodo, acabaría llevándonos a mí mismo. Sentí el dolor antes incluso de que hubiese comenzado. —El accidente no tiene que ver con el niño, sino con tu mundo. Es la consecuencia de tu falta de integridad —dijo, y continuó afirmando que cuando un hombre ha hecho una promesa interior, cuando ha emprendido el camino hacia la unidad del Ser, hacia la integridad, paga por cada desviación, por cada tacha, por cada «pecado». Hizo una pausa y se quedó mirándome. »Un buen pasado es como tener un buen capital. Tu pasado es un castigo de Dios —
constató con amargura—. ¡Es un barco lleno de deudas! Hasta que no las pagues todas, tendrás que seguir padeciendo incontables sufrimientos y enfrentándote con los antagonistas más crueles. Cuando seas consciente de ello darás las gracias por todos los sufrimientos y bendecirás cada dolor y cada aparente injusticia. Un día sabrás que llegan a ti para elevarte, para hacerte mejor, que son necesarias para tu evolución. Las dificultades y los sufrimientos son las pruebas del camino hacia la integridad. Cuando un hombre entiende esto, la vida se vuelve su maestra. Cada crisis, cada caída, cada dificultad es perfecta e insustituible. Notando cuánto me costaba aceptar esa explicación y asumir la plena responsabilidad de cada uno de los acontecimientos de mi vida, optó por hacerme una dura advertencia: —Si Mis palabras no te cambian, tendrá que hacerlo la vida. Lo que no puedas entender por medio de Mis palabras, deberás entenderlo por medio de tus errores. Me explicó que entre estas dos «opciones» no había diferencia alguna, salvo por el hecho de que entender por medio de los propios errores era un camino accidentado, mucho más lento y doloroso. Y concluyó: »Después de Mis palabras, llega la vida con sus leyes y sus instrumentos de curación. El Soñador me explicó que la humanidad, tal y como está, cautiva en un sueño hipnótico, no puede más que vivir permanentemente bajo la amenaza de antagonistas despiadados. Por mediación de Sus palabras, igual que me había ocurrido otras veces estando 263
VII. De regreso a Italia con Él, tuve una visión. El planeta se me apareció como una almazara cuyas gigantescas ruedas de piedra machacasen constantemente a los desobedientes y a los obstinados que se negaran a comprender. Vi la serie infinita de males que llevan afligiendo al mundo desde siempre. Oí el crujir y aplastarse de los huesos bajo la prensa; reconocí la necesidad de aquel holocausto, de ese horror sin fin, de las guerras, de las calamidades y de las terribles tragedias que desde siempre ha padecido el planeta. Seguí el curso serpenteante de nuestra historia milenaria hasta que, más allá de la superficialidad de una descripción ignorante, puede «ver» como a través de un desgarrón en el lienzo, que aquellas desgracias eran la amarga medicina que necesitaba esa humanidad degradada, la atroz cauterización inevitable para aquellos individuos, naciones y civilizaciones enteras, para lo que no existe otro medio de curación. »La vida no es una máquina de transformación como la que estás imaginando —
intervino el Soñador corrigiéndome—, sino una máquina de la verdad. Los sucesos y las circunstancias no llegan para curarnos, sino que son síntomas que nos hacen ver quién somos. La verdadera curación sólo puede llegar desde el interior. Ninguna política, religión o sistema filosófico puede transformar la sociedad desde el exterior. Sólo una revolución individual, un renacimiento psicológico, una sanación del Ser, hombre por hombre, célula por célula, podrá conducirnos hacia un bienestar planetario, hacia una civilización más inteligente, más verdadera, más feliz. 12. Elogio de la injusticia En aquella circunstancia escuché lo que registré en mi cuaderno de apuntes con el título de «Elogio de la injusticia». Mientras escribía y mi mano corría veloz por las páginas intentando seguirle, sentía desmoronarse conceptos y esquemas mentales bajo las embestidas del ariete de Sus palabras. Con una mano tomaba apuntes, mientras que con la otra seguía agarrándome a mis viejas ideas, a las creencias de siempre, como a un último agarradero de racionalidad, como a raíces salientes de las que hubiera quedado colgado, a punto de caer por un precipicio. »La masa de la humanidad tardará aún muchos años en tragar este jarabe amargo y aceptarla evidencia de esta sencilla verdad —dijo, tras lo cual quedó en silencio. Sabía que este preámbulo y esa pausa debían tenían como objeto prepararme para recibir lo que estaba a punto de decirme, pero ello no hizo más que acrecentar mi ansiedad. Intenté recuperar un poco de entereza. A la desesperada, en aquellos pocos segundos intenté recuperarme, reunir mis pensamientos dispersos, pero el improvisado edificio que pretendía levantar no se tenía en pie, y aquella unidad ficticia no hacía más que derrumbarse una y otra vez. Me resigné, por tanto, y me limité a escuchar. 264
La Escuela de Dioses —¡La víctima siempre es culpable! —proclamó. Había oído antes esta declaración durante la cena en el Veronica’s, pero ello no sirvió para amortiguar su fuerza de destrucción y la conmoción que me provocaba su insoportable falta de sentido. »¡La injusticia es la justicia más justa! —recalcó el Soñador—. Lo que el hombre común llama justicia es uno de los recursos con que cuenta la existencia para permitirle alcanzar un estado de completud y niveles más altos de la comprensión. La injusticia es la manifestación de la «compasión». No podía convencerme.En mi mente estallaron en rápida sucesión las imágenes de Luca acurrucado junto al muro, la carrera hacia el hospital, el ir y venir de los médicos alrededor de mi hijo. Sentí un deseo irreprimible de rebelarme. El Soñador me leyó el pensamiento. »El accidente de tu hijo no es un accidente. Nada es accidental. Todo accidente es un verdadero acto de voluntad… El acto de una voluntad inconsciente. Los sucesos desagradables y las desgracias nos golpean con el propósito de curarnos, de completarnos. Toda injusticia brinda al individuo una oportunidad de mejorar la propia vida, de despertar en sí el Sueño de llegar a ser libre algún día. La injusticia es el camino hacia el conocimiento de sí mismo, hacia la propia completud. No puede existir una justicia más justa que la injusticia. El Soñador hablaba y yo seguía negando con la cabeza mientras escribía y lágrimas ardientes corrían por mis mejillas. Su voz se dulcificó. »Estoy dispuesto a explicártelo científicamente —dijo, paciente y comprensivo—. Existe en el hombre, incluso en el más degradado, una voluntad involuntaria, una conciencia inconsciente, una belleza brutalizada, una unidad machacada que clama por su propia curación. El «mal» siempre está al servicio del «bien». ¡El mal no existe! Aquello que parece ser negativo, toda adversidad, todo lo que el hombre horizontal llama injusticia, es en realidad una «bendición» —concluyó—. Los acontecimientos, los actos y las circunstancias más injustas acecen con el único fin de elevar nuestro Ser hasta los niveles más altos de la completud, de la integridad y de la libertad. Me explicó que incluso los síntomas de una enfermedad son preciosas señales que envía el cuerpo para denunciar una degradación del Ser, una decadencia de la inteligencia. Pero el hombre ya no sabe leerlas y confunde la causa con el efecto. Por esta razón, cualquier intervención dirigida a suprimir el síntoma, como hace la medicina oficial, pasa por alto la verdadera enfermedad y la agrava. Junto al síntoma, se elimina también la oportunidad de una curación superior. 265
VII. De regreso a Italia —No existe ningún mal fuera de nosotros, sino sólo indicadores visibles de la curación, señales luminosas de la verdadera salvación que mora en nosotros. —¿También en el caso de las enfermedades más graves? —También las enfermedades aparentemente incurables son solamente síntomas, señales que indican el camino hacia la curación, que revelan la culpa que subyace a cada caída, que denuncian el deseo suicida consumado por mediación de los millares de muertes interiores que constituyen la verdadera causa de la muerte física. Pero para reconocerlos es necesario remontarse a su verdadero origen. Un día la ciencia descubrirá que no existen muchas enfermedades, que tras su aparente multiplicidad, más allá de la complejidad de sus manifestaciones, la enfermedad es una sola, es un pensamiento, es una semilla fatal. —Entonces, ¿la causa de todos los males es nuestra psicología? —¡No! Nuestra propia psicología es otro síntoma que nos remonta a la verdadera causa, a la causa de todas las causas, al mal que subyace al mal: la idea de la inexorabilidad de la muerte. Eliminar esta superstición, cuestionar esta profecía autocumplida, bastará para remediar nuestra psicología, y la psicología resolverá nuestros males. El hombre ha hecho de la muerte su último límite, cuando también realmente es sólo una señal, un síntoma de curación y, paradójicamente, la prueba más evidente de nuestra inmortalidad —añadió—. La muerte es el signo más evidente y tangible de nuestra omnipotencia, de la capacidad del hombre de realizar lo imposible: destruir su propio cuerpo. En la raíz de cualquier desigualdad entre los hombres, de cualquier injusticia o ausencia de libertad, se halla la verdadera diferencia de la que emanan todas las demás: el grado de responsabilidad interior. Ser, comprensión, responsabilidad y destino son una misma cosa. El hombre es aquello que comprende, aquello que engloba en sí mismo —recalcó el Soñador—. Los hombres pertenecen a niveles distintos de comprensión, ¡y esa es la verdadera causa de la desigualdad que existe entre ellos! Pese a parecerse, existen entre los hombres diferencias de eternidad, distancias de años luz a lo largo del camino hacia la integridad. Igual que especies animales situadas en diferentes estadios de la evolución, los hombres pertenecen a épocas de la evolución del Ser que a menudo se hallan separadas entre sí por distancias infinitas. —Pero, entonces —respondí, dubitativo—, ¿qué hay de todo lo que han afirmado los hombres, sus declaraciones más nobles, y las luchas, las guerras y las revoluciones que se han hecho en nombre de la libertad y de la justicia? —No han servido para nada y han dejado las cosas tal y como estaban —contestó el Soñador subrayando cada palabra y poniendo orden en mi confusión—. Las guerras, las revoluciones y los demás intentos de otorgar a los hombres igualdad, justicia, libertad y paz han fallado porque se basan en la creencia de que existe un enemigo que derrotar, obstáculos 266
La Escuela de Dioses externos que eliminar. Las riquezas, los privilegios y las disparidades sociales no son más que el efecto, el reflejo de una diferencia mucho más honda. Es en nuestro Ser, en nuestra aspiración, en nuestro sentir, donde ocurre todo. El nivel de nuestro Ser atrae nuestra vida. La humanidad, tal y como es, ¡necesita el mal! El hombre logra escucharse solamente por medio del dolor. Para sentirse vivo necesita sufrir, necesita al Antagonista, necesita el tiempo… Mientras permanezca en esta condición, el dolor y todo lo que el hombre llama injusticia seguirán siendo el único motor del mundo y la única fuerza capaz de impulsarlo hacia estados superiores del Ser. 13. Nuestros pensamientos crean el mundo —¡Tu hijo no ha muerto porque todavía existe un hilo que lo une a Mí! Como una llama que crece lentamente y disuelve la oscuridad abriéndose camino, aquella conclusión del Soñador penetró la niebla de mi Ser haciendo que se disipara. Lo que vi emerger fue insoportable. Me habría desmayado si la voz del Soñador no hubiese venido a sacudirme con su irónica severidad. —Ahora, junto a la cabecera de la cama de tu hijo, te preguntas por qué, te preguntas por qué ha sufrido ese accidente. Quisieras saber por qué tu vida es semejante desastre. Aparté la vista para no encontrarme con Sus ojos. Miré los troncos que ardían en el hogar y fingí perderme en el reflejotembloroso de la llama sobre la trama de hilo de oro de Su chaleco. »Elige un episodio de tu vida, un milímetro de tu existencia. Encontrarás un mapa de tus pensamientos destructivos, de tus estados emocionales contaminantes. La duda, el miedo han determinado hasta hoy cada uno de los acontecimientos de tu vida. ¡Quien vive en el infierno sólo puede recrear el infierno! Tus dudas se convierten en miedo, y el miedo fabrica piedras en tu riñón… o trama accidentes y desastres en el mundo de los acontecimientos. El mundo es como es porque tú eres como eres. El mundo es invención tuya. El accidente es el modo en que una parte del mundo intenta revelarte tu falta de atención y de amor y señalarte el camino correcto. Pero tú no te escuchas a ti mismo. Entonces, el pensamiento crea… ¡también los más destructivos y enfermizos! »¡Lo terrible es haber trasladado a Dios fuera de nosotros! —dijo, anunciando también que cuando el hombre recupere su dignidad, su voluntad, su derecho como creador, las religiones desaparecerán. »Hubo una vez hombres sin religión —afirmó—. Aparecen cuando, debido al declive de la religiosidad, el hombre se degrada y traslada la divinidad fuera de sí mismo. 267
VII. De regreso a Italia Sentí el peso insostenible de esta responsabilidad. Mis capacidades flaquearon ante una visión tan distinta a las interpretaciones corrientes, ante una explicación tan despiadada de la condición humana y de los engranajes que la trituran. Conmigo, toda la humanidad estaba sometida a juicio, encerrada en la celda del criminal, condenada por una sentencia que proclamaba una férrea ley de causalidad que no dejaba vía alguna de escape. Quejarse, culpar a otros, justificarse y mentir, ahora parecían ser el grito ancestral de seres animales todavía en los primeros estadios de la evolución, caminando a tientas por la oscuridad de su conciencia. En el centro de la visión del Soñador se situaba la inversión absoluta de la relación que creemos que existe entre los estados emocionales y los acontecimientos. La voz del Soñador y la enseñanza de la «Escuela de dioses» de Lupelio se fundían en una sola concepción que desbarataba y subvertía la visión ordinaria del mundo. La creencia más arraigada en el hombre es que el mundo externo es la causa. Esto constituye el arquitrabe sobre el que se sustenta su alucinada cosmogonía, a saber: la superstición según la cual los estados emocionales son consecuencia de los acontecimientos. Igual que la imagen de la realidad, que llega plana e invertida a la retina del ojo, también el hombrepercibe al revés la relación que existe entre sus estados de ánimo, sus emociones, y los sucesos externos. Nuestra primera educación, desde la más tierna edad, nos ha convencido absolutamente de que el miedo es la consecuencia del encuentro con lo terrorífico y de que el dolor es la reacción a lo doloroso. El Soñador me explicó con un ejemplo la necesidad de una «segunda educación», de una revolución psicológica que en la historia humana asuma las proporciones titánicas de una fuga del Tártaro, de los abismos de la zoología. El hombre está ciego a la profundidad, no la percibe. Por su naturaleza, nuestro aparato de visión no está dotado de la capacidad de ver más allá de dos dimensiones. Las imágenes llegan a la retina planas e invertidas. A lo largo de una lenta evolución, el hombre ha aprendido a elaborar e integrar la información visual dándole la vuelta y añadiéndole profundidad, una tercera dimensión. Del mismo modo, deberá girar ciento ochenta grados su concepción del mundo para añadirle una tercera dimensión y trazar una línea vertical que la conecte con su psicología. Esto le permitirá «ver» que son los estados del Ser los que preceden ydeterminan la naturaleza y la calidad de los acontecimientos y circunstancias de su vida. »Los estados emocionales y los acontecimientos de la vida son lo mismo —culminó el Soñador, sintetizando en esta fórmula el elemento capital de su visión—. El tiempo que transcurre entre unos y otros produce en el hombre la ilusión de que no hay conexión entre los estados del Ser y lo que sucede en su vida. Aquí, el Soñador se detuvo y esperó. Tuve la impresión de que estuviese recuperando el aliento antes de continuar. 268
La Escuela de Dioses —Si el hombre pudiese alzar la cortina del tiempo, o comprimirlo, descubriría que los estados emocionales ya son acontecimientos. Los estados de ánimo de un hombre son en realidad acontecimientos en busca de una oportunidad para materializarse. Ante aquellas palabras, el terreno que ya temblaba bajo mis pies como por efecto de un terremoto, se agrietó de repente. Un precipicio dividió en dos mi universo personal, separando para siempre lo viejo de lo nuevo, todo aquello en lo que había creído hasta ahora, de las nuevas ideas que el Soñador estaba depositando en mí. Y yo estaba a punto de perder el equilibrio. El viejo sistema, sus ideas agotadas, consumidas por el paso de los milenios, se desmenuzaban. Las certezas sobre las que el hombre basa su vida, las propias causas a las que ha atribuido desde siempre su infelicidad así como todo lo que le lleva a lamentarse y a acusar al mundo, estaban mostrando toda su irrealidad. El fatalismo que lo empuja a creerse un animal inerme a merced de acontecimientos incontrolables, el victimismo y la pena de sí mismo que, infaliblemente, le hacen encontrar fuera de sí mismo las causas de cada una de sus desgracias, se estaban desmoronando como ídolos polvorientos. Aqueja al hombre la trágica dificultad de percibir la relación de causa y efecto que existe entre los estados de su Ser y los acontecimientos de su vida. 14. El pasado es polvo —El pensamiento es el destino. ¡La humanidad piensa y siente negativamente! —
sentenció el Soñador con un tono de juicio inapelable—. Esto basta para explicar la sucesión interminable de desastres que el hombre se obstina en impulsar y que llama Historia; también explica por qué, a través de los milenios, nuestra civilización ha estado constantemente marcada por un destino tan terrible. —Pero, si no recordamos nuestra propia historia, ¿cómo podemos aprender de ella? —objeté en un intento de salvar al menos parte de la vieja visión. El temblor de mi voz, próxima al llanto, delataba la derrota de mis convicciones. El Soñador no hablaba. Intenté recubrir de racionalidad el pánico que sentía crecer descontroladamente en mi interior, y pregunté: —¿Cómo podremos evitar en el futuro los errores cometidos en el pasado? —¡El pasado es polvo! —declaró lapidariamente el Soñador, barriendo de golpe todos mis miedos irracionales—. La historia del hombre es el relato de una visión criminal, la materialización de su parte más abyecta. Recordar esta serie infinita de crímenes, como hacen todas las escuelas del mundo, sólo puede contaminarnos. 269
VII. De regreso a Italia Afirmó que se trata del empeño milenario de esta parte ínfima del ser humano por sobrevivir y perpetuar el pasado, repitiéndolo y proyectándolo hacia delante como un falso futuro. Ni la experiencia ni el recuerdo de los errores pasados pueden transformar a la humanidad, cambiar la historia o su destino. Sólo el individuo puede hacerlo mediante su propia transformación. Comprendí lo absurdo que resultaba volver a presentar a los niños una historia de horrores, no regida por la voluntad, sino por la casualidad y el crimen. Guerras y revoluciones, cruzadas y persecuciones, imperios que nacen y que caen, me parecieron en aquel momento suciedad que hubiese escapado a una escoba cósmica. Tenemos que anular ese pasado de delincuencia y, con él, el recuerdo de todos los criminales y de los grandes‐pequeños hombres que la vieja humanidad sigue mitificando y ensalza como benefactores y héroes. Solo en apariencia, la crudeza del mensaje del Soñador parecía presagiar la inevitabilidad de un destino adverso. Ese cuchillo que se hundía en nuestras heridas era un realidad un bisturí de luz. Detrás de su análisis despiadado, que relegaba al hombre a la oscuridad de un mundo infernal más allá del sepulcro, el Soñador estaba indicando el modo de rescatarlo de la culpa, del dolor, de la ignorancia… de la muerte. Sus palabras estaban trazando un mapa de luz para que pudiéramos regresar a un estado de inocencia, de integridad, de poder. He ahí, por fin, el atajo, el paso… Las palabras que siguieron me consolaron, pues contenían el anuncio de una solución. —No debemos recordar el pasado, ¡debemos recordar lo más alto! Hace falta desarrollar una «memoria vertical», perpendicular al plano de la Historia. Hay que elevar el Ser del hombre. El mundo no se crea… El mundo se piensa. Sentí cada célula de mi cuerpo invadida por el poder de aquella autoridad, la misma que a través de los milenios, en los momentos más oscuros de su historia, había arrojado al hombre códigos y evangelios, fábulas y parábolas, como si fueran balsas o chalecos salvavidas. Entendí lo trágico de nuestra incurable dureza de oído, la profundidad del sueño que nos ofusca. He ahí por qué los ángeles siempre han sido representados con trompetas y tambores, como una banda de músicos bulliciosos. »Una vez te dije que si te hubieses mantenido alerta, si hubieses estado consciente, atento a todo lo que fabricas en el seno de tu Ser, la muerte de tu esposa no hubiera sido necesaria. No habrías obligado al mundo a revelártelo con tanta violencia. Para curarte has elegido el tiempo, y el tiempo es dolor. Tú no vives en el aquí y el ahora, y esa ausencia crea espacio para todos los desastres que tu falta de atención ha programado. La grandeza, la universalidad de aquella visión rescataba al hombre de su condición de autómata, de marioneta bioquímica movida por los hilos de un destino prevaricador, 270
La Escuela de Dioses restituyéndole la plena responsabilidad de cada uno de los acontecimientos de su vida. Sentí gratitud hacia el Soñador por el regalo que me estaba haciendo. Una verdad nueva y fascinante estaba remplazando mis viejas ideas: nada es exterior. Todo depende de ti. No hay nada que un hombre pueda recibir del exterior: ni éxito, ni dinero, ni salud. Esta era la voz milenaria, la misma de las antiguas escuelas de responsabilidad, de las forjas de héroes y semidioses donde desde siempre se había fraguado la sanación de la humanidad. Nuestro mundo, con todos sus acontecimientos, es creado por nuestros pensamientos. También lo crean los más destructivos. También nosotros somos artífices de la negatividad. En lugar de reaccionar al mundo que nosotros mismos hemos creado, deberíamos aprender a seguir el rastro aún caliento de los acontecimientos para remontarnos a los estados que los han generado, para acotarlos y borrarlos. 15. Voluntad y casualidad —La conciencia es luz —continuó el Soñador—. Saber qué está sucediendo dentro de nosotros nos permite intervenir en el instante, que es el único tiempo real, para proyectar un mundo nuevo, libre de la casualidad. Allí donde está presente esta conciencia, donde llega esta luz, la casualidad no tiene razón de ser. Los accidentes y las enfermedades, para poder entrar en nuestra vida, deben tener nuestro consentimiento; para que puedan materializarse, necesitan primero que esta luz se oscurezca. Nuevamente, de manera cada vez más convincente e incontestable, el Soñador me presentaba las pruebas de que la casualidad no existe. Lo inesperado requiere siempre una larga preparación. »El hombre no puede esconderse. Todo lo que sucede en su vida está sujeto a la Ley y al Orden —afirmó. —Pero, ¿y los accidentes? —¡Existen para esta clase de hombre!, para la criatura a la que se ha rebajado, para ese que, al enterrar su voluntad, se ha convertido en una caricatura de sí mismo —respondió, y añadió que, para una humanidad que no posee voluntad, los acontecimientos y las circunstancias de la vida se rigen por lo exterior, por la descripción del mundo. Las palabras del Soñador me hacían entender que una vida desgraciada, asediada por las dificultades y los problemas, no se debe a la casualidad, sino a la falta de vigilancia, a la falta de atención respecto a todo lo que nos sucede por dentro. Era como conducir con los ojos vendados. El hombre, tal y como es, se comportaba como un sonámbulo que atravesase calles y encrucijadas sumido en el sueño más profundo. Me di cuenta de que para la humanidad ordinaria sobrevivir es un milagro cotidiano. Un escalofrío de terror me recorrió el cuerpo, de 271
VII. De regreso a Italia la cabeza a los pies. No sé expresar el horror que ahora siento y la compasión por la precariedad de vidas como las nuestras, que caminan a tientas por las regiones más desoladas de su propia psicología, en ausencia total de una voluntad que las guíe. A continuación el aire vibró con las palabras solemnes de un epígrafe universal que anoté cuidadosamente: —Tú eres el único responsable de tu vida. Tú eres el único responsable de tu destino. Tienes que reconocer que el dolor, la enfermedad y la pobreza no son accidentes, sino los productos de tus conflictos interiores. Eres tú, y nadie más que tú, quien los crea. Para el Soñador, la casualidad siempre es la indicación de una sanación, siempre es un pago, aunque involuntario. Cuando la voluntad no está presente, el mundo se hace con el control y terminamos pagando con accidentes y sucesos azarosos. Los estados del Ser guiados por la voluntad determinan las circunstancias con las que nos encontraremos. El pago voluntario, por anticipado, es la elección de una humanidad sana. El pago atrasado, involuntario, es la elección de una humanidad en decadencia que paga en accidentes, en sufrimiento y en tiempo. La degradación de esta comprensión, en todas las latitudes y en todas las épocas, ha generado una serie infinita de modalidades y formas de pago anticipado. Su denominador común es la penitencia. El intento de conjurar futuras desgracias, el deseo de hacerlas desaparecer del propio destino, ha estado acompañado a lo largo de la historia de todas las civilizaciones del sacrificio y la expiación mediante el sufrimiento autoinfligido. Me acordé de las primicias, de los votos de los penitentes y de los martirios ofrendados en santuarios e iglesias, desde las autoflagelaciones a los cilicios. Este nuevo conocimiento me llevó a pensar en los ritos tribales y en los antiguos sacrificios de animales y de hombres que se han inmolado durante milenios en ofrenda a divinidades, visibles o invisibles. Tras las diferencias aparentes entre estos rituales y sus métodos reconocí la degradación de una sabiduría olvidada. Detrás de aquellas manifestaciones todavía era posible vislumbrar lejanos destellos de la comprensión original, briznas de la conciencia de que la verdadera causa de todo lo que ocurre está dentro de nosotros. Como me dijo el Soñador, son un pálido recuerdo del pago anticipado tal y como lo percibe una humanidad que no conoce otra forma de perdonarse por dentro. Para el Soñador, el pago anticipado es la transformación de uno mismo. Es, por tanto, la síntesis de las funciones más altas del hombre: la atención, el conocimiento de sí mismo, la transformación de las emociones negativas, el liberarse del lastre interno. En los niveles más bajos de la humanidad, esta inteligencia se degrada y el pago anticipado deja de ser un trabajo interior y se transforma en autocastigo. 272
La Escuela de Dioses Me acordé de las procesiones que había visto de niño, de los portadores que sudaban sangre y lágrimas bajo el peso de la estatua de una virgen o de un santo. Los observaba con los ojos como platos. Antes de comenzar cada tramo del recorrido, se ajustaban el paño que recubría sus hombros heridos y con el que pretendían protegerlos del peso aplastante de las barras. Atravesaban callejuelas y barrios enteros flanqueados por multitudes que se persignaban y arrodillaban a su paso. Volví a ver sus rostros, morados por el esfuerzo, y a los santos con los ojos dirigidos al cielo y sus bamboleantes aureolas de latón dorado clavadas en la nuca. Detrás de mí, Giuseppona me protegía de aquella fiebre de cuerpos. «Se están ganando el paraíso», me dijo una vez. Me juré que jamás iría a vivir a un lugar habitado por personas que dieran miedo, como aquellas. Sin saberlo, estaba contemplando una alegoría viviente del pago. El Soñador habría de ser el único que un día me explicase que aquello era una forma de pagar por anticipado, de sufrir y utilizar el dolor para conjurar sufrimientos futuros, para exorcizar las calamidades y los desastres programados por la propia falta de atención y que ya están en camino para venir a nuestro encuentro en el mundo de los acontecimientos. El único dinero con el que puede pagar una humanidad pobre, aplastada por el peso de sus supersticiones, es el del sufrimiento, el del accidente y lo imprevisto. «Un accidente siempre es un pago, el signo de una sanación, pero involuntaria», repitió el Soñador, y subrayó varias veces que se trataba de un pago, de un mal en servicio a Dios, y nunca de un castigo. No quería que Su visión entrase bajo ningún concepto en aquella lista infinita de tradiciones que va desde la ley del talión —el ojo por ojo— al karma y al la dantesca ley dantesca del contrapaso, inventada por el hombre que explicarse a sí mismo sus propias desgracias. Se aseguró de que había anotado esto en mis apuntes. Para el Soñador, en el momento en que la voluntad no funciona, el mundo se hace con el control. Aplicar la voluntad a cada una de nuestras elecciones elimina el pago involuntario, la accidentalidad, la casualidad. A través de la voluntad podemos dirigir nuestro destino. —La casualidad es una voluntad degradada, olvidada, enterrada —continuó el Soñador—. Paradójicamente, la casualidad es una «voluntad involuntaria» que ha ocupado el lugar de la auténtica voluntad. Recordé que el Evangelio habla de hombres de buena voluntad, y el Soñador me confirmó que aquella expresión se refería a hombres que han regresado a la fuente, que han desandado el camino hasta reconquistar la voluntad olvidada, sepulta. La «buena» voluntad. »El hombre ha trocado la voluntad por la casualidad. Quien se da cuenta de esto busca una Escuela para poder reconquistar la integridad perdida —dijo, y afirmó que esta es la verdadera razón de la existencia de este tipo de escuelas: el regreso a la unidad del Ser. Su misión se encuentra en la etimología latina de la palabra «universidad», versus unum, que 273
VII. De regreso a Italia sigue custodiando el sentido de completud, de totalidad, de dirección hacia la integridad. Pero hace mucho tiempo que las uni‐versidades olvidaron su razón de ser. »Sólo unos pocos entienden la necesidad de una Escuela especial. Y sólo unos pocos entre los pocos poseen las cualidades para encontrarla. Me pasó por la cabeza la idea de pertenecer a aquella humanidad especial. Apenas tuve tiempo de fabricar una molécula de presunción, pues inmediatamente la voz del Soñador entró en mi pensamiento para expulsar al ladrón que había dejado entrar. »¡No! ¡Tú no eres uno de ellos! —dijo. Su tono era grave, a medio camino entre la decepción y una reprimenda desdeñosa—. ¡He sido yo quien te ha elegido! Mientras pronunciaba estas palabras, los ojos del Soñador adoptaron una de sus expresiones más duras, semejante a la del guerrero que se prepara para el combate bajando la visera de su casco. Me dejó helado. Me arrepentí un millón de veces de haber pensado aquello. Habría preferido que no hubiera dicho lo que estaba a punto de decir, pero ya era demasiado tarde: »¡Te he elegido para demostrar mediante tu ejemplo que cualquier hombre puede lograrlo! —dijo, traspasándome sin remisión—. La humanidad puede renovarse, puede regenerarse, renacer…, puede volver a adquirir la voluntad enterrada. No es necesaria una revolución de las masas. La verdadera transformación de la humanidad sucede mediante la transformación de un solo individuo que alcance su propia integridad, la totalidad de sí mismo. Al hombre le golpean las desgracias —como el accidente ocurrido a tu hijo— para que entienda que sigue formando parte del grupo de hombres que pagan sólo cuando se los obliga… mediante la casualidad. Si no sabes dar una dirección a tu sufrimiento, formarás parte de esa muchedumbre supersticiosa que veías cuando eras niño, de esa humanidad que pretende conjurar acontecimientos propiciando a una divinidad externa que, en su imaginación, controla su vida. Y si no acabas en una procesión, lo harás en un estadio, entre la multitud rugiente de los fanáticos unidos por el deporte. Me explicó que otra forma popular de pago es el trabajo. Una ley infalible pone a cada uno en el puesto de trabajo que merece. Quien realiza los trabajos más ingratos en los hospitales, en los tribunales, en las cárceles, cree que trabaja, que asiste a los demás, cree haber elegido ese trabajo, haber superado una selección, haber ganado un concurso para cubrir el puesto, y cree que por eso le pagan, cuando en realidad es él quien está pagando. —Esos trabajos son pagos a plazos —dijo el Soñador con ironía, manteniendo su expresión severa, con ese humor suyo desprovisto de sonrisa—. El puesto de trabajo que un hombre ocupa es su acto de expiación y, un día, será su ataúd. Una nueva humanidad sustituirá el pago involuntario, la purificación involuntaria, con un pago anticipado —
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La Escuela de Dioses presagió—. La curación vendrá antes que la enfermedad, y la solución llegará antes que el problema. Ámate a ti mismo con todas tus fuerzas, en cualquier circunstancia y en cualquier situación… sin descanso. Las cosas suceden naturalmente, por consecuencia necesaria, y se rigen por nuestra voluntad. Me dio unos segundos para terminar los apuntes, que ya llenaban páginas y páginas del cuaderno. Al cabo, como si se estuviese dirigiendo a todos los héroes que nos escuchaban, dijo: —Debemos llevar un fragmento de eternidad a aquellos que, como tú, viven en los niveles infernales de las organizaciones —esperaba que me confiase aquella extraordinaria misión, pero no se pronunció al respecto—. Debes comenzar desde donde lo has dejado. ¡No puede ser de otra manera! —dijo bruscamente, refiriéndose a mi situación ahora que había vuelto a mi empleo en la ACO Corporation—. ¡Lo que no se ha superado, debe repetirse! Saber que el Soñador volvía a aceptarme a bordo y que el «viaje» continuaba, fue como una descarga de energía. Sentí el placer extático de quien llena los pulmones de aire fresco tras una larga apnea. A continuación de aquel encuentro con el Soñador, mi hijo Luca se recuperó y logró restablecerse por completo tras una larga convalecencia. El cielo de Chià se despejó y aclaró como si por fin se hubiese disuelto una niebla sofocante. Durante los días siguientes me mantuve atento para escuchar las señales que me indicasen cuál debía ser el próximo paso. Volví a prometerme que, fuesen cuales fuesen los cambios a los que me obligase en camino propuesto por el Soñador, esta vez no olvidaría. Imaginaba que mi nuevo trabajo me habría exigido mudarme con toda la familia a un país lejano. En realidad, mi base en Italia se trasladó apenas unos kilómetros, si bien el terreno de operaciones pasó a encontrarse en la otra punta del mundo. La carta «inesperada» de una empresa de contratación de directivos de Via Larga me invitaba a participar en un proceso de selección. Al cabo de sólo tres semanas del último encuentro con el Soñador, volví a estar al frente de los mercados de Extremo Oriente en la división de comercio exterior de un coloso multinacional. En esta ocasión quemé los puentes que dejaba atrás y sellé a mis espaldas cualquier posible acceso o vía de comunicación con mi pasado. 275
VIII. En Shanghai con el Soñador Capítulo VIII En Shanghai con el Soñador 1. La perfección nunca se repite Desde el Plaza Concerten el Bund Centerobservaba junto al Soñador el intenso tráfico de las embarcaciones que surcaban el Huangpu. En ese punto el inmenso río discurre entre las dos almas de Shanghai: la del periodo colonial europeo, caracterizado por la arquitectura monumental, y la del nuevo distrito de Pudong, con su línea del horizonte de rasgos futurísticos. Desde aquí, y hasta donde alcanza la vista, la ciudad es una enorme extensión en obras sembrada de rascacielos de líneas visionarias y soñados para una megalópolis del futuro. No había vuelto a verme con el Soñador desde que regresé de Kuwait y después acepté un nuevo empleo en el sector del comercio con el Lejano Oriente. A lo largo de estos meses había leído y vuelto a leer infinidad de veces las notas que había estado recopilando durante mi largo aprendizaje, y en las distintas circunstancias de la vida cotidiana había intentando observar con perseverancia los principios que había aprendido de Él. Había deseado que llegase este momento y, sin embargo, temía aquel encuentro. Seguían pendientes, abiertas como heridas no cicatrizadas, dos cuestiones estrechamente relacionadas: la forma en que me había marchado de Kuwait y mi relación con Eleonora. Eran asuntos espinosos que ya no podía seguir eludiendo. Aquella tarde había sido intensa, y las enseñanzas del Soñador fueron de las más extraordinarias que había recibido hasta entonces. A su lado, escuchándolo, había atravesado los jardines centenarios de Yu Yuan. Después había caminado con Él en la tela de araña que tejían las callejuelas en torno al templo budista, por la zona del viejo mercado. Inmerso en la densa muchedumbre de aquella inmensa ciudad, sentía junto a Él el estupor y la misma sensación de protección que cuando, de la mano de Giuseppona, atravesaba las calles de Nápoles mirando de reojo las entrañas de la ciudad, hormigueantes como heridas infestadas. El Soñador conocía Shanghai y China como si hubiese vivido allí muchos años. Me explicaba su historia y su pensamiento a través de los detalles, comentando los aspectos más insignificantes de la vida cotidiana. Un artesando trabajando en su taller, el atuendo de una persona que pasaba o las negociaciones que se entretejían en los pequeños comercios, se convertían en pequeñas grietas por las cuales podía penetrar en las raíces de una civilización que había sido la cuna del confucianismo. El secreto de aquella especie de adhesivo social capaz de mantener unidos a más de mil millones de personas, la sabiduría contenida en sus 276
La Escuela de Dioses seis virtudes, me fue revelada por el Soñador con la autoridad de la inteligencia que la había generado. Una joven artista decoraba con esmero vasitos microscópicos de cristal. Los pintaba desde el interior con paciencia y habilidad increíbles. Nos detuvimos delante de su banco de trabajo y el Soñador observó durante un tiempo sus movimientos sin hacer comentario alguno. Después, lentamente, Su mirada se desplazó de las manos de la chica a mi cara. El tiempo se dilató. El momento se convirtió en una eternidad y me perdí en aquellos ojos que me atravesaban como nadie lo había hecho antes. La ternura de Carmela, la severidad de Giuseppe, el afecto de un amigo, la venerabilidad de un maestro, se concentraron en aquella mirada que me arrebató el alma. Aquella joven artesana era Él. Él era el decorador de la vasija en que yo me había convertido. Estaba indicándome el «trabajo», el proceso de transformación desde el interior que todo hombre debe llevar a cabo y que nadie más puede hacer por él: convertirse en el artífice de su propia existencia. En aquella fracción de segundo fui la criatura ante su creador, sin pantallas, máscaras o papeles que interpretar, y en ese momento, pude sentir la magnitud de ese Ser. Escuché Su aliento intemporal, sin fronteras ni límites, y bebí una gota de Su libertad. El vértigo ocupó el lugar de mis pensamientos. El primer fotograma del que tuve conciencia después de aquel momento fue verme sentado a una mesa en una esquina de un lugar público. El ambiente era el de un antiguo salón de té. Por lo que podía ver a través de la ventana, el lugar era una construcción de madera, un palafito levantado en el centro de un pequeño lago. Pensé en el Soñador. Miré alrededor, buscándolo. Lo encontré allí, sentado a mi lado. Tranquilizado, observé que el local lo frecuentaban sólo chinos. Los clientes, sus caras, sus vestimentas, la decoración, todo parecía salido de una fotografía del periodo colonial en que Shanghai, un pueblito de pescadores, comenzaba a escalar la pendiente que le conduciría a convertirse en uno de los más grandes puertos del mundo. La voz del Soñador, antes débil y lejana, llegó a mí abriéndose paso entre el intenso parloteo de los parroquianos, cada vez más clara. Las primeras palabras que le oí me dieron la impresión de que estuviese retomando un discurso anterior. —Todos los problemas de la humanidad, desde la criminalidad de las sociedades más prósperas a la pobreza endémica de grandes regiones del planeta, no son más que el síntoma de una enfermedad mental. Aquellas palabras me sorprendieron. Eran el preludio de una idea que un día habría de reconocer como una de las piedras angulares de Su sistema de pensamiento. Estiré la espalda lentamente, casi de manera furtiva, y me dispuse a escuchar aún con más atención. De la exposición que siguió entendí que, desde la noche de los tiempos, las desgracias padecidas por 277
VIII. En Shanghai con el Soñador el hombre no son más que la materialización de su estado incompleto, el reflejo de su Ser fragmentado. Esa fractura en su psicología se remonta a la más remota infancia de la humanidad. Estaba completamente despierto, dolorosamente lúcido, cuando afirmó: «El mundo es como es porque tú eres como eres. El mundo, la realidad que creemos fuera de nosotros, es la reverberación física de nuestra psicología, de nuestro Ser». La idea era para devanarse los sesos. Entretanto, dos jóvenes camareras vestidas a la manera tradicional se habían acercado con lo necesario para preparar nuestra mesa para el té. El Soñador interrumpió Su discurso para prestar atención a la operación, que pareció considerar de la mayor importancia. Largo tiempo permaneció absorto, dedicado a dirigir y cuidar hasta el más pequeño de los detalles de aquel minucioso ritual. Mientras, yo esperaba impaciente que continuase. El secreto de los males milenarios del hombre, y quizás también la raíz de mi propia infelicidad, estaba a punto de serme revelado, y a mí sorprendía y decepcionaba a la vez que pudiera interrumpir un argumento de tanta importancia por algo tan insignificante. Por supuesto, no lo expresé, pero seguí pensándolo, creyendo que mis pensamientos le resultaban invisibles y que podía ocultarlos. —¡No hay nada que sea demasiado pequeño o insignificante! —dijo. Aquella afirmación poseía el tono áspero de una reprimenda. Hablaba sin mirarme, aparentemente todavía atento a los detalles de aquel ceremonial. Me sentí sorprendido con las manos en la masa y me ruboricé de vergüenza. »¡Haz que todas tus acciones sean impecables! —dijo—. La impecabilidad significa no ejecutar una sola acción que sea superflua. Después, mientras elegía de una lista infinita el tipo de té que íbamos a degustar, añadió: —Cuando una cosa se hace bien, queda hecha para siempre. Todo el universo es informado y nuncaes necesario repetirla. Tras una pausa, añadió: —Sólo la imperfección se repite. La perfección no se repite nunca porque continuamente se trasciende a sí misma. Una crisálida perfecta debe dejar de ser una crisálida perfecta y morir para poder convertirse en un ser de orden superior. Siguió explicándome que mediante la atención, regulando los mecanismos internos y los engranajes más diminutos de la maquinaria de uno mismo, el hombre ajusta el mundo y puede cambiar su historia. 278
La Escuela de Dioses »La evolución del universo depende de la evolución del individuo, de su transformación. Lo individual y lo universal son la misma cosa —afirmó—. Esta comprensión está en el origen de la civilización y de todas las formas de arte. Debe regresar y convertirse en el elemento central de la educación de todo hombre. Añadió que el origen del teatro, de las danzas sagradas y de todos los ritos inventados por la humanidad se hallaba en esta comprensión, a saber: que todo está conectado. El movimiento más pequeño en el sentido de la verticalidad, en el mundo de la voluntad, provoca los más grandes cambios en el mundo de los acontecimientos. »El universo está en nuestro cerebro, es una semilla en el seno del hombre que se desarrolla como él quiere. Por este motivo si un hombre actuase deliberadamente sobre la cosa más pequeña o llevase a la perfección la cosa más simple… —¿Cómo hacer té? —me esforcé por comentar amablemente, intentando que perdonase mis reflexiones anteriores, poco afortunadas pese a no haber sido expresadas. —… o tan sólo aprender a servirlo de manera impecable —completó el Soñador con habilidad, haciendo suya mi maniobra y volviendo a dominar la situación. Noté que al oír estas últimas palabras las dos chicas se miraron y sonrieron. Me parecieron mostrar una complicidad respetuosa, un reconocimiento reverente hacia el Soñador. Cruzó como un relámpago por mi cabeza la idea de que las dos perteneciesen a la «Escuela» y me quedé sin habla. »Con ese gesto impecable habría ajustado para siempre su universo personal, habría abandonado un nivel accidental de la existencia, donde todo ya está programado, desde el nacimiento hasta la muerte, y habría cambiado su propio destino. El mundo es el reflejo, un eco del Ser. Como si fuesen preciosas pepitas de oro, recogí en mi cuaderno cada una de las palabras de aquella enseñanza y describí las circunstancias especiales en que había tenido lugar. 2. La razón del hombre está armada Para entonces nuestra mesa había quedado exquisitamentearreglada. Finas tazas de porcelana descansaban sobre mantelitos preciosamente bordados. Llegaron bandejas lacadas repletas de dulces de todo tipo. Cuando hubo terminado también esta parte del ritual, y Sus instrucciones hubieron sido ejecutadas a la perfección, retomó el argumento que había dejado en suspenso. Hizo un gesto con el mentón para llamar mi atención sobre nuestro entorno, y dijo: 279
VIII. En Shanghai con el Soñador —Todo lo que ves y tocas, eso que el hombre llama realidad, es psicología… solidificada. El pensamiento del hombre se materializa y se convierte en «mundo». Los hechos son pensamientos. Su voz se hizo más honda. El tono ronco delató el dolor de lo que estaba a punto de revelarme. »La más grave de las enfermedades del hombre, la causa de todos sus males, individuales y sociales, es la división interior, su psicología conflictiva. Al oír estas palabras estalló en mí un caleidoscopio de imágenes con la voz de los mitos que el hombre ha creado y se ha contado a sí mismo a lo largo de miles de años. Ante este trasfondo fantástico, una escena se destacó más que ninguna otra: el grandioso momento del nacimiento de Atenea, la diosa de la razón que surge, armada y resplandeciente, de las cavidades del cráneo de Júpiter, hija nacida de una migraña o de una pesadilla de un dios. —Se trata de un mito‐advertencia —dijo el Soñador penetrando en este remolino de pensamientos y apoderándose de aquella imagen—. ¡La razón del hombre está armada! Siguió una pausa durante la cual no pude sino aguantar la respiración. »He ahí el diagnóstico más lúcido que jamás haya hecho una civilización de su propio mal. —Entonces, ¡la Grecia antigua conocía cuál sería su final! —exclamé, exaltado por el descubrimiento. La respuesta del soñador no fue inmediata. La alegría nerviosa que me produjo Su anuncio había llegado a si culmen y estaba transformándose rápidamente en ansiedad. Sentía crecer el peso de aquella revelación a medida que comprendía su enormidad. Mi hacía daño tocar el límite, descubrir mi propia incapacidad de aprehender la belleza, la inteligencia, de semejante descubrimiento. —¡No! Grecia no supo escuchar a sus sabios ni a sus oráculos. Reconocer el propio mal, la propia culpa, es la curación misma. Mientras anotaba la respuesta del Soñador, intentando imaginar el parto mental de Júpiter, me di cuenta con estupefacción de que no existía una iconografía del mito de Atenea; de aquel nacimiento, tan tremendamente profético, no hay rastro en toda la historia del arte. »El hombre no quiere ver su locura, reconocer lo destructivo de su pensamiento —me explicó el Soñador—. La humanidad ha sido advertida desde hace siglos, y desde entonces no ha dejado de sentir la sombra inminente de esta profecía sobre su destino. Incapaz de aceptarla, no sabiendo qué hacer ni cómo conjurarla, ha intentando borrarla y no prestarle atención. Reconocer el lado oscuro que hay en todo hombre es la solución, la curación, la auténtica salvación. 280
La Escuela de Dioses Declaró que si las masas pudiesen reconocer la causa de sus desgracias saldrían del estado de esclavitud en el que viven. Pero eso es imposible. Sólo el individuo puede alcanzar ese grado de conciencia. La masa no quiere, ni busca, conocerse a sí misma. Tiene miedo de todo lo nuevo y desconocido. La esclavitud en la que vive la humanidad, los miles de desgracias, emanan del miedo a lo desconocido que la trastorna y la ciega. Los dirigentes políticos de todas las épocas han alimentado y reforzado esta fobia por lo nuevo. La masa no puede soñar. Cuando una civilización se vuelve incapaz de escuchar el Sueño que la ha generado, la voz de sus hombres solares, decae. La ausencia de estos presagia la caída de culturas y civilizaciones; coincide con momentos de locura colectiva capaces de destruir todo lo creado durante siglos por los individuos que sueñan, por los poetas de la acción. »La masa es un fantasma —concluyó el Soñador—, un mecanismo influenciado por todo y por todas las cosas. Carece de fe y de voluntad propia. No es capaz de crear. Sólo puede destruir. Ese es el verdadero papel de la masa. Sólo la integridad, aquel que posea una voluntad, puede soñar y materializar lo imposible. Todo lo que le había escuchado decir al Soñador podía aplicarse a las empresas y a las organizaciones modernas. Entendí que la vida de estas es limitada, no porque tengan dificultades financieras o problemas relacionados con la tecnología y los mercados, sino porque carecen de hombres responsables, íntegros: hombres que amen. A una señal suya empezaron a llegar una por una las infinitas variantes de té que había pedido, según leyes del gusto y del olfato tan antiguas como la propia China. Aspiró con delectación las olorosas volutas que escapaban de las distintas teteras y Él mismo procedió a verter su contenido en nuestras diminutas tazas de té. Después del largo pase y de las emociones asociadas a aquel descubrimiento, hice honor a la mesa y probé los distintos platos que componían aquel variado muestrario del sabio arte de la pastelería. El Soñador me fascinaba con su relato de los orígenes legendarios de algunos de los dulces y me explicó recetas y técnicas tradicionales de preparación que se remontaban a la dinastía Ming. Como siempre, fue un anfitrión magnífico, pero no probó bocado. »El hombre cruza océanos, escala las cumbres más altas, y arriesga la vida en las empresas más peligrosas —continuó el Soñador—. Se retira a templos, ashram y mezquitas, se recoge a orar o se une a otros en el sexo, opta por el camino de la penitencia o el del libertinaje, por la celda del monje o por los retos de los negocios, siempre intentando re‐unirse consigo mismo en ese infinito anhelo de sentirse completo. Del mismo modo, las religiones laicas, desde el psicoanálisis al comunismo, no han sido más que la expresión de esa misma búsqueda en el siglo diecinueve. Igual que las confesiones 281
VIII. En Shanghai con el Soñador religiosas, podían ser consideradas experimentos, partes de la aspiración infinita que en todas las civilizaciones y en todos los tiempos ha llevado al hombre intentar reconquistar su integridad, ese estado especial de certeza que le pertenece por derecho de nacimiento y que todavía, de manera ancestral, recuerda cual paraíso perdido. »La historia del hombre es un viaje de regreso, la parábola del hijo pródigo es su metáfora, jamás superada —afirmó—. Pero todas las religiones han olvidado su razón de ser. Al degradarse, se han transformado en su contrario, en máquinas de promoción de la muerte y de la idea de su inexorabilidad. Más que remediar las divisiones y los conflictos, los han alimentado mediante el cultivo de la intolerancia, las guerras de fe y toda clase de supersticiones. También recordó el Soñador que el cristianismo, de la mano de hombres que poseían una psicología dividida, llegó a transformarse poco a poco en la Santa Inquisición sin siquiera cambiar de nombre. Y aún hoy, los golpes de ariete asestados por las paradojas evangélicas, cuya fuerza sería capaz de destruir las estructuras mentales de la vieja humanidad, caen en el vacío; el tierno poder de sus fábulas y la sabiduría de sus leyes económicas, han quedado reducidas acuentos de catecismo, a cosas de niños. Su enseñanza ha sido confiada a preceptores inconscientes que sólo se enseñan a sí mismos y que, en el colmo de los absurdos, perpetúan aquel sueño hipnótico que el propio Evangelio pretendía combatir. Mis notas tupían ya páginas y páginas del cuaderno, cuando le oí anunciar lo siguiente: —Hace falta alimentar en los niños la idea de la inmortalidad, de la inmortalidad física. Detrás de la aparente calma del tono con la que pronunció estas palabras pude sentir su poder, la heroica potencia de un grito de auxilio planetario. Un rayo rasgó la oscuridad de siglos y vi ondear un estandarte en medio del clamor de mil batallas libradas contra supersticiones, fanatismos e idolatrías. »Hay que llevar esta idea a todas las escuelas, en todos los niveles, y a todas las universidades… con la cautela de quien sabe que basta cuestionar la muerte, para convertirse en el enemigo de toda ideología y de todas las religiones —concluyó con tono premonitorio. 3. El animal mentiroso En aquel momento todo empezó a resultarme más claro. Como teselas de un mosaico que fueran ocupando su puesto en la composición, cada una de las distintas partes de la enseñanza del Soñador fue encontrando su lugar y convirtiéndose en un elemento coherente de una visión imponente. Por fin, la historia milenaria de desastres, de atrocidades y desventuras, recibía una explicación. La insensatez de los millares de conflictos, la trágica paradoja de que haya millones de pobres en un universo inimaginablemente rico, la atrocidad 282
La Escuela de Dioses de dejar morir a millones de niños que podrían salvarse con sólo levantar un dedo, encontraba, por fin, una razón verdadera, una causa más allá de cualquier tiempo, de toda geografía, etnia o fe. ¡El hombre es como es porque es un enfermo mental! Y sus sociedades, sus instituciones, son la materialización de su psicología dividida, de su lógica conflictiva, la imagen especular de su fe en la muerte. Me pregunté cómo y cuándo pudo su mente haber sufrido semejante daño. ¡Hubiera dado cualquier cosa por saberlo! Hubiera sido el descubrimiento más sensacional de la historia y, ciertamente, el más útil. Dejé volar la imaginación. Imaginé que formaba parte de una expedición de científicos y que seguía el rastro de miles de años en busca del acontecimiento que había reducido al hombre a la condición en que se encontraba, una especie de viaje a la luna tras la pista perdida de Orlando. —En la tradición judeocristiana se conoce aquel vuelco fatal con el nombre de «caída del paraíso» —apuntó el Soñador con un toque de humor amable en la voz—, y ha sido marcado como el pecado de todos los pecados, el «pecado original». El pecado imperdonable. Le hubiera hecho cientos de preguntas al Soñador. Era maravilloso tener acceso a aquella fuente inagotable de sabiduría, a aquella autoridad especial propia del que sabe, y no del que interpreta o hace suposiciones. Siempre me había llamado la atención el simbolismo de la manzana mordida, de la serpiente, de las hojas de higuera; pero, sobre todo, siempre me había experimentado una especie de malestar intelectual frente a una tradición tan autoritaria queseguía sosteniendo, pasados cuatro mil años, que un hecho tan insignificante pudo originar tal tragedia. ¿Y por qué se decía que aquel pecado fue «mortal»? —El mordisco de la manzana no fue un hecho insignificante —explicó el Soñador—. Es la metáfora maestra de un desliz en el Ser por el cual el hombre abdicó de su naturaleza para pasar de ser creador a criatura. Dar un bocado a la manzana significa creer en un mundo exterior a nosotros que nos contiene y nos gobierna; significa dar consistencia al fantasma de la alteridad. Para el hombre supone el comienzo de la dependencia y de toda su trágica historia. El Soñador evocó las primeras palabras de Adán, que habrán de resonar por siempre como el estigma y la confesión autoinculpatoria de un ser caído en desgracia: «Temeroso, porque estaba desnudo, me escondí… La mujer que me diste por compañera me ofreció el fruto y comí de él…». Me sentí el único espectador de un desastre universal, de una tragedia sin remedio. El drama de nuestra degradación se estaba representando allí, en aquel momento. Estaba escuchando en directo la aparición en escena de ese ser que el Soñador había calificado inteligentemente como «el animal mentiroso». 283
VIII. En Shanghai con el Soñador »Las palabras de Adán marcan el nacimiento de la dependencia y representan el manifiesto del hombre común, mentiroso e irresponsable —dijo el Soñador—, del más antiguo del que «tú» podrás encontrar rastro. El uso de ese «tú», de pasada, desplegó ante mí con maestría la visión de tradiciones infinitamente más antiguas que la del Génesis. Imaginé tesoros de conocimiento inaccesibles o perdidos de los cuales nada se ha podido saber nunca y de los que ahora el Soñador era el solo e inmortal custodio. Otra vez me encontraba frente al misterio de ese Ser capaz de viajar por el tiempo y las civilizaciones, conocedor del secreto de escuelas desaparecidas, joyas enterradas de vano resplandor. Apremiado por tantos hallazgos mientras las palabras del Soñador estallaban en mi interior provocando terremotos en mi Ser, continuaba tomando apuntes frenéticamente con mano temblorosa. Al notar mi excesiva palidez, el Soñador intervino para darme un respiro refiriéndose, medio en serio, medio en broma, a mi condición de empleado: »En las palabras de Adán, en esas primeras palabras pronunciadas por un hombre caído en desgracia, está la raíz de la forma de pensar del empleado, de la identificación con el mundo externo y de la dependencia. El lenguaje, que para el Soñador es la síntesis del pensamiento y de las aspiraciones del hombre, delataba la existenciaen Adán de una fragmentación psicológica, de una grieta en el Ser. Si era uno con Dios, ¿cómo pudo desear y creer que podría llegar a ser más que Él? Es evidente que antes del ofrecimiento de Eva, antes incluso de ser tentando, Adán había perdido su integridad. Primero, ocurrió la división interior; después, apareció la serpiente. »Desde entonces, mentir, esconderse, acusar, justificarse, sentir pena por uno mismo, son y serán por siempre los estigmas verbales —y aún antes psicológicos— de un hombre expulsado del paraíso, de un ser que se ha traicionado a sí mismo, que ha perdido su integridad. Al morder la manzana, Adán cambia la vida por la muerte, la libertad por la dependencia, la integridad por la división. La inmortalidad, a la que el individuo tenía derecho desde su nacimiento, es sustituida por una eternidad fragmentada, inconsciente, mortal. Queda reducida a un proceso zoológico de perpetuación basado en la cópula sexual y la reproducción vivípara. Mientras hablaba el Soñador, yo tenía una sensación muy extraña, esa clase de escalofríos a flor de piel que se producen cuando la inteligencia logra un descubrimiento. »El pecado de Adán es mortal porque es una «caída en el tiempo» —agregó el Soñador—, una caída en un estado hipnótico, en la convicción de poder morir… Pero el hombre 284
La Escuela de Dioses no puede morir. Sólo puede matarse —afirmó sin vacilación, con la actitud cauta y precavida de que comparte un secreto insoportable. El sentido del humor anacrónico de la frase que siguió añadió patetismo a una declaración que ya era tremenda por sí misma: »¡La muerte siempre es un suicidio! Es hora de que el hombre regrese a casa, de que despierte de su sueño y reclame lo que le pertenece por derecho, la inmortalidad perdida. Sentí que la inteligencia de aquella visión me transformaba, que su química atravesaba mis órganos hasta penetrar en sus moléculas, en sus células, en sus átomos. Y mientras me hablaba del mal de todos los males, de los orígenes ancestrales de la división del mundo y de su «pecado», yo sanaba. Colmó mi Ser un sentimiento de gratitud sin parangón. 4. ¡Sé un hombre libre! Mi cabeza daba vueltas en torno a las cosas tan extraordinarias que había escuchado aquella tarde. Intentaba en vano reconducir aquellas ideas hacia un orden, hacerme con ellas o, al menos, reflexionar sobre una en concreto, pero seguían alimentando un torbellino incontrolable de pensamientos. Se separaban de mí como hojas que caen de un árbol y se perseguían unas a otras en remolinos impulsados por el aliento poderoso del Soñador. El salón de té se había llenado de gente con la llegada de nuevos clientes y el rumor del revoloteo de cientos de conversaciones hacía vibrar el aire placenteramente. Me sobresalté, sorprendido, al oír Su voz susurrarme al oído: —¡La división es la religión del planeta! La divinidad que la humanidad venera por encima de todas las demás siempre es la misma: ¡el miedo! La fuerza de aquella afirmación se abrió espacio entre el bullicio de las voces. En ese silencio, en aquel espacio, todos mis pensamientos enmudecieron y Sus palabras, cortantes como bisturíes, excavaron penetrando hasta lo más hondo. »¡La dependencia es miedo! Tú también has hecho del miedo tu ídolo. Por eso sigues dependiendo y ganándote la vida escondido tras un empleo. Sabía que aquel momento habría de llegar tarde o temprano y que sería desagradable, pero estaba preparado. Con todo, el tono del Soñador y las palabras con las que había comenzado me hicieron presagiar que lo que estaba por llegar sería aún más duro. Saqué el cuaderno y simulé sumirme en sus páginas para esconderme, como hacía siempre que la severidad del Soñador llegaba al límite de mi capacidad. »¡He venido a liberarte! —dijo en un susurro—. He entrado en tu vida porque un día soñaste con ser libre… 285
VIII. En Shanghai con el Soñador Su voz se había transformado en una vibración que hurgaba en cada rincón de mi Ser a la caza de mis miedos, donde fuera que anidasen. »Pero tú, después de todos estos años, aún sigues siendo un esclavo —concluyó. Sentí que aquella referencia tan directa reabría una herida en mi interior. La vena de decepción que coloreaba Sus palabras me molestó y me provocó resentimiento, como si me hubiese atacado injusta e inmerecidamente. »Para salir de tu condición, para abandonar la prisión de los cargos, tienes que dar la vuelta a tu forma de ver el mundo —dijo moviendo su silla un poco hacia atrás. Capté la señal. Se acercaba el momento de separarnos. Mi rostro debió de reflejar una dolorosa perplejidad. El Soñador aguardó unos segundos como si estuviera eligiendo las palabras que mejor pudieran ayudarme a comprender, y enseguida dijo: —Libre significa libre del mundo. —¿Y por dónde se empieza? —pregunté con determinación. —Es un trabajo de años que exige constancia. Aunque empezases en este mismo instante, toda tu vida quizá no bastase. Estas palabras evocaron muros sin asideros, imaginé distancias estelares y destinos de los que me separaban eones. Sentí que el desánimo me invadía y se apoderaba de mí. El Soñador continuó, aparentemente sin advertir mi estado de ánimo: »Libre significa libre de miedos, de dudas, de ansiedad y emociones negativas; libre de prejuicios, de ideas preconcebidas, de una descripción del mundo mezquina, libre de todo limite, libre de la mentira y del trabajo que, para hombres como tú, sigue siendo una condena, el efecto perverso de una maldición bíblica. La creencia en que existe una realidad fuera de ti mismo ha hecho del mundo tu jefe. Hipnotizado por el reflejo proyectado en el espejo, sigues buscando seguridad en los ojos de los demás. Aquellas palabras demostraban cuán absurdo era mi intento de respirar en el agua del Soñador con las branquias de una criatura primitiva. Cada una de sus frases era un ataque mortífero a mi pasado y a su falsedad. Sabía que cuando el Soñador me embestía con tal fuerza mi vida mejoraba y se deshacía de tanto lastre, dejando espacio a estados de certeza, de lucidez y determinación. No obstante, soportaba cada golpe con la esperanza de que fuese el último, ¡de que se detuviese por fin! O, al menos, de que me diese un respiro, ¡por Dios!... El mero hecho de escuchar esas palabras exigía una fuerza que yo sentía tener sólo de vez en cuando. Mi nivel de responsabilidad fluctuaba, iba y venía, subía y bajaba, sin que yo lograra controlarlo. ¡Aquellas palabras estaban vivas! Las sentía empujar con fuerza contra mis propios límites hasta destruirlos junto a mis prejuicios, mis viejas creencias y mis ideas caducas. Cada fibra de mi Ser vibraba. 286
La Escuela de Dioses «Libre de todo papel… del miedo… libre de la identificación con el mundo.» Aquellas palabras rebotaban contra mi pecho como bolas de metal sobre el plano inclinado de mi existencia. De repente, estallaron en mi interior como una girándula de luces, sonido e imágenes… Mi cabeza ardía en llamas. Estaba recibiendo un mensaje del futuro, una profecía sobre el destino del hombre tan poderosa y extraordinaria que no lograba contenerla ni soportarla. La idea de una humanidad liberada de toda necesidad, desembarazada de su naturaleza (o, al menos, de la que hasta aquel momento había creído firmemente que fuese su naturaleza, pero que en realidad era su infierno), me parecía una locura. Hubiera podido simplemente arrinconarla, arrojarla lejos de mí, pero era demasiado tarde. La visión del Soñador ya había horadado mi interior, devorando todo el tejido muerto y las viejas descripciones. No lograba metabolizarla, y ni siquiera podía expulsarla. Como célula de la humanidad, como átomo de un cuerpo inmortal, sabía que el soñador me estaba indicando el camino que todos, «héroes y semidioses, primero, el resto después» habrían de emprender… hasta llegar al final, aunque fuese al cabo de miles de años. Mientras me hablaba de ello sabía que ya había comenzado este increíble éxodo de la humanidad. Ciertos individuos ya habían dado el primero paso, el más atrevido: cuestionar la invencibilidad de la muerte, dejar de aceptar su inexorabilidad. La Revolución Individual llamaba a la puerta… Llené páginas y páginas de notas, sin pausa, hasta sentir calambres en la mano. Agoté hasta la última hoja del cuaderno y seguí anotando febrilmente detrás del menú del salón de té. Ya no me importaba si lo que me estaba diciendo fuese racional o aceptable; ni siquiera que yo lo entendiese. Lo único que importaba era escribir, dejar constancia de todo. Sólo sabía que no debía dejar escapar una sola palabra ni cambiar una sola coma. Un día habría de volver a leer todo y entendería; o, quizás, solamente podría transmitir a nuevas generaciones de buscadores lo que ahora me regalaba el Soñador a manos llenas pese a no estar preparado para recibirlo. El Soñador se levantó, apartó delicadamente su silla y se dirigió hacia la salida. Dejamos atrás el salón de té un poco a mi pesar. Me di cuenta de que me apegaba a todo. Me hubiera quedado a vivir allí con tal de no partir al encuentro de lo nuevo. Lo constaté al observar la extraña melancolía que ensombrecía mi ánimo mientras me apresuraba a alcanzar al Soñador, que ya cruzaba el puente de madera. No muy lejos aguardaban unos taxis. Sin tiempo de preguntar nada, me vi sentado en una vieja limusina que había de llevarme de regreso al hotel. Cuando se cerró la puerta y lo vi a través de la ventanilla temí no volver a verlo más. Pero el Soñador me tranquilizó: nos volveríamos a encontrar al día siguiente, en el mismo lugar y a la misma hora. 287
VIII. En Shanghai con el Soñador Mientras el taxi recorría las calles de Shanghai y surcaba los pasos elevados de aquella inmensa ciudad, yo seguía dando vueltas en mi cabeza a Sus palabras. Seguía intentando poner orden en el caos de mis pensamientos. Ese día se había derrumbado cada una de mis creencias. Llegué a la devastadora conclusión de que, tras aquel encuentro con el Soñador, como si se tratase de una ciudad conquistada, no quedaba piedra sobre piedra de mis viejos esquemas mentales. 5. El padre del Buda Llegué a la cita antes de tiempo. Algunos turistas occidentales ypocos fieles entraban y salían del templo de Yufo Si donde se custodia el Buda de jade blanco. Aquel era el lugar escogido por el Soñador para nuestra reunión. Maté el tiempo paseando por el dédalo de callejuelas del viejo mercado. Al volver a pasar por delante del amplio portal del templo busqué Su rostro entre la multitud con la esperanza de verlo aparecer. Cuando finalmente di con Él, aún se encontraba lejos de mí. Caminaba en mi dirección acompañado por tres ancianos de aspecto austero y más altos que la media. Uno de ellos, de cabello escaso y con gafas de montura de oro, le entregó un paquete ofreciéndoselo con ambas manos e inclinando la cabeza. A continuación, los dos se marcharon con reverencias y gestos de deferencia. Una vez que lo dejaron solo, caminé a su encuentro. Nos saludamos con la mirada. En silencio, enfilamos la calle que discurría paralela al muro del recinto. Después de lo que me había dicho acerca de las religiones, me sorprendió verlo dirigirse hacia la entrada del templo y subir las escaleras, pero lo seguí y entré con Él. Un grupo de monjes comía en una mesa ubicada en un rincón. Quemamos los preceptivos bastoncitos de incienso en la gran hoguera preparada en el centro del patio y nos acercamos a la imponente estatua del dios. Había algunos visitantes, pero al poco tiempo quedamos Él y yo solos. —¡Aspirar, pero nunca pertenecer! —anunció, respondiendo de la manera más completa y profunda con aquel inolvidable epigrama a las dudas que me había suscitado nuestra entrada en el templo—. Respeta todos los cultos y todas las religiones de los hombres —dijo— ¡pero no pertenezcas a ellos! Aún reflexionaba sobre aquellas palabras cuando le oí decir a media voz: —A Mi lado podrás cambiar tu visión del mundo y, con ella, tu destino. Las llamas de un millar de velas asintieron ondeando como si fuesen una sola, tallando resplandores en los ornamentos del dios. Allí donde estuviera el Soñador, allí estaba siempre la Escuela. Saqué el cuaderno y el bolígrafo de un pequeño bolso y empecé a tomar notas. 288
La Escuela de Dioses —Envejecer, enfermar y morir forman parte de la descripción del mundo —prosiguió, hablándome al oído—. Son estados que se aceptan como procesos naturales e inevitables sin que nadie se haya rebelado. Es el resultado de un sistema de creencias y de expectativas que se ha vuelto universal. Aquello que esperamos, ¡ocurre! Enfermar, envejecer y morir son malos hábitos mentales—afirmó con decisión, para concluir. El sentido paradójico de aquellas palabras, pronunciadas en ese lugar, delante de aquel ídolo, rodeados de divinidades de cartón piedra, emblemas de todas las supersticiones y de todos los prejuicios del ser humano, destrozó los muros de mi Ser. Para el Soñador, como para Lupelio, enfermar, envejecer y morir eran «malos hábitos» de los que el hombre debía liberarse. Seguí escribiendo a la vez que andaba por espacio de varios minutos y sin detenerme. Esperó a que hubiese terminado de apuntar y continuó, afirmando que sólo un «trabajo de Escuela» permitiría al hombre disolver aquel sortilegio, salir del sueño hipnótico en que llevaba siglos inmerso. La llegada de una nueva educación —que llamó «segunda educación»— haría posible que el hombre abandonase el surco mortífero de la recurrencia. Se estaba acercando el momento —me dijo— en que morir dejaría de estar de moda. El hombre empezaría a cambiar sus creencias y a rebelarse ante la idea de la muerte y de su inevitabilidad. Me dejó meditar esta afirmación hasta que con un gesto me comunicó que había llegado el momento de marchar a otra parte. Dimos la espalda a la estatua de Buda y nos dirigimos hacia la salida. Antes de llegar al portal, el Soñador inclinó imperceptiblemente la cabeza y se acercó a mí como si fuera a confiarme un secreto. En este gesto y en el susurro que siguió trajo a mi memoria el perfume de los domingos de mi niñez, la complicidad con mis hermanos, Elio y Rosaria, el olor a cera e incienso de la iglesia de San Antonio Abad, y la alegría inagotable que, irreverente e irreprimible, alimentaba nuestras risas y chácharas infantiles. El Soñador conocía todas las teclas de mi alma. Con el mayor secretismo, me confesó: —En la historia de Buda, el verdadero iluminado fue el padre. Fuera del templo, le pedí que me contase la historia de aquel rey. Me explicó que el padre de Buda buscaba proteger a su hijo de todo signo de degradación, de toda idea de límite. Se aseguraba personalmente de que el joven príncipe siempre estuviese rodeado de alegría, belleza y riqueza. Continuamente sustituía a los miembros de la corte y al personal de servicio que se ocupaba de su hijo. Él mismo se maquillaba, se teñía el pelo y la barba para no dejar que la enfermedad, la vejez y la muerte entrasen en la visión del mundo del joven Buda. »Este sigue siendo, aún hoy, uno de los cuentos más instructivos que se nos han legado —glosó el Soñador—. El padre del Buda conocía el poder de la descripción del mundo y sabía cuán fuertes podían llegar a ser las creencias. 289
VIII. En Shanghai con el Soñador Aquel hombre fue capaz de imaginar una Escuela para inmortales y un adiestramiento para la inmortalidad, de suerte que el joven Buda fue entrenado para vivir para siempre. El Soñador concluyó que el rey, por haber soñado con un mundo en que la enfermedad y la vejez habían sido derrotadas y por los esfuerzos que dedicó a proteger a su hijo contra ellas, debería ser reconocido como uno de los padres de la humanidad y entre los investigadores más audaces de toda la historia de la humanidad. »No por casualidad la tradición nos lo ha presentado como un rey —añadió—. Su mito merece un lugar en el Olimpo de los grandes héroes, al lado del de Prometeo. 6. Lo que depende no es real Anochecía. Desde el paseo fluvial que discurría paralelo al Bund observábamos cómo Shanghai se iba transformando en un océano de luces. El Soñador había retomado uno de los argumentos más dolorosos. Había comenzado a tratarlo en el templo, pero lo dejó en suspenso. Yo sabía que esta vez llegaría hasta el final. Inspiré profundamente y me preparé para recibir Sus dolorosas palabras. La falta de integridad, la incompleción psicológica, la división y la conflictividad que el hombre lleva dentro habían sido los hilos conductores de Sus enseñanzas en Shanghai. El hombre es un enfermo mental y el mundo no es más que el reflejo de su locura. La historia del pecado original relata la fractura psicológica que tuvo lugar en su infancia. Ahora el soñador se proponía conducirme hasta la raíz de la dependencia. —Sólo un hombre íntegro puede ser libre —dijo el Soñador para concluir Su discurso. Lo escuchaba pero no me atrevía a mirarlo. Fingía observar con atención los trémulos reflejos de las luces que revelaban la extensión del río, de otro modo invisible. »¡Un hombre que albergue división en sí mismo no puede hacer otra cosa que depender! Instantáneamente, estas palabras se unieron a aquellas otras, formidables, que le escuché muchos años antes, durante nuestro primer encuentro. »Ser empleado sólo es una manifestación visible de la dependencia. Esta circunstancia no es la consecuencia de desempeñar un puesto ni de un contrato de trabajo, y tampoco se debe a la pertenencia a una categoría social. Depender demuestra ausencia de voluntad, evidencia un estado de miedo, la pertenencia a un nivel infernal del Ser… Para el Soñador todo comenzó cuando el tiempo empezó a ser considerado una mercancía, es decir, cuando se pasó a comprar el tiempo de las personas en lugar de las demás cosas que producían: ideas, bienes y servicios. Subrayó que la formación de un ejército infinito de millones y millones de trabajadores «dependientes», operarios y empleados dispuestos a 290
La Escuela de Dioses vender su tiempo a cambio de un precio fijo por hora o por mes, es un fenómeno moderno sin precedente en la historia universal de las civilizaciones. Entendí por las palabras del Soñador que tanto en la Grecia clásica como en Roma se sentía aversión, casi incluso repugnancia, por cualquier tipo de trabajo, ya fuera físico o intelectual. En la época de Homero se consideraba que la condición del thetes, el jornalero agrícola que vendía el trabajo de sus brazos, era la peor del género humano. Para los griegos, fuertemente apegados a la libertad, depender de alguien para sobrevivir día tras día era una servidumbre intolerable. Según Aristóteles, se hubiera debido retirar la condición de ciudadano a todos los que necesitasen trabajar para vivir. El ejercicio de la virtud política resultaba impracticable e imposible para quien vivía como asalariado o ejercía un oficio o realizaba trabajos remunerados, los cuales impedían la elevación del espíritu y el bienestar del alma. Sentí surgir en mi interior, más que una barrera mental, una hostilidad irreprimible. Pensé que semejante visión quizá hubiese podido estar vigente en la Grecia del siglo cuarto, pero que en la sociedad del tercer milenio no cabía plantearla, siquiera remotamente. Esta brizna de racionalidad alentó mi resentimiento al mismo tiempo que me preparaba para el ataque inminente que sentía fraguarse en las palabras del Soñador. Sin poder contenerme, solté: —A todos les gustaría dejar de trabajar y vivir la vida regalada de un aristócrata. El Soñador dio la vuelta por completo a mi propuesta: —Es el grado de libertad alcanzando internamente —afirmó severo—, es la victoria sobre el miedo la que hace que un hombre pertenezca a la clase de los héroes, de los hombres que aman, que sueñan, y no a la de los que tienen que trabajar para vivir… El hombre debería dedicarse únicamente a mantener un alto estado del Ser, un estado de serenidad, y no dejar de soñar nunca. Lo demás le sería dado por añadidura. Sólo una humanidad educada en la belleza, en la verdad, en el bienestar… Sólo una humanidad soñadora, intuitiva, contemplativa, es capaz de soportar el poder del no‐actuar, la responsabilidad del ocio áureo. La vieja humanidad quiere seguir trabajando; no sabría qué hacer si se detuviese. Quiere depender y ha decidido vivir bajo la égida del miedo. Ha elegido la duda por todo patrimonio y patrón —
comentó el Soñador con un toque de amargura, como si estuviese contemplando el efecto desolador e irreversible de una derrota de proporciones cósmicas—. Se suicida tratando de ocuparse y de preocuparse, afanándose, convirtiéndose en esclava del tiempo. 291
VIII. En Shanghai con el Soñador 7. La visión y la realidad son lo mismo —Visión y realidad son la misma cosa. El mundo es tu visión. ¡Cambia, y tu mundo cambiará para siempre! Esa es la mejor forma de ayudar al mundo. —Pero, aunque yo cambiara —pregunté, como si aceptase su planteamiento—, ¿qué pasaría con todo el horror, toda la infelicidad y el dolor que aqueja al mundo? ¿Cómo podría ponerse fin a las guerras? —¡El mundo eres tú! —exclamó el Soñador, impaciente—. El mundo está en guerra porque tú estás en guerra. Un soñador sólo cree en sí mismo, en su impecabilidad, y proyecta el mundo que desea. La realidad en la que vive es la representación exacta de su paraíso portátil. —Pero la realidad… —La realidad es un chicle que adopta la forma de tus dientes. —Pero lo que puedo ver y tocar… —El mundo que ves y tocas no es objetivo y jamás podrá serlo. Te refleja a ti. Aprende a ser brillante, elegante, fastuoso, grandioso; aprende a usar con propiedad la injusticia y la rabia; aprende a interpretar el papel que la circunstancia requiera: cómico, irónico, mordaz, soñador y juguetón, sobrio y sincero, sereno y desapegado. Conviértete en un campeón de la libertad. Dedica tus actos a mejorar la humanidad liberándola de todo tipo de tiranía y opresión: política, religiosa, social, intelectual y emocional, y verás construirse un paraíso terrenal ante tus propios ojos. Cada vez que pienso en este diálogo o que lo releo, recuerdo la fábula geométrica de Abbott, el encuentro en el mundo de Planilandia entre el cuadrado y la esfera, entre una criatura plana y un ser tridimensional. El discurso del Soñador, que comprendía distintos estratos y niveles, que afirmaba la existencia de tantos universos y realidades personales como personas existieran, no podía ser abarcado por una visión plana, por la percepción bidimensional de un habitante de Planilandia. 8. Una raza de empleados Para el Soñador, sólo quien ha alcanzado el nivel más alto de responsabilidad en su Ser es capaz de soportar la ausencia de papeles. —Un día, cuando hayas superado todos los papeles y seas capaz de interpretarlos a la perfección, también tú serás libre. En conquistar este estado podrás tardar un momento o varias vidas enteras. ¡De ti depende! Añadió que el hombre común es incapaz de soportar la responsabilidad que entraña semejante grado de libertad: 292
La Escuela de Dioses »Sólo el hombre que ha vislumbrado la eternidad puede lograrlo —concluyó—. Por debajo del nivel del hombre íntegro, la existencia te aprisiona en la condición física de un papel. Según el Soñador, el papel que interpretamos da la medida de nuestro grado de libertad. En los albores de la revolución industrial la especie «sapiens» se encontró ante una encrucijada en el camino de su evolución. En las oficinas y fábricas del mundo entero estaban ocurriendo transformaciones somáticas, psicológicas y de comportamiento que habrían de trazar el perfil de una nueva especie humana. »Una raza de empleados —declaró el Soñador—. Su principal característica es la capacidad de aceptar estoicamente el dolor insoportable de la dependencia—anunció medio en serio, medio en broma. Añadió que, con el paso del tiempo, esta ramificación de la humanidad creció tanto que llegó a representar el grupo dominante, el más extendido por el planeta. Precisó que entre los animales ocurren transformaciones semejantes tras la domesticación. Con lentitud meditada, empezó a enumerarlas: disminución del tono muscular, adiposidad, flacidez y distensión del abdomen, acortamiento de la base del cráneo y de las extremidades, palidez de la piel, envejecimiento prematuro, reblandecimiento general… Mientras repasaba la lista empezó a examinarme desde la cabeza a los pies simulando creciente sorpresa al descubrir en mí todas las características propias de los miembros de la «raza de los empleados». Continuando con la pantomima, llegó a preguntarme con la mayor seriedad si podía usarme como prueba viviente de Su teoría. Ante la mueca de ofensa y vergüenza que se dibujó en mi cara no pudo evitar romper a reír. Fue entonces cuando me di cuenta de que me estaba tomando el pelo. Yo seguí tieso como una estatua. Los músculos de mi rostro continuaban tan tensos y rígidos como los de un muerto. No conseguí unirme a sus carcajadas, un comportamiento que, por otra parte, era rarísimo ver en Él. »¡El hombre que se observa es capaz de reírse de sí mismo y es libre! —habría de decirme más tarde a propósito de este episodio—. Se te sientes confundido, observa la confusión en ti y te liberarás de ella. En la autoobservación está la corrección. En aquella ocasión me dijo que, en efecto, la verdadera religión del hombre común es la identificación con el mundo exterior. La humanidad está en el estado en que está porque no es capaz de observarse a sí misma. »Si fueses capaz de observar tu propio infierno, este desaparecería, tu curación sería inmediata y se comunicaría a todo el universo. Observando ahora mi reacción de entonces puedo ver la fragilidad del hombre que fui y cuán lejos estaba incluso de haber siquiera dado el primer paso en el camino hacia la 293
VIII. En Shanghai con el Soñador integridad. Los enfermos del Nuevo Testamento, los ciegos, los cojos, los sordos, los leprosos, eran metáforas de una humanidad psicológicamente inválida, pero al menos consciente de su propia incompletud y, por ese motivo, en la antesala de la curación. Eran hombre y mujeres, un puñado entre los pocos, que habían pedido entrar en la integridad. Fue doloroso descubrir y admitir que yo aún no formaba parte de aquel grupo, que pertenecía a la raza de Nicodemo, a la estirpe de hombres engatusados por el mundo de las apariencias, vinculados a instituciones y templos polvorientos, a rituales inútiles, incapaces de abandonar las falsas certezas de lo viejo en pos de la gran aventura individual. Sin duda, no pertenecía a la humanidad dotada de fe, dotada de eso que le Soñador llamaba voluntad, el Sueño. El Soñador era, y siguió siéndolo durante muchos años, una amenaza para mi visión del mundo, para mis creencias y para todo lo que yo quería que fuese mi vida. Ahora entiendo que sanar implica llegar al origen de esa naturaleza pecaminosa. La causa verdadera de aquella minusvalía, de todas las desgracias del hombre, de todos nuestros males, se hallaba en el Ser. »Tú eres el principio y el fin de todo acontecimiento. Contrólalo desde su origen. Tu sólo has fabricado este mundo de adversidades y sufrimientos, y tú solo puedes cambiarlo. La sanación es un proceso que va de dentro afuera. Sólo puede ocurrir si tú lo quieres —añadió, señalando también que los milagros del Nuevo Testamento eran en realidad «constataciones». Ni siquiera Él podía provocar una sanación que no estuviese ya en marcha dentro de uno. «Anda, tu ‘voluntad’ te ha curado.» 9. ¡Haz sólo aquello que ames! —Trabajar es la manifestación de una psicología incompleta. El puesto que un hombre ocupa en el mundo es el signo más sincero de incompletud, el modo más fácil de llegar a la causa de todos sus males. Tú sólo puedes hacer aquello que eres. Cuando tengas claro esto y se haya convertido en carne de tu carne, sabrás también cómo intervenir sobre la causa. Cambiarse uno mismo significa actuar en todo momento sobre el propio modo de pensar y de sentir, significa arrojar luz sobre la propia vida. Cuanto más te conoces a ti mismo, más sublimes se vuelven los papeles que representas, más responsable eres interiormente y menos dependes. Esto permite abandonar el sufrimiento inherente a cada papel y transformar en Sueño el esfuerzo del trabajo. El trabajo se hará cada vez más sublime, hasta que un día desaparecerá de las actividades del género humano. Añadió que durante milenios trabajar fue la consecuencia de una maldición, el efecto de una caída. Mediante el estudio y la observación de sí mismo, el hombre acorta la distancia 294
La Escuela de Dioses entre sí mismo y el mundo que ha proyectado, sanando así la incompletud de los estados del propio Ser y, en consecuencia, su realidad. El Soñador me hizo ver que en todas las culturas y en todas las épocas el trabajo siempre ha sido visto como fastidio, hasta el punto de convertirse en sinónimo de opresión, de esfuerzo. En las tradiciones y lenguas de los distintos pueblos las condenas bíblicas al sufrimiento —para el hombre en el trabajo; para la mujer, en el parto— se entrecruzan y llegan a revelar su origen común. Esta idea quedó registrada y contenida para siempre en el étimo de la palabra francesa travail y en el de la anglosajona labour. Y lo mismo ocurre en español y en los antiguos dialectos del sur de Italia, herederos directos y continuadores invisibles de la cultura griega. »¡Hay que transformar el trabajo en Sueño! —anunció con fuerza el Soñador. Sus palabras resonaron como un grito de guerra capaz de enfervorizar el ánimo y de congregar ejércitos interminables bajo el estandarte de una misma cruzada. »¡Dedica todas tus fuerzas, tu tiempo, tu energía y todo lo que tienes a realizar lo que deseas realmente! Aquella exhortación iba dirigida a una audiencia planetaria, a millones de hombres que, como yo, habían olvidado el vuelo mágico, el Sueño. »El arte de soñar significa amarse por dentro —me dijo—. Hacen falta años de observarse y de prestarse atención a uno mismo para volver a descubrir la propia voluntad, para reconquistar la integridad perdida. Afirmó que a los jóvenes les resulta más fácil redescubrir lo que quieren realmente, puesto que en ellos la voluntad, el Sueño, no está aún completamente enterrado. »Una verdadera Escuela elimina todos los obstáculos en el camino del Sueño. Más que imponer nociones falsas e inútiles, una escuela verdadera libera a los jóvenes de los miedos, de las supersticiones y del sueño hipnótico que los confina al gueto de la humanidad dependiente. A su manera, mi padre había tratado de confiar mi educación a una escuela del Ser enviándome a un colegio religioso. Pero los barnabitas, ya en aquella época atrapados por la descripción del mundo, habían dejado de formar hombres responsables, aristócratas de la decisión. También ellos habían olvidado. »Quien ama lo que hace, no depende. Quien ama, no vende su tiempo. Sólo quien no ama puede ser reclutado, remunerado. Un hombre que ama es impagable. Una de las mayores ilusiones de quien trabaja —continuó— es la de percibir una retribución. En realidad, eso que se considera una compensación, estipendio o salario no es más que un modesto resarcimiento parcial por los daños provocados por la condición de dependiente. 295
VIII. En Shanghai con el Soñador Subrayé varias veces en el cuaderno aquella definición que nos alejaba años de luz de todo cuanto estábamos acostumbrados a creer y pensar. El dolor «bueno», propio de una herida que se está curando, fue acompañado por la conciencia de la degradación física y moral que padecen hombres y mujeres, o mejor, que se infligen, cuando trabajan sin creatividad, sin amor y en ambientes psicológicamente contaminantes. En su conjunto, la visión del Soñador presagiaba la llegada de una humanidad más responsable, liberada y feliz, rescatada de la dependencia, dedicada únicamente a lo que ama. Predijo que esto vendría acompañado inevitablemente de una economía más evolucionada, de una reducción progresiva e imparable del trabajo como pesada obligación y de un declive de la educación tradicional. La educación no se basa en el trabajo, sino en la felicidad. La felicidad es economía. Las escuelas de la vieja humanidad se basan en la idea contraria. Son la extensión de la actitud mental de toda una civilización que sigue concibiendo el trabajo como sufrimiento, como condena; de una sociedad que, para funcionar, antaño se valía de esclavos y hoy necesita educar a ejércitos de fracasados, a hombres capaces de aceptar el sufrimiento insoportable de la dependencia. —Los espartanos, a los sietes años, dejaban de depender y entraban en una escuela de coraje que forjaba héroes, guerreros espléndidos e invencibles. Hoy, a la misma edad, los niños ingresan en el triste ejército de los adultos. Allí, su transformación resulta evidente. El gusto por el juego, la frescura de sus impresiones, el entusiasmo, la adaptabilidad y el coraje van siendo sustituidos día tras día con el aprendizaje de emociones aparentemente humanas —la envidia, los celos, el rencor, la ansiedad, el temor—, con la adquisición de hábitos malsanos —
lamentarse, hablar en exceso, esconderse y mentir—, con la imitación de las deformaciones del rostro que sirven de máscara a su degradación. Cercenar la libertad del niño, y cortar las alas a su sueño es una inmoralidad que la humanidad, tal y como es, no acierta a ver, y que paga con los miles de males que afectan a sus sociedades y con una economía basada en el desastre. Aquí hizo una pausa larga. La noche se había tragado al gigantesco Huangpu, y sólo el tráfico de los barcos, todavía intenso pese a ser tan tarde, y el entrecruzarse de sus luces permitían adivinar su presencia. De pie, debajo de una de las lámparas del paseo fluvial, terminé de anotar esta lección inolvidable registrando cada una de las palabras con las que concluyó. —Igual que el traqueteo del tren, que dejamos de notar pasado un tiempo, el sufrimiento de la dependencia acaba siendo uno con nuestra existencia, una constante natural 296
La Escuela de Dioses y, en el colmo del absurdo, una presencia reconfortante en nuestra vida. Para el adulto, abandonarlo resulta una empresa imposible. 10. La dirección terrible y maravillosa Entretanto, aquel tramo del Bund había asumido el aire dulcemente ocioso de un elegante bulevar de otros tiempos, con sus grandes farolas, los bancos de madera y hierro colado y el intenso ir i venir de una muchedumbre variopinta y cosmopolita. Llegamos a pie al Peace Hotel, cuyo restaurante ofrecía una vista soberbia del paseo fluvial y de la torre de la Oriental Pearl TV. La arquitectura, el ambiente de comienzo de siglo y las notas de una orquesta de Jazz en la planta baja nos hicieron retroceder cien años, como si de una máquina del tiempo se tratase. Todo era perfecto, pero yo seguía taciturno y pensativo. Las duras palabras que le había escuchado aquella noche al Soñador sólo habían sido el preludio. Sabía que aún estaba por llegar la parte más espinosa de aquel encuentro. El maître nos dio la bienvenida como invitados de honor y nos acompañó personalmente hasta la mesa asistido por dos camareros impecables. Parecía conocer muy bien al Soñador. Su comportamiento, la información que proporcionó sobre la marcha de la noche y de las actividades del restaurante y del hotel, junto con otros indicios que capté al entrar, me hicieron pensar que el Soñador era más que un cliente importante. Estaba nervioso. Deseé que la conversación se hubiera alargado, que el maître se hubiese entretenido más, con tal de retrasar todo lo posible el momento en que quedase a solas con Él. La expresión del Soñador era terriblemente seria cuando comenzó su argumento con estas palabras: —Todos los aspectos de la vida de un hombre, cada decisión, cada elección, se correspnde con su nivel de responsabilidad interior. Esto es lo que determina su papel en el mundo y le asigna el destino que merece. En Kuwait se estaban creando las condiciones para que pasases a un nivel más alto de la existencia, pero a un hombre como tú, que sigue siendo víctima de dudas y miedos, esa clase de oportunidad le parece una amenaza mortal. Al parecer, la has abandonado. Crees haber escogido una vida más sencilla, una vida más tranquila, cuando la verdad es que no estabas preparado para aprovechar la oportunidad que te brindé —dijo. Su mirada se hizo aún más severa—. Tu nivel de responsabilidad no podía soportar esa clase de prosperidad. A la gente como tú la libertad le da miedo. Por enésima vez el mundo de la dependencia ha vuelto a absorberte y a arrojarte a los niveles más bajos de la existencia, donde tendrás que repetir el desastre que ha sido tu pasado. —Si ya sabías que acabaría abandonando, ¿por qué…? —insinué sin llegar a terminar la pregunta. Un nudo de llanto me apretaba la garganta. 297
VIII. En Shanghai con el Soñador —¡Es la única forma de hacerte entender que no se te puede dar nada! Un hombre tiene que pagar por todo lo que recibe. Y el pago tiene lugar en su Ser. Un hombre sólo puede tener lo que abarca su visión, sólo puede poseer aquello de lo que es responsable —la lección que siguió marcó un hito en mi aprendizaje—. Nada es exterior —insistió, con voz ronca y grave—. Un hombre mal preparado, aunque temporalmente pueda resultar favorecido por acontecimientos o circunstancias externas, terminará siendo arrojado a su antiguo nivel de pobreza si aquello que tiene excede el nivel de su Ser. La riqueza, el bienestar y la calidad de vida de un hombre, igual que la de una civilización, no dependen de la disponibilidad ni de la abundancia de recursos materiales, sino de la amplitud de su Ser. El modo de sentir, de pensar y de actuar, la altura de las aspiraciones y la profundidad de las ideas. El destino de los hombres lo deciden aquello en lo que creen y aquello con lo que sueñan. —Sé un rey, y el reino llegará —anunció, dejando impresa esa ley en cada una de mis células—. El carácter regio del Ser siempre precede al nacimiento de un reino. Kuwait fue un banco de pruebas para medir tu responsabilidad, para hacer que sintieras en tu propia carne cómo el miedo crea infiernos en el mundo de los acontecimientos. Lo que te hace depender de un empleo, de una mujer o de una droga es el miedo. Es el miedo lo que te hace creer que un sueldo puede protegerte, que puede darte seguridad. Quien no se conoce a sí mismo, quien no es dueño de sus propios estados de ánimo, no puede hacer nada por sí mismo ni por los demás. ¡Un hombre no puede elegir más que a sí mismo! Tu enamoramiento también es una forma de huir de la responsabilidad. La mujer que crees amar también es una manifestación de tu propensión a la dependencia. A esas alturas ya hubiera debido saber que la aversión inmediata y absoluta que sentía hacia las ideas del Soñador era la señal más segura de que estaban trastornando mis esquemas mentales y haciendo que saltaran por los aires ideas obsoletas y programas ruinosos. No obstante, seguía resistiéndome cada vez, me rebelaba contra aquella presión intolerable que sentía a Su lado y que sacudía cada centímetro cuadrado de mi Ser. El Soñador siempre tenía razón. Siguiéndolo, o recordando Sus enseñanzas, era imposible fracasar, equivocarse, hacerse daño o desviarse. No hay manera de imaginar cuán insoportable resulta la sabiduría de Pepito Grillo al Pinocho que, movido por hilos invisibles, ha decidido seguir siendo de madera. Aquella noche Sus palabras fueron aún más subversivas, demasiado revolucionarias para aguantar su peso y su inmensa energía. La aceptación, la comprensión de ideas de orden superior se vuelve una operación cada vez más dolorosa para quien no está preparado y no quiere entender. Sólo para escucharlas, hace falta que crezca el espacio psicológico, que se 298
La Escuela de Dioses acelere el pensamiento, que cambien convicciones y hábitos arraigados. Una y otra vez demostraba ser absolutamente incapaz de recibirlas y hacerlas mías. Una y otra vez la filosofía del Soñador llegaba a parecerme no sólo contraria a todo aquello en que había creído siempre, sino blasfema, una auténtica transgresión de las leyes naturales que la razón y la historia habían consagrado. Las ideas del Soñador daban la vuelta a mi visión del mundo y abrían ante mí un abismo que revelaba el temible camino que conducía hacia una nueva especie humana que nada tenía en común con la vieja humanidad. En los momentos de gracia, cuando la comprensión por fin lograba abrir una rendija en el Ser, reconocía que la dirección que el Soñador señalaba era a la vez absurda y necesaria, terrible y maravillosa, tormentosa y gozosa, como el esfuerzo del salmón que remonta el río para llegar a su lugar de origen. Detrás de su lenguaje paradójico se erguía una revolución psicológica, una revolución del individuo, grandiosa como un Éxodo, visionaria y épica como la rebelión de Espartaco. 11. «Enamorarse» El Soñador retomó Su discurso refiriéndose a mi comportamiento con Eleonora y aquel enésimo intento mío de reconstruir mi familia. Las primeras palabras que pronunció y la entonación que les dio confirmaron mi temor de que escuchar lo que estaba a punto de decirme no iba a resultar agradable ni fácil de aceptar. Recibir la filosofía del Soñador, dejar espacio a Sus ideas, nunca había resultado cómodo, pero ahora que estaba tratando la cuestión más espinosa sentía que mi apego reforzaba los muros de mi obstinación y hacía que se levantasen nuevas defensas, aún más inexorables. Temía que me pidiese que me separase de ella. Mi aprendizaje había llegado a un punto crucial. En el oscuro bosque que formaban aquellas inquietudes mías, las palabras que siguieron resonaron todavía más duras y amenazadoras, con el eco de un cuerno de caza que penetra en lo hondo de una madriguera. —El miedo, tu propensión a depender, hacen que te aferres a todo lo que encuentras, como ha ocurrido con esta mujer. Y te mientes a ti mismo al creer que estás enamorado. El Soñador me habló largo y tendido. Algún átomo de comprensión penetró mi coraza y cambió mi actitud. También el tono de Sus palabras se dulcificó imperceptiblemente pese que Su voz a conservaba su severidad inicial. Revelándome el verdadero significado de esa alteración del Ser que los hombres llaman enamoramiento, y dejando al descubierto la trampa mortal que esconde, sentenció: —Detrás de cada enamoramiento hay una caída. 299
VIII. En Shanghai con el Soñador Guiñó rápidamente un ojo y añadió con el tono de quien hace una advertencia: —Y detrás de toda caída hay una culpa. El Soñador me explicó que la denuncia de esta amenaza, el hecho de llamar la atención sobre la caída que se oculta tras el enamoramiento, se encuentra en las culturas más diversas. Millones de personas usan expresiones idiomáticas como tofall in love o tomberamoureux sin que nadie sea capaz de escuchar el grito de alarma que emiten. Agitan ante nuestros propios ojos la bandera de peligro sin que ninguno nos demos cuenta. El Soñador ahondó en la explicación afirmando que enamorarse de alguien o de algo no es una advertencia, sino la caída misma, un descenso respecto al acto de amar. —Nada es exterior —volvió a recalcar—. El mundo, los demás, eres tú mismo distribuido a lo largo del tiempo. Amar a alguien es amar un fragmento de uno mismo. Significa empequeñecerse, fragmentarse. Para el Soñador, amar a alguien fuera de uno mismo es comparable al intento de contener un océano en un vaso de agua o a la pretensión de absorber toda el agua del mar en un puñado de arena. —Amar(a‐mors) significa ausencia de muerte, amarse por dentro, eliminar de uno mismo toda forma de autosabotaje. Añadió que esto sólo puede ocurrir deliberadamente. Para el Soñador, «amarse por dentro» sólo puede ser la expresión de un acto de voluntad auténtico y verdadero. —Sólo la integridad es capaz de amar —dijo en tono conclusivo—, y sólo la totalidad del Ser en toda su magnificencia puede contener el amor. —Entonces, ¿un hombre que haya alcanzado la integridad no podrá tener una compañera, hijos, una profesión, una vida social, relaciones, amigos? —pregunté, angustiado por ese tipo de futuro para el que no me sentía preparado. —Sí —afirmó el Soñador—, pero no olvides que todo lo que ocurre fuera de ti no es más que una representación teatral, la película de tu Ser que, por su grandiosidad, no puede vivir más que dentro de ti mismo. El exterior, los demás, el mundo, son tu reflejo… Un vaso de agua… Un puñado de arena… Para el Soñador, amarse uno mismo es el único amor posible. Amarse uno mismo es el arte supremo. Amar a otro distinto de uno mismo es la manifestación de una idolatría cuyo culmen es la sexualidad. —Al elegir una compañera, al igual que en otros cientos de ocasiones en que uno tiene que imprimir una dirección a su vida, el hombre está constantemente influido por el sexo —
observó el Soñador. El tono sosegado de este preámbulo dio intensidad a la dirección que tomaba Su discurso y me hizo prestar aún más atención—. La humanidad ha colocado el sexo 300
La Escuela de Dioses en el centro de su existencia, sin intuir siquiera que no es más que el lejano destello de un éxtasis olvidado: ¡la unidad del Ser! El Soñador siguió explicando que el sexo, como la comida y el sueño, requiere una dirección consciente, una capacidad de gestión que los hombres han olvidado. La actividad sexual, que debería servir de disciplina, ser una tecnología al servicio de la humanidad para alcanzar la unidad del Ser, ha sido distorsionada. Quien ha entrado en otras zonas del Ser utiliza la sexualidad como propulsor al servicio de la integridad. Continuó afirmando que esta inteligencia se ha perdido. La función sexual se ha degradado hasta convertirse en una actividad efímera que nos deja aún más insatisfechos, aún más incompletos, aún más alejados de esa condición del Ser a la que todo hombre tiene derecho por naturaleza y a la que hemos renunciado. Nunca antes, siquiera remotamente, había pensado en el sexo desde la perspectiva que el Soñador me estaba mostrando, que me había dejado sin habla. A mi mente acudieron rápidamente imágenes que formaron una secuencia de fotogramas a cámara rápida. Vi a la humanidad entregarse incansablemente a la cópula, desvivirse en sus alcobas. Observé este afán planetario del ser humano con el desapego de un etólogo que estudia el comportamiento sexual de una especie animal, sus rituales de cortejo y sus técnicas reproductivas. Durante un instante percibí con precisión el estado de degradación en que hemos caído y la distorsión que han sufrido en nosotros funciones y órganos creados para recibir mensajes, vislumbres de la unidad del Ser. En la visión del Soñador el sexo es un hilo de oro que nos permite encontrar el rastro y desandar el camino a la busca de nuestra integridad perdida. Una humanidad fragmentada ha distorsionado la función del sexo transformando la relación con la pareja en adicción, y la sexualidad en un pretexto para olvidar y depender. Me sentí inmensamente solo, como un ser alienado, único testigo al que se permite soportar la visión de esa búsqueda agitada en pos de la integridad y la completud, condenada a fracasar por no ser dirigida por la voluntad ni por la inteligencia. Una búsqueda destinada a resultar siempre infructuosa por ser el empeño imposible de una criatura que aspira a amar fuera de sí cuando aún no es capaz de amarse por dentro. Veía a esos coitos encenderse y apagarse, rápidos como un abrir y cerrar de ojos, insignificantes como estornudos, terminar cada vez con una nueva desilusión, con otra pequeña muerte. Y veía renovarse en los humanos esa expectativa de felicidad, esa búsqueda de integridad destinada a ser traicionada, a fracasar, una y otra vez por siempre. En la pantalla de mi mente aparecieron imágenes de la gélida tundra. Vi la carrera mortal de los renos que siguen la fragancia del almizcle que los hace enloquecer y que en vano buscan fuera de sí 301
VIII. En Shanghai con el Soñador mismos, condenados a no reconocer nunca que son sus propias glándulas las que producen la esencia que los embriaga. —El hombre busca la libertad, la felicidad y el amor fuera de sí mismo —dijo, interrumpiendo el flujo de aquellas imágenes y penetrando en ese momento en mis pensamientos—, pero el viaje del hijo pródigo no es un viaje exterior… Es una aventura interior, es el viaje de regreso a la unidad del Ser. El hombre emprende incesantemente esta búsqueda, la reconquista de su integridad; copula con la mujer, que es parte de sí mismo, producto de una de sus costillas, para recuperar ese estado de unidad interior, su paraíso perpetuo. A continuación, como emitiendo un juicio inapelable, dijo: —¡En el álgebra del Ser dos mitades no forman una unidad, sino algo incompleto al cuadrado! El verdadero Soñador se expresa a sí mismo en la totalidad. En él no tiene cabida un mundo incompleto. 12. ¡Yo soy tú! —Pero, si todo lo que ocurre no es más que una creación mía, una proyección, entonces, ¿Tú quién eres? —¡Yo soy tú! —dijo inesperadamente, acuñando una expresión que habría de permanecer grabada a fuego en mi mente—. Yo sucedo dentro de ti. El mundo se abría bajo mis pies. Nada era como antes ni volvería a serlo jamás. Advirtiendo mi confusión, el Soñador acortó la distancia entre nosotros diciendo: —Me ves fuera de ti porque estoy en ti… Todo lo que ves y tocas, desde los insectos hasta las galaxias, está en ti, o no podrías verlo ni tocarlo. Sentí vértigo. Las sienes me palpitaban con el latido del corazón. Estaba ocurriendo algo insólito, algo estaba creciendo, se estaba abriendo paso a la fuerza desde mi interior, como un ser cuya gestación se hubiese acelerado de manera vertiginosa. —Todo está conectado, nada está separado. Si pudieses transformar uno sólo de tus átomos, el más pequeño de tus pensamientos, uno de tus hábitos, una actitud, una inflexión de la voz, tal cambio estallaría en todo tu Ser y todo tu universo cambiaría para siempre. Pero transformar un átomo del Ser —añadió— es como engullir un océano o mover una montaña en el mundo de los acontecimientos. Vibraba en Su voz una nota de tristeza por lo doloroso de aquel argumento, que llegaba a la raíz de la condición del ser humano y al origen de su infelicidad. Si modificar un átomo de nosotros mismos requería un esfuerzo capaz de mover montañas, mi pensamiento retrocedió varios pasos para alejarse del precipicio que se abrió al pensar cuánto tiempo tardaría en cambiar la humanidad entera. A fin de reducir aquella 302
La Escuela de Dioses distancia a proporciones humanamente concebibles, objeté que, al menos en mi propia historia, no habían faltado temblores y cambios de dirección. En mi vida había cambiado más de un átomo desde la primera vez que nos vimos. De hecho, a lo largo de los últimos años había cambiado varias veces de trabajo, de pareja y de país; antes de llegar a Kuwait y, finalmente, a Shanghai, donde me encontraba, había trasladado varias veces a mi familia y mis actividades de un continente a otro. —Son sólo cambios aparentes —respondió el Soñador—. En realidad, en la existencia de un hombre común nunca cambia nada. Su pasado se convierte en su futuro. Todo en su vida delata su estado incompleto —Su voz volvía a ser firme y severa—. Teme cualquier cambio que pueda empujarlo a salir del surco cómodo y mortífero de la recurrencia. Pese a la ilusión de que las cosas cambian, en tu vida también se repite todo, todo siempre es igual a sí mismo. Tus intentos de reconstruir tu familia, las mujeres que has elegido, así como los puestos que has desempeñado, las casas en que has vivido, los amigos que has tenido, jamás han sido otra cosa que el reflejo de tu rigidez, la prueba, por encima de todo, del estrecho nivel de existencia al que has confinado tu vida. Existen mundos paralelos al tuyo que sólo el Sueño puede alcanzar. Si en este momento nada tienes que te satisfaga, se debe al estado de tu Ser. Jamás tendrás lo que anhelas mientras tu Ser siga siendo el que es. Debes cambiar para recibir una nueva comprensión, un nuevo sentido, una nueva vida y, por tanto, atraer acontecimientos de un orden superior. Cambiarte significa, antes que nada, «deshacerte de ti mismo». Antes de nacer a un «nivel superior», tienes que morir al inferior. No sabía qué hacer ni qué decir. El Soñador notó mi confusión y esperó. Sus palabras eran haces de luz que apuntaban a zonas desconocidas del Ser, flechas que traspasaban mis órganos provocándome un dolor insoportable. Mi pasado que había evocado con tanta imprudencia me estaba ahogando. La muerte de Luisa y toda la infelicidad de mis relaciones, las peleas, la incomprensión, las traiciones de toda una vida, volvían a aflorar, cada una de ellas con su propio cargamento de hiel. Luisa había sido el estallido y la inconsciencia de mis veinte, y se había consumido tan rápido como una vela encendida por los dos extremos. Ahora veía en Jennifer la encarnación viviente de mi propia vanidad, de mi carácter posesivo y de los miedos de mi vida. Gretchen había sido la proyección de mi agresividad, de la traición que siempre había estado allí, escondido detrás de cada mirada, cada actitud, cada palabra. Era verdad. Cada una de aquellas mujeres había sido el reflejo de mi condición. El Soñador me sacó de aquella reflexión: —Esas mujeres llegaron para hacer visible físicamente, para denunciar, lo que jamás has querido saber acerca de ti mismo. 303
VIII. En Shanghai con el Soñador Su tono era extraordinariamente dulce, y me dolió sólo pensar que me quedaba por descubrir detrás del último de mis amores, detrás de mi «caída» más reciente. 13. Uni‐verso: hacia el uno Aún permanecimos unos minutos en silencio. Desde nuestra mesa la vista del río era extraordinaria. El perfil de acero de la torre de la Oriental Pearl TV se recortaba luminoso como un cometa contra el fondo de la noche y la nube de luces de la lejana Pudong. Entretanto, el restaurante del Peace Hotel se había llenado de gente. Su atmósfera démodé resultaba acentuada por la indumentaria de los clientes, en su mayoría parejas que parecían haber salido de una foto de principios de siglo. El Soñador estaba planteando un último argumento, uno de los más importantes de aquella velada. Hizo una pausar para dejar que los camareros retirasen los platos. Él no había tocado los suyos. Me di cuenta de que, cautivado por Sus palabras, absorto en la toma de notas, tampoco yo había casi probado bocado. «El Proyecto está esculpido con letras inmortales en la propia palabra ‘universo’», prosiguió el Soñador, pasando a explicar que los hombres llevan siglos pronunciando la palabra «universo» sin darse cuenta del ilimitado poder que una inteligencia epónima guardó en su étimo, como una espada invisible en su funda. Uni‐verso/hacia el uno. El sentido de la existencia, la dirección del mundo, de los acontecimientos y de los hombres, desde el comienzo de los tiempos, habían sido revelados, anunciados, y recogidos allí, ante nuestros propios ojos. Ese mensaje cósmico, viejo como las estrellas, poderoso como la energía de millones de soles, simple como la verdad, había viajado durante eones y, sin embargo, sólo unos pocos lo habían comprendido. Un mismo y poderoso mensaje de integridad recorre las tradiciones religiosas y sapienciales de la civilización de todas las épocas, nacidas de aquella irreprimible pulsión en pos de la unidad del Ser que aún hoy las sigue animando. En las palabras del Soñador encontré el tejido conjuntivo de hombres y naciones, la tupida trama de ideas, filosofías y visiones atravesada por un hilo de oro que las unía más allá del tiempo y del espacio, de toda diferencia de cultura, de raza o de geografía. —El monje, que viene de monos, es un hombre que se dirige en solitario hacia el Uno, un hombre en busca de su integridad —afirmó. La sombra de una sonrisa, que en Él solía anunciar una argucia, se dibujó en Su rostro—. Es un ser en construcción. Fuera de su celda podría haber un cartel con la leyenda «Trabajo en curso». El hábito y la disciplina que ha elegido están al servicio de su deseo de llegar a ser un «individuo»… 304
La Escuela de Dioses Me explicó que «individuo» deriva de «indivisible» e indica la dirección del hombre hacia la unidad. Es una condición extremadamente rara. Sólo algunos hombres, mediante un arduo trabajo sobre sí mismos, consiguen alcanzarla y convertirse en individuos de pleno derecho. La alusión era demasiado directa como para que yo no comprendiese y sintiese el dolor de la comparación tan desfavorable con mi propia condición. A lo largo de la historia habían existido hombres decididos, incansables buscadores de su propia integridad. Y yo, ¿dónde me situaba? En vano intentaba encontrar mi rostro en aquel pequeño ejército de seres valientes, de locos fantásticos, que en todas las épocas buscaron y llevaron a cabo esfuerzos sobrehumanos para emerger de la condición de hombres ordinarios. ¿Y qué había hecho yo para salir de la rutina de mi existencia, para merecer un destino individual, una gran aventura personal? Hice un rápido examen de conciencia y enseguida extendí sobre mi vida un velo de compasión. En aquel momento estallóen mi mente con todo su resplandor la grandiosidad del secreto que se escondía tras aquellas dos humildes fábulas que habían pasado casi inadvertidas a lo largo de dos mil años; dos historias inmensamente poderosas, metáforas inmortales camufladas como simples cuentos: la palabra del pastor que se separa de las noventa y nueve ovejas para buscar a la que se he perdido, y la de la moneda de plata perdida por la mujer que, al quedar solamente con nueve, remueve todo y rebusca en cada rincón, sin cese y sin descanso, hasta encontrarla. Aquellos cuentos tan rudimentarios demostraban ser los custodios milenarios de un mensaje de integridad. En ellos vive para siempre el recuerdo del «proyecto» y el secreto de la incesante tensión del hombre que lo empuja hacia esa asíntota universal que es la unidad del Ser. Ese es el gran destino, el blanco al que acertar y la razón misma de nuestra existencia en este planeta. —En el paraíso no puede entrar siquiera un grano de infierno —sintetizó poderosamente el Soñador—. Para un hombre vertical, perder incluso un átomo de su propia integridad equivale a perderlo todo. Y no se concede a sí mismo descanso alguno hasta no haber restablecido su estado de completud. Añadió que la palabra «santo», en su sentido más profundo, más allá del dogmatismo eclesiástico cristiano, significa sano, curado. En realidad, santo es un hombre íntegro, entero, que ha elegido la completud, la unidad del Ser, como objetivo de su vida; es un hombre que vigila el estado de su Ser y sus emociones porque sabe que el más pequeño alejamiento de la totalidad de sí mismo lo precipita en los infiernos de lo ordinario. Pasó por mi mente toda la iconografía sacra que recordaba y volví a sentir el mismo estupor de cuando era niño y observaba las cabezas de los santos coronadas por una aureola de luz. Relegados a la penumbra olorosa de los cirios en iglesias sin vida o en las asépticas salas de museos y galerías, siempre los había visto y recordado como hombres del pasado, patéticos 305
VIII. En Shanghai con el Soñador y anacrónicos. Sólo ahora acertaba a ver toda la ignorancia y la absurdez de un imaginario colectivo que ha proyectado en los santos su propio sufrimiento, su propio fracaso, y de una muchedumbre que ridículamente deposita su fe en milagros «fuera de sí misma». —Ese «fuera de sí mismo» es la verdadera locura, el mal de todos los males del que la humanidad tendrá que curarse. En verdad, santos eran los hombres y las mujeres que simplemente se habían atrevido a «creer en sí mismos», hombres comunes que, conscientes de su incompletud, habían emprendido el viaje de regreso hacia la integridad perdida. 14. El rey es la tierra y la tierra es el rey —¡Esto es economía! —afirmó inesperadamente el Soñador irrumpiendo en aquellas reflexiones entreveradas de recuerdos antes de que pudiesen caer en la melancolía. Durante unos instantes quedó suspendida en el aire solamente la visión de un ejército de hombres y mujeres victoriosos, sin aureolas ni hojas de palmera, contra el fondo de una epopeya intemporal. Después terminó también por desaparecer aquella imagen, barrida por el aliento de palabras nuevas. —Sin individuos, sin su voluntad de acción, no hay beneficio ni progreso, ni negocios ni riqueza. Ellos son la sal de la tierra. Cuando faltan, se derrumban y desintegran los grandes imperios políticos y las fortunas financieras. De pronto, hallé en aquellas palabras del Soñador la solución a un enigma que desde hace años desafía a los estudiosos de la economía y que los centros de investigación de las universidades y escuelas de negocios de medio mundo han estado intentando resolver sin conseguirlo. Las empresas del planeta mueren jóvenes. Su existencia demuestra ser cada vez más precaria, y su vida media, cada vez más corta, sólo les permite duraciones efímeras. Incluso los gigantes de la economía y de las finanzas viven poco. Basta pensar en que la mitad de las empresas que hace veinte años se encontraban entre las quinientas más grandes del mundo, hoy no existen. Ahora comprendía que estas compañías eran las proyecciones de sus dirigentes, seres incompletos. La única ý la verdadera razón de su desaparición prematura había sido la ausencia de hombres y mujeres íntegros. Hubiera bastado uno para conjurar la pérdida de inmensos patrimonios de conocimiento, de hombres y de medios, así como la disolución de civilizaciones enteras. Pensé en qué hubiera sido de Roma sin Escipión y, más tarde, César; y qué habría sido de la multinacional más grande del mundo sin directores de la talla de Agustín o Francisco de Asís. Hombres íntegros, sanos. ¿Quién los estaba preparando? ¿Dónde? La voz del Soñador vino a sacarme de aquellas reflexiones. 306
La Escuela de Dioses —El rey es la tierra y la tierra es el rey —recitó, volviendo a enlazar mis pensamientos con el Sueño—. Toda pirámide organizativa está unida a la inspiración de su líder. Un hilo de oro conecta su imagen y su destino personal con el de su organización y sus hombres y mujeres. Su ser corpóreo coincide con su economía, igual que les ocurría a los antiguos soberanos. El Soñador conectó con la tradición china clásica y yo bebía cada una de sus palabras mientras me contaba que en los momentos de mayor dificultad para el imperio, como en las épocas de escasez o durante una invasión enemiga, el emperador chino, que era el hijo del cielo, se retiraba a las dependencias interiores del palacio para situarse frente a las puertas del Todo. Inmóvil, orientado hacia el sur, empleaba sus virtudes sobrehumanas para asegurar que todo el imperio se mantuviese de acuerdo con el Decreto del Cielo. Sabía que las dificultades a las que debía hacer frente no hacían sino manifestar una pérdida de su integridad. Era consciente de que la batalla debía vencerse primero en su interior. Que los diques cedan y lleguen las inundaciones, y lluevan hordas bárbaras y ataques desde todas las esquinas del mundo, quiere decir que se ha perdido el «paraíso portátil» entregado al líder, y que sólo recuperando este su propia integridad puede poner fin a la catástrofe. Para aquel hombre, con semejante nivel de responsabilidad, no existía separación entre su propia integridad y la del imperio. Vencerse a sí mismo, restablecer la unidad del Ser, era la auténtica victoria. Sólo entonces llegaría la solución, como consecuencia y proporcionalmente a su grado de impecabilidad. Se manifestaría en forma de un ejército aliado que acude en auxilio o en la desintegración del ejército enemigo por culpa de luchas internas, de los efectos de la intemperie o de la escasez. Con el Soñador sentí, viva y palpitante, la inteligencia que recorre desde siempre la historia de la civilización, desde las tradiciones más antiguas, hasta la historia de los negocios, más moderna. Desde el imperio chino al imperio mediático de Maxwell, desde Walt Disney al reino del rey Arturo, a lo largo de los siglos resuena, inmutable, una misma ley: Cuando el rey enferma, la tierra enferma. Porque el rey es la tierra y la tierra es el rey. Incluso el célebre lema de Luis XIV cobraba ahora un sentido diferente, claro. «El estado soy Yo» no fue el grito de un déspota, la afirmación de una soberanía sin límites, como llevábamos siglos creyendo, sino la manifestación de un hombre perfectamente consciente de 307
VIII. En Shanghai con el Soñador que existía una coincidencia total entre su destino personal y el de millones de hombres, el de todo un imperio. —Un líder, un hombre de negocios, un hombre con responsabilidad, sabe que su destino financiero, la longevidad y el éxito de sus empresas, y hasta su propia salud física, está unida directamente a su grado de integridad. Hay una única condición para pasar de un mundo dividido a un mundo unido. Sólo hay una cosa que debemos abandonar… —la pausa que siguió se me hizo interminable. — el sufrimiento. —No debería resultar demasiado difícil —afirmé rápidamente—. ¿Quién no lo querría? —No obstante, para el hombre común esto es justamente lo imposible —contestó el Soñador—. Mira tu propio caso. Querrías renunciar al sufrimiento, pero ello comportaría renunciar a un mundo hecho de luchas, conflictos y divisiones que es el tuyo, el único que conoces. Sólo quien se conoce a sí mismo puede descubrir que nada hay «fuera de sí mismo», que está solo en el universo y es el único responsable de la situación en que se encuentra y de todo lo que le sucede. En aquel momento el Soñador alargó lentamente la espalda y el cuello, como si quisiera acerarse un poco al cielo, y dijo a continuación: —Para poder atraer algo milagroso, para poder materializar lo imposible, un hombre tiene que elevar su Ser, acercarse a esa condición de unidad e integridad a la que tiene derecho desde que nació… Esa es la parte más verdadera, la más concreta de todos nosotros: el Sueño. El Soñador cerró los ojos y recitó estas palabras, que anoté fielmente en el cuaderno: —El Sueño es lo más real que existe. Todo lo que vemos y tocamos, y todo lo que no vemos, desde los átomos hasta las galaxias más lejanas, no es más que el reflejo de nuestro soñar… 15. La Realidad es Sueño más tiempo —Nuestra meta futura es llegar a ser uno. El objetivo es la unidad del Ser. Cuando ocurre en nosotros esta unificación, cuando regresamos a un estado de integridad, sólo entonces existen las condiciones para ser «tocados por el Sueño». La realidad es sueño más tiempo. Anoté este aforismo en forma de ecuación, así: S + T = R Un día habría de comunicarla de esta forma a los alumnos de la ESE, transfiriéndoles la inteligencia de esta visión y el secreto de la inmensa energía que encierra su fórmula. Todo tiene su origen en el Sueño. Todo lo que vemos y tocamos, todo lo visible, nace del vientre de lo invisible. El tiempo sólo lo revela. He ahí la culminación y el núcleo del 308
La Escuela de Dioses pensamiento del Soñador, el arquitrabe de Su esfera filosófica férrea y coherente, la misma que ha nutrido las raíces de la universidad del futuro y ha forjado su lema: Visibilia ex Invisibilibus. —¡Sueña, vuela y nunca te detengas! —me exhortó—. La Realidad te seguirá. Así pareció concluir aquel segundo día que pasé con Él en Shanghai. En el restaurante quedábamos ya sólo el Soñador y yo. La orquesta de jazz había dejado de tocar. Desde nuestra ventana, la torre de la Oriental Pearl TV parecía un inmenso y resplandeciente misil en la rampa de lanzamiento, listo para devorar el espacio. Sueña… nunca dejes de soñar… ¡la realidad te seguirá! —¿Por qué a lo largo de la historia del mundo han sido tan pocos los hombres que han tenido un Sueño? —Para ser «tocado por el Sueño», un hombre tiene que haber alcanzado la unidad de su Ser —respondió el Soñador. Recuerdo que aquella expresión me caló hondo—. Sólo un individuo íntegro, indivisible, puede soñar deliberadamente y comprender que el Sueño es lo más real que existe. —¿Y quien no sueña? —pregunté en nombre de todos aquellos que jamás serían aceptados en el exclusivo club de los soñadores. —Todas las personas sueñan. Todos tenemos el poder de crear nuestro propio mundo, pero sólo unos pocos son conscientes del poder que tiene su Sueño y saben que es capaz de enriquecer todo lo que lo rodea o de alimentar las peores pesadillas del mundo. Sólo unos pocos individuos, mediante su voluntad y su impecabilidad, pueden soñar un mundo perfecto y materializarlo. Es la condición del guerrero, del héroe, del hombre que ama. El Sueño, en la visión del Soñador, ocupa la cúspide de la escala de lo real como la cosa más concreta que existe, o mejor, como el requisito para que cualquier cosa pueda llegar a concretarse. Me sentí como si mi mente estuviese bajo asedio. Cientos de preguntas se superponían unas a otras, agolpándose para obtener respuesta. Antes de que pudiese abrir la boca, el Soñador se me adelantó, interrumpiéndome con un gesto decidido de su mano. —En el mundo no podrás encontrar la voluntad necesaria —dijo con el tono de quien ofrece una información definitiva—. La voluntad sólo existe en ti, pero está enterrada. ¡Hace falta desenterrarla! No dijo más, y me concedió unos minutos para que terminase de anotar y reflexionase sobre lo que acababa de decir. Después, definió la impecabilidad como la capacidad de orientarse de manera inequívoca, sin desfallecer jamás, sin «pecar», hacia la dirección del propio Sueño. 309
VIII. En Shanghai con el Soñador —Nada puede corromper a un hombre que constantemente tiene presente su Sueño. Todo en su vida se orienta de manera impecable hacia su gran aventura personal. Contesté que esa condición me parecía bastante extendida. —Aparentemente, todos los hombres se esfuerzan —argumenté con el objetivo estratégico de empujarlo a contarme más sobre aquella cuestión tan apasionante— todos, o al menos la mayoría, buscan mejorar su propia vida, hacen proyectos y programas, se dedican a alcanzar algún objetivo. El Soñador me aclaró la diferencia entre soñar y programar. Los hombres que alimentan un Sueño no tienen dudas, no sienten miedos ni incertidumbres. Cada vez que dirigen su mente hacia su Sueño, sienten renovarse su entusiasmo, entran en un estado de libertad. Porque el Sueño está conectado a la voluntad, es la «verdadera» voluntad. Por el contrario, quien tiene un programa, quien se propone alcanzar un objetivo, cada vez que piensa en ello siente que lo invade la ansiedad y es presa de miedos y dudas. —El miedo y las dudas son el cáncer del Sueño —afirmó lacónicamente, acuñando otra de Sus máximas, poderosas y despiadadas. Hizo una pausa. Aproveché para ordenar los apuntes, que ya cubrían páginas y páginas del cuaderno. Seguía absorto en ello cuando me sobresaltó el sonido de Su voz. —La gente trabaja, proyecta y acumula con una fuerza y una energía que se podría describir como tenacidad. Pero sólo es miedo… Continuamente, descargas de adrenalina surcan el oscuro universo de sus células como si fuesen tormentas eléctricas. Estos hombres y mujeres parecen llevar vidas muy ocupadas, ser idealistas convencidos o decididos hombres de negocios, cuando en realidad son personas leales a la muerte, en cuya nómina de empleados aparecen sus nombres. Mi caligrafía devoraba el blanco de las páginas del cuaderno. Sentía el valor excepcional de la sustancia que producían Sus palabras, Su presencia. Las sentía enriquecer el aire y viajar incansables hasta los rincones más remotos del planeta, hasta los pliegues más ocultos del Ser de todo hombre, aliviando las heridas y ahuyentando a las sombras. Estaba preocupado. Una emoción irracional, una especie de lamento, empujaba suavemente las paredes de mi Ser haciendo que vibrase cada una de sus fibras. Alcé la vista de mis apuntes y vi Su rostro acercase imperceptiblemente al mío. —Trabaja para un ideal. ¡Ponte al servicio de la humanidad que sueña, que aspira, que pide! —dijo el Soñador. Jamás habría de olvidar, ni eludir, las palabras que siguieron a aquellas. —Esfuérzate constantemente por perfeccionarte. Intenta siempre aumentar tu comprensión. Paga por tu existencia por adelantado. Ayuda a los demás en sus esfuerzos si su petición es sincera. Este trabajo lo tienes que hacer tú desde el interior. Yo ya no puedo hacerlo 310
La Escuela de Dioses por ti. He intentado lo imposible. Me he enfrentado a la inflexibilidad de tu destino, que ya te había condenado, para darte una oportunidad, para hacerte salir de tu situación. Sólo un hombre que ama puede ser libre, y sólo un hombre libre puede amar. La libertad y el amor son las dos caras de la misma realidad. Las lecciones inolvidables sobre la dependencia, sobre el enamoramiento, y la última sobre la unidad del Ser que empezó en el Peace Hotel, encontraron su epílogo en el paseo fluvial del Bund, en aquellas palabras que ahora resonaban en mi pecho como el grito de una gran revolución. —Pide convertirte un día en el Soñador —me aconsejó con dulzura firme—. De todos los destinos posibles, es el más grande. Pide convertirte en el inventor, el creador de tu universo. Entonces, el mundo obedecerá cualquier cosa que le ordenes y te dará todo aquello que desees. Cerré los ojos. Tuve la impresión de que cruzase el cuelo de Shanghai el más luminoso y propicio de los cometas. Tuve la certeza de que semejante deseo podía ser concedido. ¡Bastaría expresarlo con sinceridad! Ahora o nunca, pensé. No tendría una segunda oportunidad. Pero estaba paralizado. El Soñador, y con Él el mundo entero, parecían estar a la espera, suspendidos en el extremo de un finísimo hilo que los conectaba con mi decisión. Nunca antes había percibido tan claramente que todo dependía de mí y que hasta el propio Soñador existía para mí. El trabajo de años, mi largo aprendizaje y todos los esfuerzos especiales que había hecho, habían servido para conducirme hasta allí, hasta aquella encrucijada vital. Ahora, por fin, comenzaría la gran empresa para la cual había pasado tanto tiempo preparándome, o quedaría para siempre en el limbo de los mundos posibles. Había llegado el momento de emprender el vuelo. Y yo, en el borde de aquel abismo sin retorno, dudaba. Sentía sobre mí la mirada del Soñador, Su ansiedad oculta. Supe entonces con absoluta certeza que Él era el único Ser del mundo que me había amado realmente. Sentí llegar, irreprimibles, las lágrimas a mis ojos, que se hinchaban intentando recogerlas y contenerlas. Después, el mundo se nubló y tuve que dejar de escribir. 16. Ser tocado por el Sueño Desde que lo conocí, el Soñador no había dejado de animarme a ampliar mi visión del mundo, a cambiar mis actitudes y, con ellas, mi destino. La actitud y los acontecimientos de la vida son inseparables. La actitud es el acontecimiento. 311
VIII. En Shanghai con el Soñador Estratégicamente, había utilizado cada ocasión, creado acontecimientos, encuentros y circunstancias, para acelerar mi acceso a un nivel más alto de la existencia. Al darme la oportunidad de dirigir una empresa en Kuwait y de convertirme en empresario internacional, el Soñador había pretendido impulsar el plan evolutivo cuya fuerza y origen radicaban en mi promesa. Lo que había sucedido en Kuwait había representado un frenazo en seco y una verdadera recaída en los estados más bajos del Ser. Frente al abismo, todo se convertía en un pretexto para retroceder, para no levantar el vuelo: Eleonora, los niños, una enfermedad, la casa… Pero ya no podía seguir ocultándomelo ni mintiéndome a mí mismo. En Kuwait, rehusé por enésima vez asumir un grado superior de responsabilidad, de comprensión. Traicioné la parte más alta de mi Ser. Eleonora no fue más que una excusa. —El siguiente paso es siempre desconocido e invisible —dijo—. El paso a los estados superiores siempre constituye un salto en el vacío. Para hacerlo, debes «morir» a todo lo que has sido hasta hoy. Avanzar tan sólo un milímetro en el Ser es un salto mortal, una cabriola cósmica que sólo unos pocos son capaces de hacer —explicó penetrando en mis pensamientos y comprendiendo la verdadera esencia de mi condición—. La auténtica diferencia entre dos hombres es la amplitud de su Sueño. Un hombre constantemente preocupado por su supervivencia, que piensa sólo en sí mismo—es decir, en un falso ser, porque no se conoce a sí mismo— no puede ser «tocado» por el Sueño. Sólo años después, con ocasión de un viaje a Macedonia, en el monte Olimpo, habría de descubrir que para el hombre, tal cual es, para los egoístas, los antiguos griegos habían acuñado el término «idiotes». Para los griegos el idiota era lo contrario del demiurgo, del líder, de quien actúa para los demás. —Un emprendedor, detrás de la aparente búsqueda de lucro, de beneficio, más allá de lo que él mismo puede llegar a saber, está al servicio de un proyecto, es un hombre que actúa para otros hombres, que sabe que en la prosperidad de estos radica su propio éxito. Entrega su vida a ello. No tiene elección. Como los capitanes de los antiguos veleros, sabe que deberá regresar con la nave o hundirse con ella. Con el Soñador estaba descubriendo que solamente el Sueño es capaz de hacernos libres, de disolver cada una de nuestras limitaciones. Sólo el Sueño puede transformar la pobreza en prosperidad, la dificultad en inteligencia, el miedo en amor. Sólo el Sueño nos puede permitir cruzar el umbral del paraíso perdido. —El paraíso no es el mundo del más allá. El paraíso es este mundo… en ausencia de límites —me dijo—. Ser tocado por el Sueño significa recibir el regalo de una gran aventura personal, encontrarse frente a frente con la propia condición de ser único en el mundo. Los hombres que se entregan a una descripción del mundo basada en la escasez y en el miedo, no 312
La Escuela de Dioses pueden ser tocados por el Sueño porque el Sueño es libertad y ellos, desde niños, vigilados por sacerdotes de la dependencia y profetas de la desgracia, han sido educados para ser prisioneros. Y por esa razón millones de hombres dependen de otros para sobrevivir. Se los puede reconocer por su falta absoluta de gratitud y su incapacidad de amar. Lo que das, te lo das. Pero para dar, hace falta tener, y para tener, hace falta ser. Iba a continuar y Sus labios ya se separaban, quizá para hablarme del Proyecto, cuando, de pronto, se detuvo para observarme con atención. Sentí su mirada penetrar hasta el fondo de mi alma. La expresión que vi formarse en Su rostro, como si hubiera descubierto que yo resultaba irremediablemente inadecuado para la misión que me esperaba, me hizo sentir como un vagabundo que se hubiese presentado a pedir su ingreso en el club más aristocrático de todos. —¿Sabes cuál es la diferencia entre nosotros? —preguntó con tono seco, duro. Permanecí en silencio, paralizado por la sorpresa de que el Soñador, después de años de absoluta reserva, pareciera aludir de forma tan directa y sin medias tintas a la misteriosa cuestión de Su propia naturaleza. ¿Quién era el Soñador realmente? Esperó hasta que fue evidente que de mí no le iba a llegar ninguna respuesta, y dijo: —La diferencia entre nosotros es que mis átomos bailan ebrios de inmortalidad —«del néctar eterno de la inmortalidad», fueron sus palabras exactas— y a ti te atrae y te domina todo lo mortal. Yo he vencido a la muerte y tú has apostado todo a su inexorabilidad. Me sentí perdido, y no hubiera salido de aquel estado si el Soñador no hubiese acudido en mi auxilio. Fue entonces cuando le oí repetir aquellas tres palabras inolvidables: «¡Yo soy tú!», dijo, y la fuerza de aquella expresión fue capaz de devorar las distancias siderales que separaban nuestros Seres. Me sentí más cercano a Él que nunca. Cuando creyó que hube absorbido el primer impacto de aquellas palabras, añadió: —Yo he sido tú y tú serás Yo. Nos separan eones y un abismo de conciencia. ¡Apúrate! Al mandarte a Kuwait te di una gota y tú creísteequivocadamente que recibías un océano. Ahora que te quiero dar un océano, lo rechazas. Cerré los ojos, sentí la velocidad insoportable con que me estaba empujando y temí no ser capaz de lograrlo. Mientras seguía hablando, me refugié en un rincón de mi Ser y allí esperé a que pasase la tormenta. Incansable, me siguió hasta allí para sacarme. De repente, cambió Su tono de voz, que estalló con tanta fuerza en mi pecho que me invadió el más arcano de los terrores. —¡Decídete de una vez por todas! —bramó. En Su voz se oía la determinación cruel y el feroz heroísmo de un caudillo que gritase órdenes a sus tropas en medio de una batalla a muerte. —Trabaja noche y día para mejorar y jamás vuelvas a olvidar tu promesa. 313
VIII. En Shanghai con el Soñador —¿Qué promesa he olvidado? —¡La promesa de cambiar! —respondió—. Una promesa que no sólo te has hecho a ti mismo, sino a todos los seres de luz, visionarios, que querrán también emprender este camino. —Pero, ¿qué puedo hacer para cambiar? —Sueña un Sueño nuevo. ¡Sueña un mundo nuevo! El mundo es como tú quieres que sea. Has querido que sea violento, falso y mortal. ¡El mundo será distinto cuando cambie tu Sueño! Añorar continuamente el pasado hace que regreses siempre a él!—añadió tras una larga pausa—. ¡Abandónalo! —ordenó— Es hora de que te dediques al Proyecto a tiempo completo. Prometí con la máxima sinceridad y solemnidad que jamás desfallecería y que nada pondría por delante de mi propia evolución. El Soñador fijó Sus ojos en mí y yo aguanté el examen. Sentí crecer en mí la ansiedad por conocer el resultado, hasta que un destello de severa benevolencia en Su mirada me alivió un poco. —En esta «obra», prometer no vale para nada. La promesa de un hombre común es una mentira. Cambia de actitud ¡ahora! He ahí la acción verdadera. Los hechos, las circunstancias y los acontecimientos de tu vida cambiarán con el paso del tiempo. Abandona ese trabajo y trasládate a Londres. Allí conocerás a hombres y mujeres que estarán dispuestos a trabajar contigo. Serán los pilares maestros de una gran revolución: una revolución individual, psicológica y planetaria que cambiará desde sus cimientos el modo de pensar y de sentir de una humanidad incapaz de hacer frente a los retos que le esperan. Capítulo IX El juego 1. Creer para ver La influencia del Soñador en mi vida comenzaba a producir resultados sorprendentes. Al cabo de pocos días, y sin vacilación, había vendido la casa de Chià, dejado mi trabajo en la ACO Corporation y me había mudado con mi familia a Londres, a una elegante casa de estilo georgiano en el corazón del frondoso Hampstead. SevenOaks había sido la residencia de un importante hombre de negocios. Su arquitectura, decoración y mobiliario, sus cuadros y esculturas, eran la expresión emblemática de una aristocracia empresarial sobria y poderosa. SevenOaks era, sobre todo, un extraordinario laboratorio alquímico. El «espíritu» de aquella casa me formaba y transformaba, despertando en mí lucidez, una actitud valiente y fuerzas para «actuar». 314
La Escuela de Dioses Allí, en aquella mansión, guiado por el Soñador, habría de dedicar todos mis esfuerzos a extirpar de mi vida la mentira de una vez por todas. Allí habría de aprender a poner fin a mi canto de dolor, hecho de preocupaciones y dudas, y a entregarme a aquella poderosa disciplina que el Soñador llamaba «el arte de soñar»: el arte de creer en uno mismo, el arte de armonizar los contrarios, de transformar adversidades y antagonismos en sucesos de orden superior. Con el Soñador a mi lado me sentía seguro, invulnerable. Con Él los cambios más drásticos, aparentemente más temerarios, como los que estaban ocurriendo durante aquellos días, entraron en mi vida con facilidad y establecieron un orden nuevo con delicadeza. Aquel salto en el vacío, antes que trastornar mi existencia, logró reunir los fragmentos dispersos de mi vida y aglutinarlos poderosamente. Eleonora y mis hijos afrontaron los cambios sin dificultad. Se sentían protegidos. Mi determinación les daba seguridad. No obstante, esa decisión, la fuerza con la que había tomado aquellas decisiones, no me pertenecían. La fe en mí mismo que junto al Soñador no conocía titubeos ni dudas, flaqueaba apenas me desviaba de Sus enseñanzas. Todo lo que sucedía en la esfera del Soñador, esa gestión del Ser que gobernaba acontecimientos, hechos y circunstancias, que hacía al mundo obediente, dócil y maleable como la arcilla, aún me resultaba incomprensible. Pasaron los meses. Lejos del Soñador, el Sueño comenzó a torcerse; el pasado se hizo con el control. Al enfriarse en mí los principios del Sueño, el aire en el exterior se volvió frío y oscuro. En mi universo, ahora lento y denso, hasta el movimiento más pequeño se había vuelto difícil y doloroso. Todos los aspectos de mi existencia revelaban, a través de múltiples síntomas, mi continuo retroceso, mis dudas y arrepentimientos, mi apego al pasado. Igual que había ocurrido tras regresar de Kuwait, cuanto más me doblegaba, más sentía la necesidad de programar y planear. Mis cálculos me llevaron a la conclusión de que nuestro estilo de vida iba a consumir rápidamente todos mis ahorros. El ritmo de la vida junto a Él me resultaba insostenible. Me costaba demasiado seguirlo. Para el Soñador, sin embargo, no existían las limitaciones y nada era demasiado costoso. Todo está a nuestro alcance. El límite está en nosotros. Aquella vida me parecía demasiado arriesgada. El miedo de quedarme sin dinero me empujó a abrir una nueva cuenta en un banco de Londres. En ella deposité buena parte de lo obtenido con la venta de la casa de Chià. Me prometí a mí mismo no tocar aquel dinero más que en «caso de necesidad». No dije nada de esto al Soñador. La certeza de poder contar con 315
IX. El Juego aquella suma si las cosas se ponían feas me reconfortaba en los momentos de abatimiento, cuando la angustia me invadía y se hacía con el mando de mi vida. Aquella cuenta se convirtió en una prótesis psicológica que ocupó el lugar de la valentía y de la fe en mí mismo. Disfracé esa decisión con un falso sentido de la responsabilidad, igual que había hecho años atrás al incluir la cláusula extra en el contrato con la ACO Corporation. Este comportamiento recurrente era señal inequívoca de que había vuelto a descender al nivel de la repetitividad mortífera. Cuando los síntomas de mi inminente decadencia se volvieron demasiado fuertes, confesé todo al Soñador y cerré la cuenta antes de que el pasado pudiera volver a engullirme sin posibilidad de escapar. —Todo hombre cree en algo. Creer no es difícil, pero desenterrar la voluntad, elegir cuál es la prioridad de uno y seguirla sin desviarse, es algo reservado a unos pocos. Obligarse a creer es más que creer. Al término de Su discurso el Soñador formuló una de Sus paradojas más asombrosas, pero también más enigmáticas, cuyo significado habría de comprender solamente mucho más tarde. —«Creer sin creer», he ahí el verdadero acto creativo —dijo—. Es un estado del Ser que sólo puede alcanzar aquel que conoce y aplica el Arte de Interpretar y ha alcanzado la unidad del Ser. En todas las épocas, hombres especiales han encontrado los capitales necesarios para llevar a cabo sus empresas imposibles sólo después de haber eliminado de su Ser todo asomo de duda. El verdadero capital se encuentra dentro de nosotros mismos. Los recursos que encontramos son la manifestación material de una prosperidad interna que somos capaces de alimentaren nuestro seno sean cuales sean las circunstancias. Jamás te separes de los principios del Sueño. Mantenlos siempre vivos. No permitas que se enfríen en ti, y verás que todo sucederá en tu beneficio. Incluso la historia, la parte más basta y superficial de la existencia, te dará la razón. Sus ideas me resultaban inspiradoras, ¡pero no era fácil ponerlas en práctica! Cuando llegaba el momento de aplicarla, la filosofía del Soñador mostraba toda la impracticabilidad de un camino reservado a unos pocos. Con todo, Su visión trazaba una suerte de confín que, cual inmenso si de un inmenso istmo se tratase, dividía en dos a la masa de la humanidad: una mitad compuesta de hombres frágiles e incompletos influidos por todo y por todas las cosas, que siguen y dependen, también cuando creen estar al mando; y otra, consistente en un puñado de hombres verticales, seres íntegros dotados de determinación y de una fe inquebrantable. Son estos quienes sostienen el mundo. Para el Soñador, la vida de un país o de naciones enteras está dirigida sólo aparentemente por sus gobernantes; en realidad, su 316
La Escuela de Dioses destino lo decide la integridad de unos pocos individuos. Si estos faltan, la suerte de vastas regiones del planeta, e incluso de civilizaciones enteras, está echada. Detrás de los hombres que parecen actuar, detrás de los dirigentes reconocidos de las organizaciones mundiales, de los organismos políticos y humanitarios, de los grandes imperios de los negocios y de las finanzas, detrás de los magnates, potentados y líderes, hay hombres sencillos, sinceros y sobrios que inmóviles, invisiblemente, dirigen mediante su «no hacer». —Un hombre que cree en sí mismo da un paso aparentemente en el vacío y, sólo entonces, inevitablemente, ve materializarse la tierra bajo sus pies, lo cual da la razón a su fantástica locura. ¡Creer para ver, y nunca al revés! Pero en aquel momento las cualidades para pertenecer a este club de hombres especiales aún me resultaban inaccesibles. A medida que crecían las dudas y los miedos hacía y volvía a hacer cuentas para llegar siempre al mismo resultado: el dinero obtenido por la venta de la casa de Chià sólo daría para unos meses. No tenía idea de qué haría en el futuro. Carecía de programas y de empleo. El viejo mundo me abandonaba y aún no acertaba a vislumbrar los primeros destellos del nuevo. 2. ¡Cambia de vidaaa! Un episodio, al comienzo de aquella nueva aventura, resultó especialmente significativo y decisivo. Cuando todavía estaba buscando casa para mudarme a Londres, tuve la ocasión de mostrar al Soñador algunas de las viviendas que estaba estudiando. Preocupado, guiado por el miedo de no tener suficiente dinero y con la incertidumbre de qué me reservaba el futuro, hasta las casas menos pretenciosas me parecían demasiado caras. Fue así que en aquella reunión mostré mi preferencia por un piso no demasiado grande que, a mi juicio, resultaba adecuado, estaba bien amueblado y se encontraba en una callecita entre Marylebone Road y Regent’s Park. Nunca olvidaré Su reacción. Sigue siendo desde entonces una de Sus enseñanzas más preciadas. Sus palabras me golpearon como un chorro de agua gélida. —Sólo eres capaz de elegir más de ti mismo, más de tus limitaciones, más de tu mediocridad —fue Su reacción a mi propuesta. Su tono era despreciativo. —Pasan los años, pero tu vida no cambia. El mundo es como es porque tú eres como eres. Entra en la visión de un soñador y deja ya de creerte un miserable. Sean cuales sean las circunstancias que rigen la existencia de un hombre, siempre se corresponden de forma milagrosa con sus expectativas. Recuerdo que intenté defenderme. Sostuve que mis elecciones tenían en cuenta las circunstancias en que Él me había colocado. En aquel caso específico, simplemente juzgaba sensato tomar decisiones y asumir compromisos teniendo en cuenta las posibles dificultades 317
IX. El Juego futuras. Mis elecciones habrían sido otras muy distintas si hubiese podido disponer de recursos suficientes. —Todo hay que ganárselo. Las dificultades que pongo en tu camino son bendiciones camufladas. En realidad, son hitos en tu camino hacia la integridad y la inteligencia. Creía que me estaba tomando el pelo. Tras años de trabajo con el Soñador, creía haber sometido mi pensamiento a todos los choques posibles, estar preparado para aceptar el desmoronamiento de cualquier idea o creencia ordinaria, y ser capaz de persistir frente a toda clase de obstáculos y decepciones. Pero me equivocaba. —Ya no hay tiempo para la autoindulgencia. Trasciende, trasciende continuamente cada uno de tus logros, todos tus aparentes éxitos. No permanezcas ni por un instante en las viejas rutinas y las viejas creencias. Trasciéndete a ti mismo. El mal de hoy es el bien de ayer aún por trascender. Tenía los músculos del rostro contraídos y no sabía qué cara poner. Me hubiera gustado rebelarme, gritar toda la aversión que sentía hacia aquella visión en la que no tenían cabida las justificaciones, las excusas, las lamentaciones o las quejas… La frustración y la impotencia formaban un grumo duro que me apretaba la garganta. Lo único que acerté a emitir fue un ruido inarticulado. Intenté recomponerme, ordenar mis ideas para decir algo con sentido, pero… —¡Cambia de vidaaa! —gritó el Soñador con toda la potencia de Su voz. Vi que se le hinchaban las venas de las sienes y del cuello como torrentes en crecida y sentí miedo. El grito vibró en el aire y quedó suspendido entre nosotros durante una eternidad ensordecedora. Durante unos instantes tuve la fugaz impresión de ver a un guerrero soplar su cuerno de guerra. No bien había registrado esta imagen, el Soñador prosiguió su atronadora invectiva. —Sigues proyectando tu pasado. ¡Vender tu pobreza no sirve! Junto con la casa de Chià, te has desprendido de tu escasez, de tu sufrimiento. Ten cuidado de no seguir llevando contigo tu pasado con las mismas miserias de siempre. Recuerda: el pasado es polvo. No vayas por el mundo proponiendo más de ti mismo. Ya son demasiadas las señales de escasez. Lleva Mi presencia, Mis palabras. ¡Llévame a Mí! Con este nuevo grito, aún más insoportable que el anterior, me estalló dentro un terror sin límites. Sentí que su química inundaba hasta el último rincón de mi ser devorando las enormes distancias que existían en mi interior. Durante el tiempo en que persistió aquel grito comenzaron a derrumbarse todas mis barreras internas, igual que los muros de Jericó por efecto de los decibelios de las trompetas de Josué. Me sentí curado, unificado, como nunca lo había estado antes. 318
La Escuela de Dioses De la misma forma imprevista como había surgido, aquella tempestad amainó y el Soñador recuperó su actitud habitual como si nada hubiese ocurrido. Hubo una pausa. Aquellos pocos segundos fueron suficientes para que imaginara que lo peor había pasado ya. Cuando estaba consiguiendo recuperarme a duras penas, Lo vi colocar lentamente los índices en posición vertical entorno a las comisuras de Su boca. Noté que tardó un tiempo infinito en completar el gesto, como si lo realizase a cámara lenta. Seguí cada uno de sus movimientos —
que parecían formar parte de un ritual guerrero desconocido— fotograma a fotograma, primero con aprensión, después con preocupación, y finalmente con creciente ansiedad. Su excentricidad y la lentitud extrema con que lo estaba completando dieron a aquel gesto un peso que lo volvió inexplicablemente amenazador, terriblemente importante. Apenas podía respirar y mis emociones estaban descontroladas. Cuando por fin entendí que los dedos índices junto a la boca simulaban un megáfono, temí que estuviera por llegar otro de aquellos gritos formidables capaces de grabar a fuego en mi piel Sus enseñanzas. Pero esta vez el Soñador no gritó. Acercó Su cara unos centímetros más y, después, susurró con una voz apenas audible: —La casa que estás buscando en Londres no es para ti. ¡Es para el Soñador! Mientras te lleves a ti mismo, lo que encontrarás será fragilidad y escasez, o sea, tu propio mundo. Deja a un lado tus preocupaciones y acércate a Mí. Descubrirás que no existen obstáculos, y que el único obstáculo verdadero eres tú mismo, es tu fe inquebrantable en tus limitaciones. Desde aquel día las agencias empezaron a proponerme viviendas de otro nivel. El Soñador tenía razón, como siempre. Al cambiar de actitud, el mundo me siguió como si fuera mi propia sombra. Ya no buscaba una casa para mí, sino para el Soñador. Cuando encontré SevenOaks, la reconocí. Aquella era la casa donde habría de continuar mi «trabajo». Al cabo de pocos días, Eleonora organizó la mudanza y nos marchamos de Italia con los niños. En aquel momento no podía saberlo, pero aquella residencia fuera de todos los parámetros razonables, había sido construida para arrojarme por un precipicio. Seguramente se trataba de una estrategia del Soñador para acelerar mis progresos, pero no lograba entender el porqué de semejante puesta en escena. Sin Su ayuda jamás hubiera podido imaginar siquiera que sería capaz de dar un paso como aquel. SevenOaks marcaba la caída de una barrera, era el instrumento que haría pedazos una geología interior hecha de pobreza e ignorancia sedimentadas con el paso de los años. Era una carga de dinamita pensada para abrir brecha en las torres que protegían aquella pesadilla, a saber: la identificación con un mundo pobre, limitado e infeliz. 319
IX. El Juego 3. El pago —El dinero no es real. Lo que es real es la visión de un hombre, sus ideas. Los recursos y el dinero son sólo las consecuencias naturales de estas, que se alinean con su Sueño y adquieren sus mismas dimensiones. Pero si estás convencido de que tu problema es la falta de dinero —dijo con seráfico sarcasmo—, entonces, ¡ve al banco y pide un préstamo! —¡Ojalá! —mentí con vehemencia. Se me cerró la boca del estómago ante la idea de enfrentarme a una especie de cancerbero bancario para tratar de arrancarle un préstamo. En mi fuero interno culpaba al Soñador de haberme puesto en semejante apuro. La preocupación se transformó en agresividad y exploté: —Además, ¿por qué habrían de concedérmelo? —¡El mundo sabe! ¡El banco sabe! —afirmó—. El banco, igual que el mundo, no está fuera de ti. Sólo te puede conceder aquello que ya posees. Con un movimiento rápido de la cabeza miró teatralmente a izquierda y derecha para asegurarse de que estuviéramos solos y nadie pudiera escuchar el secreto que estaba a punto de confiarme. A continuación, dijo en voz baja: —Nada hay en el universo que te pueda ser dado. Un hombre sólo recibe aquello por lo que ya ha pagado. Semejante pantomima me tomó por sorpresa. Aún no había cambiado la expresión de mi rostro, cuando al del Soñador ya había regresado el gesto habitual de severidad. —El «pago» puede tener lugar en el tiempo o en ausencia de tiempo —explicó. La larga pausa que siguió acrecentó el alcance de esta afirmación y presagió la intensidad de lo que estaba por decir. —Si algo diferencia a los hombres, es el modo de pago que eligen. Un hombre que cree en sí mismo ya ha pagado por todo lo que posee. Su auténtico negocio, su única ocupación, es mantenerse intacto y no permitir que nada ni nadie resquebraje su integridad. Él sabe que es su propia indivisibilidad la que crea riqueza. Sabe que su destino financiero depende de su grado de integridad. Todos los esfuerzos que hagas por vencer a ese canto de dolor que llevas dentro, se traducirán en poder financiero. Cada vez que camines en la dirección contraria a la de la multitud, crearás riqueza en el mundo de los acontecimientos. Nada es externo. La observación de uno mismo, la capacidad de poner coto a una emoción negativa, a un dolor o a una duda, es dinero que acude a tu encuentro. El mundo de los acontecimientos es demasiado lento para reconocer a quien ha pagado por adelantado, quien ya ha saldado sus cuentas en el reino de lo invisible. Necesita tiempo para registrar esos créditos, pero su administración no falla nunca.—Aquí se detuvo para mirarme con intensidad. En Sus ojos pude leer la gravedad de la revelación que estaba a punto de hacerme e intuí el dolor que había de 320
La Escuela de Dioses infligirme.—Tú, igual que millones de hombres que aman la dependencia, has elegido pagar con el dinero del tiempo: ¡el dolor! —dijo con amargura—. Crédito y débito son lo mismo, pese a estar divididos en el tiempo. ¡El futuro sabe! Obtener crédito no es más que una señal luminosa que indica que el pago ya se ha realizado. Si se te ha concedido, significa que ya lo has pagado. Estaba maravillado. El Soñador me estaba comunicando un secreto que ningún economista había podido descubrir jamás, y menos aún de expresar en forma de ley algo tan importante, capaz de explicar la valentía, la capacidad de soñar y de tener confianza en uno mismo, de hombres de estado, señores de la industria y visionarios de los negocios; una teoría de la empresarialidad y de la locura maravillosa del líder cuyas empresas, elecciones y decisiones, a menudo cruciales para el devenir de la humanidad, parecen siempre temerarias, cuando no disparatadas, a ojos del hombre común. —Pero, entonces, ¿cómo se explica que hayan caído grandes imperios financieros y empresariales pese a haber sido dirigidos por hombres de valía? —intenté objetar. El Soñador intentaba acelerar su exposición y yo seguía empeñado en rezagarme. —En la vida, como en los negocios, sólo hay una manera de perder: ¡dejar de creer en uno mismo! En el Instituto de Economía de Nápoles, junto a mi maestro Palomba, y por el camino trazado previamente por Amoroso antes que él, habíamos dado los primeros pasos en el territorio del Sueño, de las ideas universales que encienden al hombre y constituyen poderosas fuerzas económicas y de acción social. Pero todo aquello no podía compararse con lo que estaba conociendo junto al Soñador. —¿Cómo puede un hombre controlar acontecimientos y fenómenos de dimensiones planetarias como la marcha de los mercados, las cotizaciones bursátiles, el clima político, el marco legislativo o las relaciones internacionales? —Existe un Arte de Soñar, un arte de creer y de crear, una capacidad de elevar el Ser a niveles más altos de responsabilidad para atraer nuevas ideas y posibilidades en el hacer y en el tener. La economía, la política, y también la historia, obedecen a las leyes del Ser. Una mente adoctrinada en el límite, en lo finito, es incapaz de entenderlo. Sólo tienes que saber que el universo que te rodea es un grano de arena comparado con el Ser. Cuanto más eres, más tienes. Un hombre que cree en sí mismo recibe todos los recursos para afrontar cualquier empresa, incluso las imposibles. La economía de un hombre se corresponde perfectamente con su grado de integridad. Cuanto más eres, más tienes, y nunca al revés. Hizo una pausa a fin de darme un respiro que yo emplee para reflexionar sobre Su respuesta. «Cuanto más eres, más tienes. Cuanto más eres, más tienes», me repetía. No 321
IX. El Juego obstante, aquel concepto, tan simple pero tan poderoso, se me escapaba. No lograba comprenderlo, hacerlo parte de mí. Por fin, una idea se abrió paso: la calidad crea la cantidad. He ahí el gran secreto. Una economía cualitativa habría de guiar a la humanidad futura y dar solución a todos sus problemas, obrando así una curación planetaria. La calidad del pensamiento de un hombre crea su economía. Sólo la economía cualitativa puede producir una riqueza real, inalienable, permanente. Era maravilloso. La filosofía del Soñador anunciaba un nuevo modelo económico, me estaba dando la fórmula de una enseñanza totalmente desconocida en las escuelas de economía y el mundo de los negocios. —La economía no podrá ser dirigida por los economistas —dijo, penetrando en el torbellino de mis pensamientos—. En el futuro próximo, toda organización, desde la empresa más pequeña a la multinacional más grande, será una empresa ideológica, una Escuela del Ser. De su filosofía dependerá su éxito, su longevidad y su destino. A la cabeza de cada organización habrá filósofos de la acción, poetas y visionarios, utopistas pragmáticos capaces de penetrar en el Ser y alimentar sus raíces. La más pequeña expansión de la visión, una elevación de la comprensión, es capaz de mover montañas en el mundo de la economía y de las finanzas. 4. Somos el arco, la flecha y la diana Desde que residía en SevenOaks había vuelto a correr todos los días. Me bastaba cruzar la calle para llegar a HampsteadHeath, donde podía correr bordeando los lagos y bajando las frondosas pendientes de Parliament Hill. Aquella mañana había corrido con rabia, sin reserva, a fin de expulsar la angustia y las dudas que me asaltaban cada vez con más fuerza y buscaban arraigar en mí. Habían transcurrido varios meses desde la última vez que había visto al Soñador. Después de dejar mi trabajo y vender la casa de Chià me había mudado a Londres, y durante todo este tiempo no había recibido ningún mensaje de Su parte. Sin un puesto ni un trabajo concreto, sin reuniones y sin planes, no sabía dar sentido a mi existencia. Nunca antes había reconocido tan claramente cuán importante me resultaba la relación con los demás y con el mundo exterior en todas sus caleidoscópicas manifestaciones. En especial, la ansiedad y las preocupaciones, que entonces identificaba con la idea de responsabilidad, las diferencias y los roces, que consideraba efectos naturales e inevitables de las relaciones humanas, habían pasado a ser una droga cuya privación me estaba provocando un auténtico síndrome de abstinencia. Los hombres sólo conocen el dolor. Da sentido a su vida. Hace que crean estar vivos. 322
La Escuela de Dioses Había meditado largamente esas palabras. Llevaba meses sintiendo en mi propia carne la paradoja de la condición humana. En los estados de serenidad, de alegría, de ausencia de dolor, el hombre se siente anulado. El Soñador me dijo una vez que la humanidad, tal y como es, es incapaz de experimentar un estado de alegría, puesto que le resultaría insoportable. —La alegría, la serenidad, la gratitud, el amor, son estados del Ser que la humanidad, tal y como es, no puede sentir. Si alguna vez se abriesen paso en la vida de un hombre común, los vería como un infierno añadido al suyo propio. La felicidad pertenece sólo a quien conoce el arte de soñar. Sólo un hombre que ama, un hombre que sueña, puede soportar la energía generada por la ausencia de dolor. Al final de la carrera enfilé CourtneyAvenue a toda velocidad. Como tenía por costumbre, aceleré el paso en los últimos metros. Pensar en una ducha caliente me daba energía y llevaba fuerzas renovadas a mis piernas. De repente, sentí Su presencia. Era una sensación inconfundible. Él estaba allí. ¡El Soñador había llegado! Di un vistazo a mi aspecto, a la sudadera empapada y a las zapatillas de correr embarradas. Decidí rodear la casa y entrar por detrás, por la puerta que daba al jardín. Desde allí podría escabullirme hasta el dormitorio, lavarme y adecentarme. Al menos era esto lo que me decía a mí mismo. En realidad, la idea de encontrarme con el Soñador, especialmente cuando hacía tiempo que no lo veía, me provocaba sentimientos enfrentados. Verlo, oír Su voz, o incluso solamente recordar Sus palabras, aceleraba el pulso de mi Ser, comprimía el tiempo y me conminaba a ponerme a «trabajar». Adoraba a la vez que detestaba el esfuerzo imprevisto de tener que recomponer los fragmentos dispersos de un cuerpo que se desmembraba en ausencia del Soñador. Era como un brusco despertar que me obligaba a reconocer que el olvido nos hacer perder nuestra identidad para convertirnos en muchedumbre, en multitud. No bien había plantado el pie en el primer peldaño de la escalera que llevaba a mi dormitorio, cuando me alcanzó Su voz, inconfundible, dejándome helado en el sitio. —¡Sigues lamentando el pasado! —gritó, dando brusco comienzo a aquel encuentro. El Soñador había sintetizado en aquellas pocas palabras todo el trabajo de los últimos meses, así como mi estado de ánimo. Me sentí como un ladrón sorprendido in fraganti. ¡Era verdad! ¡Llevaba meses lamentando el pasado! Igual que los judíos del éxodo, que estuvieron dispuestos a ceder su libertad, hubiera preferido la segura de mis viejas limitaciones a aquella soledad, a esa vida sin sentido. Necesitaba adorar el becerro de oro del mundo, necesitaba volver a mi estado habitual de confusión. Si hubiese podido, habría regresado al vientre conocido de la irresponsabilidad, de la dependencia. Hubiera preferido mil veces mi casa de Chià antes que aquella rica residencia londinense que no me podía costear, que me hacía sentir pequeño y falso. 323
IX. El Juego En los momentos de lucidez entendía que el Soñador me empujaba hacia límites que jamás yo habría cruzado, me ponía en situaciones que nunca habría vivido. A Su lado estaba constantemente al borde del abismo, como un funambulista. Debajo, sin red alguna, la laguna Estigia de mi vida, una acequia de aguas pútridas, densas de malestar y vulgaridad. Desde nuestro primer encuentro el Soñador me advirtió de los peligros de este desierto, de las emboscadas de predadores invisibles que jalonarían mi camino. Recordé las palabras de la víspera de mi partida hacia Londres: «AIM… I AM… Nosotros somos nuestro propio objetivo. Somos el arco, la flecha y la diana. Ese objetivo —aim, en inglés— que siempre nos parece fuera de nosotros, es en realidad el anagrama, la otra cara del ‘yo soy’ —I am, en inglés—. Esto nos devuelve al momento, a la compresión del tiempo, a la desaparición de toda distancia que nos separe de nuestro Ser. El arte supremo es nuestra transformación, que sólo puede ocurrir en este momento. La existencia de un hombre común, por más que parezca intensa y atareada, no es más que un continuo regodearse en insensatas rutinas repetitivas. La meta de nuestra vida es hacer de nosotros mismos una obra maestra. Es un viaje que todos, antes o después, a lo largo de una vida o de cien, tendrán que afrontar. No hay ningún otro objetivo, y nada hay en el mundo que sea más emocionante». Lentamente, me quité las zapatillas de deporte y los dejé donde me encontraba. Descalzo, caminé hacia el lugar desde el que me había llegado la voz del Soñador y, en silencio, me asomé por la puerta delsalón. 5. ¡He venido a liberarte! Hacer gala de cansancio por la carrera recién terminada, y escenificarlo mediante una exagerada necesidad de apoyarme contra el marco de la puerta y una respiración laboriosa, irritó al Soñador. —¡Endereza la espalda y deja de apoyarte! —me ordenó—. No permitas que nadie te vea cansado o debilitado. —Antes de que llegase a abrir la boca para justificarme, me hizo callar con un gesto imperioso. —No culpes a la carrera. Aunque hubieses corrido un maratón no tendrías derecho a mostrarte abatido y exhausto. Dite a ti mismo siempre: ¡habría podido hacer mucho más! Aquellas palabras fueron una bofetada que barrió de un golpe mis pensamientos y la oscuridad que acompañaba al cansancio. Cuando me vio derecho y separado de la jamba, prosiguió: —Estás lamentando el pasado —repitió. El puñal de desprecio que transportaba Su voz me hirió con crueldad. —Lamentarte te somete a las leyes de tu pasado y anula todo el «trabajo» que has hecho a lo largo de estos años. En el camino de la integridad no hay lugar 324
La Escuela de Dioses para lamentaciones de ningún tipo. ¡Una vez que se emprende el «viaje», no hay que mirar atrás! —A continuación, su tono se transformó. —Estás buscando etiquetas —dijo, adoptando la misma paciencia exagerada que muestran los adultos al dirigirse a un niño—. Ya no tienes barandillas y no sabes a qué agarrarte. Este estado de suspenso te da más miedo que el propio miedo que has llevado dentro desde siempre. El Soñador me hablaba desde una de las butacas delsalón, junto al fuego del hogar. Una fibra de plata de su gabán brilló con el resplandor de la lumbre. Aquel rayo de luz penetró los pliegues de mi Ser y me sacudió hasta dejar paso en mí a una nueva comprensión. Como cualquier hombre común, yo también amaba el dolor más que a mi propia vida. El Soñador habría de explicarme que el verdadero miedo del hombre no lo provoca tanto adentrarse en lo que no conoce, sino perder aquello que le es familiar: el dolor, el sufrimiento. Es esta fobia la que crea una barrera insuperable a la manifestación de la voluntad, a lo másverdadero, a lo más real de todo aquello que poseemos, y hace que formemos parte del océano oscuro de la masa. Tras el nacimiento físico, con el corte del cordón umbilical, el niño es confiado a dos nuevos progenitores: la duda y el miedo. Sólo el encuentro con la Escuela posibilita un nuevo nacimiento y la escisión de este terrible funículo. Es un regreso a los verdaderos progenitores: el Sueño y la voluntad. La ausencia de dudas y de miedo es un estado de éxtasis, de libertad, que sólo un hombre íntegro puede soportar. —Esto es lo que te estoy ofreciendo. La libertad es muy costosa, pero no por ello inalcanzable. Sigues buscando entre las sombras del pasado una vieja máscara que ponerte —
denunció. En Su voz se oía la compasión que uno siente por una criatura incapaz, indefensa. Continuó hablando con el mismo tono. —Sientes que te falta un papel que interpretar. Un hombre no puede ser dirigido por el pasado ni por las experiencias que ha vivido. El pasado es polvo. Por el camino de la integridad tendrá que confiarse a nuevos sentidos: la intuición y un séptimo sentido, el Sueño. Todo papel es una cárcel de barrotes invisibles, pero más duros que el acero. —He hecho lo que me has pedido. He dejado mi trabajo, he vendido mi casa, ¿qué mas debo hacer? —estallé, dando rienda suelta a la rabia acumulada a lo largo de tantos meses de espera. Sentí aflorar las ganas de culpar, de lamentarme, el resentimiento por haberme dejado atrapar en aquella nueva aventura que, la mirase como la mirase, no parecía tener ningún sentido. —Dejar el trabajo o cambiar de país, sin comprender, no sirve ni te hará libre —
respondió con brusca dulzura, evitando por el momento alimentar mis emociones. Con la distancia que permiten los años, ahora me doy cuenta de que, una vez más, el Soñador había 325
IX. El Juego acudido en mi auxilio en el momento justo. — Para salir de la prisión de los papeles que interpreta, un hombre debe sentirse engañado por la repetitividad estéril de los acontecimientos y de las circunstancias de su propia vida. Hizo una pausa larga. Yo lo escuchaba de pie, desde el umbral del salón. Me sentía incómodo. Seguía sudoroso y sucio de barro. Me hubiera gustado lavarme y ponerme ropa limpia. El momento me pareció el adecuado y le pedí permiso para marcharme. El Soñador estaba absorto. Interpreté un movimiento imperceptible de Su cabeza como señal de consentimiento y me fui. Una ducha y una camisa limpia hicieron que cambiara mi actitud. Cuando regresé, caminé con pasos sigilosos a sentarme en la butaca situada al otro lado de la chimenea, a una distancia respetuosa del Soñador. Había traído conmigo mi cuaderno. Inspiré hondo y me sentí preparado. Tenía el presentimiento de que la lección iba a ser intensa. El Soñador cambió el tono que eligió para continuar: —Nadie se construye una casa sobre un puente, nadie se queda a vivir —comentó el Soñador a modo de ilustración— los puestos que uno desempeña, al igual que los puentes, sirven para seguir avanzando, están pensados para dejarlos atrás. Los hombres pasan demasiado tiempo en ellos y, en lugar de cruzarlos y seguir adelante, se quedan en ellos, atrapados. Cada paso en el camino hacia la integridad debe ser nuevo, cada instante debe servir para trascender el anterior, cada aliento debe ser un acto de gratitud dedicado a elevar el Ser a nuevas esferas de libertad. —¿Cómo se puede vivir en el mundo libre de identidades? —pregunté. —Esas identidades son máscaras que uno debe llevar deliberadamente mientras actúa. ¡«Interpretar» un papel significa que uno no se lo cree! El Soñador me explicó que el primer paso en la dirección que me estaba mostrando consiste en comprender plenamente la función de las identidades. Según el Soñador, existe una jerarquía de identidades según su complejidad y el nivel de responsabilidad que exigen. Hizo hincapié sobre una idea: nadie puede asumir una función superior si su propio Ser no contiene antes todas las de los niveles anteriores de la pirámide. Su explicación me hizo pensar en un montón de cajas de distintos tamaños apiladas unas sobre otras. —Uno queda libre de su papel sólo cuando ha aprendido a interpretarlo a la perfección —aclaró, poniendo como ejemplo al director de una orquesta, que debe conocer las posibilidades y las dificultades de cada uno de los instrumentos—. Cuando uno interpreta un papel deliberadamente y a la perfección, no sólo queda libre de él, sino que el mundo también se libera de ese grado de vulgaridad y de violencia. Cuando te identificas, cuando crees en tu papel, no sólo te vuelves su esclavo, sino que te aferras al mundo como si fuese lo más real, tu única certeza. Creer en un papel, sea cual sea, significa mentirse a sí mismo. —Sin que hicieran 326
La Escuela de Dioses falta complicadas operaciones matemáticas, me resultó evidente que para recorrer semejante camino, diez vidas enteras no serían suficientes. —Así es —confirmó el Soñador—. Por eso nadie que siga un camino ordinario podrá jamás librarse de los papeles que interpreta… ¡Y tampoco lo querría! —¿Por qué nadie quiere librarse de esos papeles? —pregunté—. ¿A quién no le gustaría desvincularse de las obligaciones y de las responsabilidades que comporta ser padre, marido, directivo…? —Sugerí que lo que nos impide abandonarlas es el sentido de la responsabilidad. —Todo lo contrario —contestó el Soñador sin vacilar—. Para un hombre común, abandonar su papel es como pedirle que abandone su identidad, como pedirle que se quite el chaleco salvavidas en medio de un mar infinito. Los seres humanos están más apegados a sus identidades y, más aún, al sufrimiento que es intrínseco a ellas, que al aire que respiran. —
Siguió una larga pausa durante la cual me mantuve en silencio. —Esos papeles son escudos. Los seres humanos se esconden tras ellos fingiendo estar ocupados, pero en realidad lo que están defendiendo es su propia irresponsabilidad. ¡Fíjate en ti, por ejemplo! —señaló, como si fuese a ofrecer una demostración concluyente. Me sentía en Su punto de mira. Sus palabras no me tomaron por sorpresa, pero no por eso resultaron menos dolorosas. Después de tantos años pasados junto a Él, una señal premonitoria en forma de presión dolorosa en el estómago me advertía siempre del momento en que Su discurso pasaba de lo general a centrarse en mí. 6. Interpretar un papel —Esto es lo que tienes que cambiar… lo que estás sintiendo ahora mismo —dijo, notando mi gesto de dolor—. ¡Mírate! Sigues creyendo que mis palabras te han hecho sentir así cuando, en realidad, ese dolor ha fermentado en tu interior como una charca de agua estancada. Es el síntoma de una herida sin curar, y es la raíz de todos tus problemas. Comprende ese dolor, entiéndelo. Ámalo. ¡No lo rehúyas! —Aún estaba intentando entender, recuperarme de lo que acababa de oír, cuando me di cuenta de que el Soñador había regresado a Su discurso inicial para retomarlo donde lo había dejado. —Al identificarte con tus papeles, has olvidado el Juego —dijo—. No hay interpretación ni comportamiento teatral. Un acontecimiento, una situación o un encuentro provocan que reacciones de forma mecánica, y que «saltes» como el muelle de un cepo para ratones. Imágenes mentales, pensamientos, emociones y sensaciones acaban ajustándose a esquemas mecánicos preestablecidos; los músculos de tu rostro se contraen y adoptan expresiones específicas; palabras concretas te vienen a los labios y caes prisionero de todo ello hasta que nuevas circunstancias y sucesos te catapultan a una celda distinta. —Me explicó que esto es lo que sucede cuando el mundo 327
IX. El Juego exterior le impone un papel a uno. No obstante, cuando uno lo interpreta conscientemente, no se convierte en su esclavo, sino que se libera de él y, por ende, libera también al mundo. —
Los papeles deben ser interpretados sin creer en ellos, lo cual únicamente es posible para quienes han llegado a comprenderse y a ser capaces de gobernarse a sí mismos, y eso requiere orden, disciplina y mucho trabajo de observación de sí mismo. Recalcó que para que un papel pase a formar parte de nuestra vida, hace falta que aprendamos su lenguaje específico: gestos, comportamientos, actitudes y una amplia gama de expresiones faciales y verbales. Asumir un papel supone aceptar ideas y paquetes enteros de creencias que le indiquen a uno qué pensar y cómo sentirse. Aprender a interpretar un papel es complicado. A menudo una persona se pasa la vida aprendiendo a interpretar uno sólo sin que su voluntad y su responsabilidad lleguen a madurar la suficiente para que sea capaz de dejarlo atrás y seguir avanzando. Me explicó que todos, merced a las necesidades de nuestra existencia cotidiana, aprendemos un número limitado de papeles que interpretamos continuamente, cinco o seis como máximo. Para adaptarse a las circunstancias, una persona cambia de un papel a otro como si fuera un robot, sin ser consciente, empujado por cambios en sus circunstancias exteriores. En contra de lo que esta persona cree, no tiene libertad para decidir. —Ser libres significa interpretar cualquier papel «a propósito», sin ser jamás su prisionero —recalcó—. En un hombre común, esta capacidad, que es insignificante al principio, va disminuyendo con la edad hasta desaparecer por completo. La consecuencia es que cuando se dan circunstancias que difieren, aunque sea un poco, del puñado de papeles que uno conoce, esa persona ya no sabe qué máscara tiene que ponerse. Comprendí que esta es la razón por la que constantemente nos sentimos fuera de lugar, incómodos y amenazados. Al no saber qué mascara ponernos, igual que al incluirla en nuestro repertorio, dejamos al descubierto nuestras limitaciones, como el perro del experimento de Pavlov que, incapaz de decidir entre el círculo y la elipse, se vuelve loco. De ahí que todas nuestras facultades, mentales, emocionales y físicas, funcionen de forma desordenada; los pensamientos, las emociones y las acciones se combinan dando lugar a una especie de relación espasmódica y el hombre queda reducido a la condición de una marioneta biológica. Nos sentimos desnudos, avergonzados, y deseamos escapar. Pero es precisamente en estos momentos cuando podemos mirar dentro de la pequeñísima brecha que se abre entre nuestra piel y la máscara que llevamos, para observarnos a nosotros mismos y reconocer nuestra esencia, nuestra parte más verdadera. —Quienes reconocen que su repertorio de papeles es limitado y son conscientes de la tiranía que esa clase de ataduras imponen sobre sus acciones, ya han dado los primeros pasos 328
La Escuela de Dioses en el camino hacia la libertad. —Pero el hombre común, sumido en un sueño hipnótico y acunado por una canción de sufrimiento y dolor, seguirá mintiéndose a sí mismo. Por terrible que sea su vida, seguirá entregándose a ella y jamás encontrará fuerzas suficientes para escapar. —Interpretar un papel es un juego agradable si se hace con plena conciencia. Identificarse con él y olvidar el Juego es fatal. —El Soñador se levantó y fue hasta la ventana. Permaneció en silencio durante algunos minutos, contemplando el jardín de SevenOaks, el césped impecable y las plantas frondosas a la luz de los últimos rayos de sol. Cuando retomó Su discurso el tono de Su voz era insólitamente tierno. —Un papel es un peldaño de una escalera. No te quedes en ninguno. Úsalos —me urgió—. ¡Úsalos para seguir subiendo! Según el Soñador, un papel es la materialización de una manera concreta de pensar. Abandonarlo y pasar al siguiente significa que uno ya lo ha superado en su Ser. Cada peldaño que uno sube y deja atrás, le acerca a la curación. —Aprende a elevar la calidad de tu Ser, y verás que abandonarás rápidamente todos los papeles como si fueran prendas que descartases —concluyó—. Esto se llama «consumir» un papel y liberarse de él definitivamente.—Esta nueva expresión me dejó perplejo. El Soñador notó mi sorpresa y me explicó que «consumar» un papel significa apropiarse de su esencia, de la responsabilidad que hay detrás de cada uno, sino liberarse de él para siempre, no volver a tener necesidad de él. —Así librarás el mundo de la desagradable tarea de revelarte el infierno que llevas dentro, del eterno fastidio de tener que reflejar cada una de tus carencias, todo tu dolor, todas tus muertes. 7. El camino de regreso —Todo lo que está fuera de nosotros, el mundo que vemos y tocamos, las personas, las circunstancias y los acontecimientos con que nos encontramos, son una revelación del Ser, una demostración de nuestra forma de pensar. Los papeles en los que seguimos atrapados nos muestran las heridas que aún no han sanado. Hizo una larga pausa. En lugar de aceptar la energía de aquel momento y de hacerla mía, me refugié entre las páginas del cuaderno fingiendo releer y retocar mis apuntes. Aquellas esquinas en las que me arrinconaba el Soñador me resultaban demasiado incómodas. Y también en aquella ocasión procuraba escaparme. En silencio, pedí más tiempo… todavía más tiempo. Aparentemente, el Soñador dirigió Su atención a otro lugar y yo, que acababa de degustar con Él unos instantes de vida verdadera, regresé a mi puesto entre los objetos inanimados de la estancia, por fin a gusto, una sombra entre las sombras del mundo. 329
IX. El Juego —Los acontecimientos revelan los estados que los han producido. Sólo una Escuela del Ser conoce su lenguaje simbólico y puede trazar el camino de regreso a través de laberintos, desiertos, infiernos interiores, hasta los estados más profundos que son el verdadero origen de todo lo que sucede. La sombra de la noche incipiente acechaba SevenOaks y se apretaba contra los ventanales, lista para infiltrarse y apoderarse de la estancia en que nos encontrábamos. El rostro del Soñador resplandecía con el reflejo de las llamas mientras colocaba con cuidado unos cuantos troncos en el hogar. El momento era perfecto. La penumbra hacía difícil tomar apuntes. Apoyé la cabeza contra el respaldo de la butaca y cerré los ojos para concentrarme mejor. —Sal de ese estado de ánimo —me ordenó con brusquedad el Soñador—. Serías capaz de quedarte dormido delante de Mí. Fue como una bofetada inesperada. Dentro de mí irrumpió con violencia un nubarrón de pensamientos y sentimientos de pena por mí mismo, de deseos de culpar y de resentimientos, que se entretejieron en mi Ser hasta formar uno solo, el más lacerante e insoportable de todos: el sentido de injusticia. En aquel instante, con un salto imprevisto, de insecto, me encontré en el lugar del Soñador. Me observé a mí mismo. Vi la vida observar a la muerte morir. Fueron sólo unos instantes, infinitos, de impresionante lucidez. Después, me embargó un estado de alerta, los ojos abiertos como platos, y la espalda perfectamente erguida. Por espacio de algunos minutos sentí una sensación palpitante, vibrante, de hormigueo bajo la piel. Al cabo, desapareció. Me prometí no volver a bajar la guardia nunca. Relato este episodio para dar una idea de las estrategias a las que recurría el Soñador constantemente para trasladarme a aquellas zonas del Ser en que Su enseñanza, Su energía, se volvía carne de mi carne. Cuando esto sucedía, sabía que tenía sólo unos pocos instantes para reforzar las paredes de mi Ser, la crujiente madera de roble que amenazaba con ceder a la presión de aquel vino, nuevo y más fuerte. 8. ¡No estás preparado! Bajo la presión de Sus palabras sentía que crecía mi resistencia y que mi sangre latía con más fuerza. —Llevas demasiados años renunciando a tu voluntad, has puesto tu vida en manos del mundo. El mundo exterior ha sido para ti la única realidad, lo has convertido en una divinidad, un ídolo de piedra que ha guiado tiránicamente tu existencia. En realidad el mundo no es más que un reflejo. Pensamientos, emociones y actitudes toman forma en el mundo de los acontecimientos y responden a cada una de tus peticiones. Llevas demasiados años creyendo 330
La Escuela de Dioses que el mundo es real, que tiene voluntad propia. Lo has nombrado amo y señor de tu vida. Durante demasiados años has otorgado poder a una sombra que tú mismo has proyectado. — Había llegado el momento que tanto había temido. Era hora de desprenderse de las muletas, de morir a todo lo viejo. Sentía abrirse bajo mis pies un abismo que habría de conducirme a un universo de caos y desorden. —Las cosas no cambian ni pueden cambiar. Sólo tú puedes cambiar. Se detuvo. Aquella pausa se dilató en mi interior hasta el exceso. Un vago desasosiego que dio paso al miedo se expandió en círculos hasta colmar todos los rincones de mi Ser. Aparentemente no había nada que justificase mi alarma, sin embargo presentía que detrás de Sus palabras, pero, sobre todo, tras Su silencio, se estaba preparando algo inimaginable. Intenté tranquilizarme, pero no lo logré. Finalmente, como si hubiese dado con una solución tras mucho esfuerzo, el Soñador anunció la siguiente fase del «trabajo» que me permitiría progresar al siguiente nivel. En aquel momento comenzaba la aventura que a la que habría de dedicar sin descanso cada instante de mi vida. Con el tono de quien comunica una decisión meditada largo tiempo, dijo: —Han hecho falta años de preparación para hacerte comprender el estado fragmentario de tu Ser; años y años para que reconocieras el sueño hipnótico que gobierna tiránicamente la existencia de todos los hombres. He traído orden a tu vida. Te he liberado de obligaciones y planes para que puedas dedicarte a reunir los principios de un sistema educativo que señale el camino para salir de los infiernos de la vida ordinaria. —El Soñador permaneció un tiempo absorto en sus pensamientos. Al cabo, continuó con tono resuelto. —Hay hombres y mujeres a los que tendrás que conocer… —¿Quiénes son? ¿Dónde viven? ¿Por qué tengo que conocerlos? —pregunté con nerviosismo. —No hay una finalidad —respondió el Soñador con insólita dulzura—. Esto es lo que hace al «juego de los encuentros» interesante, único… eficaz. Tendrás que conocer a centenares de personas sin ningún propósito, más allá de reconocer en cada uno de estos hombres y mujeres un fragmento de ti. Si Me recuerdas, si recuerdas tu promesa, cada encuentro será una oportunidad de enfrentarte con una parte desconocida, no resuelta, de ti mismo. —¿Centenares de personas? Pero, ¡harán falta años! —exclamé, espantado ante semejante perspectiva. —El tiempo que haga falta dependerá sólo de ti. El «juego de los encuentros» durará el tiempo que tardes en comprender y será tan difícil como dura sea tu resistencia. A través de este juego entenderás que el mundo es una creación tuya y que los demás son tu reflejo. Y 331
IX. El Juego aunque llegar a esta conclusión exija años de trabajo, al menos habrás debilitado en tu interior la vieja creencia en que el mundo tiene poder para auparte o para derrumbarte, de que los demás pueden amarte o luchar contra ti, y de que fuera de ti existe un mundo hostil que rige y controla tu vida. El mundo existe porque tú existes. El mundo está vivo porque tú estás vivo —
clamó el Soñador—. El mundo es tu sombra. Al hombre le gustaría encontrar en él la inteligencia que siente dentro de sí, y por eso dedica su existencia a buscar vida entre fantasmas. Y cree en una realidad fuera de sí mismo… ¡Malgasta su vida excavando entre las sombras! Pero al excavar e identificarte con las sombras, se vuelven cada vez más reales para ti, hasta que el mundo exterior se convierte en una especie de fetiche, un dios al que adorar, al que temer, cuyo favor debes procurarte… porque has olvidado tu verdadera identidad, has renunciado a tu derecho como creador. —Y añadió recalcando cada palabra: No lo olvides, los demás son tú fuera de ti, los demás son el reflejo de todo lo que no quieres ver, sentir o tocar dentro de ti. —Pero, entonces, tanto yo como tus más allegados, ¿qué somos para ti? —le pregunté. Apenas hube pronunciado estas palabras, el rápido latir de mi corazón me dio a entender que había traspasado el límite de lo que era capaz de escuchar y comprender. Sus ojos me sopesaron durante unos instantes interminables, quizá para evaluar mi capacidad de soportar lo que iba a comunicarme. Entonces recordé Sus palabras: nada es exterior. Nada es exterior. Su fuerza me arrojó a la soledad de un universo en el cual yo era el único habitante, creador, señor y amo absoluto. Me sentía paralizado y apesadumbrado, y hubiera dado cualquier cosa por retirar lo dicho. Los muros de mi Ser temblaron bajo la presión de aquel momento crucial. ―Todos vosotros sois Yo ―dijo―, fragmentos de Mi, aparentemente en el exilio. 9. El atajo Estaba hundido. El Soñador me había encomendado una tarea tan imposible que me sentía sin energía incluso antes de empezar. ―El «Juego de los encuentros» te permitirá comprimir el tiempo. Aprenderás más acerca de ti mismo jugando que un hombre común a lo largo de diez vidas ―dijo con tono imperativo. No obstante, la idea de trabar relación con tantos desconocidos ilustres, de dedicar meses y años a tal fin, seguía pareciéndome absurda. ¿Acaso no había otro camino? ―Para ti el mundo es demasiado real. Sólo el «juego» te liberará de esta descripción petrificada, rígida, y te permitirá alcanzar una visión más fluida, más líquida, del mundo. El mundo es una emoción ―dijo, y esperó a que la sustancia preciosa de Sus palabras hubiese 332
La Escuela de Dioses penetrado mi Ser. ―Los encuentros te ayudarán a medir tu nivel de responsabilidad, te enseñarán a conocerte a ti mismo plenamente, y te darás cuenta de que todos los hombres y las mujeres que conozcas son en realidad una parte desconocida de ti mismo, la oportunidad de ver una de tus heridas, una de tus enfermedades ocultas que, entonces, podrás curar por fin. ―¿Cómo los elegiré? ¿De qué hablaré con ellos? ―insistí, sin intentar siquiera ocultar mi aprensión. Esperaba con todas mis fuerzas que al final decidiera que no estaba preparado para la tarea. ―No importa de lo que hables ―contestó el Soñador―. Lo preguntas porque sigues creyendo que los demás están fuera de ti, cuando no son sino estados de tu Ser que se materializan en el mundo de los acontecimientos. Los demás son tiempo. ―¿Y las personas que dan su vida por los demás? ¿Y las personas que buscan a otras para ayudarlas y curarlas? ¿Y qué hay de los misioneros? ―Hasta el misionero se encuentra consigo mismo, con sus dudas, con sus miedos y su división. Se mezcla con los supersticiosos para vencer su propia superstición. Se adentra en el mundo del sufrimiento para curar sus propias heridas y regresar a la fuente, a la causa verdadera. Y aunque no sea consciente de ello y crea que actúa por los demás, en realidad son los demás quienes están actuando para él, quienes lo están cuidando. Una vez que entienda qué estados de su interior han hecho necesariala misión que esté llevando a cabo, sanará, y ya no tendrá que seguir siendo un misionero. Colocará a alguien en su lugar y seguirá su camino. Estaba hecho un lío. La respuesta del Soñador me había dado la vuelta como a un guante. Aún seguía intentando recuperarme, cuando me di cuenta de que había saltado a otro argumento y estaba respondiendo a mi pregunta inicial. ―Respecto a qué personas conocerás, por ahora lo único que hace falta que sepas es que yo mismo lo decidiré y te las señalaré. Lo importa es que aprendas a «ver». Cuando seas capaz de «ver», en un instante harás tuya la historia de esa persona y te beneficiarás del resultado de años de vivencias, esfuerzos, sacrificios, éxitos y fracasos. «Ver» a esas personas significa reconocerlas dentro de ti como heridas por cicatrizar, órganos por sanar. «Ver» significa perdonarse por dentro. Es entonces cuando cada encuentro se convierte en un escalón sobre el que apoyarse para seguir avanzando. El Soñador había notad mi creciente interés por lo que me estaba contando. Esta cuestión de los encuentros comenzaba a tomar la forma de una especie de arte marcial desconocida y misteriosa. Para mi sorpresa, el mundo, con continentes, ciudades y el caleidoscopio infinito de las actividades humanas estaba tomando la forma, tan dócilmente como la arcilla, de un inmenso campo de batalla en el que a cada instante se entablaban 333
IX. El Juego millones de duelos invisibles. El desenlace de cada uno de ellos designaba, por turno, quién señalaba el camino y a quien le tocaba seguirlo. ―Donde quiera que se encuentren, ya sea por unos momentos o durante años, en el desierto o haciendo negocios, dos hombres forman inevitablemente una pirámide, se colocan invisiblemente en niveles distintos de una escala invisible respetando un orden interior, matemático, una jerarquía planetaria hecha de luminosidad, de órbitas, de masa y de distancia respecto a su sol. Seguí tomando notas y, línea tras línea, fue dejando atrás la resistencia y cambiando de actitud. Las palabras que siguieron desplegaron ante mis ojos una vida que en realidad era un recorrido a lo largo de un sistema de identidades de complejidad creciente hasta llegar a la cumbre, el lugar en que toda identidad había sido superada. ―La humanidad, tal y como es, no busca curarse, y tampoco lo quiere. Está obligada a actuar mecánicamente, movida por fuerzas ignotas. El sufrimiento y el dolor son la fuerza motriz de su evolución. Y aunque parezca que la mayor parte de las personas haya cambiado su propia posibilidad de progresar por la aparente seguridad de una carrera o por el espejismo de la riqueza económica o del éxito artístico, en realidad ni siquiera el hombre más ordinario es incapaz de eludir un proceso de curación involuntario, mecánico e imperceptible. El trabajo en una organización, las tareas de sus puestos, los enfrentamientos, el sufrimiento y los problemas que la vida le presenta inexorablemente, forman en su conjunto una disciplina necesaria que le hace mejorar y lo proyecta hacia zonas más elevadas de libertad. Es un sistema muy lento ―concluyó―. Toda una vida podría no ser suficiente para avanzar un solo milímetro en sentido vertical en el Ser. Por el contrario, más tarde el Soñador me explicó que el «juego» era la forma más rápida de escalar la pirámide de los papeles humanos y trascenderlos a la velocidad del rayo. Para terminar, recapituló lo más importante de Su exposición: ―Aún sigues atrapado en lo que crees ser. Por eso lo que realmente observarás durante tus futuros encuentros no será quien eres, sino quien no eres, el hombre que has creído ser. Se podría decir que el estudio de uno mismo, la autoobservación, es una especie de luz. Cuando la luz se abre paso, las sombras desaparecen y todo lo verdadero y real que hay en ti permanece, mientras que aquello que no eres o que has creído ser, se desvanece. Nuestra conversación llegaba a su fin. Sentí mi corazón atenazado como cuando el Padre Nuzzo me llamaba a la pizarra, cuando, dejando atrás mi pupitre, la anónima responsabilidad y la cálida complicidad del grupo, sólo podía contar conmigo mismo. Mi nueva aventura estaba apunto de comenzar. Me hubiera gustado saber más sobre las personas a las que iba a conocer, sobre sus puntos de vista, pero… 334
La Escuela de Dioses ―En el «juego» no hay nada que planificar. Tendrás que improvisar en el momento e interpretar deliberadamente papeles e idiomas de existencias que nunca antes habrás vivido. El momento te revelará la estrategia, qué palabras usar y todo lo que te hará falta saber para «cumplir» tu tarea. Me habló de hombres y mujeres que en sus ámbitos particulares son auténticos maestros. Igual que máquinas perfectas, altamente especializadas, han alcanzado la impecabilidad absoluta dentro de los confines que define el mundo al que se limita su papel. Había llenado páginas y páginas de apuntes sin levantar la cabeza del cuaderno. Releerlas me hacía recobrar toda la fuerza y la determinación que ahora sentía a Su lado. Comenzaba a resultar evidente que detrás de cada encuentro, más allá de la aparente superficialidad de la relación, había algo especial: el encuentro con una multitud de tipos humanos trazaba el sendero hacia una curación que el Soñador llamaba «integridad». «Los demás te revelan, dan la medida de ti mismo y reflejan impecablemente tu grado de responsabilidad.» Aparentemente, las personas se reúnen para tomar decisiones o para cerrar negocios, pero no son conscientes de lo que realmente sucede en sus relaciones. Encontrarse es un pretexto. La verdadera relación tiene lugar en otro nivel. Más allá de la superficie, cuando dos personas se encuentran, lo que está en juego es mucho más. ―Cada persona con la que te encuentras es una puerta. Puede impedirte el acceso o transformarse en un peldaño que te permita avanzar. Cada encuentro da la medida de tus posibilidades y determina tu ubicación en la escala de la responsabilidad humana ―me explicó el Soñador como quien informa de precauciones vitales antes del comienzo de una peligrosa misión―. Recuerda: ¡los demás, son tú! ―añadió―. Durante el «juego» no encontrarás a nadie más que a ti mismo. Al cabo de pocos segundos tendrás que saber qué parte de ti tienes delante, y tendrás que entender al instante el objetivo de ese encuentro, qué máscara ponerte, y mantener el papel que el otro, ya sea hombre o mujer, quiere que interpretes. En el «juego», la diferencia entre vosotros será que tú sabrás que estarás interpretando y el otro interpretará sin ser consciente de ellos. Es una distancia infinita, una diferencia equivalente a una eternidad, una diferencia que te permitirá ascender verticalmente, a velocidad supersónica, la pirámide de las identidades humanas y conquistar posiciones que en el mundo horizontal requerirían años o generaciones enteras para ser alcanzadas. Aquí el Soñador me habló del «atajo», de un camino vertical que comprime el tiempo y nos acerca rápidamente a lo más real que existe en nosotros: el Sueño. 335
IX. El Juego 10. Comprimir el tiempo Las enseñanzas del Soñador me estaban haciendo ver un mundo donde impera un desafío sin tregua y donde no hay lugar para la vacilación. Dos personas se encuentran. Sin símbolos ni divisas, desnudos en el desierto, inevitablemente, uno decide la dirección y el otro la sigue. Como dos animales en la selva, se transmiten mediante un lenguaje animal las señales de raza, fuerza, territorio y rango. Una reacción, una actitud, una postura, la expresión de una emoción, una mirada, una palabra, el más pequeño gesto, delatan la posición que cada uno ocupa en la escala evolutiva. Ese grado de comprensión queda registrado en el universo y decide los acontecimientos de nuestra vida, lo que sabemos, lo que hacemos, lo que tenemos y, en suma, nuestro destino económico. Su tono se volvió ligeramente más familiar, y dijo: ―Cuando dos personas se encuentran, una contiene inevitablemente a la otra. ―¿Qué significa contener a una persona? ―pregunté. ―Significa ser responsable de todo su mundo, de sus papeles, de su vida y de todas las vidas que dependen de ella. Significa conocer la solución de todas sus dificultades, la respuesta a todas sus preguntas y peticiones. Si no tienes éxito, tendrás que proceder por los caminos ordinarios: los del tiempo y la experiencia. Podrán pasar años antes de que vuelva a presentarse la ocasión que perdiste en aquel encuentro de entrar en zonas superiores del Ser, de la inteligencia, de la integridad. En cualquier caso, si tienes la suerte de recibir una segunda oportunidad, tendrás que repetir la misma prueba. Dejé que mi visión se expandiese físicamente y me preparé a escuchar con más atención, al notar que el Soñador se preparaba para comunicarme otra parte de Sus enseñanzas que habría de cambiar mi vida entera. ―Es un juego difícil y peligroso ―me advirtió―. Una mirada, una palabra, el más pequeño movimiento o pensamiento puede traicionarte y hacer que caigas en una trampa mortal. Un hombre que no esté en contacto con una Escuela no tiene nada que hacer. Participa en el «juego de los encuentros» pero no conoce las reglas, no tiene la menor conciencia de lo que está en juego realmente, y ni siquiera sabe que es un juego. Quien «ve» el juego lo dirige. Quien no lo ve, se convierte en su víctima. ―¿Cómo sabré que he pasado la prueba? ¿Cuál es el resultado de un encuentro exitoso? ―pregunté en voz alta, como si estuviera viendo al Soñador desaparecer en el horizonte. ―Todo en la vida de un hombre empieza a encajar del único modo posible y refleja su grado de comprensión, su impecabilidad. Cuando «contengas» al otro no podrás equivocarte: 336
La Escuela de Dioses sentirás una alegría inmensa por haber llevado luz y sanación a otro rincón de tu Ser. Cuando esto sucede en un hombre, el universo entero lo sabe. ―¿Cómo es posible que el universo conozca el resultado de un encuentro acaecido en privado y sin testigos? ―pregunté. ―Los seres humanos y las cosas son parte de un mismo tejido conjuntivo. Un sistema nervioso planetario une entre sí todas las células de la humanidad. Solo, en el rincón de una habitación, un hombre comunica a todo el universo su condición, su nivel de responsabilidad, sus intenciones. No hay posibilidad de engaño ni caben interpretaciones. 11. Los demás revelan quién eres El Soñador me había prometido que volveríamos a vernos la siguiente semana en el Spaniard’s Inn, el antiguo pub del barrio de Hampstead. Mientras tanto, yo pasaba los días y las horas meditando lo que me había dicho acerca del «juego». La idea que más me preocupaba era verme obligado, quién sabe durante cuánto tiempo, a llevar a cabo una misión que me parecía de lo más estrafalaria: conocer a cientos de personas con el fin de descubrir que no existían. —No dije que los demás no existan —me corrigió el Soñador durante nuestro encuentro con una mueca de conmiseración cortante como un cuchillo—. ¡Dije que los demás no existen fuera de ti! Cuando esto te quede claro, entenderás para qué sirven los demás. Sabía, por mi experiencia anterior, que el Soñador me estaba ofreciendo una oportunidad única y que el «juego de los encuentros» habría de revelarse como un instrumento de valor evolutivo incalculable. No obstante, me asaltaban las dudas y las preocupaciones y no conseguía librarme de ellas. Además de la complejidad y los esfuerzos que requeriría organizar tantos encuentros, una idea me inquietaba más que las demás: si el «juego de los encuentros» había de ocupar todo mi tiempo y me iba a exigir viajar por Gran Bretaña y por otras partes del mundo y quedarme un tiempo en los lugares que visitase, ¿cómo iba a hacer frente a tantos gastos? Además, había otra cuestión que me preocupaba: que aquellos encuentros eran realmente duelos. Una vez me dijo: «No hay un solo momento en que tu vida no esté en juego». El recuerdo de aquellas palabras reforzaba mi creencia y acrecentaba la ansiedad que me producía la idea de competir, además del rechazo a tener que conocer a tantos extraños sin saber muy bien por qué. El «juego» adquirió tintes de crueldad y se ensombreció su imagen en mi mente cual si la mirase a través de un cristal oscuro. Asimismo, me parecía que se reducía a lo siguiente: o transmitías un mensaje de fuerza, de valentía y dignidad para ser 337
IX. El Juego ascendido al siguiente nivel, o tu adversario te condenaba a vivir encadenado en las mazmorras de la existencia, abandonando el campo de batalla como un guerrero derrotado. Al principio no me atreví a decirle nada de esto al Soñador. Seguía sin saber si esa sensación provenía de mi temor a no estar a la altura del desafío o de una especie de preocupación humanitaria por quien saliese derrotado del enfrentamiento. En esto pensaba mientras me dirigía a pie a la antigua taberna. El ambiente que encontré dentr no parecía haber cambiado mucho desde los días en que la frecuentaron poetas de la talla de Shelley, Keats y Byron. Era temprano. El Soñador aún no había llegado. Miré en derredor para descubrir qué lugar estratégico elegiría y opté por una mesa situada en el rincón más tranquilo. En la pared, un trofeo de harquebus evocaba las hazañas de un legendario bandolero. Entretanto, seguía rumiando los pensamientos que tanto me preocupaban. La llegada del Soñador me tomó desprevenido. Antes de que pudiese hacer nada por evitarlo, me sentí preso de la misma vergüenza y desconcierto que quien de repente es sorprendido por su superior distraído o mal preparado. Había bastado ver al Soñador para «recordar» cuál debía ser la actitud correcta. Intenté recuperar rápidamente la dignidad y reunir de nuevo los fragmentos dispersos de mi Ser antes de que llegase hasta donde yo me encontraba. No obstante, aún desde la puerta de la taberna, el Soñador me hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera. Dejé la mesa que había escogido para los dos y subí con él al primer piso. Me molestó ver la sala abarrotada de gente, el ruido que hacían los parroquianos y el tufo a cerveza y aire rancio. La mesa del piso de abajo hubiera sido mucho más apropiada para la conversación que tenía en mente, pero el Soñador fue directamente hacia una que se encontraba en el medio de la sala, allí donde el bullicio de la conversación era más intenso, y me invitó a tomar asiento. No dejó pasar la oportunidad de hacer un rápido comentario sobre el estado en que me había encontrado, por el cual me regañó con tono divertido, casi burlón. Pensé que quizá pudiera aprovecharme de Su buen humor, pero con cuidado. La experiencia me había enseñado que la actitud del Soñador podía cambiar repentinamente y que sus enfados podían ser terribles. Una palabra, un tono o un movimiento inapropiados o inoportunos podían bastar para que explotase. Me hubiera gustado formularle la pregunta que mejor resumía mi estado interior y sobre la cual no dejaba de pensar: ¿qué les pasa a los que participan en el «juego» y pierden? Pero mi proximidad física a Él aclaró todo. Me di cuenta de que lo que en realidad quería preguntarle es qué me pasaría si saliese derrotado de mi primer encuentro. —No te equivoques —me dijo, adelantándose—. Ya te he dicho que en el «juego» no hay vencedores ni perdedores. 338
La Escuela de Dioses Aquellas palabras me llegaron claras y altas, como si el griterío se hubiese suspendido de repente y nos hubiésemos quedado solos en el pub. Su voz no atravesó la multitud y tampoco tuvo necesidad de elevarse por encima del clamor, sino que me llegó desde dentro. Como si hubiera penetrado en mi cabeza y seguido mis pensamientos hasta su raíz, llegó al origen de mis viejas creencias y mis prejuicios: —Tu visión sigue siendo el fruto de una separación interior, de una descripción del mundo que se rige solamente por oposiciones y antagonismo. En realidad, el duelo tiene lugar solamente dentro de ti. La relación que uno entable con otra persona sólo es el aspecto más superficial y visible de lo que realmente ocurre durante un encuentro. Y aunque temas que el otro te despoje de lo que has acumulado durante tantos años de preparación, en realidad es dentro de ti, y solamente allí, donde los destinos se deciden. —Prosiguió retomando un argumento anterior: «contener» a un hombre no significaba simplemente incluirlo en la propia responsabilidad de uno, sino elegirlo. —El encuentro con un hombre de mayor responsabilidad siempre conduce a una compresión del tiempo, a un salto cuántico hacia la unidad del Ser —
afirmó— aunque uno no sea consciente de ello. Encontrarse con un hombre que lo «contiene» a uno es una bendición. Quien da un paso hacia delante no abandona al otro a su suerte. Al contrario, se hace responsable de él. Sabe que su propia evolución también conduce a la evolución del otro. El progreso de un hombre, la sanación de una sola célula, acelera el progreso de la humanidad entera. Piensa en cuánto material de estudio y cuantas oportunidades te ofrecen los demás para darte cuenta de que no hay límites al éxito, porque la verdadera victoria es vencerse a sí mismo mediante la armonización de los contrarios en nuestro seno en este preciso momento. Cuando esta inteligencia está ausente, cuando falta esta vigilancia interior, los seres humanos se encuentran sumidos en el sueño, abrumados por las preocupaciones, hundidos por las dudas y los miedos, perdidos en la rutina de lo cotidiano. Sólo se reúnen con otros para perseguir objetivos y obtener ventajas externas vanas a insignificantes. Con tono ligero, señaló que por más que los seres humanos se empeñan en hacer cosas, en hablar de negocios o en tomar decisiones aparentemente importantes, desde la perspectiva del hombre evolucionado, parecen poco más que seres incivilizados, afanados en negociar y discutir el precio de cuentas de baratijas, fruslerías y chatarra. —Han perdido de vista el verdadero objetivo —anunció, de nuevo con tono duro y grave—. No son conscientes del juego. Lo han olvidado. Han dejado de actuar ¡y se han convertido en el papel que interpretaban! —Con una mirada, se aseguró de que yo estaba entendiendo antes de concluir. —En el camino hacia la impecabilidad, en el mundo del hombre 339
IX. El Juego responsable, sólo cabe la conquista de uno mismo, de la propia mediocridad, de la propia mentira y de la propia identificación con el mundo. 12. Interpretar conscientemente. El Arte de Actuar —Hay una máscara adecuada para cada ocasión —dijo—. La principal habilidad que debes desarrollar en el «juego de los encuentros» es el arte de disfrazarse. El tono que empleó y la expresión de Su rostro me indicaron que habíamos llegado a una parte decisiva de Sus enseñanzas. Sabía por el viejo manuscrito de «La Escuela de Dioses» y por las investigaciones que había llevado a cabo sobre la vida y el pensamiento de Lupelio, que poseía una habilidad legendaria para disfrazarse. En su Escuela el arte de camuflarse era parte imprescindible de la preparación de todo guerrero. Para Lupelio las distintas identidades eran ropajes psicológicos que se ponía y que mandaba ponerse a sus discípulos con el fin de que aprendieran a «convertirse» en el personaje, a explorar y conocer cada uno de sus rincones, cada uno de sus secretos, pero sin olvidar el juego, sin quedar atrapados en ellos. La aspereza con que el Soñador planteó la cuestión me dio a entender rápidamente la importancia de este elemento en mi preparación para el «juego». —El arte de actuar es la capacidad del guerrero de vivir estratégicamente —declaró—. Es la habilidad que le permite acertar cada vez, asumir en cada situación la actitud más adecuada para cada circunstancia. —Reconocí en las palabras del Soñador la enseñanza de Lupelio. Las voces de ambos se fundieron, sus imágenes se superpusieron en mi mente hasta a convertirse en un solo ser. En aquel momento se estaban comprimiendo miles de años. —
Aprende a vivir estratégicamente, aprender a interpretar deliberadamente, y sabrás qué imagen ofrecer en cada situación. Sólo quien sabe interpretar un papel es capaz de tener en cuenta los miles de detalles que hacen que cada encuentro sea único, distinto a todos los acaecidos antes o a los que habrán de acaecer a lo largo de la historia del mundo. —Hizo una pausa tras la cual Su voz resonó potente e imperiosa. —Aprende a interpretar —dijo—. ¡Sólo quien aprender a actuar de este modo puede gobernar su vida y la de los demás, vencer y ser libre! Aquellos preceptos me provocaron una repugnancia instintiva. Todo lo que me habían enseñado me llevaba a ver las cosas desde el punto de vista opuesto. Un hombre libre era el que podía «ser él mismo» y no tenía necesidad de interpretar ni fingir ser alguien distinto. Se lo dije, y al final de mi argumentación seguía pensando que encontrarme con otras personas interpretando un papel o llevando una máscara era una forma falsa, insincera, de entablar una relación. La mayoría de las persona estarían de acuerdo conmigo. A cualquier persona normal mi actitud le habría parecido la de una persona que se rige por reglas de urbanidad y principios 340
La Escuela de Dioses éticos inquebrantables y que es capaz de defenderlos con valentía, incluso enfrentándose a un superior; pero en el mundo del Soñador mis palabras hicieron saltar todas las alarmas como su hubiese irrumpido un ladrón. —¡Calla! —me gritó con un inesperado ataque de ira y sin dejarme terminar siquiera. —Ser tú mismo…, ser tú mismo… —repitió, burlándose de mi presunción—. Alguien como tú, que ha vivido toda su vida en la mentira, en la prisión de sus identidades, no tiene la menor idea de por dónde se empieza a ser realmente uno mismo. En Su voz se oía repugnancia y desprecio sin ambages. El soñador no estaba respondiendo a mis palabras, pero servía de espejo a mi arrogancia, a mi división. Detrás de aquellas argumentaciones, y más hondo de lo que yo alcanzaba a ver, se hallaba aún mi resistencia a cambiar. Mi arrepentimiento tenía que ser total e inmediato para que el Soñador pudiese proseguir Su discurso y el tono de Su volviese a ser el de antes, como si no hubiera habido interrupción. De nuevo, volví a observar aquella capacidad Suya de entrar y salir de un estado del Ser, modificando el tono de Su voz, los gestos, la expresión del rostro, Sus reacciones, y todo ello sin dejar residuo o rastro alguno. —Vivir estratégicamente no es oportunismo y tampoco significa mentir. Es la capacidad del guerrero de adoptar la apariencia adecuada y de llevar a cabo las acciones que la situación requiera y que el mundo esté dispuesto a recibir. Sólo quien vive estratégicamente puede sobrevivir. Interpretar es ser libre. Interpretar un papel «a la perfección» significa haber superado ese papel en la vida; significa comprenderlo, poder entrar en niveles superiores de responsabilidad. En su origen, el teatro era una escuela del Ser, una escuela de libertad donde los discípulos‐actores aprendían a interpretar papeles y a superarlos, a adquirir la capacidad de entrar y salir de ellos sin quedar prisioneros. Interpretar significaba, por tanto, aprender a liberar el Ser de los propios pensamientos destructivos y de las emociones negativas. Y esta acción catártica, purificadora, llevada a cabo en el teatro, aunque los actores fuesen sus principales beneficiarios, también se extendía al coro, al público, a la ciudad, incluso a la nación, uniéndola y unificándola, creando las circunstancias propicias para su libertad y su prosperidad. Este propósito ha otorgado al teatro el lugar central que siempre ha tenido en todas las culturas, que sigue fascinando a los hombres, y sigue dando sentido a su magia. La Grecia clásica había descubierto la importancia del Ser, sabía que el secreto de la prosperidad económica, de la concordia civil, de la madurez y de la longevidad de las instituciones se hallaba en la elevación del Ser de cada hombre, en el enriquecimiento de cada una de las células de la ciudad. Esta visión concibió y produjo una civilización del Ser, una 341
IX. El Juego civilización emocional, atemporal. El arte, la belleza, la música, el deporte, la búsqueda de la verdad, eran los pilares maestros de la polis y los valores rectores de su vida. Con la misma autoridad que un testigo directo, que un ser misterioso sin geografía ni tiempo, el Soñador me contó que en civilizaciones más antiguas que la griega y la romana, cuando se fundaba una nueva ciudad, antes incluso de trazar los muros, se elegía el emplazamiento de dos edificios públicos: el teatro, para purificar las emociones, y las termas, para purificar el cuerpo. Estas eran las dos glándulas vitales de depuración, los riñones de aquella sociedad. Igual que en un ser vivo, a estos dos órganos les había asignado asignada la tarea vital de filtrar y purificar la linfa de la ciudad, de depurar y enriquecer cada célula. —El teatro no es un lugar físico, sino un estado del Ser, un lugar de la psicología donde se armonizan las grandes facultades del hombre, donde la palabra, que es la fusión del pensamiento con el aliento y la aspiración, se encuentra con el gesto. Sentía como si estuviese viajando en una máquina del tiempo en busca de mundos desaparecidos y civilizaciones enterradas. A Su lado aún podía sentir su latido, su presencia. 13. «El juego de los encuentros» Fue así como junto al Soñador comencé aquel periodo de mi aprendizaje que habría de resultar uno de los más intensos. Como un padre guerrero, me entregó una armadura, un escudo y las armas que habría de llevar, confiándomelas con este consejo: —Permanece vigilante, atento a cada momento y cada una de las oportunidades en que yerres. ¡Obsérvate! Llena cada rincón de tu Ser con el recuerdo de tu promesa. Quien no recuerda el Sueño, el poder real, misterioso e invisible que rige el mundo, es un fragmento perdido en el universo. El «juego» me mantuvo muy ocupado a lo largo de dos años, y durante todo aquel tiempo no hice más que conocer a los hombres y mujeres que me el Soñador me señaló o que colocó en mi camino de acuerdo con decisiones estratégicas que sólo Él conocía. Hoy reconozco que todos aquellos encuentros fueron el fruto de una elección precisa, una pieza de un plan lúcido, consciente y providencial en el que cada uno de ellos era una pieza de una secuencia pedagógica admirable. Además de ayudarme a descubrir las heridas más profundas de mi Ser, crearon en el mundo de los acontecimientos los cimientos insustituibles de la creación y el desarrollo de la nueva universidad. Seven Oaks fue el foco de encuentros memorables, un cenáculo que acogió lo más granado de la inteligencia mundial, hombres y mujeres de todos los ámbitos de la cultura, de los negocios, de la política y del arte. Seven Oaks fue un canto que convocó a quienes resultaron ser esenciales para la materialización de la gran empresa. La belleza y el estilo de 342
La Escuela de Dioses aquella casa, que durante meses no me habían parecido más que costosos lujos y complementos innecesarios, llegaron a ser los fundamentos de toda la estrategia, el entorno excepcional que agrupó e imprimió a toda su historia caracteres insustituibles. Seven Oaks marcó el tono de los elementos de vigor empresarial, estilo de vida, responsabilidad y liderazgo que habrían de acompañar como elementos constantes el nacimiento y desarrollo de cada nuevo campus de la universidad, además de trazar las líneas maestras de sus enseñanzas. Seven Oaks fue hogar, aliado, cuartel general, arca y precioso guardián de mis alegrías familiares. Allí crecieron mis hijos y el afecto por Eleonora. El «juego de los encuentros» ocupó una parte fundamental de la economía general de mi aprendizaje, y durante aquellos dos años ni faltaron los momentos de incomodidad en que Su disciplina y su austeridad pasaron a ser demasiado duras para mi nivel de tolerancia. El Soñador era un maestro en el arte de culpar. Utilizaba la culpa y la acusación para erradicar de los rincones de mi Ser el canto de dolor que siempre me había afligido y que me mataba por dentro. Nada se le escapaba y la menor distracción, la más pequeña desviación del Proyecto, hacía que se desencadenase Su cólera terrible. Entonces sabía cómo penetrar en los pliegues, en las llagas más dolorosas de mi Ser y cauterizarlas con un hierro incandescente. Ojalá todo hombre que quiera abandonar los surcos repetitivos del propio destino encuentre al Soñador, tenga un guardián tan atento e implacable. Cada paso que uno da a Su lado lleva el aliento de la eternidad. Ahora que escribo estas palabras, reconozco que todo lo que hice a Su lado fue pensado única y milagrosamente para mí y, a través de mí, dedicado a la evolución de todos los hombres que han despertado a su propia condición de esclavos. A Su lado, la existencia entera había demostrado ser una Escuela del Ser, una Escuela de Dioses abierta a todo aquel que quisiera cambiar y hacer de su vida una obra maestra. Sobre todo durante los primeros meses, el «juego de los encuentros» me pareció una extravagancia y puso a prueba mi determinación. Antes de las revelaciones del Soñador jamás hubiera imaginado que se pudiese conocer a otras personas sin un fin «práctico». —Una vez me preguntaste en qué me basaría para elegir a las personas con las que tendrías que encontrarte —dijo, recuperando una pregunta mía que cuando la formulé no juzgó oportuno responder—. Su característica fundamental es que deben ser impecables y despiadados. Un día entenderás que ningún encuentro tiene lugar fuera de ti. Los hombres y las mujeres que conocerás demostrarán ser fragmentos de ti que deberás contener como si fueran teselas de un único mosaico. Cada uno de ellos representa una de tus posibles vidas. En el oceáno de la humanidad, cada uno de ellos es una gota que refleja un aspecto de tu psicología. Recuerda: los demás sólo son espejos. No hay a quién acusar ni a quién culpar. ¡Un hombre se encuentra siempre y sólo consigo mismo! 343
IX. El Juego Siguiendo sus indicaciones, manteniendo Seven Oaks como base, viajé intensamente. En muchas ocasiones salí de Inglaterra, y en otras incluso del viejo continente, para colocarme en las situaciones más variopintas y acercarme a personas de toda posición social, edad, inteligencia, ascendencia y nivel económico, con el único propósito, absurdo y maravilloso, de observar, de «leerme y conocerme» a mí mismo. Fue así como pasé revista a una amplia gama de seres humanos: artistas, directores, industriales, consultores, sanadores de la humanidad y Padres de la Iglesia; políticos, emprendedores, filósofos y profesores, médicos, grandes abogados y banqueros, ganadores del Premio Nobel y vagabundos; hombres en la cima de su éxito y otros caídos en desgracia; gurús de las finanzas y empresarios arruinados; en sus casas o en sus oficinas, en la calle o en sus yates, en hoteles de lujo o modestas casas de huéspedes, trabajando o de vacaciones. Cientos de encuentros, cada uno de los cuales requería una cierta actitud, un lenguaje, un comportamiento, una indumentaria o «etiqueta». Cada uno puso a prueba los límites de mi visión y la rigidez de mis esquemas mentales. Cada uno dejó al descubierto una enfermedad oculta, un punto débil de mi Ser, adiestró alguna cualidad interior o cauterizó una pequeña herida de mi alma, permitiéndome observarme a mí mismo en las circunstancias más diversas, delante de todos los espejos posibles. Recuerdo la atención que el Soñador prestaba a los detalles más pequeños, sobre todo la víspera de un encuentro especialmente importante. Sus instrucciones no eran muy distintas de las que daría un director de cine antes de rodar o un entrenador antes de un partido decisivo. Todo pasaba por el filtro de Su atención: mi vestimenta, los argumentos que había de tratar, hasta la dicción de algunas palabras clave que tendría que usar. —¡Cuida de ti mismo en todo! ¡Permanece atento! Cuida con minuciosidad todos los aspectos de tu vida —me decía el Soñador—. ¡Mira en tu interior! Sé consciente de todo lo que entra y sale de tu Ser. Nuestro Ser crea nuestra Mundo. Un hombre atento sabe que el más pequeño gesto basta para arreglar el universo. 14. El nuevo paradigma Una vez, después de mucho trabajo y paciencia, logré por fin concertar un encuentro en París con el fundador de una multinacional líder del sector de la moda y de la industria del lujo. El pretexto que inventé para crear aquel encuentro fue la adquisición de un inmueble de su propiedad. La negociación, que había comenzado en Londres semanas atrás, estaba ya en sus etapas finales, y era necesario que nos viésemos. El nombre de aquel empresario francés formaba parte de una larga lista de grandes figuras —«maestros» de los negocios en su campo— con las que el Soñador me había pedido que contactase. 344
La Escuela de Dioses Aquel fue un periodo durante el que me dediqué denodadamente a transformar mi mala relación con el dinero. Según el Soñador tenía que aprender a negociar con los hombres de negocios más duros sin temor o sentimiento de inferioridad. La noche antes de emprender el viaje hacia aquella cita en París, en el sancta sanctorum de una de las firmas más famosas del mundo, me exasperaba no saber en absoluto qué habría de decir. Sentía crecer mi ansiedad y con ella una especie de resentimiento contra el Soñador, culpable de ponerme en situaciones tan delicadas. Pedí encontrarme con Él con la esperanza secreta de que me exonerase de aquel viaje y cancelase la reunión que habría de tener lugar en la Rue de la Paix. Llevábamos juntos unos minutos cuando este estado de ánimo estalló en forma de una pregunta agresiva que no fui capaz de controlar. —Pero, ¿para qué sirve negociar por un edificio o una empresa? —prorrumpí, intentando ocultar mi malestar tras una sensatez irreprochable—. ¿Qué sentido tiene hablar de los detalles de la compra de un coche de lujo o de un avión privado cuando no se tiene el dinero para comprarlos? —Si eres capaz de actuar «impecablemente» —contestó el Soñador, con cortesía insólita, pasando por alto el ataque que acababa de lanzarle—, si pareces creíble mientras te hace preguntas, eso quiere decir que tienes el dinero necesario en el bolsillo. No entendía. Para mí, fingir compostura era algo completamente distinto. Estaba convencido de que si realmente tuviera el dinero para comprar aquel inmueble de París, no estaría preocupado y sabría qué hacer y qué decir. —Te equivocas —contestó el Soñador, cortante—. Tu primera educación te acostumbró a creer que si tuvieras el dinero y los medios suficientes, podrías hacer todo lo que quisieras y, por tanto, te sentirías seguro, serías rico, feliz y respetado. El paradigma dominante es Tener‐Hacer‐Ser. He ahí el mayor ejemplo de la mitología de una humanidad degradada y la raíz de todos sus males y desgracias. Tras pronunciar estas palabras, levantó la cabeza y me miró fijamente. Acto seguido, sin desviar la vista, extendió los dedos índice y mayor de la mano derecha y los juntó para darse golpecitos en la oreja derecha lenta y repetidamente. El Soñador me daba un consejo a cuenta de mi dificultad para comprender. Estaba exigiendo toda mi atención, sin distracciones ni desvíos. Aquel extraño gesto me inquietó. Debajo del barniz de normalidad de aquel movimiento sentí la imperiosidad, la autoridad de un gesto trágico, teatralmente mágico, y ello me produjo tal nerviosismo que tuve que modificar mi respiración para no entrar enuyn estado de agitación. 345
IX. El Juego —Este esquema mental es el de millones de seres —dijo—. ¡Debes darle la vuelta! El paradigma de una nueva humanidad es Ser‐Hacer‐Tener. Cuanto más eres, más haces, más tienes. Tener y Ser son la misma cosa, pero en planos distintos de la existencia. Descubrir que Ser ya es Tener y que el Ser dirige el Tener y es su verdadera causa, tuvo el mismo efecto que una explosión que lanzase por los aires las ideas y creencias que habían guiado mi vida hasta entonces. Aquel fue uno de esos golpes propinados a mi pensamiento que tuvieron el poder de cambiar mi destino. El discurso del Soñador se hizo denso, intenso. Mientras mi mano corría veloz sobre las hojas para recoger cada una de Sus palabras, memorizaba y repetía en mi cabeza las frases que no tenía tiempo de apuntar en el cuaderno. Me daba miedo perder una sola molécula de la Inteligencia que impregnaba aquel momento. Hubiera sido lamentable. Volviendo al discurso inicial, me dijo que el encuentro que iba a tener en París podía equipararse a una visita a una elegante tienda de ropa o a una joyería famosa. Lo importante no era comprar las prendas que nos hemos probado ni las piedras preciosas que nos han mostrado, sino ser «reconocidos» por el Ser, por la esencia invisible del establecimiento. Me explicó que lo importante era que ese mundo, ese nivel de la existencia nos dijese «sí». —Es cierto, no saldrás con un precioso reloj en la muñeca ni añadirás a tu guardarropa un bonito sombrero, pero habrás entrenado las facultades para tenerlos. El estilo es conciencia. Entrena tu Ser. Cada esfuerzo que hagas por entrar en niveles más ricos de la existencia te sirve para vencer tu sentido de la escasez. Ejercítate en la abundancia, eleva tu visión y sueña con lo imposible, crea una «conciencia de prosperidad» que sea la verdadera fuente de todas las riquezas y la condición necesaria para poder mantenerlas. El dinero se fabrica dentro de uno. Sueña, visualiza constantemente la armonía y el éxito, y los tendrás. El dinero será sólo la consecuencia natural. Será entonces cuando llegue sin esfuerzo. Y no volverás a temer perderlo. El dinero debe llegar por sí solo, naturalmente, por efecto de tu prosperidad interior. Será entonces cuando lo sientas crecer y estallar en el bolsillo como palomitas de maíz. Teniendo que encontrarme en aquella ocasión con un maestro del estilo, además de hombre de negocios, el Soñador insistió en que mi atuendo debía estar a la altura de las circunstancias. —El gusto es conciencia —me dijo mientras caminábamos por Via dei Condotti y escuchaba sus instrucciones para la reunión, que el Soñador consideraba de la mayor importancia. Tenía que elegir un traje y, a medida que pasábamos por delante de las más prestigiosas sastrerías del mundo, el Soñador me hizo observar la belleza, la elegancia, el estilo y la atención a los detalles que habían hecho de aquellos establecimientos y de sus fundadores un referente planetario en el arte de vivir. 346
La Escuela de Dioses —El que entra en estas tiendas parece hacerlo con el propósito de comprar una prenda o un accesorio —dijo el Soñador—, pero eso es sólo una coartada. Lo que uno está comprando realmente es conciencia. Entramos en las tiendas más elegantes y visitamos joyerías, negocios exclusivos y las agencias inmobiliarias más importantes. Nos enseñaron casas, colecciones de ropa y los objetos más caros, y en todo momento el Soñador me hizo observar que las actividades que las habían convertido en las mejores firmas del mundo tenían todas un denominador común: la atención, la atención a los más pequeños detalles, desde el mobiliario a las cualidades de las personas que trabajaban para ellas, su alegría, su luminosidad y el amor que demostraban por su trabajo. Lo que ves concentrado en esta calle es la materialización de un nivel de conciencia —
dijo, y terminó con una advertencia—. Cuando compres algo, hasta la cosa más pequeña, nunca aceptes nada por debajo de este nivel de cuidado, atención y amor. Lo que compras determina tu Ser. En otras palabras: te estás comprando a ti mismo. Le aseguré que nunca me conformaba con menos y comenté que cualquier estaría encantado de ser atendido en uno de aquellos comercios, rodeados de tanta belleza, de tanta riqueza. Fue entonces cuando recibí una de sus lecciones más memorables. —Los iguales se atraen —anunció el Soñador—. El hombre siempre se encuentra consigo mismo y se elige a sí mismo. Todo se corresponde perfectamente con su nivel de conciencia. —¿Y el dinero? —pregunté— ¿Acaso no es lo que marca la diferencia entre lo que uno puede o no puede tener? —¡El dinero es conciencia! —sentenció el Soñador—. Es el Ser lo que determina el tener. Un hombre sólo puede tener el dinero que es capaz de soñar, de visualizar, de imaginar. Cuando hayas trabajado en tu Ser, cuando hayas simplificado, enriquecido y sublimado cada uno de sus rincones, la prosperidad y la belleza te corresponderán. Esto es lo que se llama «conciencia de prosperidad». Para que puedas tener todas esas cosas, el dinero vendrá por sí solo, como por casualidad, como resultado de la elevación de tu Ser. Los objetos poseen un alma —continuó el Soñador—. Aparentemente, nosotros los elegimos, pero en realidad son los propios objetos los que eligen a sus propietarios. Las cosas saben con quién deben ir y a quién deben abandonar. Uno sólo puede poseer aquello de lo que es responsable. No dejes que la escasez te distraiga. Dirige toda tu atención al Sueño, a los bienes inalienables que a los que todo hombre tiene derecho por haber nacido: integridad, belleza, felicidad, comprensión, amor y verdad. Crea belleza, elegancia y buen gusto en tu interior. 347
IX. El Juego Mientras tanto, seguimos recorriendo tiendas y empecé a relajarme. La reunión en París había dejado de preocuparme y me sentía como un niño en una feria gigante. Noté que donde quiera que Él entrase, el mundo se rendía a Sus pies. Por todos lados se extendía una atmósfera de ligereza. El Soñador enriquecía el mundo con generosidad, poder y todos podían sentirlo. A Su lado, el mundo celebraba y ofrecía lo mejor que tenía. —Quienes se gobiernan a sí mismos gobiernan el mundo. El mundo lo reconoce y los sirve con gusto. Cada uno de estos comercios es, en realidad, un guardián de lo invisible —me dijo el Soñador al oído mientras un grupo de dependientes se dispersaba por el establecimiento para satisfacer Sus peticiones. —Cuando hayas vencido tus limitaciones y tus obstáculos internos, cuando hayas eliminado la duda y el miedo, que siguen separándote de lo que anhelas, el mundo entero se enterará de que has entrado en una nueva zona de existencia. ¡El mundo lo sabe todo sobre ti! Por nuestro lado discurría un torrente de personas. Desde un claro en el cielo, enmarcado entre cornisas de edificios patricios y la vegetación de las terrazas, un rayo de sol fino como un láser, nos eligió a nosotros de entre toda la multitud. Imité al Soñador y levanté la vista para recibirlo. Allí permanecimos los por momentos que parecieron eternidades, de pie, con los ojos entrecerrados, las alas desplegadas cual mariposas traspasadas por una aguja de oro. 15. The Replay Pronto descubrí que la parte más interesante del «juego de los encuentros» llegaba después. Me explico. Después de que uno se encuentra con alguien hacen falta varios días para analizar la infinita cantidad de material recopilado. El Soñador escogía con cuidado secuencias de imágenes y fragmentos de conversación; como si se tratase de recortes de la película de mi vida, me mostraba fotogramas uno a uno a la luz de Su despiadada sinceridad. Por su lupa desfilaban pensamientos, emociones y los más pequeños detalles de todas aquellas situaciones. Una mueca en mi cara, una inflexión de mi voz, un estremecimiento de mi corazón, un momento de elevación del espíritu, un movimiento de mi cuerpo, una reacción mecánica, una expresión recurrente, una maldad escondida en mi lenguaje, en mi comportamiento, en mis emociones; la forma en que me presentaba o me sentaba, un detalle de mi vestimenta… Nada se le escapaba. Meses, incluso años después, si su impecable pedagogía lo hubiese juzgado necesario, habría sido capaz de localizar el fragmento más remoto de un encuentro para volver a proyectarlo. A continuación, lo ampliaba bajo el microscopio para que yo pudiera ver el peligro, y a veces el desastre, oculto tras una mera 348
La Escuela de Dioses banalidad. Con Él descubrí la trampa mortífera que es esconde tras gestos y palabras aparentemente tranquilos y normales, y pude ver sus crueles mecanismos listos para saltar sobre mí y capturarme. Tan extraordinario trabajo no resultó agradable, antes al contrario, a menudo resultó insoportablemente doloroso, pero fue capaz de sacar a mi destino de los carriles que le habían trazado la rutina repetitiva y la inatención, cambiándolo para siempre. Debo decir que en el transcurso de estas actividades frecuentemente afloraron mis objeciones y prejuicios más arraigados junto a todo el lastre psicológico que había acumulado con el paso de los años. Me bastaba encontrar un fragmento de mi pasado, un fantasma, para aferrarme a él y protegerlo, asustado porque pudiera desaparecer. Había algo en mí que no quería salir a la superficie y seguía escondiéndose. Aún había muchas cosas que prefería no ver. Y en cada una de aquellas ocasiones el Soñador actuaba como un cazador implacable capaz de seguir el rastro a una sombra durante meses hasta dar con ella y aniquilarla. Una vez me encontraba en el Hotel Maurice de la Rue Rivoli. Crucé el vestíbulo para saludar a un hombre de negocios que me estaba esperando y, durante un instante, pasó entre los dos una mujer joven y atractiva que capturó mi atención por un momento. Aquel movimiento de mi cabeza, esa mirada que durante una fracción de segundo acarició el cuerpo de la mujer, fue detectada por el Soñador, que me hizo verla cientos de veces, de lejos y de cerca, desde arriba y desde abajo, hasta la náusea. —Ese hombre —dijo el Soñador refiriéndose a mí mientras ponía aquellas imágenes delante de mí por enésima vez— no lo logrará jamás. Ya ha fracasado, antes incluso de comenzar. Con ese movimiento ha colocado la cabeza en el cepo. La cuestión no es si es un error o no sentirse atraído por la belleza de una mujer —prosiguió el Soñador, cuyas observaciones no se mezclaban nunca con juicios éticos o principios morales ni podían circunscribirse a un tiempo o lugar determinado—. Ese movimiento de cabeza, la mirada que se posa sobre ese cuerpo, revelan falta de determinación. Son síntomas de corruptibilidad. Ese gesto simboliza toda tu vida, hunde sus raíces en capas y capas de inatención, de confusión emocional sedimentada a lo largo de los siglos. Al Soñador no le preocupaba herir mi sensibilidad, atormentarme o provocarme frustración. Pasaba por encima de mi ego con la misma delicadeza que una apisonadora, pero con el tiempo aprendí a dar gracias por semejante crueldad. Descubrí que el Soñador no era sólo mi mentor y un guía de valor incalculable, sino el verdugo inflexible de la mediocridad. Él representaba la totalidad. —Aprende a no apartar la atención del blanco en el que debes hacer diana. Mantente vigilante, impecable, no te desvíes. Quien consigue fijar su atención en un punto sin desviarse 349
IX. El Juego jamás, ni con la vista ni con la mente, ¡es capaz de todo! En todo momento tiene un blanco en el que golpear. ¡No apartes la vista del objetivo! —me conminó—. Desviarse es el único, el verdadero pecado. En aquella ocasión me sorprendió sentir en Él una excitación insólita. Parecía un científico que asistiera por fin a un resultado favorable después de un sinfín de largos experimentos. Me dijo que tenía en Sus manos un virus del alma, visible y observable, aún coleante; uno de esos intrusos insidiosos del Ser que eran la verdadera causa de todos nuestros fracasos. Tenía delante de mí a uno de mis enemigos, uno de los saboteadores, uno de los asesinos que había estado llevando dentro. Le oí susurrar: —Quizá creas que exagero, basta un solo movimiento para que un hombre revele su vida y su destino. ¡Ese hombre está manifestando que no es digno de confianza! —Parecía que estuviese hablando de otra persona, de una especie de piel de la que me hubiese desprendido durante el transcurso de mi transformación. —La existencia no confía en hombres así, hombres que jamás tendrás más, sino que perderán hasta lo que creen tener. Se interrumpió por un momento y tuve la impresión de que Su visión ya no se dirigía afuera, sino a mi interior. A través de Sus ojos, era yo quien estaba mirándome a mí mismo. Yo era el observador y lo observado, el científico y la cobaya al mismo tiempo. No era capaz de pensar con claridad. No sé cómo, pero estaba seguro —totalmente seguro— de que esa mujer que había aparecido de repente entre la persona que iba a saludar y yo, no se había cruzado por casualidad, sino que, de algún modo, era obra Suya. Esta idea, que me sobrevolaba como en una especie de realidad virtual, en una suerte de película dirigida por el Soñador, hizo que me temblaran las piernas de consternación. Eso que yo llamaba mi vida era en realidad un entorno de aprendizaje total, una Escuela de 360º. 16. Esperar del mundo Durante meses, como si fuese un boxeador que se estuviese entrenando para un combate, el Soñador me envió a enfrentarme a los más duros pegadores. Ellos habrían de ayudarme a descubrir mis puntos débiles; me servirían de espejo en el que vería reflejados los límites que yo mismo había impuesto inconscientemente a mis posibilidades y me revelarían qué era lo que había conducido mi vida hasta allí. Comentando cada encuentro, examinando cada una de sus fases, cada detalle, el Soñador me ayudó a concentrar la atención, a desarrollar la autoobservación y a conocerme. Ahondando cada vez más en las reglas del «juego», dejé de ver a los demás como realidades separadas de mí y empecé a percibirlos 350
La Escuela de Dioses como peldaños luminosos, insustituibles, de una escalera invisible, de una vía vertical hacia la unidad del Ser. Un encuentro tras otro, fui comprobando algo increíble, algo que el Soñador me había revelado pero que se alejaba demasiado de la visión ordinaria como para poder aceptarlo. —Busca, busca a alguien que sepa —dijo—, ¡y verás que nadie sabe nada! Me desconcertó descubrir que hombres respetados, líderes aclamados, señores de semblante grave e inteligente, con títulos y cargos prestigiosos, no tenían idea de adónde se dirigían; guiaban a los demás igual que el ciego inmortalizado por Brueghel. A veces caía en la trampa de creer que eran felices, conscientes o libres, y me convencía de que algunos de estos hombres, enfermos de ego, prisioneros de sus personajes, vivían vidas envidiables. Cuando me olvidaba de la realidad, el mundo de las apariencias me corrompía y compraba; quedaba fascinado por el poder de aquellos hombres y mujeres, por su riqueza, por sus facultades. Era entonces cuando la descripción del mundo se hacía con el control y yo caía en la trampa con todo mi Ser. Una vez regresaba de un largo viaje, abatido, sin una pizca de energía e invadido por una sensación de fracaso. Recuerdo que aquel encuentro me había hecho palpar con mis propias manos mis límites y me había enseñado la corruptibilidad, la inatención y lo poco que hacía falta para hacerme sentir humillado, ofendido, hundido. El Soñador me explicó que me sentía así porque acudía con expectativas a cada encuentro con una nueva persona; seguía alimentando en algún rincón de mi imaginación la ilusión de que alguien pudiera ayudarme, elegirme. Muy a menudo, sobre todo al comienzo de aquel «trabajo», seguía sintiendo ganas de agarrarme a alguien, seguía encontrándome con personas en quienes esperaba encontrar la confianza cuya ausencia sentía en mí mismo. Según el Soñador, aquello era el signo más claro de mi vulnerabilidad y la razón por la cual Él aún no podía confiar en mí. —No las consideres derrotas —me animaba a veces—. Sólo son indicios de que aún queda mucho por hacer. El objeto del «juego» es que comprendas que no hay nadie a quien odiar y nadie a quien pedir ayuda, que no eres tú quien depende del mundo, sino que es el mundo el que se dirige a ti pidiendo claridad y dirección. La realidad es la criatura del Sueño. —
Anoté las advertencias del Soñador a propósito de mis expectativas y trabajé en ello durante meses, observando y estudiando los momentos en que surgían, las formas que adoptaban, y los miles de trucos que ideaban para eludir mi atención. —Mantén tu libertad interior —me recordaba sin cesar—. ¡Deja de ser reactivo! Reaccionar ante el mundo significa volverse víctima de él. Quienes esperan algo del mundo, ya han fracasado. El mayor secreto es saber que el mundo entero está a tu disposición para que mejores, entender que cualquier suceso, 351
IX. El Juego cualquier circunstancia, es alimento, combustible para tu viaje. Podrá parecer que hombres y acontecimientos se alían para ponerte obstáculos e impedir que avances. Aquellos que «ven» saben que el mundo es un gimnasio del Ser donde actuar y representar, probar y volver a probar hasta que la representación de la existencia resulte impecable, donde entrenar los músculos de la responsabilidad hasta volverse más íntegro, más libre. Antes o después todo hombre tiene que encontrarse con todo lo que le hace falta para equilibrarlo y completarlo. ¡Date prisa! —el Soñador me urgía con insistencia—. Busca más encuentros, crea todas las circunstancias posibles para taponar agujeros, eliminar zonas de incomprensión y «saldar cuentas» con tu pasado. 17. ¡Este libro es para siempre! —¡Escribe! —me ordenó bruscamente el Soñador—. Si escribes tu vida no la habrás vivido en vano. ¡Escucha… y escribe! —me ordenó nuevamente, irrumpiendo en mis pensamientos y barriendo de un golpe toda la basura emocional que había aflorado. —Escribe un libro eterno, un libro que sólo puedan leer aquellos que ya hayan emprendido el camino hacia la curación, aquellos que ya hayan cuestionado la antigua descripción de un mundo conflictivo y mortal. Escribe un libro valiente en que relates fielmente todo lo que has vivido junto a Mí; un libro que haga entender al mundo que el Sueño es lo más real que existe; un libro que elimine toda superficialidad y la falsedad y sacuda los cimientos de las creencias más arraigadas de la humanidad. Escribe un libro que saque a la luz las leyes universales que yacen enterradas en el Ser de todos los hombres. —Volví a tomar mi cuaderno y, en una penumbra que casi me impedía ver nada, empecé a escribir frenéticamente las palabras con las que terminó Su visita a Seven Oaks. —Este libro se encontrará con la oposición de los antagonistas más vehementes entre los poderes establecidos y las multitudes. Y, sin embargo, tendrás que creer al mismo tiempo que alcanzará a esa parte de la humanidad que está lista para abandonar el infierno de la banalidad y la rutina. Capítulo X La Escuela 1. La visión vertical —Está a punto de entrar en escena una especie humana completamente transformada —anunció el Soñador. El brillo de Sus ojos desprendía vida en toda su plenitud. Sentí un nerviosismo inusitado. Para reunirme con Él había hecho un largo viaje con escala en Buenos 352
La Escuela de Dioses Aires y después en Bogotá. Desde allí, una avioneta me había trasladado a una pequeña ciudad situada en una meseta a 2.300 metros de altitud. La Casa del Pensamiento, la solitaria construcción de bambú donde había de tener lugar nuestra reunión estaba rodeada, hasta donde uno alcanzaba a ver, por altas cimas cubiertas de espesa vegetación. Ningún otro lugar podría haber soportado palabras tan intensas con una entrega semejante. La presencia arcana de civilizaciones perdidas no escuchaba, y en el aire aún palpitaban sus mitos: la leyenda de El Dorado, historias de guerrillas, de cocaína y esmeraldas, los misterios de la Ciudad Perdida… Su voz me apartó de mis ensoñaciones etnográficas: —El hombre nuevo se ha desprendido de sus viejas ropas y ha perforado el cascarón que ha apresado a la vieja humanidad durante millones de años —dijo con la convicción de un científica que por fin ve corroborada la teoría en la que lleva décadas trabajando y en la que sólo él ha creído. El elemento distintivo, la característica evolutiva de la especie emergente era un acontecimiento nuevo para el planeta, una verdadera rareza cósmica: el nacimiento en el hombre de un aparato psicológico libre del miedo y la conflictividad. Este rasgo sin precedentes, cual línea divisoria, estaba produciendo en el homo sapiens una auténtica especialización. El género humano había alcanzado una bifurcación en su camino evolutivo: dos clases muy distintas de seres humanos estaban definiéndose con claridad y alejándose cada vez más. Los hombres seguirían llamándose hombres unos a otros, quién sabe por cuánto tiempo, pero a partir de este descubrimiento pertenecerían para siempre a dos especies distintas que, pese a convivir, seguirían destinos diferentes. —La vieja humanidad, atrapada en una visión plana de la realidad, sólo puede ver por medio del juego de los contrarios. Percibe y siente a través de la polaridad, de los antagonismos y las oposiciones —recitó el Soñador volviéndose hacia un punto del horizonte. Yo tenía la impresión de que en lugar de hablarme, estaba realizando un ritual del que sólo Él era consciente. Seguí Su mirada. Pareció fijarse en un valle entre todos los que se veían, uno dominado en la distancia por los picos más escarpados. Allí, de civilizaciones más antiguas que la de los mayas y los aztecas, había nacido la magnífica inteligencia que seguía haciendo resplandecer los ojos oscuros del Soñador. —La visión y la realidad son lo mismo —declaró, repitiendo una de Sus sentencias más emblemáticas, quizás en sí misma la versión más concisa de toda Su filosofía. —El hombre horizontal posee una visión conflictiva del mundo, y esa es la causa de todas sus desgracias. La historia de su civilización es el claro reflejo de una psicología fragmentada, una historia de guerras y de destrucción. Incluso su ciencia, la actividad de la que se siente más orgulloso, no es sino el producto de la fricción entre dos conceptos antagonistas: 353
X. La Escuela el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, lo bello y lo feo, una chispa provocada por un hombre primitivo que frota con sus manos dos piezas de pedernal. El Soñador siguió explicando que el hombre común sigue utilizando un aparato visual arcaico. Como las ranas, que sólo perciben el mundo como un contraste de sombras, los hombres de la antigua especie no pueden conocer más que mediante la comparación, mediante el contraste de elementos opuestos. Su lógica es conflictiva, su visión del mundo siempre es el resultado rudimentario del juego de los contrarios. —La característica distintiva del hombre nuevo es su conciencia de la naturaleza ilusoria de los contrarios —afirmó el Soñador—. Los que la vieja humanidad considera contrarios son en verdad dos caras de la misma realidad, como los dos extremos de una vara. El bien y el mal, lo verdadero y lo falso, lo bello y lo feo, no son modalidades opuestas de la existencia, sino peldaños o niveles de lo real. Detrás de los aparentes antagonismos actúa incesantemente una fuerza armonizadora capaz de fundirlos y de reconducirlos a un orden superior. El hecho antropogénico, la característica revolucionaria que el Soñador me estaba revelando, consistía en la aparición en algunos individuos de un sentido nuevo y subversivo que Él llamaba «la visión vertical del mundo». La mera idea me produjo vértigo. Me agarré con fuerza a la barandilla de bambú, pulida por el viento de Muiscas, y grabé Su increíble explicación en mi seno. —Para estos primeros modelos, para estos campeones de la nueva humanidad, la realidad deja de parecer ambigua y de estar definida ilusoriamente por la polaridad y los contrarios y pasa a constar de niveles. Al percibirlo a través de su nuevo sentido, el universo deja de estar dividido en contrarios y pasa a componerse de capas de realidad. Ya nada es verdad o mentira, sino al mismo tiempo verdad y mentira, ni verdad ni mentira, ni no verdad, ni no mentira… Anoté con exactitud Sus palabras, pese a que hubo de pasar mucho tiempo antes de que llegara a comprenderlas plenamente. Para ayudarme, me puso como ejemplo una de las antinomias más clásicas: la oposición entre el bien y el mal. Al contrario que en la visión ordinaria, horizontal, del mundo, nada existe fuera de nosotros que sea objetiva y permanentemente bueno o malo. —El mal de hoy es el bien de ayer que aún no ha sido trascendido —afirmó. Siguió mirándome mientras transcribía Sus palabras, como hacía siempre que quería asegurarse de que las había registrado correctamente. Aguardó un poco más antes de continuar. —Lo que hay de malo en la vida de un hombre es el resultado de no haber dejado atrás el bien de ayer. La perfección de ayer no es más que un peldaño en el camino hacia una nueva perfección. 354
La Escuela de Dioses —Pero hace falta reconocer —sostuve con la esperanza de mantener en pie al menos un resto de mis antiguas convicciones— que al menos una antítesis es cierta: la vida y la muerte son en realidad antitéticas, dos contrarios verdaderos. —Así las ve el hombre horizontal —concedió el Soñador. Después, bajando la voz y acercándose a mí como para confiarme un secreto, dijo: —En realidad, la muerte no existe. ¡Estamos hechos para vivir para siempre! La prueba más evidente de la omnipotencia del hombre es su poder de hacer posible lo imposible: la muerte. El cuerpo es indestructible. Solamente la ausencia de voluntad, una voluntad involuntaria, una omnipotencia inconsciente, puede destruirlo. ¡La muerte es la inmortalidad vista de espaldas! Escuché con un estremecimiento. Me sentía al borde de un precipicio, como una criatura a punto de dar un salto que supusiera al mismo tiempo su muerte y su renacimiento. Fue entonces cuando pronunció las palabras que habrían de guiar y ocupar cada momento de mi vida desde entonces. —Las células de esta nueva humanidad deben ser educadas una a una. La armonización tiene que ocurrir en cada hombre —dijo con solemnidad—. Es necesario preparar una nueva generación de líderes de la economía y de la política, una aristocracia de la toma de decisiones, hombres y mujeres que dominen el «Arte de Soñar», el Arte de Creer y de Crear. 2. Una Escuela para soñadores pragmáticos —Hacen falta forjas de hombres visionarios —anunció el Soñador con decisión. Por el nudo que sentí en el estómago supe que aquellas palabras acababan de colocar nuestra reunión en un nuevo plano. El tono de aquel implacable mandato al que no cabía objetar no estaba dirigido hacia mí, sino a un ejército invisible dispuesto a marchar a Sus órdenes. —
Necesitamos escuelas —continuó, transmitiéndome su entusiasmo, ese estado febril que acompaña a todo gran acontecimiento cuando llega su momento—. Necesitamos escuelas donde preparar a hombres capaces de aportar soluciones… Escuelas para visionarios, para hombres solares, para «soñadores pragmáticos». Esta expresión caló en mí con la fuerza de una paradoja evangélica. En el futuro, durante los años que vieron la construcción de la universidad, habría de usarla en documentos oficiales y conferencias para proclamar la misión. Pero incluso al escucharla en aquella primera ocasión no tuve duda de su misterioso poder… «Soñadores pragmáticos»… He ahí la definición más concisa y poderosa del ejército luminoso que el Soñador me estaba pidiendo que reclutase: miles de chicos y chicas, estudiantes especiales, enamorados de su propio sueño sin fronteras. «Soñadores pragmáticos». —Medité aquellas palabras durante largos instantes, comparándolas en mi cabeza, saboreando el sentido de complicidad que asomaba detrás de su 355
X. La Escuela aparente contradicción. Al cabo, pasado el leve acicate de su paradójica racionalidad, se fundieron en eterna unidad. —Serán los líderes de un nuevo éxodo —prosiguió el Soñador—, un «éxodo psicológico» de proporciones planetarias. Miles de hombres y mujeres abandonarán la esclavitud de su lógica conflictiva a cambio de una visión vertical del mundo basada en la capacidad de armonizar antagonismos interiores. —Anoté Sus palabras apoyando el cuaderno contra la barandilla de bambú. La Casa del Pensamiento era un arca perdida en un océano de vegetación que se extendía hasta el infinito y rompía lejos de allí, al pie de pétreos gigantes andinos. —Sólo líderes visionarios, hombres libres de toda ideología o superstición —dijo— podrán trasladar a la humanidad desde la orilla psicológica del hombre ordinario, débil, irascible y fanático, a la del hombre nuevo e íntegro inspirado por los principios de una espiritualidad laica. El Soñador interrumpió Su exposición y yo aproveché la pausa para reorganizar mis apuntes. Encorvado sobre la página, la presión que sentí crecer sobre cada centímetro de mi cuerpo me recordó al peligroso abrazo de las aguas verdes de Castello Aragonese, en las que tantas veces y tan imprudentemente me zambullí durante mi infancia en Ischia. Alcé la vista despacio. El Soñador se había acercado y estaba de pie a tan sólo unos centímetros de mí. Me sentía cautivo, prisionero de Sus ojos, como un asteroide que entrase en la órbita de dos lunas negras. Nos sumimos en un profundo silencio. El Soñador se acercaba, más y más… Todo pensamiento había quedado en suspenso. Vi desfilar procesiones interminables de naves góticas al son de la música de órganos seculares. Una emoción incontrolable me atenazó la garganta cuando oí las palabras que habrían de dar sentido a mi vida. —Fundarás una Escuela del Ser —anunció—, una universidad para quienes persiguen hacer realidad un sueño, donde se enseñará que el Sueño es lo más real que existe, y que lo que el hombre llama realidad no es sino el reflejo de su Sueño. —Me sentí como si bajo mis pies se hubiese abierto la trampilla por la que cuelga el ahorcado. Si alguna vez había pensando en una prueba que me permitiese descubrir los confines de mi Ser, ninguna mejor que aquellas palabras del Soñador. Me sentía aplastado por la enormidad de aquella misión antes de incluso de comenzar. Simplemente pensar en semejante empresa me hacía sentir insignificante. —Crearás una Escuela de responsabilidad, una Escuela para soñadores pragmáticos, filósofos de la acción, donde se aprenda que la felicidad es economía, que todo hombre, por haber nacido, tiene derecho a la riqueza, la armonía y la belleza. Crearás una Escuela sin límites… Una Escuela para Dioses que se moverá a mi paso, impulsada por mi aliento y mi visión. No temas a los ataques. Cualquiera, hasta el más feroz, es un regalo precioso para aquel que desea comprender y cambiar. Todo ataque proveniente del mundo exterior es parte del proceso de sanación que tú mismo has soñado y puesto en marcha. 356
La Escuela de Dioses El Soñador guardó silencio y esperó. Como un buen músico, me daba espacio para expresarme. Había llegado el momento de que tocase mi solo en aquella sesión improvisada a dúo. Pasaba el tiempo y yo me hacía rogar, en la esperanza irracional de que pudiera rehusar Su invitación. Pero el silencio del Soñador se hizo más opresor. Quería gritar que no era la persona adecuada para un plan de tal magnitud y distanciarme de todo aquello. Sacando fuerzas de flaqueza, sólo acerté a balbucear: —Parece una escuela de filosofía —opiné, dando a entender que quedaba fuera de mi ámbito de experiencia profesional. —¿Y? —contestó con la sorna y el tono divertido habituales—. ¡Una escuela de economía es una escuela de filosofía! Ya deberías saberlo. Había en Sus palabras, en Su sonrisa y en Su tono un guiño, una nota de malicia inocente que inspiraba complicidad. Ahí había algo importante, en los confines de la memoria, apenas fuera de mi alcance, que no lo graba entender. Entretanto, el Soñador se acercó aún más y fijó Sus ojos en mí sin parpadear. De repente, como si se hubiese rasgado una membrana, el pasado se liberó de recuerdos. La cinta del tiempo se rebobinó y en la pantalla de mi mente empezaron a proyectarse fotogramas lejanos… Volví a contemplar mis años de estudio y trabajo en la Universidad de Nápoles junto a Giuseppe Palomba, el amado maestro que me había hecho descubrir la importancia de los valores morales y de las ideas como motores de la economía, y me había animado a investigar en su desaparición la verdadera causa de la escasez y el subdesarrollo en la que vivían regiones enteras del planeta. Los años pasados en la Università Cattolica de Milán y en la London Business School también cruzaron mi mente, no en sucesión, sino como una explosión de imágenes, caras, sensaciones, olores y estados de ánimo. La sede de la facultad de Economía de Nápoles, un hermoso cubo de travertino con vistas al mar de Santa Lucía, se trasladó a la pradera inglesa de la LBS en Regent’s Park. El estudio desesperado de aquellos años reunió en una sola todas las Escuelas del pasado, los maestros, los compañeros, el aula magna, el diploma con honores. Vi la emoción de Giuseppe y de Carmela en el día de mi graduación, el reloj de oro Tissot, mi alegría por la beca de la Fundación Giordani que me abrió las puertas de la Columbia University… Entonces, tan rápidamente como había aparecido, aquel caleidoscopio de imágenes desapareció y el escenario cambió. Me vi en un descanso de las clases de la LBS. Era poco más que un niño que soñaba bajo un árbol con los ojos abiertos, mirando las nubes surcar el cielo del campus. Un sueño olvidado empezó a tomar forma lentamente… Esa escuela sin fronteras… la Universidad de la que me hablaba el soñador… Sus centros y oficinas en las principales ciudades del 357
X. La Escuela mundo, desde Londres a Roma y Milán, desde Nueva York a París, Madrid, Shanghai, y las caras de los miles de alumnos que estudiarían en ella… Ya lo había soñado. La voz del Soñador me distrajo: —¿Recuerdas ya aquel sueño que tuviste con los ojos abiertos? ¡Es hora de hacerlo realidad! Es hora de crear una Escuela para soñadores donde los gigantes de la economía quieran enseñar. —Aquellas palabras, que habría de releer miles de veces durante los años siguientes, me estaban contagiando, me estaban conquistando, estaban haciendo que me enamorase de ellas. Habrían de sostenerme y darme fuerzas durante los muchos momentos difíciles con los que me encontraría a lo largo de aquella empresa. —Todo lo que importa y es real en un hombre es invisible —afirmó—. Lo mismo sucede en la economía. Existe un plano de orden superior, un mundo de las ideas y de los valores morales en relación vertical respecto al eje de la economía, del cual dependen los hechos económicos. —Me hizo ver cómo en la actualidad las condiciones del subdesarrollo, que aparecen con regularidad ritual siempre que la economía se estanca, están asociadas con una economía inmersa en un sistema de valores morales arcaicos. Son la otra cara de un problema que, en las economías más evolucionadas, se manifiesta a través de males de naturaleza patológica y social. —Es, pues, en el mundo invisible de las ideas, de los valores ideológicos y morales, de la filosofía y del lenguaje, donde encontramos el origen, el motor de los hechos que se proyectan visiblemente en el mundo de la economía y de los negocios. Más allá de las pirámides de la industria, más allá de los rascacielos de las finanzas, detrás de todo lo que vemos y tocamos, detrás de todo lo útil, bello y verdadero que la humanidad ha conquistado, en el origen de toda intuición, de todo logro científico, siempre se encuentra el Sueño de un hombre, de un individuo. ¡Dedica todas tus fuerzas al individuo, a su preparación! Colócalo en el centro de tu atención. La masa es un fantasma, un mecanismo influenciado por todo y por todas las cosas. Carece de fe y de voluntad propia. Es incapaz de crear. De hecho, la masa jamás ha creado nada. Su función es destruir, y esa es también la razón de su existencia. El individuo y la masa son dos caras de la misma realidad, pistones del mismo motor. El individuo crea. La masa destruye. Tú eres quien debe elegir a qué grupo perteneces. El individuo es la única realidad, es la sal de la Tierra. —
Según el Soñador, las únicas limitaciones se hallan en el Ser de cada uno. La pobreza y la guerra son el reflejo de una escasez en el Ser y de una mentalidad conflictiva, y sólo se acabará con ellas cuando sean erradicadas del individuo. —Funda una Escuela para individuos, una Escuela sin fronteras. Reúne a soñadores de todo el mundo, sean cuales sean su nacionalidad, el color de su piel, sus creencias, su riqueza… Una Escuela en la que la materia más importante sea estudiarse a sí mismo y donde la capacidad de hacer y de actuar sean los resultados más concretos de amarse a sí mismo por dentro. 358
La Escuela de Dioses Sus palabras fluían veloces y a duras penas conseguía transcribirlas. Más que hablar, el Soñador dictaba. Cuando me di cuenta de esto, me sentí herido, humillado. Me estaba tratando como un mero copista. Un rastro de resentimiento, el murmullo de una queja muda, callada, brotó de lo más hondo de mi Ser sin que fuese capaz de acallarla. Me estaba esforzando por no quedarme atrás, pero Él no parecía reconocerlo. Más que nada, era su aparente falta de respeto la que me exasperaba. Lo estaba haciendo a propósito… —¡Deja ya eso y ponte a escribir! —me ordenó con una voz terrible, deteniendo en seco el torrente de mis pensamientos y la sucesión de estados de ánimo en que me había sumido. El grito del Soñador llegó, providencial, para agarrarme en el punto más alto de la pendiente, justo cuando estaba a punto de caer en las aguas de una Estigia de reproches, acusaciones y quejas. —¡Escribe! —repitió. Su voz se había convertido en un susurro aún más terrible que Su grito. —¡Este libro es para siempre! Un día sabrás que tu vida sólo tuvo sentido porque Me conociste, y que escribir Mis palabras fue el único motivo por el que naciste. La poderosa intervención del Soñador me liberó. Al cabo de un instante me sentí limpio, sin preocupaciones, como un cielo de verano barrido por el mistral. Como siempre, las reprimendas del Soñador, resultaban terapéuticas y tenían el poder de eliminar lo superfluo y de purgar toda clase de polución de los rincones más íntimos de mi Ser. Entretanto, prosiguió Su discurso con un tono de voz normal. —También las Escuelas y Universidades de la primera educación enseñan a soñar —
dijo, y calló un momento antes de continuar—, pero el sueño que proyectan en sus alumnos es de escasez —añadió con amargura—. Enseñan a depender, a dudar, a tener miedo y creer en limitaciones, y detrás de la máscara de su presunta erudición, acecha el sufrimiento y un canto eterno de fracaso. —Había dejado de dirigirse a mí para hablar a generaciones futuras de estudiantes más allá del tiempo. Sus ideas, poderosas y revolucionarias, se estaban transformando en la linfa, en columna vertebral de la Escuela, informando su misión y su destino. —Los conocimientos, métodos y teorías provenientes del exterior pueden ser un punto de partida necesario, pero deben ser abandonados rápidamente para dejar paso a una fuente conocimiento superior. Es hora de dejar atrás enseñanzas, ideologías, disciplinas, libros e ideas, toda palabra escrita, y zambullirse en las aguas profundas del Ser para encontrar allí lo extraordinario y verdadero de cada uno. Sólo así podrás superar todos los obstáculos, liberarte de la hipnosis y convertirte en señor de todo y de todas las cosas. 3. El sueño del Sueño Continuó Su discurso, que no interrumpí más que en alguna ocasión para pedir que aclarase algo. Ante mis propios ojos, aquellas ideas de incalculable valor, piedras angulares de 359
X. La Escuela un edificio extraordinario, comenzaban a encajar como piezas del mosaico de una visión de proporciones planetarias. Me contó que siempre han existido Escuelas del Ser, pero que han estado ocultas, dado que el clima político e histórico de cada periodo casi nunca ha permitido que se manifiesten. Entre otras historias, me fascinaba la de la construcción de Nôtre‐Dame de París, cuyo verdadero propósito había permanecido oculto tras el «pretexto» de levantar semejante maravilla. Bebí cada una de las palabras con que me habló de arquitectos, artistas, escultores, maestros y artesanos, todos ellos alumnos de esta Escuela extraordinaria. Soñé con los ojos abiertos con aquella empresa emprendida por hombres en el camino hacia la integridad, estudiosos, investigadores de su propia indivisibilidad. —Cada piedra, cada detalle de esa construcción nos habla de la Escuela y transmite sus leyes —resumió el Soñador. Entendí que Nôtre‐Dame y las grandes obras maestras de la historia eran muestras de una eternidad materializada, la punta del iceberg de la vasta «obra» de las Escuelas inmortales. Progresivamente, como si lo estuviese viendo bajo los sucesivos aumentos de un teleobjetivo, aquel plan fue expandiéndose hasta que me di cuenta de que la misión que el Soñador me estaba encargando era tan sólo el comienzo de un proyecto mucho mayor. La creación de una Universidad que habría de subvertir los mismísimos cimientos de la educación tradicional de todo un planeta era sólo un fragmento de un plan increíblemente más grande. Entonces, ¿cuál era el Sueño del Soñador? Yo no alcanzaba a imaginarlo. ¿Cuál pudiera ser? Mi imaginación había llegado a su límite y se había encontrado con la barrera de la llameante espada del ángel Querube. Tal y como sueño, así soy… Si, como Él me había enseñado, el Sueño es la medida de nuestro Ser, y si nadie puede albergar un Sueño más grande que uno mismo, entonces, ¿quién era el Soñador? Si llevar a cabo una revolución capaz de incendiar el planeta de punta a punta, subvirtiendo sus visiones, y el anuncio del hombre «vertical» eran tan sólo pasos de Su camino, ¿quién era aquel Ser? ¿Cuál era Su Sueño? —¿Qué es? —pregunté, sin más aclaración. El Soñador dejó pasar un periodo de tiempo infinito. Yo aún contenía la respiración cuando, susurró junto a mi oído: —El sueño del Sueño es vencer a la muerte… Y antes aún que eso, vencer a lo que siempre la ha hecho posible: la idea de la invencibilidad de la muerte… Aquellas palabras me provocaron un leve temblor bajo la piel, un éxtasis. Aquel Sueño abatía barreras milenarias y avanzaba con ímpetu desconocido más allá de donde ningún hombre jamás se atrevió a ir, tan siquiera en su imaginación. Y para soportar semejante 360
La Escuela de Dioses anuncio tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas y recurrir a la preparación que me habían dado los años pasados en la Escuela del Soñador. 4. El paraíso portátil Entretanto, el Soñador seguía donde estaba, tan cerca de mí que podía escuchar Su respiración. De repente, lo vi olisquear el aire. Primero, lo hizo con discreción; después, más descaradamente, hasta que no pude sino rendirme a lo evidente: ¡estaba oliéndome! Cuando vi la mueca de asco de su cara, como si hubiese encontrado el origen de donde emanaba un olor pestilente, me ruboricé avergonzado. Sentí como si una lengua de fuego me consumiese de la cabeza a los pies. Pero cuando una sonrisa maliciosa vino a ocupar el lugar del gesto torcido, me di cuenta de que me estaba tomando el pelo. Era otro de sus recursos pedagógicos. Aquella pantomima a cuenta de los malos olores del Ser grabó a fuego la inaceptable facilidad con que seguía cayendo preso de pensamientos y emociones negativos. Al hablarme del paraíso, aquella lección magistral había puesto de manifiesto mi propensión a crear y alimentar un infierno portátil. Quién sabe por cuánto tiempo el hombre seguiría siendo un ser susceptible, irascible y pendenciero. ¿Cuánto tiempo seguiría cultivando y legando a las futuras generaciones esa fragilidad, esa vulnerabilidad? Estas reflexiones me distrajeron. El Soñador ya las había dejado atrás. Me obligué a abandonar el lastre y, con brazadas de gigante, conseguí cruzar el océano de luz líquida que nos separaba. —La vida es tal y como la sueñas. Siempre nos encontramos con lo que soñamos. Es inevitable —dijo apasionadamente—. La vida ya es un paraíso terrenal para quien ha construido y alimenta constantemente en sí mismo un paraíso portátil. —Hizo una larga pausa tras las cual afrontó con determinación la parte final de nuestro encuentro—. La humanidad, afligida por la pobreza, por la delincuencia, por infinitos conflictos, sólo puede sanar célula a célula. Se trata de una transformación alquímica que debe producirse en cada individuo por efecto de un cambio radical de las creencias y difundirse por una transfusión de voluntad y de luz… Sólo la educación individual puede lograrlo. —Sostuvo que la educación masificada, la misma que nuestra civilización sigue considerando una de las conquistas más importantes de la edad moderna, es incapaz de conseguir nada parecido. —Una escuela para hombres libres, dedicada a descubrir la unicidad de cada individuo, una Escuela de responsabilidad, no puede ser una escuela de masas. La educación masificada es una contradicción en los términos: si es para las masas, no es educación, y si es educación, no puede ser para las masas. Haz que pueda entrar en la Escuela cualquiera que tenga un Sueño verdadero, sincero… El verdadero pasaporte para entrar será creer en él con locura, con todas las fuerzas que uno tenga. 361
X. La Escuela 5. La más grande verdad económica El sol de oro al que adoraban los Quimbaya y los Muisca escalaba las cimas de las lejanas cordilleras, verdes y redondeadas como si las hubiese dibujado un niño. La voz del Soñador se elevó tranquila y grave por encima de aquel lugar, sagrado para antiguos dioses. —Crea una Escuela fundada en principios que no conozcan fin —me ordenó con la solemnidad de un viático—. Crea una Escuela verdadera, viva, que no sea libresca. En el centro de sus enseñanzas deberá estar el Arte de Soñar. Estaba a punto de dejarme. Yo empezaba a sentirme abandonado. La empresa me seguía pareciendo enorme, más allá de mis capacidades. Sentí que a mi garganta subía un grito de muda, inconsolable desesperación. Al confiarme semejante misión estaba dejando al descubierto lo que yo más amaba. El Soñador me estaba mostrando que después de una vida de egoísmo aún podía conseguir algo verdaderamente especial: una Escuela para soñadores. El Soñador me explicó que la odisea de Ulises, el viaje de Dante, la expedición de Jasón y las hazañas llevadas a cabo por héroes y semidioses a través del tiempo marcan el camino de una Escuela de transformación. Ulises se hace atar al palo mayor con las cuerdas de la Escuela, manteniéndose así fiel a sus principios. Dante abandona el infierno siguiendo a Virgilio y volviéndose cabeza abajo. —Esto, también, es un paso de la Escuela —dijo—. Tenemos que preparar a hombres decididos a conquistar su propia integridad y a liberarse a sí mismos del dolor, del miedo y de la angustia que todos llevan dentro. Esta es la única esperanza que le queda a la humanidad. El Soñador predijo que en el futuro próximo todas las organizaciones, desde las grandes corporaciones hasta las empresas más pequeñas, se transformarán en Escuelas del Ser, Escuelas de Integridad en las que los hombres aprenderán a trascenderse continuamente a sí mismos eliminando toda división, toda sombra y degradación en el Ser. En los órganos de aquellas empresas volverá a resonar el golpe de diapasón que las ha hecho nacer, la nota que sigue uniendo y haciendo vibrar al unísono cada una de sus células. —Veo millares de estudiantes —dijo proféticamente el Soñador, indicándome con un gesto amplio y lento la pradera verde que rodeaba la Casa del Pensamiento, el infinito campo de girasoles y el pequeño lago en su centro. —Serán gigantes de la economía y comunicadores globales del futuro. Su capacidad de crear riqueza será el efecto de su estado interior de libertad. —Pero un proyecto como ese llevará mucho tiempo —protesté, sin saber de qué otro modo ventilar mi ansiedad y la presión del ejército de dudas que ya ponían cerco a mis buenas intenciones. El Soñador me estaba invitando a volar y, como siempre, se estaba encontrando 362
La Escuela de Dioses con mi oposición. —¡El hombre ya está listo! —anunció, haciendo rugir los motores del Sueño y barriendo de un golpe mis lamentables objeciones. —La inteligencia y el amor ya habitan en el hombre —dijo. Jamás habría de olvidar aquellas palabras. Hoy las veo hechas realidad en cada uno de mis estudiantes, y sé que lo único que se puede enseñar a los jóvenes es a rascar un poco la superficie para que emerja el verdadero conocimiento, la fuerza de su propia unicidad, su verdadera naturaleza de «seres alados», de seres reales. Lo que se enseña externamente no es más que un pretexto. La verdadera obra de una Escuela consiste en eliminar las concesiones, los límites, los prejuicios, la hipocresía, los miedos y las dudas acumuladas desde la infancia y que son el fruto de la vieja educación, una educación que parece pensada únicamente para suprimir lo más real que existe: el Sueño. Una escuela verdadera no pretende poder dar otra cosa a sus alumnos; sabe que nada puede añadir a lo que ya poseen en su Ser. Sólo hace falta sacarlo a la luz. Es un trabajo de eliminación de todo lo que pone trabas a la inteligencia. La verdadera educación consiste en «recordar» la propia unicidad, la propia originalidad, el Sueño. —La economía es una manera de pensar —anunció el Soñador—. Sólo quien está realmente vivo es capaz de crear riqueza. La salud material no es más que una metáfora de la verdadera riqueza, la prueba definitiva de un estado de integridad, de inteligencia, de prosperidad interior. Sólo una Escuela fundada sobre estos principios puede preparar a economistas capaces de eliminar la pobreza de vastas regiones del planeta y eliminar del Ser las capas de ignorancia que han sumido a naciones enteras, antaño extraordinarias civilizaciones, en la escasez y el subdesarrollo. Me habló de las fabulosas riquezas naturales de Colombia, de sus inagotables minas de plata, sus depósitos de esmeraldas, sus inmensas selvas y sus llanuras sin fin, de sus grandes plantaciones de café y tabaco. —Y, sin embargo, es uno de los países más pobres del mundo —afirmó—. El Ser de este país se ha degradado hasta tal punto que es incapaz de mantener lo que tiene, igual que le ocurre a un hombre que descubre que posee una riqueza mayor que su nivel de responsabilidad. Me hizo ver que los países más desarrollados económicamente a menudo carecen por completo de recursos naturales pero poseen un capital de ideas, cultura, historia y arte. —La economía es un estado del Ser —repitió e hizo una pausa para resaltar la importancia de aquella ley—. La economía de un país y el nivel de bienestar material que ha alcanzado reflejan la forma de pensar y de sentir de esa sociedad. La causa estriba en el sistema de valores y en la calidad de su pensamiento. La economía es el efecto. La calidad crea 363
X. La Escuela la cantidad, y nunca al revés. Cuando el Sueño se debilita y los valores se marchitan, la riqueza también disminuye —sostuvo el Soñador, afirmando a continuación la necesidad de educar a hombres responsables, capaces de conectar con el sueño de su país, de encarnarlo y de alimentar sus raíces. La vida de toda una civilización depende de la existencia de estos hombres. La amplitud de su visión se refleja ilimitadamente en el universo económico, expandiendo sus confines. Sin ellos ningún progreso es posible. El principal obstáculo contra el que se estrellan los proyectos más ambiciosos no es la falta de financiación o de recursos naturales, sino la falta de hombres capaces de soportar ese nivel de responsabilidad, de comprender esa idea luminosa y de creer en ella con todas sus fuerzas. —La Escuela llevará en su seno una verdad nunca expresada en el mundo de la economía: Visibilia ex Invisibilibus. La riqueza económica sólo es el reflejo de lo que es invisible en una organización, en una nación. La prosperidad surge de dentro. Es un proceso que, igual que la curación, actúa desde dentro hacia fuera. 6. Tener es Ser —Tener y Ser son una única realidad, pero en planos distintos de la existencia —
afirmó—. Tener es Ser. Para el Soñador, Tener es el Ser que se manifiesta en el tiempo y en el espacio. Este descubrimiento abre las puertas a una tremenda revolución en la percepción ordinaria del mundo, y es una de esas transformaciones del pensamiento capaz de cambiar el curso de toda una civilización. El Soñador señaló el hecho extraordinario de que toda transición a una etapa nueva en la historia de la humanidad había sido precedida por una transformación de las ideologías, una revolución del pensamiento que empieza en un individuo y se extiende a las masas. Con su propuesta heliocéntrica, Copérnico desplazó al ser humano desde el centro del universo hasta sus confines, sacudiendo con ello los cimientos del pensamiento medieval y abriendo el camino a la modernidad. El protestantismo cambió drásticamente la visión del trabajo, que pasó de ser una maldición bíblica al instrumento de la evolución del ser humano, lo cual asentó las bases psicológicas para el advenimiento de la Revolución Industrial y el Capitalismo Racional. —Hoy nos hallamos ante una nueva revolución, una revolución psicológica basada en la idea de que ser y tener son dos caras de la misma realidad —anunció el Soñador—. Todo lo que vemos y tocamos, todo lo que percibimos y llamamos «realidad» no es más que la proyección de un mundo que es invisible a nuestros sentidos, un mundo de ideas y valores que discurre en vertical respecto al plano de nuestra existencia: el mundo del Ser. 364
La Escuela de Dioses Ser no es lo contrario de tener, sino que se superpone a ello: es su causa. Esto explica por qué los países más ricos en recursos naturales a menudo son también los más pobres y por qué el enriquecimiento de una persona no basta para liberarlo de su destino si no va acompañado de una elevación de su Ser. Se puede, de hecho, comprobar la existencia de un circuito regulador, una especie de mecanismo de homeostasis que, inevitablemente, devuelve el tener al nivel que le corresponde de acuerdo con el ser. Un hombre que resulte favorecido temporalmente por algún suceso o por circunstancias exteriores, si no está preparado, se verá obligado a regresar a su antigua pobreza si su tener excede el nivel de su Ser. Lo mismo ocurre con las naciones. Después de más de medio siglo de programas internacionales de ayuda al desarrollo del tercer mundo, hasta los economistas especializados en desarrollo debieran haber comprendido a estas alturas que no es posible ayudar a un país desde el exterior si no está preparado en su Ser. Es imposible rescatar a una nación de la pobreza si no ha alcanzado un nivel adecuado de riqueza en la esfera de lo invisible, una cota de riqueza en su pensamiento (ético, estético, religioso, filosófico, científico) y un sistema de valores. A muchos de estos países les bastaría regresar a la esencia de sus orígenes y a su vieja sabiduría para reavivar su antiguo sistema de valores y mejorar sus condiciones de vida. Reconocer que «tener es ser» erradica uno de los prejuicios más antiguos del ser humano y transforma sus esquemas conceptuales. No obstante, no es el tener lo que le permite a uno hacer y ser, sino el ser, lo que le permite a uno hacer y después tener. Vencer esta especie de hipnosis colectiva equivale a dejar atrás una visión plana del mundo y entrar en el pensamiento vertical: existen capas de la realidad e infinitos niveles del ser. «Tener es Ser» es la clave para entender las cuestiones más cruciales y complicadas de la vida del hombre y de las organizaciones, de todo tipo y complejidad, y explica la diversidad de sus destinos. La historia del hombre es un empeño incesante por hacer y poseer cada vez más. El avance de la civilización coincide con el desarrollo de la capacidad, cada vez mayor, de producir, de comunicar, de viajar, y también de destruir, en sociedades hipnotizadas por el deseo de poseer, guiadas por instintos depredadores jamás saciados, ecos de una nostalgia animal. En perpendicular a esta historia discurre la dimensión invisible de las ideas, el mundo de las causas. Toda conquista en el plano de lo visible, todo incremento de la capacidad de hacer y de tener de la humanidad siempre ha sido propiciado por una conquista en el Ser. Los conocimientos científicos y el progreso tecnológico suceden en el tiempo al conocimiento que el hombre tiene de sí mismo y al nivel de conciencia que ha alcanzado. La ciencia y el conocimiento avanzan a la par. 365
X. La Escuela —Ya se trate de un individuo, de una organización, de una nación o de toda una civilización, la capacidad de conocer y de hacer depende del nivel del Ser que esa civilización, esa nación, esa organización o ese individuo haya alcanzado. —El Soñador concluyó estas reflexiones con un epigrama sencillo y poderoso. —Cuanto más Eres, más sabes, más Haces, y más Tienes. El hacer y el tener dependen del Ser como el tamaño y la forma de la sombra depende del objeto que la proyecta. El Soñador me hizo notar que al observar a un hombre o a una organización, cualquiera puede percibir la dimensión de su Tener, pero pocos pueden a duras penas hacer lo propio con su Ser, con la profundidad y la amplitud de sus ideas, con la calidad de sus valores, con su Sueño. Lo que impide ver el equilibrio perfecto que existe entre Ser y Tener es el factor tiempo que los separa engañosamente, como si fuera una cortina de humo. Si logramos comprimir el tiempo, los años de la vida de un hombre o los siglos de una civilización, veremos la correspondencia perfecta entre Ser y Tener. Uno y otro son la misma realidad en distintos planos de la existencia. El Ser materializado se transforma en el Tener, y el Tener sublimado se transforma en el Ser. Asimismo, descubrir la identidad que existe entre Tener y Ser marca profundamente el pensamiento económico. Si el Tener, y por tanto también la producción de riqueza, obedece al Ser, los conceptos fundamentales del Ser, de los estados del Ser, así como todo el trabajo de estudio, de observación de sí mismo, por parte del hombre, tendrán que volver a formar parte por pleno derecho de las cuestiones legítimas de las que se ocupa la investigación científica, junto a la ética, a los sistemas de creencias, a los sistemas de valores morales y, sobre todo, a las intuiciones y al Sueño. —Cuanto más amplia es la visión de un hombre, más rica es su economía. Esto se aplica igualmente a una organización, a un país y a toda una civilización. 7. Universidad significa «hacia el uno» El Soñador me había explicado que la palabra universidad significa «hacia el uno». En su etimología descubrí una preciosa indicación de la naturaleza de aquellas instituciones que nunca antes había encontrado en libros o en conversaciones. —Su nombre señala su misión: llevar adelante el trabajo de integración del hombre, guiarlo en su viaje hacia la unidad del Ser. En la visión del Soñador, las universidades del futuro tendrán por objeto continuar, en una versión laica, el trabajo que los conventos, las sinagogas, las iglesias y las mezquitas han 366
La Escuela de Dioses llevado a cabo a lo largo de los milenios y que dejaron sin terminar para convertirse en cenáculos de irresponsables, refugios para hombres y mujeres a quienes aterroriza vivir. Muchas universidades desaparecerán y sólo a unas pocas se les confiará la tarea vital de preparar a los nuevos líderes: líderes visionarios, monjes laicos, guerreros impecables, invulnerables, capaces de superar los desafíos que afronta nuestra civilización mediante nuevos sentidos como la intuición, la voluntad y el Sueño. El proyecto educativo de un hombre «equilibrado» en el que se armonicen cualidades aparentemente paradójicas, un hombre capaz de reconciliar en sí mismo la astucia y la inocencia, la razón y la intuición, el poder financiero y el amor, tiene miles de años de antigüedad. —La universidad debe proponer un sistema de ideas vitales capaz de interpretar el mundo, de revelar la condición real del hombre e indicar el camino de su posible evolución. La universidad debe preparar las células de una nueva humanidad, individuos inspirados por los principios del Sueño: visionarios, utopistas pragmáticos, hombres solares capaces de alimentar el sueño una economía global y de una política de responsabilidad planetaria. Un conocimiento libresco, impuesto desde el exterior, igual para todos, equivale a ahogar la esencia, es falso, es ilusorio. El conocimiento «verdadero» ya está dentro del individuo. Conocer significa recordar; es un viaje de regreso a la «memoria vertical». Para el Soñador la nueva educación, la segunda educación, está a años luz de la tradicional. Su propósito no es añadir nociones, sino recordar a los alumnos su unicidad, la originalidad, la inocencia que ya poseen. —No te apoyes en ninguna institución —me aconsejó el Soñador con solemnidad, como si me estuviese tomando juramento—. No aceptes dinero, no pidas subvenciones de ningún tipo a ningún ente o institución pública o de ayuda. El sistema universitario tradicional no sólo está obsoleto, sino que es extremadamente susceptible, delicado, frágil, merced a su carácter dependiente. Por todo ello tendrás que abrir caminos nuevos con el ímpetu de un rebelde, de un revolucionario. La verdadera educación es una actividad subversiva a los ojos de los poderes establecidos. Por ello no podrás aceptar la autoridad de la tradición y tampoco adherirte a ninguna de las convenciones educativas existentes. La universidad que fundarás supondrá tal revolución en el mundo de la educación que viejas creencias y mentalidades desaparecerán para siempre y, con ellas, instituciones y escuelas obsoletas. Sólo las que estén dispuestas a cambiar drásticamente, las que sean capaces de aceptar esta revolución, podrán sobrevivir. ¡Mantén tu integridad! No dejes que nada ni nadie la perjudique. Consérvala intacta. El éxito es una consecuencia natural de la integridad. Llegados a este punto me explicó una idea extraordinaria para la que habríamos de acuñar el término «universidad distribuida», el modelo organizativo que habría de resultar 367
X. La Escuela crucial para el éxito de la Escuela, para la afirmación de su modelo educativo en el escenario académico mundial. —Las batallas del futuro no se ganarán con grandes barcos, sino con flotillas de veloces embarcaciones —dijo—. Este concepto no sólo habría de permitir atender a cada uno de los estudiantes recibiéndolos en pequeños ateneos, sino que también haría realidad una característica ideal y paradójica: una institución que fuese a la vez grande y pequeña, mundial y local. La nueva Universidad tendría dimensiones planetarias y se organizaría en sedes ubicadas en las mayores capitales del mundo, concebidas para recibir y preparar a grupos pequeños de estudiantes que creyeran en sí mismos y en sus «sueños» y que supieran que sólo en una «escuela del Ser» podrían cumplirlos. La nueva Escuela, inspirada en los principios del Soñador, planteaba el modelo de la universidad del futuro y señalaba el adviento de un Ateneo sin fronteras, más allá de Aristóteles, radicado en un territorio o vinculado a una ciudad, a una lengua, a una nacionalidad y a un huso horario, pero articulado en escuelas universitarias distribuidas por varios continentes y fuertemente unidas entre sí por una misma filosofía. —Igual que las ciudades griegas levantaban sus muros allí donde alcanzaba a oírse la voz de un orador y se circunscribían al rango de esa comunicación —me explicó el Soñador—, los ateneos que fundarás tendrán que ser creados con unas dimensiones tales que permitan que las aspiraciones y el Sueño de quienes forman parte de ellos se den a conocer. 8. El nacimiento de la Escuela Había transcurrido poco más de un año desde la última reunión con el Soñador y mi investidura en la Casa del Pensamiento. Desde entonces me había entregado al Proyecto en cuerpo y alma. Había nacido la Universidad y el primer ateneo había abierto sus puertas en Belgravia, el corazón de Londres. Los primeros alumnos seleccionados habían completado con éxito su primer año académico. La Escuela se creaba a sí misma y crecía poco a poco de forma extraordinaria. Su evolución parecía no seguir, obviar incluso, las restricciones y los límites impuestos normalmente por el tiempo y el espacio. Su fórmula académica tenía los ingredientes del futuro. El rigor académico y el internacionalismo británicos, junto con el pragmatismo estadounidense, se combinaban a la perfección con el estilo y la cultura de Italia y con la búsqueda milenaria de la belleza y de la perfección de la civilización clásica. Un enriquecedor programa de prácticas en empresas desde el primer año de estudios permitía a los alumnos trabajar, desde muy jóvenes, en las mayores empresas del mundo. Gracias al poder de la filosofía de la Escuela, todos ellos demostrarían ser igual de impecables e 368
La Escuela de Dioses invulnerables que los monjes guerreros de Lupelio, los estudiantes que habían pasado por la Escuela de Dioses diez siglos antes. Las características de la nueva Universidad, imbuidas de la filosofía del Soñador, le otorgaban la forma resplandeciente de una nave que surcase el espacio y el corazón antiguo de las más veneradas escuelas de la Antigüedad, el mismo que batió antaño en las forjas de guerreros y héroes de la Grecia clásica. El Soñador me había puesto al mando de una nave que sobrevolaba un mundo académico arcaico y polvoriento, una ruina decrépita encapada alegóricamente de armiño en un mundo que cada vez encontraba más difícil ocultar la vacuidad de su falso conocimiento y sus conceptos anacrónicos. La aparición de la Escuela en el escenario académico británico e internacional, y más aún en el italiano, fue comparable al descubrimiento del librito de Plutarco sobre la educación. La traducción en latín de esta obra que se creía desaparecida puso de repente frente a frente el modelo educativo griego, reflejo del espíritu de aquella civilización, con el oscurantismo dogmático de las escuelas religiosas medievales. En aquel entonces, igual que ocurría ahora, entablaron comunicación dos mundos separados por siglos, pero distantes años luz en el plano de la conciencia. La Universidad del Sueño, como pronto la bautizaron los medios de comunicación, era la única heredera de los ideales educativos de la Grecia clásica. Su firme convicción y la piedra angular de su filosofía pedagógica era que el hombre puede evolucionar a través de un trabajo de responsabilidad, de una tendencia constante hacia la unidad del Ser. Los alumnos llegaban de todos los rincones del mundo atraídos por el pensamiento de la Escuela, por su mensaje nuevo a la vez que antiguo. Las palabras del Soñador, que inspiraban los materiales promocionales de la Universidad, sonaban como notas de una flauta mágica. Jóvenes soñadores de todo el mundo las escuchaban y se ponían en camino. He soñado con una revolución. He soñado con una Escuela que «recuerde» que el sueño es lo más concreto que existe. He soñado con una nueva generación de líderes capaces de armonizar los aparentes antagonismos de siempre: la Ética y la Economía, la Acción y la Contemplación, el Poder financiero y el Amor. Desde aquella etapa pionera de la nueva Universidad, personas, acontecimientos y circunstancias confluyeron milagrosamente. Jamás dejará de maravillarme la forma en que llegaban los recursos necesarios: del modo más justo, siempre extraordinariamente puntuales, 369
X. La Escuela cual si se tratase de una fantástica gestación en la que todo, desde los órganos más complejos hasta las neuronas más remotas, obedeciera al mismo proyecto de vida. 9. La misión de la Escuela Aquella mañana me desperté antes del alba. Mi mente estaba en los compromisos de aquel día, que se presentaba intenso, y en las dificultades que me aguardaban. Lo más complicado parecía, sobre todo, la reunión plenaria con el cuerpo docente y, sobre todo, las distintas citas con los bancos. Algo en mí quiso buscar inspiración en las palabras del Soñador. Escogí al azar uno de los cuadernos y me sumergí un largo rato en las páginas repletas de notas recopiladas a lo largo de tantos años de aprendizaje. Mientras leía sentía la misma inconfundible vibración bajo la piel que experimentaba siempre en presencia del Soñador. Sentí abrirse un agujero en la boca del estómago. Había olvidado algo vital. Hacía demasiado tiempo que no me alimentaba con Sus principios, demasiado desde la última vez en que me había bañado en la luz de aquella inteligencia que tenía el poder de dar sentido a la insensatez del mundo. Llevaba demasiado tiempo sin respirar el inmenso poder de Su visión, capaz de dar la vuelta al mundo y reducirlo a un grano de arena. No había lugar en la Tierra donde pudiera ver ondear los estandartes u oír los cuernos de guerra que anunciaban Su solitaria batalla, Su desafío titánico contra lo que Él llamaba la mentira de la muerte, contra el prejuicio de su invencibilidad. El Soñador había iluminado mi vida. No obstante, quizás jamás llegase a entender completamente la suerte increíble que tuve por haberlo conocido. Marqué algunas frases y las llevé conmigo a mi primera reunión del claustro de profesores de la European School of Economics. Conocía personalmente a todos los hombres y mujeres que me esperaban en la sala. Todos eran excelentes profesores, con una preparación académica excepcional y amplia experiencia en universidades británicas e internacionales. Habían sido elegidos uno a uno y, sin embargo, de nuevo, aquella reunión habría de confirmar cuán difícil resultaba acercarlos a la filosofía de la Escuela y hacer que adoptasen los principios sobre los cuales se había fundado. Todos habían estudiado en universidades tradicionales, la mayoría estatales, y la idea de cambiar sus convicciones para aceptar la pedagogía visionaria de esta joven universidad era como pedirles que abjuraran de su religión o cruzasen un umbral biológico que fuese a transformarlos en seres de otra especie. —El suelo fundador de ESE, su misión, es crear una nueva generación de líderes, células de una nueva humanidad. Para esto hace falta más que buenos planes de estudio y buenos profesores. Miles de instituciones ya ofrecen eso —dije para comenzar aquella reunión tan difícil. A través de los ventanales de la sala de reuniones podía ver los jardines de 370
La Escuela de Dioses Buckingham Palace, que me recordaban que incluso un poderoso imperio como el británico se disolvió cuando olvidó sus principios y dejó de soñar. A mis labios vinieron, altas y claras, las palabras que le escuché al Soñador en la vieja casa de té de Shanghai: —La ESE es una Escuela del Ser. Debemos alimentar en nuestros estudiantes la idea de la inmortalidad, demoler el prejuicio de la invencibilidad de la muerte. Hasta ahora, todos los sistemas económicos se han ocupado de la supervivencia, de las necesidades básicas de los pueblos: comida, techo, ropa y reproducción. La economía de las próximas décadas no se ocupará de la supervivencia sino de la inmortalidad. —¿Me puede explicar por qué la idea de la inmortalidad es importante para una Escuela de Economía, especialmente para los alumnos que estudien Negocios? —la pregunta la formuló una joven y brillante profesora que enseñaba International Strategic Management. En su tono era obvio que no esperaba recibir una respuesta convincente. —¿Quizá pretende usted inaugurar un nuevo departamento de Filosofía? —añadió con educación y cierto sarcasmo. Era el mismo escepticismo que yo había exhibido ante el Soñador cuando me reveló por primera vez los que habrían de ser los principios fundamentales de la Escuela. A punto de «reaccionar» y de responder a la presunción de aquella mujer, me interrumpió el Soñador: ¡Ato! Su voz estalló silenciosamente en mi interior como un grito de batalla, salvándome de un inexorable descenso al infierno de la identificación. Aquello supuso la muerte instantánea de una mentalidad decrépita y el surgimiento de un nuevo ser, el vagido de una inteligenc