tesis - Orden Jurídico Nacional

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tesis - Orden Jurídico Nacional
INSTITUTO TECNOLÓGICO AUTÓNOMO DE MÉXICO
EL PROCEDIMIENTO DE REFORMA CONSTITUCIONAL A LA
LUZ DE LOS PRINCIPIOS DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA:
UNA ALTERNATIVA PARA SU CONTROL EN SEDE JUDICIAL
TESIS
QUE PARA OBTENER EL TÍTULO DE:
LICENCIADA EN DERECHO
PRESENT A
PATRICIA DEL ARENAL URUETA
MÉXICO, D.F.
2010
“Con fundamento en los artículos 21 y 27 de la Ley Federal del Derecho de
Autor y como titular de los derechos moral y patrimonial de la obra titulada
“El procedimiento de reforma constitucional a la luz de los principios de la
democracia deliberativa: una alternativa para su control en sede judicial”,
otorgo de manera gratuita y permanente al Instituto Tecnológico Autónomo
de México y a la Biblioteca Raúl Bailléres Jr., autorización para que fijen la
obra en cualquier medio, incluido el electrónico, y la divulguen entre sus
usuarios, profesores, estudiantes o terceras personas, sin que pueda percibir
por tal divulgación una contraprestación.”
Patricia del Arenal Urueta
___________________________
Fecha
___________________________
Firma
Con amor,
A mis padres,
A mi hermana,
A Jorge.
AGRADECIMIENTOS
Es imposible mencionar los nombres de todos los que han contribuido
en mi crecimiento profesional. A todos ellos quisiera agradecer
sinceramente, pero de modo especial:
A mis padres, porque cualquier logro personal encuentra
explicación en su esfuerzo y apoyo.
A la doctora Francisca Pou Giménez, por cada una de sus
observaciones y por el tiempo que invirtió en la dirección y mejora de
este trabajo.
Al doctor José Ramón Cossío Díaz, por su confianza como jefe
y sus enseñanzas como profesor. Especialmente, debo agradecer los
valiosos y estimulantes comentarios que compartió conmigo respecto
a las ideas que sostengo en esta tesis. A él también debo la posibilidad
de haberme acercado, desde mis primeros semestres, a la dimensión
práctica de la materia constitucional, lo que para mí ha significado una
experiencia invaluable, por la que siempre le estaré agradecida.
A todos mis profesores del ITAM. Con especial gratitud, a
Víctor Blanco y a Franz Oberarzbacher, por abrir mis ojos a los temas
que ahora me apasionan. Al doctor Jorge Cerdio, por escuchar y
orientar mis primeras inquietudes sobre el tema que ahora presento.
Pero, sobre todo, agradezco a Miguel Sarre, por determinar el rumbo
que habrán de seguir mis aspiraciones profesionales y, más que nada,
por su inspiración. Sin sus clases simplemente no entendería el
Derecho como hoy lo hago, ni defendería lo que hoy defiendo. A él
debo (y seguiré debiendo siempre) más de lo que aquí podría expresar.
Al licenciado Miguel Sánchez Frías, por permitirme madurar
profesionalmente a través de nuestros siempre apasionantes diálogos
en la Corte.
También es necesario agradecer a mis amigas y amigos. A las
tres más especiales, Alejandra González, Daniela Calleja y Gabriela
Lara, por su incondicional cariño y ayuda en absolutamente todas mis
preocupaciones. Agradezco a todos mis compañeros de la Corte, por
sus múltiples atenciones. En particular, a Omar Hernández y a
Eugenio Velasco, por sus consejos cargados de empatía en el difícil
transcurso de esta investigación.
Finalmente, agradezco Jorge Cabrera, simplemente por ser el
impulso que hoy me permite presentar este trabajo.
INTRODUCCIÓN ................................................................................................. 1
CAPÍTULO I. EL MECANISMO DE REFORMA CONSTITUCIONAL EN
CONTEXTO ....................................................................................................... 11
1. Rigidez constitucional: entre la permanencia y el cambio.............................. 11
2. La solución del dilema en la práctica ............................................................ 24
A. Flexibilidad ............................................................................................ 26
B. Procedimiento agravado .......................................................................... 28
C. Variación en grados de rigidez ................................................................ 30
D. Petrificación parcial ................................................................................ 31
E. Petrificación total .................................................................................... 33
3. La dificultad del cambio: respuestas más allá del texto.................................. 33
A. Tipología de límites a la reforma ............................................................. 35
B. La pregunta de los límites en la jurisprudencia comparada ....................... 37
a. Estados Unidos de América ................................................................. 38
b. Alemania............................................................................................. 44
c. La India ............................................................................................... 48
d. Colombia ............................................................................................ 52
e. México ................................................................................................ 59
CAPÍTULO II. EL CONTROL JUDICIAL DE LAS REFORMAS: DEFENSAS Y
CRÍTICAS .......................................................................................................... 69
1. Posiciones a favor del reconocimiento de límites implícitos al objeto de
reforma constitucional ..................................................................................... 70
A. La obra del poder constituyente como única manifestación de la soberanía
popular ........................................................................................................ 70
B. Los principios legitimadores del constitucionalismo como presupuestos
lógicos inderogables .................................................................................... 75
C. Interpretación estructural: método que permite identificar y justificar la
existencia de límites al objeto de la reforma ................................................. 81
2. Algunas razones para el escepticismo ........................................................... 83
A. ¿Es el poder constituyente originario el auténtico reflejo de la soberanía
popular? ...................................................................................................... 83
B. ¿Queremos adoptar una concepción material de la Constitución? ............. 95
a. Problemas sobre los criterios de identificación y jerarquización del
derecho. .................................................................................................. 99
C. ¿Aplica al control de la reforma constitucional la objeción contramayoritaria
del judicial review? ................................................................................... 112
a. La calidad democrática de las resoluciones judiciales ......................... 113
b. El autogobierno como fundamento de la apertura al cambio constitucional
............................................................................................................. 124
CAPÍTULO III. APLICACIÓN DE LA TEORÍA DEL CONTROL
PROCEDIMENTAL AL PROCESO DE REFORMA CONSTITUCIONAL....... 137
1. Los invitados al debate y la teoría alternativa de Ely y Nino ........................ 139
A. John Hart Ely: el juez como árbitro que vela por la limpieza de los canales
políticos. ................................................................................................... 141
B. Carlos Santiago Nino: el juez como vigilante de las condiciones de la
democracia deliberativa ............................................................................. 145
2. Las objeciones a la teoría alternativa .......................................................... 153
A. La teoría de Ely no da cuenta de la importancia del diálogo como
transformador de preferencias .................................................................... 154
B. La lectura procedimental de la Constitución es una lectura forzada......... 156
C. El control del procedimiento democrático también implica valoraciones
sustantivas ................................................................................................. 158
3. La teoría aplicada al procedimiento de reforma constitucional .................... 163
A. Los principios subyacentes al procedimiento y su control judicial .......... 164
B. Los principios subyacentes a la rigidez constitucional ............................ 174
a. El sinsentido del constitucionalismo sin calidad democrática .............. 177
C. Un catálogo de principios ...................................................................... 182
a. Jeremy Waldron................................................................................. 182
b. Amy Gutmann y Dennis Thompson ................................................... 184
c. Carlos Santiago Nino ......................................................................... 186
D. La protección constitucional del proceso democrático en el orden jurídico
mexicano................................................................................................... 188
E. Los criterios de la Suprema Corte en materia de proceso legislativo: una
aproximación a la propuesta....................................................................... 193
F. Una propuesta metodológica .................................................................. 198
CAPÍTULO IV. ALGUNAS OBJECIONES Y SUS POSIBLES RESPUESTAS 221
1. El reto cultural: transitando hacia la no politización de la justicia ................ 222
2. El alcance de la teoría ................................................................................ 225
A. Las precondiciones de la democracia y su imperfección ......................... 226
B. La oportunidad para deliberar: su insuficiencia como parámetro de control
................................................................................................................. 230
C. El problema de la circularidad de la justicia procedimental .................... 231
D. Razones y buenas razones ..................................................................... 233
CONCLUSIÓN ................................................................................................. 243
BIBLIOGRAFÍA ............................................................................................... 247
INTRODUCCIÓN
«…puede decirse que hay un problema cuando los
diputados votan sin saber el contenido de lo que
votan; que hay un problema serio si un
representante cambia de opinión (como obviamente
puede hacerlo) sin decirle a la ciudadanía, con una
mano en el corazón, por qué lo hizo;[…] que
discutir implica estar abierto a aprender de aquel
con quien discutimos; que una democracia
constitucional no debe tolerar nunca el abuso de la
fuerza, así se trate, por supuesto, de la fuerza
abrumadora, estrepitosa, aplastante de los
números.»1
En 1920, William L. Marbury escribía: “the power to amend the
Constitution was not intended to include the power to destroy it”.2 En
fechas más recientes —específicamente, en septiembre de 2008— el
Tribunal Pleno de la Suprema Corte mexicana ha suscrito la frase casi
literalmente, apuntando que: “el poder de reforma tiene la
competencia para modificar la Constitución, pero no para destruirla”.
El argumento de Marbury —ahora retomado por nuestra
Corte— tiene historia. De hecho, ésta se remonta hasta Vattel, quien
en 1874 se preguntó cómo es que el poder de reforma puede destruir
aquellos supuestos constitucionales que constituyen su propio
fundamento y razón de ser, si su título y autoridad descansan en la
Constitución.3 Desde entonces, el debate entre los defensores de estas
posiciones y quienes no admiten límites al objeto de la reforma
constitucional, no ha cesado. La importancia del problema permite
1
Gargarella, Roberto, “Un papel renovado para la Corte Suprema. Democracia e
interpretación
judicial
de
la
Constitución”,
http://www.cels.org.ar/common/documentos/gargarella.pdf, (última consulta: 13 de
agosto de 2010).
2
William L. Marbury, “The Limitations upon the Amending Power”, en Harvard Law
Review 33 (1920). La obra es citada por Pedro de Vega en La reforma constitucional y la
problemática del poder constituyente, 1ª edición, Tecnos, México, 1985, p 238.
3
Cfr, Ibidem, p. 237
1
entender por qué. Por ejemplo, Pedro de Vega ha señalado que el tema
de los límites es uno de los centros de referencia en los que la
racionalidad del ordenamiento constitucional democrático se pone a
prueba consigo misma.4
Pero es necesario aclarar sobre qué versa la controversia de los
límites al objeto de la reforma. Podría decirse que ésta se suscita con
motivo de dos posturas que ofrecen respuestas antagónicas a las
siguientes preguntas: ¿es el órgano reformador de la Constitución un
poder limitado en el sentido de que carece de potestad para enmendar
determinados contenidos constitucionales? En caso de que lo sea,
¿tienen los tribunales potestad para invalidar el resultado de una
reforma constitucional?
A pesar de que la afirmación recién acuñada por nuestro
máximo tribunal es clara, sigue teniendo sentido preguntar cuál es su
postura frente a estas interrogantes pues, como explicaré en el primer
capítulo de esta investigación, la respuesta no es del todo clara. En
parte, esto se debe a que en el caso que ameritó el pronunciamiento
citado —el amparo en revisión 186/2008—, la Corte tenía una
encomienda específica: resolver si el juicio de amparo era o no
procedente contra una reforma constitucional (cuestión que respondió
afirmativamente). Con esto, la Corte únicamente determinó que el
específico reclamo de los quejosos —mediante el cual impugnaban la
constitucionalidad del penúltimo párrafo del apartado A) del artículo
41 constitucional5— podía ser considerado en sede judicial. No
obstante ello, es claro que la resolución contiene afirmaciones con
base en las cuales podría suponerse que el máximo tribunal de nuestro
país, al igual que otros tribunales constitucionales del mundo, suscribe
la tesis de que el poder reformador no puede derogar determinados
4
Cfr, Ibidem, p. 221
La reforma impugnada data del 2007 y, entre otras cosas, establece que los partidos
políticos por ningún motivo pueden contratar o adquirir, por sí o por terceras personas,
tiempos en cualquier modalidad de radio o televisión y que ninguna otra persona física o
moral, sea a título propio o por cuenta de terceros, puede contratar propaganda en radio y
televisión dirigida a influir en las preferencias electorales de los ciudadanos, ni a favor o
en contra de partidos políticos o de candidatos a cargos de elección popular.
5
2
contenidos constitucionales y que es su encomienda garantizar que
ello no ocurra.6
Para aproximarnos a la comprensión de la relevancia que tendría
un pronunciamiento semejante, podemos comenzar formulando
algunas preguntas muy básicas acerca de la materia puesta a debate.
Una de las formas más atractivas de hacerlo puede ser la que utilizó
un jurista estadounidense, Walter F. Murphy, al plantear importantes
argumentos a favor del control sustantivo de la reforma constitucional.
Estos argumentos serán objeto de análisis a lo largo del trabajo; sin
embargo, desde ahora es pertinente hacer eco de una de sus
principales preocupaciones, por ser ésta coincidente con las
inquietudes que motivan el presente trabajo.
Dicho autor nos invita a imaginar la siguiente situación: en un
país que atraviesa por una gravísima crisis económica y política, llega
un carismático líder que promete prosperidad a cambio de la abolición
de la democracia constitucional. Nos dice:
…Let us assume that the charismatic leader would persuade the
people and/or their duly elected representatives to effect, with
fastidious observance of every prescribed procedure for
amendment, a constitutional transformation to a neartotalitarian dictatorship of some sort. Political participation
might continue, but only of the kind and with the results the
leader would deign to permit. All “rights” of individuals would
tarnish into privileges…7
6
Aunque el criterio de la Corte no es definitivo, la resolución a la que aludimos ha traído
repercusiones. Según informa Pedro Salazar, a raíz de esta determinación, al menos una
Jueza de Distrito ―la titular del Séptimo Juzgado de Distrito del Centro Auxiliar de la
Segunda Región, con sede en San Andrés Cholula― determinó conceder un amparo
promovido contra el penúltimo párrafo del apartado A) del artículo 41 constitucional.
Para una crítica a esta resolución véase, Salazar, Pedro, “Una Corte, una Jueza y un
réquiem para la reforma constitucional electoral” en Democracia sin garantes. Las
autoridades vs. la reforma electoral, Córdova Vianello Lorenzo y Salazar Ugarte Pedro
(coords), Instituto de Investigaciones Jurídicas, México, 2009.
7
Murphy, Walter, “Merlin´s Memory, the Past and Future Imperfect of the Once and
Future Polity” en Responding to Imperfection, the Theory and Practice of Constitutional
Amendment, Levinson, Sanford (ed.) Princeton University Press, New Jersey, 1995, p.
174
3
Enseguida se pregunta Murphy, ¿podría una mayoría aceptar una
transformación así? Y dice: “the answer is obvious: Of course they
can”.8 Pero añade: “May a people who accepted constitutional
democracy democratically or constitutionally authorize such a
political transmutation? May the new system validly claim to draw its
authority from the consent of the governed?”9 Su enfática respuesta es
no. La sola posibilidad de que una reforma con tales características
pudiera generarse, demostraría —para Murphy— que la idea según la
cual el poder de reforma constitucional es ilimitado, no satisface
determinadas pretensiones de justicia, mismas que históricamente se
han entendido como esenciales a la lógica del constitucionalismo;
entre ellas, por ejemplo, la limitación del poder estatal.
La preocupación de Murphy parece tener fundamento por lo
siguiente: si una reforma constitucional como la descrita lograra
emitirse, parecería difícil —casi trágico— aceptar su validez en sede
judicial por la única razón de que el órgano de reforma ha emitido una
votación mayoritaria en su favor. Cualquier ciudadano disidente —
que quisiera gozar de determinados derechos y de voz y voto— estaría
haciendo valer una objeción legítima al preguntar cómo es que pudo
emitirse una reforma constitucional tan claramente contraria a sus
auténticos y duraderos intereses; sobre todo, si los autores de la misma
supuestamente debían actuar en representación de tales exigencias.
Este ciudadano disidente estaría asumiendo una posición
razonable al preguntar por qué debe obedecer tal reforma, por qué está
vinculado a su cumplimiento si no la consiente. Además, estaría
justificado que preguntara por qué el órgano reformador de la
Constitución destruyó, de un plumazo, las costosas conquistas
históricamente libradas a favor de los valores de la democracia
constitucional. Estos cuestionamientos pondrían en tela de juicio la
8
Ibidem, p. 175
Esta situación no es tan ajena a la historia mundial reciente. Como explica José Ramón
Cossío Díaz, el mismo Hitler fue capaz de llegar al poder e instaurar el régimen nazi, a
través de vías jurídicas ordinarias e incluso respaldado por una amplia mayoría del
electorado. Para un análisis detallado, véase Cossío Díaz, José Ramón, Cambio Social y
Cambio Jurídico, primera reimpresión, Miguel Ángel Porrúa, México, 2006, pp. 17-23
9
4
legitimidad de la enmienda y, con esto, el órgano que generó la
reforma se haría acreedor de desconfianza.
Pero ¿qué remedios debe encontrar esa desconfianza? ¿Es
pertinente mirar a la rama judicial con la esperanza de que reivindique
los derechos que en nuestro ejemplo hipotético fueron arrebatados por
un órgano irreflexivo e irresponsable para con sus representados?
Podría pensarse que un apasionado defensor de la protección
constitucional de los derechos no dudaría un momento en permitir tal
reivindicación. Sin embargo, el problema presenta mayores
dificultades. Si nuestro apasionado defensor es sensato, no podrá dejar
de considerar las otras tantas preguntas que genera la posibilidad de
controlar materialmente una reforma con base en textos —como,
pongamos por caso, el mexicano— que no establecen (al menos
expresamente) limitantes al poder de enmienda.
Por ejemplo, —se preguntaría nuestro defensor— ¿cómo
distinguir cuáles son los contenidos constitucionales que, por su
jerarquía superior, permitirían invalidar una reforma cuya aprobación
fue lograda mediante la votación supermayoritaria exigida por el
artículo 135 constitucional? ¿No es ya suficiente muestra de consenso,
aceptación y legitimidad el que la reforma haya sido aprobada por un
número tan extenso de votos? En caso de aceptar la existencia de
valores cuya derogación está implícitamente prohibida ¿qué haría a
los tribunales especialmente sensibles para poder identificarlos?
¿Acaso tendría la Corte legitimidad democrática para invalidar una
reforma constitucional? En caso de que la tuviera, ¿los órganos de
representación popular —las legislaturas y el Congreso— podrían
hacer algo para superar el criterio de la Corte? ¿Quién tiene la última
palabra?
Ante tales cuestionamientos, nuestro defensor podría intuir que,
sin importar cuán deseable es que la Constitución impida enmendar
los principios de la democracia constitucional, aún queda por
demostrar (desde el terreno de lo jurídico) cómo es que la
Constitución misma autoriza el rechazo judicial de una reforma
abiertamente restrictiva de derechos y libertades.
5
Las reflexiones de nuestro individuo imaginario giran en torno a
las mismas ideas con las cuales la Corte ha dialogado en los últimos
años. El criterio de nuestro máximo tribunal al respecto no ha sido del
todo uniforme. De hecho, la resolución a la que antes hacía referencia
representa un importante cambio en su doctrina. Antes de ella, la
Corte había sido relativamente clara y consistente en manifestar su
negativa a cuestionar la validez de una enmienda constitucional por
vicios ajenos al procedimiento. Lo que es importante notar es que,
hasta ahora, la Corte parece haber presupuesto que sólo existen dos
posibles formas de control que se excluyen entre sí.
Éstas consistirían en (i) determinar que ciertos contenidos
constitucionales están exentos del poder de revisión, mismos que ella
—como tribunal constitucional de la Nación— podría identificar y, en
su caso, reivindicar; y (ii) determinar que el único control legítimo a
la reforma constitucional es aquél que versa sobre el procedimiento, lo
que se traduce en una mera verificación de que la votación
supermayoritaria exigida por el artículo 135 constitucional ha sido
alcanzada a través del procedimiento allí establecido.
La doctrina ha entendido que los primeros son límites materiales
y los segundos formales. Desde ahora conviene replantear esta
nomenclatura en la medida en que, considero, es poco precisa e
incompleta y sólo ha contribuido a creer que las posiciones
anteriormente señaladas constituyen un dilema irrenunciable. Por
tanto, a partir de ahora se hablará de “límites materiales al objeto de
reforma” para señalar aquellos que se refieren a los contenidos
constitucionales que no se puede derogar o superar; y se hablará de
“límites al procedimiento” para referir a aquellos que determinan el
modo de creación de la enmienda. Puesto de modo más claro: si se
propone abandonar esa nomenclatura es porque resulta insatisfactorio
entender que todos los límites materialmente ricos únicamente atañen
al objeto de la reforma.
Así, la presente investigación nace por esta inquietud; es decir,
nace al creer que las posiciones antes mencionadas constituyen un
falso dilema. Como argumentaré a lo largo de las siguientes páginas,
pienso que hay razones de peso para rechazar la tesis según la cual
6
nuestro tribunal constitucional tiene facultades para revisar los méritos
sustantivos de una enmienda constitucional. También considero que
hay motivos para rechazar la postura de que la revisión de regularidad
del procedimiento se reduce a la mera verificación del cumplimiento
de las reglas explícitamente contenidas en el artículo 135 de nuestra
Constitución. Esto no basta para legitimar un resultado cuyo fin es
vincular a la ciudadanía y limitar las decisiones de las mayorías.
Después trataré de proponer lo que, considero, es una alternativa
a la cual podría apelar nuestro máximo tribunal al abordar la cuestión
de los límites a la reforma —razonamiento que, según pretendo, salva
varias de las inquietudes que nuestro entusiasmado defensor planteaba
para sí mismo—. Desde ahora podemos esbozar algunas intuiciones
que orientan hacia esa hipótesis.
Supongamos por un momento que nuestra práctica
constitucional nos permitiera afirmar lo siguiente: toda enmienda
constitucional es el resultado de un proceso democrático, inclusivo,
genuinamente representativo de los intereses de una colectividad,
transparente e imparcial. Si esta afirmación estuviera respaldada por la
realidad, ¿realmente encontraríamos deseable que 11 ministros ―no
responsables frente al electorado― estuvieran en posibilidad de
invalidar el resultado de ese proceso? Hay elementos de peso para
suponer que ello no es algo deseable.
En esencia, la objeción encuentra sustento en el significativo
déficit democrático que caracterizaría un fallo judicial capaz de
invalidar, sin orientación textual, la voluntad de un acto de política
constituyente. Sin embargo ¿toda la justicia relativa al tema de la
reforma se agota en el escrutinio de su resultado?, ¿No podrían
intervenir los jueces para fortalecer aquello que normalmente genera
desconfianza respecto de los procedimientos mediante los cuales se
crean normas constitucionales?
La hipótesis de esta investigación es que las exigencias que
determinan cómo debe crearse una norma —específicamente una
norma constitucional— no sólo se ocupan de establecer reglas
formales que versan, por ejemplo, sobre el número de órganos que
deben intervenir y sobre el número de votos por el que la decisión
7
debe estar precedida. Su justificación reside en principios
constitucionales que determinan la forma democrática y representativa
de gobierno.
Cuando se ha afirmado que la Corte tiene potestad para revisar
la regularidad del procedimiento de reforma constitucional, se ha
omitido analizar si tal ejercicio podría consistir en algo más que un
mero conteo de votos. Esto es, si los presupuestos que dan legitimidad
democrática al proceso son materialmente ricos y complejos, ¿qué
impedimento hay para que la Corte revise la presencia de estos
elementos como condición de validez del acto reformatorio? Si uno se
toma en serio la idea de que cualquier proceso de decisión en el marco
de una democracia debe estar precedido por ciertas condiciones,
entonces sí es cierto que el acto reformatorio exige algo más de lo que
Murphy denominaba “la fastidiosa observancia de todos los requisitos
expresamente prescritos para activar el proceso de enmienda”.
Así, una tercera posibilidad, aún no explorada por nuestro
máximo tribunal, sostendría que es admisible optar por admitir un
control judicial encargado de velar por estos aspectos. En otras
palabras, mi intención es analizar si el procedimiento de reforma
constitucional ―integrado por los actos concretos que el órgano
facultado despliega durante la creación de la norma― es enjuiciable a
la luz de esos principios constitucionales que aseguran el autogobierno
y el deber de efectiva representación.
La hipótesis de este trabajo es que esta clase de control es
especialmente pertinente para el problema de la reforma
constitucional. Es decir, que en momentos de política constituyente,
nuestro texto constitucional obliga al órgano de reforma constitucional
(en adelante: ORC) a adoptar un punto de vista imparcial y a
representar efectivamente a la colectividad por cuyos intereses está
llamado a velar. De igual forma, mi intención es argumentar que
nuestro tribunal constitucional cuenta con la legitimidad necesaria
para fungir como árbitro en este proceso que debe caracterizarse por
su calidad superior.
Ya que hemos avanzado en las inquietudes e intuiciones que
caracterizan a este debate, conviene preguntar qué relevancia tiene el
8
que esta investigación se proponga participar en él. El interés nace
porque hoy, en México, se están presentando las condiciones que
obligan a la Suprema Corte a resolver si hay límites implícitos al
objeto de reforma constitucional. En otras palabras, hoy la Corte
enfrenta la tarea de resolver si existen contenidos constitucionales a
los que la misma norma fundamental les confiere el carácter de
indisponibles o inderogables. Ella deberá aclarar si las afirmaciones
alcanzadas en la última sentencia —que, como veíamos, hablan de
límites al ORC en sentido fuerte— tienen el carácter de obiter dicta, o
si constituyen el principio de una evolución jurisprudencial tendiente
al control sobre el objeto de reforma.
Como se sabe, el tema de los límites al poder de reforma
constitucional ha sido objeto de un intenso debate tanto en la teoría
como en las distintas sedes de control constitucional en el mundo. En
general, podemos distinguir dos grandes perspectivas desde las cuales
suele abordarse la discusión: la primera plantea las cosas desde la
óptica de un hipotético constituyente, es decir, de quien crea y
determina el modo en que la Constitución ha de regular su propio
cambio. Aquí lo que se discute es cuál de todas las posibles formas de
prever este cambio (si es que se decide prever) es la mejor.
La segunda aproximación es propia del intérprete constitucional,
esto es, de quien trabaja con un conjunto de normas a las que
considera una constante en la ecuación. Las respuestas que arrojan los
estudios de quienes trabajan desde esta perspectiva varían
enormemente, pues cada Constitución presenta sus propias
peculiaridades. Sin embargo, respecto de aquellos textos que dejan
lugar para la interpretación —y éstos son los que ahora interesan— la
discusión básicamente gira en torno a las posibilidades de control que
sobre los límites debe (o no) tener el juez constitucional. Este trabajo
se aproximará al problema desde la segunda óptica. Para ello,
debemos identificar el margen de maniobra que el texto autoriza al
intérprete. No buscamos derrotarlo sino trabajar con sus actuales
virtudes o imperfecciones, cualesquiera pudieran ser éstas.
Partiendo de estos márgenes, encontramos un sinfín de
argumentos aplicables a la zona de penumbra (frente a la que
9
queremos ver si estamos), que se orientan hacia posiciones realmente
dispares: a favor y en contra de tesis que admiten o niegan la
posibilidad, la necesidad o la deseabilidad de controlar
jurisdiccionalmente los límites del poder de revisión constitucional, ya
sea que éstos versen sobre sus modos de actuación o sobre los
contenidos de su voluntad.
En el primer capítulo trataré de identificar los grandes ejes de
la controversia. Para ello remitiré al contexto práctico y teórico del
cual se nutre el problema de la reforma constitucional. Mi pretensión
en el segundo capítulo será analizar algunas posiciones que, desde la
teoría constitucional, defienden la existencia de límites al objeto de la
reforma. Concretamente, identificaré tres grandes líneas
argumentativas cuyas fallas —me parece— conducen a adoptar una
posición escéptica respecto a esta clase de control.
Ante la insatisfacción que dichos tales posicionamientos
generan, pasaré al tercer capítulo en el que, básicamente, analizaré la
viabilidad de un control judicial al procedimiento de reforma que
profundice y ponga el acento en las condiciones que dotan de
legitimidad al modo en que las normas son creadas. Dado que en la
teoría constitucional existen posturas significativas que propugnan
esta clase de control ―posturas como la de John Hart Ely y la de
Carlos Santiago Nino― la específica pregunta que abordaremos es si
estas soluciones, originalmente pensadas para el control judicial de la
ley, aplican para el problema de la enmienda constitucional.
Al concluir que esto es posible, plantearé las bases
metodológicas que, considero, pueden guiar la argumentación de un
fallo judicial cuya litis implique resolver sobre la validez de un
procedimiento de reforma constitucional. Es decir, la idea de este
último apartado es analizar cómo es que nuestro máximo tribunal
podría acercarse a la aplicación de las orientaciones teóricas
analizadas previamente.
Finalmente, en el cuarto y último capítulo, intentaré dar
respuesta a potenciales objeciones relacionadas con la adopción de la
propuesta.
10
CAPÍTULO I. EL MECANISMO DE REFORMA
CONSTITUCIONAL EN CONTEXTO
Para comprender el funcionamiento del mecanismo de reforma
constitucional en México, conviene dar cuenta del trasfondo teórico
que le subyace. Sólo así podemos participar informadamente en el
debate que versa sobre sus límites. Para ello, también es necesario
comparar las características de nuestro mecanismo de reforma con las
de los procedimientos establecidos en algunas constituciones de otras
naciones. Con ese propósito en mente, será útil dar cuenta del texto
que los fundamenta. Pero como el problema no se solventa desde ahí,
también es necesario dar cuenta de su tratamiento jurisprudencial,
especialmente el dado por aquellos tribunales que sí han hecho
pronunciamientos claros respecto a los límites de la enmienda. A final
de cuentas, la intención es que, a partir de la contextualización
práctica y teórica del tema, podamos ver nuestros particulares
problemas bajo una luz un tanto más clara.
1. Rigidez constitucional: entre la permanencia y el cambio
¿Qué nos dice el texto constitucional acerca de sus propias
posibilidades de modificación? De acuerdo con el artículo 135, para
que la Constitución pueda ser reformada o adicionada se requiere que
el Congreso de la Unión acuerde dichas modificaciones por el voto de
las dos terceras partes de los individuos presentes y que éstas sean
aprobadas por la mayoría de las legislaturas de los Estados. Dicho
artículo literalmente dispone:
Artículo 135.- La presente Constitución puede ser adicionada o
reformada. Para que las adiciones o reformas lleguen a ser parte
de la misma, se requiere que el Congreso de la Unión, por el
voto de las dos terceras partes de los individuos presentes,
acuerden las reformas o adiciones, y que éstas sean aprobadas
por la mayoría de las legislaturas de los Estados. El Congreso
de la Unión o la Comisión Permanente en su caso, harán el
11
cómputo de los votos de las Legislaturas y la declaración de
haber sido aprobadas las adiciones o reformas.
Lo primero que este artículo nos permite concluir es que la
Constitución mexicana protege o asegura “rigidez constitucional”.10
En la doctrina constitucional se tiene claro que una Constitución
puede calificarse de rígida cuando el procedimiento que prevé para su
propia transformación es más complejo que el establecido para la
creación de leyes ordinarias.11
Decimos que nuestra Constitución cumple cabalmente con esta
condición porque exige la implementación de un mecanismo agravado
para la válida emisión de cualquier enmienda constitucional.
Utilizamos el calificativo “agravado” porque la norma exige una
supermayoría compuesta por dos terceras partes de los presentes del
Congreso de la Unión y la mayoría de las legislaturas de los Estados
—mecanismo que supera en complejidad al previsto para la emisión
de las leyes ordinarias por parte del Congreso de la Unión y de
cualquier legislatura estatal12—.
10
Como se sabe, la clásica distinción entre constituciones rígidas y flexibles es creación
de James Bryce. El título de su obra, escrita a principio del siglo XX, es Studies in
History and Jurisprudence, Oxford. 1901, I; apud. Guastini, Riccardo, Estudios de teoría
constitucional, trad. de Miguel Carbonell, 1ª edición, Fontamara, México, 2001, p. 179.
11
Las opiniones de diversos autores permiten concluir que hay un claro consenso
respecto al significado de este concepto, pues todos parten de la distinción inicialmente
establecida por Bryce: la rigidez constitucional se da cuando los principios, derechos e
instituciones previstos por la Constitución sólo pueden ser modificados a través de
procedimientos de revisión agravados. (Cfr, Ferrajoli, Luigi, “Democracia constitucional
y derechos fundamentales. La rigidez de la Constitución y sus garantías”, en La Teoría
del derecho en el paradigma Constitucional, Ferrajoli Luigi, Moreso José Juan, Atienza
Manuel, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, Madrid, 2008, p. 91). Además, puede
verse Ferreres, Víctor, Una defensa de la rigidez constitucional, en Doxa: Cuadernos de
Filosofía del Derecho, núm. 23 (2000), p. 29; y De Vega, Pedro, op. cit, p. 41.
12
El procedimiento es más difícil con respecto al que se sigue tanto para la emisión de
leyes federales como locales porque (i) exige la participación de órganos parlamentarios
de estos dos órdenes jurídicos; y (ii) requiere la votación de una mayoría calificada en el
Congreso de la Unión (órgano complejo a su vez integrado por la Cámara de Senadores y
de Diputados), mientras que la emisión de leyes federales sólo requiere la aprobación
12
Aquí, cabe llamar la atención a que, por lo escueto de la
regulación del trámite procedimental, en la práctica se ha entendido
que el mecanismo de creación de leyes previsto por los artículos 71 y
72 constitucionales aplica supletoriamente en todo lo no previsto por
el artículo 135 para el caso de la enmienda constitucional. El resultado
de ello es un procedimiento cuyos pasos específicos son:
1. La iniciativa que pueden enviar el Presidente de la República, los
integrantes de cualquiera de las dos cámaras del Congreso de la Unión
o cualquiera de las legislaturas estatales, se discute y aprueba en
ambas Cámaras (la de Diputados y la de Senadores), de conformidad
con los supuestos establecidos en el artículo 72 Constitucional y con
la mayoría establecida en el artículo 135 del mismo ordenamiento —
dos terceras partes de los individuos presentes en la sesión
respectiva—.
2. La última Cámara en aprobarlo remite el proyecto de decreto a cada
una de las legislaturas de los Estados.
3. Cada una de las legislaturas de los Estados, en sus respectivos
periodos de sesiones, aprueban o desechan el proyecto de decreto y
remiten el comunicado respectivo a la Cámara que lo hizo llegar.
4. Una vez que se tiene la mayoría de las aprobaciones de las
legislaturas locales, la Cámara respectiva, en caso de estar en periodo
ordinario de sesiones, o la Comisión Permanente en los recesos,
realiza la declaratoria de reforma constitucional.
mayoritaria precedida por el mecanismo de discusión sucesiva previsto en el artículo 72
constitucional.
13
5. Finalmente, el Presidente de los Estados Unidos Mexicanos
promulga y ordena la publicación del decreto de reforma en el Diario
Oficial de la Federación.13
Esta dificultad comparativa entre creación constitucional y
creación legislativa demuestra algo que ya es obvio: en nuestro
sistema, las normas constitucionales integran un conjunto de
postulados no disponibles para el legislador ordinario.
En este sentido, Pedro de Vega ha señalado que una de las
funciones del procedimiento de revisión constitucional —vía por la
cual el poder constituyente manifiesta explícitamente la intención de
proteger el ideal de rigidez— es la de ser una institución básica de
garantía, donde el principio en resguardo no es otro que el de
supremacía constitucional.14 El punto es indiscutible: la distinción
jerárquica entre ley ordinaria y Constitución no tendría cabida si la
transformación de ambas pudiera lograrse a través del mismo
procedimiento.
En otras palabras, la Constitución sólo puede ser entendida
como la norma suprema si su carácter vinculante no está condicionado
al arbitrio de un poder al cual ella misma está llamada a limitar. En
igual sentido, Guastini explica que gracias a la condición de rigidez
podemos atribuir supremacía a la Constitución, lo cual significa que
ésta ocupa tal lugar en un doble sentido: las normas constitucionales
no pueden ser modificadas por la ley y la conformidad de ésta con las
primeras se vuelve condición de su validez.15
A su vez, Ferrajoli considera que la rigidez —como rasgo
estructural de la Constitución16— impone al legislador dos tipos de
13
Esta es la información que la Cámara de Diputados provee a la solicitud que le fue
formulada a través de su portal de transparencia el día 4 de mayo de 2010, con el folio
registrado con el número 4148.
14
Cfr. De Vega, Pedro, op. cit. p. 67. Más adelante abundaremos sobre el resto de las
funciones que dicho autor identifica.
15
Cfr, Guastini, Riccardo, op. cit, p. 182
16
Cfr, Ferrajoli, Luigi, op. cit, “Democracia constitucional y derechos fundamentales. La
rigidez de la Constitución y sus garantías” p. 92. Al respecto añade: “…las
constituciones son rígidas por definición”.
14
garantías, las cuales corresponden a la doble naturaleza de los
derechos fundamentales (en su calidad de expectativas negativas y
positivas).17 Las garantías negativas consisten en la prohibición de
derogar. Las garantías positivas obligan a aplicar lo que las normas
constitucionales disponen.18
Desde esta perspectiva, las normas sobre reforma constitucional
son, para el teórico italiano, garantías negativas de la rigidez, pues
excluyen toda reforma o sólo la permiten mediante procedimientos
más gravosos que los previstos para las leyes ordinarias.19 Decir que la
Constitución está llamada a limitar al poder legislativo ordinario
significa que ella, en realidad, tiene como vocación restringir los
contenidos de la voluntad de las mayorías, pues en las democracias
constitucionales el legislador funge como su representante.
Ahora bien, ¿a qué valores o pretensiones responde este diseño?
¿Por qué en los momentos históricos de los cuales se nutre el
constitucionalismo se pensó que éste era un modelo deseable o
adecuado?
Con el fin de delinear los fundamentos de su propia postura y
desde un punto de vista crítico, Juan Carlos Bayón muestra que un
importante sector de la filosofía moral y política contemporánea
justifica el constitucionalismo a partir de considerar que es el diseño
17
Cfr, 97
Ibidem; p. 97
19
Ferrajoli esencialmente distingue cuatro alteraciones que el paradigma de derecho
constitucional trae consigo: (i) “cambian las condiciones de validez de las leyes,
dependientes ya no sólo de la forma de su producción sino también de la coherencia de
sus contenidos con los principios constitucionales”; (ii) cambia “el estatuto
epistemológico de la ciencia jurídica, a la que la posible divergencia entre constitución
y legislación confiere un papel ya no sólo exclusivamente explicativo, sino crítico y
proyectivo en relación con su propio objeto”; (iii) “se altera el papel de la jurisdicción,
que es aplicar la ley sólo si es constitucionalmente válida”; (iv)“la subordinación de la
ley a los principios constitucionales equivale a introducir una dimensión sustancial, no
sólo en las condiciones de validez de las normas, sino también en la naturaleza de la
democracia”. Véase: “Pasado y Futuro del Estado de Derecho”, en Estado de derecho.
Conceptos, fundamentos y democratización en América Latina, Carbonell Miguel,
Orozco Wistano, Vázquez Rodolfo, (coords.) 1ª edición, Siglo XXI editores, en
coedición con el Instituto de Investigaciones Jurídicas y el Instituto Autónomo de
México, 2002, pp. 192 a 194
18
15
exigido por una determinada concepción de los derechos básicos o
fundamentales, según la cual, éstos son límites infranqueables al
procedimiento de la toma de decisiones por mayoría.20 Bayón
encuentra que tal concepción se identifica con lo que Garzón Valdés
bautizara el “ideal del coto vedado”. Éste, afirma Bayón, puede
resumirse diciendo que los derechos básicos retiran ciertos temas de la
agenda política ordinaria para emplazarlos en una esfera intangible.21
Haciendo eco de las inquietudes usualmente generadas por esta
tesis, el mismo Bayón nos recuerda que el constitucionalismo aún
tiene una “espinosa cuenta pendiente”22 con la llamada “objeción
contramayoritaria”.23 Esto es, el constitucionalismo aún tiene que
20
Garzón Valdés, Ernesto, “Representación y democracia”, en Derecho, Ética y Política,
Garzón Valdés, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993, pp. 631-650, apud,
Bayón, Juan Carlos, “Derechos, Democracia y Constitución”, Portal: Doxa, Edición
digital:
Alicante,
Biblioteca
Virtual
Miguel
de
Cervantes,
2008,http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/12925071916700495109213/d
iscusiones1/Vol1_05.pdf, (fecha de consulta: 15 de marzo de 2010, pp. 65-66).
21
Cfr, ibidem, p. 65. Al respecto, Bayón agrega que de acuerdo con esta concepción, “la
idea de los derechos suele definirse a partir de la concurrencia de dos rasgos. Se
entiende, en primer lugar, que los derechos básicos son límites a la adopción de
políticas basadas en cálculos coste-beneficio, lo que es tanto como decir que esos
derechos atrincheran ciertos bienes que se considera que deben asegurarse
incondicionalmente para cada individuo, poniéndolos a resguardo de eventuales
sacrificios basados en consideraciones agregativas. En segundo lugar, […] los derechos
básicos constituyen límites infranqueables al procedimiento de toma de decisiones por
mayoría, esto es, que delimitan el perímetro de lo que las mayorías no deben decidir,
sirviendo por tanto frente a éstas –utilizando la célebre expresión de Dworkin— como
vetos o cartas de triunfo”.
22
Cfr, ibidem, p. 67.
23
La “objeción contramayoritaria” tiene su origen en la obra de Alexander Bickel, The
Least Dangerous Branch: The Supreme Court at the Bar of Politics, New Haven, Yale
University Press, 1962, pp. 16 ss, apud, Bayón, op. cit. p. 67. Bayón resume el sentido de
dicha de objeción en los siguientes términos “es sabido que esa objeción adopta dos
formas fundamentales. La primera apunta a la idea misma de primacía constitucional,
ya que si la democracia es el método de toma de decisiones por mayoría, la primacía
constitucional implica precisamente restricciones a lo que la mayoría puede decidir. Y la
segunda, que afecta al control jurisdiccional de constitucionalidad, consiste en
preguntar qué legitimidad tienen jueces no representativos ni políticamente responsables
para invalidar decisiones de un legislador democrático. En suma: si como ideales
16
justificar por qué es válida la restricción de la toma de decisiones
mayoritarias si, como ideales morales, se parte no sólo de los
derechos, sino también del valor de la democracia.24 Aunque no nos
ocuparemos de identificar exhaustivamente las distintas respuestas
que estas interrogantes han recibido, vale la pena repasar brevemente
algunos de los argumentos más recurrentes.
Desde la perspectiva de algunos teóricos como Luigi Ferrajoli o
Ronald Dworkin, entre otros, el constitucionalismo no supone un
costo para la democracia, sino que —muy por el contrario— debe
entenderse como una exigencia que deriva de los presupuestos de ésta.
Ferrajoli literalmente afirma:
…cualquier concepción de la soberanía como potestas legibus
soluta está en contradicción con no sólo con la idea de
democracia constitucional sino con la idea misma de
democracia, que se ha revelado histórica y lógicamente
incompatible con la existencia de poderes soberanos o
absolutos, incluida la omnipotencia de la mayoría del pueblo o
de sus representantes.25
Con esta reflexión como premisa, Ferrajoli concluye que existe un
nexo estructural entre constitucionalismo y democracia; puntualiza:
“para que un sistema político sea democrático es necesario que se
sustraiga constitucionalmente a la mayoría el poder de suprimir o
limitar la posibilidad de que las minorías se conviertan a su vez en
mayorías”.26
Este autor agrega que ello se logra a través del establecimiento
de límites y vínculos que conforman lo que él mismo ha llamado “la
morales se parte no sólo del de los derechos, sino también del valor de la democracia,
entonces el camino hacia el constitucionalismo es quizá menos llano de lo que parece”.
24
Bayón, Juan Carlos, op. cit, p. 68
25
Ferrajoli, Luigi, op. cit, “Democracia constitucional y derechos fundamentales. La
rigidez de la Constitución y sus garantías”. p. 84
26
Ibidem, p. 85
17
esfera de lo no decidible”.27 Es útil mencionar cuáles son los fines que
este autor adscribe a una Constitución:
Una Constitución no sirve para representar la voluntad común
del pueblo, sino para garantizar los derechos de todos, incluso
frente a la voluntad popular. […] El fundamento de su
legitimidad, a diferencia de lo que ocurre con las leyes
ordinarias y las opciones de gobierno, no reside en el consenso
de la mayoría, sino en un valor mucho más importante y previo:
la igualdad de todos en las libertades fundamentales y en los
derechos sociales, o sea en derechos vitales conferidos a todos,
como límites y vínculos, precisamente, frente a las leyes y los
actos de gobierno expresados en las contingentes mayorías.28
Otra importante respuesta deviene del argumento del precompromiso
y de las llamadas “estrategias Ulises”.29 De acuerdo con esta postura,
el atrincheramiento constitucional está justificado por el valor de las
circunstancias en que se adoptan las cláusulas respectivas. Bayón
sintetiza esta idea (aunque para desafiarla posteriormente) del
siguiente modo:
…lo que nos sugiere esta forma de argumentación es que es
racional que una comunidad, en los momentos en que
reflexiona colectivamente con mayor seriedad y altura de miras,
decida incapacitarse para tomar ciertas decisiones que sabe que
pueden tentarla en sus momentos menos brillantes y que, a la
larga, lamentaría haber tomado.30
De acuerdo con esta idea, si la decisión del constituyente goza de una
calidad superior a la que caracteriza a las decisiones del legislador
ordinario, entonces está justificado que la primera funcione como
27
Idem.
Ferrajoli, Luigi, op. cit, “Pasado y futuro del estado de derecho”, p. 203.
29
El entendimiento de estas estrategias ha sido desarrollado por Jon Elster, en Ulysses
and the Sirens: Studies In Rationality and Irrationality, Cambridge, New York,
Cambridge University Press, 1979, apud. Bayón, Juan Carlos, op. cit, p. 78.
30
Ibidem. p. 77
28
18
límite material de las segundas. Se supone que este dualismo —dice
Bayón— bastaría para reconciliar la primacía constitucional con el
ideal democrático.
Ahora bien, con independencia de las razones que se quieran
adoptar para justificar el constitucionalismo lo cierto es que, al menos
alguna de ellas, ha de ser pertinente para explicar nuestra práctica
jurídica. Es decir, si el constituyente originario se decantó por el ideal
de rigidez, entonces, se puede suponer que esto ocurrió —en el mejor
de los casos— porque adoptó conscientemente alguna de esas tesis o,
al menos, porque mostró aquiescencia respecto de ellas.
Esta es una conclusión que, sin embargo, no puede dejarnos
tranquilos cuando lo que se pretende es entender cabalmente para qué
sirve un mecanismo de reforma con las características del mexicano.
Si el Constituyente de 1917 únicamente hubiera querido arrebatar del
dominio del legislador ordinario la posibilidad de cambio, le hubiera
bastado con establecer una norma que vedara toda posible
modificación constitucional. Con ello, los temas constitucionales se
hubieran extraído por completo del terreno de lo discutible,
asegurando su incondicional supremacía de una vez por todas.
No obstante, la realidad nos demuestra que esta condición de
agravamiento máximo nunca ha sido considerada un fin al cual
debamos aspirar. Por eso, como indica Pedro de Vega, el
procedimiento de reforma constitucional está llamado a cumplir dos
finalidades adicionales al aseguramiento de la supremacía; a saber,
permitir la adaptación de la Constitución a la realidad histórica y
garantizar la continuidad jurídica del Estado.31
En cuanto a esta última función (la de aportar estabilidad),
Víctor Ferreres argumenta en un sentido semejante. Se pregunta por
qué debe ser rígida una Constitución y —con respecto a la parte que
establece la estructura y relaciones de los diversos órganos del
estado32— responde:
31
32
Cfr, De Vega, Pedro op. cit, p. 67.
Cfr, Ferreres, Víctor, op. cit, p. 29
19
…dada la existencia de una pluralidad de sistemas razonables
de gobierno, y dada la necesidad de estabilizar uno de ellos para
que la vida política pueda desenvolverse de manera ordenada,
es conveniente que la Constitución opte por uno de estos
sistemas. La rigidez constitucional asegura entonces la
estabilidad de la opción elegida. Es más importante tener
establecida una determinada estructura de gobierno, que la
mayoría parlamentaria de cada momento no puede alterar, que
mantener abierta la posibilidad de discutir y votar
constantemente cuál es la mejor estructura de gobierno con la
que dotar al país.33
Entonces, el agravamiento del procedimiento no sólo tiene por objeto
retirar ciertos temas de la agenda política que una mayoría adopta;
también busca evitar el costo que implica la continua redefinición de
la estructura orgánica de los poderes del estado.
Pero el mismo Ferreres nos recuerda que si bien la rigidez
implica dificultad para reformar, también implica reformabilidad.34
Ésta, la apertura al cambio, responde a una preocupación que se
remonta hasta los orígenes del constitucionalismo francés y
norteamericano. Si bien en un principio se llegó a considerar que la
obra del constituyente significaba tan importante triunfo que no debía
someterse a cambio alguno, después se esgrimieron distintos
argumentos para hacer ver que esto no iba sino en detrimento de la
estabilidad misma del Estado constitucional.35
En efecto, ya desde entonces se entendió que la legitimidad
democrática de la Constitución podía frustrarse en el momento en que
los valores y pretensiones por ella recogidos chocaran con los de las
futuras generaciones y éstas no pudieran hacer algo al respecto. Pedro
de Vega señala que, en atención a esta preocupación, los primeros
constituyentes entendieron que “la Constitución no podía ni debía
33
Idem.
Cfr, ibidem, p. 40
35
Cfr, De Vega, Pedro, op. cit, pp. 58-60.
34
20
tampoco entenderse como una ley eterna”.36 Sobre esto, él mismo
opina:
Porque las Constituciones necesitan adaptarse a la realidad, que
se encuentra en constante evolución, porque su normativa
envejece con el paso del tiempo y porque la existencia de
lagunas es un fenómeno obligado, que deriva de la compleja e
inabarcable realidad que con ellas se pretende regular, su
modificación resulta inexorable. 37
En el mismo sentido, Fix-Zamudio y Valencia Carmona indican que si
bien los preceptos constitucionales no pueden ser volátiles, ni fugaces,
también es cierto que las normas primarias no son entelequias y
deben, por tanto, ir al paso de los cambios sociales y políticos.38
Desde esta óptica, se vuelve necesario autorizar la enmienda.
Sólo así es posible que la decisión de elevar una norma al rango
supremo permanezca y permita su adaptación a las circunstancias de
cada momento. Así, la norma originalmente establecida, aunque
posteriormente modificada, perdura a la vez que goza de legitimidad.
En síntesis, la rigidez tiene una pretensión compleja: busca
asegurar supremacía, estabilidad y reformabilidad. Pero ¿cuáles son
las relaciones que existen entre estas tres funciones? Lo dicho hasta
ahora permitiría afirmar que la estabilidad y la reformabilidad se han
pensado como funciones complementarias e inherentes al mecanismo
de reforma; sin embargo, podrá ya intuirse que, en realidad, ellas no
son la pareja perfecta. El pleno o absoluto funcionamiento de ambas
significa su recíproca anulación. Es decir, una pretensión absoluta de
permanencia choca, por razones lógicas, con la apertura al cambio.
Así, quien diseña las formas y alcances del cambio
constitucional se coloca frente a una tensión entre dos de sus
aspiraciones: puede favorecer la intención de dificultar la
36
Idem.
Ibidem p. 59.
38
Cfr, Fix-Zamudio Héctor y Valencia Carmona Salvador, Derecho Constitucional
Mexicano y Comparado, segunda edición, Porrúa-UNAM, México, 2001, p. 101.
37
21
transformación de algunos (o todos los) postulados constitucionales y
retirarlos de aquello que las mayorías son capaces de modificar
válidamente, o bien, puede facilitar su enmienda en aras de que la
norma fundamental sea capaz de responder, incondicionalmente, a las
pretensiones y los valores que suscriben aquellas personas a quienes
debe regir.
En el primer caso, la petrificación incluso puede ser absoluta.
Aquí, los contenidos de la Constitución permanecen intactos en los
términos originalmente adoptados, lo que implica sacrificar,
radicalmente, cualquier posibilidad de enmendar el error. Por el
contrario, si en el segundo caso se opta por no establecer trabas
significativas a la acción de transformar, se termina cediendo en
términos de estabilidad, o sea, se pierde en la protección de temas que
fueron y continúan considerándose fundamentales.
Como se ve, existen buenas razones para procurar la
operatividad de ambas funciones (estabilidad y reformabilidad), pues
los escenarios extremos sacrifican bienes de gran valía. El problema
es que ellas tienden hacia direcciones opuestas, por lo que si se
pretende su conciliación no queda más remedio que relativizar sus
alcances y buscar un punto óptimo de equilibrio entre ambas. Alguna
debe ceder espacio a la otra. De lo contrario, no pueden sobrevivir
concurrentemente. En pocas palabras, el cambio debe ser difícil pero
no imposible.
Donald S. Lutz describe este fenómeno con suma claridad al
sostener que los sistemas que buscan garantizar la supremacía
constitucional parten de una pretensión común: lograr un punto de
equilibrio entre la dificultad y la facilidad con las cuales debe ser
posible el cambio constitucional.39 En sus palabras:
The assumptions underlying the amendment idea require that
the procedure be neither too easy nor too difficult. A process
that is too easy does not provide enough distinction between
39
Lutz, Donald. S, “Toward a Theory of Constitutional Amendment”, en Responding to
Imperfection, the Theory and Practice of Constitutional Amendment, Levinson, Sanford
(ed.) op. cit, pp. 237-240.
22
constitutional matters and normal legislation, thereby violating
the assumption of the need for a high level of deliberation and
debasing popular sovereignty. One that is too difficult, on the
other hand, interferes with the needed rectification of mistakes,
thereby violating the assumption of human fallibility and
preventing effective recourse to popular sovereignty. 40
Aunque refiriéndose a la materia de derechos y libertades, Ferreres
también ilustra este dilema al señalar que:
…la rigidez constitucional puede parecer excesiva si las
mayorías parlamentarias actuales consideran que determinada
decisión adoptada en el pasado en materia de derechos y
libertades es errónea. […] Por otro lado, la rigidez
constitucional puede parecer insuficiente si creemos que los
individuos son titulares de ciertos derechos morales que el
Estado debe reconocer, y es por esta razón por la que los
recogemos en la Constitución…41
Como se ve, lo que está en juego no es otra cosa que el grado ideal de
rigidez que debe tener una Constitución. Se entiende que éste debe ser
capaz de salvaguardar ese delicado equilibrio entre el auténtico
atrincheramiento de determinados contenidos (esto es, su efectiva
indisponibilidad para el legislador ordinario) y la factible
transformación de aquello que deja de ser valioso para una
comunidad. La dificultad de hallar ese fino equilibrio (donde ambos
fines se maximizan al mayor grado posible) tiene su explicación en un
dilema moral bastante antiguo pero aún vigente.
Ferraloji lo explica señalando que el grado de rigidez que debe
atribuirse a una Constitución y, en particular, a los diferentes tipos de
normas constitucionales, plantea problemas similares a los que suscita
la relación entre democracia política y derechos fundamentales.42
40
Ibidem, p. 240.
Cfr, Ferreres, Víctor, op. cit, p. 29
42
Cfr, Ferrajoli, Luigi, op. cit, “Democracia constitucional y derechos fundamentales. La
rigidez de la Constitución y sus garantías”, p. 93
41
23
Explica que, al respecto, desde siempre se han contrapuesto dos tesis,
una que llama “garantista” y otra “democrática”. En sus palabras:
La primera, sostenida por Benjamín Constant, defiende la no
modificabilidad de al menos algunos principios que el poder
constituyente ha establecido como fundamentales. El argumento
que justifica esta afirmación es que no existe ningún poder
constituido superior al poder constituyente y que éste se agota,
en realidad, con su ejercicio. La segunda tesis se remonta a
Sièyes y mantiene que el poder constituyente puede modificar,
en cualquier momento, cualquier principio constitucional.43
Si la forma de resolver el dilema sigue siendo objeto de discusión en
la teoría y la filosofía del derecho, no debería sorprendernos que los
distintos diseños constitucionales que encontramos en el mundo
confirmen la complejidad de este disenso.
2. La solución del dilema en la práctica
El conflicto se pretende resolver de tan distintas maneras que, en
realidad, los escenarios a los que antes hacíamos referencia (absoluta
inmodificabilidad y flexibilidad) constituyen los polos opuestos de
una amplia gama de posibilidades intermedias. Es decir, existe todo un
abanico de intensidades a partir de las cuales se puede manifestar la
agravación. De tal manera que, por lo pronto y a nivel formal, el
cambio constitucional puede calificarse como posible o imposible y,
dentro de la primera categoría, como fácil o difícil —subcategorías
que a su vez admiten importantes matices—.
Tomando en cuenta lo anterior, el siguiente esquema muestra
algunas escalas de rigidez en un movimiento progresivo hacia el
máximo posible de atrincheramiento:
43
Idem.
24
5)
Petrificación
total: nada
puede
cambiar
4)
Petrificación
parcial:
algunos
contenidos no
pueden
cambiar
Significa que hay
cláusulas de
intangibilidad o
límites explícitos
al objeto de
reforma
constitucional.
El cambio
(parcial o
total) está absolutamente
vedado.
3) Distintos
grados de
agravación en
función de la
cláusula por
reformar
2)
Procedimiento
agravado
La complejidad varía en
función de diversos factores:
integración
del
órgano
encargado de la reforma,
participación popular, tipos
de mayorías exigidas y
condiciones temporales en la
ejecución del procedimiento.
Todo
cambio
permitido, aunque
diferentes
grados
dificultad.
1)
Flexibilidad
No
hay
distinción
entre
el
procedimiento
de
creación
constitucional
y
el
de
creación
legislativa
está
con
de
Como se ve, las tres categorías intermedias (2, 3 y 4) concilian de
mejor modo los alcances de dos condiciones antagónicas: el cambio y
la permanencia. Dado que la escala es progresiva, es claro que estas
tres categorías se pueden presentar combinadas entre sí. Los extremos
5 y 1, en cambio, constituirían ejemplos de condiciones absolutas.
Vale la pena hacer referencia a algunos mecanismos de reforma
constitucional que representan ejemplos de estas categorías y hablar
muy brevemente sobre su significado.
25
A. Flexibilidad
No es fácil determinar si actualmente existen modelos constitucionales
a los cuales podamos calificar de flexibles. Esto, por dos razones. En
primer lugar porque, como afirma Pedro de Vega, es un hecho que
“hoy la práctica totalidad de las Constituciones son Constituciones
rígidas”.44 Al respecto añade que “el establecimiento de un
procedimiento especial de reforma para la normativa fundamental y,
la consiguiente distinción a nivel formal que del mismo deriva entre la
ley constitucional y la ley ordinaria, constituye una especie de axioma
de la conciencia jurídica universal”.45 Por ello, si encontramos
modelos que ameriten ser calificados como flexibles, ello será la
excepción. Pero aún encontrándolos —y aquí se perfila la segunda
razón de la dificultad— no es claro si hoy por hoy tiene sentido hablar
de constitucionalismo sin rigidez46 o de constituciones flexibles.47
Riccardo Guastini entiende que la noción de flexibilidad
describe la práctica de aquellos países en los que las relaciones entre
la Constitución y las demás leyes están reguladas por el principio de
preferencia de la norma sucesiva, es decir, la más reciente en el
tiempo48; así, —afirma— “si la Constitución es flexible, una ley […]
que contenga disposiciones contrastantes con la Constitución vale no
como violación, sino como revisión, o reforma, de la Constitución
misma”.49
44
De Vega, Pedro, op. cit, p. 50.
Idem; además menciona que: “en lugar de distinguir entre Constituciones rígidas y
flexibles, como en los umbrales del siglo hacía Bryce, de lo que realmente habría que
hablar ahora sería de Constituciones con mayor o menor grado de rigidez”.
46
Para Ferrajoli, por ejemplo, las constituciones son rígidas por definición; entiende que
la rigidez no es una garantía, sino un rasgo estructural de la Constitución. Op. cit,
“Democracia Constitucional y derechos fundamentales. La rigidez de la Constitución y
sus garantías” p. 92.
47
La flexibilidad es la contracara de la rigidez en el sentido de que una Constitución
flexible es aquella que puede ser legítimamente modificada, derogada o abrogada por el
órgano legislativo mediante el procedimiento legislativo ordinario de formación de leyes.
Cfr, Guastini, Riccardo, op. cit, p. 182.
48
Idem.
49
Idem.
45
26
Queda claro que esta descripción corresponde a una práctica
como la inglesa. Como señala Pedro de Vega, “es indudable que la
Constitución inglesa, en cuanto Constitución no escrita, es una
Constitución, por definición, flexible. También es evidente que como
lema fundamental del ordenamiento constitucional inglés aparece el
consagrado por Blackstone en el siglo XVIII, según el cual, el
Parlamento tiene un poder absoluto y sin control”.50
Sin embargo, este mismo autor nos invita a desafiar la idea
según la cual los principios de supremacía y rigidez están
absolutamente ausentes en el prototipo de Constitución flexible —
tradicionalmente simbolizada en la Constitución de Inglaterra—51.
Para De Vega constituye un error pensar que, incluso en este sistema,
la flexibilidad es absoluta. Piensa que “probablemente lo más correcto
es suponer que en Inglaterra también se dan ciertas formas de
rigidez”52. Esto se debe, explica, a que el Parlamento no prescinde de
la opinión pública, pues a través de los petitions, los meetings, la
prensa, etc., el pueblo expresa y crea sus ideas sobre el ordenamiento
constitucional, actuando, indirectamente, como una especie de poder
constituyente tácito.53
De acuerdo con este estándar, Pedro de Vega tendría que aceptar
calificar de rígido a cualquier sistema en el que la reforma de los
postulados fundamentales requiera la implementación de un
procedimiento cuya complejidad sea —de facto o de iure— superior
con respecto a aquélla que caracteriza a la emisión de normas
secundarias. Su argumento está vinculado con el grado de rigidez
efectiva de una Constitución. Es decir, se relaciona con la respuesta a
la pregunta de qué tan complicado es, fácticamente, el cambio
constitucional en una determinada práctica.
Esto abre algunos interrogantes, tales como ¿de qué depende la
rigidez efectiva? ¿Tiene ésta mayor trascendencia en la cultura
50
De Vega, Pedro, op. cit, p. 51
Cfr, ibidem, p. 52.
52
Ibidem, p. 51
53
Cfr, idem, p. 51
51
27
jurídica de un país que la rigidez formal?54 El autor que cito no llega a
contestar estos planteamientos pero ayuda a ver que el grado de
rigidez formal de una Constitución puede no corresponder con la
seriedad con la que realmente se asume el cambio constitucional en
esa práctica. Este es un problema en el que me enfocaré más adelante.
Por ahora basta decir que la flexibilidad no es un adjetivo que sirva
para describir a la mayoría de los modelos constitucionales y que,
incluso cuando ello es factible —como en el caso de la Constitución
inglesa—, los matices se imponen.
B. Procedimiento agravado
Decir que un proceso de enmienda constitucional es agravado no
aporta mucho para realmente entender las condiciones que determinan
la operación del cambio. Esto se debe a que el grado de rigidez formal
es un concepto relacional, esto es, se determina en función de su
comparación con el procedimiento legislativo ordinario. Y si esto es
cierto —si la tarea de agravar sólo se trata de inventar un mecanismo
de enmienda más difícil que el ordinario— naturalmente se cuenta con
un amplísimo acervo de elementos que permiten satisfacer tal
condición.
En el artículo “Toward a Theory of Constitutional
Amendment”, Donald S. Lutz elabora un índice para la estimación de
la dificultad del proceso de reforma.55 En éste identifica más de 70
acciones posibles que, incluso combinadas, pueden dar lugar a la
iniciativa y aprobación de una reforma constitucional. Afirma que
ellas prácticamente abarcan las combinaciones de todo proceso de
reforma en el mundo, con lo cual este índice cumpliría la función de
mostrar todas las estrategias de agravación hasta ahora existentes.
54
Planteando la misma problemática, Fix-Zamudio y Valencia Carmona señalan que la
rigidez no depende exclusivamente del procedimiento que se sigue para una reforma. La
Constitución inglesa —explican— resulta más rígida que muchas flexibles, y a la inversa
existen muchas Constituciones rígidas que en la realidad se vuelven bastante flexibles.
Cfr, Fix-Zamudio y Valencia Carmona, op. cit, p. 103.
55
El índice está en las páginas 258 y 259 de Lutz, Donald S., op. cit.
28
Estas posibles acciones que —con ánimo de exhaustividad
identifica Lutz— pueden clasificarse en función del momento al cual
están referidas (iniciativa, discusión o aprobación), en razón de los
órganos que intervienen y del número de votos que las preceden. Entre
los órganos cuya integración exige el universo de prácticas que
examina, están los siguientes: ejecutivo, legislaturas unicamerales,
legislaturas bicamerales, múltiples legislaturas estatales (tratándose de
la reforma a la Constitución federal), una o más convenciones y
órganos especialmente constituidos o electos para efectos de la
reforma.
Por lo que hace a la composición de las votaciones que deben
preceder a la reforma, Lutz se topa con ejemplos de todas las clases de
mayorías (simples, absolutas y calificadas) e incluso la exigencia de
unanimidad. A su vez, las normas de reforma pueden requerir la
integración de todas estas votaciones en distintos momentos y la
actuación de los diversos órganos en más de una ocasión. Incluso
puede exigirse la mediación de elecciones entre votaciones y, por
supuesto, la participación popular vía referéndum.
Como se ve, en verdad resulta complejo agrupar en tipologías
generales a las distintas acciones que pueden dar lugar a una reforma y
sus respectivas modalidades. Sin embargo, la sistematización lograda
por Lutz nos permite conceder razón a Pedro de Vega cuando, con
apoyo en criterios de clasificación aportados por algunos
constitucionalistas, abstrae e identifica los factores que afectan la
agravación constitucional. Menciona los siguientes: la especificidad
del órgano encargado de actuar la reforma, la participación popular, el
tipo de procedimiento más o menos complejo en relación al
procedimiento legislativo ordinario y la continuidad o discontinuidad
temporal en las diversas fases procesales.56 Así, podríamos decir que
estos son los factores jurídico-formales de los cuales depende el tono
en el que la agravación del cambio constitucional puede aparecer.
56
Cfr, De Vega, Pedro, op. cit, p. 95.
29
C. Variación en grados de rigidez
Esta condición se caracteriza por asignar diferentes grados de rigidez
entre los preceptos de una misma Constitución; es decir, su
encomienda consiste en asegurar una agravación más robusta para la
reforma de determinadas cláusulas constitucionales que —resulta
obvio— se consideran más importantes.
En estas condiciones, la
dificultad de la reforma también se determina por su relación con el
nivel de complejidad requerido para la reforma de leyes ordinarias.
Pero aquí se requiere una distinción: para que la condición se cumpla,
deben existir por lo menos tres niveles de agravación. Éstos son: el
previsto para leyes ordinarias, el previsto para la transformación de la
mayoría de las normas constitucionales y el correspondiente al
procedimiento especialmente agravado, este es, el que precisamente
condiciona la reforma de los contenidos más intensamente
atrincherados.
¿Qué ejemplos prácticos encontramos de este modelo? El caso
de la Constitución española es emblemático. A diferencia de lo que
ocurre en otras prácticas en donde se opta por congelar algunas
cláusulas constitucionales, el poder constituyente español de 1978
consideró que debía hacer especialmente difícil la reforma de aquellas
disposiciones contenidas en el Título Preliminar, el Capítulo 2.º, la
Sección 1.ª del Título I y el Título II.57 La especial dificultad reside
en que la reforma de estas disposiciones requiere, en un primer
momento, que se proceda a la aprobación del principio por mayoría de
dos tercios de cada Cámara del Congreso, y a la disolución inmediata
de las Cortes. Posteriormente, las Cámaras elegidas deben ratificar la
decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que debe
ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras. Una vez
que la reforma es aprobada por las Cortes Generales, debe someterse a
referéndum para su ratificación.58
57
En estas partes de la Constitución encontramos la consagración de los valores del
ordenamiento, la definición de la fórmula política, la consagración de los derechos
fundamentales y las libertades públicas, entre otras cuestiones.
58
Véanse los artículos 68 y 167 de la Constitución española.
30
D. Petrificación parcial
Esta categoría designa aquella práctica en la que encontramos
cláusulas de intangibilidad o límites expresos a lo que el poder de
reforma puede alterar.
Pedro de Vega entiende que el establecimiento de cláusulas
pétreas en los textos constitucionales es una tendencia generalizada
del constitucionalismo del presente —tendencia que iniciara en el
siglo XX, sobre todo, en los textos posteriores a la Segunda Guerra
Mundial—59. A su entender este fenómeno no se presentó en el
constitucionalismo del siglo XIX porque la moral burguesa se
identificaba con la neutralidad ideológica y el formalismo. Por la
nitidez que arroja, vale la pena citar un extracto de su razonamiento:
…el giro copernicano que en el constitucionalismo supone la
ruptura histórica del formalismo burgués, se traducirá, entre
otras cosas, en el hecho de que sean las propias Constituciones
quienes, en un mundo social fragmentado en intereses
irreconciliables, definan y establezcan los propios supuestos en
que descansa su legitimidad. […] A partir de ese momento se
abre el camino para que las Constituciones asuman la difícil
misión de consagrar, en un orden social descompuesto y con
contradictorias pretensiones, los principios básicos en que el
acuerdo común resulta obligado para poder establecer un
mínimo orden de convivencia. Se configuran de este modo
zonas exentas a la discusión social y a la acción de cualquier
poder constituido, incluido, naturalmente, el poder de
reforma...60
En cuanto a las implicaciones jurídicas que las cláusulas pétreas traen
consigo, este mismo autor explica que su garantía constituye el
reconocimiento que el derecho positivo hace de la diferencia entre
poder constituyente y poder de reforma.61 Utilizando la terminología
59
Cfr, De Vega, Pedro, op. cit, p. 246-247
Ibidem, p. 254
61
Cfr, Ibidem, p. 255
60
31
de Hauriou, añade, estas cláusulas conforman la “supralegalidad
constitucional”.62 Con ellas “se hace posible declarar la existencia de
normas constitucionales inconstitucionales”.63
Ahora, ¿qué constituciones prevén esta clase de agravación?
Entre muchas otras, cabría mencionar a las de los siguientes países:
Italia, Francia, Grecia, Portugal, Noruega, Estados Unidos —con una
garantía del Pacto Federal64— y Alemania.
De acuerdo con el artículo 139 de la Constitución italiana y con
el 89 de la Constitución francesa, la forma republicana de gobierno no
puede ser modificada vía reforma constitucional. Por su parte, el
artículo 110 de la Constitución griega también prohíbe modificaciones
a la forma de gobierno (en su caso, una república parlamentaria), pero
además confiere intangibilidad a diversas cláusulas vinculadas con los
derechos individuales.65 El artículo 112 de la Constitución noruega
protege una prohibición en términos mucho más amplios;
específicamente habla de la inadmisibilidad de alterar el espíritu de la
norma suprema.
Igualmente llama la atención el caso de la Constitución
portuguesa que, en su artículo 290, habla expresamente de límites
materiales a la revisión constitucional y para identificarlos formula
diversos principios, entre los cuales destacan: la separación de las
Iglesias y el Estado, el principio de apropiación colectiva de los
medios principales de producción y de los sueldos, así como de los
recursos naturales y la eliminación de los monopolios y de los
latifundios; la planificación democrática de la economía; el sufragio
universal, directo, secreto y periódico en la designación de los titulares
electivos de los órganos de soberanía, de la regiones autónomas y de
62
Cfr, Ibidem, p. 256
Idem.
64
Así entiende Pedro de Vega a la cláusula prevista en el artículo V de la Constitución
norteamericana según la cual, Ningún estado, sin su consentimiento, puede ser privado
de su igual sufragio en el Senado. Cfr, op. cit, p. 260.
65
Cabe llamar la atención que, de acuerdo con el punto 6 de ese mismo artículo, no se
admite revisión alguna de la Constitución antes de haber expirado el lapso de cinco años
desde el final de la revisión anterior.
63
32
la administración local, así como el sistema de representación
proporcional; el pluralismo de expresión y organización política,
incluyendo los partidos políticos; el derecho a la oposición
democrática; y el control de la constitucionalidad por acción o por
omisión de normas jurídicas.
En el caso de Alemania, el artículo 79.3 prohíbe la modificación
de la Constitución en lo relativo a la división de la Federación en los
Länder, la participación de éstos en el proceso legislativo y los
principios establecidos en los primeros 20 artículos, entre los cuales
están: el respecto a la dignidad humana, el principio de fuerza
normativa de los derechos humanos y la consagración de varios de
ellos.
E. Petrificación total
No se cuenta con ejemplos de constituciones que prohíban el cambio
respecto de toda la Constitución. La tesis de la absoluta
inmodificabilidad podría acuñarse tratándose de aquellas
constituciones que no previeran un mecanismo para su reforma.66 No
obstante, también es cierto que ese silencio podría —como indica
Guastini— interpretarse tanto en el sentido de que significa absoluta
flexibilidad como absoluta petrificación.67
3. La dificultad del cambio: respuestas más allá del texto
El mecanismo que nos interesa poner en contexto es el mexicano. El
marco teórico apenas expuesto permite lanzar las siguientes
conclusiones respecto del mismo: si omitimos hacer un balance sobre
66
Cfr, Guastini, Riccardo, op. cit, p. 180. Ahora, los ejemplos de este silencio
únicamente están representados en constituciones que existieron en el pasado. Pedro de
Vega indica que éste fue un supuesto generalizado en Europa bajo el sistema de
constituciones otorgadas o pactadas. Algunos ejemplos que este autor menciona son: las
Cartas francesas de 1815 y 1830, el Estatuto Albertino de Italia de 1848 y en la
Constitución española de 1876. Véase, De Vega, Pedro, op. cit, p. 83.
67
Cfr, ibidem, pp. 180-182.
33
la rigidez efectiva de nuestro sistema68 y nos guiamos por un concepto
meramente formal, podremos advertir que la Constitución mexicana,
al no contar con límites expresos (o cláusulas de intangibilidad
explícitas) pero sí con un procedimiento agravado, se encuentra en un
punto intermedio en el que —al menos por lo que el texto arroja—
todas las normas constitucionales son igualmente alterables.69 De
todas las posibles intensidades en las que la dificultad del cambio
puede representarse, la Constitución mexicana se colocaría en un
rango intermedio-bajo.70
Sin embargo, esta es una conclusión parcial. Para identificar el
grado de rigidez de nuestra Constitución aún es necesario responder
cuáles son los límites que enfrenta el poder de reforma constitucional.
Ya descartamos la presencia de límites expresos; por ende, lo que
interesa aquí es analizar qué hay de los implícitos. Antes de intentar
una respuesta, es necesario hacer algunas distinciones.
68
Para un análisis sobre la profusión de reformas constitucionales en México, véase el
apartado de la obra de Fix-Zamudio y Valencia Carmona, antes citada, que titulan “La
reforma profusa mexicana: Cuantificación de las reformas y criterios sobre ellas”. Op.
cit, pp.108-113.
69
Como mero dato histórico es interesante señalar que el constitucionalismo mexicano
no desconoce a las cláusulas de intangibilidad. Así, el artículo 171 de la Constitución de
1824 establecía que jamás se podrían reformar los artículos “que establecen la libertad e
independencia de la nación mexicana, su religión, forma de gobierno, libertad de
imprenta y división de poderes supremos de los estados”.
70
Resulta interesante ver que Lutz asigna un valor de 2.55 a la dificultad del proceso de
reforma constitucional mexicano, donde 5.60 es la cifra más alta del rango
(representando el caso de Yugoslavia) y 0.80 es el valor más bajo (representando el caso
de Austria). Este estudio se basa en textos constitucionales previos a la publicación de la
obra en 1995. A la luz de las cifras presentadas por este autor, el procedimiento de
reforma constitucional mexicano presentaría un grado intermedio de dificultad. Las
cifras que el autor extrae derivan del mismo análisis que realiza sobre todas posibles
acciones que la Constitución puede exigir para accionar el procedimiento de reforma,
donde a mayor número de condiciones, mayor dificultad.
34
A. Tipología de límites a la reforma
De acuerdo con la teoría predominante, cuando hablamos de límites
podemos estar refiriéndonos a dos clases de ellos: se habla de límites
al procedimiento (también denominados “límites formales”)71 cuando
se apela a las reglas que determinan el quién, cuándo y cómo; esto es,
a las restricciones que norman la manera en que el ORC puede actuar.
Se habla, en cambio, de límites al objeto de reforma (también
denominados “límites materiales”) cuando se apela al qué no puede
modificarse; esto es, a los contenidos que, se asume, no están bajo el
control y la potestad de dicho órgano.72 A su vez, estos dos tipos de
límites pueden estar implícita o expresamente protegidos. Con esto,
tenemos las siguientes cuatro combinaciones posibles: límites
expresos de contenido; límites expresos sobre las formas de actuación;
límites implícitos de contenido; límites implícitos sobre las formas de
actuación.
Para cada una de estas combinaciones podríamos encontrar
posiciones que afirmen o nieguen su existencia. No es difícil imaginar
las razones del escepticismo asociado al concepto “límites implícitos”.
Pero también encontramos posturas escépticas respecto a las cláusulas
explícitas de intangibilidad, de acuerdo con las cuales ni siquiera
puede afirmarse que tales postulados son jurídicamente insuperables.73
Por lo que hace a los límites que versan sobre la materia de la
reforma, la doctrina ha establecido lo que ya puede considerarse una
clásica tipología, de acuerdo con la cual, estas restricciones pueden
71
Como se verá más adelante, el núcleo de esta investigación radica, precisamente, en
cuestionar la tradicional concepción de esta categoría.
72
Este criterio diferenciador entre procedimientos y materia no es el único que se ha
utilizado en la doctrina al hablar de límites a la reforma. Sin embargo, sí es el único
relevante para los fines de esta investigación. Así por ejemplo, Fix-Zamudio y Valencia
Carmona hablan de límites temporales (para referir a las normas que establecen un plazo
en el cual no se permiten las reformas) y de límites circunstanciales (para referir a los
textos que exigen el cumplimiento de una condición para permitir la reforma). Cfr, FixZamudio y Valencia Carmona, op. cit, p. 105-106
73
Es imposible ocuparse aquí de este debate, pero para entender sus coordenadas véase,
De Vega, Pedro, op. cit, pp. 255 ss.
35
dividirse en tres categorías binarias. Por su tradición e importancia
doctrinaria, vale la pena reproducirlas:
(i) Límites absolutos y límites relativos. Los primeros son aquellos
que se consideran insuperables, ya sea porque con ese carácter están
expresamente plasmados en la Constitución o porque se deducen
implícitamente de la misma.74 Los segundos son sus opuestos: la
disposición constitucional que los contiene puede ser superada.
Para efectos de esta tesis, la categoría resulta superflua en la
medida en que si encontramos límites implícitos (de contenido o de
forma), ellos necesariamente tendrían que ser no superables siempre
que se les entienda como jurídicamente vinculantes. Resolver este
problema requeriría abordar una discusión que rebasa los fines de esta
investigación.
(ii) Límites heterónomos y autónomos. Los primeros son aquellos que
tienen origen en fuentes externas al sistema (a diferencia de los
segundos)75. En otras palabras, los límites autónomos son impuestos
por el propio ordenamiento constitucional. Ellos típicamente se
refieren a aquellas disposiciones que, desde otros ordenamientos,
delimitan la potestad del órgano de reforma.76
Ahora, el problema acerca de si nuestro sistema puede nutrirse
de una fuente abiertamente extra-constitucional ocupará nuestra
atención más adelante.
(iii) Límites expresos o no expresos (o implícitos). Ya abundamos
sobre el significado de los primeros. Respecto a los segundos,
encontramos dos sub-categorías adicionales:
a) Límites implícitos (en estricto sentido): se deducen del texto
constitucional mediante técnicas interpretativas tales como la
74
Cfr, Guastini, Riccardo, op. cit, p. 189 y De Vega, Pedro, op. cit. p. 243.
Cfr, De Vega, Pedro, op. cit. p. 241
76
Cfr, De Vega, Pedro, op. cit, pp. 240-242.
75
36
interpretación extensiva, la teleológica,
la
sistemática,
la
77
analógica, entre otras.
b) Límites lógicos: son los límites que necesariamente derivan del
concepto mismo
de Constitución y/o de reforma constitucional;
78
son universales.
Posteriormente profundizaremos sobre el significado de estas
categorías.
B. La pregunta de los límites en la jurisprudencia comparada
En el caso de México, ¿qué límites encuentra el órgano de reforma
constitucional? Sin duda, encuentra un primer límite en sus modos de
actuación; es decir, debe ceñirse a las reglas que los establecen. A
reserva de ampliar esta explicación más adelante, hasta aquí podemos
acordar que lo anterior es cierto porque hablamos de un órgano
constituido, lo cual significa que sus modos de actuación no dejan de
estar determinados y especificados constitucionalmente.
Ahora, en cuanto a los límites que se refieren a la voluntad del
poder de reforma —o que versan sobre los contenidos que caen bajo
su dominio— hemos insistido en que el texto es omiso en este sentido.
Sin embargo, la elaboración doctrinaria a la que hacíamos referencia
evidencia que el objetivo de esta investigación —analizar las
condiciones del cambio constitucional en nuestro país y sus
posibilidades de control— no podría verse satisfecho con un enfoque
meramente textual sobre el problema. Nadie esperaría que así lo fuera.
Las condiciones del cambio son, de facto, construidas a partir de un
diálogo entre el juez constitucional y el texto. El entendimiento que el
primero hace del segundo es determinante para efectos de establecer
cuál es el estatus que guarda el potencial de transformación en un
determinado país.
Como hicimos en los párrafos anteriores, antes de analizar el
caso mexicano echaremos un vistazo al contexto que nos rodea. De
77
78
Cfr, Guastini, Riccardo, op. cit, p. 189
Cfr, Idem.
37
este modo, haremos breve referencia a los pronunciamientos más
relevantes que sobre la materia han realizado distintos tribunales
constitucionales del mundo. Sin duda, esto implica abordar un
problema más complejo que el de la sola existencia de los límites; a
saber, el referido a las posibilidades de control judicial sobre los
mismos. Aceptar que hay límites no significa que éstos
necesariamente deban o pueden ser objeto de control por parte de un
órgano jurisdiccional. No obstante, es un hecho que en la praxis su
reconocimiento siempre ha tenido origen en sede judicial. De ahí la
importancia de aproximarse a los pronunciamientos de esta rama.
La gran pregunta alrededor de la cual han girado los distintos
desarrollos jurisprudenciales que analizaremos podría resumirse de la
siguiente manera: ¿es posible someter a control judicial de
constitucionalidad una reforma constitucional y/o su procedimiento?
En caso afirmativo ¿cuál es el fundamento para ello? A continuación
veremos qué respuesta han proporcionado los tribunales
constitucionales de Estados Unidos de América, Alemania, la India,
Colombia y, por supuesto, México.79
a. Estados Unidos de América
El artículo V establece dos distintos tipos de procedimiento para
operar la reforma —procedimientos que pueden utilizarse
indistintamente—. Éstos son: 1) el que requiere que dos tercios de las
79
Obviamos la explicación de por qué analizaremos la jurisprudencia mexicana. Por lo
que hace a la selección del resto de los países, es necesario decir que ella obedece a la
relevancia de los pronunciamientos que sus respectivos tribunales constitucionales han
hecho y a las peculiaridades que presenta el diálogo entre los mismos y el texto
constitucional sometido a interpretación. La relevancia de los fallos a los que haremos
referencia es incuestionable en la medida en que ellos han ocupado la atención de buena
parte de los estudiosos del tema, tales como Kemal Gözler, Elai Katz y Walter Murphy.
Por lo que respecta a la jurisprudencia de Alemania, la India y Estados Unidos, haremos
mención de los mismos precedentes que Kemal Gözler relata (véase Gözler Kemal,
Judicial Review of Constitutional Amendments. A Comparative Study, Ekin Press, Bursa,
2008) por tratarse del estudio de derecho comparado más actualizado (hasta abril del
2007) que sobre la materia fue posible hallar.
38
legislaturas estatales llamen a una Convención para proponer una
reforma80; y 2) el que puede iniciar el Congreso, siempre que las dos
terceras partes de ambas cámaras lo consideren necesario. El
procedimiento de reforma norteamericano también es rígido en tanto
exige la votación favorable de tres cuartas partes de las legislaturas de
los Estados, separadamente o por medio de convenciones reunidas en
tres cuartos de los mismos, según el Congreso haya propuesto uno u
otro modo para la ratificación.
Ya se había indicado que el artículo V de la Constitución
norteamericana no establece más límites de contenido que el referido a
lo que Pedro de Vega llamaba “el pacto federal”. Como dato histórico
puede mencionarse que en 1861, el Congreso discutió ampliamente la
propuesta de incorporar a la Constitución una nueva cláusula
intangible, misma que prohibía al Congreso abolir o interferir con la
esclavitud. De acuerdo con Elai Katz, esta propuesta de enmienda —
ampliamente conocida como la enmienda Corwin— pretendía evitar
una Guerra Civil; sin embargo ésta estalló después de que apenas tres
estados pudieran ratificarla. 81
Ahora bien, antes de analizar los distintos casos que se han
presentado ante la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos, cabe
destacar que, en realidad, el tema de los límites a la transformación
constitucional ha tenido una presencia mucho más intensa en el debate
político y académico de este país que en su foro judicial.
Consecuentemente, han sido muy pocas las ocasiones en que esta
materia ha llegado hasta la mesa del más alto tribunal de dicha nación.
Veamos algunas.
80
Como dato de interés cabe notar que este método nunca ha sido utilizado.
Cfr, Katz, Elai, “On Amending Constitutions: The Legality and Legitimacy of
Constitutional Entrenchment”, en Colum. J.L. & Soc. Probs, núm. 29, Invierno 1996, p.
13
81
39
Hollingsworth v. Virginia (1798)82
En este caso, la parte demandante argumentaba que la enmienda XI a
la Constitución no había sido adoptada de conformidad con el
procedimiento reglado por el artículo V de la Constitución porque no
había sido sometida a consideración del Ejecutivo. La Corte rechazó
el argumento diciendo que el Presidente no tenía nada que ver con la
propuesta o adopción de enmiendas a la Constitución.
Lo relevante del caso es que constituye el primer precedente en
el que la Corte norteamericana responde a un planteamiento sobre la
regularidad del procedimiento que precede a la enmienda
constitucional. El asunto revela —dice Kemal Gözler, recordando a
Walter Dellinger83— que en Estados Unidos el control judicial del
procedimiento de reforma tiene un fundamento más antiguo que el
control judicial de las leyes. Hollingsworth v. Virgina fue fallado en
1798, mientras que Marbury v Madison lo fue en 1803.
National Prohibition Cases (1920)84
En esta serie de casos —7 asuntos que fueron designados bajo el
mismo rubro— se combatía la validez de la XVIII enmienda a la
Constitución estadounidense. Ésta constituyó el sustento de la política
que fue instaurada en los años 20 con el fin de prohibir la
manufactura, transportación y venta de alcohol.
Los diversos demandantes esgrimieron argumentos que iban
dirigidos tanto a combatir la validez sustantiva de la enmienda como a
cuestionar la regularidad del procedimiento. La Corte lanzó 11
conclusiones, muy precisas, sobre los puntos sometidos a su
consideración, entre ellas destacan las tres siguientes:
82
3 U.S. 378
Dellinger, Walter ,”The Legitimacy of Constitutional Change: Rethinking the
Amendment Process”, en Harvard Law Review, 386, 403 (1983), apud, Gözler, Kemal,
op. cit, p. 29.
84
253 U.S. 350
83
40
 La mayoría de dos tercios de cada cámara del Congreso que exige
el artículo V, no se refiere al voto de dos tercios de toda la
legislatura, sino al de los miembros presentes.
 No deben aplicarse las disposiciones sobre referéndum que las
constituciones estatales prevén.
 La prohibición de manufactura, venta, transportación, importación
y expropiación de licores embriagantes destinados al consumo, cae
dentro del poder de enmienda previsto en el artículo V de la
Constitución.
Así, sin analizar si cabía hablar de límites materiales al objeto de
la enmienda, la Corte concluyó que la reforma impugnada ya era parte
de la Constitución.
Dillon v. Gloss (1921)85
En este caso también se combatían aspectos relacionados con la
validez de la XVIII enmienda. El señor Dillon había sido arrestado y
consignado por violar la norma que prohibía la transportación de
bebidas embriagantes —The National Prohibition Act—. Para
combatir la orden que le negaba el habeas corpus solicitado, Dillon
impugnó la validez del plazo de siete años que la propia enmienda
establecía como tiempo máximo para su ratificación. La Corte negó la
razón a Dillon al considerar que el Congreso tenía plenas facultades
para, dentro del límite de lo razonable, señalar un plazo definitivo para
la ratificación por parte de los Estados. Afirmó, además, que el plazo
de siete años previsto para la enmienda en cuestión, efectivamente era
razonable.
85
256 U.S. 368
41
United States v. Sprague. (1931)86
En este asunto, los demandantes señalaban que la XVIII enmienda a la
Constitución sólo podía ser aprobada por vía de una convención —
segundo método previsto en el artículo V para la reforma
constitucional—; y que, al haber sido aprobada por el método a cargo
del Congreso, la reforma debía invalidarse. Al respecto, la Corte
señaló que la elección del método de ratificación quedaba a total
discreción del Congreso, sin importar si la reforma versaba sobre las
relaciones propias de la maquinaria estatal o sobre materias que
afectan a la libertad de los ciudadanos. Esto es, la Corte señaló que la
materia sobre la que versaba la reforma resultaba irrelevante para
efectos del método elegido. De nuevo, la Corte mostró total deferencia
al órgano de revisión constitucional.
Colleman v Miller (1939)87
Es probable que este sea el caso más interesante que, para efectos de
la presente investigación, haya fallado la Corte de Estados Unidos.
Esto se debe a que fue resuelto con base en un criterio que aún tiene
una importancia significativa en la jurisprudencia norteamericana,
según el cual hay cuestiones políticas (“political questions”) que no
admiten ser dirimidas en sede judicial.
Los hechos del caso son estos: en 1924, el Congreso había
propuesto una reforma a la Constitución conocida como “The Child
Labor Amendment”. La propuesta establecía que el Congreso tendría
la facultad de limitar el acceso al trabajo de las personas menores de
18 años de edad. En 1925, el estado de Kansas rechazó la reforma.
Pero 12 años más tarde —en 1937— tal estado se retractó y ratificó la
enmienda. Tal determinación era sin duda relevante porque la
propuesta de enmienda aún no gozaba de la votación mayoritaria de
los Estados exigida por el artículo V.
86
87
282 U.S. 716
307 U.S. 433
42
El caso llegó hasta la Corte porque algunos miembros del
Senado de Kansas atacaron la validez de dicha ratificación. Decían
que este órgano no podía ratificar una enmienda que antes había
rechazado. También alegaban que el acto carecía de validez porque
había transcurrido un lapso de tiempo irrazonable desde que la
enmienda se había sometido a consideración de la legislatura de
Kansas y que, por tanto, la propuesta había perdido su vitalidad. La
Corte rechazó estos dos argumentos. Señaló que las cuestiones
relacionadas con el efecto de un rechazo previo y con el lapso de
tiempo trascurrido desde la puesta en consideración de la reforma,
eran estrictamente políticas y no justiciables. El fallo trasciende,
precisamente, por esta distinción. Pero, ¿cómo sabemos, de acuerdo
con esta sentencia, cuándo se está ante una cuestión estrictamente
política? Al respecto, la Corte argumentó:
In determining whether a question is of the political category,
so as not to be justiciable, the appropriateness under our system
of government of attributing finality to the action of the
political departments, and the lack of satisfactory criteria for a
judicial determination, are dominant considerations.
Más allá de la pertinencia de establecer que la cuestión planteada por
algunos miembros del Senado de Kansas era, efectivamente, un tema
que no podía ser guiado por parámetros judiciales, el criterio para
diferenciar entre lo político y lo justiciable parece poco fino. Dentro
de la categoría “political questions”, al menos en los términos con que
fue delineada en este caso, cabe prácticamente todo.88 John Vile
explica que este criterio comenzó a tener un desarrollo significativo a
88
El voto concurrente emitido por el justice Hugo Black (al que se adhirieron otros) es
aún más radical en este punto. Al respecto, dicho justice llega al extremo de decir que
cualquier cuestión relacionada con la reforma constitucional debe entenderse como no
justiciable, esto es, como una cuestión política. Al respecto, critica la opinión mayoritaria
por considerar que dejaba abierta la posibilidad de someter algunas cuestiones sobre la
reforma a un posterior control judicial. A su juicio, ni el proceso ni mucho menos el
resultado, admiten interferencia judicial, pues el artículo V sólo concede poder al
Congreso en este respecto.
43
partir de este precedente en 1939. Sin embargo, la doctrina de la
distinción entre lo justiciable y lo político se mantiene, dando lugar a
diversas críticas por parte del círculo académico.89 Al menos por
ahora, lo que nos interesa es ver que la distinción ha funcionado para
dejar ciertas cuestiones sobre la reforma constitucional exentas de
control judicial, incluso en el país que más se ha destacado por tener
un fuerte activismo por parte de esta rama.
b. Alemania90
Caso Southwest (1951)91
Esta es la primera gran decisión de la Corte Federal Constitucional de
Alemania.92 Es por ello que Elai Katz la denomina “Germany´s
Marbury v. Madison”.93 El caso es conocido por más de una razón
pero, especialmente, porque el Tribunal planteó su teoría sobre la
coherencia interna y la unidad estructural de la Constitución. Por la
importancia de las palabras empleadas por la Corte, conviene
reproducirlas:
A constitution has an inner unity, and the meaning of any one
part is linked to that of other provisions. Taken as a unit, a
constitution reflects certain overarching principles and
fundamental decisions to which individual provisions of the
Basic Law are subordinate. 94
89
Para una análisis sobre las piezas que componen el debate, vid. Vile, John R,
Contemporary Questions surrounding the Constitutional Amending Process, Praeger,
1993, pp- 23- 38.
90
No está de más recordar que de acuerdo con el artículo 79.3 de la Ley Básica de la
República Federal Alemana de 1949, hay ciertas materias que no pueden ser
modificadas.
91
I BVerfGE 14,32 (1951).
92
Cfr, Kommers, Donald P., The Constitutional Jurisprudence of the Federal Republic
of Germany, 2a edición, Duke University Press, London, 1997, p. 45.
93
Cfr, Katz, Elai, op. cit, p. 9.
94
Cfr, Kommers, Donald, op. cit, p. 46.
44
La Constitución representa, según esta doctrina, una unidad de valores
y cada disposición está subordinada a la misma. La realización de un
valor constitucional no puede producirse a expensas del otro; ellos
deben armonizarse y, en caso de conflicto, ponderarse.95
En ese mismo fallo, y con base en las premisas mencionadas, la
Corte incorporó lo que hoy se conoce como su doctrina de la “reforma
constitucional inconstitucional” (“Unconstitutional constitutional
amendment”). En este primer fallo, lo que en realidad hizo la Corte
fue compartir el criterio que la Corte Constitucional de Baviera había
pronunciado en 1950.96 En éste señalaba que no era conceptualmente
imposible entender que una disposición constitucional podía ser nula,
pues determinados principios eran tan fundamentales que debían
entenderse como vinculantes para el órgano de reforma.
Donald Kommers y Kemal Gözler concuerdan en que esta
doctrina únicamente fue incorporada con el carácter de obiter dicta.97
No obstante, sería inadecuado dejar de reconocer su peso e
importancia, pues como veremos más adelante, este precedente
desarrolla las premisas sobre las que se erige uno de los más sólidos
argumentos a favor de reconocer la existencia de límites implícitos a
la materia de la revisión constitucional.
Caso del artículo 117 (1953)98
En este caso, —también con el exclusivo carácter de obiter dicta—99,
la Corte sustentó y dotó de fuerza persuasiva a su fallo al hacer acopio
de conceptos como “higher-law principle of justice”, “supra-positive
basic norms”, “natural justice”, “fundamental postulates of justice”,
“norms of objective ethics”. Al respecto, dicho tribunal agregó que si
una disposición de la Ley Fundamental violara cualquiera de estos
conceptos, ella debía declararse inválida. Este caso es relevante en la
95
Idem,
Ibidem; p. 542
97
Idem; y, cfr, Gözler, Kemal, op. cit, p, 83
98
P. BVerfGE 3, 225 (1953).
99
Cfr, Gözler, Kemal, op. cit. p. 86
96
45
medida en que se tradujo en la confirmación de la doctrina, insertada
en el caso Southwest, sobre posibles vicios de inconstitucionalidad en
normas constitucionales. Debe notarse que los conceptos utilizados en
este fallo son aún más abstractos que los del primero.
Caso Klass (1970)100
En este caso se juzgó la validez de una reforma al artículo 10 de la
Ley Fundamental que limitó el derecho a la privacidad de las
telecomunicaciones. Básicamente, la reforma permitió limitar la
privacidad de las comunicaciones en algunos casos y remplazó el
control judicial de la legalidad de las medidas de vigilancia por una
especie de control parlamentario.101 Ante la Corte se alegó que estas
restricciones violaban el principio fundamental de dignidad humana,
de separación de poderes y el estado de derecho (todos éstos
inmutables de acuerdo con el artículo 79. 3 de la Ley Fundamental de
Alemania).
¿Qué dijo la Corte? Que la reforma no violaba tales principios,
que la vigilancia realizada por una agencia nombrada por el Congreso
era garantía suficiente y que el artículo 79.3 debía ser interpretado
restrictivamente porque era una excepción a la regla y no podía
desincentivar la activación del mecanismo de reforma cuando era
necesario emplearlo. Gözler deja ver que la intención de la Corte fue
fijar la postura de que los límites establecidos por dicha disposición
debían ser interpretados en sentido literal o restrictivo.102
Caso “Land Reform I” (1991)103
En este caso, la Corte debía enjuiciar la validez material de la
incorporación constitucional de una cláusula del Tratado de la
Reunificación Alemana de 31 de Agosto de 1991 al artículo 143.3.
100
BVerfGE I, (1970).
Cfr, Gözler, Kemal, op. cit, p. 56.
102
Ibidem; p. 58. Cabe apuntar que este caso fue llevado al Tribunal Europeo de
Derechos Humanos, el cual llegó a la misma conclusión.
103
BVerfGE 84, 90 (1991).
101
46
Esta cláusula establecía que la propiedad expropiada y colectivizada
en la zona de la ocupación soviética entre 1945 y 1949 no sería
restituida a sus propietarios originarios.104 La Corte concluyó que no
había violación a las cláusulas de intangibilidad previstas por el
artículo 79.3 porque las expropiaciones habían sucedido entre 1945 y
1949, época en la cual la Ley Fundamental no había entrado en vigor;
añadió que los ciudadanos alemanes no estaban protegidos contra los
actos de un Estado extranjero.105
Caso “Land Reform II” (1996)106
En este caso se impugnaba la misma norma que en el asunto anterior;
no obstante, los peticionarios modificaron su argumento. Ahora
señalaban que se violaba el principio de igualdad porque a pesar de
que no era posible restituir la propiedad respecto de las expropiaciones
efectuadas antes de la entrada en vigor de la Ley Fundamental (1949),
sí lo era respecto a las posteriores. La Corte, sin embargo, ratificó la
validez de la norma. Sostuvo que ella no violaba los principios
inmutables contenidos en el artículo 79.3 y que, además, el principio
de igualdad no caía dentro de esta lista de postulados inderogables.107
Caso “Acoustic Surveillance of Homes” (2004)108
En este caso se juzgaba la validez de la reforma al artículo 13.3 de la
Ley Fundamental. Esta norma actualmente permite que el fiscal,
previa autorización judicial y por un tiempo fijo, emplee medios
técnicos para vigilar acústicamente los presumibles hogares de
quienes son acusados por la comisión de un delito grave. En la
impugnación se argumentaba que esta limitación al derecho a la
privacidad violaba el principio de dignidad humana. La Corte
nuevamente rechazó el argumento señalando que la norma no
104
Cfr. Gözler, Kemal, op. cit, p. 59
Ibidem, p. 60.
106
BVerfGE 94, 12 (1990)
107
Cfr. Gözler, Kemal, op. cit, p. 61
108
I BvR 2378/98 y I BvR 1084/99.
105
47
vulneraba el principio de inviolabilidad de la dignidad humana
protegido por la Ley Fundamental. 109 Pero aclaró que, en situaciones
donde existieran indicios de que el derecho a la dignidad humana
pudiera violarse, el uso de la vigilancia acústica no podía ser
autorizado por vía legislativa.110
Este último fallo permite concluir que la Corte alemana nunca
ha invalidado una reforma constitucional con base en los principios
intangibles que su Constitución establece expresamente. Sus
pronunciamientos más relevantes sobre la posibilidad de admitir la
inconstitucionalidad de una reforma fueron alcanzados con fines
meramente persuasivos; esto es, a la manera de un razonamiento
obiter dicta. No deja de llamar la atención que esta Corte, contando
con una norma expresa que le permite invalidar una reforma aprobada
por el procedimiento por ella previsto, nunca lo haya hecho. Incluso,
cuando dicho tribunal enfrentó la posibilidad de invalidar
determinadas reformas en las que sí se limitaban ciertos derechos (el
derecho a la privacidad, sobre todo) optó por una interpretación —
válgase la expresión—pro reforma.
c. La India
Desde 1967, la Suprema Corte de la India ha establecido que su
Constitución contiene límites implícitos al objeto de la reforma que
son infranqueables. 111 Sin duda, estamos frente al tribunal
constitucional más activo en lo que a esta materia concierne. Como lo
ha planteado Katz: “the amendment limitations cases in India reflect a
struggle between the judiciary and the legislature over the Marbury
109
Cfr, Gözler, Kemal, op. cit, p. 64
Para una traducción al inglés del comunicado de prensa oficial que este tribunal
emitió
sobre
este
asunto,
puede
consultarse:
http://archiv.jura.unisaarland.de/lawweb/pressreleases/lauschangriff.html (última consulta 5 de julio del
2010).
111
El artículo 368 de la Constitución hindú –disposición que regula el procedimiento de
reforma a la Constitución— no establece cláusulas pétreas.
110
48
questions: Who has the ultimate authority to interpret the
constitution?”112 Veamos a qué obedece tal aseveración.
Golaknath v State of Punjab (1967)113
En este caso, se reclamaba la constitucionalidad de la enmienda 17 a
la Constitución, la cual significaba una profunda transformación del
régimen agrario y de la tenencia de la tierra. Es por ello que la
principal pregunta que se sometió a consideración de la Corte fue si
las reformas constitucionales podían reducir o limitar los derechos
fundamentales protegidos en la parte III de la Constitución —parte en
la que precisamente se concentra el régimen de protección de tales
derechos—. La Corte de India dijo que no; es decir, que los derechos
fundamentales no podían ser reducidos (abridged) o arrebatados por
medio del procedimiento de reforma constitucional. Aseveró que una
enmienda a la Constitución cae dentro del concepto de ley, por lo que
al estar ésta sujeta a control de constitucionalidad, también podía
estarlo la primera.
Kesavananda Bharati v State of Kerala (1973)114
En este caso, la Corte se retracta expresamente del criterio que había
plasmado en Golaknath v State of Punjab en el sentido de que la
enmienda constitucional cae dentro del concepto “ley”. Apenas a 6
112
Cfr, Katz, Elai, op. cit, p.10. Katz parece sugerir que el activismo judicial de esta
Corte no puede leerse aislando el contexto político que imperaba en la India durante los
años en los que tales pronunciamientos fueron emitidos. De acuerdo con este autor, la
Corte jugó un papel importante para restar efectividad a algunos de los actos mediante
los cuales Indira Gandhi, primera ministra de la India de 1966 a 1977, pretendía usurpar
el poder del Parlamento. Según narra, a partir de 1975, tras la invalidación —mediante
una reforma constitucional— de una determinación judicial que condenaba a Gandhi por
actos de corrupción durante una elección en la que contendía para continuar con el cargo,
la Corte mostró un mucho mayor activismo al controlar las enmiendas y de esa forma
contener la acción que consideraba antidemocrática.
113
1967 AIR 1643. http://judis.nic.in/supremecourt/helddis.aspx. Última consulta 15 de
mayo de 2010.
114
1973 AIR 1461
49
años de distancia, la Corte literalmente dijo que esa doctrina era
errónea y debía ser superada. También afirmó que los derechos
fundamentales podían ser adicionados, alterados y repelidos. En su
lugar introdujo una nueva doctrina: la llamada “doctrina de la
estructura básica”.
De acuerdo con este nuevo fallo, la Constitución no puede ser
reformada en su estructura básica, esto es, en su identidad. Así, la
Corte determinó lo siguiente: “The power of amendment under Article
368 does not include power to abrogate the Constitution nor does it
include the power to alter the basic structure or framework of the
Constitution”. Pese a su extensión, vale la pena citar el siguiente
extracto del razonamiento:
The elements of the basic structure are indicated in the
preamble and translated in the various provisions of the
Constitution. The edifice of our Constitution is built upon and
stands on several props, remove any of them, the Constitution
collapses.
[…]
A Constitution is a living system. But just as in a living,
organic system, such as the human body, various organs
develop and decay yet the basic structure or pattern remains the
same with each of the organs having its proper function, so also
in a Constitutional system the basic institutional pattern remains
even though the different component parts may undergo
significant alterations. For it is the characteristic of a system
that it perishes when one of its essential component parts is
destroyed.
Finalmente, ante la obligada pregunta sobre el contenido de la
estructura básica, la Corte afirmó que no se trataba de un concepto
vago, pues sólo hacía falta tener en mente el contexto histórico, el
preámbulo y el proyecto general de la Constitución para entender cuál
era ésta. Añadió que sus contenidos no podían ser catalogados, sino
tan sólo ilustrados; entre ellos encontró a la forma de gobierno
republicana, la justicia social económica y política, la libertad de
consciencia, de expresión y la igualdad de estatus y de oportunidad.
50
Pero añadió que el hecho de que no pudiera formularse una lista
completa de tales límites, no era un argumento para decir que éstos no
existían.
Aquí cabe hacer un paréntesis. Después de todas estas
decisiones, en 1976, el Parlamento hindú introdujo la reforma número
42 a la Constitución, cuyo específico propósito fue extirpar la
posibilidad de nuevos pronunciamientos que invalidaran reformas
constitucionales. 115 Para ello, añadió dos cláusulas (la 4 y la 5) al
artículo 368. Éstas expresamente señalaban, respectivamente, que
ninguna reforma constitucional (incluyendo cualquiera relativa al
apartado en el que se consagran los derechos fundamentales) podía ser
cuestionada ante una Corte, bajo ningún argumento y que —para que
no quedara duda alguna— se declaraba que el poder del Parlamento
para enmendar la Constitución era ilimitado.116 ¿Cuál fue la reacción
de la Corte frente a esta situación?
Minerva Mills Ltd v. Union of India (1980)117
Sin duda, este es el fallo más radical que se haya registrado en la
historia del desarrollo jurisprudencial sobre los límites al poder de
enmienda constitucional. Y lo es porque, en pocas palabras, la
Suprema Corte de la India invalidó la reforma constitucional que le
prohibía invalidar reformas constitucionales.
Aquí la Corte refrendó su doctrina de la estructura básica y llegó
a la conclusión de que un poder de revisión limitado es una de las
características básicas de la Constitución. Añadió que las nuevas
cláusulas del artículo 368 demolían los pilares sobre los que
descansaba el preámbulo de la Constitución. El siguiente extracto del
fallo es sumamente ilustrativo:
115
Cfr, Gözler, Kemal, op. cit, p. 92
El texto de la Constitución hindú puede hallarse en la siguiente dirección
http://confinder.richmond.edu/confinder.html. Última consulta: 21 de abril de 2010.
117
1980 AIR 1789
116
51
No constituent power can conceivably go higher than the skyhigh power conferred by clause (5), for it even empowers the
Parliament to […] abrogate the democracy and substitute for it
a totally antithetical form of Government. That can most
effectively be achieved, without calling a democracy by any
other name, by a total denial of social, economic and political
justice to the people, by emasculating liberty of thought,
expression, belief, faith and worship and by abjuring
commitment to the magnificent ideal of a society of equals. The
power to destroy is not a power to amend.
[…]
Indian Constitution is founded on a nice balance of power
among the three wings of the State namely, the Executive, the
Legislature and the Judiciary. It is the function of the Judges,
may their duty, to pronounce upon the validity of laws. If courts
are totally deprived of that power, the fundamental rights
conferred upon the people will become a mere adornment
because rights without remedies are as writ in water. A
controlled Constitution will then become uncontrolled.
[…]
The nature and quality of the amendment introduced […] is,
therefore, such that it virtually tears away the heart of basic
fundamental freedoms.
A la fecha, este fallo constituye la última palabra en la materia: las
cláusulas entonces declaradas inconstitucionales aún conservan tal
estatus.
d. Colombia
Quizás la jurisprudencia de la Corte Constitucional de Colombia es la
que más se aproxima a las propuestas que serán objeto de nuestra
atención más adelante. Esto se debe a una específica razón: dicho
tribunal ha generado los criterios más ricos en términos de control al
procedimiento. Sin embargo, esta Corte también acepta el control
material del objeto de reforma a través de lo que ha llamado “la
52
doctrina del juicio de sustitución”118. El desarrollo jurisprudencial de
la Corte en ambos aspectos es extenso y complejo. Trataré, por tanto,
de exponerlos de modo breve, enfocándome únicamente en los
pronunciamientos que han propiciado el establecimiento de la
doctrina. 119
Doctrina sobre el juicio de sustitución. (Sentencia C-551 de 2003 y
Sentencia C-1040 de 2005)
La propia Corte colombiana ha descrito y sintetizado la evolución de
su doctrina en esta materia. Ella misma da cuenta de los precedentes y
criterios de mayor importancia siguiendo la siguiente estructura:
En la Sentencia C-551 de 2003, la Corte señaló que “el poder de
reforma, por ser un poder constituido, tiene límites materiales, pues la
facultad de reformar la Constitución no contiene la posibilidad de
derogarla, subvertirla o sustituirla en su integridad”. En este fallo, la
Corte no entró al fondo del asunto pero sí adelantó las bases que
posteriormente darían lugar a la doctrina del “juicio de sustitución”.
De acuerdo con ellas, el poder de reforma definido por la
Constitución colombiana está sujeto a límites competenciales; que por
virtud de esos límites competenciales, el poder de reforma puede
reformar la Constitución pero no puede sustituirla por otra
integralmente distinta u opuesta; que para establecer si una
determinada reforma a la Constitución es, en realidad, una sustitución
de la misma, es preciso tener en cuenta los principios y valores del
ordenamiento constitucional que le dan su identidad; que sólo el
constituyente primario tendría la posibilidad de producir una
118
Esta clase de control ha resultado altamente controvertida en virtud de que el artículo
241 de la Constitución colombiana de 1991, al establecer restrictivamente las facultades
de la Corte Constitucional, dispone que a ella le toca decidir sobre las demandas de
inconstitucionalidad que promuevan los ciudadanos contra los actos reformatorios de la
Constitución, cualquiera que sea su origen, sólo por vicios de procedimiento en su
formación.
119
A la fecha, la Corte colombiana cuenta con un vasto acervo de casos vinculados con
esta problemática. Véanse las sentencias: C-1200/03, C-313/2004, C- 1048/05, C740/2006, C-153/07, C- 187/07, C-216/07, C- 293/07, C- 427/2008, C-757/08, C-588/09.
53
sustitución de tal naturaleza; que la Constitución no contiene cláusulas
pétreas ni principios intangibles y, por consiguiente, todos sus
preceptos son susceptibles de reforma por el procedimiento previsto
para ello.120
En la Sentencia C-1040/05, la Corte da cuenta de este
precedente, entre otros, y —en lo que parece un ejercicio de
abstracción de los mismos— fija de una vez cuáles son los principales
puntos de su doctrina. Entre los más relevantes están los que la Corte
enuncia en los siguientes términos:
 La especificidad del juicio relativo a la competencia del reformador
radica en que, en éste, la Corte se circunscribe a estudiar si el
reformador sustituyó la Constitución, sin que por ello efectúe un
control material ordinario del acto acusado.
 El concepto de sustitución refiere a una transformación de tal
magnitud y trascendencia, que la Constitución anterior a la reforma
aparece opuesta o integralmente diferente a la que resultó después
de la reforma, al punto que ambas resultan incompatibles. Las
sustituciones pueden ser totales o parciales; ambas están prohibidas
cuando vulneran un eje definitorio de la identidad de la
Constitución.
 El concepto de sustitución se distingue de otros con los cuales no
puede confundirse, tales como los de intangibilidad e
irreversibilidad o afectación y vulneración de contenidos, los cuales
aluden a juicios materiales de las reformas constitucionales que
escapan a la competencia de la Corte Constitucional. La aplicación
del método para identificar sustituciones en ningún caso puede
conducir a volver irreformables normas de la Carta de 1991 porque
ella no contiene normas pétreas ni principios intangibles. Toda ella
es reformable, más no sustituible.
120
La Corte plasma este esquema en la sentencia C-1040/05
54
 Las diferencias fundamentales que distinguen al juicio de
sustitución del juicio de intangibilidad y del juicio de violación de
un contenido material de la Constitución, residen en que la premisa
mayor del juicio de sustitución no está específicamente plasmada
en un artículo de la Constitución, sino que es toda la Constitución
entendida a la luz de los elementos esenciales que definen su
identidad.
 El único titular de un poder constituyente ilimitado es el pueblo
soberano. En 1991 el poder constituyente originario estableció un
poder de reforma de la Constitución, del cual es titular, entre otros,
el Congreso de la República que es un órgano constituido y
limitado por la propia Constitución y, por tanto, sólo puede ejercer
sus competencias de manera limitada. El Congreso, aun cuando
reforma la Constitución, no es el detentador de la soberanía que
“reside exclusivamente en el pueblo”, el único que puede crear una
nueva Constitución.
 El método del juicio de sustitución exige que la Corte demuestre
que un elemento esencial definitorio de la identidad de la
Constitución de 1991 fue reemplazado por otro integralmente
distinto. Para construir la premisa mayor del juicio de sustitución es
necesario (i) enunciar con suma claridad cuál es dicho elemento,
(ii) señalar, a partir de múltiples referentes normativos, cuáles son
sus especificidades en la Carta de 1991 y (iii) mostrar por qué es
esencial y definitorio de la identidad de la Constitución
integralmente considerada. Luego, se habrá de verificar si (iv) ese
elemento es irreductible a un artículo de la Constitución, —para así
evitar que éste sea transformado por la propia Corte en cláusula
pétrea a partir de la cual efectúe un juicio de contradicción
material— y si (v) la enunciación analítica de dicho elemento
esencial definitorio no equivale a fijar límites materiales intocables
por el poder de reforma, para así evitar que el juicio derive en un
control de violación de algo supuestamente intangible. Una vez
cumplida esta carga argumentativa por la Corte, procede
55
determinar si dicho elemento esencial definitorio ha sido (vi)
reemplazado por otro —no simplemente modificado, afectado,
vulnerado o contrariado— y (vii) si el nuevo elemento esencial
definitorio es opuesto o integralmente diferente, al punto que
resulte incompatible con los elementos definitorios de la identidad
de la Constitución anterior.
Éste es el criterio que la Corte ha aplicado en los últimos años.
El último pronunciamiento relevante del que se tiene registro se
contiene en la sentencia C-141/2010, en el que la Corte declaró
inexequible121 la Ley 1354 de 2009, por medio de la cual se
convocaba a un referendo constitucional y se sometía a consideración
del pueblo un proyecto de reforma constitucional. Ésta proponía que
el artículo 197 de la Constitución quedara en los siguientes términos:
“Quien haya sido elegido a la Presidencia de la República por dos
períodos constitucionales, podrá ser elegido únicamente para otro
período”.
Aquí, la Corte Constitucional reiteró su jurisprudencia en
relación con los límites del poder de reforma de la Constitución,
insistiendo en que el poder constituyente derivado tiene competencia
para reformar la Constitución, pero no para sustituirla. Para declarar la
inconstitucionalidad del decreto que convocaba al referéndum, la
Corte señaló que éste desconocía algunos ejes estructurales de la
Constitución Política, como el principio de separación de los poderes
y el sistema de frenos y contrapesos, la regla de alternación y períodos
preestablecidos, el derecho de igualdad y el carácter general y
abstracto de las leyes.122 Con este fallo, la Corte cerró la posibilidad
121
En Colombia, la declaratoria de inexequibilidad de una norma equivale a la
declaratoria de inconstitucionalidad. De acuerdo con el artículo 243 de su Constitución,
ninguna autoridad puede reproducir el contenido material del acto jurídico declarado
inexequible por la Corte por razones de fondo, mientras subsistan en la Carta las
disposiciones que sirvieron para hacer la confrontación entre la norma ordinaria y la
Constitución.
122
Así lo relata el comunicado de prensa número 9, publicado en el portal de internet de
la Corte colombiana. Véase:
56
para un tercer mandato del Presidente Uribe.
Estándares del control procedimental de la Corte colombiana.
Como decíamos, la Corte Constitucional de Colombia ha construido
un estándar rico en principios a partir de los cuales considera
admisible juzgar la validez de un procedimiento. En palabras de la
Corte, el proceso de formación de las leyes está inspirado en varios
postulados básicos:
…el principio de las mayorías, el principio de participación
política y el principio de publicidad, a través de los cuales se
busca garantizar que la ley sea la expresión de la mayoría
parlamentaria, adoptada con el pleno respeto de los derechos de
las minorías a participar y expresar su opinión en condiciones
de libertad e igualdad, y mediante un procedimiento abierto y
público, de cara a la sociedad y al país.123
Para este tribunal, el principio de las mayorías parte de suponer que
las decisiones del parlamento tienen que reflejar la voluntad del sector
mayoritario presente en la respectiva sesión. Actúa, además, como una
garantía del principio de representación, pues la aprobación y validez
de las medidas legislativas depende de que sean más sus partidarios
que sus detractores y así quede consignado en las distintas votaciones
a que deban ser sometidas.
En la sentencia C-145/94, la Corte advirtió la importancia de la
protección de los derechos de las minorías parlamentarias, señalando
que "sólo hay verdadera democracia allí donde las minorías y la
oposición se encuentran protegidas a fin de que puedan
eventualmente llegar a constituirse en un futuro en opciones
mayoritarias, si llegan a ganar el respaldo ciudadano necesario”.
En la sentencia C-008 de 2003, la Corte explicó que el debate
mismo es un derecho de las minorías representadas en el Congreso,
http://www.corteconstitucional.gov.co/comunicados/No.%2009%20Comunicado%2026
%20de%20febrero%20de%202010.php#_ftn1 (última consulta 20 de agosto de 2010).
123
Sentencia C-1040/05
57
con el cual: “se busca asegurar a éstas la oportunidad de participar
plenamente en la toma de decisiones, exponiendo libremente sus ideas
y opiniones en torno a un determinado asunto, sin que corran el
riesgo de ser ignoradas, desplazadas o desconocidas por las mayorías
representativas”. El principio de publicidad —añade la Corte— busca
asegurar que se den a conocer oportunamente a los miembros del
Parlamento y de la sociedad en su conjunto, el contenido de los
proyectos, las sesiones, discusiones, votaciones y, en general, todo lo
relacionado con el trabajo legislativo que se adelanta en las
Comisiones y Plenarias del Senado y la Cámara.
En cuanto al principio de la participación política parlamentaria,
se instituye como una exigencia previa a la toma de decisiones,
orientada a asegurar a todos y cada uno de los miembros del
parlamento su derecho a intervenir activamente en el proceso de
discusión y elaboración de las leyes, y de manera especial, a
garantizar el derecho de aquéllos que hacen parte de las minorías a
expresar sus opiniones en forma libre y voluntaria. Al respecto, la
Corte literalmente añade:
En los regímenes democráticos, el mecanismo mediante el cual
se llega a la formación y determinación de la voluntad del
legislador en cada fórmula legal concreta, debe estar abierto a la
confrontación de las diferentes corrientes de pensamiento.
[…]
La importancia del debate radica fundamentalmente en el hecho
de que, por su intermedio, se permite madurar la decisión
definitiva […] En otras palabras, busca, por una parte,
garantizar el examen de los parlamentarios sobre las distintas
propuestas sometidas a consideración, dando oportunidad de
que incidan en la posición individual que van asumir, y por la
otra, permitir también la valoración colectiva, en torno a las
ventajas y desventajas que se van a derivar de la decisión por
adoptar. 124
124
Sentencia C-760 de 2001.
58
Al respecto, finalmente la Corte ha aclarado que, a su entender, sólo
cuando no se brindan las condiciones para que el debate tenga lugar,
la decisión que se adopte en el seno de las Cámaras no tiene validez.
De acuerdo con esto, la legitimidad del debate parlamentario depende,
primordialmente, de que sus integrantes tengan la oportunidad de
deliberar o debatir.
Por último, la Corte advierte que, a su entender, los
procedimientos no tienen un valor en sí mismos y deben interpretarse
teleológicamente al servicio de un fin sustantivo.125 Ello constituye lo
que denomina el principio de instrumentalidad de las formas e implica
que no todas las infracciones reglamentarias pueden considerarse
irregularidades irrelevantes; ello sólo acontecerá —entiende la
Corte— en la medida en que no vulneren ningún principio ni valor
fundamental, ni afectan el proceso de formación de la voluntad
democrática en las cámaras.
e. México
Respecto al caso mexicano, como se ha advertido, caben dudas sobre
si realmente tenemos precedentes contundentes. Esto se debe a que
frente a la pregunta de si hay límites al objeto de reforma
constitucional susceptibles de control constitucional, en un primer
momento la Corte literalmente dijo que ellos sí existían respecto al
procedimiento (amparo en revisión 1334/98) y, posteriormente, que
definitivamente no los había, ya sea en el fondo o la forma
(controversia constitucional 8/2001).
La ambigüedad se acentúa con el hecho de que, más
recientemente, el Pleno de la Corte se pronunció en el sentido de que,
en acciones de inconstitucionalidad, el procedimiento de reforma o
adiciones a la Constitución no era una materia susceptible de ser
controlada126 —este medio de control constitucional, como se sabe, se
125
Sentencia C-872 de 2002.
Así resolvió el Tribunal Pleno al analizar, en el 2008, la Acción de
Inconstitucionalidad 168/2007 y su acumulada 169/2007, promovidas por los partidos
políticos Convergencia y Nueva Alianza. El asunto se falló por mayoría de siete votos de
126
59
caracteriza por requerir un análisis abstracto de constitucionalidad—.
Sin embargo, respecto al juicio de amparo han operado otros
razonamientos. Al respecto, ya se adelantaba, la Corte ha emitido un
criterio —plasmado en el amparo en revisión 186/2008— en el cual
permite que tales procedimientos (y quizás sus resultados) sean objeto
de control constitucional. A continuación haré una síntesis de los
fallos más importantes en la materia:
Amparo en Revisión 2996/96
En este caso, el quejoso (Manuel Camacho Solís, ex regente del
Distrito Federal) se dolía del procedimiento mediante el cual se había
reformado la base segunda, inciso C, segundo párrafo del apartado I,
del artículo 122 constitucional —disposición que le imposibilitaba
contender como candidato para ocupar el cargo de Jefe de Gobierno
del Distrito Federal en futuras elecciones—. Específicamente, la
reforma estableció los requisitos para acceder a dicho cargo, entre los
cuales estaba el de no haber ejercido anteriormente el cargo de Jefe de
Gobierno del Distrito Federal con cualquier carácter.127
La Corte no entró al fondo del asunto, esto es, a revisar si asistía
o no razón al quejoso en cuanto a las violaciones que aducía contra la
reforma, pues lo que en este momento revisaba era el auto por medio
del cual un Juez de Distrito había desechado por notoria
los Ministros Margarita Beatriz Luna Ramos, José Fernando Franco González Salas, José
de Jesús Gudiño Pelayo, Mariano Azuela Güitrón, Sergio A. Valls Hernández (Ponente),
Olga Sánchez Cordero de García Villegas y Presidente Guillermo I. Ortiz Mayagoitia.
Los Ministros Sergio Salvador Aguirre Anguiano, José Ramón Cossío Díaz, Genaro
David Góngora Pimentel y Juan N. Silva Meza votaron en contra, por estimar que las
acciones de inconstitucionalidad son procedentes y reservaron su derecho para formular
votos particulares. La Señora Ministra Luna Ramos y los Señores Ministros Franco
González Salas, Gudiño Pelayo y Presidente Ortiz Mayagoitia formularon salvedades
respecto de las consideraciones relativas a la posibilidad de que el procedimiento de
reformas constitucionales sea susceptible de control jurisdiccional.
127
Esto constituía un problema para el quejoso porque la porque él había fungido como
Jefe del Departamento del Distrito Federal de en el período comprendido del primero de
diciembre de 1988 a noviembre de 1993.
60
improcedencia la demanda interpuesta por el quejoso. Al respecto, el
Tribunal Pleno concluyó que dicho auto era ilegal porque el
procedimiento de reforma constitucional sí era susceptible de control
por medio del juicio de amparo. Las conclusiones de la Corte fueron,
literalmente, las siguientes:
1) En la legislación mexicana no existe disposición expresa que
prohíba el ejercicio de la acción de amparo en contra del proceso de
reformas a la Carta Magna;
2) Es innegable que los tribunales de la Federación están facultados
para intervenir en el conocimiento de cualquier problema relativo a la
violación de derechos fundamentales.
3) La función primordial, encomendada al Poder Judicial de la
Federación por el artículo 103 constitucional, es la de resolver
controversias por leyes o actos de la autoridad;
4) Las entidades que intervienen en el proceso legislativo de una
reforma constitucional, que en ejercicio de sus atribuciones
secuenciales integran el órgano revisor, son autoridades constituidas,
en tanto que se ha determinado que tienen tal carácter las que dictan,
promulgan, publican, ordenan, ejecutan o tratan de ejecutar la ley o el
acto reclamado;
5) No obstante que el resultado del procedimiento reclamado hubiere
quedado elevado formalmente a la categoría de norma suprema, es
impugnable a través del juicio de amparo.128
Amparo en Revisión 1334/98
En este asunto, la Corte revisaba el nuevo fallo que, en acatamiento de
su anterior resolución, había emitido el Juez de Distrito al resolver la
demanda interpuesta por el Señor Camacho Solís. Esta vez, el
quejoso impugnaba ante la Corte la resolución mediante la cual el
128
En este asunto, el Pleno falló por mayoría de seis votos de los Ministros Aguirre
Anguiano, Azuela Güitrón, Castro y Castro, Góngora Pimentel, Gudiño Pelayo y Silva
Meza. En contra: los ministros Díaz Romero, Ortiz Mayagoitia, Román Palacios,
Sánchez Cordero y Presidente Aguinaco Alemán.
61
Juez había sobreseído el juicio de amparo por considerar que, dado
que las elecciones de 1997 ya habían acontecido, no había posible
reparación que ameritara entrar al análisis de fondo.
Al respecto, la Corte confirmó que el juicio de amparo era un
control adecuado para el procedimiento de reforma y determinó que,
contrario a lo estimado por el Juez de amparo, sí procedía el análisis
de su constitucionalidad. No obstante, la Corte resolvió negar el
amparo al quejoso al estimar que sus argumentos acerca de posibles
violaciones procesales resultaban infundados en virtud de que el ORC
había actuado de conformidad con sus facultades.129
La controversia contra la reforma en materia de derechos indígenas
(2002)
El 6 de septiembre de 2002, el Pleno de la Suprema Corte determinó
que la controversia constitucional 82/2001 —interpuesta contra el
proceso que dio lugar a la reforma constitucional en materia de
derechos y cultura indígenas de 2001— resultaba improcedente.
En este caso, la parte actora —representada por el Síndico
Municipal del Ayuntamiento de San Pedro Quiatoni, Tlacolula, Estado
de Oaxaca— argumentaba que el proceso del cual había derivado esa
reforma era irregular y que esto obedecía a que la Comisión
Permanente, al momento de realizar el cómputo de las votaciones
emitidas por las legislaturas de los Estados, no había tenido a la vista
el total de ellos, pues le había bastado con tener diecisiete votos a
favor y siete en contra.
Para sustentar que este actuar significaba una violación al art
135 constitucional, la parte actora apelaba a lo dispuesto por el
Convenio 169 Sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países
Independientes (adoptado por la Organización Internacional del
129
Esta vez, el Pleno resolvió el asunto por unanimidad de once votos, de los Ministros
Sergio Salvador Aguirre Anguiano, Mariano Azuela Güitrón, Juventino V. Castro y
Castro, Juan Díaz Romero, José Vicente Aguinaco Alemán, José de Jesús Gudiño
Pelayo, Guillermo I. Ortiz Mayagoitia, Humberto Román Palacios, Olga María Sánchez
Cordero, Juan N. Silva Meza y Presidente Genaro David Góngora Pimentel
62
Trabajo). A su juicio, los principios protegidos por este instrumento
no habían sido atendidos en el proceso de reforma del que se dolía, a
pesar de que —alegaba— los mismos resultaban vinculantes para el
estado mexicano desde la ratificación del Convenio el 5 de septiembre
de 1990.
Es relevante destacar que dicho instrumento exige a los
gobiernos vinculados por el mismo que asuman la responsabilidad de
desarrollar, con la participación de los pueblos interesados, una acción
coordinada y sistemática para la protección de sus derechos (artículo
2.1). Además, de acuerdo con el artículo 6.1, inciso a), cada vez que
los gobiernos pretendan prever medidas legislativas o administrativas
susceptibles de afectar directamente a dichos pueblos deben
consultarles mediante procedimientos que califica de apropiados; en
particular, a través de sus instituciones representativas. Por su parte, el
artículo 6.2 ordena que las consultas llevadas a cabo en aplicación del
convenio deben efectuarse de buena fe y con la finalidad de llegar a
un acuerdo o lograr el consentimiento acerca de las medidas
expuestas. Con estos principios como fundamento, la parte actora
planteaba que la violación radicaba en que la reforma no había estado
precedida por un proceso sistemático y coordinado de consulta con los
pueblos indígenas, tal como dichos artículos lo exigían. “No hubo una
discusión seria” —puntualizó—.
Finalmente, la parte actora señalaba que, a diferencia del
producto final, los contenidos originales de la iniciativa de reforma
que el Ejecutivo Federal había presentado al Congreso sí contaban con
la aprobación indígena, al ser producto de un “proceso sistemático de
diálogo, consulta, negociación, consensos y acuerdos realizados
desde 1994, entre el Gobierno Federal y el EZLN y al contar con la
aprobación del Congreso Nacional Indígena y las representaciones y
organizaciones indígenas”. En pocas palabras, el Municipio actor
apuntaba que el órgano de reforma debió apoyarse en los Acuerdos de
San Andrés Larráinzar, mismos que eran sustento de lo que
consideraba un verdadero acuerdo y una consulta seria a los pueblos
indígenas.
63
Ya decíamos que el Pleno resolvió que la controversia era
improcedente y, por tanto, no analizó los argumentos hechos valer por
la parte actora. Pero ¿qué dijo para justificar su decisión? En
resumidas cuentas expresó que la controversia constitucional no era
un medio de control adecuado para impugnar el proceso que da origen
a una reforma constitucional; pero aún fue más allá y señaló que el
procedimiento de enmienda no era susceptible de ningún control por
vía jurisdiccional. Para respaldar estas conclusiones, el Pleno apeló a
los tres siguientes argumentos:
1) El órgano al cual se le imputa el acto reclamado —el poder de
revisión constitucional— no está incluido entre los entes de cuyas
controversias puede conocer la Corte, en términos del artículo 105,
fracción I, de la Constitución.
2) No debe entenderse que las reformas constitucionales (o el proceso
que les da origen) se incluyen en el término “disposiciones generales”
al que alude el artículo 105, fracción I, de la Constitución cuando se
refiere a aquello sobre lo que puede versar una controversia
constitucional. Para el Pleno, —dijo— dicho término se refiere a las
leyes ordinarias, a reglamentos (federales o locales) e incluso a los
tratados internacionales que los entes enunciados en el artículo 105,
fracción I, emitan; pero no comprende otra cosa.
3) Si bien la parte actora impugna la invalidez del proceso de reforma,
tales vicios no podrían desvincularse de su objeto; a saber: la
declaratoria de reformas de algunos preceptos de la Constitución
Política.
El Pleno además puntualizó que el acto soberano por excelencia
es la creación de una Constitución, el cual técnicamente no es
revisable por un órgano distinto del reformador, a menos que el propio
texto regulara esa revisión. También señaló que el procedimiento de
reformas y adiciones regulado en el artículo 135 constitucional no es
susceptible de control por vía jurisdiccional, “ya que lo encuentra en
64
sí mismo.” Con este precedente, la Corte dejó atrás las consideraciones
que había sostenido en el amparo en revisión 2996/96 acerca de la
procedencia del juicio de amparo por impugnaciones sobre vicios
procedimentales.130
Amparo en revisión 186/2008
La introducción a la presente investigación comenzó haciendo
referencia a algunas de las afirmaciones contenidas en este fallo.
Como se recordará, su litis únicamente versó sobre la posibilidad de
impugnar una reforma constitucional en juicio de amparo. La Corte
resolvió que ello era posible. Por tanto, lo único concluyente de este
fallo es que modifica la conclusión plasmada en la controversia
constitucional 82/2001 y sólo por lo que hace al juicio de amparo; es
decir, parece definitivo que nuestro máximo tribunal se considera
competente para conocer de impugnaciones al procedimiento de
reforma constitucional hechas valer a través de este específico medio
de control de constitucionalidad.131 El Pleno de la Corte hiló su
argumento a partir de 5 concretas preguntas; a saber:
130
Así lo resolvió el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, por mayoría de
ocho votos de los Ministros Juventino V. Castro y Castro, Juan Díaz Romero, José
Vicente Aguinaco Alemán, José de Jesús Gudiño Pelayo, Guillermo I. Ortiz Mayagoitia,
Humberto Román Palacios, Olga Sánchez Cordero de García Villegas y Presidente
Genaro David Góngora Pimentel; los Ministros Sergio Salvador Aguirre Anguiano,
Mariano Azuela Güitrón y Juan Silva Meza votaron en contra, y porque se declarara
procedente pero infundada la controversia constitucional.
131
Pedro Salazar Ugarte ha sido especialmente crítico de esta decisión. Este autor
considera que la Corte ofreció una respuesta interesada al autofacultarse para controlar la
validez de las reformas constitucionales. Señala que los ministros procedieron a
interpretar el silencio constitucional (la ausencia de una norma que establezca la facultad
de la Corte para controlar la reforma) como una autorización para incrementar sus
poderes. A su entender, el argumento rompe frontalmente con el principio de legalidad.
Cfr, Salazar Pedro, op. cit, p. 37.
65
1) ¿Existe en la ley de amparo una norma que prohíba expresa o
implícitamente la procedencia del juicio de amparo en contra de
alguna reforma constitucional?
2) ¿Cuál es el carácter del poder constituyente permanente, revisor o
reformador de la Constitución?
3) Si el poder reformador de la Constitución es limitado, ¿esa
limitación implica que existen medios de control constitucional sobre
los actos del poder constituyente permanente, revisor o reformador de
la Constitución?
4) Si el poder reformador de la Constitución no se identifica con el
poder constituyente soberano e ilimitado del pueblo, entonces ¿puede
ser considerado como una autoridad emisora de actos potencialmente
violatorios de garantías individuales?
5) ¿En el caso concreto existe algún planteamiento relativo a la
posible vulneración de garantías individuales relacionadas con el
procedimiento de reforma?
La primera pregunta fue contestada en sentido negativo: “no
existe una norma constitucional o legal que prohíba expresamente la
procedencia de un juicio de amparo contra un decreto de reformas de
la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos”. La
segunda interrogante también fue contestada sin reticencias: el poder
de reforma es un órgano constituido y limitado. Esta pregunta fue
ocasión para de una vez analizar el significado de límites implícitos y
explícitos a la reforma constitucional. Al respecto se dijo:
Los límites implícitos formales resultan, en su proyección
normativa, perfectamente delimitables en las disposiciones
reguladoras del procedimiento de reforma. En cambio, los
materiales son más difíciles de identificar en tanto que se
corresponden con un número más o menos variable de
contenidos que se suponen aceptados como base axiológica del
Estado (la esencia de los derechos fundamentales, el principio
66
democrático, la división de poderes, el poder constituyente del
pueblo, entre otros).
Posteriormente, para dar fuerza persuasiva a la respuesta afirmativa
que se da la tercera pregunta, el Pleno afirmó:
Las posibilidades de actuación del Poder Reformador de la
Constitución son solamente las que el ordenamiento
constitucional le confiere. Asimismo, lo son sus posibilidades
materiales en la modificación de los contenidos de la
Constitución. Esto último, porque el poder de reforma tiene la
competencia para modificar la Constitución, pero no para
destruirla.
Las preguntas 4 y 5 recibieron la misma respuesta: el poder
reformador de la Constitución es potencial emisor de actos violatorios
de garantías individuales. Finalmente se consideró que el quejoso
merecía la concesión del amparo. Sin embargo, como ya se había
advertido, ésta se otorgó para el exclusivo efecto de revocar el auto
por medio del cual el Juez de Distrito había desechado la demanda de
garantías (por considerarla notoriamente improcedente).132
¿Qué quiere decir esto? Que aún no se sabe, con exactitud, si
las consideraciones que nuestro tribunal plasmó en esa sentencia
acerca de la inadmisibilidad de destruir la Constitución, cumplen una
función meramente persuasiva (a la manera de obiter dicta) o si ellas
efectivamente constituyen la base a partir de la cual será posible
invalidar reformas constitucionales por virtud de los méritos
sustantivos de su contenido. Si la cuestión aún no está resuelta parece
más que pertinente preguntar ¿es adecuada la postura que permite
semejante control material?
132
Así resolvió el Tribunal Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación por
mayoría de seis votos de los Ministros: Aguirre Anguiano, Cossío Díaz (ponente),
Góngora Pimentel, Sánchez Cordero de García Villegas, Silva Meza y Presidente Ortiz
Mayagoitia. Los Ministros Luna Ramos, Franco González Salas, Gudiño Pelayo y Valls
Hernández votaron en contra y se reservaron su derecho para formular votos particulares.
67
68
CAPÍTULO II. EL CONTROL JUDICIAL DE LAS
REFORMAS: DEFENSAS Y CRÍTICAS
El propósito de este capítulo es ubicar las rutas argumentativas que la
teoría constitucional nos invita a transitar para abordar el problema de
los límites implícitos al poder de enmienda. Decimos que las rutas
provienen de la teoría constitucional porque ese es el lugar desde el
cual se ha explorado, con la mayor abstracción posible, todas las
posibles soluciones, incluso las ya alcanzadas por los tribunales
constitucionales en los diversos fallos a los que hemos referido.
Antes de comenzar con la exposición de las posturas, es
necesario aclarar una cuestión. Una cosa es argumentar que los límites
implícitos existen y otra, muy distinta, afirmar que ellos deben o
pueden ser objeto de control constitucional por parte de un órgano
jurisdiccional.133 Alguien podría afirmar lo primero y negar lo
segundo sin incurrir en ninguna clase de contradicción, pero no a la
inversa, pues quien acepta la justiciabilidad de los límites,
lógicamente acepta su existencia. Esta tesis busca situarse en el
contexto de un problema real que sí tiene que ver las posibilidades de
control judicial, por lo que resulta de mucho mayor interés un
razonamiento dispuesto a llegar hasta el segundo extremo. Por tanto,
éste será el interlocutor con el que dialogaremos.
Así, a lo largo de los próximos párrafos será irrelevante
distinguir entre uno y otro argumento, pues las posiciones teóricas a
favor de la existencia de los límites implícitos constituyen el acervo
que proporciona una repuesta al tribunal que opta por reconocerlos. El
133
En este sentido, Kemal Gözler parece distinguir ambos argumentos diciendo que la
competencia de un órgano jurisdiccional para controlar la reforma depende de la
tradición en la que nos coloquemos. Considera que, al menos en la tradición europea de
control constitucional, la única forma en que la adjudicación judicial de tales límites
podría tener lugar es si, y sólo si, hay una norma que expresamente establezca una
competencia para ello. De otra forma, considera que esa operación sería abiertamente
inadmisible y producto de la arbitrariedad. En cambio, señala que una tradición como la
norteamericana, caracterizada por un fuerte activismo judicial, tal control tiene sentido.
Cfr, Gözler, Kemal, op. cit, pp. 12-13.
69
lector debe recordar, no obstante, que la precisión es relevante porque
quienes dan vida a las aportaciones teóricas a las que haremos
referencia no llegan (o al menos no con explicitud) a defender el
control al objeto de reforma tratándose de constituciones que no
establecen cláusulas de intangibilidad.
1. Posiciones a favor del reconocimiento de límites implícitos al
objeto de reforma constitucional
Empecemos entonces a ubicar los argumentos que fundamentan la
idea según la cual, existen contenidos constitucionales implícitamente
infranqueables. Identifico tres grandes líneas de argumentación, cada
una de las cuales señala lo siguiente: (i) la obra del poder
constituyente es la única y auténtica manifestación de la soberanía
popular, por lo que el ORC no puede subrogarse en él; (ii) los
principios legitimadores del constitucionalismo son presupuestos
lógicos inderogables; (iii) la interpretación estructural de la
Constitución permite identificar y justificar la existencia de límites al
objeto de la reforma.
Para efectos de claridad en la exposición, presentaré estos
argumentos en su estado puro, lo cual no quiere decir que sean
incompatibles o que se excluyan entre sí. Por el contrario, sus
respectivos defensores suelen adoptarlos concurrentemente. A
continuación pretendo describirlos para después detenerme en algunas
críticas que, considero, nos deben orientar hacía una posición
escéptica respecto de su aceptación.
A. La obra del poder constituyente como única manifestación de
la soberanía popular
La gran interrogante de la cual se ocupa este argumento es si el poder
que ejerce el constituyente originario es igual, en magnitud y forma, al
que detenta el órgano de reforma constitucional. Como se ve, el
argumento tiene como punto de origen la ya clásica distinción entre
poder constituyente y poder constituido —distinción que, recordemos,
70
ha servido a la Corte Constitucional de Colombia para afirmar el
deber de no sustitución de la Constitución—.
Antes de analizar a detalle las premisas sobre las que descansa
este argumento, conviene sintetizarlo. De acuerdo con él, la vocación
del ORC es modificar la norma suprema, misma que encarna la
expresión de la voluntad soberana, pero su potestad como órgano no
se identifica con los contenidos de ésta, tan sólo la representa. Por
tanto, cuando se pregunta por el alcance de su poder, en tanto órgano
constituido, debe responderse que carece de autoridad para modificar
los fundamentos de la voluntad a la cual se debe. En otras palabras,
decir que no hay límites al objeto de reforma es admitir el detrimento
del principio de soberanía popular, pues implica conceder al ORC la
facultad de subrogarse en el ejercicio de esa soberanía, siendo que él
mismo es quien está limitado por sus contenidos.
Ahora bien, para comprender el desarrollo que da sustento a esta
conclusión, es adecuado retomar la postura de Pedro de Vega, por ser
el autor que con mayor vehemencia —me parece— lo ha explicado.
Así, con el propósito de hacer comprensible la racionalidad que
subyace al mecanismo de reforma constitucional y analizar las
posibilidades de su amplitud, De Vega remite a lo que, considera, son
los dos pilares fundamentales sobre los que descansa la estructura del
Estado constitucional; a saber: el principio político democrático —
según el cual corresponde al pueblo el ejercicio indiscutible del poder
constituyente134— y el principio jurídico de supremacía constitucional
—conforme al cual se considera que la Constitución es lex superior
que obliga a gobernantes y gobernados por igual—.135
Tras asociar las ideas de Rousseau con el primer pilar y las de
Montesquieu con el segundo, nuestro autor señala que entre estas dos
corrientes ideológicas subyace una contraposición ineludible. Ella
deviene de una pugna entre la idea de que el pueblo debe ejercer su
soberanía directamente (sin intermediarios) y la idea de que la
Constitución es el documento en el cual se plasma esa voluntad
134
135
Cfr, De Vega, Pedro, op. cit, p. 15
Idem
71
soberana, por lo que ni gobernantes ni gobernados pueden pretender
su usurpación. Es decir, —agrega De Vega— la idea de Constitución,
en cuanto mecanismo limitador del poder, carece de todo fundamento
en el ámbito de la democracia de la identidad, donde el poder del
soberano (ejercido directamente por el pueblo) es por definición
ilimitado.136 Si optamos, en cambio, por el establecimiento de un
gobierno limitado —el gobierno de la Constitución—
indefectiblemente renunciamos a la posibilidad de ejercer
directamente esa soberanía.
Por ello, para este autor, con la renuncia a la democracia de la
identidad, la soberanía popular (expresada en el acto constituyente
originario) hereda su lugar al principio de supremacía constitucional,
esto es, a la soberanía del derecho137. Pedro de Vega reafirma su idea
diciendo:
El evidente triunfo de la praxis política de la democracia
representativa frente a la democracia de la identidad, y la
consiguiente aparición de la teoría constitucional, más que
obedecer al desarrollo del principio político democrático, a lo
que en realidad responde es a la amputación y a la negación más
rotunda de sus consecuencias en el terreno de la práctica.138
Así, la derrota de la democracia de la identidad indica que el poder
constituyente ha de entenderse como la única manifestación histórica
de la soberanía popular y de cualquier poder ilimitado. De Vega dice:
“en la medida en que el poder constituyente realiza su obra, y
desaparece como tal, con él se extingue y desaparece también el
dogma de la soberanía popular”.139 Esto obedece, nos explica, a que
uno de los ejes ideológicos más importantes en los movimientos
revolucionarios del siglo XVIII, se basó en entender que la voluntad
136
Ibidem, p. 17
Ibidem, p. 228
138
Ibidem, p. 17
139
Ibidem, p. 20
137
72
del pueblo era superior a la de los gobernantes y que, por ende, la
primera debía limitar a la de los segundos.
La inquietud de supeditar las actuaciones de los gobernantes a la
voluntad del pueblo tomó forma y cuerpo definitivo en la redacción
del documento supremo —documento limitador de todo ulterior
ejercicio del poder—.140 A partir de ese primer momento fundacional,
las relaciones entre gobierno y gobernantes habrían de operar siempre
por medios constitucionales y, por tanto, toda ulterior expresión de
poder habría de tener a esa voluntad soberana —obra constituyente—
como único fundamento legitimador.141
Pero ¿cómo responde esta posición a la inevitable necesidad de
adaptar la Constitución a las circunstancias actuales? Para el
argumento que analizamos, la pregunta genera un dilema desgarrador.
El cambio es inevitable. Por tanto, para operarlo se cuenta con dos
opciones: o se regresa a la lógica de la democracia de la identidad en
el sentido de permitir que la voluntad popular pueda cambiarlo todo, o
bien se favorece el principio de supremacía constitucional, dejando
toda posibilidad de transformación en manos de la misma norma
suprema. Pedro de Vega presenta el apuro en que dicha interrogante
pone al constitucionalismo:
… o se considera que la Constitución como ley suprema puede
prever y organizar sus propios procesos de transformación y de
cambio, en cuyo caso el principio democrático queda
convertido en una mera declaración retórica, o se estima que,
para salvar la soberanía popular, es al pueblo a quien le
corresponderá siempre, como titular del poder constituyente,
realizar y aprobar cualquier modificación de la Constitución, en
cuyo supuesto quien se verá corrosivamente afectada será la
idea de supremacía.142
La respuesta del constitucionalismo, nos diría Pedro De Vega, es
clara: se favorece el principio de supremacía y toda posibilidad de
140
Ibidem, p. 25
Idem.
142
Ibidem, p. 21
141
73
cambio queda en manos de un órgano constituido y, por ende,
supeditado a la Constitución. Y ¿qué órgano debe ser éste? La lógica
ya descrita nos indicaría que el poder legislativo ordinario no puede
operar ese cambio porque la Constitución nace para limitarlo. Por
ende, la solución consiste en facultar a un órgano específico para
proponer y aprobar el cambio constitucional, eso sí, exigiendo mayor
dificultad para ello. Pero ―y aquí viene lo esencial― este poder de
reforma, al estar reglado y ordenado en la Constitución, sigue siendo
un poder limitado, “lo que quiere decir que la actividad de revisión
no puede ser entendida nunca como una actividad soberana y
libre”.143
Esta conclusión todavía no resuelve tan claramente hasta qué
punto debe entenderse que dicho órgano está supeditado a la voluntad
plasmada en el acto constituyente. Decir que el órgano de reforma es
un poder limitado por la norma suprema es una afirmación ambigua,
esto es, puede significar al menos dos cosas: que ese poder está
limitado (i) por las formas de su ejercicio (el cómo puede modificar),
y/o (ii) por los contenidos de su voluntad (el qué puede modificar).
Pedro de Vega claramente se decanta por sostener ambas
implicaciones. La siguiente afirmación no admite equívoco alguno:
“la destrucción de la Constitución es tarea que no corresponde al
poder de revisión, sino al poder constituyente”.144
En resumidas cuentas, el razonamiento que da sustento a esta
conclusión se construye a partir de las siguientes premisas: el orden
constitucional originario emana de una autoridad soberana (el poder
constituyente) y el poder de revisión, como todo poder constituido, es
un poder limitado, cuyo modo de actuar ha de tener fundamento en la
Constitución. Ahora, si la obra del poder de revisión está destinada a
formar parte del orden constitucional y a obtener, con ello, el mismo
rango formal que el resto de las cláusulas no reformadas ¿cómo
debemos entender el significado de la reforma constitucional? ¿Qué
tan amplia puede ser ésta?
143
144
Ibidem, p. 65
Ibidem, p. 69
74
Si afirmamos que la cláusula reformada puede contravenir la
lógica general del documento, afirmaríamos que el poder constituido
puede ir más allá de lo dicho por la autoridad que lo legitima y
fundamenta ―el poder constituyente―. Para el argumento expuesto,
esto es un sinsentido: la reforma no puede ir más allá de la original
expresión de la soberanía popular. Todo poder constituido
necesariamente está limitado por aquél al cual debe su existencia. Esto
es, el órgano de reforma constitucional está supeditado a la lógica de
la que recibe su competencia.
B. Los principios legitimadores del constitucionalismo como
presupuestos lógicos inderogables
A la luz de este segundo argumento, la necesaria existencia de límites
implícitos al objeto de la reforma se deduce a partir de los supuestos
que definen y legitiman a la Constitución.145 En palabras de Pedro de
Vega, los límites al objeto de reforma se entienden como “una
exigencia de la lógica derivada del propio concepto político de
Constitución”.146
Riccardo Guastini plasma este razonamiento —que, por cierto,
sujeta a crítica— en los siguientes términos: revisar la Constitución
existente (sin alterar su identidad material o axiológica) es diferente a
modificar su “espíritu”, esto es, alterar, perturbar o subvertir los
valores ético-políticos que la caracterizan.147 Continúa: “reforma e
instauración constitucional se distinguen, entonces, no bajo un perfil
formal —por el hecho de que una adviene en forma legal y otra de
forma ilegal, extra ordinem— sino bajo el perfil sustancial”.148 Por su
parte, Pedro de Vega —éste sí como férreo defensor de la postura—
explica:
145
Ibidem, p. 273
Ibidem, p. 268
147
Cfr, Guastini, Riccardo, op. cit, p. 36
148
Idem.
146
75
Cuando […] se entiende que el concepto de Constitución no es
un concepto político y axiológicamente neutral y, en
consecuencia, cualquier acción de reforma ha de verse limitada
por el sistema de valores que el propio ordenamiento jurídico,
en cuanto aparato formal, tiene la misión de proteger, la
posibilidad de destrucción del Estado constitucional con el
simple ejercicio de la legalidad se convierte en una hipótesis
irrealizable. 149
Guastini explica que esta doctrina se basa en una concepción
sustancialista de la Constitución. De acuerdo con ella, la Constitución
es “una totalidad coherente y conexa de valores ético-políticos”. En
otras palabras, el concepto designa a un conjunto de normas con
determinada identidad axiológica.150 Es por eso que, bajo esta óptica,
la operación de reforma no puede calificarse de constitucional cuando
aniquila uno de esos principios. Desde esta concepción “la defensa de
la Constitución no implica la defensa abstracta y neutral de un
conjunto de normaciones jurídicas, sino, ante todo, la defensa de unos
valores materiales que son los que, justamente, el sistema
constitucional intenta proteger”.151
Quizás dentro de esta corriente también podríamos colocar la ya
clásica doctrina de las “decisiones políticas fundamentales” creada por
Carl Schmitt. En su teoría, éstas no pueden ser alcanzadas por la
competencia, necesariamente limitada, del órgano de reforma, pues
constituyen la Constitución en su verdadero sentido, la obra principal
del Poder Constituyente.152 Sumándose a la teoría de Schmitt, Jorge
149
De Vega, Pedro, op. cit, p 294.
En contraposición a dicha concepción sustancialista está la que el mismo Guastini
llama formalista. En sus palabras, de acuerdo con ésta: “una Constitución no es más que
un conjunto de normas. […] un conjunto (cualquier tipo de conjunto) se identifica —
extensionalmente— por la simple enumeración de los elementos que lo componen”. Cfr,
Guastini, Riccardo, op. cit, p. 36
151
De Vega, Pedro, op. cit, p. 249
152
Cfr, Schmitt, Carl, Teoría de la Constitución, Madrid, 1934, apud, Schmill, Ulises,
“Una función del orden constitucional: el poder y el órgano reformador de la
Constitución” en Revistas Derecho Público Mexicano V, Instituto Autónomo de México,
número 5, septiembre de 2003.
150
76
Carpizo señala que estas decisiones fundamentales —a las cuales él
también entiende como irreformables— constituyen la estructura, base
y contenido principal de la organización política, pues sobre ellas
descansan todas las demás normas del orden jurídico.153
Pero ¿cuáles son los principios o valores que este razonamiento
identifica como fundamentales y, por tanto, inmutables? La respuesta
no es del todo clara y así lo admiten los defensores de la tesis. Esa
dificultad se prueba por lo menos con advertir que la conclusión a la
cual han llegado doctrinarios y tribunales constitucionales no es
uniforme.
Con independencia de ello, también es cierto que sí podemos
identificar tendencias y lugares comunes. Todo parece apuntar que
dichos supuestos legitimadores se han identificado, al menos prima
facie, con tres grandes aspectos: la consagración de los derechos, el
principio de división de poderes y la forma democrática de
gobierno.154 Estos principios conforman la identidad axiológica de la
norma fundamental; o sea, sobre ellos se asienta el paradigma de
Constitución que se ha tenido desde hace más de 200 años.
En efecto, tan profundas y antiguas son las raíces del paradigma
que ya en 1789, el artículo 16 de la Declaración Universal de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano establecía que “toda sociedad
en la cual la garantía de los derechos no está asegurada ni la
separación de poderes establecida, no tiene Constitución”.155 Pedro
de Vega coincide:
Si la existencia de la Constitución depende de la garantía de los
derechos y del establecimiento de la división de poderes, quiere
decirse que cualquier reforma atentatoria contra alguno de esos
dos principios tendría que interpretarse, necesariamente, no
153
Carpizo, Jorge, La Constitución mexicana de 1917, décima edición, Porrúa, México,
1997, p. 121
154
Aunque para hacer valer distintas posiciones, prácticamente todos los autores que
hemos referido toman en cuenta estos valores e instituciones.
155
Véase http://www.juridicas.unam.mx/publica/librev/rev/derhum/cont/30/pr/pr23.pdf
(última consulta: 20 de marzo de 2010).
77
como una modificación del ordenamiento constitucional, sino
como una auténtica destrucción de mismo. 156
¿Hay algo de esta concepción sustancialista de la Constitución que
recuerde al iusnaturalismo? Posteriormente intentaremos responder a
esto, pero desde ahora es útil decir que esta doctrina —
específicamente la que está bajo la pluma de Pedro de Vega— trata de
maniobrar con el problema diciendo que la deducción de los límites
tiene que operar al margen del iusnaturalismo racionalista y que un
razonamiento así sólo tiene sentido mientras apele a los supuestos que,
para la conciencia jurídica y política de nuestro tiempo, definen y
legitiman el concepto de Constitución.157 Tras hacer esta afirmación,
dicho autor sostiene: “puesto que, tanto los derechos fundamentales
como la división de poderes, han perdido su condición de dogmas, ni
aquellos ni ésta podrá seguir concibiéndose como barreras
infranqueables a la revisión constitucional”.158
Como se ve, esta cita revela un poco de ambigüedad (si no
contradicción) en la posición personal de este autor. Para conciliar su
afirmaciones podríamos entender que aquello de lo cual está en contra
es que se apele a esos contenidos en su calidad de dogmas pero no en
su calidad de valores fundamentadores del constitucionalismo. Sin
embargo, la ambigüedad se mantiene y creo que está asociada con la
difícil carga argumentativa que debe soportar quien afirma la
existencia de límites destinados a restringir o condicionar lo que el
derecho positivo puede contener. Por tanto, es fácil apreciar que este
argumento puede resbalar hasta conducir a una posición iusnaturalista
en su versión negadora de la tesis de las fuentes sociales del derecho.
Pero más tarde regresaré sobre el tema.
Por ahora es suficiente con destacar que, no obstante la
ambigüedad, este autor encuentra dos principios cuya inmutabilidad
considera incontrovertible: el de supremacía constitucional (del cual
derivan los límites implícitos formales) y el de soberanía popular (del
156
De Vega, Pedro, op. cit, p. 268
Cfr, ibidem, p, 273.
158
Idem.
157
78
cual derivan los límites implícitos materiales). Este segundo principio
constituiría, según tal posición, un límite material universal a la
reforma constitucional.
Walter Murphy coincide casi en términos idénticos al decir que,
si bien existe gran dificultad en asentar los principios sobre los que se
basa la democracia constitucional —mismos que en su teoría
funcionarían como límites al poder de reforma— es indiscutible que
bajo ningún motivo podría reformarse la esencia misma de la
democracia.159 Vale la pena citar su opinión en este sentido: “a people
could not legitimately use democratic processes to destroy the essence
of democracy —the right of others, either of a current majority or
minority or of a minority or majority of future generations, to
meaningful participation in self government—”.160
Ahora, por lo que específicamente se refiere al texto
constitucional mexicano, también encontramos intentos doctrinarios
dirigidos a identificar tales postulados básicos. Jorge Carpizo, por
ejemplo, entiende que las decisiones fundamentales de la Constitución
mexicana pueden dividirse en materiales y formales. Con las primeras
identifica a la soberanía, los derechos humanos, el sistema
representativo y la supremacía del poder civil sobre la Iglesia. En las
segundas coloca a la división de poderes, el federalismo y el juicio de
amparo.161
Como se puede apreciar, existe toda clase de intentos
doctrinarios por identificar estos límites. Incluso encontramos
posiciones como la de un autor irlandés, Roderick O´Hanlon —citado
en la obra de Gözler162— que no duda en incluir dentro de esta lista, a
lo que considera el derecho del feto a la vida.
Así, en la literatura jurídica y en los fallos constitucionales será
fácil encontrar disidencia sobre el punto, pero la tesis que exponemos
no necesita comprometerse con ninguno de ellos para seguir
159
Murphy, Walter, op. cit, p. 179
Idem.
161
Cfr, Carpizo, Jorge, op. cit, p. 123
162
O’Hanlon, Roderick, “The Judiciary and the Moral Law”, 11 Irish Law Times,
129, 130 (1993), apud, Gözler, Kemal, op. cit, p. 81
160
79
proponiendo algo. Es decir, esta tesis aún puede sostener que, con
independencia de cuáles sean los principios rectores del
constitucionalismo, es un hecho que, si queremos seguir
conduciéndonos bajo su lógica, ellos deben permanecer intactos.
Finalmente, para dar más luz a los fundamentos de esta línea
argumentativa, es útil referir al concepto “fraude constitucional”, que
Pedro de Vega emplea. A su entender, éste refiere al fenómeno que
produce “la utilización del procedimiento de reforma constitucional
para, sin romper con el sistema de legalidad establecido, proceder a
la creación de un nuevo régimen político y un ordenamiento
constitucional diferente”.163 Naturalmente, este autor recuerda al
nacional-socialismo como el retrato más significativo de lo que puede
posibilitar la ausencia de límites al objeto de la reforma. Al respecto
nos recuerda que “Hitler consiguió el poder, implantó la más
execrable dictadura y aniquiló la estructura constitucional de la
República de Weimar, apelando a la propia legalidad de la
Constitución de 1919”.164
Retomando: el argumento central de esta posición puede ser
fraseado en los siguientes términos: las constituciones siempre han
respondido a un determinado conjunto de valores y principios. Éstos
funcionan como sus supuestos legitimadores. Si la lógica del
constitucionalismo depende de esos valores, ¿cómo es posible admitir
su reforma sin que la lógica misma perezca? ¿Cómo es posible alterar
el material a partir de cual se ha construido el edificio constitucional
sin que éste se desmorone frente a nuestros ojos165? ¿Es posible
cambiar los fundamentos de la lógica constitucional mientras dicha
transformación opera bajo su propio resguardo? Quien mantiene el
argumento nos contestaría que nada de ello es posible. Desde esta
óptica, los principios fundamentales constituirían el entretejido mismo
de la Constitución, esto es, aquello que la hace ser lo que es. A menos
que deseemos cambiar su esencia, ellos no podrían ser modificados.
163
De Vega, Pedro, op. cit, p. 291.
Ibidem, p. 292
165
La alegoría con el edificio constitucional coincide con lo que ha sostenido en este
respecto la Corte Constitucional de la India.
164
80
Para remitir a un ejemplo práctico, podríamos remitir a la
jurisprudencia desarrollada por los respectivos tribunales
constitucionales de la India y Colombia, pues a mi entender sus
argumentos podrían colocarse en esta posición. Aunque la Corte
colombiana no acepta que en su orden existan cláusulas implícitas de
intangibilidad (pues señala que los límites a la reforma más bien están
dados por la exigencia de no sustituir a la Constitución actual) la
distinción parece un tanto artificial. Precisamente, esos principios o
contenidos cuya modificación o eliminación implicaría una sustitución
de la Constitución, son los que reciben el nombre de “límites
implícitos al objeto de reforma”.
¿Por qué? Simplemente porque las dos notas que los distinguen
son que ellos no están escritos, por lo que se deducen de los valores
que dan identidad a la Constitución, y que el ORC no tiene
competencia para rebasarlos. Así, con independencia del método que
se elija para llegar a la conclusión —identificación de una “estructura
básica” en la Corte hindú o “juicio de sustitución” en Colombia— al
final, no estamos sino frente a contenidos que el máximo tribunal
entiende como infranqueables por constituir la lógica sobre la cual se
edifica la Constitución misma.
C. Interpretación estructural: método que permite identificar y
justificar la existencia de límites al objeto de la reforma
Aquí nos referimos al tipo de interpretación alcanzada por la Corte
Constitucional de Alemania (Bundesverfassungsgericht) en el caso
Southwest al que antes hicimos referencia.166 Walter Murphy es quien
la designa como “interpretación estructural”.167
El argumento que subyace a esta posición podría resumirse así:
la estructura constitucional ha de leerse como un todo, debe
166
Como se recordará, las palabras literales de la Corte Constitucional alemana fueron:
“Taken as a unit, a constitution reflects certain overarching principles and fundamental
decisions to which individual provisions are subordínate”, apud, Murphy, Walter, op.
cit, p. 177
167
Idem.
81
interpretarse a la luz de un propósito común, sus partes deben estar en
congruencia con el mismo. Así, cuando una norma producto de una
reforma constitucional contradice ese fin común, ella debe tenerse
como inválida. La sustancia que arroja la lectura de un fin común
constituye el fundamento a partir del cual pueden invalidarse las
reformas constitucionales que le son contrarias.
Considero que este argumento puede distinguirse del que
anteriormente comentábamos (el relativo a los principios
legitimadores del orden constitucional) en la medida en que su función
específica es armonizar los valores de una determinada Constitución.
La doctrina del Tribunal alemán, entiendo, no obliga aceptar que
estamos vinculados por un único paradigma axiológico, cuya función
sería fijar lo que amerita recibir el calificativo de “constitucional”,
sino que únicamente pretende maximizar la armónica estructura de un
determinado orden constitucional; esto, mediante la identificación y
elevación de un específico entramado de valores que a la postre
serviría como fundamento para invalidar otras disposiciones.
A esto se debe el que la doctrina haya distinguido entre aquellos
límites lógicos (los que necesariamente derivan del concepto mismo
de Constitución y/o de reforma constitucional) y los límites implícitos
contingentes a cada Constitución (esto es, los que se deducirían a
partir de distintas técnicas de interpretación como la extensiva,
teleológica o sistemática, entre otras).168
Sin embargo, para afirmar ambas clases de límites se requiere
partir de una acepción sustancialista de la Constitución —de acuerdo
con el rótulo que señalara Guastini—. Ya sea que hablemos de
cualquier Constitución en abstracto o de una Constitución específica,
aceptar que ambos límites existen implica reconocer que esa
Constitución necesaria y lógicamente excluye la reforma de los
postulados que la “hacen ser”. Es decir, cualquiera de las dos tesis —
la de los límites lógicos o la de los límites implícitos en estricto
sentido— está dirigida a ser aplicable a toda Constitución que, como
168
Cfr, Guastini, Riccardo, op. cit, p. 189.
82
la nuestra, proteja determinados principios abstractos capaces de dotar
a todo el sistema jurídico de una determinada identidad sustantiva.
Por ello, cuando como en el caso se da esta condición, deja de
tener mucho sentido distinguir entre ambas líneas argumentativas.
Quizás solamente cabría señalar que la doctrina del Tribunal alemán
expresamente sugiere la adopción de un determinado método
interpretativo —específicamente, el que favorece la coherencia y la
integridad— para deducir tales límites sustantivos. Mientras que la
segunda pone el acento en los contenidos y las razones para negar la
transformación. Esto deja ver que, en realidad, hablamos de dos caras
del mismo argumento.
2. Algunas razones para el escepticismo
Habiendo descrito las posturas defensoras de los límites implícitos al
objeto de reforma, podemos abordar las críticas que, me parece,
deben llevar a rechazar su control en sede judicial. Para ello, dedicaré
un primer apartado al problema sobre la distinción entre poder
constituyente y poder de revisión. Aquí trataré de enfocarme en las
razones que nos dicen por qué no debemos sobredimensionar la
relevancia del primer momento constituyente. Después identificaré las
dudas que rodean tanto a la tesis de los límites lógicos como a la de la
interpretación estructural. Enseguida, buscaré trazar un argumento
que, a mi entender, por sí mismo refuta las tres líneas argumentativas
antes descritas y que versa sobre las desventajas de aceptar un control
judicial capaz de zanjar, definitivamente, controversias y desacuerdos
morales tan fundamentales como los que subyacen a una reforma
constitucional. Veamos.
A. ¿Es el poder constituyente originario el auténtico reflejo de la
soberanía popular?
Como se recordará, de acuerdo con el argumento que a continuación
pretendo objetar, la potestad del poder constituyente originario no
83
admite ser igualada a la de un órgano constituido. Para abordar el
problema, podemos comenzar planteando dos objeciones en forma de
preguntas: (i) ¿es cierto que el mecanismo de reforma constitucional
fue pensado como un método cuyo objeto no debía (o podía) tener una
amplitud equivalente a la de la voluntad soberana plasmada en el acto
constituyente?
En otras palabras, la calidad democrática que aparentemente
caracteriza a la decisión constitucional originaria ¿desaparece por
siempre una vez que su contenido es plasmado en el documento
supremo?; y (ii) a la luz de nuestro actual entender de la democracia,
¿realmente podemos afirmar que el acto constituyente descansó sobre
méritos cualitativos capaces de conferirle el estatus de una decisión
insuperable? ¿Qué tanta legitimidad democrática tiene realmente esa
primera expresión de la soberanía popular (a la que tanta fuerza le
confiere el argumento que objetamos)? Comencemos por la primera
pregunta.
Decíamos que Pedro de Vega —defensor del punto a
cuestionar— es categórico en negar que la expresión de soberanía
popular realizada por el poder constituyente pueda ser igualada por el
ORC. Como se recordará, en su teoría, la potestad constituyente
simplemente no puede efectuarse a través de representantes. Al
respecto nos dice que la lógica del Estado constitucional implica que
el poder constituyente se coloque como fuerza externa al sistema, una
vez que la Constitución ha sido aprobada, y que permanezca
aletargado y oculto mientras la mecánica constitucional funciona.169 A
su entender, igualar el poder constituyente al ORC vulnera
gravemente el principio democrático de soberanía popular porque con
ello —aquí De Vega cita textualmente a G. Berlia— “los elegidos
dejan de ser los representantes de la nación soberana, para
convertirse en los representantes soberanos de la nación”.170
Entonces, el argumento supone que la auténtica expresión de
169
170
Cfr, De Vega, Pedro, op. cit, p. 142
G. Berlia, apud, De Vega, Pedro, op. cit. 231
84
soberanía corresponde al momento de la promulgación de la
Constitución y a ningún otro.
Una vez que se aceptan las premisas ofrecidas por el autor, es
inevitable compartir su conclusión. Es decir, si uno conviene con él en
que el dogma de la soberanía popular se extingue al mismo tiempo en
que el poder constituyente finaliza su obra, entonces será fácil aceptar
que el poder de revisión no puede identificarse con éste y, por tanto, la
amplitud de su voluntad simplemente estará restringida por la que
caracteriza al primero. Pero ¿podemos cuestionar las premisas de las
que el argumento parte? Me parece que sí. Cuando Pedro de Vega nos
habla de ese momento fundacional al cual le concede un peso
inigualable, no está haciendo sino una lectura teórica de la ideología
que históricamente imperó durante el mismo. En esa medida, caben
los desacuerdos y, por tanto, resulta interesante notar que otras
aportaciones doctrinales difieren con su lectura.
La posición de Donald S. Lutz es una de ellas. Al analizar la
institucionalización del procedimiento de reforma constitucional que
ocurrió entre 1776 y 1780 en el sistema norteamericano, dicho autor
señala que ese proceso descansó sobre cuatro premisas fundamentales:
el principio de soberanía popular, el entendimiento de la naturaleza
humana como imperfecta pero educable, la eficacia del proceso
deliberativo y la distinción entre legislación ordinaria y la materia
constitucional.171
Hasta aquí, ambos autores coinciden en que los principios de
soberanía popular y de supremacía constitucional fueron piedras
angulares en la creación del Estado constitucional y en el
establecimiento de un mecanismo de enmienda. No obstante, Lutz
enriquece los elementos integradores de la ideología base e introduce
la idea de que los framers norteamericanos además comprendieron
que el ser humano es falible y que es capaz, sin embargo, de aprender
de esas experiencias fallidas.172 Lutz precisa que la
institucionalización del procedimiento de reforma constitucional
171
172
Cfr, Lutz, Donald. S, op. cit. p. 239
Idem.
85
obedeció no sólo a la necesidad de adaptarse a las circunstancias
cambiantes, sino también a la de compensar por los límites de la
comprensión y virtud humana.173
Por lo que respecta a la tercera característica —la eficacia del
proceso deliberativo—, Lutz señala que los norteamericanos entendían
a la Constitución, no como el medio más eficiente para llegar a
decisiones colectivas, sino como la forma de llegar a las mejores
decisiones posibles en busca del bien común en una situación de
soberanía popular.174 Pero, sobre todo, ese procedimiento de reforma
tenía la vocación de remitir a un momento de soberanía popular
equivalente al que había caracterizado al acto constituyente. Al
respecto, concluye:
In sum, the amendment process invented by the Americans was
a public, formal, highly deliberative decision-making process
that distinguished between constitutional matters and normal
legislation, and returned to roughly the same popular
sovereignty as that used in the adoption of the constitution.175
¿Por qué decíamos que este argumento apunta hacia una dirección
distinta de la que antes revisábamos? A diferencia de Pedro de Vega,
Lutz entiende que, según la ideología que imperó en la creación del
Estado constitucional, la soberanía popular de la cual se había nutrido
la actuación del poder constituyente no debía dejar de proyectarse con
toda su posible intensidad a la hora de la enmienda constitucional. A
su entender, el proceso de reforma fue concebido como un
instrumento que exige regresar, del modo más fiel y cercano posible, a
la calidad de ese primer consenso popular.
Esta concepción sobre el origen del procedimiento de reforma
constitucional tiene implicaciones muy distintas a las que se siguen de
una teoría como la de Pedro de Vega —implicaciones que, claro está,
inciden sobre la respuesta que deba darse a la pregunta sobre los
173
Ibidem, p. 240
Idem
175
Idem
174
86
límites al objeto de la reforma constitucional—. De Vega es
contundente al señalar que para los poderes constituidos es inviable
ejercitar competencias constituyentes,176 lo cual no sólo debe
entenderse en un sentido formal. Quizás él admitiría, con Lutz, que
cuando el cambio es necesario, al menos debe ir precedido de un
profundo consenso. Sin embargo, a su entender, los órganos
representativos serían incapaces de lograr un consenso realmente fiel a
la soberanía popular. Lutz, en cambio, luce más optimista al respecto.
Además, este autor entiende que la ideología detrás del mecanismo de
reforma se nutre, por igual, del principio de supremacía constitucional
y del entendimiento sobre la falibilidad humana. Pedro de Vega, por el
contrario, favorece el primer principio en todo momento.
Evidentemente, esta disidencia conduce a entender de un modo muy
distinto la magnitud que caracteriza al poder de reforma.
Las diferencias que aprecio entre estos autores sirven para ver
que la sola distinción entre poder constituyente y poder constituido no
es capaz de zanjar las genuinas diferencias entre quienes mantienen
que la voluntad u objeto del poder de reforma tiene límites
infranqueables y quienes opinan lo contrario. Como se ha demostrado,
la diferencia es teóricamente controvertida. No hay un hecho histórico
que conspicuamente nos deje ver quién tiene la razón; es decir, no hay
ningún dato que pudiera revelar si el ORC fue concebido como un
poder que podía y/o debía actuar como un poder soberano. Ahora,
aunque lo hubiera, ello no constituiría razón alguna para seguir
vinculados a esa explicación. Por tanto, el único criterio que tenemos
para optar por una u otra, debe integrarse por argumentos que
respondan a porqué hoy es deseable (o no) que el ORC retome esa
176
Incluso, refiriéndose al proceso revolucionario americano, dicho autor afirma que “al
no considerarse a ningún órgano representativo (ni siquiera a las propias Convenciones
convocadas para elaborar los proyectos de Constitución) depositarios de la soberanía,
que permanece en el pueblo, y al exigirse por ello la ratificación popular para cualquier
actividad constituyente, es claro que no existe resquicio alguno para que los poderes
constituidos, sin violentar la lógica institucional del sistema, puedan operar con
carácter soberano”. Cfr, De Vega, Pedro, op. cit, p. 36.
87
soberanía en el sentido más amplio de la palabra (esto es, pudiendo
modificar todo).
Así, cabe preguntar: el hecho de que el ORC sea un órgano
constituido que está vinculado (como lo está) por las normas que
regulan su modo de actuación, ¿implica que es incapaz de responder a
los intereses de las personas a las que rige en el presente? No veo las
razones para contestar afirmativamente. Pienso que, más bien, tiene
sentido afirmar todo lo contrario, esto es, que el ORC puede (pero
sobre todo que debe) atender efectivamente a la voluntad de sus
actuales representados.
De acuerdo con el argumento que objeto, la materia susceptible
de revisión necesariamente está limitada. De no ser así, nos dice,
estaríamos negando la intención original del constitucionalismo:
limitar al poder mismo mediante el acto constituyente. Pero ese
razonamiento es poco orientador, pues injustificadamente supone que
el constituyente originario quería limitar toda manifestación de poder.
Esto es, omite tomar en cuenta que el propio mecanismo de reforma
constitucional pudo haber nacido para no limitar una parcela del
poder. Se pudo haber plasmado la vigencia de una reserva de
soberanía popular en el mismo documento.
El hecho de que el constitucionalismo nazca con el fin de limitar
a los gobernantes no dice nada acerca de por qué, a la hora de hacerse
necesario el cambio, debe entenderse que los representantes son
incapaces de recrear esa misma calidad que caracterizó la primera
decisión constituyente. Tampoco es claro por qué se presume que son
incapaces para modificar cualquier decisión que en el presente se
entiende equivocada —como ya decía Lutz—.177
177
Alguien podría decir que el argumento de Pedro de Vega no llega al extremo de
sugerir que tal capacidad no existe y que su intención únicamente es señalar por qué
teóricamente el poder constituyente no puede confundirse con un poder constituido. Esto
no sería convincente, pues —además de que esa sola distinción es un tanto obvia— su
preocupación última es mostrar que el ORC no es nada más que un representante de la
voz constituyente y que, como tal, cualquier modificación que haga de la norma
fundamental debe no trastocar los presupuestos ideológicos de aquélla.
88
El punto a destacar es el siguiente: concurrir con una opinión
como la de Pedro de Vega o la de la Corte Constitucional de
Colombia, impone la carga de argumentar por qué es válido entender
que esa primera voluntad constituyente es indefinidamente vinculante.
Decir que sólo lo es en los aspectos fundamentales no dice mucho,
pues hemos visto que cualquier tema constitucional puede recibir tal
caracterización. Incluso en lo fundamental debería existir la
posibilidad de cambiar lo que a un conjunto de personas libres, que se
rigen a sí mismas, ya nos les parece adecuado para su vida. ¿Por qué
las generaciones del presente deben estar atadas a la voluntad del
pasado? Más tarde regresaremos sobre estas preguntas.
Ahora debemos incursionar en la segunda de las objeciones que
anunciábamos en relación con el argumento de la distinción entre
poder constituyente y poder constituido. Ella nos invita a preguntar si,
bajo nuestros estándares actuales, es posible entender que los
momentos de política constituyente originaria realmente estaban
legitimados democráticamente.
Quienes defienden la idea de que el ORC no puede subrogarse
en la auténtica voluntad soberana (voluntad que, según el argumento,
se manifestó en un momento histórico irrepetible: el momento
constituyente) no contestan otra serie preguntas que, me parece, son
obligadas. Por ejemplo: ¿por qué es razonable considerar que la
manifestación más fiel de la voluntad del pueblo ocurrió en un
momento histórico en el cual sólo determinados miembros de la
sociedad tenían derecho a ser escuchados? En otras palabras ¿qué
razón justifica considerar que, hoy por hoy, debemos seguir
vinculados por la voluntad de un grupo cuya conformación estuvo
basada en criterios elitistas?
Al respecto, Carlos Santiago Nino comenta que el argumento
usual de identificar a las constituciones históricas con la expresión
más alta de la voluntad del pueblo es erróneo, pues la mayoría de ellas
no fueron sancionadas por un procedimiento democrático genuino.178
178
Cfr, Nino, Carlos Santiago, La Constitución de la democracia deliberativa, Gedisa,
Barcelona, 1997, p. 271
89
En sus palabras: “Consideremos las constituciones de Estados Unidos
y Argentina, sólo una fracción de la población, en su mayoría
hombres blancos y ricos, participaron en el proceso
constitucional”.179 Así, nos dice Nino, nadie podría seguir sosteniendo
seriamente que tales procedimientos y, probablemente los que
precedieron a la mayoría de las constituciones vigentes, gozan de
credenciales democráticas aceptables.180 La exclusión de la
participación de la mujer en tales procesos, de minorías raciales, entre
otros vicios, no deja lugar a dudas de que la tan defendida legitimidad
democrática de la Constitución debe cuestionarse seriamente.
En el mismo sentido, John Vile ha criticado a Walter Murphy
por aseverar que en la adopción de la Constitución, la gente renunció a
su autoridad para violar la dignidad humana mediante cualquier
procedimiento ulterior. Vile sugiere que esto sería especialmente
paradójico tomando en cuenta que los procesos constituyentes mismos
fueron adoptados en momentos en los cuales se violaba la dignidad
personal. Literalmente lo pone así: “It is doubtful that the existing
Constitution was itself written and adopted in such a convention.
Surely, the Constitution permitted a number of practices —including
slavery and the disenfranchisement of women— that are today clearly
recognized as violations of such human dignity”.181
Pero el argumento que nos impide tener a la voluntad del poder
constituyente como reflejo fiel de la soberanía popular (actual o
pasada) puede ampliarse. En este punto es obligado hacer referencia a
la crítica que Roberto Gargarella ha lanzado con el fin de revelar que
las instituciones del sistema representativo, imperante hasta nuestros
días, fueron diseñadas conforme a presupuestos elitistas.182 Si para
179
Idem.
Cfr, Nino, Carlos Santiago, Fundamentos de derecho constitucional. Análisis
filosófico, jurídico y politológico de la práctica constitucional, Astrea, Buenos Aires,
1992, p. 688.
181
Vile, John, “The Case against Implicit Limits on the Constitutional Amending
Process” en Responding to Imperfection, the Theory and Practice of Constitutional
Amendment, Levinson, Sanford (ed.), op. cit, p. 201
182
Gargarella, Roberto, Crisis de la Representación Política, 1ª edición, Distribuciones
Fontamara, México, 1997.
180
90
Pedro de Vega el triunfo de la democracia representativa significaba el
fundamento para afirmar la existencia de límites a la materia de la
reforma —porque entendía que el momento constituyente reflejaba la
única e irrepetible expresión de soberanía popular— para Gargarella,
ese triunfo obedece a la imposición de un sesgo contramayoritario que
con injustificado éxito permeó en las mentes de los framers
norteamericanos.
De acuerdo con su crítica, el momento fundacional del sistema
político representativo —momento que históricamente se remonta a
las discusiones constitucionales que tuvieron lugar en Estados Unidos
en el siglo XVIII— fue operado bajo un prejuicio fundado en la idea
de que había males vinculados con la participación de las mayorías en
el Parlamento.183 De esta forma, el conjunto de instituciones que hasta
nuestros días prevalece (no sólo en Estados Unidos, por supuesto, sino
en México y en muchos otros países que importaron el modelo
institucional de esa nación) responde a un diseño guiado por ese
prejuicio.
Pero hay un contexto histórico que explica este fenómeno. Al
respecto, Gargarella nos narra que las discusiones de las que se nutre
el Constituyente de 1787 no pueden leerse sin dar cuenta de los
hechos posteriores al fin de la guerra independentista que Estados
Unidos emprendió contra Inglaterra. La crisis económica que heredó
la nueva Nación afectó a millones de comerciantes, cuyo único
remedio para salir del propio endeudamiento fue hacer exigible, a
través de la vía judicial, los créditos de los cuales eran acreedores.
Esto afectó a las clases más desventajadas de la sociedad, las cuales
no tuvieron más remedio que reaccionar a través de presionar a las
legislaturas locales.
La incipiente representación de las mayorías, la infiltración de
estas voces populares en las leyes, generó temor entre los ideólogos de
la época.184 El resultado fue un modelo pensado para evitar la tiranía
183
Cfr, ibidem, p. 10
¿Quiénes respaldaron esta posición? Los grandes pensadores de la época (Alexander
Hamilton, George Washington, Theodore Sidgwick) que se sumaron al descontento
generado por el incipiente poder que las legislaturas estatales parecían conceder a las
184
91
de las mayorías facciosas sobre las minorías —diría Madison—. Pero
lo grave de esto, indica nuestro autor, radica en que el concepto de
“minorías” no fue utilizado para referir a los grupos desventajadas o
sin poder, sino sólo a los grupos numéricamente minoritarios.
En suma, Gargarella sugiere que el diseño de las instituciones
representativas —diseño que, debe insistirse, aún tiene amplia
vigencia— es el producto de una coyuntura económica, en la cual, la
clase política dirigente, conformada por las élites de la aristocracia, se
encontraba gravemente afectada por los deseos y reclamos de la
mayoría. Si esto es cierto, si las élites fueron quienes recibieron mayor
atención al momento de escribir, delinear y justificar esas
instituciones, tendríamos una razón más para ser escépticos respecto a
la aparente legitimidad democrática de esa primera voluntad.
En virtud de todo ello, no queda sino preguntar: ¿qué sentido
tiene apelar a la voluntad única e irreformable del pueblo —digna de
un respeto casi sacramental— si ella es, en realidad, el producto
histórico de una élite? Parece que ninguno. ¿Es razonable pensar que
un nuevo consenso puede ser un reflejo más fiel y real de nuestros
intereses actuales? ¿Sirven de algo todas las conquistas logradas hasta
ahora para lograr una mayor e igual participación en las decisiones
políticas? Responder negativamente es casi un absurdo.
Así, quien afirma que la voluntad del poder constituyente
originario puede vincularnos indefinidamente solamente porque ella
nace para limitarnos, debe poder argumentar en qué se basa
legitimidad de ese poder histórico. Creo que no hay manera de
argumentar esto de un modo acorde con nuestros actuales estándares
democráticos. La apelación a la legitimidad de un consenso popular es
un misticismo. En el mismo sentido Nino opina que las nociones a las
mayorías. Sin embargo, para Gargarella, fue Madison quien con mayor éxito y destreza
argumentativa defendió la idea de que el gobierno debía evitar, a toda costa, la presencia
del peor de los males: las facciones entendidas como las mayorías. (Ibidem, p. 47) En
voz de Gargarella: “era opinión de todos los constituyentes, federalistas y
antifederalistas, que las mayorías estaban incapacitadas para autogobernarse; y que
todas sus deliberaciones, inevitablemente, tendían a la adopción de decisiones facciosas
(apasionadas, irracionales)”. (Ibidem, p. 26).
92
que frecuentemente se alude para legitimar el aparente origen
democrático de la Constitución —tales como el “pueblo” o la
“nación”— no son sino una abstracción, cargada de emoción, que en
ningún sentido es auténticamente representacional.185
Ya advertíamos que este autor cita los ejemplos de Argentina, su
país natal, y de Estados Unidos. Pero creo que el caso de México no es
una excepción. Fue hasta 1953 que las mujeres ejercieron por primera
vez su derecho al voto en elecciones federales y habría mucho que
cuestionar respecto a la efectiva representación de los sectores más
vulnerables de la población a lo largo de nuestra historia política.
Piénsese, por ejemplo, en la representación indígena, que sólo hasta el
2001 recibió protección constitucional seria.186
Además, es curioso notar que desde que México adquiere el
estatus formal de una Nación independiente, fue necesario acudir a
conceptos que, como señalábamos, podrían calificarse de ficticios,
tales como “nación” y “soberanía popular”. Todo esto, para legitimar
el nuevo orden político que se instauraba.
Esta es la opinión de François-Xavier Guerra y, aunque su
descripción corresponde a un momento histórico distinto al de la
promulgación de la Constitución que hoy nos rige, no es exagerado
afirmar que ella retrata cada episodio de nuestra vida nacional. Sus
palabras son tan adecuadas al tema general de esta crítica, que sería un
error no citarlas:
Lo que existía era una sociedad del Antiguo Régimen con
enclaves señoriales, comunidades campesinas con sus
autoridades tradicionales, una iglesia que era, a la vez, el primer
185
Cfr, Nino, Carlos Santiago, op. cit, Fundamentos de derecho constitucional, p. 684
Hasta antes de la reforma de 2001, lo único que la Constitución establecía con
referencia a los derechos de los pueblos indígenas estaba recogido en el artículo 4, que
disponía: Artículo 4o.- La Nación mexicana tiene una composición pluricultural
sustentada originalmente en sus pueblos indígenas. La Ley protegerá y promoverá el
desarrollo de sus lenguas, culturas, usos, costumbres, recursos y formas específicas de
organización social, y garantizará a sus integrantes el efectivo acceso a la jurisdicción del
Estado. En los juicios y procedimientos agrarios en que aquellos sean parte, se tomarán
en cuenta sus prácticas y costumbres jurídicas en los términos que establezca la ley.
186
93
cuerpo de una sociedad estamental y un instrumento de poder
real. ¿Quién era el “pueblo”? Se compone de aquellos que han
adquirido un baño de cultura moderna, los electos, las élites
ilustradas, las que “piensan” y se piensan como “voz de la
nación” […]; lo componen también los jefes insurrectos, los
que han demostrado con la acción armada que ellos son el
pueblo que actúa. Ambos son los actores reales del poder
político moderno, el “pueblo” real, aquel por quien y para quien
se hacen las constituciones. 187
Ahora, evidentemente no es el lugar para evaluar los orígenes
democráticos de la Constitución de 1917, ni de las que le precedieron.
Ni podríamos simplemente afirmar que nuestra Constitución es
ilegítima en términos democráticos. Eso implicaría desconocer la
influencia e importancia del ideario social con el que se
comprometieron algunos miembros del Congreso Constituyente de
1917 —ideario que, desde determinado punto de vista, pretendía el
reacomodo de las elites—. 188
El punto que aquí me interesa destacar es más simple:
progresivamente, se han abierto puertas que facilitan la participación
política de grupos históricamente desventajados y, por tanto, no es
insensato pensar que hoy la democracia en México es un tanto más
madura, o más incluyente, al menos en ese sentido. Con esta razón
basta para sostener que el contenido de nuestra tan aclamada
“voluntad constituyente” admite ser cuestionada.
187
Cfr. Guerra, François Xavier, México: del antiguo régimen a la Revolución, trad.
Sergio Bravo, 2ª reimpresión, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 195
188
Para un análisis detallado acerca del entendimiento de la Constitución para el
Constituyente de 1916-1917, véase el segundo capítulo de la obra “Cambio Social y
Cambio Jurídico”, antes citada, de José Ramón Cossío Díaz.
94
B. ¿Queremos
Constitución?
adoptar
una
concepción
material
de
la
Es momento de explorar las críticas que pueden formularse contra el
argumento de que la enmienda constitucional encuentra límites
lógicos derivados de los propios fundamentos del constitucionalismo.
Es cierto, sin duda, que resultaría infértil intentar entender el
constitucionalismo sin dar cuenta de la base axiológica sobre la que
éste se edifica. Es incontestable que ciertos valores configuran el
rostro de la democracia constitucional —modelo paradigmático de
gobierno en las sociedades actuales— y que esto tiene un peso enorme
que no admite ser soslayado a la hora de delinear nuestra idea de
Constitución.
No obstante, de esta obviedad no se sigue lógicamente que si
hoy optáramos por variar nuestra concepción sobre tales valores o
sobre la forma en que entendemos las relaciones entre los poderes, la
noción jurídica de Constitución quedaría vaciada. Por tanto,
dimensionar el justo peso que corresponde a este conjunto de valores
no nos lleva (al menos no en automático) a aceptar que su falta de
protección jurídica es demostrativa de la ausencia de una
Constitución.
Parece necesario plantear cuál es el estatus de esos valores: ¿está
tácitamente prohibida (en sentido deóntico jurídico) su derogación, o
sólo pertenecen al campo de la moral y/o de la política189? ¿Es
adecuado suponer que, siempre que este paradigma sea adoptado, del
mismo se desprende una prescripción jurídica universal acerca de lo
que una Constitución debe contener? Únicamente aceptando que tal
prescripción existe, podríamos decir que no toda reforma operada
desde el mecanismo autorizado por la propia Constitución es digna de
ser calificada como constitucional.
189
En este sentido, Ulises Schmill menciona que el poder de reforma encuentra muchos
límites de carácter político y moral pero ninguno jurídico. Consultar “Una función del
orden constitucional: el poder y el órgano reformador de la Constitución” op, cit. p. 115.
95
La tesis que pongo bajo la lupa permite hacer esto, es decir,
permite condicionar el uso del adjetivo “constitucional” según
estemos (o no) frente a una norma cuyo contenido se ajusta a lo que
determinados principios prescriben. En otras palabras, no todas las
normas emitidas de conformidad con el mecanismo de reforma
constitucional, previsto en el artículo 135, ameritarían recibir (por ese
sólo hecho) el calificativo de “constitucionales”.
Ahora bien, una consideración así puede sustentarse en dos
premisas que deben abordarse de modo diferenciado. Éstas dirían que:
(i) una norma sólo puede calificarse de constitucional si se ajusta con
el paradigma político o moral que nos informa acerca de lo que la
Constitución es; o (ii) la misma Constitución (en su aspecto no
escrito) nos dice que hay límites protegidos del poder de revisión, los
cuales pueden deducirse remitiendo a la identidad axiológica del
paradigma de Constitución.
La diferencia entre estas dos tesis radica en que la primera
estaría dispuesta a condicionar la identificación del derecho
(específicamente, de las normas creadas por el ORC) a su
correspondencia material con determinados juicios morales (extrajurídicos) o con el contenido del derecho natural. La segunda tesis, en
cambio, afirma que el mismo derecho positivo implícitamente
prescribe que la lógica general del sistema constitucional no puede ser
rebasada. De acuerdo con esta última posición, los principios que
integran esa lógica, al no ser derogables, gozan de superioridad frente
al resto de las cláusulas constitucionales, pues la idea es que sean
aptos para fundamentar la invalidación de normas que no se ajusten
con sus contenidos. Dado que esa superioridad no deviene de un
criterio formal, ello sólo podría identificarse con base en los criterios
sustantivos que caracterizan al sistema.190
190
La diferencia es sutil pero en la doctrina es posible distinguir estas dos líneas
argumentativas. Walter Murphy se inscribe en la primera línea al apelar a principios de
justicia natural, vid. op. cit, p. 177-187. Por su parte, Pedro de Vega, sostiene que los
principios inderogables deben hallarse en el exclusivo ámbito del derecho positivo. El
problema de este autor es que termina siendo ambiguo al respecto. Específicamente, la
oscuridad se denota cuando expresamente renuncia a incursionar en el debate que le
96
La primera tesis no requiere de mayor aclaración y tampoco de
mucha refutación. Para rechazarla sólo tendríamos que ocuparnos de
regresar a los fundamentos más básicos del positivismo jurídico que
aún tienen vigencia y peso. Específicamente, habría que regresar a los
fundamentos de la tesis de las fuentes sociales del derecho, según la
cual, los sistemas jurídicos constituyen “no realidades inmutables,
sino históricas, cuyo contenido es establecido y modificado por actos
humanos”.191
Pero, como dicen Atienza y Ruiz Manero, esta no es una tesis
discutida seriamente por nadie.192 Es por esto que, para estos autores,
ella resulta un tanto irrelevante.193 Y es cierto, si nos tomamos en serio
(como ya parece difícil dejar de hacerlo) que el derecho es obra
humana y que no estamos condicionados por una voluntad o fuerza
ajena a nuestra propia voluntad, no parecerá un reto refutar la primera
versión del argumento sobre los límites lógicos. Ya no es un desafío
serio refutar a quien afirma que una norma no puede ser calificada
como constitucional si no se ajusta con lo que se entiende como
intrínsecamente justo o bueno, pues sólo la voluntad humana
determina el significado que ha de adscribirse a esos calificativos y,
por tanto, siempre hablamos de consensos o convenciones sociales.
Esto deja ver que, en realidad, lo complejo no radica en
argumentar que los límites lógicos son inadmisibles cuando se les
entiende como límites derivados de un dogma acerca de la verdad
ayudaría a llevar su argumento a un puerto más seguro: omite explorar si los principios y
valores que entiende como legitimadores del ordenamiento constitucional, tienen una
dimensión exclusivamente política o también normativa. Literalmente dice: “no merece
la pena discutir si los principios y valores legitimadores del ordenamiento constitucional
forman parte de la realidad jurídica y tienen una evidente dimensión valorativa, o, por
el contrario, operan simplemente como elementos metajurídicos en el orden político e
ideológico”. (op. cit, p. 285). Para dar congruencia a su teoría acerca del sinsentido
jurídico que resultaría de entender al ORC como un órgano ilimitado, considero que
estaría a obligado a decir que sí estamos frente a elementos jurídico-normativos.
191
Atienza, Manuel y Ruiz Manero, Juan. Dejemos atrás el positivismo jurídico.
Isonomía: Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 27 (octubre 2007), México:
Instituto Tecnológico Autónomo de México, p. 14
192
Idem.
193
Idem.
97
moral natural o evidente para la razón. Si así se les entendiera, sería
bastante simple explicar por qué no debemos aceptarlos. Sin embargo,
el argumento de los límites lógicos puede ir en una línea mucho más
sofisticada. Esta versión más robusta partiría, como ya
identificábamos en la tesis (ii), de que en el mismo derecho positivo se
encuentran límites axiológicos al poder de reforma constitucional.
Considero que el problema que subyace a esta segunda versión
ha recibido un tratamiento un tanto oscuro por parte de la doctrina que
se decanta por la tesis de los límites lógicos. Es decir, esta corriente no
se las ha ingeniado para resolver, de modo contundente y satisfactorio,
por qué desde el derecho positivo (como quería Pedro de Vega) sería
posible determinar jerarquías entre normas constitucionales, esto,
necesariamente con base en criterios no formales, como lo es el peso
moral de la norma cuya superioridad se propugna. La tesis abre
preguntas bastante complejas tales como: ¿cuál es el criterio de
identificación del derecho que debe aceptarse para admitir una teoría
como esa? ¿Cuál es la relación entre los criterios últimos de
identificación del derecho y la moral? ¿Cómo se determinan las
jerarquías normativas en un sistema jurídico? ¿Es posible detectar la
supremacía de una norma con base en un criterio ajeno a su
procedimiento de creación?
El hecho de que la teoría de los límites lógicos no dé cuenta de
estos problemas constituye una de sus debilidades, pues a sus lectores
les toca reconstruir y hacer hipótesis sobre la postura que sus
defensores tendrían respecto a cada de una de esas preguntas. Y la
respuesta es obligada porque no es extraño que, en la praxis, las
jerarquías normativas tiendan a ser identificadas únicamente con base
en un criterio formal; esto es, con base en el rango de las normas con
las que se trabaja. Por eso, parecería que los defensores de la tesis de
los límites lógicos tendrían la carga de demostrar que es posible
superar esta usual comprensión y manejo de las relaciones de supra y
subordinación entre las normas del sistema. A continuación esbozaré
una posible ruta argumentativa con el único afán de clarificar si la
tesis puesta a consideración tiene sentido a la luz de las herramientas
analíticas aportadas por la teoría del derecho. Vayamos por pasos.
98
a. Problemas sobre los criterios de identificación y jerarquización
del derecho.
Analizar cómo se determinan las jerarquías normativas requiere
entender de qué depende la pertenencia de una norma al sistema y, por
ende, cuál es el fundamento de su validez. Como es ampliamente
conocido, para Hans Kelsen, una norma es superior a otra cuando
fundamenta su validez.194 Y fundamenta su validez cuando la norma
superior establece los procedimientos de creación de la norma inferior.
Para la teoría pura, la relación entre normas jurídicas superiores e
inferiores es dinámica (no estática, como sería típico en los sistemas
morales). ¿Qué quiere decir esto?
Para Moreso y Vilajosana, un sistema normativo es dinámico si,
y sólo si, está estructurado por “relaciones genéticas”, de acuerdo con
el criterio de legalidad. En sus palabras, éste “establece la siguiente
relación entre dos normas N1 y N2, que llamaremos RL: N2 tiene la
relación RL con N1 si y sólo si N1 ha autorizado a un órgano O la
creación de N2 y O ha creado N2”.195 Por su parte, el sistema
normativo estático estructura las relaciones jerárquicas entre sus
normas con base en un criterio de deducibilidad. De nuevo, en voz de
estos autores: “el criterio de deducibilidad establece la siguiente
relación entre dos normas N1 y N2, que llamaremos RD: N2 tiene la
relación RD con N1 si y sólo si N2 es una consecuencia lógica de
N1”.196
De acuerdo con Kelsen, los sistemas jurídicos se distinguen de
los morales en que las relaciones de jerarquía de los primeros se
194
Ruiz Miguel, Alfonso. “El principio de jerarquía normativa”, en Revista Española de
Derecho Constitucional, Año 8. Núm. 24. Septiembre-Diciembre 1988
http://www.cepc.es/rap/Publicaciones/Revistas/6/REDC_024_135.pdf, última consulta:
20 de abril 2010.
195
Moreso, J.J, Vilajosana, J.M, Introducción a la teoría del derecho, Marcial Pons,
Colección Filosofía y Derecho, Madrid, 2004, p. 97
196
Idem.
99
determinan con base en el criterio de legalidad.197 En cambio, en los
sistemas morales, a partir de normas consideradas autoevidentes, es
posible inferir otras normas que son sus consecuencias lógicas.198 Los
sistemas dinámicos —nos recuerdan dichos autores— se caracterizan
porque sus primeras normas únicamente establecen los hechos
productores de normas, únicamente confieren autorización para dictar
normas.199
Retomando: en la teoría kelseniana, el criterio que determina la
validez de las normas es meramente formal. Una norma es válida si es
creada mediante los procedimientos previstos para su creación por la
norma superior. Por esto se ha afirmado que, para Kelsen, el problema
de correspondencia material entre dos normas de distinta jerarquía
también puede entenderse como un problema de forma, pues si el
procedimiento de creación de la norma inferior está previsto por la
norma superior, ello implica aceptar que los contenidos de esta última
no pueden ser reformados mediante el procedimiento que ella misma
prevé para la creación de una norma inferior.
Ahora, si compartiéramos la explicación kelseniana, en su forma
más simple,200 tendríamos que concluir que la teoría sujeta a examen
(la de los límites lógicos a la reforma) yerra: la norma que emite el
ORC sería válida con tan sólo haber sido creada de acuerdo con los
procedimientos que para ello establece la Constitución. Esto, porque
(bajo esta lógica) el único referente objetivo para fundamentar la
validez de una norma es, como se ha insistido, el ajuste con las
normas sobre su producción jurídica. Aceptar las relaciones
dinámicas, no estáticas, entre las normas nos colocarían
inexorablemente en esta posición.
197
Debe notarse que, de acuerdo con los autores a los que hemos referido, Kelsen no
niega la posibilidad de que ambos criterios (el de legalidad y el de deducibilidad) puedan
ser combinados en un mismo sistema normativo.
198
Cfr, Moreso, J.J et. al, op. cit, p. 97.
199
Cfr, Idem.
200
Esto es, sin controvertir la lectura que por lo menos Moreso y Vilajosana hacen.
100
Para Kelsen, no tendría sentido el que los jueces dijeran que
existen jerarquías entre normas del mismo rango formal201, pues no
habría ningún criterio (distinto a la moral) para identificar esas normas
aparentemente superiores. Con ello, se perdería el fundamento
objetivo de la validez de las normas y se regresaría a la concepción
estática del derecho en la que éste es incapaz de regular su propia
creación y en el que sus contenidos se tendrían por válidos en virtud
de su ajuste con principios morales. No podríamos distinguir el
derecho que es del que debe ser; pues el derecho que es vendría
determinado por juicios subjetivos de moralidad ―cosa a la cual,
Kelsen claramente renuncia―.
Pero cabe preguntar si el criterio que Kelsen suministra para la
identificación de las jerarquías normativas es del todo convincente.
Sabemos que éste ha sido ampliamente criticado y, por tanto, no
podríamos confiar en que el problema ha sido resuelto tan
pacíficamente a favor de la inadmisibilidad de la tesis de los límites
lógicos.
Alfonso Ruiz Miguel, al tratar el específico problema del
principio de la jerarquía normativa, ha analizado los puntos débiles de
Kelsen en ese sentido. En primer lugar, nos dice, el criterio de la
fundamentación de la validez es insatisfactorio como concepto
explicativo o justificatorio de la jerarquía normativa. Esto se debe a
que, literalmente tomado, el criterio diría que una norma fundamenta
su validez en la norma que se refiere a su creación, tengan ambas el
rango formal que tengan.202 De tal suerte que el criterio no permite
admitir la posibilidad ni la necesidad de regular los casos de conflicto
entre una norma formalmente superior que recibe su fundamento de
validez de una norma formalmente inferior.203 Un fenómeno así se
contradice con los niveles jerárquicos de los sistemas jurídicos
existentes.204 Por tanto, concluye Ruiz Miguel, ese sólo criterio sería
201
A menos, claro está, que el mismo ordenamiento, desde una norma superior, hiciera
tal distinción.
202
Cfr, Ruiz Miguel, Alfonso, op. cit, p. 144
203
Ibidem, p. 148.
204
Cfr, ibidem, p. 145
101
inadecuado para explicar las relaciones de jerarquía entre las normas e
incluso para explicar la pirámide normativa de Kelsen.
Es por esto que el jurista austríaco también recurre —aunque de
modo un poco ambiguo, según Ruiz Miguel— al criterio del rango
formal, de acuerdo con el cual “la norma superior es el fundamento de
validez de la inferior no sólo por regular su modo de creación […]
sino también, y sobre todo, porque tiene capacidad o fuerza para
regularlo […] es decir, por su rango formal superior”.205 Este criterio
implica que “la norma X, que otorga competencia a un órgano para
dictar una norma Z, ha de tener previamente la capacidad de conferir
aquella competencia”.206
Pero el problema de este otro criterio, puntualiza Ruiz Miguel,
es que no explica la autentica razón de la jerarquía de una norma con
respecto a otra. En sus palabras: “es el rango jerárquico superior de
una norma lo que permite fundamentar formalmente la validez de
otras normas y no el fundamento formal lo que permite explicar o
justificar la jerarquía normativa”.207 Esto nos deja tan mal parados
como al principio, pues el problema que queríamos resolver era,
precisamente, el relativo a la explicación de por qué una norma puede
ser superior, igual o inferior a otra, más no cómo se manifiesta ese
rango.208 En otras palabras, a Kelsen le haría falta contestar por qué
una norma X puede establecer los procedimientos de creación de la
norma inferior Y; o por qué una norma X puede otorgar competencia a
un órgano Z para dictar Y.
Para salvar el problema, habría que recurrir a un significado
mínimo y tautológico del principio de jerarquía normativa, mismo que
rezaría: “un determinado tipo de norma es superior, igual o inferior a
otro cuando es considerado en el sistema jurídico en cuestión,
explícita o implícitamente, como formalmente superior, igual o
inferior”.209 Entonces, apunta Ruiz Miguel, “el principio de jerarquía
205
Ibidem, p. 146
Ibidem p. 147
207
Ibidem p. 148
208
Cfr, idem.
209
Idem.
206
102
normativa recibe su razón de ser jurídica de su prescripción, explícita
o implícita, por determinadas normas jurídicas”.210 Pero esta
conclusión abre nuevas interrogantes: si la jerarquía de una norma se
explica porque así lo prescribe otra norma, falta saber cómo se
fundamenta la capacidad de esta última para conferir el estatus
jerárquico.
Sabemos que la cadena de validez kelseniana (determinada a la
manera de una pirámide que ha de leerse ascendentemente) encuentra
un tope. Éste es el de la norma fundante básica —norma última y
suprema a la vez— que no se pone sino se presupone. El criterio de
superioridad jerárquica estaría previsto en ella. Pero también sabemos
que aquí es donde Kelsen se enfrenta con sus más duros críticos. En
este punto se perfila la teoría Hart que nos dice que los criterios
últimos de la jerarquía normativa, al igual que los relativos a la
pertenencia de las normas del sistema, son, en último término,
consuetudinarios.211 Ruiz Miguel pone el problema así: “el hecho de
que una Constitución diga que ella misma es la norma suprema no
puede ser la razón de tal rango jerárquico, a no ser que asuma la
validez y la superioridad de la propia Constitución”.212
Así, como también nos recuerda Josep Aguiló, Hart se encargó
de mostrar que, para considerar que la Constitución es efectivamente
existente, basta con ver que los tribunales y funcionarios del sistema
identifican el derecho con arreglo a los criterios que ella suministra.213
Este es el terreno de la “regla de reconocimiento”, la cual en su teoría
es la regla secundaria que nos dice qué es derecho en un determinado
sistema y cuáles son los criterios que determinan su estructuración.
Así mismo, sirve para reconocer o identificar las reglas primarias de
210
Ibidem, p. 149
Cfr, ibidem, p. 150
212
Idem.
213
El mismo Aguiló apunta que para Kelsen el tema de la existencia del Estado estaba
vinculado con la efectividad y la capacidad de imposición política. A diferencia de Hart,
Kelsen consideraba que el derecho podía tener cualquier contenido porque cualquier
contenido era susceptible de ser impuesto. Cfr, Aguiló Regla, Josep, La Constitución del
estado constitucional, Palestra editores, Editorial Temis, Lima, Bogotá, 2004. p. 31.
211
103
obligación.214 Pero ella no contiene un criterio supremo, sino uno
último. Esto es, ella proporciona criterios para la determinación de
validez de otras reglas, pero no está subordinada a criterios de validez
jurídica propios.215 Esta regla secundaria no es válida o inválida, sino
que es usada o no.216
Con esto, Hart independiza el criterio que determina cuál es la
norma suprema del ordenamiento, del criterio que identifica qué es
derecho (como Kelsen no lo hizo). Y con esto permite demostrar que
el último criterio de reconocimiento —constituido por un hecho social
o por una costumbre— explica, en cada sistema, cuál es la regla
suprema. En efecto, Hart es enfático en señalar que la regla de
reconocimiento suministra los criterios de validez de las normas pero
ella no es, en sí misma, una norma superior, pues refiere a otro criterio
de validez superior como lo es la Constitución o la ley.217
En palabras del jurista inglés, estamos frente a un criterio
supremo cuando las reglas identificadas por referencia a él son
reconocidas como reglas del sistema incluso cuando contradigan
reglas identificadas por referencia a otros criterios. Mientras que
estamos frente a un criterio último cuando, con base en él, una norma
no se reconoce si contradice las reglas identificadas por referencia al
criterio supremo.218
Apelar a la “regla de reconocimiento” permite a Ruiz Miguel
concluir que los criterios últimos del sistema no proceden de las
normas en sí, sino de su aceptación práctica.219 Además, el criterio que
determina la jerarquización normativa de un sistema se identifica
porque es el criterio efectivamente usado. Es por eso que Ruiz Miguel
finaliza su trabajo diciendo:
214
Hart, H. L.A, El Concepto de derecho, trad. Génaro Carrió, 2ª edición, Abeledo
Perrot, Buenos Aires, p. 125
215
Cfr, ibidem, p. 133.
216
Cfr, ibidem, p 135
217
Ruiz Miguel, Alfonso, op. cit, p. 152
218
Cfr, Hart, H.L.A, op. cit, p. 132
219
Cfr, Ruiz Miguel, Alfonso, op. cit, p. 151
104
…tras haber intentado mostrar que determinados criterios son
sólo manifestaciones y no razones del principio de jerarquía
normativa, siendo la única razón aceptable, en último término,
la aceptación de la práctica del sistema del criterio de que un
tipo de norma es superior, inferior o igual, podría ocurrir que tal
práctica manejara precisamente tales manifestaciones como
razones o criterios últimos.220
Como se aprecia, este autor nos lleva, por fin, a una conclusión
crucial: si la regla de reconocimiento sólo se basa en una costumbre o
en un hecho social, entonces ella puede decir que la jerarquización
normativa del derecho puede depender de X, es decir, puede remitir a
cualquier principio de jerarquía normativa. Así, prácticamente podría
llevarnos a reconocer tanto un criterio kelseniano como uno —valga la
expresión— anti-kelseniano.
Para efectos de la pregunta que aquí interesa responder, lo que
hasta ahora podemos concluir es que esta misma paradoja podría
conducir a aceptar la existencia de una regla de reconocimiento que
dijera: “derecho es lo que la moral diga que es”; o bien “derecho es lo
que los principios sobre los que descansa el constitucionalismo digan
que es”. Una regla de reconocimiento con este contenido permitiría
identificar jerarquías al interior de una norma del mismo rango formal,
incluida la Constitución. Ella no haría depender la validez de las
normas del solo hecho de que fueran creadas a partir de las reglas que
establecen sus formas de producción. Esta regla de reconocimiento —
que tendría su origen en una convención o práctica social vigente—
estaría remitiendo, como criterio de identificación del derecho, al
contenido de una voluntad anónima o difusa, generada por la
dialéctica de la historia.
En resumen: al regresar a las nociones básicas de la teoría de
Hart, se ve que no hay ningún impedimento que llevara a negar la
posibilidad de identificar jerarquías —con base en criterios morales o
valorativos— entre normas del mismo rango formal. De hecho, como
se sabe, su teoría abre espacios significativos a un positivismo más
220
Ibidem, p.153
105
suave o incluyente. Esta clase de positivismo,221 nos dicen Moreso y
Vilajosana, supone que la determinación de aquello que es derecho no
necesita depender de su adecuación moral y, sin embargo, sí puede
depender de ella de un modo contingente.222 Un fenómeno así puede
deberse ―aseguran― a la presencia de preceptos jurídicos que
incorporan conceptos morales o que requieren de la argumentación
moral para ser aplicados.223
En conclusión, ciertos presupuestos básicos de la teoría del
derecho no refutan de modo contundente (al menos no aún) que la
regla de reconocimiento es apta para remitir a la moral como criterio
de identificación del derecho. Conforme se desdibuja la línea divisoria
entre el derecho y la moral que con tanta claridad pretendía trazar
Kelsen, también van perdiendo peso las razones que nos llevarían a
afirmar, sin más, que es inadecuado hablar de jerarquías basadas en
razones materiales.
Ahora bien, con base en lo anterior ¿podríamos concluir que la
tesis de los límites lógicos a la enmienda constitucional es adecuada?
No. Hasta aquí sólo he concluido que afirmar su existencia no es un
sinsentido jurídico, siempre que la regla de reconocimiento del
sistema de que se trata los reconozca. Concretamente, llego a esta
conclusión al notar que no hay nada en el concepto “regla de
reconocimiento” que impida hacer del conjunto de fundamentos
morales y políticos de la Constitución, la norma suprema del sistema.
Ello, a pesar de que tales fundamentos no tengan origen en un proceso
jurídico de creación normativa capaz de ser activado por una
expresión unitaria de la voluntad.
El lector podrá preguntar a qué se debe el desarrollo de un
argumento que intenta dar cauce a lo que la presente investigación
221
Como es de esperarse, al interior de estas teorías existen particularidades y
disidencias. Por ahora, sólo remitimos a una nota mínima que parece no estar
controvertida. Para un debate sobre el tema, véase Bautista Etcheverry Juan, El debate
sobre el positivismo jurídico incluyente. Un estado de la cuestión, México, Universidad
Nacional Autónoma de México, 2006.
222
Cfr, Moreso, J.J. op. cit, p. 199
223
Cfr, idem.
106
sujeta a crítica. Bueno, ello obedece a que es necesario denunciar que
las razones para rechazar la identificación de jerarquías normativas a
partir de criterios morales, no son tan obvias como muchas veces se
piensa. Es decir, la controversia no se resuelve de un modo tan
pacífico como muchos teóricos asumen. En este sentido, Kemal
Gözler se muestra satisfecho con la conclusión del rechazo tras sólo
advertir lo siguiente:
The theory of the existence of the hierarchy between
constitutional norms is baseless. This theory […] is deprived of
positive legal value. As a result, this theory is […] untenable
without accepting the existence of natural law.
[…] The fact that a constituent power did not preclude some
constitutional provisions from being amended means that it
empowered the amending power to modify all provisions of the
constitution. Similarly, the fact that a constituent power
prohibited the amendment of only some constitutional
provisions means that it allowed the amending power to modify
all provisions of the constitution, except the amendment of
those which are prohibited. 224
Del mismo modo, Ulises Schmill parece suponer que es una obviedad
entender que la reforma constitucional tiene límites de todo tipo
(políticos, sociológicos e incluso éticos) pero nunca jurídicos.225 Sin
embargo, esto sólo es una obviedad cuando se parte de una teoría
como la de Kelsen. Mientras que, partiendo de una teoría como la Hart
y, aún más desde los postulados del positivismo incluyente o de
teorías que admiten movilidad entre principios, las cosas se ven menos
difíciles.
No pretendo demostrar que la tesis de que existen límites
lógicos es correcta al superar los filtros conceptuales que impone la
teoría del derecho. Más bien, mi intención solamente es señalar que el
camino no es tan llano como pareciera y que tampoco es tan obvio que
la tesis de los límites pugna con ciertas categorías irrenunciables. La
224
225
Gözler, Kemal, op. cit, p. 76
Cfr, op. cit, p. 115
107
duda que quisiera resolver no es si la tesis de los límites lógicos es
plausible. Me parece que, prima facie, lo es. La pregunta interesante
es, más bien, si la práctica mexicana cuenta con una regla de
reconocimiento que diga “derecho es lo que los principios
legitimadores del constitucionalismo dicen que es”.
La respuesta a esta pregunta sólo podría contestarse mediante la
observación de la práctica; esto es, constatando si los tribunales y
demás operadores jurídicos de facto reconocen semejante contenido
en la regla de reconocimiento. Dado que no contamos con un solo
fallo por parte de nuestro tribunal límite (la Suprema Corte) que
invalide una disposición de rango constitucional, por considerar que
contraviene los principios del constitucionalismo, parecería acertado
suponer que nuestra regla de reconocimiento no dice algo así. Sin
embargo, existe otra forma de entender el contenido de la regla de
reconocimiento que también sirve para fundamentar la tesis de los
límites lógicos y que es sensible al hecho de que la pregunta requiere
ser contestada con algo que trascienda a la mera verificación de lo que
ocurre en la práctica.226
Veamos: si el contenido de la regla de reconocimiento se
identifica, de modo preponderante, por el uso que de ella hacen los
tribunales, no parecería exagerado o desacertado afirmar que los
tribunales mexicanos consideran que el contenido de nuestra regla es:
“derecho es lo que la Constitución dice que es”. Pero, como el mismo
Hart acepta, la regla de reconocimiento puede padecer de una periferia
abierta por vicios del lenguaje —del mismo modo en que lo hacen el
resto de las normas en su teoría—. Siendo esto así, ¿hay indicios de
que nuestra propia regla de reconocimiento sea susceptible de padecer
ese problema? Pienso que sí. El problema residiría en el hecho de que
existen diversos conceptos del término “Constitución”.
Guastini nos informa al respecto. De acuerdo con este autor, el
término “Constitución” puede ser usado en el lenguaje jurídico y
226
Ningún tribunal en el mundo se ha sentido satisfecho con atender este problema a
partir de un ejercicio de constatación empírica que analice lo que, de hecho, ocurre en la
práctica, lo cual parece razonable porque ellos mismos son los actores principales que
determinan su contenido.
108
político con una multiplicidad de significados. Él identifica al menos 4
acepciones. En sus palabras, éstas son: (i) el término “Constitución”
denota todo ordenamiento político de tipo liberal; (ii) el término
“Constitución” denota un cierto conjunto de normas jurídicas, grosso
modo, el conjunto de normas —en algún sentido fundamentales— que
caracterizan e identifican a todo ordenamiento; (iii) “Constitución”
denota un documento normativo que tiene ese nombre, es decir, es un
código más que se especializa en determinadas materias; (iv)
“Constitución” como fuente diferenciada por sus características
formales.227
Cada una de estas concepciones merece su explicación aparte.
Aquí sólo interesa notar la contradicción que existe entre la primera y
la segunda. La primera predica que la “Constitución” es un
ordenamiento en el que la libertad de los ciudadanos, en sus relaciones
con el Estado, está protegida mediante técnicas de división de
poderes.228 Evidentemente, este concepto no es política ni moralmente
neutro.229 Por otro lado, entender a la Constitución sólo como un
conjunto de normas fundamentales es algo propio, nos dice Guastini,
de la teoría general del derecho. Desde este punto de vista, “una
Constitución es tal, con independencia de su contenido político
(liberal, iliberal, democrático, autocrático, etcétera.)”230
La ambigüedad con la que Guastini demuestra que puede usarse
la expresión “Constitución”, definitivamente permite pensar que la
regla de reconocimiento de nuestro sistema jurídico —como la de
cualquier otro— es propensa a tener una zona de penumbra o, si se
quiere, un núcleo de significado realmente controvertido. Si
entendemos a la Constitución en un sentido sustancialista, una reforma
que viole su sustancia, no será considerada una reforma perteneciente
al sistema. Mientras que si entendemos a la Constitución como un
concepto que se define extensionalmente, es decir, por el conjunto de
normas que la integran y no por la calidad de sus contenidos,
227
Cfr, Guastini, Riccardo, op. cit, p. 23-24.
Cfr, idem
229
Cfr, ibidem, p. 27
230
Idem.
228
109
entonces, toda reforma creada de conformidad con las normas sobre
su producción jurídica sería válida.
Ambas concepciones pueden generar sistemas capaces de
mantener una lógica interna coherente. En esa medida, la pregunta de
nuevo es ¿por cuál debemos optar? Ello dependerá, me parece, de la
respuesta que reciba una nueva interrogante: ¿Qué órgano puede
definir los contornos de esa textura abierta de la regla de
reconocimiento? Es decir, ¿quién puede identificar cuál es la acepción
del concepto “Constitución” que, de hecho, se usa o que debe usarse?
Hart nos guía un poco en esto. A su entender, la existencia de la regla
de reconocimiento se muestra en que las reglas particulares son
identificadas, ya por los tribunales u otros funcionarios, ya por los
súbditos o sus consejeros. Pero, agrega, cuando lo hacen los
tribunales, ello tiene un especial estatus revestido de autoridad en
mérito de lo establecido en otras normas.231
¿Quiere decir esto que los tribunales son quienes prácticamente
dan contenido a la regla última de identificación del derecho? De
acuerdo con Atienza y Ruiz Manero, esto no sería así. Ellos explican
que el especial énfasis que Hart pone en los tribunales para resolver
los problemas de textura abierta (incluidos los de la regla de
reconocimiento) no implica que ellos actúen como una autoridad
edictora. Sin embargo, sí significa que la aceptación que hacen de la
regla implica que ellos mismos reconocen que tienen el deber de
aplicarla.232 De este modo, el uso que los tribunales hacen de ella sería
una especie de síntoma indicativo de que ése es el criterio de
identificación del derecho y de jerarquización normativa —síntoma
cuya autoridad supera a cualquier otro—.
Pues bien, esto no resuelve mucho, pues dentro del mismo
tribunal supremo pueden haber legítimas dudas acerca de cuál es la
acepción de “Constitución” que nuestra práctica utiliza. Por tanto ¿qué
debe ocurrir cuando se presenta una controversia judicial real que los
231
Cfr, Hart, H.L.A, op. cit, 126-127.
Cfr, Atienza, Manuel y Ruiz Manero, Juan, Las piezas del derecho, Teoría de los
enunciados jurídicos, 2ª edición actualizada, Ariel Derecho, España, 2004, p. 174 y 175
232
110
tribunales sólo pueden zanjar definiendo los contornos de esa textura
abierta? Ésta es la pregunta que se presenta cuando un tribunal debe
decir si la norma suprema de su sistema es la Constitución entendida
en su acepción sustancialista o en su acepción formal. Y es la misma
pregunta que debe atenderse cuando se reclama la inconstitucionalidad
de una reforma constitucional.
Para esa interrogante, de nuevo, no hay una respuesta
contundente. Sin embargo, Hart sí llega a afirmar que hay ciertos
casos en los que la incertidumbre en lo que la regla de reconocimiento
prescribe, puede ser resuelta por los tribunales.233 Literalmente, llega a
afirmar que cuando no están en juego cuestiones sociales tan vitales,
“es posible que se acepte sin protestas una pieza muy sorprendente de
creación judicial de derecho relativa a las propias fuentes de éste”.234
Bajo esta lógica podría afirmarse que los tribunales sí pueden decir
que la regla de reconocimiento de nuestro sistema realmente debe
expresarse así: “derecho es lo que la Constitución dice que es, donde
“Constitución” es un conjunto normativo cuya identidad axiológica
es inviolable”. ¿Es ésta una buena idea?
El dilema es el siguiente: o dejamos que las reglas sobre
producción normativa fijen qué debe entenderse por “Constitución” u
optamos por un significado que, aunque determinado
convencionalmente, es producto de una voluntad anónima y difusa
incapaz de expresarse unitariamente.
Es cierto que el uso
convencional del término “Constitución” es capaz remitir a lo que una
comunidad concibe como su esencia —en este caso, según se alega, a
los fundamentos legitimadores—. Pero la definición de esa esencia no
estaría sujeta a la potestad de la convención misma, es decir, ésta no la
crearía volitivamente, tan sólo sería aquiescente respecto a sus
contenidos, mismos que —se entiende— aceptaría como vinculantes
para sí.
Ahora, lo que para once ministros —en el caso de la Suprema
Corte mexicana— pudiera resultar verdadero en el presente, pudiera
233
234
Cfr, Hart, H.L.A, op. cit, p. 184
Ibidem, p. 190 – 191.
111
no ser tan claro en el futuro. Así las cosas, ¿sería adecuado que los
jueces pensaran que el mejor entendimiento del término
“Constitución” es el sustantivista? O ¿sería mejor que los jueces
optaran por remediar la textura abierta de la regla de reconocimiento
en un sentido favorable a la posición kelseniana? En este supuesto, la
regla de reconocimiento diría: “derecho es lo que la Constitución dice
que es, dónde Constitución se define extensionalmente por el número
de normas que se crean de conformidad con los procedimientos para
ello establecidos”. La Constitución sería el criterio supremo, con
referencia al cual el resto de las normas del sistema deberían predicar
su validez. Aquí la validez de las normas inferiores no sólo dependería
de que ellas fueran creadas de acuerdo con los procesos de producción
que establecen las superiores, sino además estaría en función de su
correspondencia material con la Constitución.
Pues bien, creo que existen buenas razones para considerar que
es más adecuado adoptar esta última acepción de la Constitución. De
forma concreta, pienso que la gravedad de no hacerlo obedece a tres
problemas entrelazados pero distinguibles; a saber: (i) que el método
para identificar los contenidos constitucionales supremos carece de
cualquier base textual; (ii) que existe un déficit en las credenciales
democráticas del sujeto que los identifica, esto es, del juez
constitucional; (iii) que los efectos de un fallo judicial invalidatorio de
una reforma constitucional minan buen parte del espacio que debería
pertenecer al terreno democrático, donde las decisiones del presente
siempre pueden superarse en el futuro. Pero veamos estos problemas a
detalle.
C. ¿Aplica al control de la reforma constitucional la objeción
contramayoritaria del judicial review?
Como había anunciado al principio del apartado que nos ocupa —el
de las objeciones al control judicial de los límites implícitos al objeto
de reforma— esta parte final tiene el propósito de hallar aquel
conjunto de razones que pudieran guiar, de una vez por todas, hacia
ese escepticismo en el que, considero, debemos posicionarnos. Estas
112
razones serán divididas en dos sub-apartados: el primero, que versará
sobre la objeción contramayoritaria al control judicial de las
decisiones parlamentarias; y el segundo, que tendrá como fin explicar
por qué el principio del autogobierno lleva a rechazar una
determinación judicial que nos ata de manos hacia el futuro.
Empecemos.
a. La calidad democrática de las resoluciones judiciales
De acuerdo con John Vile, los problemas que ha enfrentado la teoría
del control constitucional de la ley para intentar dar contestación a la
objeción contramayoritaria, aumentan exponencialmente cuando
hablamos de la posibilidad de un control respecto a la reforma
constitucional. Sus palabras literales son: “Whatever difficulties judges
may now face invalidating laws in the absence of clear constitutional
language would be geometrically compounded if courts sought to
invalidate validly ratified parts of the Constitution itself”.235
Antes de saber si asiste razón a Vile en este punto, es necesario
entender a profundidad en qué consiste el problema de la “objeción
contramayoritaria al control de las decisiones parlamentarias”.
Jeremy Waldron es un referente obligado.
Como se sabe, Waldron es un tenaz crítico y opositor del control
judicial de la ley. En su ensayo “The Core of the Case Against Judicial
Review”, 236 busca —como el nombre de la obra lo dice— desafiar
los argumentos sobre los que descansa la defensa institucional del
judicial review. Su específico propósito consiste en dejar a un lado los
argumentos que justifican o desacreditan la práctica con base en sus
contingentes éxitos o fallas; desea enfocarse en los problemas que
atañen a su diseño o estructura.
Su argumento procede del siguiente modo: para empezar, nos
invita a suponer que juzgamos la justificación del control judicial en
235
Vile, John, op. cit, The Case against Implicit Limits on the Constitutional Amending
Process, p. 212
236
Waldron, Jeremy, “The Core case against judicial review”, 115 Yale L.J 1346, abril,
2006.
113
una sociedad en la cual, tanto el parlamento como los tribunales,
funcionan o pueden funcionar del mejor modo posible. Se trata de
contrastar ambas instituciones observándolas desde su mejor luz. En
este ideal, cuando ellas resuelven desacuerdos sobre derechos, lo
hacen tomándose su tarea en serio y argumentando
responsablemente.237 En un escenario así, en el que ambas
corporaciones se comprometen con atender adecuadamente a las
confrontaciones ideológicas que se les presentan, uno debe
preguntarse —invita Waldron—: ¿por qué podría considerarse que un
juez es mejor que el Parlamento para solventar conflictos de tal
naturaleza y tengan la última palabra al respecto?
Para adoptar una respuesta, nos sugiere, primero tenemos que
entender cómo se explican (o a qué se deben) los desacuerdos que se
generan entre los participantes de una contienda. En su teoría, ellos no
deben entenderse como el producto de una batalla entre sus
detractores y sus defensores,238 sino como el resultado de una
comprensible confrontación entre distintas visiones e ideologías
lealmente sostenidas por quienes participan.239 No hablamos de
desacuerdos maniqueos. Hablamos de las distintas formas en que un
postulado moral puede ser entendido o apreciado. Al respecto opina:
Generally speaking, the fact that people disagree about rights
does not mean that there must be one party to the disagreement
who does not take rights seriously. No doubt some positions are
held and defended disingenuously or ignorantly by scoundrels
(who care nothing for rights) or moral illiterates (who
237
La sociedad de la que Waldron quiere hablar presenta 4 características; a saber: (i) las
instituciones democráticas funcionan de un modo razonablemente adecuado, incluyendo
legislaturas representativas elegidas sobre la base de un voto adulto universal; (ii) las
instituciones judiciales también funcionan de un modo razonablemente adecuado, sobre
una base no representativa y con el objeto de resolver litigios o casos individuales,
aplicando el estado de derecho; (iii) la mayoría de los miembros de la comunidad (y la
mayoría de sus gobernantes) están comprometidos con los derechos individuales y de las
minorías; y (iv) los desacuerdos sobre los derechos se generan de modo auténtico y de
buena fe. (Cfr, ibidem, p. 8)
238
Cfr, Ibidem, p. 11
239
Ibidem, p. 12
114
misunderstood their force and importance). But I assume that in
most cases disagreement is pursued reasonably and in good
faith.
Ahora, los resultados de esas confrontaciones —plasmados en las
normas sobre cuyos alcances se desacuerda— necesariamente derivan
de algún procedimiento. Por tanto, dice Waldron, resulta
absolutamente merecido que nos preocupemos por explicar dónde
reside la justificación de los procedimientos que se utilizan para zanjar
tan razonables y profundas discordias. La gran pregunta que debe
responderse es si el resultado del primer procedimiento (el debate
parlamentario) puede o no ser cuestionado por considerar que un
ulterior y definitivo procedimiento (la invalidación judicial de la ley)
es mejor.240
Para elegir el mejor diseño institucional tenemos dos clases de
razones; a saber: razones que tienen que ver con el resultado
(“outcome-related reasons”) y razones que tienen que ver con el
proceso (“process related reasons”). En el primer grupo de razones, el
procedimiento tiene un fin instrumental. Se modela con miras a llegar
hacia mejores resultados.241 En cambio, en el segundo grupo de
razones buscamos el valor que, en sí mismo, ofrece un determinado
procedimiento. El propósito de Waldron es mostrar que, por ambas
clases de razones, el control judicial de la ley es un peor
procedimiento que el parlamentario.
Respecto a las razones vinculadas con el resultado, entiendo que
Waldron sugiere lo siguiente: el control judicial de la ley enmascara
los desacuerdos sustantivos sobre derechos con tecnicismos jurídicos
que nos impiden resolver los desacuerdos a partir de una discusión
moral libre, capaz de atender el más amplio y rico acervo de razones.
240
Juan Carlos Bayón lo pone de modo clarísimo: “para sostener que la última palabra
sobre el contenido de los derechos no ha de corresponder al legislador no basta con
alegar que las credenciales democráticas de los parlamentos son imperfectas y que las
de los jueces constitucionales no son nulas: lo que habría que mostrar es que las de
éstos son mejores o más fuertes que las de aquéllos, algo que difícilmente puede ser
aceptado”. (Bayón, Juan Carlos, op. cit, p. 92)
241
Cfr, Waldron, Jeremy, op. cit, p. 16-27
115
Si el juez no puede separarse libremente de las normas (muchas veces
formuladas en términos notablemente abstractos) y de
los
precedentes, es claro que a la hora de resolver tan profundos
desacuerdos tendrá que actuar de acuerdo con esos frenos
institucionales que, por buenas razones, rigen su actuar. Waldron lo
pone así: “judicial review […] does not […] provide a way for a
society to focus clearly on the real issues at stake when citizens
disagree about rights; on the contrary, it distracts them with sideissues about precedent, texts, and interpretation”.242
La libertad y la amplitud deliberativa que permiten las
asambleas, parecen indicarnos que éstas son órganos más aptos para la
resolución de cuestiones sustantivas. Si diseño fue pensado,
precisamente, para lograr una adecuada representación de los intereses
de los afectados por una determinada decisión. Y, sobre todo, ellas no
están vinculadas por las decisiones que hicieron en el pasado: pueden
desafiarlas argumentativamente en cualquier momento posterior.243
Los jueces, en cambio, trabajan para dar fin a las disputas con
base en un texto probablemente muy antiguo, adoptado en condiciones
en las cuales era imposible prever toda la clase de conflictos morales
que actualmente nos inquietan.244 Al respecto, Waldron añade que lo
que termina ocurriendo cuando las cosas deben ser debatidas con
referencia a un texto, es que las palabras adquieren vida propia y se
convierten en fórmulas utilizadas obsesivamente para plantear todas
las cuestiones que se quieren decir sobre el derecho en cuestión.245
242
Sobre este mismo punto, dicho autor cita a Christopher L. Eisgruber, quien dice: “too
often judges attempt to justify controversial rulings by citing ambiguous precedents, and
[…] veil their true reasons behind unilluminating formulae and quotations borrowed
from previous cases”, Eisgruber, Constitutional Self-Government , 2001, apud, Waldron,
Jeremy, op. cit. p. 21
243
Cfr, Waldron, Jeremy, op. cit, p. 18
244
Por las mismas razones, Waldron refuta la idea de que las decisiones judiciales basan
sus determinaciones en un texto que, en sí, goza de las suficientes credenciales
democráticas como para irradiar legitimidad política a las primeras.
245
Cfr, ibidem, p. 19. Aquí cabe notar que Waldron toma a la práctica norteamericana
como centro de referencia; pero este fenómeno es, sin duda, aplicable a la práctica
mexicana. Es un hecho notorio y evidente que la mayoría de los planteamientos de
116
Los jueces no se aventuran a esgrimir argumentos morales para
confrontar directamente la cuestión y se aferran a sus textos porque
están preocupados por cuidar su propia legitimidad para pronunciarse
sobre tan controvertidos aspectos.246 Aquí, vale la pena citar lo que,
considero, es una síntesis que el mismo Waldron hace de su
argumento:
Courts are concerned about the legitimacy of their
decisionmaking and so they focus their “reason giving” on facts
that tend to show that they are legally authorized –by
constitution, statute, or precedent– to make the decision they are
proposing to make […] Distracted by these issues of legitimacy,
courts focus on what other courts have done, or what the
language of the Bill of Rights is, whereas legislators –for all
their vices– tend at least to go directly to the heart of the
matter.247
Ahora, la segunda clase razones —“process-related reasons”—
buscan dar respuesta a la pregunta de por qué un determinado ente ha
de tener legitimidad para afectar la vida de personas que no consienten
el contenido de sus decisiones. Y dice Waldron, si de legitimidad
política se trata, no cabe duda de que el Parlamento está en mejores
condiciones que cualquier juez. Ello se debe a lo siguiente: (i) el juez
no es elegido mediante elecciones en las cuales la opinión de cada
ciudadano cuenta por igual; y (ii) la regla de la mayoría que el
Parlamento utiliza, busca dar el mayor peso posible a cada opinión a
la vez que les otorga un valor equivalente. La estructura parlamentaria
favorece la realización de dos conceptos en los que vale la pena fijar
constitucionalidad en México siguen basando su pretensión en una alegada violación de
los artículos 14 y 16 constitucionales (esto es, en términos de exigir una debida
motivación y fundamentación y/o el respeto por las “formalidades esenciales del
procedimiento”). Tampoco es muy difícil advertir lo cómodo y familiar que este tipo de
argumentos le resultan al juez constitucional mexicano a la hora de dirimir las cuestiones
más controvertidas sobre derechos.
246
Cfr, ibidem, p. 20
247
Ibidem, p. 21
117
la atención; estos son: igual voz e igual autoridad decisoria.248 La
composición orgánica de cualquier tribunal carece de estas cualidades.
Para rematar, Waldron identifica algunos argumentos
adicionales que recurrentemente son esgrimidos en favor del judicial
review. Así, —explica— muchas veces se ha dicho que los jueces
velan por que las decisiones parlamentarias no se conviertan en
decisiones tomadas por la tiranía de una mayoría; pero si entendemos
que estamos frente a una tiranía siempre que las personas sean
privadas de sus derechos, entonces debemos aceptar que este es un
riesgo latente en cualquier disputa sobre los mismos. Es decir, todo
proceso es falible y los jueces no están exentos de tomar decisiones
tiránicas.249
Por otro lado, a quienes encuentran que la legitimidad de los
jueces reside en su deber de vigilar el precompromiso asumido por el
pueblo en momentos de lucidez, Waldron contesta que, ante un nuevo
entendimiento del contenido de ese compromiso, no hay ninguna
razón para seguir sosteniendo su anterior concepción.250
Antes de concluir su argumento, Waldron adelanta lo que
cualquiera podría objetarle: necesitamos pensar en el judicial review
de las leyes del mundo real, esto es, de las producidas por las
legislaturas que merecidamente han ganado nuestra desconfianza.
Nuestro autor contesta diciendo que, en primer lugar, no es cierto que
esté pensando en situaciones utópicas o ideales.
Para que se cumpla con la condición, basta que los parlamentos
de los que habla, estén explícitamente orientados a la consecución de
resultados democráticamente legítimos, que estén organizados de tal
forma que puedan satisfacer este principio y que estén haciendo un
esfuerzo razonable para llegar a ello.251 Cuando la condición no se
cumple, quizás habría una situación particular que permitiera el
control judicial de las decisiones parlamentarias —sugiere Waldron—.
Éste sería el caso en que se advirtiera la existencia de prejuicios contra
248
Ibidem, p. 23
Cfr, ibidem. p. 28
250
Cfr, ibidem, p. 26
251
Idem.
249
118
determinadas minorías, en una medida tal que su participación en los
procesos ideados para protegerlas fuera abiertamente coartada.252
He citado y referido extensamente la opinión de Waldron porque
considero que sus argumentos constituyen la piedra angular sobre la
que hoy se sostiene la “objeción contramayoritaria” al judicial review.
Si ésta ha de tomarse en serio, como creo que debe ser, entonces
resulta obligado remitir a todas esas las razones que, con ánimo de
exhaustividad, nos presenta este autor. Y creo que Waldron logra su
propósito. Nos obliga a cuestionar muy seriamente la legitimidad de la
invalidación de las leyes por parte de los órganos judiciales y a
concluir, al menos prima facie, que ella es insuficiente.253
Sin embargo, hay un argumento adicional a favor del control
judicial de la ley del que Waldron se ocupa de modo muy escueto y al
cual expresamente le concede poca importancia.254 Según este
razonamiento, el control judicial de la ley se justificaría —junto con
otras razones que desde mi punto de vista sí son refutadas por
Waldron— porque el pronunciamiento mediante el cual el juez
invalida una ley por ser contraria a la Constitución no constituye la
última palabra; es decir, porque existe un mecanismo de reforma
constitucional (si es que existe) que permite superar ese precedente y
devolver el control último al seno del órgano propiamente
representativo (en este caso, el seno del órgano de reforma
constitucional).
De acuerdo con él, el juez realmente no tiene la última palabra
—cuestión que constantemente aqueja a Waldron— porque la reforma
constitucional permite una reacción institucional y democrática frente
252
En este punto, Waldron está refiriéndose expresamente a la teoría del control judicial
de Ely, inspirada en una nota al pie del fallo Carolene Products. Esta teoría ocupará toda
nuestra atención más adelante, por tratarse de la propuesta (junto con la de Carlos
Santiago Nino) sobre la que se sostiene esta investigación.
253
Decimos prima facie por la excepción que parece salvar al finalizar su exposición.
254
En un párrafo Waldron señala que, a pesar de que la posibilidad de enmienda se
mantenga, lo cierto es que se elevan o se refuerzan los requisitos que para activar dicho
mecanismo se requiere. Así, quien preguntara por la justificación de esa dificultad habría
que reconducirlo a los argumentos que, a su vez, intentan justificar el control judicial de
la ley, cosa que Waldron entiende superada. Cfr, op. cit, p. 27
119
al fallo judicial. La inquietud tiene su historia. Alexis de Tocqueville
la puso en los siguientes términos:
Si en Francia los tribunales pudiesen desobedecer las leyes,
fundándose en que las consideran inconstitucionales, el poder
constituyente se hallaría realmente en sus manos, ya que ellos serían
los únicos que gozarían del derecho de interpretar una Constitución
cuyos términos nadie puede cambiar. Vendrían a desplazar a la nación
y dominarían a la sociedad al menos tanto como la debilidad inherente
al poder judicial les permitiese. En cambio, en América, donde la
nación siempre puede, modificando su Constitución, reducir a los
magistrados a la obediencia, no hay que temer semejante peligro.255
Actualmente, Víctor Ferreres ha desarrollado la defensa de este
argumento y da cuenta del mismo en los siguientes términos: “El
tribunal tampoco tiene la última palabra a la hora de interpretar la
Constitución. Por ello, el proceso político democrático puede
reaccionar de varios modos ante una sentencia que invalida una ley.
Una vía es la reforma constitucional”.256 En esta misma línea, John
Vile señala:
One of the reasons that judicial review is accepted is that
judgments of the courts can be reversed through the amendment
process. Moreover, the potential impact of the amendment
process on the courts cannot be measured merely by counting
those few occasions when it has been directly utilized, since the
possibility may have deterred court decisions in other areas as
well.257
Considero que este argumento es central y debe tomarse muy en serio.
De hecho, cuando Waldron critica al control judicial de
255
Alexis de Tocqueville, La Democracia en América, Vol. 1, decimotercera
reimpresión, Fondo de Cultura Económica, México, 2005, p. 108.
256
Ferreres, Víctor, “Justicia Constitucional y Democracia”, en Teoría de la
Constitución. Ensayos escogidos. Carbonell Miguel (comp.), 3ª edición, Porrúa-UNAM,
México, 2005, p. 303
257
Vile, John, op. cit, The Case against Implicit Limits on the Constitutional Amending
Process, p. 191
120
constitucionalidad de la ley, parte del presupuesto de que son los
jueces quienes tienen la última palabra al decidir las cuestiones
controvertidas. Waldron supone que esto es cierto porque, a su
entender, el mecanismo de reforma constitucional, en tanto
mecanismo agravado que frecuentemente requiere el voto de una
supermayoría, no es un método legítimo. Esto, a su entender, porque
viola el principio de igualdad política según el cual todos los votos
deben tener el mismo peso.
En esa medida, consideraría Waldron, activar ese mecanismo
tampoco es otorgar la última palabra al proceso democrático. Ahora,
de cualquier forma no hay que olvidar que su campo de estudio
pertenece a una tradición jurídica (la norteamericana) en la cual la
rigidez efectiva de la Constitución es, sin duda, altísima.258
Por tanto, en ese contexto no es una exageración decir que los
jueces constitucionales sí son quienes, de facto, tienen la última
palabra. Pero ¿qué hay de prácticas, como la nuestra, en que la rigidez
efectiva de la Constitución es bastante baja259? ¿Tiene en nuestro
contexto más peso el argumento de Ferreres? Intuyo que sí. No
obstante, para conceder plena razón habría que hacer un balance de
otras razones y también analizarlas a la luz de objeciones como las de
Waldron.
Evidentemente, ésta no es la materia que ahora nos ocupa. A
nosotros nos concierne el control judicial sobre la reforma
constitucional, no sobre la ley. Queremos saber si el control judicial
de la reforma es o no la última palabra y si, en caso de que la sea,
cuenta con legitimidad. Así, si retomamos el argumento anterior,
parecería que esto último debe contestarse en sentido negativo:
aquello que permitía salvar el control judicial de la ley no resulta
aplicable para la reforma.
258
Prueba contundente de ello es que la Constitución norteamericana ha sufrido apenas
27 enmiendas desde su ratificación hace más de dos siglos.
259
Esta afirmación no se basa en una mera intuición. Al 27 de abril de 2010, la
Constitución mexicana ha sido reformada 501 veces, en sus 93 años de vida. Véase:
http://www.diputados.gob.mx/LeyesBiblio/ref/cpeum.htm, última consulta 27 de abril de
2010.
121
Pensemos que la Suprema Corte mexicana dijera hoy que las
normas creadas de conformidad con el artículo 135 constitucional no
tienen validez por ese único hecho sino que, además, necesitan
ajustarse con los principios legitimadores del constitucionalismo. Ya
vimos que no hay ningún impedimento lógico-jurídico para que la
Corte hiciera semejante pronunciamiento. Pero, de ser el caso, ella
estaría fijando, de una vez por todas, los criterios supremos de nuestro
orden jurídico; estaría vedando la posibilidad de que el derecho
regulara su propia creación con respecto a ellos. ¿Hasta cuándo? La
experiencia de la Corte Suprema de la India indicaría que,
probablemente, hasta la emisión de una nueva Constitución o tras una
revolución de por medio.
Una determinación judicial que invalida una reforma
constitucional nulifica toda posibilidad de emplear un mecanismo
ulterior de decisión democrática para modificarla. Cuando no hay más
canales institucionales para reaccionar, ni instancias a las cuales
acudir para remediar una decisión seriamente deficitaria en términos
democráticos, pareciera importante rechazar la posibilidad de la clase
de control que permite llegar hasta ahí. Si los argumentos de la
objeción contramayoritaria sirven casi contundentemente para derribar
la justificación del control judicial respecto de la ley, por mayoría de
razón deberíamos estar convencidos de que tal institución no es
adecuada para enjuiciar la validez de reformas constitucionales.
Alguien podría objetar estas razones diciendo que, de aceptarse
el control al objeto de reforma, el tribunal constitucional no
necesariamente estaría actuando arbitrariamente o con base en
valoraciones subjetivas sobre el contenido de los elementos más
básicos del constitucionalismo. Se diría que el juez estaría actuando
como un mero traductor de la voluntad constituyente y que no es él,
sino la Constitución misma la que traza sus propios límites. A este
argumento habría que contestarle lo siguiente:
Dado que la redacción constitucional generalmente se presenta
en términos bastante abstractos y, dado que las jerarquías entre
normas constitucionales no están expresamente distinguidas (al menos
no en la Constitución mexicana), es una evidencia que cuando los
122
jueces controlan los méritos sustantivos de una reforma constitucional
realizan una interpretación carente de guías textuales claras que, por si
fuera poco, tiene amplísimos alcances.
En un primer momento, el intérprete tiene que encontrar el
fundamento que le permite elevar determinados principios al rango
supremo y, posteriormente, tiene que identificarlos. Son dos pasos
distintos y ninguno es sencillo. En este sentido, es innegable que los
jueces sí resuelven problemas y desacuerdos morales. Por tanto,
resulta falso decir que ellos actúan como meros traductores de la
autentica voluntad que subyace al documento constitucional original.
John Vile de nuevo muestra su escepticismo respecto a semejante
ejercicio: “If so-called non interpretative judicial review (based on
extraconstitutional sources) is problematic and controversial, the
prospect of enthroning the judiciary to rule against the Constitution is
especially troubling”.260
Ahora, el hecho de que las Constituciones sean redactadas en
términos especialmente abstractos no constituye, en ningún sentido,
uno de sus defectos. Por el contrario, comenta Ferreres, precisamente
es esta condición la que permite predicar la justificación del
atrincheramiento constitucional y de su adjudicación judicial. El uso
de términos amplios permite que tanto los tribunales como los
parlamentos, generen criterios transformadores que posibiliten
mantener viva su legitimidad. Vale la pena citar la opinión de Ferreres
en este sentido:
Las cuestiones relativas a derechos y libertades deben estar
sujetas permanentemente a la posibilidad de una nueva
deliberación pública democrática. Por ello, la expresión
constitucional de tales derechos y libertades debe ser
relativamente abierta y abstracta a fin de que sea cada
generación la que reinterprete su significado a la luz de las
nuevas realidades y las nuevas convicciones formadas a lo largo
de un proceso de deliberación pública cerrado. La generación
260
Vile, John, op. cit, The Case against Implicit Limits on the Constitutional Amending
Process, p. 201
123
que elabora o reforma una Constitución que es
considerablemente rígida debe ser consciente de esta exigencia
democrática.261
Así, parece desacertado considerar que el control sobre la materia
reformada, no implica que los jueces efectúen valoraciones o
determinado (vía interpretación) los alcances de los derechos. El
lenguaje abstracto de la Constitución así lo requiere. Ello no es un
problema, sino su principal virtud (nos dice Ferreres) siempre y
cuando exista la posibilidad de una reacción democrática frente al
dicho del juez. El control que analizamos coarta desde sus raíces
cualquier posibilidad así.
Si la Corte invalida una reforma constitucional por sus méritos
sustantivos definitivamente tiene la última palabra en el asunto. Con
tal actuar, veta o imposibilita la admisión de ciertos contenidos al
sistema jurídico. Dicho de otro modo, la Corte resuelve las disputas
sobre los derechos de un modo que no admite un posterior ajuste por
parte de una corporación parlamentaria. El juego de los precedentes, la
interpretación y la necesidad de frenar la amplitud del debate ahí
donde acaban las letras de la norma (o sus parámetros conceptuales
más o menos próximos), constituirían la base hermenéutica sobre la
que se definirían los presupuestos últimos de nuestro sistema.
b. El autogobierno como fundamento de la apertura al cambio
constitucional
El problema específico que ahora procede abordar es el de por qué es
deseable que la Constitución se entienda como una norma abierta al
cambio o por qué es importante que no exista una “última palabra”.
Puesto de otra forma, queremos analizar qué motivos hay para dar
razón a John Vile cuando afirma: “Not only is the Constitution an
imperfect document; it is also evolutionary, with amendments and
changes in interpretations designed to reflect the development of
261
Ferreres, Víctor, op. cit, “Justicia Constitucional y Democracia”, p. 289.
124
refined public opinion”. 262 En un sentido similar, aunque a fin de
sostener otro punto, Víctor Ferreres afirma: “el significado de la
Constitución no se establece de una vez para siempre: es el producto
de una conversación abierta a todos, y es objeto de una búsqueda sin
término”.263
Antes que nada, tiene que quedar claro por qué el control a la
enmienda constitucional sí significa el dictado de una última y
definitiva palabra. Veamos: cuando un tribunal resuelve el dilema
sobre los límites implícitos a su favor, está sentando los criterios
definitivos con referencia a las cuales deberá predicarse la validez de
cualquier norma futura. Todas las normas que de ahí en adelante
pretendan pertenecer al sistema deben guardar correspondencia
material con el criterio supremo identificado o creado (según lo que se
quiera entender) por la Corte. En este escenario, si la palabra del
tribunal constitucional es tomada en serio —como creo que tiene que
tomarse— entonces, ella sí es la última. Es decir, si la Corte dijera que
el orden jurídico mexicano no puede —bajo ningún motivo o
consideración— incluir el contenido X, el Parlamento no estaría sino
desafiando su autoridad al decir que X sí debe integrarse.
Alguien podría alegar que esto no es necesariamente cierto
porque el ORC puede posteriormente prohibir al tribunal
constitucional que determine la existencia de tales límites. Pero ya no
constituye un caso de laboratorio que el tribunal constitucional
invalide la norma que, a su vez, le impide invalidar una reforma por
sus méritos sustantivos. Ahí está el ejemplo de la India para indicarnos
que si el orden entre los poderes ha de procurarse, el Parlamento
seguramente terminará cediendo frente al tribunal máximo. Si no lo
hace (cosa que también es posible) entonces la pretensión de arrogarse
la última voz puede ir hasta el infinito y generar un insoportable
debilitamiento para ambas instituciones.
262
Vile, John, op. cit, The Case against Implicit Limits on the Constitutional Amending
Process, p. 201
263
Ferreres, Víctor, op cit. “Justicia Constitucional y Democracia.” p. 303
125
El punto que preocupa no es el hecho de que la Corte pueda
transformar la Constitución y que, incluso, tenga un rol activo en ello.
De hecho lo hace cuando controla la constitucionalidad de las normas
secundarias del sistema. Ello es incontestable.264 El problema se da no
cuando la Corte es un factor más de transformación, sino cuando es el
factor que decide en última instancia cuáles son los criterios que no se
pueden transformar; es decir, cuando se admite que un solo órgano —
mucho peor un órgano contramayoritario sin contrapeso— tiene
competencia para cerrarle la puerta a posibles transformaciones
futuras.265
Y ¿por qué es importante permitir el cambio? en el primer
apartado hacíamos referencia a las razones por las cuales,
históricamente, el constitucionalismo permite la reforma de la norma
fundamental. Veíamos también que algunas prácticas lo permiten con
grandes dificultades y otras con mayor laxitud. Decíamos que esta
apertura a la transformación respondía a la preocupación de los
primeros constituyentes de que la Constitución perdurara en el tiempo
sin perder legitimidad, esto, para evitar la formación de una brecha
entre los deseos e intereses de las generaciones futuras y los
contenidos constitucionales.
Pues bien, ahora es momento de dar cuenta de las razones que
nos permiten afirmar que esta apertura al cambio no sólo tiene el valor
instrumental que el argumento anterior le confiere. Ella, por el
264
Dando cuenta de la importancia de este fenómeno, John Vile, dice que la Constitución
puede modificarse por tres distintas vías: el artículo V de la Constitución (el
procedimiento de reforma); por el poder judicial y por las ramas electas, esto es, el poder
legislativo y el ejecutivo. De esta forma, Vile nos ayuda a apreciar que el cambio no sólo
opera desde las trincheras a las que tradicionalmente remitimos y que, también en este
escenario, la división de poderes y el sistema de pesos y contrapesos tiene pertinencia.
Cfr, Constitutional Change in the United States. A comparative study of the Role of
Constitutional Amendments, Judicial Interpretations, and Legislative and Executive
Actions. Praeger, 1994. p. 73.
265
Aquí conviene destacar algo que parece obvio pero que se puede pasar por alto:
cuando se niega la posibilidad de controlar el objeto de reforma, el ORC tampoco
termina teniendo la última palabra. La integración de las asambleas futuras tiene plena
potestad para redefinir los contenidos constitucionales y revertir las decisiones del
pasado.
126
contrario, es valiosa en sí misma, pues es fruto del respeto por la idea
según la cual, cada individuo tiene derecho a gobernarse a sí mismo y,
por tanto, no tiene por qué estar atado al decir de sus antepasados. A
continuación, trataré de reconstruir algunas líneas argumentativas que
defenderían la inmutabilidad de ciertos contenidos constitucionales, al
negar que semejante congelamiento ocasione un detrimento en los
principios democráticos. Esto, a fin de identificar sus debilidades a la
luz del marco teórico que ya hemos revisado.
 Primer argumento: la calidad democrática del momento originario
(o, si se quiere, de cualquier otro momento fundacional) da
suficiente legitimidad para sostener que ciertas decisiones
alcanzadas en esas condiciones no deben ser rebasadas.266
Para refutar este argumento sólo hace falta recordar que esa pretendida
calidad democrática es altamente cuestionable. Tratándose de
constituciones considerablemente antiguas, podemos decir que las
condiciones históricas en las que se generaron dejan mucho que desear
conforme a nuestro actual estándar de lo democrático. Respecto a
constituciones no tan antiguas, cabría decir prácticamente lo mismo.
Si nuestro concepto de lo democrático es progresivamente incluyente
¿cómo es que la calidad democrática del proceso de ayer es mejor que
la de hoy? No hay ninguna razón para afirmar algo así.
Vile opina en el mismo sentido: “more recent constitutional
provisions are presumptively in closer accord with the consent of the
266
En palabras de Nino, la teoría de Ackerman (que podrían inscribirse dentro de esta
corriente) intenta justificar la legitimidad democrática de la Constitución sobre la base de
una concepción dualista de la misma, basada en una distinción entre momentos de
política constitucional y de política ordinaria. El primer momento, referido a la forma
más alta de la política, se da en raros momentos en los que la gente habla a través de un
proceso de considerable debate y movilización. Para Ackerman, esto ocurrió en Estados
Unidos primordialmente en tres momentos: el proceso de sanción de la Constitución, la
reconstrucción que siguió a la guerra civil y el New Deal. En momentos de política
ordinaria, el pueblo no habla directamente, por tanto su legitimidad democrática decrece.
Nino, Carlos Santiago, op. cit. Fundamentos de derecho constitucional, p. 689
127
governed than conflicting with earlier provisions”.267 En todo caso, la
calidad democrática de una decisión es una condición contingente;
puede darse o no: no está necesariamente asociada a la idea de
“proceso constituyente”. Entonces, tal calidad no puede presumirse,
tan sólo constatarse o exigirse como un ideal.
Siendo esto así, ¿por qué habríamos de aceptar que la decisión
expresada por una generación ya extinta puede vincular a las
generaciones del presente? Suponiendo que ella fue legítima en su
momento ¿no perece esta calidad con el paso del tiempo? Es cierto
que hay un valor en lo que otras generaciones han dicho y las
lecciones que se han aprendido de la historia, pero ese valor no es lo
suficientemente intenso como para afirmar su incondicionada y
permanente protección.
Si ya no se cree en las razones o en la justificación que dieron
origen a un determinado postulado, no hay ningún motivo por el cual
ellas no puedan ser removidas y superadas por nuevas razones. Parece
haber algo verdaderamente despótico en afirmar que las leyes y
decisiones de los antepasados pueden controlar a los vivos. Thomas
Jefferson fue especialmente enfático en este punto, al grado en que
sostenía que la Constitución debía ser reemplazada cada veinte
años.268
Permitir que cada persona decida lo que le conviene para su
propia vida deriva del respeto al principio de autonomía individual,
que si se extrapola al campo de la política —como no puede ser de
otro modo— se manifiesta como el principio del autogobierno. Si hay
algo de valioso en su respeto, entonces debemos afirmar que las
267
Vile, John, op. cit, The Case against Implicit Limits on the Constitutional Amending
Process, p. 201
268
Jefferson literalmente sostuvo: “Each generation is as independent as the one
proceeding, as that was of all which had gone before. It has then, like them, a right to
choose for itself the form of government it believes most promotive of its own happiness;
consequently, to accommodate to the circumstances in which it finds itself, that received
from its predecessors; and it is for the peace and good of mankind that a solemn
opportunity of doing this every nineteen or twenty years, should be provided by the
constitution.” Citado en Vile, John, The Constitutional amending process in American
political thought, Praeger, New York, 1992, p. 66
128
personas no tienen por qué aceptar las conclusiones morales de una
generación extinta, ni siquiera porque algunos (los jueces, quizás)
estén auténticamente convencidos de que esas conclusiones son la
verdad o que son las mejores conclusiones posibles en atención de
nuestro real bienestar. Un juez incluso podría pensar que conoce las
preferencias reales de los otros mejor que ellos mismos. Pero un
auténtico respeto por el principio de autogobierno nos lleva a afirmar,
con Carlos Santiago Nino, que cada persona es el mejor juez de sus
propios intereses.269
 Segundo argumento: Si se acepta que los derechos de las minorías
—consagrados constitucionalmente— deben defenderse de tal
forma que ninguna decisión mayoritaria (o incluso
supermayoritaria) pueda cercenarlos, entonces debe vedarse toda
posibilidad de que ellos sean superados por consensos.
Este argumento recuerda algunas de las ideas más importantes que
Luigi Ferrajoli ha sostenido. Como se sabe, para él, los derechos
constituyen la esfera de lo indecidible. 270 La idea tiene una fuerza
significativa: nos invita a reconocer que la justificación de los
derechos no reside en un consenso mayoritario o incluso en uno
supermayoritario. Es decir, ellos tienen una justificación moral
intrínseca.
Pero el uso de la palabra “indecidible” tiene su peso y por ello
hay que hacer algunas distinciones; esto es: podríamos estar
convencidos de que semejante justificación existe y no por eso
estaríamos obligados a promover el congelamiento (o lo indecidible)
de los derechos. ¿Por qué? Porque si concedemos razón a Waldron en
su visión sobre los desacuerdos, tendremos que reconocer que, al
final, el contenido mismo de los derechos es irremediablemente
generado por consensos, ya sea que éstos los genere un parlamento o
269
Cfr, Nino, Carlos Santiago, La Constitución de la democracia deliberativa, op. cit. p.
77
270
Cfr, Ferrajoli, Luigi, Derechos y garantías. La ley del más débil, quinta edición,
traducción de Perfecto Andrés Ibáñez y Andrea Greppi, Trotta, Madrid, 2006, p. 24.
129
los miembros de un tribunal. Incluso, mantener la vigencia de una
decisión del pasado es, a la vez, una decisión en sí. En otras palabras,
pese a que hay decisiones que pueden tener una justificación moral
intrínseca, su permanencia necesariamente es decida por alguien y a
través de un procedimiento determinado.
Por tanto —atendiendo al problema de la reforma
constitucional— si aceptamos que la toma de decisiones es
irrenunciable, la pregunta que debemos formular es, más bien, ¿cómo
podemos llegar a mejores resultados (a esperar que no sean tiránicos)?
¿Es la interpretación judicial el mejor camino? O ¿sería mejor optar
por la decisión de una asamblea abierta a la deliberación pública?
Me parece que esta última pregunta debe contestarse
afirmativamente. Los jueces no están exentos de la desconfianza que
inspira un órgano parlamentario. Como dice Waldron, en cualquier
proceso se juega la posibilidad de llegar a resultados que puedan
considerarse ejemplos de una decisión tiránica. En el mismo sentido y
ubicándose en el contexto mexicano, Pedro Salazar opina:
En lo personal no entiendo por qué la desconfianza a los
representantes populares no vale también para los miembros del
Poder Judicial. Sobre todo en un contexto, como el mexicano,
en el que los jueces y los magistrados son personajes invisibles
por no decir opacos. Nadie los conoce, ni puede exigirles
cuentas. A los diputados y senadores, por lo menos, los
elegimos periódicamente en un contexto de elecciones
competidas.271
Si lo que nos preocupa es que los derechos de las minorías sean
protegidos, ¿no deberíamos enfocarnos en las exigencias que
configuran un proceso auténticamente democrático? Esto, en vez de
juzgar la corrección de un resultado a la luz de razones últimas, no
sujetas a la dinámica del cambio.
Quizás no deberíamos preocuparnos tanto por entender que los
derechos constituyen la esfera de lo indecidible, sino en ver cómo
271
Salazar, Pedro, op. cit, p. 47.
130
mejoramos la ruta decisoria. Es decir, debemos fijarnos más en las
vías para evitar malos resultados, que en dar el carácter de inmutable a
lo que se sigue considerando un buen resultado. Así, el problema de la
aserción de Ferrajoli es que omite tomar en cuenta que quizás no es
tan malo que todo sea decidible por consensos, siempre y cuando
hablemos de consensos maduros y reflexivos, donde las cuestiones
más fundamentales pasen por un filtro procesal al cual pudiéramos
conferir una alta dosis de legitimidad. Esta preocupación será objeto
de nuestra atención en el siguiente capítulo.
 Tercer argumento: No hay ninguna razón para superar las
conquistas del constitucionalismo (división de poderes,
consagración de derechos, forma republicana de gobierno). La
Constitución puede ser reformada, pero no en sus aspectos
esenciales.
Evidentemente este argumento no es sino una ampliación del segundo.
Esta línea argumentativa no sólo está pensando en la protección de las
minorías sino, sobre todo, en toda la lógica y el diseño del Estado
constitucional. La pregunta, por tanto, es: ¿por qué respecto de estas
piezas del constitucionalismo tan altamente valoradas también debe
admitirse el cambio?
Algún defensor de la tesis de los límites lógicos podría afirmar
que la adaptación es adecuada para cierto tipo de contenidos
constitucionales, pero no para los valores sobre los que el sistema se
sustenta, tales como los que idearon las instituciones del sistema
representativo, por ejemplo. Pero, de nuevo, aquí lo que se tiene que
probar es por qué esas instituciones o valores fundamentadores deben
seguir rigiendo en el supuesto de que dejaran de ser compartidos. Ya
vimos por qué tal insistencia parece no tener justificación.
Para Gutmann y Thompson, entender que cualquier decisión es
provisional es importante por dos razones. Literalmente, las indican
del siguiente modo:
131
First, in politics as in much of practical life, decision-making
processes and the human understanding upon which they
depend are imperfect. We therefore cannot be sure that the
decisions we make today will be correct tomorrow, and even
the decisions that appear most sound at the time may appear
less justifiable in light of later evidence […] Second, in politics
most decisions are not consensual. Those citizens and
representatives who disagreed with the original decision are
more likely to accept if they believe they have a chance to
reverse or modify it in the future. And they are more likely to
be able to do so if they have a chance to keep making
arguments.272
Una decisión judicial como la que se ha tratado de criticar, se informa
por el temor de que pueda existir una reforma abiertamente tiránica.
Este temor es, sin duda importante, pero no podemos nada más
fijarnos en este peligro; debemos ver también que la posibilidad de
abrir el cambio a reformas estructurales no es algo negativo. Esas
reformas podrían incluso llegar al grado de generar mecanismos de
democracia directa y mitigar la fuerza de las instituciones propias de
la democracia representativa.
Como se recordará, Gargarella vehementemente logra demostrar
que muchas de esas instituciones fueron creadas con un sesgo
contramayoritario, lo cual se proyecta hasta nuestros días como un
mal que impide un desarrollo más adecuado de la participación y una
representación más fiel a los intereses de la gente. En pocas palabras,
la justificación moral de algunas instituciones —tales como un poder
legislativo bicameral, los mecanismos de veto legislativo por parte del
Ejecutivo o el mismo control judicial de la ley— no es tan obvia.
Habrán muchos que no estén convencidos por un argumento como el
de Gargarella, pero lo que sí es innegable es que su crítica tiene, en sí,
un peso que nos indica, de modo bastante claro a mi entender, que no
hay razones para proteger verdades inmutables y que la justificación
272
Gutmann, Amy y Thompson, Dennis, Why Deliberative democracy? Princeton
University Press, New Jersey, 2004, p. 6
132
de esas instituciones que tanto hemos procurado reforzar, todavía
tienen una cuenta pendiente que saldar.
Retomando: además de que las objeciones planteadas en este
apartado están estrechamente vinculadas entre sí, parecen llevarnos a
la conclusión de que las decisiones humanas deben estar sujetas a
cambio porque ellas son falibles.
Si esto es así, ¿cuál debería ser nuestra concepción de
“Constitución”? La idea de que una norma constitucional debe reunir
ciertas propiedades materiales para ser válida, parece alejarnos del
ideal al cual quería acercarnos el positivismo jurídico y que aún tiene
relevancia; a saber: devolver a la voluntad humana, actual y presente,
el control sobre los juicios morales que jurídicamente le vinculan. Esta
aportación descansa en una específica tesis epistemológica acerca de
la forma en que es posible llegar a resultados moralmente acertados.
En efecto, si Kelsen puso tanto énfasis en la necesidad de entender
que el derecho es una obra humana (sujeta a cambios) es en gran parte
porque su misma ideología lo hacía un escéptico respecto a la
posibilidad de encontrar respuestas morales correctas. El jurista
austríaco sostenía:
Si hay algo que la historia del conocimiento humano puede
enseñarnos, es la inutilidad de los intentos de encontrar por
medios racionales una norma de conducta justa que tenga
validez absoluta, es decir, una norma que excluya la posibilidad
de considerar como justa la conducta opuesta. Si hay algo que
podemos aprender de la experiencia espiritual del pasado es que
la razón humana sólo puede concebir valores relativos, esto es,
que el juicio con el que juzgamos algo como justo no puede
pretender jamás excluir la posibilidad de un juicio de valor
opuesto. La justicia absoluta es un ideal irracional…273
Para ponerlo en términos más simples, si Kelsen hubiera estado
convencido de que podemos llegar a resultados correctos y justos,
273
Kelsen, Hans, ¿Qué es la Justicia?, trad. Ernesto Garzón Valdés, Fontamara, México,
1991, p. 8, apud, Blanco, Víctor, “Los límites de la justicia”, en Isonomía, núm. 2 (abril
1995), México: Instituto Tecnológico Autónomo de México, p. 137
133
entonces no hubiera puesto tanto hincapié en concebir al derecho
como un sistema normativo regido por relaciones dinámicas, es decir,
por relaciones que hacen de ese sistema un generador de su propio
cambio. Sin embargo, no necesitamos compartir el escepticismo moral
de Kelsen para concluir que su esquema continúa siendo valioso,
específicamente en lo que se refiere a ese entendimiento dinámico de
las relaciones normativas.
Podemos seguir prefiriendo una regla de reconocimiento que
identifique como norma suprema aquella cuya modificación puede ser
activada siempre que un conjunto de voluntades humanas así lo
requieran. Ello, en lugar de una norma que recibe su contenido de una
serie de valores cuya voluntad creadora es particularmente difusa y
donde el derecho sería incapaz de suministrar un remedio procesal
para modificarlos. Importa la posibilidad de cambio no porque se
acepte que el escepticismo moral de Kelsen es adecuado, sino porque
se rechaza su opuesto; a saber: la tesis según la cual, las verdades
morales son inmutables. Entre un extremo y otro hay un largo camino
y no es necesario comprometerse con una ubicación para sostener que
la apertura a la adaptación es un valor importante.
Para cerrar este capítulo hace falta decir que las objeciones que
aquí se han explorado sólo pueden tener fortaleza o peso en la medida
en que funcionen de modo conjunto. Es decir, he señalado lo que,
considero, constituye un conjunto de argumentos que, operando al
mismo tiempo, deberían ser suficientes para demostrar que el control
judicial sobre el objeto o la materia de la reforma está injustificado. La
intención era demostrar que, hasta ahora, el debate teórico no ha
generado razones contundentes en este sentido, pues todas ellas
admiten contraargumentos razonables.
La conclusión es que el control judicial sobre la materia de la
reforma genera lo siguiente: la última palabra sobre un problema
delicado, que debería zanjarse al interior de un órgano sujeto al
control de la sociedad, recae (por el contrario) en un órgano que
carece de las suficientes credenciales democráticas para ello. Las
críticas que estudiábamos están comprendidas en ese mismo
enunciado. El problema no es sólo que un órgano tenga la última
134
palabra, sino que ese órgano sea uno que carece de las suficientes
credenciales democráticas. El problema no es sólo que un órgano sin
las suficientes credenciales democráticas interprete los valores
fundamentales del orden constitucional y sea un efectivo factor del
cambio, sino que tenga la última palabra sobre la cuestión.
135
136
CAPÍTULO III. APLICACIÓN DE LA TEORÍA DEL
CONTROL PROCEDIMENTAL AL PROCESO DE
REFORMA CONSTITUCIONAL
En el capítulo anterior habíamos concluido que el núcleo de la
objeción al control sobre el objeto de la reforma radica en que permite
que los desacuerdos sobre los derechos sean dirimidos por un órgano
que carece de legitimidad suficiente para decidir, de una vez por
todas, sobre su contenido y alcance.
Como ya hemos visto, hay quienes no están de acuerdo con
semejante conclusión. Alguien como Murphy podría apuntar: ¿cómo
sería posible admitir (o tener por válida) una reforma que
expresamente renuncia a la democracia constitucional como forma de
gobierno? ¿Cómo sería posible decir que, mientras los requisitos
formales hayan sido cumplidos a la letra, no nos queda más que acatar
ese resultado? Murphy le diría al formalista274: usted no está tomando
en cuenta que el puntual y cabal cumplimiento de los requisitos
formales previstos para el cambio constitucional no legitiman una
reforma tan monstruosa como aquella que expresamente prohibiera a
los ciudadanos gozar de derechos, por ejemplo.
El formalista diría: quizás no, pero el derecho no prevé otro
mecanismo de creación constitucional que no consista en el
cumplimiento de esos requisitos. La creación jurisprudencial no es
admisible. El valor que subyace a la aplicación del derecho positivo
escrito, prima sobre cualquier reivindicación judicial de los derechos.
Además —añadiría un formalista más flexible — esas reglas, por lo
menos, nos dicen cómo podemos cambiar el derecho y nos da control
sobre ello, no lo delega a un juez que, en principio, no puede
distanciarse de un precedente que lo ata de manos injustificadamente.
¿Qué contestaría alguien como Murphy o Pedro de Vega?
Probablemente continuarían refutando la corrección moral de la
274
Es conveniente aclarar que el uso que aquí hago de la palabra “formalista” no tiene un
sentido peyorativo. Ella sólo pretende representar a aquel interlocutor especialmente
preocupado por el cumplimiento de las reglas del procedimiento.
137
reforma que imaginamos pero, además, podrían añadir un argumento
que sí debería dejar a los formalistas con serios cuestionamientos
sobre la razonabilidad de su posición. Aquellos podrían decir que la
norma que da rigidez a la Constitución está pensada, precisamente,
para dificultar el cambio de postulados tan fundamentales como los
derechos por abrogarse y que la reunión de una supermayoría es un
requisito formal incapaz de dar cuenta de todas las pretensiones
subyacentes al ideal del atrincheramiento.
Este último argumento deja ver que hay algo sobre lo que ambas
posiciones podrían coincidir. Quizá ninguno de nuestros debatientes
—dos sujetos razonables— estaría dispuesto a cuestionar la validez
jurídica de una reforma constitucional que fuera creada a través de un
procedimiento democráticamente legítimo; es decir, uno que,
incontestablemente, derivara de un auténtico consenso de la mayoría y
donde el punto de vista de las minorías fuera tomado con toda la
seriedad y consideración posibles.
En este escenario difícilmente podrían asustarnos conclusiones
que, alcanzadas desde el cubículo personal de un filósofo, tuvieran la
seria intención de combatir la validez jurídica de esa enmienda. El
sustancialista quizás aceptaría: es cierto que si la reforma es resultado
de un proceso legítimo —auténticamente democrático— la posición
personal de un individuo sobre su corrección moral, no constituye más
que eso, es decir, una posición personal. Por tanto, admitiría que es
posible disentir del resultado de la reforma desde el plano moral, pero
no desde el jurídico.
Ambos sujetos coincidirían porque lo que inquieta al
sustancialista es que se haya llegado a un resultado que considera
injusto mediante un procedimiento que pudiera calificarse de tiránico.
Y en este punto lleva la razón: es cierto, sin duda, que la aplicación de
las reglas formales no excluye la posibilidad de generar un
procedimiento de tal carácter. Un órgano puede llegar a la votación
supermayoritaria exigida por la Constitución con independencia de
que el procedimiento sea, de facto, democrático o tiránico.
Ahora bien, ante la presencia de una reforma tiránica (en su
proceso y en su resultado), quizás el sustancialista admitiría que,
138
precisamente, lo que le preocupa es que haya bastado con la
negociación de una supermayoría parlamentaria para lograr un
resultado a todas luces contrapuesto con los intereses de la sociedad a
la que dicha transformación vincula. Y probablemente añadiría que
esto prueba la necesidad del control judicial sobre la materia
reformada porque la realidad está protagonizada por la negociación
arbitraria entre los partidos políticos al interior de las asambleas, no
por el desarrollo de procedimientos auténticamente deliberativos,
abiertos a todas las voces. Dado que éstos —señalaría— no son sino
una utopía, es inadecuado partir de esa base.
Es sobre este último punto que disiento con el personaje que he
llamado sustancialista. Es cierto que hay razones para dudar de la
capacidad de los órganos políticos para llegar a una deliberación
suficientemente sofisticada como para legitimar cualquier resultado.
Comparto que la gran cantidad de acciones que realiza esta clase de
órganos revela que no son proclives a ello. Sin embargo ―y esta es la
pregunta sobre la que gira esta investigación― si en ello radica el
problema de la desconfianza, ¿por qué no pensar en mecanismos
exclusivamente llamados a corregir tales deficiencias? ¿Es posible
pensar que aquí los jueces constitucionales sí tienen legitimidad para
intervenir en aras de fortalecer y exigir un actuar procedimental más
apegado al ideal deliberativo? ¿Hay un fundamento jurídico que
permita tal intervención?
1. Los invitados al debate y la teoría alternativa de Ely y Nino
Hasta el momento, en nuestro debate imaginario sólo han participado
dos personajes hipotéticos con ideas antagónicas: el formalista, que
sostiene (por diversas razones) que los jueces no pueden ni deben
calificar los méritos sustantivos de una reforma constitucional,
mientras ésta haya sido emitida de conformidad con las reglas que
explícitamente norman el procedimiento de reforma275; y el
275
Cabe dar cuenta de que existe una postura dispuesta a ir un tanto más lejos. Un
ejemplo podría ser la expresada por el Ministro Fernando Franco González Salas en el
139
sustancialista, que afirma que los tribunales constitucionales sí están
en posición de invalidar un enmienda opuesta a un conjunto de valores
insertos en el orden constitucional.276 Pero este debate está
incompleto.
Si uno retoma los cuestionamientos sobre la justificación del
control judicial de la ley (como ya lo hacíamos al hablar de la postura
de Waldron) se dará cuenta de que muchas de las objeciones hechas
en el marco del debate, aplican y dan luz al problema que ahora
analizamos.277 Al interior de esa controversia compite una posición
más y, por cierto, una que tiene una enorme presencia en la teoría
constitucional. Se trata de la posición que justifica la intervención
judicial en el control de las leyes siempre que éste consista en un
ejercicio de vigilancia sobre la suficiencia democrática de los
procedimientos que les dan origen. Puede decirse que John Hart Ely,
con su obra Democracia y desconfianza,278 fue el fundador de esta
corriente, misma a la que Carlos Santiago Nino se sumó en diversos
escritos.
voto particular que formuló en relación con el amparo en revisión 186/2008. A su
entender, a falta de facultades expresas, la Corte no puede ni siquiera intervenir en la
revisión de la regularidad del procedimiento. Esta opinión, sin duda interesante, no
parece ser ya una posibilidad decisoria para la Corte, pues la actual mayoría de sus
miembros la ha rechazado expresamente. Por ello, aunque ella requiere un
contraargumento sólido, en este momento no ocupará nuestra atención y sólo nos
referimos a una posición como la de Ulises Schmill, según la cual, el control de
regularidad del procedimiento sí es posible.
276
La posición de Pedro de Vega podría ubicarse en estas filas, aunque esta clasificación
no deja de ser problemática, pues como veíamos su postura es un tanto ambigua. Pese a
la contundencia de todas las afirmaciones que hemos citado, llega a decir: “innecesario
es advertir que la ausencia de cláusulas de intangibilidad en nuestro ordenamiento
impide el que quepa plantear cuestión alguna de inconstitucionalidad material. El
control jurídico de la reforma se circunscribe, como no podía ser de otra manera, a los
aspectos formales”. Op. cit, p. 302.
277
Vile, diría —por ejemplo— que esos cuestionamientos se presentan
exponencialmente al hablar sobre la reforma constitucional.
278
Ely, John Hart, Democracia y desconfianza. Una teoría del control constitucional,
trad. Magdalena Holguín, Siglo del Hombre editores, Universidad de los Andes, de
Derecho, Colección Nuevo Pensamiento Jurídico, Santa Fe, Bogotá, 1997, p. 292.
140
La pregunta que ahora nos toca resolver es si esta teoría
procedimental del control constitucional resulta aplicable para la
revisión del proceso que precede a la enmienda constitucional. De ser
el caso ¿por qué? ¿En qué medida? y ¿cómo? Antes de intentar una
respuesta, revisemos qué sostienen estas teorías.
A. John Hart Ely: el juez como árbitro que vela por la limpieza de
los canales políticos.
Tras objetar las dos corrientes de control constitucional predominantes
en su tradición jurídica (intepretativism y non-interpretativism279),
John Ely se pregunta ¿son éstas las únicas posiciones viables para la
defensa de la Constitución? Contesta negativamente convencido de
que esto constituye un falso debate y para demostrarlo remite a la
Corte Warren como muestra adecuada de la alternativa.280
Ely dice que si bien buena parte de las sentencias de este
período estuvieron animadas por una preocupación en torno a los
problemas de debido proceso (en los específicos ámbitos penal y
administrativo), lo cierto es que, sobre todo, se mostró una inquietud
seria respecto al debido proceso en un sentido más amplio, es decir, en
el proceso de expedición de leyes que rigen a la sociedad.281 Vale la
pena referir el literal entendimiento de este autor sobre el actuar de
dicha Corte:
279
Como su nombre lo indica, la corriente denominada interpretativism indica que los
jueces deben ir más allá de texto constitucional para aplicarlo adecuadamente. Ely
cuestiona esta postura porque la considera antidemocrática al permitir que los jueces
impongan los valores que consideran son fundamentales. La tesis del non
interpretativism diría justamente lo contrario a la primera: que los jueces no deben ir más
allá de la explicitud constitucional. Ely asegura que esta posición es errada porque la
Constitución está redactada en términos tan abstractos que sería iluso creer que el texto o
los debates del constituyente pueden resolverlo todo. La crítica a estas dos posiciones se
contienen en los tres primeros capítulos de la obra. Vid, pp. 17 y ss.
280
Cfr, Ely, John Hart, op. cit, p. 99
281
Cfr, ibidem, p. 98
141
Otras Cortes han reconocido la conexión que existe entre tal
actividad política y el adecuado funcionamiento del proceso
democrático: la Corte Warren fue la primera en actuar
seriamente con base en él. […] Ciertamente se trató de
sentencias intervencionistas, pero tal intervencionismo no
estuvo animado por el deseo de parte de la Corte de vindicar
algunos valores sustantivos particulares, que hubiese
determinado como importantes o fundamentales, sino más bien
por el deseo de asegurar que el proceso político —que es donde
propiamente se identifican, pesan y ajustan tales valores—
estuviese abierto a personas de todos los puntos de vista en
condiciones que se aproximaran a la igualdad.282
Ely aclara que el actuar de la Corte Warren en realidad estuvo
precedido por la ya clásica nota a pie de página número 4 del fallo que
resolvió el caso Carolene Products en 1938. En ella, el Justice Harlan
Fiske Stone señala que el escrutinio de constitucionalidad de las leyes
quizá requiere especial atención cuando el prejuicio contra ciertas
minorías discretas e insulares tiende a menoscabar seriamente la
operatividad de los procesos políticos en los que debe confiarse su
protección.283
Es en esta nota donde Ely realmente obtiene inspiración. A su
entender, ella indica que una función adecuada para la Corte es
asegurarse de que los canales de participación y comunicación política
se mantengan abiertos.284 A su entender los dos grandes temas de
Carolene Products se refieren a la participación en el siguiente
sentido:
…nos piden que no nos ocupemos únicamente de determinar si
este valor sustantivo o aquel es de especial importancia o es
fundamental, sino más bien si la oportunidad de participar, bien
sea en los procesos políticos mediante los cuales se identifican
282
Idem,
Cfr, ibidem, p. 100
284
Cfr, idem.
283
142
y ajustan valores, o en los ajustes a los que han llegado tales
procesos, ha sido indebidamente coartada.285
Una de las piezas clave en la teoría de este autor es su noción sobre el
gobierno representativo. Es crucial entender que, para él, los creadores
de la Constitución norteamericana concebían a la “representación”
como un concepto mucho más rico del que ordinariamente se le
adscribe.286 Desde entonces, nos dice Ely, el concepto descansaba en
la premisa de que todo ciudadano tenía derecho a igual respeto y, por
tanto, su debida representación debía estar en función de ella. 287
Obviamente Ely alude a una concepción histórica de la
representación para convencernos de que nuestra teoría actual debe ser
extendida. Refiere que la ampliación se compromete con un concepto
de acuerdo con el cual, el representante no sólo debe separar sus
intereses de los que le son propios a la mayoría de sus electores, sino
también debe hacer una distinción entre los intereses de la coalición
mayoritaria y los intereses de las diferentes minorías.288 Esto, nos
dice, “no significa que los grupos que constituyen a las minorías de la
población nunca podrán ser tratados menos favorablemente que el
resto, pero sí impide el que se niegue su representación”.289
Adoptar esta concepción de representación —entendida por Ely
como “representación virtual”290— implica entender que sus
operadores no sólo tienen el deber de atender y cuidar los intereses de
su electorado, sino también los de todos a quienes perjudica la
decisión por aprobar. Este autor agrega que la clave está en vincular
constitucionalmente los intereses de la minoría con los intereses de los
grupos que detentan el poder.291
285
Ibidem, p. 101
Cfr, ibidem, p. 102
287
Cfr, ibidem, p. 103
288
Cfr, ibidem, p. 107
289
Ibidem, p. 107
290
Ibidem, p. 109, Al respecto dice que esta noción implica la protección de personas
geográficamente distantes y la de aquellos que, siendo representados en sentido técnico,
están en una situación funcional de impotencia.
291
Cfr, idem.
286
143
¿Cuál es el fundamento con el que Ely opera? La lectura
procedimental que hace de la Constitución norteamericana. Esta
lectura lo conduce a concluir que la Constitución contempla dos
grandes temas: “la consecución de un proceso político abierto a todos
en base de igualdad, y la consiguiente aplicación del deber de los
representantes de mostrar igual atención y respeto tanto por las
minorías como por las mayorías”.292
¿Qué lugar tiene el juez en todo esto? Él vigila que se haya
logrado la representación virtual. Es el árbitro que, sin garantizar la
justicia del resultado, interviene para vigilar que durante el proceso no
se concedan ventajas injustas a un grupo por encima de otro.
Ellos deben vindicar el mal funcionamiento del proceso, el cual
―en voz de nuestro autor― se actualiza cuando: 1) quienes detentan
el poder bloquean los canales de cambio político o se aseguran de
permanecer en el poder y excluir a los demás o 2) cuando aunque a
nadie se niegue en realidad voz o voto, los representantes
comprometidos con una mayoría efectiva sistemáticamente colocan en
desventaja a la segunda minoría, por simple hostilidad, o por negarse
prejuiciadamente a reconocer una comunidad de intereses y, al
hacerlo, niegan a aquella minoría la protección suministrada por un
sistema representativo a otros grupos.293 Así, Ely busca justificar la
manera en que los tribunales pueden controlar la injustificada
exclusión del proceso político de las minorías.
Ahora, Ely evidentemente se tiene que enfrentar con el
problema de resolver cómo es que el juez puede detectar la ausencia
de participación de una minoría en un proceso. Obviamente no puede
ser a partir de un resultado que genere un trato desigual a esa minoría,
pues eso nos haría regresar, precisamente, a las circunstancias que Ely
quería objetar: la imposición de valores por parte del juez
constitucional. Aunque este es el punto más frágil de su posición (más
adelante veremos por qué), entiendo que este autor resuelve el
problema diciendo que lo que se debe garantizar, no es un trato igual
292
293
Ibidem, p. 125
Ibidem, p. 130
144
en el resultado, sino que los intereses de esas personas sean tomados
en cuenta en el proceso legislativo.294
Un proceso inválido sería aquél que negara participación
política a un grupo con base en un prejuicio inaceptable. Aquí vale la
pena traer a cuento la síntesis que realiza Víctor Ferreres sobre el
significado de este concepto en la teoría de Ely. Advierte que los
prejuicios inaceptables se entienden como los que “tienen un número
de contraejemplos sustancialmente mayor de los que el legislador
parece haber previsto. Esos estereotipos inaceptables distorsionan el
proceso de toma de decisiones, lo que convierte en sospechosa la
distribución de beneficios y cargas a las que se llega como
resultado”.295
El juez está frente a una categoría sospechosa —que amerita el
escrutinio— cuando el legislador otorga un trato diferenciado a grupos
considerados como minorías discretas e insulares.296 No obstante, una
ley con tales características se mantiene si las distinciones que
contempla encuentran soporte en razones aceptables y no en meros
prejuicios.297
Contra la teoría de Ely se han lanzado muchas críticas y sin
duda debemos abordarlas. Pero antes de ello, debemos dar cuenta de
los argumentos que hace valer Carlos Santiago Nino para defender el
control judicial procedimental. Adelanto que, a mi entender, su
versión cuadra la teoría de un modo mucho más satisfactorio.
B. Carlos Santiago Nino: el juez como vigilante de las condiciones
de la democracia deliberativa
Este teórico argentino comparte la idea según la cual los jueces no son
sujetos legítimos para invalidar las decisiones del legislador
democrático. Sin embargo, introduce tres importantes excepciones.
294
Así lo entiende Víctor Ferreres cuando explica la teoría de Ely, en su ensayo “Justicia
Constitucional y Democracia” op. cit, p. 253.
295
Ibidem, p. 254.
296
Cfr, idem.
297
Cfr, Ibidem, p. 255
145
Una de ellas es, precisamente, el control judicial sobre el
procedimiento.298
Antes de ahondar en ello es necesario explicar en qué radica,
según Nino, la ilegitimidad del control judicial de la ley. En síntesis,
deriva del hecho de que, a su juicio, el mejor método para alcanzar
soluciones morales correctas es el diálogo que precede a la decisión
colectiva y no la reflexión individual que un grupo de jueces ―no
responsables política y electoralmente― pudieran lograr. Nino da
soporte a esta visión tras argumentar extensamente por qué la
democracia deliberativa es el mejor modelo de democracia.
Para empezar, el objetivo de Nino es encontrar una teoría
democrática compatible con los derechos y a la vez capaz de superar
lo que él llama “la paradoja de la superfluidad moral del derecho”.
Esto significa que está buscando una teoría capaz de proveer razones
para actuar de conformidad con los productos que arrojan los procesos
democráticos. A su entender, no todas las teorías sobre la democracia
cumplen con el objetivo. Para hacer la distinción, nos habla de dos
grandes familias.
En la primera encontramos al conjunto de visiones para las
cuales el proceso democrático supone que los intereses y preferencias
de la gente —incluso cuando sean autointeresadas y moralmente
censurables— deben tenerse como hechos dados. Bajo estas visiones,
la democracia no trata de modificar las preferencias y los intereses de
la gente en una dirección moralmente virtuosa.299 En esta primera
familia tenemos el elitismo, el utilitarismo, el consensualismo y el
pluralismo.
298
Las otras dos se refieren a: (i) el caso en que el juez está ante una norma que
únicamente versa sobre problemas de moral autorreferente. Para Nino, el juez puede
invalidar un resultado que no verse sobre moral intersubjetiva porque sólo en esta clase
de temas se requiere la deliberación de una decisión colectiva. (ii) el caso en que el juez
está frente a problemas vinculados con la aplicación de lo que llama la Constitución
histórica. Aquí Nino entiende que, en determinadas prácticas, es necesario preservar
algunas condiciones de la Constitución histórica a efecto de que éstas no colapsen. (Cfr,
Nino, Carlos Santiago, La Constitución de la democracia deliberativa, op. cit, pp. 273282).
299
Cfr, ibidem, p. 101 - 102.
146
La segunda categoría se integra por visiones para las cuales la
virtud de la democracia yace, precisamente, en la incorporación de
mecanismos que transforman las preferencias y las inclinaciones de
las personas.300 En voz del propio Nino, la segunda familia de teorías
se caracterizaría por creer que “existe la posibilidad de dar razones
objetivas respecto de la moralidad de ciertos resultados y que el
proceso democrático mismo ayuda a determinar el resultado
moralmente correcto”.301 Tenemos tres grandes teorías en este
segundo rubro: la teoría de la soberanía popular, el perfeccionismo y
las asociadas con el enfoque dialógico.302
Después de refutar a la primera familia —porque ninguna de las
concepciones que la integran aspira transformar los intereses de la
gente de un modo moralmente aceptable— y las dos primeras subcorrientes de la segunda303, Nino considera que la mejor teoría de la
democracia puede encontrarse al interior de la categoría identificada
con el “enfoque dialógico”. Así, para él la visión más satisfactoria de
la democracia es, como ya advertíamos, la democracia deliberativa.
Su argumento, en muy resumidas cuentas, parte de la siguiente
base: la esfera de la moral está interconectada con la de la política.
Esto quiere decir que, para que las decisiones políticas nos provean de
razones para actuar, ellas deben estar justificadas moralmente, es
decir, deben constituir las mejores respuestas posibles a los problemas
que pretenden resolver. Pero ¿cómo sabemos cuál la mejor respuesta
posible?
John Rawls y Jürgen Habermas han intentado dar respuesta a
esta pregunta. Para el primero, nos dice Nino, una forma adecuada de
300
Cfr, idem.
Idem,
302
Cfr, ibidem, 103 y ss.
303
Nino rechaza la teoría de la soberanía popular por considerar que la justificación de la
democracia que provee, no reconoce el contrapeso que el reconocimiento de los derechos
individuales le opone a la democracia misma. (Cfr, ibidem, p. 137). Respecto al
perfeccionismo, Nino lo rechaza al advertir que existe una tensión entre éste y la idea
liberal de autonomía personal, entendida como “garantía de la libertad de perseguir
cualquier plan de vida que no perjudique a terceros y proscripción de la interferencia
estatal en esa elección”. (Ibidem, p. 140).
301
147
llegar a un juicio de moralidad es la reflexión individual. De acuerdo
con dicha posición, un juicio moral es verdadero cuando deriva de un
principio aceptado en la posición originaria o siempre que sea
aceptado bajo condiciones de imparcialidad, racionalidad y
conocimiento de los hechos relevantes.304 Por ello tendríamos que ver
en la teoría de Rawls un acomodamiento recíproco de principios
generales e intuiciones particulares.305
Ahora, Nino nos advierte que Rawls sí concede cierto peso al
intercambio de opiniones entre personas, pero en realidad nunca es
explícito respecto a si el diálogo es o no, un mecanismo adecuado para
arribar a soluciones correctas.306
Del lado opuesto tenemos a Habermas, quien expresamente
crítica a Rawls por suponer que la imparcialidad puede satisfacerse
cuando la persona que formula juicios morales asume, en forma
ficticia, la posición de los involucrados.307 Habermas se declara en
contra de una visión moral monológica y, en cambio, le apuesta al
diálogo real y efectivo basado en un esfuerzo cooperativo.308
Con base en estas corrientes, Nino distingue tres posibles tesis
epistemológicas a las cuales identifica como E1, E2 y E3. La primera
representa la posición de Rawls, la segunda su propia posición y la
tercera la de Habermas. Veamos.
De acuerdo con E1: “El conocimiento de la verdad moral se
alcanza sólo por medio de la reflexión individual. La discusión con
otros es un elemento auxiliar útil de la reflexión individual pero, en
definitiva, debemos actuar ineludiblemente de acuerdo con los
resultados finales de ésta última”.
Tenemos después a la tesis E2, cuyo contenido debemos
trascribir por ser la que sustenta la hipótesis de esta investigación:
304
Cfr, ibidem, p. 156
Idem,
306
Cfr, ibidem, p. 160
307
Cfr, ibidem, p. 164
308
Cfr, ibidem, p. 164
305
148
La discusión y la decisión intersubjetivas constituyen el
procedimiento más confiable para tener acceso a la verdad
moral, pues el intercambio de ideas y la necesidad de ofrecer
justificaciones frente a los otros no sólo incrementa el
conocimiento que uno posee, sino que ayuda a satisfacer el
requerimiento de atención imparcial a los intereses de todos los
afectados. Sin embargo, esto no excluye la posibilidad de que a
través de la reflexión individual alguien pueda tener acceso al
conocimiento de soluciones correctas, aunque debe admitirse
que este método es mucho menos confiable que el colectivo,
debido a la dificultad de permanecer fiel a la representación de
los intereses de otros y ser imparcial.309
Finalmente, nos queda la tesis E3, misma que —en palabras del
propio Nino—puede resumirse del siguiente modo:
El método de la discusión y decisión colectiva es la única forma
de acceder a la verdad moral, ya que la reflexión monológica es
siempre distorsionada por el sesgo del individuo a favor de su
propio interés o el interés de la gente cercana a él debido al
condicionamiento contextual y a la dificultad insuperable de
ponerse uno mismo en la situación del otro. Sólo el consenso
real logrado después de un amplio debate con pocas
exclusiones, manipulaciones y desigualdades es una guía
confiable para tener acceso a los mandatos morales.
Pues bien, como decíamos, Nino adopta la segunda posición, a la cual
llama “constructivismo epistemológico”. Él mismo dice que se trata de
una posición intermedia entre Rawls y Habermas. Veamos por qué.
Por un lado, concuerda con Habermas en que la sola reflexión
individual es incapaz de ilustrar nuestro camino hacia las verdades
morales y que, tomada en sí misma, conduce a un elitismo moral, a un
anarquismo filosófico o a una dictadura iluminada. Nino pregunta: si
nosotros mismos podemos encontrar la verdad moral ¿qué sentido
tendría obedecer a una autoridad? ¿Por qué no confiar mejor en
nuestras propias intuiciones? A falta de una respuesta satisfactoria,
309
Ibidem, p. 161
149
coincide con la crítica de Habermas en el sentido de que la tendencia a
la imparcialidad se logra a través de la discusión colectiva real; esto
es, a través de un proceso ampliamente deliberativo en el que todos
los potencialmente afectados pueden hacerse escuchar.
Ahora bien, nuestro autor expresamente se coloca en un punto
intermedio entre Habermas y Rawls porque la posición del primero
tampoco le parece la panacea. Ella conduce, a su juicio, a un
populismo moral, donde cualquier posición puede considerarse
correcta por el solo hecho de ser respaldada por una mayoría.310 A
diferencia de Habermas, Nino considera que la práctica social del
discurso moral no es el único método (aunque sí el mejor) y, en este
punto, cede un poco a Rawls. Señala que la reflexión individual sí es
un medio que puede orientarnos al conocimiento de la moral (aunque
no es el mejor).
Advierte que no descartar de una vez por todas al
individualismo epistemológico, ofrece una ventaja muy importante; a
saber: permite reabrir la discusión que dio lugar al resultado de una
decisión colectiva.311 Nino concluye este episodio de disputa diciendo:
El procedimiento de la discusión y decisión colectivas
constituido por el discurso moral (incluso por su sucedáneo
imperfecto, el sistema democrático de toma de decisiones) es el
método más confiable de aproximación a la verdad moral. Sin
embargo, no es el único. Es posible, aunque generalmente
improbable, que a través de la reflexión individual una persona
pueda representarse a sí misma adecuadamente los conflictos de
intereses y pueda llegar a una conclusión correcta e imparcial.
Es concebible que un individuo aislado alcance conclusiones
más correctas que las que fueron alcanzadas a través de la
discusión colectiva. Esta posibilidad explica la contribución que
cada uno puede hacer a la discusión y por qué un individuo
puede legítimamente pedir que la discusión sea reabierta.312
310
Cfr, ibidem, p. 165
Cfr, ibidem, p. 164
312
Ibidem, p. 165
311
150
Habiendo explicado lo anterior, queda mucho más claro por qué Nino
está en contra del control judicial de la ley: a su modo de ver, el origen
no democrático de los jueces genera que sus decisiones carezcan del
valor epistémico que sí tiene el proceso colectivo. De nuevo, sus
palabras literales merecen nuestra atención:
La perspectiva usual de que los jueces están mejor situados que
los parlamentos y que otros funcionarios elegidos por el pueblo
para resolver cuestiones que tengan que ver con derechos,
parece ser la consecuencia de cierto tipo de elitismo
epistemológico. Este último presupone que, para alcanzar
conclusiones morales correctas, la destreza intelectual es más
importante que la capacidad para representarse y equilibrar
imparcialmente los intereses de todos los afectados por la
decisión.313
Para Nino, el desvanecimiento del mito según el cual el juez es un
técnico o un científico (o de que el juez únicamente se limita a apelar
a la ley o a la Constitución sin valorarla), obliga a indagar los
fundamentos de su pretendida legitimidad para controlar los méritos
sustantivos de una decisión alcanzada por vía democrática. El
innegable hecho de que los jueces recurren a principios básicos de
moralidad social, hace que surja “con cada vez más intensidad la
pregunta de quién es un juez para sustituir al pueblo en general y a
sus órganos más directamente representativos”.314
En este sentido, Nino añade que resulta inadecuado creer
―como Dworkin lo hace― que el control judicial de la ley es
justificable en la medida en que permite que el proceso político
conserve, en su exclusivo dominio, la fijación de las políticas que
establecen objetivos colectivos, mientras que la tarea de los jueces se
limita a aplicar los principios que establecen derechos.
Para el teórico argentino, la distinción es inaceptable y artificial
porque implica entender que los derechos no tienen injerencia en los
313
314
Ibidem, p. 260
Nino, Carlos Santiago, op. cit, Fundamentos de derecho constitucional, p. 683
151
aspectos de política pública. En la medida en que los derechos
requieren la implementación de actuares tanto negativos como
positivos por parte del Estado, no hay nada que no esté impregnado
por ellos y, por tanto, no habría ningún aspecto jurídico en el que un
juez no pudiera inmiscuirse.315
Se podrá apreciar que la posición de Nino es semejante a la de
Jeremy Waldron en el sentido de que ambos suponen que el mejor
método para llegar a una decisión es la discusión colectiva, pues es la
vía en que mejor se pueden representar los intereses de todos los
afectados y, por tanto, también es la más respetuosa de la democracia.
La crítica de Waldron al judicial review es más completa
porque, además de ofrecer razones vinculadas con la mejor manera de
llegar a resultados morales correctos (razones que él llamaba
“outcome-related reasons”), buena parte de su trabajo va destinada a
establecer por qué hay razones no instrumentales (“process-related
reasons”) para aceptar que el método democrático es el mejor. Sin
embargo, Nino ofrece una propuesta alternativa que da mucha mayor
luz para salir del problema. ¿Cuál es ésta? Admitir, sin reticencias,
que los jueces sí pueden ejercer control sobre el procedimiento
democrático.316 Veamos los detalles de su propuesta.
El procedimiento democrático, nos dice Nino, está regulado por
un determinado conjunto de disposiciones cuyo diseño debe responder
a algún fin. Es decir, ninguna de ellas es gratuita. Y ¿cuál es ese fin?
ellas están diseñadas para maximizar el valor epistémico del proceso;
esto es, para generar procesos que nos permitan llegar del mejor modo
posible a verdades morales. 317 Ahora, ese valor tampoco se da en
automático ni puede predicarse de cualquier procedimiento. La
calidad epistémica del procedimiento depende de los siguientes
factores:
315
Cfr, Idem.
Waldron, se recordará, apenas sugería muy algo oscuramente que esta posibilidad de
control podría analizarse en aquellos casos que no cumplieran con los 4 supuestos de los
que él partía.
317
Cfr, Nino, Carlos Santiago, op. cit, La Constitución de la democracia deliberativa, p.
273
316
152
La amplitud de la participación en la discusión entre aquellos
potencialmente afectados por la decisión que se tome; la
libertad de los participantes de poder expresarse por sí mismos
en una deliberación; la igualdad de condiciones bajo las cuales
la participación se lleva a cabo; la satisfacción del
requerimiento de que las propuestas sean apropiadamente
justificadas; el grado en el cual el debate es fundado en
principios en lugar de consistir en una mera presentación de
intereses; el evitar las mayorías congeladas; la extensión en que
la mayoría apoya las decisiones; la distancia en el tiempo desde
que el consenso fue alcanzado; y la reversibilidad de la
decisión.318
¿Quién debe constatar que estas condiciones estén presentes en los
procedimientos de creación normativa? Nino sostiene que el juez lo
puede hacer, pues su función es —también a la manera de Ely— la de
un árbitro del proceso.
Teniendo presente esta solución o alternativa al judicial review
es hora de preguntar si resulta aplicable (o no) al control del
procedimiento de reforma constitucional. La hipótesis central de este
trabajo es que esta pregunta debe contestarse afirmativamente.
Algún optimista podría pensar que no hay necesidad adicional
de argumentar en este sentido, pues si se aceptan las premisas y
propuestas de Ely o de Nino en lo que respecta al control judicial de la
ley, de inmediato ellas serían aplicables al caso del procedimiento de
reforma constitucional. Sin embargo, la respuesta no es nada obvia
porque contra esta alternativa de control, se han esgrimido severas
críticas que, sin duda, hacen que la argumentación deba ampliarse
mucho más.
2. Las objeciones a la teoría alternativa
Las críticas que a continuación identificaremos han sido formuladas
con especial referencia a la teoría de Ely. Sin embargo, vale la pena
dar cuenta de ellas una vez que hemos analizado la teoría de Nino
318
Ibidem, p. 272
153
porque su versión permite responder, me parece, a varios de esos
cuestionamientos.
No debe olvidarse, sin embargo, que en realidad Nino
expresamente dice seguir la teoría de Ely. Por ello, sí hay puntos de la
crítica que resultarán aplicables para ambos. No obstante, por ahora
únicamente retomaremos las críticas que nos permiten depurar un
poco la teoría para, posteriormente, ver si su aplicación al control
judicial del proceso de reforma es plausible. En síntesis, estos son los
cuestionamientos:
A. La teoría de Ely no da cuenta de la importancia del diálogo
como transformador de preferencias
Si bien muchas objeciones contra la teoría de Ely son igualmente
aplicables a la teoría de Nino, la que ahora nos ocupa definitivamente
no lo es. Cass Sunstein la formula en el siguiente sentido.
La teoría de Ely, nos dice, es insatisfactoria en la medida en que
no da cuenta de las implicaciones del principio de imparcialidad. Esto
significa que si el juez constitucional pretende generar procesos
legítimos, es necesario que haga algo más que vigilar la apertura de
los canales políticos a las minorías cuya falta de participación se
alega.319
Así, para Sunstein, la intervención del juez debe darse, no
porque haya una posición minoritaria excluida de la competencia
política, sino porque la deliberación del proceso falla.320 Ely no repara
en las virtudes del procedimiento para modificar las preferencias, pues
considera que son exógenas al mismo.321 El problema de ello,
continúa Sunstein, es que Ely llega a la conclusión contraria porque
parte de una visión pluralista de la democracia, a la cual debe
adherirse para no aceptar un concepto sustancial de la misma, tal
como el que implica el de la democracia deliberativa. Al poner tanto
319
Cfr, Sunstein, Cass R., The partial Constitution, Harvard University Press, 1993, p.
27
320
321
Cfr, ibidem, p. 144
Cfr, idem.
154
énfasis en su escepticismo hacia un control judicial basado en
nociones sustantivas, se ve forzado a no darle este significado a la
democracia, pues de hacerlo, terminaría socavando su propia teoría.322
Podrá verse, entonces, que la crítica de Sunstein en realidad está
dirigida a cuestionar la teoría democrática en la que, a su entender, Ely
se posiciona: el pluralismo político. De acuerdo con la objeción, Ely
únicamente estaría preocupado por salvaguardar el acceso de las
minorías al proceso para que sus preferencias sean agregadas. Pero no
pone cuidado en decir que esas preferencias, tanto de mayorías como
de minorías, deben ser transformadas a partir de razones morales.
Sunstein controvierte tal posición porque considera que la
transformación de las preferencias a partir de la argumentación moral
es uno de los pilares sobre los que se sostiene la democracia
norteamericana.
Entonces ¿qué efecto tiene la crítica de Sunstein? Pues que si
uno se separa de una teoría democrática no sustantiva (como la del
pluralismo político) y acepta una versión sustantiva de la misma,
entonces el control judicial del procedimiento tendrá que entenderse
como una tarea que necesariamente implica valoraciones y juicios de
moralidad.
Parece que la teoría de Nino supera esta objeción. A diferencia
de Ely, él basa su propuesta en el valor de la deliberación o en la
moralización de las preferencias a través del diálogo. Entre las
condiciones que a su juicio hacen democrático a un proceso está,
precisamente, la de permitir el diálogo abierto a todos los
participantes. Concretamente: en las virtudes del diálogo colectivo
reside el valor epistémico del procedimiento. La tendencia de éste
hacia la imparcialidad es el valor que justifica su primacía. Las
preferencias no son exógenas al proceso, sino que ahí adquieren su
forma.
Una de las principales premisas de Nino es que la democracia
debe ser entendida desde un punto de vista moral, pues sólo así se
justificaría como un medio para llegar a resultados con autoridad
322
Cfr, ibidem, p. 143.
155
suficiente para vincularnos. Sólo así, nos dice, se logra superar la
paradoja de la superfluidad del gobierno. Por tanto, él expresamente
supone que la actividad del juez no puede desarrollarse sin
interpretaciones axiológicas. Es claro que, incluso en el control del
procedimiento, el juez estaría realizando una labor que admite ser
calificada como sustantiva.
Si Nino logra convencer, entonces salva la objeción de Sunstein
sin mucho problema. Y si no, al menos sí demuestra
contundentemente que la teoría procedimentalista del control
constitucional no necesita comprometerse con una visión puramente
procedimental de la democracia. Es decir, quien sustenta la primera no
tiene porque rechazar una idea sustantivista de la democracia.
A mi parecer, esta es la nota que distingue a Nino de Ely —
misma que resulta mucho más atractiva para efectos de la propuesta
final de esta investigación—. Acogerla abre, sin embargo, diversas
preguntas tales como ¿por qué si el juez puede valorar aspectos
sustantivos referidos a la calidad del proceso deliberativo, no puede
hacer un contraste de validez sustantiva entre una norma
constitucional y una inferior? Pero esta es una crítica distinta, misma
que revisaremos al final de este apartado.
B. La lectura procedimental de la Constitución es una lectura
forzada
De acuerdo con esta crítica, la teoría de Ely parte de una falsa
premisa; a saber: que los contenidos de la Constitución están
especialmente dirigidos a la protección de los procesos y no a valores
sustantivos específicos.
Es cierto que Ely dedica gran parte de su obra a argumentar que
la mejor lectura que podemos hacer de la Constitución323 es
323
Si bien Ely se refiere en todo momento a la Constitución norteamericana, es claro que
su postura puede universalizarse, con los debidos matices. Esto obedece a que, en
realidad, él opta por hacer una lectura procedimental de cualquier Constitución que
proclame un gobierno representativo y que se ocupe de resguardar el acceso a un proceso
equitativo.
156
estrictamente procedimental y que sus cláusulas más destacadas en
realidad tienen tal vocación. En otras palabras, para él las partes
importantes de la Constitución no están orientadas a hacer un ajuste o
balance de valores sustantivos, sino que abrumadoramente se ocupan
de pretender garantizar la equidad procedimental.324 Ely literalmente
llega a sostener que “preservar valores fundamentales no es
propiamente una función constitucional”.325
En objeción a esto, Ferreres sostiene que Ely yerra al considerar
que el tema general de la Constitución de Estados Unidos es la
protección de estructuras y procesos.326 Para acreditar el error, nos
dice, basta con observar que dicha Constitución incluye diversas
cláusulas que protegen derechos sustantivos. Nos dice: “Ely tiene que
hacer verdaderos juegos malabares para poder argumentar que la
mayoría de las cláusulas del Bill of Rights se refieren exclusivamente
a procedimientos”.327
No abundaré mucho sobre esta crítica por dos motivos. En
primer lugar porque mi intención es analizar la posibilidad de aplicar
la teoría del control procedimental al específico campo de la reforma
constitucional. Esto importa porque el supuesto que nos ocupa es el de
una Constitución (la mexicana) que no contiene cláusulas de
intangibilidad; por tanto, podemos suponer que la justicia de los
procedimientos es el último límite de la reforma. Esto, claro está,
partiendo del convencimiento de que el control judicial al objeto de
reforma no es legítimo.
Ahora bien, con esto no quiero decir que mi entender de lo
“procedimental” —incluso aplicado al problema de la enmienda— es
semejante al de Ely. Por el contrario, bajo el esquema de Nino, esa
lectura debería ser rica en contenidos sustantivos. Así, el segundo
motivo por el que considero que esta crítica no incide
significativamente en la aceptación del control procedimental, es el
mismo por el cual el argumento de Sunstein tampoco incidía. Es decir,
324
Cfr, Ely, John Hart, op. cit, p. 112
Ibidem, p. 113
326
Cfr, Ferreres, Víctor, op. cit. “Justicia Constitucional y Democracia”, p. 257
327
Idem.
325
157
las premisas que sostienen esta alternativa de control no pugnan con
una teoría sustantiva de la democracia como la de Nino. Para éste, los
derechos son precondiciones de la calidad epistémica del proceso.328
Por ello, podemos mantener la defensa de ese control y no aceptar la
lectura que Ely hace de la Constitución.
C. El control del procedimiento democrático también implica
valoraciones sustantivas
De acuerdo con esta crítica —quizás la más poderosa— si las teorías
procesalistas querían evitar que los jueces realizaran un control
sustantivo y así abandonar la injustificada imposición de sus
preferencias, fallaron en su propósito. Para esta objeción, controlar el
procedimiento es una tarea de índole tan sustantiva como la que se
efectúa cuando el juez invalida una norma porque su contenido
contradice la Constitución. Esto se debe a que la participación en los
procesos es un valor en sí. Y si la validez del proceso depende de su
satisfacción, estamos en las mismas condiciones que inicialmente se
querían evitar. Para el argumento contramayoritario, ambas posturas
serían insatisfactorias porque los jueces estarían imponiendo
injustificadamente sus preferencias y valores. Si esto es así ¿de qué
sirve una propuesta que no salva, precisamente, lo que quería evitar?
Y sobre todo, ¿de qué sirve la propuesta si termina por limitar la
acción de los jueces con base en una premisa (absolutamente
contestable) sobre la supuesta primacía de la regla democrática sobre
los derechos?
328
Aquí se abre otro flanco crítico hacia la teoría del control procedimental. Vale la pena
anunciarlo aunque será objeto de nuestra atención una vez que se haya precisado cómo
es que esta clase de control pudiera resultar aplicable al procedimiento de la reforma
constitucional. La crítica sostiene que un control de semejante naturaleza, que entiende a
los derechos como precondiciones mismas de la democracia, podría ampliarse al grado
de condicionar la validez de un proceso a la protección más efectiva de todos los
derechos. Por ejemplo, podría decirse que una decisión no fue logrado en condiciones
democráticas (y que, por tanto, el procedimiento es inválido) porque los ciudadanos que
votaron por quienes los representaron en tal decisión no gozan del derecho a la
educación.
158
Víctor Ferreres formula esta crítica de un modo especialmente
esclarecedor. Para Ely, nos recuerda Ferreres, un juez debe asegurarse
de que lo que ha motivado a una mayoría a aprobar una ley, no son
meros prejuicios, sino razones aceptables.329 El problema viene
cuando Ely intenta mantener su enfático rechazo a una situación en la
cual el juez termine por imponer sus propios valores a la hora de
juzgar si determinada exclusión es injustificada. A propósito Ferreres
pregunta: “¿cómo puede el juez distinguir entre prejuicios y razones
aceptables, si no es a través de de una teoría sustantiva?”330 Agrega
que esto pone a Ely en un dilema: “si recomienda al juez que se
abstenga de valorar la cuestión sustantiva de fondo, diluye el derecho
a no ser discriminado; si, por el contrario, desea que el juez proteja
este derecho con fuerza, no tiene más remedio que aceptar que el juez
entre a valorar la cuestión sustantiva”.331
Sunstein también ataca este específico punto de la teoría de Ely
diciendo lo siguiente: “any theory of the role of constitutionalism
cannot simply point to the existence of politically disadvantaged
groups, or of prejudice, as if these were simply brute facts. Any claim
of disadvantage, of prejudice, or of insufficient influence is a valueladen one requiring defense”.332
De esta forma, el énfasis con el que Ely apuesta a la neutralidad
judicial termina por socavar su propia pretensión inicial: inmunizar el
control de la imposición de valores subjetivos. Ferreres puntualiza: “si
se considera objetable que el juez imponga a la mayoría sus
convicciones personales en cuestiones controvertidas, entonces
debería rechazarse cualquier tipo de control judicial de la ley en
materia de derechos, pues también la participación política es
controvertida”.333
Pues bien, considero que esta objeción puede contestarse desde
la teoría de Nino. ¿Por qué? Las razones por las cuales Nino se
329
Cfr, Ferreres, Víctor, op. cit. “Justicia Constitucional y Democracia”, p. 256
Ibidem, p. 255
331
Idem.
332
Sunstein, Cass R., op. cit, p. 144 de
333
Ferreres, Víctor, op. cit. “Justicia Constitucional y Democracia”, p 267
330
159
decanta por la objeción contramayoritaria son distintas a las de Ely y
en esa medida logra generar, a diferencia de éste último, una postura
internamente consistente.
El problema es este: Ely parte de que cualquier análisis
valorativo por parte del juez implica, en sí mismo, la injustificada
imposición de sus valores —preferencias subjetivas que, además,
suelen estar sesgadas—. Como indican sus críticos, esta concepción
de Ely sobre la forma en que el juez se aproxima a su objeto, lo deja
entre la espada y la pared, pues le resulta imposible proveer un criterio
satisfactorio capaz de guiar al juez hacia la identificación de procesos
coartados en términos de representación.
Para confirmar que Ely parte de esta visión, basta con ver
algunas de sus afirmaciones: “la experiencia nos demuestra que de
hecho habrá un sesgo sistemático en la opción judicial de los valores
fundamentales, como es de esperarse, a favor de los valores de la
clase media alta profesional de la que proviene la mayor parte de los
abogados y jueces y, dicho sea de paso, de los filósofos morales”.334
Además, al hablar sobre la lista de valores que la Corte suele
consagrar como fundamentales, Ely indica que se trata de una lista que
los lectores de su libro no tendrán dificultar en identificar: libre
expresión, libre asociación, educación, libertad académica, privacidad
del hogar, autonomía personal, incluso el derecho de la mujer a no ser
encerrada en un papel estereotipado de lo femenino.335 Y agrega:
“pero hay que ver a los teóricos de los derechos fundamentales
dirigirse a la puerta apenas se mencionan el empleo, la alimentación
o la vivienda: estos son importantes, ciertamente, pero no son
fundamentales”.336
Las conclusiones de Ely al respecto llaman profundamente la
atención; sin embargo, ellas sustentan la ilegitimidad de los jueces a
partir de un enfoque un tanto contextual. Es decir, su objeción no sirve
para tribunales que sí ponen un importante énfasis en la protección de
334
Ely, John Hart, op. cit, p. 80
Cfr, idem.
336
Ibidem, p. 81
335
160
derechos sociales y económicos como los que él refiere. En ese
sentido, Ely parece partir de una generalización apresurada, no
necesariamente fundada, acerca de la actividad judicial.
En cambio, Carlos Santiago Nino no sustenta su objeción contra
el poder de los jueces en el presupuesto de que ellos únicamente velan
por sus propios intereses y que necesariamente tienden a la
parcialidad. Por el contrario, él parte de que la reflexión individual
desplegada por la rama judicial puede resultar un medio
epistemológico adecuado para llegar a conclusiones sobre la verdad
moral. Se recordará que, en este punto, Nino disiente con Habermas.
Considera que si bien la reflexión individual no es un mejor método
que la decisión colectiva, ella sí puede ser valiosa para reabrir las
discusiones. Incluso, es por esta razón —nos dice— que cualquier
teórico o filósofo del derecho puede aportar criterios y juicios sobre la
verdad moral.
Desde esta posición, Nino defiende una intervención intensa y
significativa por parte del juez —intervención que no prescinde de
consideraciones sustantivas—. No obstante, en su modelo, el juez
nunca será el sujeto legitimado para zanjar las controversias sobre los
derechos; esto es, para tener la última palabra sobre ellas. No es que
el juez esté en mejor posición para detectar distorsiones en el proceso
democrático, sino que —como cualquier otro individuo que disiente
con un resultado— el juez es capaz de considerar, a partir de la
reflexión individual, si un proceso es legítimo o no. Es por ello que
este autor deja una invitación abierta al juez para que determine, como
cualquier otro ciudadano disconforme lo haría, si las condiciones que
dan ese valor epistémico al proceso se presentaron o no.
Este ejercicio necesariamente es sustantivo y versa sobre
análisis de valores; sin embargo, la diferencia es que tiene una
dirección específica: no sirve para invalidar la norma que es emitida
en condiciones no democráticas, sino que su naturaleza es sólo
unidireccional. Para Nino esto significa que el activismo del juez se
justifica en la medida en que siempre está dirigido a ampliar el
161
proceso democrático, a requerir más participación, más libertad de las
partes, más igualdad y más argumentos.337
En la teoría de Nino, el juez promueve las condiciones que dan
valor epistémico al proceso, pero no inválida o expulsa normas por
considerar que su contenido no se ajusta con determinado orden de
valores. El juez no busca la justicia del resultado, busca la justicia del
proceso.
Tanto el control de correspondencia material entre una norma
superior y una inferior, como el control del procedimiento
democrático requieren, como bien apunta la objeción, de una actividad
eminentemente valorativa. La diferencia que, a nuestro entender, hace
inválido al primer ejercicio y válido al segundo, radica en los efectos
que producen. La promoción de las condiciones epistémicas de la
democracia no puede nunca generar un veto de contenidos. Sobre este
punto, Nino trae a colación la posibilidad de generar una práctica de
reenvío que permita a los jueces devolver la norma al órgano
representativo (condicionar su validez), para efectos de que el proceso
sea reabierto y la discusión generada, ahora sí, en condiciones que le
confieran legitimidad.
Ely, por el contrario, asegura que cuando un juez está en
presencia de un proceso no representativo ni participativo, no puede
devolver el producto (la norma) al mismo órgano que la primera vez
se condujo de modo prejuiciado, pues no hay ninguna razón para
suponer que la segunda ocasión será diferente.338 A su juicio, los
legisladores tienen intereses creados para mantener las cosas como
están, mientras que los jueces pueden fungir como terceros
imparciales, a la manera de aquel que previene la creación de
monopolios o del árbitro que en una contienda deportiva procura la
justicia del partido. Es decir, de acuerdo con Ely, los jueces sí tendrían
legitimidad para invalidar las normas producto de un proceso
caracterizado por un déficit democrático.
337
Cfr, Nino, Carlos Santiago, op. cit, La Constitución de la democracia deliberativa, p. 274
338
Cfr, Ely, John Hart, op. cit, p. 150
162
Pero con estas afirmaciones Ely devuelve mucho poder al juez
o, al menos, mucho más del que inicialmente estaba dispuesto a
concederle. Entonces, el círculo que Ely no logra quebrar es el de los
efectos de un fallo judicial. Si la conciliación entre neutralidad judicial
e identificación de prejuicios es insalvable, la teoría se cae cuando el
juez debe definir la disputa, sin posibilidad de sugerir o convocar a la
reapertura de la discusión colectiva.
No obstante, como apunta Nino, los jueces sí están en
condiciones de velar por la calidad del procedimiento democrático
cuando no tienen la última palabra: su intervención es unidireccional.
Siempre está enfocada a pedir más argumentos, más justificación,
pero no a cerrar la controversia. Esto mismo justificaría que el juez
estuviera en posibilidad de juzgar, con base en principios sustantivos,
la calidad de un proceso.
Una vez que hemos advertido las anunciadas falencias de la
teoría de Ely y lo que, me parece, son las respuestas que sin esa
intención ofrece Nino, por fin estamos en condiciones de preguntar si
la teoría del control del procedimiento es o no aplicable a la revisión
del proceso de reforma constitucional.
3. La teoría aplicada al procedimiento de reforma constitucional
El apartado anterior nos lleva a la siguiente conclusión: la teoría del
control procedimental sólo se justifica cuando entiende que la labor
del juez consiste en promover la generación de aquellas condiciones
que dotan de legitimidad al procedimiento democrático y, por tanto,
cuando permite el reenvío de la norma al parlamento.
Como decíamos, las críticas a la postura de Ely no dejan sin
sustento una idea primordial; a saber: que el juez no tiene legitimidad
para invalidar una norma creada mediante un procedimiento
democráticamente legítimo. Sin embargo, sí la tiene para revisar que
esas condiciones que dan legitimidad a cualquier decisión colectiva
sean satisfechas.
Pues bien, el argumento de este trabajo es que la teoría del
control al procedimiento (en su versión más sofisticada,
163
específicamente, la sostenida por Nino) resulta perfectamente
aplicable al control del procedimiento de reforma constitucional. La
idea es que la Corte puede enjuiciar la validez de este proceso a la luz
de un estándar cuyo fin sea verificar la existencia de aquellas
condiciones que —de acuerdo con la Constitución misma— deben
preceder a toda decisión que pretenda ser considerada democrática y,
por ende, perteneciente al sistema. Sabemos cuáles son esas
condiciones por lo que determinados principios constitucionales nos
dicen acerca del modo en que las decisiones colectivas deben tomarse
en una república democrática y representativa. A continuación
intentaré respaldar las premisas que guían hacia esta conclusión.
A. Los principios subyacentes al procedimiento y su control
judicial
De acuerdo con las conclusiones ya alcanzadas, el juez constitucional
está perfectamente legitimado para identificar distorsiones en el
proceso de deliberación a la luz de principios; más concretamente, a la
luz de la dimensión sustantiva de la democracia. Sin embargo, para
traducir esto a un lenguaje más familiar habría que retomar algunas
distinciones que nos han guiado en el análisis del capítulo precedente.
Veamos.
Todo control de constitucionalidad puede versar sobre
contenidos o bien sobre procedimientos; esto es, la materia u objeto
que se puede someter a análisis es 1) el resultado de un proceso o 2) el
proceso mismo. Si se admite el control del primer objeto (el
producto), el juez no tiene más remedio que analizar sus méritos
sustantivos con base en un conjunto de valores que, en el caso de la
ley, devienen de la Constitución y, en el caso de la enmienda
constitucional, devendrían de principios quizás supraconstitucionales
o de una fuente cuyo rango y contenido aún se discuten.
Ahora bien, respecto al segundo objeto de control (el
procedimiento), es necesario hacer algunas distinciones más. Los
métodos ortodoxos indican que todo control que versa sobre los
procedimientos no implica otra cosa que la realización de un mero
164
contraste entre las reglas que textualmente disponen las formas de
creación de la norma inferior —la composición del órgano
competente, las mayorías exigidas para la aprobación de la norma y
las actuación de los órganos en las fases que le dan origen— y los
actos de aplicación directa de esas normas —los hechos del proceso
que realizan quienes lo conducen—.
Por lo que se refiere a la revisión del procedimiento de reforma
constitucional mexicano, encontramos algunas posturas doctrinarias
que admiten este método.
Así, por ejemplo, Ulises Schmill ha observado que “el sentido
del artículo 135 constitucional es que las reformas a la Constitución
se lleven a cabo conforme al mismo artículo y aquellas que no sean
regulares no deben ser vistas como reformas válidas”. 339 A juicio de
este autor, es claro que el órgano de revisión constitucional sólo tiene
competencia para conducirse en términos de lo que la Constitución
misma establece. A su entender, cualquier rebasamiento de tales
facultades constituiría una violación de los artículos 14 y 16
constitucionales, en tanto vulneraría la garantía de legalidad.340
En un sentido similar, Felipe Tena Ramírez sostiene que una
reforma constitucional se puede declarar inconstitucional, “no por
incompetencia del órgano idóneo del artículo 135, sino por haberse
realizado por un órgano distinto a aquél o por haberse omitido las
formalidades señaladas por dicho precepto”.341
Pero ¿quién ha de tener por no válida una reforma irregular?
Schmill contesta que, en realidad, cualquiera (autoridades, órganos del
Poder Judicial de la Federación o gobernados) puede asumir esa
339
Schmill, Ulises, op. cit. p. 122.
Ídem.
341
Cabe anotar que este autor opta por considerar que el Poder Constituyente Permanente
—como él lo designa— es un poder ilimitado. Su conclusión parte de dos premisas: (i)
que el artículo 39 de la Constitución establece que el pueblo mexicano tiene en todo
momento el derecho de alterar o modificar la forma de gobierno; y (ii) que el único
mecanismo admisible para ejercer ese derecho y hacer factible la transformación, es el
previsto por el artículo 135 constitucional. (Tena Ramírez Felipe, Derecho
Constitucional Mexicano, trigésimo novena edición, Editorial Porrúa, México, 2007, p.
60.)
340
165
posición; pero quien lo haga, debe afrontar el riesgo de lo que en
última instancia decidan los tribunales.342
Para este autor, las reglas que establecen el cómo modificar la
Constitución son facultades del orden constitucional que se
caracterizan por establecer, autorreferencialmente, su propio modo de
creación. Los actos que despliegan los integrantes del órgano
complejo ORC pueden entenderse como actos de aplicación directa de
la Constitución. Así, porque la fuerza normativa de ésta no está en
entredicho, tales actos deben ajustarse a sus mandatos. Cualquier
irregularidad formal podría ser inspeccionada en sede judicial.343
La posición de Schmill se sustenta en la idea (kelseniana, por
cierto) según la cual, para que las normas del sistema puedan reputarse
válidas es necesario que ellas sean emitidas de acuerdo con los
procedimientos que para su creación establece una norma superior.
Por tratarse del procedimiento de reforma constitucional, estaríamos
hablando, no de una norma superior, sino de la propia Constitución
haciendo autoreferencia (en sentido prescriptivo) al modo en que su
transformación resulta posible. Así, una norma integrante del conjunto
normativo “Constitución” regula la conducta del órgano que tiene
competencia para modificar ese mismo conjunto. El hecho de que el
ORC tenga esa capacidad transformadora, no lo exenta de estar
sometido al mandato que establece sus facultades y tampoco hace que
éste adquiera un carácter superior con respecto al resto de las
cláusulas constitucionales.344
342
Schmill, Ulises, op. cit. p. 122
Una posible objeción a esto podría señalar que la Constitución mexicana no establece
norma alguna que otorgue competencia a la Corte para ejercer semejante control. Este es
el argumento que esgrime el Ministro Fernando Franco en el amparo en revisión
186/2008 y, básicamente, supone la necesidad de un facultamiento expreso.
344
Schmill es enfático en señalar que, contrario a lo que ha pensado Alf Ross, la norma
que establece el procedimiento de reforma constitucional no es superior con respecto al
resto de las normas del ordenamiento y ella misma puede ser objeto de reforma. Gracias
a la distinción de los ámbitos temporales de validez de las normas, podemos entender
que es perfectamente posible modificar la norma que establece el procedimiento de
reforma porque ella es apta para normar la conducción del proceso que, precisamente, se
343
166
Ahora bien, esta postura ha sido desarrollada bajo la idea de que
los procedimientos prescritos en la Constitución se reducen a un
conjunto de reglas que se aplican a la manera de todo o nada y cuyos
contenidos son susceptibles de ser identificados textualmente. No es
que Schmill (o la Corte, cuando lo ha aceptado) lo digan
expresamente, sino que más bien no se preguntan si es posible
entender a la noción “procedimientos de creación” en un sentido más
amplio; específicamente en uno que esté integrado por principios.
¿Es esto viable? La pregunta es pertinente cuando comenzamos
a ver que las reglas sobre la modificación constitucional no
constituyen fines en sí mismas, sino que están al servicio de
determinados principios y buscan maximizar determinados valores.
Waldron nos orienta al respecto.
Tomando la distinción hartiana entre reglas secundarias (reglas
de cambio) y reglas primarias, Waldron se pregunta si sólo respecto a
la segunda clase de normas es posible hablar en términos de
principios, tal como Dworkin lo ha hecho al trabajar su teoría sobre la
integridad. ¿Tiene sentido pensar que también las normas que
gobiernan la confección de la ley están gobernadas por principios?
Waldron responde afirmativamente y nos dice:
The legislative process —like any political process— ought to
be understood not just in reference to the secondary rules that
happen to constitute it and govern it, but also in reference to the
relationship between those rules and deeper values and
principles that explain why the rule governed aspects of process
are important to us. Another way of putting this is to say that
the secondary tier of a legal system —what Hart called the
secondary rules— comprises not only rules but principles as
well.345
destina a ello; esto, con independencia de que el resultado se traduzca en su propia
desaparición. (Schmill, Ulises, op. cit. p. 123 en adelante).
345
Waldron, Jeremy, “Legislating with Integrity”, 72 Fordham, L. Rev, 2003-2004, p.
376
167
Waldron convence de nuevo. Si tenemos reglas que determinan el
cómo ha de cambiar una norma, ello se debe a algo. No son
superfluas. Así, para este autor, un principio tiene la función de
explicar por qué tenemos las reglas que tenemos y cómo es que ellas
realmente son cumplidas de modo adecuado a los fines que aspiran.
Con este argumento, Waldron echa mano de la noción de “integridad”
desarrollada por Dworkin —de ahí el nombre de su ensayo— y refiere
que los principios del acto legislativo sirven para indicarnos cuándo
estamos frente a un actuar que corresponde con ese ideal.
En este sentido, Waldron agrega: “what I mean to emphasize is
that we do have something in our law, besides the rules themselves —
some legal principles, in the Dworkinian sense […]— to which we can
refer when we express our dissatisfaction with these arrangements or
when we debate with one another about how to make things better”.346
Para mostrar que no estamos frente a un argumento que nos
resulte tan ajeno, Waldron recuerda algunos ejemplos de prácticas en
las cuales es frecuente que se juzgue la validez de procesos a la luz de
principios. Para ello, remite a los juicios penales en los que ―nos
dice― típicamente utilizamos principios para dirimir si una persona es
culpable por la comisión de un delito. Las normas que establecen el
debido proceso están en función de diversos valores de gran
profundidad acerca de lo que consideramos un mecanismo justo para
el conocimiento de la verdad.
No hay duda de que esta analogía es pertinente para el caso
mexicano. Si uno mira el todavía llamado “capítulo de garantías
individuales” de la Constitución, podrá advertir que buena parte de
ellas están consagradas a delimitar las formas y procesos en que
resulta válido imputar culpabilidad penal a una persona. Se procura
que el medio epistemológico utilizado por el Estado para llegar a la
verdad, sea razonable y acorde con los límites de la lógica. Las reglas
de los códigos procesales en realidad son la especificación de esos
principios señalados a nivel constitucional. Nuestra forma de entender
el proceso penal a la luz de principios ni siquiera es original o
346
Ibidem, p. 381
168
novedosa, sino que ella es explícita y de larga tradición. No es en vano
que expresamente aludamos al principio de presunción de inocencia o
al de defensa adecuada, entre otros, cuando estamos frente a casos
cuya legalidad y constitucionalidad se ubica en zona de penumbra.
El punto a destacar es, como dice Waldron, que estamos más
acostumbrados de lo que creemos a juzgar ciertos procesos a la luz de
una compleja y profunda base de valores. Al respecto, advierte:
…as we frame the rules of courtroom procedure, we have these
underlying values in mind; and it is not unrealistic or naive to
say those values should also determine the spirit in which we
conform our behavior, and the spirit in which we demand that
others conform their behavior, to the rules.347
A mi entender, este mismo ejercicio puede hacerse cuando
preguntamos por la validez de los modos de creación de las normas
constitucionales. Tanto en este caso como en el relativo a los procesos
judiciales ordinarios, una noción integral del proceso no se agota en el
contenido de las reglas escritas (en palabras de Waldron: “the black
letter rules of procedure”).348 Hay que ir más allá de su explicitud y
preguntar cuál es el fin que ellas buscan, para qué existen y a qué
valores obedecen. De acuerdo con esta noción de integridad aplicada
al proceso de creación de una norma, podríamos decir que el mero
cumplimiento de las reglas escritas no es garantía alguna de que los
valores subyacentes al proceso se han satisfecho. Y tampoco es
garantía alguna de que tales reglas fueron cumplidas de un modo
sensible a los fines que persiguen los diseños jurídicos de esos
procesos.349
Ahora bien, Waldron no llega decir que su argumento podría
llevar a admitir un control judicial procedimental basado en
principios. Quizás esto se debe a su escepticismo frente a la
347
Ibidem, p. 377
Cfr, idem.
349
Cfr. Ibidem, p. 378
348
169
intervención judicial en cualquier aspecto que implique valoraciones.
Sin embargo, Nino nos ha hecho ver que tal control puede justificarse.
Así, la idea que me propongo desarrollar a continuación,
propone un control que juzga la validez del proceso por sus méritos
sustantivos. En otras palabras, la materia sujeta a escrutinio judicial no
es otra cosa que un conjunto de actos de aplicación directa de la
Constitución, pero sujetos a un estándar eminentemente valorativo.
La distinción es de suma importancia porque las expresiones
“control material” y “control formal” son típicamente usadas de modo
ambiguo. En efecto, decir que un control es material, puede querer
decir dos cosas: que el juez aborda el objeto de análisis asumiendo que
éste debe ser resuelto con base en pautas valorativas —que actúan
como fundamento del control— o bien puede referirse a que la
materia de la norma es lo que se somete a examen, específicamente,
un contenido. Decir que un control es formal, puede querer decir que
sólo versa sobre la verificación de las reglas que explícitamente
condicionan la validez350 de un resultado institucional, o bien, que el
intérprete adopta una actitud textualista, literal, restrictiva.
Para clarificar la posición que aquí se defiende, se muestra el
siguiente esquema. De acuerdo con él, contamos con dos criterios para
clasificar el control judicial: (i) en función del objeto que se controla y
(ii) en función del modo en que ese objeto se controla.
CRITERIOS PARA CLASIFICAR EL CONTROL JUDICIAL
(I) DEPENDIENDO DEL OBJETO
(I) DEPENDIENDO DEL MODO EN
QUE SE CONTROLA
QUE EL OBJETO SE CONTROLA
Actos de aplicación directa del
Verificando la mera aplicación de
procedimiento de creación normativa
reglas
El resultado del proceso
Con base en principios
350
Validez entendida en el sentido kelseniano; esto es, como “forma específica de
existencia de las normas jurídicas.”
170
El esquema anterior muestra que el objeto sujeto a control
constitucional puede analizarse tanto desde una actitud restrictiva en
cuanto al entendimiento de los alcances de las normas
constitucionales, como desde una perspectiva guiada por principios
sustantivos. Es el intérprete quien elije el camino.
Para diluir la ambigüedad asociada con los términos “material”
y “formal”, es necesario aclarar que el tipo de control que aquí se
concibe como el más apropiado para nuestro caso resulta de la
combinación de las casillas con fondo negro. Hablamos de un control
que se traduce en la evaluación del procedimiento de creación
constitucional a la luz de los principios que autorreferencialmente (es
decir, desde la misma Constitución) nos indican cómo deben crearse
las decisiones fundamentales de nuestro régimen.
Se controlan actos de aplicación directa de la Constitución que
versan sobre las formas de creación; todo ello, bajo la idea de que
éstas están inspiradas en principios cuyo adecuado cumplimiento
permite condicionar la validez de los primeros. Hablamos, por tanto,
del contraste entre el procedimiento ideal (el que jurídicamente debe
ser) y el real, el ejecutado y realizado por el ORC en los hechos.
Estas dos clases de control al procedimiento no se excluyen
entre sí. Por el contrario, pueden complementarse sin que el intérprete
incurra en inconsistencia lógica alguna. Por ejemplo, un tribunal
puede revisar si la votación supermayoritaria exigida por el artículo
135 ha sido alcanzada pero, a la vez, considerar que no obstante la
satisfacción de este requisito textual, ello no es razón suficiente para
tener por válido el procedimiento en cuestión.
Ahora, ¿cómo es que los principios del procedimiento son aptos
(al igual las reglas) para prescribir autorreferencialmente la forma en
que una norma debe crearse? Esta pregunta nos obliga a retomar,
aunque sea de modo breve, algunas de las principales posiciones
teóricas acerca del papel que han jugado los principios en la teoría del
derecho.
La discusión en torno a los principios (iniciada por Dworkin en
los años 70´s para rebatir el positivismo de Hart) ha logrado
consolidar la idea de que, tanto ellos como las reglas, son normas
171
jurídicas que guían la conducta de sus destinatarios.351 Inicialmente,
Dworkin refería que una regla se distinguía de un principio en que ella
era aplicable a la manera de todo o nada, mientras que el principio no,
pues su función era proporcionar razones que hablaban a favor o en
contra de una determinada decisión y, de esta forma, se caracterizaban
por admitir lo que se conoce como la “dimensión del peso o la
importancia”.352
La relevancia de esta aportación teórica fue de tal magnitud que
a la fecha contamos con una amplia diversidad criterios para clasificar
los principios y para distinguirlos de las reglas. Por ejemplo, con
respecto a la clasificación de los principios, Atienza y Ruiz Manero
distinguen entre principios en sentido estricto y directrices (ambos
pueden tener un carácter permisivo, o bien, de mandato); principios
explícitos e implícitos; principios secundarios y primarios. Por lo que
hace a la distinción entre una regla y un principio, estos autores
también ofrecen criterios. A su entender, un principio se distingue de
una regla en que sus condiciones de aplicación no constituyen un
conjunto finito o cerrado. Además, las reglas están destinadas a evitar
la ponderación en el razonamiento jurídico, pues imponen sus
obligaciones o prohibiciones de manera concluyente, no prima facie (a
diferencia de los principios). 353
Sin embargo, para efectos de esta investigación, son dos las
concepciones sobre la noción de principio (a mi entender,
perfectamente compatibles e incluso complementarias) que resultan
más útiles; a saber: (i) la concepción de Waldron que ya habíamos
referido, según la cual, los principios explican la razón de ser de las
351
Al respecto, Robert Alexy señala que tanto las reglas como los principios pueden
concebirse como normas y que, en todo caso, de lo que se trata es de una distinción
dentro de la clase de las normas. (Cfr, Alexy, Robert, Derecho y Razón Práctica,
traducción de Manuel Atienza, tercera reimpresión, Distribuciones Fontamara, México,
2006, p. 9)
352
Ibidem, p. 10.
353
En este sentido, vid. Atienza et al, op. cit, Las piezas del Derecho. Teoría de los
enunciados jurídicos, pp- 24 y ss.
172
reglas, su ratio; y (ii) la concepción de Robert Alexy, quien los
entiende como mandatos de optimización.
De acuerdo con este teórico, los principios son normas que
ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible.354 Ellos
pueden ser cumplidos en diversos grados y la medida ordenada de su
cumplimiento no sólo depende de las posibilidades fácticas, sino
también de las jurídicas.355
Ahora, ¿por qué decimos que este entender es especialmente útil
para esta investigación? Porque, vistos en este sentido y de acuerdo
con Moreso y Vilajosana, los principios establecen, mediante normas
constitutivas, determinadas dimensiones de los estados de cosas
ideales, que el mundo debe tener para ser conforme a Derecho.356 Así,
la teoría de Alexy indicaría que los principios jurídicos “obligan a
hacer aquello que es necesario para que los estados de cosas ideales
se realicen en la mayor medida posible”.357
Para efectos de nuestro caso, podríamos concluir que los
principios obligan al ORC a hacer aquello que es necesario para
producir el estado de cosas ideal: maximizar las condiciones que dotan
de capacidad epistémica al proceso de enmienda y, por ende, de
legitimidad. No puede excluirse, sin embargo, la idea de que, a nivel
de control constitucional y de razonamiento judicial, los principios
permiten introducir elementos de deliberación capaces de condicionar
la validez de un acto a algo más que la mera aplicación (a manera de
todo o nada) de las reglas que establecen sus modos de creación.
De cualquier modo, no es necesario comprometerse con una
única acepción de la noción de principio jurídico. Lo que aquí interesa
destacar es que resulta posible juzgar la validez del proceso con
sensibilidad hacia el entramado de fines y pretensiones en los cuales
se inspiran las reglas que lo determinan.358
354
Cfr, Alexy, Robert, op. cit, p. 13
Idem.
356
Véase, Moreso y Vilajosana, op. cit, p. 91.
357
Idem.
358
Contra esto, alguien podría alegar que la posibilidad de cuestionar la calidad de los
procesos con base en los valores que idealmente los integran y dan sentido, pugna con
355
173
Dos grandes preguntas se abren como consecuencia de esta
afirmación: (i) ¿cuáles son esos principios?; y (ii) ¿cómo es que
pueden integrar un estándar apto para rechazar la validez de procesos
que no se apeguen a ese estado ideal de cosas? Éstas son las dos
preguntas que a continuación debemos enfrentar.
B. Los principios subyacentes a la rigidez constitucional
Si se acepta, con Waldron, la idea de que existen principios que
explican la racionalidad detrás de las reglas procedimentales, debe
admitirse que la regla de rigidez no es la excepción. Hablar de los
valores que inspiran a la rigidez tiene como propósito mostrar por qué
debemos tomarnos con tanta seriedad el proceso de enmienda; así,
ellos funcionan como razones para aceptar el resto de los principios
procedimentales de los que posteriormente hablaré.
Pues bien ¿a qué fines o valores atiende la agravación del
proceso de reforma? En el primer capítulo dábamos cuenta de algunas
de las distintas racionalidades que han tratado de explicar el por qué
del atrincheramiento. Entonces concluíamos que la rigidez se entendía
como la fórmula ideal para mantener un delicado balance entre
apertura al cambio y estabilidad de los contenidos más importantes.
Pero dificultar el cambio se explica por diversas preocupaciones e
intenciones. Al menos por lo que se refiere al procedimiento de
una pretensión central sobre las funciones que los procesos democráticos están llamados
a cumplir. Esta objeción indicaría que, dado que tales procesos deben resolver cuestiones
sustantivas esencialmente controvertidas, su configuración debe prescindir de las
mismas. El argumento se inclinaría por considerar altamente valioso que las reglas sean
aplicadas a la manera de todo o nada, sin introducir consideraciones sustantivas, pues de
otra forma ―nos diría― cederíamos un espacio a la arbitrariedad que supone el manejo
de principios. El problema que encuentro en esta crítica es que omite ver que ella misma
requiere fundarse en un valor para poder ser sostenida, quizás la seguridad jurídica. Esto
nos pondría en el problema de determinar qué valor debe prevalecer ¿el máximo
fortalecimiento de la seguridad jurídica o el de la justicia de los procedimientos?
Dilucidar esto requeriría aproximarse al problema desde una perspectiva ajena a los
límites de este trabajo.
174
reforma previsto por la Constitución mexicana, la exigencia de una
supermayoría en el Congreso y de un consenso mayoritario en los
Estados, no es gratuita. Hay intenciones que se aprecian
conspicuamente.
Por ejemplo, hacer de los derechos fundamentales un conjunto
de postulados no disponibles para el legislador ordinario se debe,
claramente, a la intención de frenar las decisiones de una potencial
mayoría tiránica. La idea es que, si se entiende que las legislaturas
ordinarias representan a la voluntad mayoritaria, hay ciertos principios
que, ni aún con su consenso, deben poder ser modificados. Es por eso
que, con frecuencia, el terreno constitucional es entendido como un
área imparcial, donde los derechos de mayorías y minorías cuentan
por igual. Como se recordará, Ferrajoli advierte que el fin de una
Constitución no es expresar la voluntad de las mayorías sino,
precisamente, aquello que ellas no pueden decidir.
De igual forma, el hecho de atrincherar la estructuración del
poder político con miras a una pretensión de equilibrio, se vincula con
la intención de no permitir que el legislador ordinario pueda superar
esos frenos y contrapesos que, justamente, están llamados a limitar su
actuar.
Por otro lado, parece evidente que la exigencia de una
supermayoría en el Congreso de la Unión y la participación de los
Estados, no sólo obedece a la intención de reunir el voto de los
órganos representativos de los ámbitos local y federal, sino que, sobre
todo, busca un consenso especialmente profundo por parte de todos
los gobernados a quienes la norma por emitir deberá vincular. Es
decir, busca dar participación a todos los órganos representativos de la
sociedad a fin de que esa decisión sea su producto.
Así, Donald Lutz parecía darnos una lectura adecuada acerca de
los fines de la rigidez constitucional. Se recordará que, como quedó
expuesto en el primer capítulo, una de sus principales tesis es que el
mecanismo de reforma constitucional se concibió como un
instrumento procesal llamado a regresar, del modo más fiel posible, a
la voluntad popular que motivó el acto constituyente originario. A la
luz de esta lectura, la rigidez procura generar procesos capaces de
175
retornar a esa calidad democrática que tanto se ha utilizado para
legitimar los frenos de origen contramayoritario que se aplican a las
decisiones del legislador ordinario.
En una república democrática y representativa —una república
como la que México aspira ser, en términos del artículo 40359 — no
tiene sentido que el legislador ordinario esté limitado por
determinados postulados constitucionales si esa restricción no
proviene de la auténtica y actual voluntad del representado o si ella se
logra irreflexivamente. De ahí la pertinencia de poner especial énfasis
en la exigencia de una representación lo más impoluta posible.
Por tanto, la pretensión de dificultar la generación de una
decisión no es superflua. Con ello se procura evitar que esos
postulados puedan reformarse, alterarse o eliminarse solamente
porque sí, es decir, sin respaldo argumentativo. Su transformación
amerita, cuando menos, calibrar las razones por las cuales fueron
tenidos en tan alta consideración en el pasado. La intención de
dificultar el cambio es precisamente la de exigir la superación
argumentativa de esas razones primarias. Así, el grado ideal de rigidez
debe ser uno que, de facto, genere un nivel de dificultad proporcional
a la intensidad con la cual se valoró, en un determinado momento
histórico, los bienes cuya enmienda se pretende en el presente.
Una reforma legítima (sensible a los fines de la rigidez) exige la
más alta deliberación. Esto significa que el ORC necesita disponer del
más rico acervo de argumentos morales y de datos empíricos. El
proceso ha de buscar, como bien decía Nino, moralizar las
preferencias de los individuos.
Lograr el grado ideal de rigidez que tanto pretendían los
arquitectos de la Constitución sería una quimera si nuestra única guía
359
Art. 40.- Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República
representativa, democrática, federal, compuesta de Estados libres y soberanos en todo lo
concerniente a su régimen interior; pero unidos en una federación establecida según los
principios de esta ley fundamental.
176
para ello lo constituye un criterio meramente cuantitativo; es decir, si
validamos un proceso y le otorgamos el carácter de legítimo sólo
porque logró el número de votos que la norma exige. En un proceso
no deliberativo, ni siquiera una votación unánime es capaz de indicar
que las decisiones cuentan con el auténtico respaldo de la población.
Si el voto se negocia, en vez de ganarse con argumentos, no vale nada.
Ahora bien, de modo concreto, me interesa analizar las
relaciones entre la justificación del constitucionalismo y la calidad
democrática que se espera de la Constitución.
a. El sinsentido del constitucionalismo sin calidad democrática
La justificación del constitucionalismo no puede prescindir de la
legitimidad que se espera de cualquier acto de política constituyente,
ya sea el de reforma o el originario.
Si se admite que los contenidos constitucionales son aptos para
limitar la voluntad mayoritaria (en una democracia que supone el
respeto por el autogobierno), es porque se parte de la premisa de que
ellos gozan de un origen cualitativamente superior al que, se presume,
tiene la decisión legislativa ordinaria. Puesto de otra forma, si un
contenido constitucional es capaz de limitar a las decisiones
mayoritarias no es porque el primero sea el resultado de una decisión
precedida por más votos que las segundas, sino porque ese incremento
de votos debería indicar la existencia de un consenso más profundo,
más amplio y quizás más democrático.
Precisamente, el dualismo y la teoría del precompromiso
justifican el constitucionalismo por considerar que su calidad
democrática es superior a la del resto de las decisiones políticas. En
voz de Juan Carlos Bayón, este argumento puede resumirse del
siguiente modo (cabe anotar que él no lo suscribe):
Es racional que una comunidad, en los momentos en que
reflexiona colectivamente con mayor seriedad y altura de miras
decida incapacitarse para tomar ciertas decisiones que saben
que pueden tentarla en sus momentos menos brillantes y que, a
177
la larga, lamentaría haber tomado. En suma, ver la vida política
de una comunidad como una sucesión de decisiones de
calidades diferentes nos proporcionaría una razón para sostener
que las de calidad superior (constituyentes) sí pueden trazar
límites no removibles por decisiones posteriores de calidad
inferior (de política ordinaria); y ese dualismo bastaría —se
supone— para reconciliar la primacía constitucional con el ideal
democrático. 360
Bayón comenta que este argumento ha sido tomado desde el campo de
los estudiosos de la racionalidad individual, mediante las conocidas
“estrategias Ulises”361. ¿Qué indican éstas? En sus palabras:
Las estrategias Ulises son […] formas de asegurar la
racionalidad de manera indirecta: mecanismos de
precompromiso […] o auto-incapacitación preventiva que
adopta un individuo en un momento lúcido consistentes en
cerrarse de antemano ciertas opciones para protegerse de su
tendencia previsible a adoptar, en momento de debilidad de la
voluntad o racionalidad distorsionada, decisiones “miopes” que
sabe que frustrarían sus verdaderos intereses básicos duraderos.
Y lo que nos sugiere es que la comunidad necesitaría una
constitución por las mismas razones que Ulises necesitaba sus
ligaduras.362
Ahora bien, Bayón asegura, y creo que con razón, que la estrategia del
precompromiso “presupone de modo arbitrario que los momentos en
que se aprueban o reforman las constituciones son siempre de mayor
calidad que los de legislación ordinaria”.363 Agrega que la calidad
deliberativa del proceso —factor que lo revestiría de legitimidad
democrática— es enteramente contingente.364 En esa medida, para
360
Con este párrafo Bayón pretende sintetizar la postura de autores como Bruce
Ackerman y Gustavo Zagrebelsky, op. cit, p. 77
361
Cfr, ibidem, p. 78
362
Idem.
363
Cfr, Idem.
364
Cfr, Idem.
178
este autor, tales estrategias fallan en justificar adecuadamente el
constitucionalismo.
Con la intención de superar algunas críticas a la teoría del
precompromiso, José Juan Moreso sugiere que atar las manos de las
legislaturas futuras podría justificarse, no porque ellas sean menos
racionales que las asambleas constituyentes, sino porque éstas suelen
usar una gran cantidad de deliberación para alcanzar un consenso
sobre las materias de la cultura básica política.365 Y agrega, siguiendo
a la teoría de Ackerman sobre el dualismo366, que en los momentos de
política ordinaria esa deliberación no siempre está presente.
Como se ve, el constitucionalismo necesita apelar a la calidad de
la decisión que le precede. El problema es que resulta falaz afirmar
que tal calidad puede predicarse de todas las constituciones por el solo
hecho de que en algunos momentos claves del constitucionalismo
estuvo presente. Es decir, tal presunción de legitimidad no guarda una
conexión lógica con el concepto de Constitución y, por tanto, no
necesariamente está fundada en la realidad. En todo caso, ella se
presenta de modo contingente.
Por otro lado, la justificación del control constitucional judicial
de la ley también necesita echar mano de la calidad democrática que
debe respaldar cualquier norma llamada a servir de fundamento
invalidador. En este sentido, Bayón nos recuerda que desde Marbury
v. Madison, la justificación del judicial review necesita el argumento
de que “cuando los jueces invalidan decisiones de un legislador
democrático no ponen de ninguna manera su propio criterio por
365
Moreso, José Juan, “Derechos y Justicia Procesal Imperfecta”, Biblioteca Virtual
Miguel
de
Cervantes,
p.
43,
2008http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/12925071916700495109213/di
scusiones1/Vol1_03.pdf, última consulta 17 de mayo de 2010.
366
En un ensayo titulado “Higher Lawmaking”, Ackerman trata el problema del sentido
que debemos darle al dualismo y dice: “During periods of constitutional politics, the
higher law making system encourages the engaged citizenry to focus on the fundamental
issues and determine whether any of the proposed solutions can gain the considered
support, and therefore the accompanying political legitimacy, of a mobilized majority”.
Vid. “Higher Lawmaking” en Responding to Imperfection, the Theory and Practice of
Constitutional Amendment, Levinson, Sanford (ed.) op. cit, p. 66
179
encima del de éste, sino que se limitan a hacer valer frente a aquellas
decisiones las más fundamental voluntad democrática del
constituyente”.367
Ahora bien, el propósito de este apartado no es encontrar una
razón convincente para justificar el constitucionalismo o el control
judicial de la ley, sino simplemente mostrar que, para mantener los
caminos de justificación más recurrentes (lo cual sí es un reto que ha
de tomarse con seriedad), tenemos que poner atención en cómo
robustecemos la teoría que dota de legitimidad a los procesos de
reforma. Es decir, tenemos que dejar de presumir ingenuamente que
existe una calidad superior detrás de esas decisiones fundamentales y
empezar, más bien, a procurarla.
No cabe duda de que si el constitucionalismo pretende estar
justificado —y con esto me refiero a un constitucionalismo que, como
quería Nino, nos dé razones para actuar— su legitimidad tendrá que
residir en la auténtica calidad democrática de las decisiones de política
constituyente (originario o no) y no en una ficción teórica. La
irreflexiva presunción de que esa calidad deriva automáticamente de
la rigidez constitucional parece estar plenamente contradicha con la
realidad.
Sin embargo, ello no quiere decir que aquél no sea un ideal al
cual podamos y debamos aspirar. Bajo esta óptica, la rigidez podría
entenderse en un sentido ya no descriptivo, sino sobre todo
prescriptivo. Es decir, como un ideal sustantivo que debe orientar los
cursos de actuación de los actores que integran el órgano de
transformación constitucional.
Creo que esta parece ser también la intuición de Bruce
Ackerman cuando habla sobre la amplitud del poder que deben tener
los políticos para trasformar las normas del sistema; al respecto dice:
“If they wish to revise preexisting constitutional principles, they must
return to The People and gain the deep, broad and decisive popular
367
Bayón, Juan Carlos, op. cit, p. 68
180
support that earlier moments won during their own periods of arduous
institutional testing”.368
Si esta aspiración tiene un carácter deóntico (y ella tiene
sustento en nuestra Constitución) entonces los jueces constitucionales,
en vez de conformarse con presumir la calidad democrática de una
decisión emitida en condiciones de rigidez, podrían comenzar a
delinear las exigencias que orienten a su efectiva consecución. Se
insiste, no hace falta mucha argumentación para aceptar que la lucidez
que supuestamente caracteriza a los momentos de política
constituyente —con base en los cuales se legitima la inmunización de
ciertos contenidos frente al legislador— es, en muchos casos, una
idealización que, no obstante, puede convertirse en un criterio guía
capaz de informarnos cuándo estamos frente a un proceso legítimo.
La inquietud por buscar que las reglas formales sean cumplidas
de un modo sensible a los fines de la rigidez, es crucial para este
trabajo por lo siguiente: hemos referido que dos de los más grandes
exponentes de la tesis de los límites lógicos de la reforma
constitucional (Pedro de Vega y Walter Murphy) reflejan un
importante, y quizás fundado, temor por el hecho de considerar válida
una reforma constitucional que, por el mero cumplimiento de los
requisitos procesales, sea capaz de destruir principios básicos del
constitucionalismo (consagración de derechos y división de poderes).
Hemos insistido una y otra vez que ellos tienen razón en que el mero
cumplimiento de esas reglas no da la legitimidad que esperamos de
una reforma constitucional.
La presunción de lucidez del momento constituyente (y de
transformación constitucional) pierde su sustento cuando, en la
práctica, se aprecia que las decisiones más fundamentales pueden ser
tomadas de modo poco democrático, poco representativo, poco
justificado, pero con un estricto apego a lo que Waldron llamaba “the
black letter” de los procedimientos. Si la desconfianza por esa
reforma constitucional que traiciona postulados de gran valía se debe a
368
Ackerman, Bruce, op. cit, p. 65
181
la falta de un actuar democrático por parte de nuestros representantes,
¿por qué no remediar desde ahí (y sólo desde ahí) el problema?
Retomando: los valores de la rigidez confirman la idea de que el
proceso de enmienda debe concebirse como un medio que busca llegar
a los mejores resultados morales posibles. A continuación pretendo
exponer cuáles son los principios que otorgan esa calidad epistémica y
cómo es que están protegidos constitucionalmente. En primer lugar,
presentaré la lista de principios que ofrecen Waldron, Nino y los
coautores Gutmann y Thompson. Después intentaré identificar
aquellos que nuestro orden constitucional protege.
C. Un catálogo de principios
a. Jeremy Waldron.
Waldron nuevamente incursiona en nuestra discusión. Esta vez
recurrimos a él para dar cuenta de los principios procedimentales que
identifica. Éstos, nos dice, determinan el quién debe participar, el
espíritu con el que debe hacerlo y las varias formas de cuidado que
deben tomarse durante este proceso tan importante.
No todos los postulados que ofrece este autor son útiles para la
tarea que esta tesis enfrenta (o al menos no como están planteados por
nuestro autor). Por ejemplo, el “principio de igualdad política” es muy
importante por lo que pretende, pero no lo es en la medida en que sólo
admite la regla de mayoría (pues ya contamos con un modelo de
votación específico para efectos de la enmienda constitucional). Otro
problema es que no todos los principios que Waldron enuncia son
susceptibles de control. Por ejemplo, la seriedad con la que un
legislador asume su tarea no es controlable per se. Tan sólo lo es en la
medida en que ella se manifiesta a través de los actos que el legislador
despliega durante la conducción del proceso, por ejemplo, mediante la
argumentación que sostenga.
Por tanto, de su postura sólo destacaré aquellos principios que,
considero, son susceptibles de dar pautas al juez constitucional; a
saber: la publicidad y la transparencia en el proceso de confección de
182
la ley, el deber de cuidado al legislar (en su específica manifestación
objetiva), el deber de representar efectivamente los intereses de los
potencialmente afectados, el principio de respetar y dar debido espacio
al disidente, el principio de receptividad y el de igualdad política. En
síntesis, éstos son:369
1) El principio de hacer explícita la actividad legislativa (“principle of
explicit lawmaking”). De acuerdo con éste, cuando una norma es
creada o reformada, ello debe hacerse de forma expresa y por una
institución públicamente dedicada a esta tarea. La publicidad, explica
Waldron, es importante para la comunidad porque le indica qué es lo
que se está haciendo en su nombre.370 La gente no debería estar bajo
ningún tipo de malentendido acerca de cómo funciona su gobierno.371
2) El principio del deber de cuidado al legislar. Éste obliga a otorgar
importancia a los intereses y las libertades que están en juego en el
desarrollo de la tarea legislativa; obliga a que ésta se ejerza con
responsabilidad y con base en una teoría solida acerca de qué es lo que
hace a una mejor legislación.372
3) El principio de representación. Éste requiere que la norma sea
creada en un foro que dé voz a los potencialmente afectados y que
reúna información sobre todas las opiniones e intereses relevantes de
la sociedad. El postulado está asociado con el hecho de que el diseño
institucional de las asambleas esté orientado a lograr una integración
plural y numerosa, capaz de representar una significativa variedad de
puntos de vista.373
369
Waldron, Jeremy, “Principles of Legislation”, en The Least Examined Branch, editado
por Richard W. Bauman y Tsvi Kahana, Cambridge University Press, New York, 2006,
p. 18
370
Cfr, Ibidem, p. 22.
371
Cfr, Idem.
372
Cfr, Ibidem, p. 23
373
Cfr, Ibidem, p. 25
183
4) El principio del respeto al desacuerdo. Este principio exige ver a los
desacuerdos no como una desventaja o un mal al interior de las
asambleas; sino como una característica positiva, inherente a la
constitución de las mismas, que favorece la oportunidad de escuchar
todos los puntos de vista rivales.374 Entre los requerimientos
concomitantes de este principio está el que Waldron llama “loyal
oposition”. Éste exige que los disidentes no sean estereotipados como
subversivos o desleales. La leal oposición no es solamente un tema de
libertad de expresión —apunta Waldron—. Quien se opone a un
determinado consenso debe poder ser escuchado y debe poder probar
su habilidad persuasiva.
5) El principio de deliberación receptiva. Gracias a este principio
sabemos que el debate implica voluntad para ser persuadidos por
cualquier punto de vista hecho valer en la asamblea. Así, todas las
opiniones deben estar abiertas a la reelaboración, a la argumentación,
a la corrección y a la modificación.375 En pocas palabras, este
principio supone que existe la posibilidad de que la gente cambie de
parecer tras escuchar argumentos.376
b. Amy Gutmann y Dennis Thompson
La teoría de estos autores resulta relevante para esta investigación
porque, aunque no especifican los principios que deben inspirar la
manufactura de la ley, sí buscan delinear aquellos inherentes a la
teoría de la democracia deliberativa. Éstos, obviamente, determinan a
los primeros y su relevancia radica en que son especialmente útiles
para ser empleados en la etapa justificativa de un fallo judicial.
1) El deber respaldar las decisiones con razones. De acuerdo con
nuestros autores, el deber de justificar una posición con argumentos
morales —deber que, por cierto, es igualmente exigible para
374
Cfr, Ibidem, p. 26
Cfr, Ibidem, p. 27
376
Cfr, Idem.
375
184
gobernados y gobernantes— deriva de la idea según la cual las
personas debemos ser tratadas como agentes autónomos que
participan en el gobierno de su sociedad. Exigir que una medida esté
sustentada en razones deriva del respeto recíproco entre las posiciones
disidentes.377
A diferencia de las teorías agregativas de la democracia, la que
nos ocupa no ve a los intereses o las preferencias de las personas
como hechos dados, sino que promueve su transformación por vía de
la argumentación. La forma en que dicha exigencia se cumple es,
precisamente, a través de la deliberación. Ésta, entendida como la
justificación púbica de la toma de decisiones,378 hace legítimo que el
representante posteriormente defienda la corrección de las medidas
tomadas en nombre de la colectividad.379 Cuando un representante se
niega a proveer esa justificación, trata al ciudadano como objeto de
una legislación paternalista y no como alguien a quien le debe una
honesta rendición de cuentas.380
2) El proceso genera resultados vinculantes. Para estos autores, hacer
conciencia de este hecho permite entender que la deliberación no
cumple un fin en sí mismo: los resultados de ese proceso están
llamados a vincular a entes dignos de respeto.381 El postulado obliga a
tomarse con seriedad la tarea de generar resultados que disciplinan,
coercitivamente, las conductas humanas.
3) El proceso debe ser accesible a todos. Esta idea indica que las
razones que se den para respaldar una medida deben ser
comprensibles para todas las personas a quienes ella va destinada. Su
conocimiento debe, por tanto, ser público. 382
377
Gutmann, Amy et. al, op. cit, p. 4.
Ibidem, p. 45
379
Idem,
380
Idem,
381
Idem.
382
Ibidem, p. 4-5
378
185
4) El proceso de toma de decisiones debe ser dinámico. El proceso
deliberativo siempre deja abierta la posibilidad de continuar
dialogando.383 Todas las decisiones son provisionales.384 Este
principio se basa en la idea de que los seres humanos solemos
equivocarnos, tomar decisiones erróneas o entender deficientemente
los problemas morales que nos aquejan.385
c. Carlos Santiago Nino
Ya hemos presentado el argumento de este autor en torno al control
procedimental. Pero falta revisar, con mayor precisión, cuáles son las
específicas condiciones que, a su entender, otorgan calidad epistémica
al proceso. Veamos:
1) La imparcialidad. Nos dice el autor argentino que “si todos aquellos
que han participado en la discusión y han tenido una participación
igual de expresar sus intereses y justificar una solución a un conflicto,
ésta será, muy probablemente imparcial y moralmente correcta
siempre que todos la aceptan libremente y sin coerción”.386
Este requerimiento de imparcialidad puede cumplirse en
distintos grados. De acuerdo con Nino, la práctica informal de la
discusión moral es un medio más apto que el procedimiento
democrático (sucedáneo de la primera) para satisfacerlo íntegramente.
Ello se debe a que él requiere la introducción de un límite de tiempo
para finalizar la discusión y la necesidad de votar.387 No obstante esta
desventaja, la democracia sí puede introducir elementos que permiten
satisfacer, en el mayor grado de lo posible, la condición de
imparcialidad.
Para ello se requiere que todos los participantes en la discusión
justifiquen su propuesta frente al resto. Dice Nino: “si sus intereses
383
Ibidem, p. 7
Ibidem, p. 6
385
Ibidem, p. 10
386
Nino, Carlos Santiago, op. cit, La Constitución de la democracia deliberativa, p. 166.
387
Cfr, Ibidem, p. 167
384
186
son puestos sobre la mesa, ellos deben demostrar que son
legítimos”.388 Adicionalmente, se requiere que todos los participantes
tengan la misma oportunidad de hacer valer sus posiciones morales
ante el foro público al que se somete la propuesta.
2) La igual representación de los intereses de los otros. Para la
concepción de democracia deliberativa que este autor construye, la
representación es un mal necesario.389 La intermediación de un
representante en el proceso de discusión colectiva trae aparejada
varios males, entre ellos, la posibilidad de que el funcionario
anteponga sus propios intereses al manejar un negocio que le es
confiado, o bien, la posible falta de conocimiento de los intereses
reales de quien representa. Pero la representación es inevitable. Por
ende, debemos pensar cómo es que este arreglo institucional puede
minimizar esos males que trae consigo.
Para Nino, el representante tiene el deber de tomar en cuenta
tantos intereses como sea posible.390 Si esta idea es asociada con lo
dicho acerca del principio de imparcialidad, queda claro por qué el
funcionario tiene el deber de representarse, con la mayor sensibilidad
posible, no sólo la opinión de sus electores, sino también la de todos
aquellos que se verán afectados por sus decisiones.
3) La inclusión de las minorías en el proceso. Nino es claro en señalar
que el proceso político debería incluir como ciudadanos completos a
todos aquellos cuyos intereses estén en juego en un conflicto.391 Así,
una minoría particular no puede permanecer siempre aislada como
consecuencia de que los demás la abandonen mediante un proceso de
negociaciones.392
388
Cfr, Ibidem, p. 171
Cfr, Ibidem, p. 183
390
Cfr, Ibidem, p. 184
391
Cfr, Ibidem, p. 186
392
Cfr, Ibidem, p. 177
389
187
D. La protección constitucional del proceso democrático en el
orden jurídico mexicano
Lo que a continuación pretendo analizar es si la Constitución
mexicana protege postulados cercanos a los principios que nuestros
autores identifican. Veamos.
En términos de los artículos 39 de la Constitución, el poder
público dimana del pueblo y se instituye para su beneficio. El pueblo,
nos dice la norma, tiene en todo tiempo el inalienable derecho de
alterar o modificar la forma de su gobierno. El artículo 40
constitucional confirma que nuestro régimen de gobierno es el de una
república democrática y representativa. Estas cláusulas exigen que
todas las decisiones logradas en el marco de la Constitución, sean
autogeneradas por los gobernados. Somos nosotros quienes elegimos
cómo regir nuestra vida en sociedad, quienes tenemos derecho a
darnos nuestras leyes y los representantes son, por tanto, funcionarios
al servicio de estas preferencias e intereses. Tomar en cuenta nuestra
opinión del modo más responsable y serio posible es, por tanto, una
obligación.
Pero ¿cómo es que se integra ese “pueblo” que tiene derecho a
ejercer el gobierno por vía de sus representantes? El artículo primero
de la Constitución parece especialmente ilustrativo. De acuerdo con
éste, queda prohibida toda discriminación motivada por origen étnico
o nacional, el género, la edad, las discapacidades, la condición social,
las condiciones de salud, la religión, las opiniones, las preferencias, el
estado civil o cualquier otra que atente contra la dignidad humana y
tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las
personas.
¿Qué indica esta protección para efectos de nuestro trabajo? La
Corte, al ejercer el control que hemos referido, podría advertir que, en
términos de ese principio, queda prohibido utilizar cualquier criterio
de discriminación establecido en el artículo 1º para efectos de negar el
acceso a la participación política. Es decir, la Corte podría concluir
que no es constitucionalmente admisible excluir la voz de las personas
que se identifican con alguno de los criterios vedados por ese
188
postulado. Si todos somos igualmente dignos para la Constitución,
todos tenemos derecho a que nuestros intereses sean tomados en
cuenta con la misma seriedad. Por tanto, este principio que, en
términos generales protege la igualdad entre las personas, ahora es útil
en su específica faceta de garante de la igualdad política. Por ende,
una lectura adecuada del concepto “pueblo” al que se refiere el
artículo 39 constitucional consiste en entender que se refiere a “todos
los que somos dignos de la misma consideración y respeto”.
Hasta aquí, podemos advertir que la representación no sólo debe
ser efectiva (estar al servicio de los intereses reales de la ciudadanía)
sino sobre todo inclusiva. Esto implica que el representante debe
tomar en cuenta la opinión de todos aquellos que, en términos del
artículo 1º, merecemos la misma participación en los asuntos que nos
afectan por igual.
Ahora bien, de acuerdo con Nino, el principio de autonomía
personal —protegido por nuestra Constitución en los artículos 39 y
40— fundamenta el principio de imparcialidad.393 Se recordará que,
de acuerdo con éste, el congresista debe representarse para sí mismo
qué es lo que está en juego para los gobernados. Diría Nino:
…la asunción de un punto de vista moral —la asunción de
imparcialidad— requiere que nos pongamos nosotros mismos
en el lugar o “en los zapatos” de otros seres humanos, lo cual
implica poseer la facultad intelectual de la imaginación y el
394
atributo emocional de la simpatía humana.
El representante debe ser sensible a este ideal. Asumir un punto
de vista imparcial implica no poder apelar a un argumento inspirado
por meras inclinaciones egoístas. Si esto es cierto, entonces este
principio obliga a no ignorar las posiciones de los disidentes, de las
minorías e incluso de las mismas mayorías cuando son ignoradas por
la imposición de élites minoritarias.
393
394
Cfr, Ibidem, p. 166
Cfr, Ibidem, p. 176
189
La mejor manera para no ignorar las posiciones de los otros es
dialogando con ellos, permitiendo la más libre y profusa expresión de
sus ideas. Si el deliberante ha de asumir un punto de vista imparcial,
debe estar dispuesto a intercambiar opiniones con receptividad y, por
supuesto, a modificar su defensa cuando ella es rebatida por los
argumentos que le son ofrecidos.
Por otro lado, el adecuado ejercicio del derecho otorgado por el
artículo 39 (el de ejercer nuestra soberanía) supone saber qué es lo que
se decide en nuestro nombre. Es decir, como apuntaba Waldron, el
respeto por el autogobierno implica que debemos saber, con claridad,
cómo es que los delegados para ello están ejerciendo ese poder. Si
realmente somos dueños de todas las transformaciones que se
promueven, debemos conocer su explícito contenido. Esto indica que
la Corte también está en posibilidad de encontrar un fundamento para
la protección constitucional del principio de publicidad del proceso.
Ahora ¿cuál es la razón por la cual nos importa la composición
de las asambleas, las reglas sobre partidos, las reglas y principios que
rigen las elecciones? De acuerdo con el artículo 41, la renovación del
poder legislativo debe realizarse mediante elecciones libres, auténticas
y periódicas. Como se ve, los órganos creadores de normas generales
deben ser elegidos directamente por los gobernados a través de
contiendas cuya caracterización no prescinde de valores sustantivos.
Esto no puede tener otro fin que el de generar la mayor proximidad
posible entre la efectiva y libre elección de la ciudadanía y la
encomienda a cargo de su cuerpo de representantes. De ahí que, desde
nuestra práctica, tenga sentido dar razón a Nino cuando puntualiza que
la representación debe concebirse como “una delegación para
continuar la discusión a partir del punto alcanzado por los electores
durante el debate que condujo a la elección de representantes”.395
En términos del mismo artículo 41 constitucional, los partidos
políticos tienen como fin promover la participación del pueblo en la
vida democrática, contribuir a la integración de la representación
nacional y, como organizaciones de ciudadanos, hacer posible el
395
Cfr, Ibidem, p. 184
190
acceso de éstos al ejercicio del poder público, de acuerdo con los
programas, principios e ideas que postulan y mediante el sufragio
universal, libre, secreto y directo.
Este entramado de valores confirma la idea de que las formas de
organización política al interior de una asamblea —incluidas las
formas más específicas, como la constitución de grupos
parlamentarios, comisiones, junta de coordinación política, mesa
directiva, entre otros órganos secundarios— sólo se justifican en tanto
sirven a los intereses de los representados.
Por otro lado, los dos sistemas de elección de representantes que
contempla nuestra Constitución (principio de representación
proporcional y de mayoría relativa) están protegidos con el objeto de
generar órganos cuya composición refleje, del modo más fiel posible,
la real composición del país en cada ámbito de gobierno. El número
de integrantes que conforma a los distintos órganos representativos
tiene la misma vocación.396 Con tales principios, además, se busca dar
un lugar digno y significativo a los partidos que representan el voto de
algunas minorías y se busca amputar la posibilidad de que una
mayoría partidista pueda absorber el espacio y la agenda legislativa.
Al respecto, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha
entendido que el sistema de mayoría relativa expresa como
característica principal fincar una victoria electoral por una simple
diferencia aritmética de votos en pro del candidato más favorecido.
Éste, nos dice la Corte, permite la identificación del candidato y,
además, propicia el acercamiento entre candidato y elector. Mientras
que la representación proporcional, obedece al principio de asignación
de curules por medio del cual se atribuye a cada partido o coalición un
número de escaños proporcional al número de votos emitidos en su
favor. Agrega:
…la introducción del principio de proporcionalidad obedece a
la necesidad de dar una representación más adecuada a todas las
396
Por ejemplo, en términos del artículo 116 de la Constitución, el número de
representantes en las legislaturas de los estados deberá ser proporcional al de habitantes
de cada uno.
191
corrientes políticas relevantes que se manifiestan en la sociedad,
así como para garantizar, en una forma más efectiva, el derecho
de participación política de la minoría y, finalmente, para evitar
los efectos extremos de distorsión de la voluntad popular, que
se pueden producir en un sistema de mayoría simple. 397
En vista de todo ello, una respuesta adecuada a la pregunta
anteriormente formulada podría ser que todo este universo de
protecciones constitucionales (y sus especificaciones en ley) nace para
que las decisiones emitidas por los representantes tomen en cuenta una
significativa diversidad de criterios y puntos de vista.
Lo mismo puede decirse acerca de las distintas formalidades
plasmadas en las reglas orgánicas que administran las competencias
de nuestras asambleas: las reglas que rigen los debates, la formación
del orden del día, las convocatorias a las sesiones, la formas de
votación, la maneras de computar la votación misma, las reglas de
formación de comisiones, de estudio y análisis legislativo, los
requerimientos relativos a los tiempos que deben mediar entre el
sometimiento de una propuesta y su divulgación interna, entre muchos
otros aspectos. Todas estas condiciones promueven la generación de
un debate serio, reflexivo, inclusivo y transparente.
Sumergirse en el vasto océano de todos los candados
constitucionales y legales orientados a la generación de resultados más
justos y procedimientos más inclusivos, es una tarea que excede a los
fines de esta investigación. Sin embargo, es un hecho que su
exhaustiva ubicación no haría sino reforzar la condición de protección
jurídica que reciben las precondiciones del procedimiento
democrático.398 El lector puede observar que, de hecho, las
disposiciones constitucionales a las que hasta ahora hemos apelado
cumplen una función de complementariedad recíproca. Juntas, y sólo
397
Al respecto véanse las consideraciones de la acción de inconstitucionalidad 9/2005.
No está de más recordar que hablamos de precondiciones porque estos principios
están puestos antes de que el proceso genere resultados. En ese sentido, lo disciplinan y
limitan.
398
192
así, conforman el entramado valorativo que nos permite responder
afirmativamente la pregunta que encabeza este apartado.
E. Los criterios de la Suprema Corte en materia de proceso
legislativo: una aproximación a la propuesta
En los últimos años, el Pleno de la Suprema Corte mexicana ha
plasmado criterios de gran importancia que, sin duda, sientan la base
sobre la que puede descansar la línea argumentativa aquí sugerida.
El gran precedente que cambia el entendimiento de los procesos
de producción normativa en el seno de la Corte es la acción de
inconstitucionalidad 9/2005.399 En ella, el Pleno de la Suprema Corte
de Justicia —al deber juzgar la validez de un proceso que culminó con
una reforma al artículo 17 de la Constitución del Estado de
Aguascalientes—400 estableció una serie de principios que, en sus
términos, deben guiar el ejercicio de evaluación de su potencial
invalidatorio.
A entender de la Corte, la equidad en la deliberación
parlamentaria apunta a la necesidad de no considerar automáticamente
irrelevantes todas las infracciones procedimentales producidas en una
tramitación parlamentaria que culmina con la aprobación de una
norma mediante una votación que respeta las provisiones legales al
respeto. Con esta idea, la Corte genera un estándar mediante el cual el
ejercicio de juzgar un proceso, no queda reducido a la detección de
399
La ponencia del asunto estuvo a cargo del Ministro José Ramón Cossío Díaz. El
mismo se resolvió por mayoría de seis votos de los Ministros Aguirre Anguiano, Cossío
Díaz, Gudiño Pelayo, Ortiz Mayagoitia, Valls Hernández y entonces Presidente Azuela
Güitrón. Los Ministros Luna Ramos, Díaz Romero, Góngora Pimentel, Sánchez Cordero
y Silva Meza votaron en contra.
400
El Partido Revolucionario Institucional promovió la acción de inconstitucionalidad
por considerar, esencialmente, que la reforma al artículo 17 de Constitución Política del
Estado de Aguascalientes transgredía los artículos 52, 53, 54 y 116, fracción II de la
Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos porque no se mantenía la
proporción del sesenta por ciento de mayoría relativa y cuarenta por ciento de
representación proporcional en la integración del Congreso del Estado de
Aguascalientes, provocando así, una sobre-representación de un partido político.
193
vicios procedimentales estrictamente referidos al incumplimiento de
las reglas cuya aplicación se determina a la manera de todo o nada.
Por su trascendencia para esta tesis, vale la pena citar íntegramente el
criterio emitido en aquella ocasión:
PROCEDIMIENTO
LEGISLATIVO.
PRINCIPIOS
CUYO
CUMPLIMIENTO SE DEBE VERIFICAR EN CADA CASO
CONCRETO
PARA
LA
DETERMINACIÓN
DE
LA
INVALIDACIÓN DE AQUÉL. Para determinar si las violaciones al
procedimiento legislativo aducidas en una acción de
inconstitucionalidad infringen las garantías de debido proceso y
legalidad contenidas en la Constitución Política de los Estados Unidos
Mexicanos y provocan la invalidez de la norma emitida, o si por el
contrario no tienen relevancia invalidatoria de esta última, por no
llegar a trastocar los atributos democráticos finales de la decisión, es
necesario evaluar el cumplimiento de los siguientes estándares: 1) El
procedimiento legislativo debe respetar el derecho a la participación
de todas las fuerzas políticas con representación parlamentaria en
condiciones de libertad e igualdad, es decir, resulta necesario que se
respeten los cauces que permiten tanto a las mayorías como a las
minorías parlamentarias expresar y defender su opinión en un
contexto de deliberación pública, lo cual otorga relevancia a las reglas
de integración y quórum en el seno de las Cámaras y a las que regulan
el objeto y el desarrollo de los debates; 2) El procedimiento
deliberativo debe culminar con la correcta aplicación de las reglas de
votación establecidas; y, 3) Tanto la deliberación parlamentaria como
las votaciones deben ser públicas. El cumplimiento de los criterios
anteriores siempre debe evaluarse a la vista del procedimiento
legislativo en su integridad, pues se busca determinar si la existencia
de ciertas irregularidades procedimentales impacta o no en la calidad
democrática de la decisión final. Así, estos criterios no pueden
proyectarse por su propia naturaleza sobre cada una de las actuaciones
llevadas a cabo en el desarrollo del procedimiento legislativo, pues su
función es ayudar a determinar la relevancia última de cada actuación
a la luz de los principios que otorgan verdadero sentido a la existencia
de una normativa que discipline su desarrollo. Además, los criterios
enunciados siempre deben aplicarse sin perder de vista que la
regulación del procedimiento legislativo raramente es única e
invariable, sino que incluye ajustes y modalidades que responden a la
necesidad de atender a las vicisitudes presentadas en el desarrollo de
los trabajos parlamentarios, como por ejemplo, la entrada en receso de
las Cámaras o la necesidad de tramitar ciertas iniciativas con extrema
urgencia, circunstancias que se presentan habitualmente. En este
194
contexto, la evaluación del cumplimiento de los estándares enunciados
debe hacerse cargo de las particularidades de cada caso concreto, sin
que ello pueda desembocar en su final desatención.401
Estas consideraciones indican que nuestro argumento no sólo es viable
sino que se acerca, en gran medida, a los criterios que la Corte ya está
construyendo poco a poco respecto al control del procedimiento
legislativo.
La Corte colombiana, como se recordará, también ha
incursionado en semejantes términos —ésta sí en el terreno de la
enmienda constitucional—. Sin embargo, el estándar logrado por
ambos tribunales constitucionales debe fortalecerse.
Tanto la Corte de Colombia como la de México han dicho que,
para garantizar el debido respeto al debate parlamentario, basta con
que se haya generado la oportunidad para generarlo. De acuerdo con
la Primera Sala de la Suprema Corte, si en un determinado caso no se
lleva a cabo un debate activo o no se esgrime alguna objeción, pero
finalmente se genera la aprobación respectiva, es evidente que se ha
cumplido con las formalidades del procedimiento legislativo previsto
por el artículo 72 constitucional. Literalmente ha dicho que “el texto
constitucional no exige que la discusión de las modificaciones por
parte de la Cámara de Origen se traduzca en una acción positiva de
debate activo a través de oradores, dictámenes, etcétera, sino que ésta
se pronuncie (aprobando o desaprobando, por mayoría de votos)
respecto a las modificaciones realizadas por la Cámara Revisora”.402
401
Los datos de localización de esta tesis aislada son: tesis P. L/2008, Novena Época,
instancia: Pleno, fuente: Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, XXVII, Junio
de 2008, página: 717. Su número de registro es 169,437.
402
Este razonamiento se contiene en la tesis de rubro: AUTOMÓVILES NUEVOS. EL
PROCESO LEGISLATIVO QUE ORIGINÓ EL DECRETO DE REFORMAS AL
ARTÍCULO 8o., FRACCIÓN II, DE LA LEY FEDERAL DEL IMPUESTO
RELATIVO, PUBLICADO EN EL DIARIO OFICIAL DE LA FEDERACIÓN EL 26
DE DICIEMBRE DE 2005, NO VIOLA EL ARTÍCULO 72, INCISO E), DE LA
CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE LOS ESTADOS UNIDOS MEXICANOS. Sus datos
de localización de esta tesis son: Novena Época, Instancia: Primera Sala, Fuente:
Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, XXVII, Junio de 2008, Tesis: 1a.
XLIX/2008, Página: 389. No. Registro: 169,549. El precedente es el amparo en revisión
195
Cuando este criterio es aplicado al problema de reforma
constitucional resulta equivocado. Éste se olvida de la idea según la
cual, la justificación de cualquier decisión que pretenda vincular a
entes libres, debe ser pública, explícita y transparente. Este principio
se transgrede cuando, por más intenso que sea el “debate”, la decisión
resultante no encuentra al menos una razón que la justifique.
Un procedimiento auténticamente deliberativo no es aquel que
se contenta con la apasionada retórica de buenos oradores. Lo que
debe exigirse —y sí como un actuar positivo por parte de los órganos
productores de normas— es que deliberen públicamente el cambio
que promueven, que esgriman todos los pros y contras que una
determinada posición puede tener, que calibren sus efectos negativos y
positivos en el modus operandi de la sociedad, que se posicionen —
como decía Nino— en los zapatos del más afectado por la medida a
tomar, que asuman la idea de que ellos pueden estar algún día en esas
condiciones.
Este deber positivo es congruente con los fines que pretende una
reforma constitucional. Como ya indicábamos, hay muchas razones
por las cuales el ORC está obligado a procurar las mejores respuestas
posibles. Entre ellas está la idea de que los momentos de política
constituyente tienen la vocación de generar consensos
cualitativamente superiores a los que se requieren para la toma de
decisiones mayoritarias, pues el contenido de estas últimas está
limitado por el resultado que emana de los primeros.
Cuando lo que está en juego son las decisiones más
fundamentales de un orden jurídico, las que más legitimadas deben
estar, entonces el ORC sí tiene por qué dar cuenta de todo el debate
que suscita una posición. Puesto de otra forma: dado que los temas
que son colocados en la agenda de un constituyente (originario o no)
necesariamente son moralmente controvertidos, la exteriorización de
su inherente polémica es sólo la consecuencia lógica de tomarse esos
asuntos con seriedad. El desacuerdo que justificadamente se espera de
150/2008, fallado el 16 de abril de 2008, por unanimidad de cinco votos. Ministro
ponente: José Ramón Cossío Díaz.
196
una decisión así, debe ser efectivamente ejecutado. La polémica
parlamentaria es obligada porque, en la práctica informal de la
discusión moral, es una realidad.
Parece que en el caso de la reforma, la negociación entre las
fuerzas políticas no es un valor que deba primar. Festejar el alcance de
acuerdos logrados tras puertas cerradas, mediante la transferencia
recíproca de cargas y beneficios, más bien luce como un despropósito
para el caso de la creación constitucional. En ésta, el debate debe ser
explícito y debe ser flexible; esto es, debe permitir el diálogo, permitir
numerosas intervenciones, siempre estar al servicio de los argumentos.
Esto, no obstante, necesariamente ha de generar algún retraso en
la agenda pública. Pero ¿es esto un problema? Quizás no. La
enmienda no requiere del mismo dinamismo que muchas veces sí
puede requerir la aprobación de leyes ordinarias. Esto es, la reforma
constitucional nace para generar consensos especialmente profundos,
pero sobre todo capaces de lograr resultados morales lo
suficientemente abstractos como para permitir la adaptación
constitucional vía transformaciones legislativas y criterios judiciales.
Esto quiere decir que el detalle en el paisaje normativo de la
Constitución no algo que deba buscarse, pues la idea es que ella
permita creación normativa a su alrededor.
Retomando: la Corte mexicana ya está generando las bases de
una doctrina afín a las intenciones que aquí han sido plasmadas. No
obstante, para construir un estándar adecuado a los fines del
procedimiento de reforma constitucional, nuestro más alto tribunal
tiene que superar la idea de que carece de herramientas para conocer
cuándo está ante una deliberación suficiente. Es necesario evaluar que
todos los aspectos controvertidos de una reforma hayan sido tratados
con suficiente atención y respeto.
Pero nuestra Corte no sólo necesitaría adaptar ese específico
criterio al caso de la reforma constitucional, sino sobre todo la idea —
plasmada en el amparo en revisión 186/2008— de que los límites
implícitos formales de la enmienda resultan perfectamente
delimitables en las disposiciones reguladoras del procedimiento de
reforma. La Corte tiene que analizar cómo es que esos valores
197
procedimentales que, con claridad identifica respecto al procedimiento
legislativo, son pertinentes para el control del proceso de creación
constitucional y en qué forma deben adaptarse a las específicas
pretensiones de éste.
F. Una propuesta metodológica
Hay una pregunta que hasta ahora no se ha contestado. Ya vimos por
qué es jurídicamente acertado decir que el juez constitucional puede
controlar vicios vinculados con la ausencia de las condiciones que, a
la luz de determinados principios, otorgan legitimidad al proceso de
enmienda. Ya vimos cuáles pueden ser esos principios y por qué
parece razonable suponer que ellos encuentran sólida protección
constitucional en el ordenamiento mexicano.
Sin embargo, hace falta analizar cómo es que el juez
constitucional puede detectar su transgresión dentro del marco de
facultades que la Constitución le concede. A continuación pretendo
explorar lo que, considero, es una forma de argumentar los fallos que
nuestra Suprema Corte de Justicia de la Nación debe dictar en lo que
concierne al problema de la reforma. La mejor forma para abordar
esto es a través de la formulación de preguntas.
¿Cómo se identifica la norma que motiva el control?
La pregunta es pertinente porque el juez constitucional no podría
ejercer sus facultades sin antes conocer los límites competenciales del
órgano cuya actividad quiere analizar. Por tanto, para aclarar lo que se
ha dicho, es adecuado identificar ese enunciado jurídico sin el cual la
propuesta carece de sustento.
Entiendo que éste reza: “para que el ORC pueda modificar la
Constitución debe conducirse de conformidad con el procedimiento P
(donde P está configurada por una doble dimensión regulativa: la de
las reglas previstas por el artículo 135 constitucional y la de los
principios)”. Puesto de otra forma, este enunciado indica que, para
aceptar la validez del resultado institucional (reforma constitucional)
198
generado por el ORC, es necesario que éste haya actuado de
conformidad con P. 403
La exigibilidad jurídica de esta conducta se debe a algo tan
simple como el hecho de que el ORC es un órgano constituido, esto
es, recibe sus facultades y límites competenciales de la Constitución y,
por ende, no puede rebasarlos. Revisar la regularidad de los
procedimientos es una tarea con la cual nuestra tradición
jurisprudencial está ampliamente familiarizada y —aunque aquí esté
buscando objetar algunas de las premisas con las cuales ella suele
operar— es un hecho que no puede sorprendernos la argumentación
de que los órganos constituidos encuentran límites competenciales.
En ocasiones, el fundamento que motiva este control —o que da
lugar a la procedencia de algún medio de control constitucional, el
juicio de amparo, por ejemplo— se identifica con la violación a la
garantía que protege lo que típicamente se designa como “las
formalidades esenciales del procedimiento”.404 Generalmente se habla
de una violación a los artículos 14 y 16 —como lo hace Schmill—.
403
El enunciado que propongo está planteado en términos de lo que la teoría conoce
como una regla técnica (si X quiere Y, debe hacer Z); no obstante, la norma que rige el
actuar del ORC en los términos aquí propuestos es, concretamente, una norma de
competencia. En la teoría del derecho, hay distintos modos de entender normas que
establecen competencias. Moreso y Vilajosana enuncian tres: es posible entenderlas
como normas de obligación indirectamente formuladas (Kelsen), normas permisivas
(Von Wright), o como normas constitutivas (Atienza y Ruiz Manero, entre otros). Pues
bien, para los primeros, la mejor forma es la tercera (Cfr, Moreso, et al, op. cit, p. 83-85)
Entender a las normas de competencia como normas constitutivas significa apreciar que
ellas están orientadas a calificar la validez de las normas creadas en ejercicio de esa
competencia. Se enuncian así: “Si el órgano O, con el procedimiento P, dicta la norma N
sobre la materia M, entonces N es válida”. Por tanto, la regla que fundamenta el control
que propongo, en realidad tiene un carácter constitutivo; sin embargo, su traducción en
términos condicionales da lugar a la regla técnica que hemos apuntado. En este sentido,
Atienza y Ruiz Manero aceptan que toda norma constitutiva tiene una dimensión
regulativa que, precisamente, puede traducirse en una norma técnica con la estructura
que hemos identificado, (vid, op. cit, Las piezas del derecho, p, 90).
404
Una jurisprudencia clásica para estos efectos es la P./J. 47/95, cuyo rubro señala:
“FORMALIDADES ESENCIALES DEL PROCEDIMIENTO. SON LAS QUE
GARANTIZAN UNA ADECUADA Y OPORTUNA DEFENSA PREVIA AL ACTO
199
El razonamiento supone que las formalidades deben ser
cumplidas por virtud del respeto al principio de legalidad y que uno no
puede ser privado de sus derechos o de una protección constitucional
determinada si el órgano que tiene competencia para imponer una
medida restrictiva no se conduce de conformidad con los límites que
el derecho (y no él mismo) ha establecido a su actuar. La idea es
igualmente adecuada para efectos de esta propuesta.
¿Cuál es la materia que podría someterse al análisis judicial?
Pues bien, el objeto sometido a escrutinio estaría integrado por el
conjunto de actos realizados por los distintos miembros integrantes del
ORC y desplegados, precisamente, con el fin de dar cumplimiento a
las normas que rigen el proceso de enmienda. Entonces, el juez
constitucional enjuiciaría si esos actos de aplicación de la
Constitución lograron (o no) optimizar, en la medida de lo posible, la
calidad epistémica del procedimiento. Es decir, el juez constitucional
contrastaría las condiciones reales del proceso contra las condiciones
ideales, normativamente establecidas en la Constitución.
¿Qué información requiere el juez para fallar?
Él necesita conocer de hechos, tanto de los contextuales como de los
actos generados por la voluntad de los asambleístas. Por ende, a
nuestro entender, el juez está facultado para hacerse de todos los
medios probatorios a su alcance —versiones taquigráficas de los
debates parlamentarios, comunicados entre legislaturas, constancias de
cómputo de las votaciones, entre otros— que le indiquen la manera en
que el proceso sometido a su jurisdicción trascurrió.405
PRIVATIVO. Los datos de localización son: Novena Época, Instancia: Pleno, Fuente:
Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta II, Diciembre de 1995, Página: 133
405
En este sentido, resultaría útil acudir al contenido del artículo 79 del Código Federal
de Procedimientos Civiles que establece, de un modo suficientemente amplio, las
facultades que posee un juzgador para hacerse del conocimiento de la verdad.
Literalmente dispone: “Artículo 79.- Para conocer la verdad, puede el juzgador valerse
200
¿Qué estándar ha de seguir la Corte para identificar las distorsiones
apuntadas?
Una vez que se ha reunido el material que documenta el
procedimiento, la Corte podría conducirse de conformidad con los
pasos que cubre el siguiente estándar:
1) El principio de imparcialidad ordena al juez a indagar si el producto
del proceso está debidamente sustentado en una posición moral y no
solamente en la negociación o en el dominio de las preferencias de
una élite o una mayoría.
Únicamente las medidas que están respaldadas por una posición
moral justifican su exigibilidad en una sociedad que tiene el derecho
de autodeterminarse. Así, todas aquellas posiciones que no encuentren
ese sustento, pueden ser excluidas del debate. A la inversa, su
inclusión en la deliberación puede dar lugar a condicionar la validez
del proceso, esto, siempre y cuando —claro está— semejante
fenómeno trascienda al resultado.
Pero ¿cuándo estamos ante una posición moral? Recurriendo a
un ejemplo, Amy Gutmann y Dennis Thompson intentan trazar la
distinción entre una que lo es y una que no. ¿Por qué un argumento a
favor de la discriminación racial no es una posición moral? —se
preguntan—. Su respuesta es la siguiente. De entrada, algunas de las
posiciones sostenidas a favor de la medida podrán ser descalificadas a
primera vista (on their face).406 Por ejemplo, podríamos saber que
aquellas posiciones que apelaran a razones únicamente basadas en el
de cualquier persona, sea parte o tercero, y de cualquier cosa o documento, ya sea que
pertenezca a las partes o a un tercero, sin más limitaciones que las de que las pruebas
estén reconocidas por la ley y tengan relación inmediata con los hechos controvertidos.
Los tribunales no tienen límites temporales para ordenar la aportación de las pruebas que
juzguen indispensables para formar su convicción respecto del contenido de la litis, ni
rigen para ellos las limitaciones y prohibiciones, en materia de prueba, establecidas en
relación con las partes”.
406
Cfr, Gutmann, et al, op. cit, p. 71
201
auto interés de los que son de raza blanca,407 no sustentan ningún
punto de vista moral.
Sin embargo, también podríamos encontrar posiciones más
complejas que pudieran parecer morales aunque en realidad no lo
fueran; entre ellas estaría una que dijera algo como lo siguiente: la
supremacía blanca beneficia a los negros más de lo que lo hace la
equidad política y social. De acuerdo con nuestros autores, un
argumento semejante también falla (aunque en una forma diferente al
anterior) en poder ser calificado como una posición moral. Aunque su
base no moral es muy tenue, puede apreciarse que el problema radica
en que los supuestos “beneficios de la supremacía blanca” no están
determinados o están tan estrechamente determinados que no toman
en cuenta otras consideraciones relevantes, por ejemplo, que el
derecho a una vida digna no depende de requisitos económicos.408 Por
otro lado, los defensores de semejante supremacía tampoco podrían
apelar a la evidencia empírica y, a la vez, rechazar todos los métodos
usualmente aceptados que desafían esa evidencia.409
Otras razones podrían ser rechazadas por apelar a premisas no
demostrables empíricamente (al menos no en la forma usual); es decir,
siempre que, bajo los estándares típicamente utilizados, no fueran
plausibles.410 En un caso así, la razón por la cual sabríamos que
hablamos de posicionamientos amorales se debe a que su contenido no
puede evaluarse públicamente.411 Lo mismo acontece cuando se apela
a una autoridad. Esto es válido, siempre que los contenidos que
emanan de esa autoridad estén sujetos a crítica o estén abiertos a la
interpretación por razones públicamente aceptables.412 En síntesis, —
opinan estos autores— al menos son tres los requisitos que deben
reunirse para que un argumento pueda calificar como una posición
moral; a saber:
407
Cfr, Idem.
Cfr, Idem
409
Cfr, idem.
410
Cfr, Idem
411
Cfr, Idem
412
Cfr, Idem
408
202
(i) El argumento debe partir de una perspectiva desinteresada, capaz
de ser adoptada por cualquier miembro de la sociedad, cualesquiera
que sean sus particulares circunstancias (tales como la clase, la raza, el
sexo). Cuando este requerimiento es satisfecho, podemos distinguir
entre una razón moral y una meramente prudencial o basada en el
interés propio (“self-regarding”).
(ii) Cualquier premisa de la posición en cuestión que dependa de
evidencia empírica o de una inferencia lógica debe, en principio,
poder ser desafiada a través de los métodos generalmente aceptados.
Este requerimiento asegura que los argumentos serán accesibles a
otros participantes de la discusión.413
(iii) Las premisas para las cuales la evidencia empírica o la inferencia
lógica no son apropiadas, no necesariamente deben tenerse por
radicalmente implausibles. Aunque es difícil especificar estándares
generales para determinar qué es plausible, es posible identificar
creencias radicalmente imposibles porque ellas típicamente rechazan
una extensa base de creencias sólidamente establecidas y ampliamente
compartidas por la sociedad.414 Un ejemplo de creencia radicalmente
implausible, para Gutmann y Thompson, sería el caso del argumento
según el cual Dios habla literalmente a través de la Biblia para decir
que la naturaleza prohíbe la mezcla entre las razas.415
Por su parte, Nino también ofrece algunos criterios que permiten
distinguir las posiciones de una discusión que son genuinas de
aquéllas que son falsas. Este autor pretende mostrar algunos casos
obvios que, a su entender, deben rechazarse como ejemplos de las
primeras. Menciona los siguientes: la mera expresión de deseos o la
descripción de intereses (por ejemplo, respaldar una solución con un
“eso es lo que quiero”);416 la descripción de hechos, como una
413
Cfr, Idem.
Cfr, idem.
415
Cfr, Idem.
416
Cfr, Nino, op. cit, La Constitución de la democracia deliberativa, p. 171
414
203
tradición o una costumbre, que una autoridad humana ha establecido o
una divinidad ha ordenado también debe ser excluida;417 la expresión
de proposiciones normativas que no son generales porque los casos a
los cuales se aplican se refieren a nombres propios o descripciones
definidas;418 la expresión de proposiciones normativas que no puede
aplicarse a casos que se diferencian del presente o sobre la base de
propiedades relevantes para las proposiciones mismas; éste es el
requerimiento de universalidad.419
Nino encuentra que tampoco pueden considerarse posiciones
argumentadas aquellas que expresen inconsistencias pragmáticas
obvias, por ejemplo, una declaración incompatible con otra realizada
por el mismo sujeto en un conflicto distinto.420 Otro síntoma
indicativo de que no estamos frente a una argumentación válida es el
caso en que se expresan proposiciones normativas que no parecen
tomar en cuenta los intereses de los individuos.421 El autor argentino
también rechaza como posiciones morales aquellas que se sustentan
en una falacia lógica.
Pues bien, decíamos que estos criterios orientados a la
identificación de un argumento moral —que no moralmente
correcto— sirven para excluir determinados alegatos de la agenda
pública. Para efectos de esta investigación, esto tiene dos
implicaciones. La primera se da a nivel de lo que ocurre en el órgano
de reforma constitucional: éste no tiene por qué incluir todos los
intereses que se aleguen, sólo aquéllos que cumplan con los
requerimientos antes señalados.
Así, cuando decimos que el ORC debe ser receptivo de todos los
intereses potencialmente afectados, no se está demandando que
escuche todo lo que se autoproclame como tal. Ya veíamos que el
ORC no tiene por qué escuchar el argumento de quien defiende que el
otro no puede o no merece tener una opinión en el asunto. Esto
417
Cfr, Ibidem, p. 172
Cfr, Idem.
419
Cfr, Idem.
420
Cfr, Idem.
421
Cfr, Idem.
418
204
negaría el principio de que todos tenemos derecho a una igual
participación en el proceso deliberativo.
Semejante reducción de lo que puede someterse a deliberación
no es un corte de temas, sino la exclusión de aquello que es
estructuralmente no apto para ser planteado en términos imparciales.
La violación se configura no sólo cuando expresamente se rechaza
escuchar el punto de vista de algunos, sino también cuando se procede
silenciosa y pasivamente.
Ahora, no sería insensato esperar que el propio órgano
deliberativo fuera capaz de rebatir aquellos alegatos que no
cumplieran con los estándares de nuestros autores. Sin embargo, ¿qué
ocurre cuando, de facto, el órgano de reforma acepta una medida que
no los satisface? La respuesta está vinculada con la segunda
implicación del argumento. De acuerdo con la propuesta que aquí se
quiere delinear, el juez constitucional está en posibilidad de
condicionar la validez de un proceso con tales deficiencias.
Trazar una distinción entre una posición moral y una que no lo
es —alguien podría alegar— implica aceptar la revisión del contenido
de la reforma por sus méritos sustantivos. Pero esta objeción es
infundada. En el control que aquí se propone, el juez no requiere
contrastar los valores constitucionales del presente, con los que
aspiran ser tales en el futuro.
Debemos insistir: en el control aquí defendido, el juez
únicamente verifica la satisfacción de las condiciones que deben
preceder a toda producción normativa que aspire al rango
constitucional. Para ponerlo en términos más simples: el juez no dice
“este resultado con contenido X viola el derecho a la no
discriminación” —por ejemplo—; sino dice: “este resultado X fue
emitido en condiciones que violan el derecho a la no discriminación y
como éste es un derecho que debe respetarse en el proceso
democrático (y de enmienda constitucional), porque incide en las
posibilidades participación política, la validez del procedimiento
puede condicionarse”.
205
Como se ve, sin importar cuál sea el contenido de la norma
resultante, el juez sólo analiza que ésta sea fruto de un debate
informado por argumentos accesibles a todos.
Retomando el ejemplo de nuestros autores, un resultado que
confiriera a la Biblia la última autoridad decisoria en asuntos
controvertidos, podría dar lugar al condicionamiento de la validez del
proceso. Pero ¿cómo sabemos esto? ¿Se debe a que intuimos su
irracionalidad? No exactamente. Más bien se debe a que, después de
echar un vistazo a la integración plural que, de hecho tiene nuestra
sociedad, parecería especialmente sospechoso que los representantes
del 3.5% de mexicanos que afirman no tener religión422 dijeran que
ellos aceptan adoptar la palabra de la Biblia como la última autoridad.
Este es un caso obvio, pero la misma violación se actualizaría en la
medida en que dicho órgano omitiera tomar en cuenta la opinión de
esa importante minoría.
Ante un resultado que levanta tanta suspicacia ¿qué debe hacer
el juez constitucional? Básicamente tendría que requerir al ORC una
explicación de cómo es que la voz de los representados no creyentes
se hizo escuchar en la asamblea y cómo fue contrargumentada. No es
que el juez presuponga la prevalencia de una posición neutral hacia la
religión, es que no puede confiar ciegamente en que el punto de vista
de esa minoría —cuyas creencias son dignas de hacerse escuchar, en
términos del artículo 1º constitucional— fue tomado en consideración.
El ORC debe probar que así fue.
Ahora, es previsible que, en el caso puesto como ejemplo, los
miembros del órgano de revisión no encuentren una explicación
satisfactoria.423 Esto —podría alegarse— revela que, en realidad, el
422
La cifra es del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI); ella data del
2000, por lo que en 10 años probablemente ha aumentado el número de personas que
dicen
no
tener
religión
alguna.
http://www.inegi.org.mx/est/contenidos/espanol/soc/sis/sisept/default.aspx?t=mrel10&s=
est&c=2591, última consulta, 10 de julio de 2010.
423
Quizás la única forma en que un argumento así puede ser superado
argumentativamente, una vez que ha contado la opinión de la minoría, es si los
representantes de esta minoría dijeran que ella consiente renunciar a su derecho
206
control aquí propuesto no sirve de mucho para problemas más
complejos en los que el órgano sí puede encontrar explicaciones
racionales y que, sin embargo, devienen en resultados injustos.
En el siguiente apartado, específicamente destinado a abordar
las preguntas pendientes, abundaremos sobre estas cuestiones y
retomaremos un ejemplo real que revela la utilidad del control aquí
defendido, incluso en los casos más complejos.
Por ahora, basta concluir que la clave está en entender que el
ORC debe respaldar su posición (cualquiera que ésta sea) en las
conclusiones de un diálogo de carácter moral. No hay diálogo moral si
las opiniones que se intercambian tienen como único respaldo la
imposición del poder. Cuando una persona disidente con el resultado
de la enmienda pregunta: ¿por qué debo obedecerlo? El ORC no
puede contestarle “porque sí”.
Finalmente, cabe apuntar que, para que la Suprema Corte esté en
condiciones de dar este primer paso, debe superar la larga y estable
tradición jurisprudencial que, hasta hace algunos años mantenía, con
respecto a los procesos de producción normativa. De acuerdo con tales
criterios agotados, “el procedimiento establecido en la Constitución
Federal para elaborar las leyes, no exige que se tengan que explicar
los motivos que cada uno de los órganos que intervienen en ese
proceso tuvieron en cuenta para ejercitar la función legislativa que
tienen encomendada.” ¿Por qué? La Corte de la Séptima Época
contestaba con el siguiente “argumento”:
…por fundamentación y motivación de un acto legislativo, se
debe entender la circunstancia de que el Congreso que expide la
ley, constitucionalmente esté facultado para ello, y así,
tratándose de un Congreso Local, la ley que expide estará
fundada y motivada si en los términos de la Constitución Local,
el Poder Legislativo está facultado para expedir esa ley. 424
(actualmente protegido) de no tener que obedecer una creencia con la que disiente. Esto
abre una paradoja sobre la que se hablará posteriormente.
424
Véanse los criterios de rubro: “FUNDAMENTACION Y MOTIVACION. FORMA
DE ENTENDER ESTA GARANTIA, CON RESPECTO A LAS LEYES”;
“FUNDAMENTACION Y MOTIVACION DE LOS ACTOS DE AUTORIDAD
207
2) El principio de publicidad y transparencia en la confección de la
reforma, obliga al juez a entender que hay un respaldo justificativo
siempre que éste haya sido explícitamente formulado, pues sólo lo que
se conoce puede consentirse.
Si ante el juez se hace valer el argumento de que la decisión del
parlamento no encuentra ese respaldo, él no puede imaginar cuál pudo
haber sido la posición moral utilizada e intentar justificar, por ese
camino, algo que en su momento debió ser deliberado y sujeto a
crítica. La justificación debe ser explícita porque, de lo contrario, los
representados estaríamos desconociendo qué es lo que se dice a
nuestro nombre. A nivel de control judicial, este principio permite
atender argumentos formulados a posteriori, provenientes de la
reflexión individual, lo cual requiere que el juez sea hábil para
entender cuándo está frente a una posición moral explicitada y cuándo
no.
3) El principio de deliberación receptiva obliga al juez a no tener por
válida una posición moral que, aunque sea pública, no haya refutado
la posición moral efectivamente esgrimida por otros participantes del
debate, o bien, una posición moral planteada ex post, precisamente, a
través del litigio.
Nino nos ayuda a ver que la presencia de posiciones
argumentativas no genuinas no es la única forma en que un vicio
procedimental puede manifestarse. La injusticia también puede
devenir, a su entender, de que la posición defendida ignora hechos
relevantes.425 Por ejemplo, si una posición moral es refutada por los
resultados de la demostración científica, entonces, el ORC debe
superar esta demostración si quiere que prevalezca su posición. Esto
implica que la mejor manera en que el ORC satisface el requerimiento
de la deliberación receptiva es a través de otorgar participación a
LEGISLATIVA”; “FUNDAMENTACION Y MOTIVACION DE LOS ACTOS
LEGISLATIVOS. LOS PODERES QUE INTERVIENEN EN SU FORMACION NO
ESTAN OBLIGADOS A EXPLICARLOS”.
425
Cfr, Nino, op. cit, La Constitución de la democracia deliberativa, p. 176
208
expertos en los diversos temas sobre los cuales sus integrantes
desconocen.
Pero la consulta a expertos no debe ser un instrumento que lleve
a generar pantallas de legitimidad, es decir, lo que ellos aporten ha de
tomarse en serio y tener un efecto real en la discusión. En otras
palabras, su comentario debe transformar preferencias cuando
demuestren, empíricamente, tener la razón. Este requisito confirma
que el proceso no puede concebirse como un medio que únicamente
busca agregar preferencias. Si él está orientado hacia la consecución
de las mejores respuestas posibles, entonces sí debe encargarse de
generar mejor información sobre la cuestión sometida a debate.
4) El principio de representación efectiva e inclusiva obliga al juez a
exigir que la deliberación esté abierta a todos los potencialmente
afectados; es decir, que se les dé la oportunidad de participar. Pero no
sólo eso, el juez también debe velar por que la posición de una
minoría no haya sido simplemente ignorada o negociada, como
dejábamos ver en el hipotético caso de la autoridad bíblica.
La oportunidad de participar no sólo implica revisar que las
puertas de las asambleas hayan estado abiertas a foros de debate o a la
participación ciudadana. Este tipo de mecanismos de participación
promueven la deliberación y permiten que más puntos de vista sean
tomados en cuenta. Sin embargo, el requisito tiene implicaciones más
amplias. Por ejemplo, dado que nuestra Constitución protege el
derecho a la libre expresión, es necesario que éste se encuentre
garantizado durante el procedimiento de enmienda. Sólo así
podríamos decir que la enmienda fue producida en las condiciones
democráticas que nuestro país actualmente protege.
Si una persona que desea expresar su punto de vista sobre una
propuesta de reforma que estima injusta es censurada, quizás esa
violación es tan significativa que puede dar lugar al condicionamiento
de validez de la reforma en cuestión. Esto se debe a que el derecho a
la libertad de expresión puede considerarse, usando la terminología de
Nino, un derecho a priori. Es decir, se trata de un postulado cuyo
respeto es condición de validez del proceso mismo, pues su valor no
209
está dado por éste, sino presupuesto, en la medida en que encuentra
protección constitucional.426
Finalmente, es necesario destacar que la lista de principios que
inspiran este estándar no es ni exhaustiva ni definitiva. Tampoco es
necesario comprometerse con el método en los exactos términos en
que ha sido propuesto; podría sentarse una línea argumentativa capaz
de fomentar un progresivo análisis, más profundo, sobre sus
contenidos.
A lo largo de estos párrafos he presupuesto que la independencia
que debe caracterizar el cargo del juez constitucional —y, por
supuesto, de los ministros de la Suprema Corte— los torna en sujetos
ideales para exigir justificaciones cuando no las hay, para requerir la
inclusión de otros puntos de vista y promover la consulta de expertos,
entre otras cuestiones. Como se ve, el estándar aquí propuesto
prácticamente concibe al juez como un deliberador más que, aunque
participa mediante la inquisitiva formulación de preguntas, carece de
poder para votar una determinada propuesta. Esto nos lleva a la última
pregunta que integra el presente apartado.
¿Puede la Corte generar una práctica de reenvío?
Cuando revisábamos la teoría de Nino sobre el control judicial de la
ley decíamos que, a su entender, éste estaba justificado siempre que se
entendiera que la misión del juez era promover las condiciones que
dan legitimidad al proceso democrático. En su teoría, cuando el juez
se limita a exigir una mejor deliberación por parte del órgano
parlamentario actúa de un modo acorde al grado de legitimidad que
posee.
El estándar que antes explorábamos y acogíamos acepta todo
ello, es decir, que el juez es un sujeto perfectamente apto para detectar
la clase vicios que coartan las condiciones de legitimidad democrática
de los procesos y para suministrar pautas que permitan al órgano
parlamentario enderezarlos. La mejor manera de remediar esas fallas
426
Cfr, ibidem, p. 275
210
procesales, es generando una especie de diálogo entre el tribunal y el
órgano de revisión constitucional, pues esto permitiría a la Corte
conocer los defectos, identificarlos, comunicarlos al órgano
parlamentario para que los subsane como condición de validez de la
reforma, incluso sugiriendo remedios. El órgano de revisión
constitucional tendría, por ponerlo de algún modo, derecho de réplica.
Nino expone las características de un mecanismo como el
reenvío desde el plano teórico427; sin embargo, no hablamos de una
institución que la praxis desconozca. Héctor López Bofill reporta que
el ordenamiento francés cuenta con un ejemplo institucional de
interacción fluida e inmediata entre legislador y jurisdicción
constitucional, que él mismo etiqueta como una especie de reenvío.428
Éste es el llamado “control a doble vuelta” y ―según la descripción
de Bofill― opera del siguiente modo: cuando el Consejo
Constitucional Francés declara inconstitucional una parte de una ley,
el Presidente de la República puede optar entre promulgar la ley sin
las disposiciones inconstitucionales que señaló el Consejo, o bien
reenviarla al Parlamento para que proceda a una segunda
deliberación.429
427
Roberto Gargarella también hace suya la propuesta de la técnica del reenvío. Él piensa
que una solución saludable consistiría en crear un organismo distinto al legislativo, que
específicamente se encargara del control de las leyes, y que estuviera compuesto por
personas bien formadas, con funciones como las de apuntar los errores en el dictado de la
ley o reprochar la utilización de ciertas razones en la justificación de la ley. (Cfr,
Gargarella, Roberto, La justicia frente al gobierno. Sobre el carácter contramayoritario
del poder judicial, Ariel, Barcelona, 1996, p. 174-177).
428
López Bofill Héctor, Decisiones interpretativas en el control de constitucionalidad de
la ley, Tirant lo Blanch, Valencia, 2004, p. 186.
429
Cfr, ibidem, p. 187. El fundamento para ello residen en el segundo párrafo del artículo
10 de la Constitución francesa de 1958. La disposición dice: “El Presidente de la
República promulgará las leyes dentro de los quince días siguientes a la comunicación al
Gobierno de la ley definitivamente aprobada. […]
El Presidente de la República podrá, antes del vencimiento de dicho plazo, pedir al
Parlamento una nueva deliberación sobre la ley o algunos de sus artículos. No podrá
denegarse esta nueva deliberación”. El texto en castellano de la Constitución francesa
puede consultarse en http://confinder.richmond.edu/confinder.html, última consulta, 11
de agosto de 2010.
211
Bajo este esquema, la nueva deliberación no busca emitir una
norma distinta a la que previamente fue considerada inconstitucional
por el Consejo, sino que busca refinar o perfeccionar aquellos
aspectos de constitucionalidad de la norma que más polémicos
resultaron.430 Así, la segunda discusión en el Parlamento se nutre de
las observaciones que realiza el Consejo, pues no puede no tomarlas
en cuenta si lo que quiere es llevar la norma a buen puerto.
Esta práctica encaja bien con un control como el que aquí se ha
explorado. Su idea no es otra que la de pedir una nueva reflexión
parlamentaria, que tome en cuenta más puntos de vista de los que
fueron escuchados en un primer momento. Parece difícil encontrar
alguna objeción contra un mecanismo así, que se empeña por lograr la
generación de resultados con mejores respaldos argumentativos. Pero
Bofill da voz a una posible crítica que se mostraría reticente respecto a
su adopción. Según ésta, la continua generación de diálogo entre juez
y legislador daría lugar a una parálisis en la innovación legislativa.
Tratándose del caso que a nosotros nos ocupa, hablaríamos de
parálisis de innovación constitucional.
En este campo la crítica también es útil: identifica el potencial
costo que debe asumirse al dar vida jurídica a un mecanismo con
características como las del reenvío francés. No obstante, no parece
suficientemente fuerte como para rechazarlo. Sin duda hay reformas
constitucionales cuya urgente emisión puede resultar altamente
benéfica. No obstante, la gran virtud del reenvío se mantiene y reside
en permitir aquello que parece prevaler frente a la necesidad de
agilizar transformaciones sobre los temas más fundamentales; a saber:
desacelerar los procesos de cambio constitucional que versan sobre la
transformación de postulados cuya justificación continúa siendo más
sólida que aquella detrás de la norma que se quiere establecer.
Ahora, aunque el mecanismo del reenvío está formalmente
institucionalizado en Francia,431 la experiencia demuestra que su
430
Cfr, ibidem, p. 188-189
Bofill documenta que, no obstante, la técnica no es sistemáticamente utilizada. Cfr,
op. cit, p. 186.
431
212
expresa regulación no es una condición sine qua non para dar
operatividad a los efectos dialógicos de las sentencias judiciales.
Así, por ejemplo, Gargarella destaca que en Colombia, la Corte
Constitucional ha propuesto, de modo pionero, la creación de diversos
mecanismos destinados a promover el diálogo entre poderes. Apunta
que: “en casos de enorme relevancia institucional, dicha Corte ha
establecido pautas y plazos, antes que impuesto soluciones concretas,
con el objeto de favorecer que el propio poder político resuelva, a su
criterio, tales graves conflictos”.432 Este autor destaca dos ejemplos:
la sentencia ST-153 de 1998, en la que la Corte determinó que el
gobierno gozaba de un período de cuatro años para remediar la
situación de abusos sistemáticos cometidos por personal carcelario; y
la sentencia ST-025 de 2004, en la que la Corte emplazó a las
autoridades a resolver el problema de desplazamiento forzado en
conflictos armados, de un modo compatible con la Constitución.433
Un asunto de sumo interés en esta materia lo constituye el caso
Verbitsky, Horacio s/Habeas Corpus, fallado en el 2005 por la Corte
Suprema de Justicia de Argentina.434 En este caso, la organización no
gubernamental CELS435 interpuso ante el Tribunal de Casación Penal
de la Provincia de Buenos Aires acción de habeas corpus, en defensa
de todas las personas privadas de su libertad, detenidas en
establecimientos policiales superpoblados y en condiciones de
hacinamiento.436 La acción de habeas corpus requería a ese Tribunal
432
Gargarella, Roberto, “Un papel renovado para la Corte Suprema. Democracia e
interpretación judicial de la Constitución” op. cit. p. 12.
433
En estos fallos la Corte colombiana ha delineado el concepto de “estado de cosas
inconstitucional” para intentar dar remedio a problemas de carácter sistémico y
estructural.
434
El fallo puede consultarse en la página web de la Corte Suprema de Justicia:
www.csjn.gov.ar. Para consultar un análisis sobre el mismo, véase Courtis, Christian, “El
caso “Verbitsky”: ¿nuevos rumbos en el control judicial de la actividad de los poderes
políticos?”, en http://www.cels.org.ar/common/documentos/courtis_christian.pdf. Última
consulta: 21 de agosto de 2010.
435
Centro de Estudios Legales y Sociales
436
En su demanda, el CELS daba cuenta de que la superpoblación y el consecuente
hacinamiento que debían padecer las personas privadas de su libertad era la nota
distintiva de las 340 comisarías que funcionaban en el territorio de la provincia de
213
que se pronunciara expresamente acerca de la ilegitimidad,
constitucional y legal, del encierro de esas personas en las condiciones
descritas y que ordenara el cese de esa situación.437
¿Qué dijo la Corte argentina? En esencia, dio razón a la parte
promovente y consideró que la situación presentada constituía una
violación a las normas constitucionales. La sentencia es relevante por
muchas razones, pero aquí basta con destacar que lo es por la amplitud
de sus efectos. En su parte resolutiva, específicamente en el punto 7,
la Corte ordenó encomendar al Poder Ejecutivo de la Provincia de
Buenos Aires que, a través de su Ministerio de Justicia, organizara la
convocatoria de una mesa de diálogo a la que debía invitar a la
accionante (la organización no gubernamental CELS) y a las restantes
organizaciones presentadas como amicus curie, pudiendo integrarla
también con otros sectores de la sociedad civil y debiendo informar a
la Corte, cada sesenta días, de los avances logrados.
La Corte entendió que una solución total e inmediata a la
pretensión era impracticable y que el cumplimiento de la obligación
estatal requería múltiples y variadas cargas. Por tanto, pidió que se
establecieran instancias de ejecución en las que, a través de un
mecanismo de diálogo entre todos los actores involucrados, se pudiera
determinar el modo en que podría hacerse efectivo el cese de la
inapropiada detención de personas. “Las políticas públicas eficaces
requieren de discusión y consenso” ―señaló―.
Buenos Aires. No obstante poseer una capacidad para 3178 detenidos, alojaban 6364,
según información del mes de octubre de 2001 y la situación se agrava en el conurbano,
donde 5080 detenidos ocupan 2068 plazas. Además, señalaba que los calabozos se
encontraban en un estado deplorable de conservación e higiene y que carecerían por lo
general de ventilación y luz natural. Se alegaba que tales centros de reclusión no
contaban con ningún tipo de mobiliario, por lo que toda la actividad (comer, dormir, etc.)
que desarrollaban los internos debía llevarse a cabo en el piso. Del mismo modo,
argumentaba el CELS que los sanitarios no eran suficientes para todos y no se
garantizaba la alimentación adecuada de los reclusos, que el riesgo de la propagación de
enfermedades infecto-contagiosas era mucho mayor y el aumento de casos de violencia
física y sexual entre los propios internos resultaba más que significativo.
437
Cfr, Courtis, op. cit, p. 2.
214
Éstos son los efectos que potencializan las virtudes del control
explorado. Pensar que la Corte puede obligar a un ente político a
convocar al diálogo y a escuchar la opinión de entes especializados en
la materia sujeta a litis, es precisamente lo que el mecanismo de
reenvío pretende.
Ahora ¿qué tan lejos están los fallos de la Suprema Corte
mexicana de este tipo de pronunciamientos? Quizás no tanto.
En la controversia constitucional 14/2004438 ―interpuesta por
el Municipio de Guadalajara contra el decreto de Ley de Ingresos del
Municipio para el ejercicio fiscal del dos mil cuatro, emitido por el
Congreso de Jalisco― la Corte se enfrentó con un tema que dio lugar
al establecimiento de lo que ella misma llamó un principio de
“vinculatoriedad dialéctica” entre municipios y las legislaturas locales.
En palabras de la propia Corte, este caso la enfrentaba con el
deber de precisar de qué modo debían articularse las previsiones de
los párrafos tercero y cuarto de la fracción IV del artículo 115 de la
Constitución, que otorgan a los ayuntamientos la competencia para
proponer a las legislaturas estatales las cuotas y tarifas aplicables a
impuestos, derechos, y contribuciones de mejoras (entre otros
aspectos) y a las legislaturas estatales la competencia para aprobar las
leyes de ingresos de los municipios.439 Aquí, el municipio actor
438
Este asunto fue fallado el dieciséis de noviembre de dos mil cuatro, en sesión del
Tribunal Pleno, por unanimidad de once votos de los Ministros Sergio Salvador Aguirre
Anguiano, José Ramón Cossío Díaz (Ponente), Margarita Beatriz Luna Ramos, Juan
Díaz Romero, Genaro David Góngora Pimentel, José de J. Gudiño Pelayo, Guillermo I.
Ortiz Mayagoitia, Sergio A. Valls Hernández, Olga María Sánchez Cordero de García
Villegas, Juan N. Silva Meza, y Presidente Mariano Azuela Güitrón.
439
El texto vigente al momento de la resolución del asunto disponía: Art. 115.- Los
Estados adoptarán, para su régimen interior, la forma de gobierno republicano,
representativo, popular, teniendo como base de su división territorial y de su
organización política y administrativa el Municipio Libre, conforme a las bases
siguientes: […] IV.- Los municipios administrarán libremente su hacienda, la cual se
formará de los rendimientos de los bienes que les pertenezcan, así como de las
contribuciones y otros ingresos que las legislaturas establezcan a su favor, y en todo
caso: […] Los ayuntamientos, en el ámbito de su competencia, propondrán a las
legislaturas estatales las cuotas y tarifas aplicables a impuestos, derechos, contribuciones
de mejoras y las tablas de valores unitarios de suelo y construcciones que sirvan de base
215
denunciaba lo que consideraba una modificación unilateral por la
Legislatura, en detrimento de las garantías que, a su entender, la
fracción IV del artículo 115 constitucional le otorgaba en materia de
regulación del impuesto predial.
En esencia, la Corte estimó que la facultad de iniciativa
legislativa de los ayuntamientos tenía un alcance superior al de fungir
como simple elemento necesario para poner en movimiento a una
maquinaria legislativa, que pudiera funcionar en adelante en total
desconexión con la misma. Agregó que las legislaturas estatales sólo
podían alejarse de las propuestas de los ayuntamientos si proveen para
ello los argumentos necesarios para construir una justificación
objetiva y razonable. En sus palabras:
Si las legislaturas estatales […] modifican al aprobar las leyes
de ingresos municipales las propuestas de los ayuntamientos en
relación con el impuesto predial, es necesario que las
discusiones y constancias del proceso legislativo demuestren
que dichos órganos colegiados no lo hacen de manera arbitraria,
movidos por la voluntad de sustraer injustificadamente recursos
a los ayuntamientos, o impulsados por motivos que se sitúen, de
algún otro modo, fuera de los parámetros legales y
constitucionales o de la sana relación entre dos ámbitos
normativos, el estatal y el municipal, bien diferenciados y con
competencias constitucionales autónomas entre sí. En el
contexto de este proceso de colaboración legislativa, exigido
por los párrafos tercero y cuarto de la fracción IV del artículo
115 constitucional, la propuesta de los ayuntamientos goza de
lo que podríamos llamar una “vinculatoriedad dialéctica”: la
propuesta no es vinculante si entendemos por ella la
imposibilidad de que la Legislatura haga cambio alguno, pero sí
lo es si por ella entendemos la imposibilidad de que ésta
introduzca cambios por motivos diversos a los provenientes de
para el cobro de las contribuciones sobre la propiedad inmobiliaria. Las legislaturas de
los Estados aprobarán las leyes de ingresos de los municipios, revisarán y fiscalizarán
sus cuentas públicas. Los presupuestos de egresos serán aprobados por los ayuntamientos
con base en sus ingresos disponibles.
216
argumentos objetivos, razonables y públicamente expuestos en
al menos alguna etapa del procedimiento legislativo.
Posteriormente, en la controversia 14/2005, promovida por el
Municipio del Centro de Tabasco, la Corte ―apelando al precedente
de la controversia 14/2004― estableció efectos muy precisos respecto
a lo que la legislatura local debía hacer si quería que el acto
impugnado (en este caso, la Ley de Ingresos para el Municipio de
Centro, Tabasco, para el ejercicio fiscal dos mil cinco) se mantuviera.
Sus palabras literales fueron:
Este Tribunal Pleno determina que el Congreso del Estado de
Tabasco, dentro del segundo periodo de sesiones que, de
acuerdo con los artículos 23 de la Constitución local y 35 de la
Ley Orgánica del Poder Legislativo del Estado, comprende del
primero de octubre al quince de diciembre de dos mil cinco,
deberá pronunciarse de manera fundada, motivada, razonada,
objetiva y congruente, respecto de la iniciativa de propuesta de
la actualización a las tablas de valores unitarios de suelo y
construcciones que servirán de base para el cobro de las
contribuciones correspondientes presentada por el municipio
actor...440
Cuando la Corte mexicana ha exigido que las legislaturas locales
provean motivación objetiva para apoyar sus decisiones441, se ha
440
Así lo resolvió el Pleno, por unanimidad de diez votos de los Ministros Sergio
Salvador Aguirre Anguiano, José Ramón Cossío Díaz (ponente), Juan Díaz Romero,
Genaro David Góngora Pimentel, José de Jesús Gudiño Pelayo, Guillermo I. Ortiz
Mayagoitia, Sergio A. Valls Hernández, Olga Sánchez Cordero de García Villegas, Juan
N. Silva Meza y Presidente Mariano Azuela Güitrón.
441
Al respecto, la controversia constitucional 11/2004 (presentada por la ponencia del
ministro José Ramón Cossío Díaz) también es un referente obligado, pues en ella se
establece que todo acto de creación de un Municipio debe estar precedido por la
existencia de una consideración sustantiva y no meramente formal por parte de la
legislatura estatal. Sólo así, dijo la Corte, se estima que se ha respetado la garantía
constitucional de motivación en sentido reforzado. Ver la jurisprudencia P./J. 153/2005,
de rubro: “MUNICIPIOS. SU CREACIÓN NO PUEDE EQUIPARARSE A UN ACTO
QUE SE VERIFIQUE EXCLUSIVAMENTE EN LOS ÁMBITOS INTERNOS DE
217
acercado a generar un mecanismo de reenvío como el que hemos
analizado.
Básicamente, en esas ocasiones la Corte ha enviado un mensaje
en el siguiente sentido: si el órgano emisor de la norma impugnada
pretende su validez, debe aportar razones objetivas y públicas para
respaldarla, de no hacerlo, la norma seguirá siendo inconstitucional.
De esta forma, y como ya habíamos referido, la Corte mexicana
―concretamente, la de la Novena Época― no sólo ha puesto hincapié
en la justicia de los resultados, sino que también ha mostrado seria
preocupación por la justicia de los procedimientos.
El ejercicio de devolver una reforma al órgano de revisión
constitucional, exigiendo tal “vinculatoriedad-diálectica” entre sus
integrantes y otros participantes, permitiría que fuera el procedimiento
democrático el que tuviera esa última palabra que tanto nos ha
preocupado. Aunque se condicionara la validez del proceso, el ORC
siempre podría subsanar ese vicio emprendiendo una nueva
deliberación que depurara las impurezas detectadas. La Suprema
Corte no tendría potestad para vetar la entrada de distintos contenidos
al ordenamiento jurídico, pues al final el alcance de sus facultades
siempre acabaría ahí donde se generan las condiciones epistémicas
que dan valor al procedimiento.
Para concluir este capítulo debemos hacer un alto en el camino y
dar cuenta de que, hasta ahora, hemos supuesto que nuestros actuales
arreglos institucionales por lo menos permiten la implementación de
la clase de escrutinio judicial defendida. Desde determinado punto de
vista, esta cuestión merece un amplio análisis, en el cual uno podría
analizar las particularidades que caracterizan a cada uno de nuestros
medios de control constitucional, las disposiciones reglamentarias que
establecen la organización de las legislaturas locales, entre muchos
otros aspectos y, a partir de ahí, detectar problemas y proponer
GOBIERNO, POR LO QUE ES EXIGIBLE QUE SE APOYE EN UNA MOTIVACIÓN
REFORZADA”. (Fuente: Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, XXII,
Diciembre de 2005, Página: 2299).
218
soluciones. Pero una línea argumentativa así supone dificultades que
exceden los objetivos de esta investigación.
Tan sólo considero importante mencionar que parece fundada la
intuición de que algunas de nuestras instituciones no están diseñadas a
tono con el ideal más sofisticado de democracia deliberativa.442 La
intuición encuentra sustento en muchas razones; entre ellas, por
ejemplo, que el diseño de los medios de control de constitucionalidad
del orden jurídico mexicano (acción de inconstitucionalidad, juicio de
amparo y controversia constitucional) admiten al menos una crítica,
que frena el impacto de las virtudes que se espera que cumpla la clase
de control aquí defendida.
Cuando uno se pregunta qué medio de control sería el más
conveniente para la propuesta, tiene que forzar un poco la respuesta y
pensar cuáles de sus características son más congruentes con las
finalidades que el escrutinio busca. Así, por ejemplo, las
características de que sólo un órgano concentre el estudio de la
cuestión y que el fallo tenga efectos generales, presentan ventajas
importantes. En este contexto, la acción de inconstitucionalidad y la
controversia constitucional parecerían medios ideales, pues como
sabemos la Corte monopoliza su estudio.443 Con esta elección se
evitaría disparidad de criterios entre los distintos órganos judiciales y
la consiguiente creación de regímenes constitucionales diferenciados
según la suerte de cada litigante.
Cuando Pedro Salazar critica las consecuencias de la sentencia
que resolvió el amparo en revisión 186/2008, hace notar
―correctamente a mi parecer― que el control sobre el objeto de la
reforma en juicio de amparo es sumamente delicado. Esto, en virtud
de que los “efectos relativos” que, por mandato constitucional, deben
caracterizar a este medio de control de constitucionalidad, darían lugar
442
Para una exposición sobre qué instituciones promueven la implementación de la
democracia deliberativa, véase el quinto capítulo quinto de la obra de Nino en La
Constitución de la democracia deliberativa.
443
Además, la posibilidad de activar la controversia constitucional permitiría que los
órganos representativos locales pudieran plantear litigios vinculados con su participación
argumentativa en el proceso de reforma constitucional.
219
al quebrantamiento del principio de igualdad jurídica. Él lo pone así:
“Ahora existe una Constitución para los amparados y otra para el
resto de las personas”.444 Aunque su argumento se enmarca en las
críticas que hace del control sobre el objeto de reforma, también
parece tener aplicación para el argumento del que se ha ocupado esta
tesis.
Ahora, tampoco podemos dejar de reconocer que algunas
características de este medio de control de constitucionalidad
presentan grandes ventajas comparativas. Una de ellas reside en que
permite el acceso directo de particulares. El ciudadano común sería el
generador de las preguntas vinculadas con la legitimidad de la
reforma, lo cual tiene una importancia capital para efectos de nuestro
control, cuyo propósito es promover un ejercicio de creación
normativa de cara al ciudadano. Sin embargo, una nueva objeción,
relacionada con lo anterior, indica que el juicio de amparo no permite
(al menos no todavía) un acceso afectivo a grupos o entes colectivos.
En suma, aunque no es el lugar para responder qué medio de
control constitucional sería el más adecuado a los fines aquí pensados,
puede adelantarse que ninguno de los que tenemos es absolutamente
deficiente o inadecuado. Por tanto, una cosa es decir que toda nuestra
estructura institucional tiene el perfecto potencial para maximizar los
fines de una democracia deliberativa y otra, muy distinta, decir que
tenemos obstáculos en el diseño que hacen inviable la
implementación.
Ambas afirmaciones parecen extremos equivocados. La primera
admite matices y la segunda parece menospreciar las virtudes de
mecanismos jurisdiccionales que, hoy por hoy, sí permiten dar salida a
reclamos de importancia significativa. En suma, debemos reconocer
que nuestros diseños admiten una amplia mejoría si lo que se pretende
es permitir, más seriamente, que el control procedimental sea
implementado en su mejor versión. No obstante, ello no constituye
una razón para frenar su desarrollo.
444
Salazar, Pedro, op. cit, p. 46
220
CAPÍTULO IV. ALGUNAS OBJECIONES Y SUS
POSIBLES RESPUESTAS
La mejor forma de cerrar el argumento que ya ha sido ampliamente
presentado es planteando algunas previsibles objeciones en su contra e
intentando contestarlas. Antes de abordarlas puede ser útil señalar que,
probable y razonablemente, la mayor parte de las objeciones podrían
estar fundamentalmente asociadas con la desconfianza que inspira
aceptar una práctica con la cual no estamos familiarizados. Este es un
problema que, sin embargo, trae consigo cualquier forma de
innovación institucional.
El control de constitucionalidad de la ley por sus méritos
sustantivos, por ejemplo, se ha ido perfeccionado progresivamente,
admitiendo estándares más robustos, delineando con mayor delicadeza
los casos en que procede tener una actitud deferente al legislador,
aceptando efectos en las sentencias cada vez más respetuosos de las
decisiones por mayorías, proponiendo argumentos interpretativos más
comprensibles para el ciudadano, en fin. Uno podría perderse en toda
la literatura que existe al respecto. Por tanto, es obvio que el control
procedimental, apenas pensado por Ely en los 80s, aún tiene muchas
preguntas a las cuales contestar, muchas ocasiones potenciales para
ser pulido y la necesidad de adecuarse al específico contexto en el cual
se quiere aplicar.
El hecho de que no estemos familiarizados con juzgar un
proceso por sus méritos sustantivos (en vez de normas por sus méritos
sustantivos) no puede ser la única razón para rechazar las propuestas
aquí planteadas. El estándar que sugiero puede ser discutido,
enriquecido o acotado, pero eso sólo puede lograrse una vez que se
acepten las premisas de que éste puede ser desarrollado o de que su
adopción es conveniente para tratar el problema de la enmienda a la
Constitución. No podemos descartar su viabilidad a priori haciendo
valer el tipo de dudas que sólo pueden despejarse una vez que éste es
emprendido.
A continuación pretendo identificar dos grandes clases de
problemas: (i) una serie de problemas vinculados con factores
221
culturales que dificultan la implementación y (ii) una serie de
problemas teóricos en los que aún no hemos profundizado lo
suficiente.
1. El reto cultural: transitando hacia la no politización de la
justicia
A estas alturas, el lector podrá advertir que la propuesta delineada
implica rechazar las premisas de una doctrina como la de la Corte
norteamericana en lo referente al control de la reforma constitucional,
según la cual, hay que distinguir entre cuestiones justiciables y
políticas. De acuerdo con la hipótesis de este trabajo, las interacciones
políticas entre los miembros de una asamblea, típicamente pensadas
como absolutamente soberanas, son —muy por el contrario—
actividades jurídicamente gobernadas tanto por principios como por
reglas. Además, supone que este factor permite su control en sede
judicial. Por tanto, desde esta óptica, lo político es justiciable.
Ahora bien, esta forma de ampliar los confines de la materia que
habitualmente se entiende susceptible de control judicial, trae consigo
algunos riesgos. El tema que aquí nos preocupa es el que Javier Couso
ha tratado como “la judicialización de la política” en democracias
emergentes. Básicamente, su tesis es que la introducción prematura de
procesos de judicialización de la política introduce incentivos
irresistibles para que los gobiernos intervengan al poder judicial y, con
ello, se genere el riesgo de obtener precisamente lo opuesto a lo que se
pretende; a saber: la politización de la justicia.445
¿Cómo saber, entonces, cuál es el grado de activismo judicial
que una determinada práctica debe admitir? La clave está en el
contexto político en el que funcionan las cortes. Refiriendo a la
postura de Robert Kagan, Couso explica que, en ocasiones, la
pretensión de promover un activismo judicial fuerte, como el
445
Cfr, Couso, Javier “Consolidación democrática y Poder Judicial: los riesgos de la
judicialización de la política”, en Tribunales Constitucionales y Consolidación
democrática, Suprema Corte de Justicia de la Nación, México, 2007, p. 188.
222
norteamericano, para incipientes prácticas democráticas, desconoce
las explicaciones institucionales, históricas y político-culturales que
no necesariamente se reproducen en otras latitudes.446 En sus palabras:
…Aquellos que aceptan sin más la idea de que el activismo
judicial debería ser introducido desde un principio en las nuevas
democracias, no están conscientes de que incluso en el caso del
país con la judicialización más avanzada del mundo, los
Estados Unidos, el activismo judicial de su Corte Suprema de
Justicia sólo se instaló décadas después del establecimiento y
consolidación de un sistema liberal-democrático.447
Si la rama judicial en Estados Unidos ha contribuido en la
formulación de políticas públicas, esto se explica por diversos
factores, tales como: un alto grado de fragmentación política del
sistema político, un régimen federal fuerte, un sistema presidencial de
gobierno y partidos relativamente débiles.448 Por tanto, hay que hacer
consciencia de que las estructuras de activismo judicial, hoy
consideradas exitosas, fueron autogeneradas por sociedades en
determinadas circunstancias históricas que pueden no ajustarse
debidamente a las particularidades de nuestra práctica.
Couso añade que en algunas democracias no consolidadas
(como las de América Latina) resulta riesgoso introducir un ejercicio
judicial activista que pretenda arribar al más sofisticado estadio de
justicia sustantiva. Específicamente, el problema radica en que, en
estos países, ni siquiera se ha arribado a una etapa en la cual pueda
considerarse que el derecho es autónomo de la política. En sus
términos, esos países apenas se han librado del peso legado por
sistemas legales represivos e “intentan todavía consolidar un derecho
con mínimos grados de autonomía respecto de la política”.449
446
Cfr, ibidem, p. 180.
Ibidem, p. 181.
448
Ibidem, p. 181
449
Ibidem, p. 184
447
223
Así, existen diversos ejemplos en la historia reciente de América
Latina ―nos recuerda― que demuestran casos graves de intervención
política como respuesta al activo uso de facultades de control judicial.
Entre ellos, menciona la intervención de Carlos Menem en Argentina
para aumentar el número de jueces de la Corte a fin de asegurarse una
mayoría de partidarios; la clausura de la Corte peruana por parte de
Alberto Fujimori; la intervención de Hugo Chávez que obligó a la
presidenta de la Corte Suprema de Venezuela a renunciar a su
cargo.450
Pero ¿qué hay del caso mexicano? ¿Estamos listos para
emprender una práctica que declaradamente tiende a judicializar la
política?
En diversos trabajos, José Ramón Cossío Díaz ha explicado
cómo es que la interpretación dogmática de las normas
constitucionales y la teoría constitucional de la Suprema Corte
constituyó —durante un significativo periodo de tiempo— la
expresión de la ideología jurídica del régimen político hegemónico
que pervivió por más de 70 años.451 Entre los factores que, a su
entender, generaron ese patrón de producción normativa y de
interpretación constitucional están: el dominio del Partido
Revolucionario Institucional en la integración de los órganos
primarios de producción normativa, el predominio del titular del
ejecutivo, el modo en que se impartía y reproducía el conocimiento
jurídico.
En este sentido, no hay duda de que México, al igual que otros
países con democracias emergentes, apenas está transitando hacia la
consolidación de la independencia judicial misma y de una teoría
constitucional autónoma con respecto al entender de los factores reales
de poder. Las condiciones de transición aún están en una etapa
sensible que merece un trato delicado. De ahí que resulte sugerente
aprender del caso de las cortes chilenas que, como indica Couso, han
450
Ibidem, p. 185.
Del mismo autor véanse, en general: Cossío Díaz, José Ramón, Cambio Social y
Cambio Jurídico, op. cit; Cossío Díaz, Bosquejos Constitucionales, Porrúa, México,
2004.
451
224
mostrado tanta renuencia a adoptar un rol activista con el fin de
consolidar la larga lucha por su autonomía frente al poder político.452
Por tanto, la pregunta que nos atañe consiste en ver si un control
judicial con las características que hemos apuntado permite
salvaguardar ese fino equilibrio que consolida la independencia del
poder judicial en nuestro país o si invita, precisamente, a los ejercicios
de intervención represiva que ya han sido vistos en otras partes del
mundo. La pregunta es altamente compleja y no es el lugar para
resolverla satisfactoriamente. No obstante, el control procedimental de
la reforma presenta algunas ventajas que, prima facie, parecen salvarlo
de este riesgo al que se refiere Couso. De entrada, ya sabemos que
este control tiende a preferir la no invasión del órgano de revisión
constitucional mediante (i) una práctica de condicionamiento de
validez del proceso; y (ii) el rechazo de cualquier posibilidad de que
la Corte pueda vetar el ingreso de determinados contenidos al terreno
constitucional.
La judicialización de la política sigue siendo un objetivo
importante, pero en un sentido más tenue que aquel que le es inherente
al estadio de justicia sustantiva altamente sofisticado del que hablaba
Couso. Aquí el punto es que la forma de judicialización propuesta
busca, sobre todo, consolidar otro aspecto importante de la transición;
a saber: la justicia de los procedimientos. Se está pidiendo avanzar en
la exigencia de que la autoridad se adhiera a las reglas y principios
sentados por la Constitución. Se está pidiendo avanzar en aquello que
originalmente nos preocupaba y a lo que tampoco podemos renunciar;
a saber: la despolitización de la justicia.
2. El alcance de la teoría
Una vez que hemos revisado si las particularidades inherentes a
nuestras condiciones contextuales nos permiten ejercer el control
propuesto, es conveniente abordar algunos problemas pendientes que
presenta la teoría y que han de ser solventados, precisamente, desde
452
Cfr, ibidem, p. 187.
225
esa perspectiva más consciente de los riesgos que supone un control
activista en la consolidación de la democracia misma.
A. Las precondiciones de la democracia y su imperfección
De acuerdo con Gutmann y Thompson, un problema real vinculado
con la teoría de la democracia deliberativa radica en que, muchas
veces, las condiciones en las que se delibera no son justas. Ellos lo
plantean en los siguientes términos: en un proceso de deliberación que
sí reúne los estándares que la teoría le exige, también pueden existir
importantes inequidades en la distribución de poder económico y
político, grandes discrepancias en el acceso a los medios masivos de
comunicación y vastas diferencias en el control de la información al
interior de ese foro.453 Estas fallas propias de un contexto no
democrático (o no idealmente democrático) no sólo están vinculadas
con un problema práctico sobre si es posible o no implementar la
democracia deliberativa, sino que inciden en el punto neurálgico de un
problema teórico: ¿Qué tan sofisticado debe ser el estándar de control
constitucional? es decir ¿cualquier condición de inequidad en el
proceso debe ser rechazada por antidemocrática y llevar a su
invalidez?
Nino plantea este problema en los siguientes términos: Muchas
de las condiciones que otorgan valor epistémico al proceso
democrático involucran el contenido de los derechos individuales.454
Como veíamos, ellos pueden ser considerados derechos a priori, dado
que su garantía es condición de validez del proceso democrático. Su
valor no está determinado por el proceso que se analiza, sino que está
presupuesto por él.455
Pero el problema estriba en que resulta muy difícil determinar
cuáles son esos derechos a priori y distinguirlos de los derechos a
posteriori que sí son establecidos por el proceso que, según nuestro
453
Cfr, Gutmann, et al, op. cit, p. 42
Cfr, Nino, op. cit, La Constitución de la democracia deliberativa, p. 275
455
Cfr, ibidem, p. 275
454
226
control, se juzga en sede judicial.456 Esto obedece a que el alcance de
los derechos puede ser ampliado al grado de exigir acciones tanto
positivas y negativas por parte del estado. No siempre es claro, por
tanto, cuál es la condición de garantía que de facto se tiene respecto de
un derecho a priori.457
A nivel de control judicial, esto implica aceptar que las
distorsiones del proceso pueden no sólo devenir de actos que
dependen de la voluntad del órgano de reforma, sino también de
circunstancias culturales y de fallas estructurales del sistema cuya
solución no está, al menos no en el corto plazo, en las manos de la
legislatura en turno. Esto nos pone en el siguiente aprieto:
…cuanto más ampliamos su calidad epistémica [la del proceso
democrático] a través de la expansión de los derechos a priori
para proveer bienes que aseguren la participación libre e igual,
la cantidad de asuntos que podrían ser decididos, en última
instancia, por el proceso democrático, decrece. 458
Puesto en otros términos: un proceso deliberativo ideal, que
presuponga la garantía de determinados derechos, es un estándar tan
alto que su satisfacción puede resultar inasequible y, por tanto,
obligaría a condicionar la validez de todos los procesos. Ninguno de
ellos estaría al alcance de nuestras expectativas.
Visto el problema así, queda claro que la razón por la cual
resulta tan complejo juzgar si se ha garantizado un derecho a priori es
porque los males sistémicos que generalmente aquejan a una
democracia emergente (la pobreza, el desempleo, bajos niveles
educativos y de oportunidades) dependen de voluntades anónimas. El
hecho de generar un estándar tan amplio, que presuponga la
456
Cfr. Idem.
Literalmente Nino lo pone así: “Incluso bajo la teoría procesal, el alcance del control
judicial de constitucionalidad sería bastante amplio, dado que las condiciones sociales y
económicas de los individuos, tales como su nivel de educación, son precondiciones
para la participación libre e igual en el proceso político”. (p. 275)
458
Ibidem, p. 276
457
227
satisfacción de los derechos vinculados con esos problemas, puede
resultar contraproducente.
Nuestro autor intenta dar una respuesta diciendo que el juez
constitucional es quien debe evaluar si los vicios del sistema
“democrático” son tan serios como para considerar que su
confiabilidad epistémica es inferior a la que su propia reflexión es
capaz de proveer. De ser el caso, él debe actuar con base en los
dictados de ésta.459 Este es un serio problema para la propuesta. Sin
embargo, considero que es posible esbozar las primeras intuiciones de
una posible solución.
Al tratar el problema referido a la exigibilidad de los derechos
reconocidos por el Pacto Internacional de Derechos Económicos,
Sociales y Culturales, Christian Courtis y Víctor Abramovich han
enfatizado que la obligación de progresividad referida a los mismos,
implica una prohibición de regresividad.460 Esto significa que los
estados obligados a proteger tales derechos, mediante actuares tanto
positivos como negativos, no pueden dar marcha atrás al nivel de
satisfacción ya alcanzado. Para efectos de nuestro problema, la idea de
que el actual nivel de satisfacción de los derechos (tanto derechos
civiles, como sociales, económicos y culturales) no puede ser
disminuido, es apta para indicar al juez hasta dónde puede exigir que
un derecho a priori sea garantizado como condición de validez del
proceso democrático. Dado que los principios procedimentales
vinculados con los derechos a prori ―tales como la igualdad, la
libertad de expresión, la de asociación, entre otros― se satisfacen de
modo gradual, el juez puede ir identificando esa condición progresiva
y distinguir entre exigencias razonables y utópicas.461
Pero, sobre todo, la Corte mexicana tiene la posibilidad de ir
encarando ella misma esos problemas estructurales del mismo modo
459
Cfr, ibidem, 277.
Abramovich, Víctor y Christian Courtis, Los derechos sociales como derechos
exigibles, Trotta, Madrid, 2004, p. 94.
461
Para este tipo de cuestiones, el juez constitucional puede recurrir a estadísticas
oficiales o a las observaciones de los órganos de los tratados de la ONU a los cuales
México está vinculado, por ejemplo.
460
228
en que ya lo ha la Corte argentina, por ejemplo, con el caso Verbitsky.
Como se recordará, los efectos de este fallo exigían la implantación de
mesas de diálogo que debían buscar resolver el problema de las
prisiones en Buenos Aires. Pero, sobre todo, ordenaban un específico
actuar positivo por parte de distintos entes públicos en las tres ramas
de gobierno, vinculados con la administración de la situación
carcelaria.462
La importancia de la reforma constitucional requiere acudir a un
estándar laxo. Sin embargo, el juez también debe poder identificar
cuándo está frente a un problema tan complejo y enraizado en la
cultura que no pueda considerarlo una precondición del proceso, pues
de otra forma, estaría evitando la generación de remedios
institucionales para atacar, precisamente, esos problemas
estructurales.
Como se aprecia, el problema de los derechos a priori es
sumamente complejo: no hay una forma matemática para atenderlo.
Por tanto, el juez ha de ejercer su arbitrio y ponderar, prudentemente y
462
En el fallo se establecieron los siguientes efectos: (i) que la Suprema Corte de Justicia
de la Provincia de Buenos Aires, a través de los jueces competentes, debía cesar en el
término de sesenta días la detención en comisarías de la provincia de menores y
enfermos, así como toda eventual situación de agravamiento de la detención que
importara un trato cruel, inhumano o degradante o cualquier otro susceptible de acarrear
responsabilidad internacional al Estado Federal; (ii) se ordenaba al Poder Ejecutivo de la
Provincia de Buenos Aires que, por intermedio de la autoridad de ejecución de las
detenciones, remitiera a los jueces respectivos, en el término de treinta días, un informe
pormenorizado en el que constaran las condiciones concretas en que se cumplía la
detención (características de la celda, cantidad de camas, condiciones de higiene, acceso
a servicios sanitarios, etc.) a fin de que éstos pudieran ponderar adecuadamente la
necesidad de mantener la detención, o bien, dispusieran medidas de cautela o formas de
ejecución de la pena menos lesivas.; (iii) se ordenaba que cada sesenta días, el Poder
Ejecutivo de la Provincia de Buenos Aires debía informar a la Corte de las medidas que
adoptaba para mejorar la situación de los detenidos en todo el territorio de la provincia;
(iv) también exhortaba a los Poderes Ejecutivo y Legislativo de la Provincia de Buenos
Aires a adecuar su legislación procesal penal en materia de prisión preventiva y
excarcelación, así como su legislación de ejecución penal y penitenciaria, a los
estándares constitucionales e internacionales.
229
con una gran dosis de sensatez, los costos y los beneficios de llegar a
una u otra solución.
B. La oportunidad para deliberar: su insuficiencia como
parámetro de control
Como se recordará, el estándar para juzgar la validez del
procedimiento de reforma que la Corte Constitucional de Colombia ha
empleado tan sólo requiere que el órgano de revisión haya tenido esa
oportunidad efectiva de participar. La Suprema Corte llega a una
conclusión semejante en su estándar referente al proceso legislativo.
Pero ¿por qué es esto equivocado?
En primer lugar, decir que un proceso es válido por el solo
hecho de que sus participantes tuvieron la posibilidad de hablar (con
independencia de si lo haya hecho), no responde a las expectativas que
tenemos planteadas alrededor de su legitimidad. Esa posición lleva al
absurdo de considerar que una reforma constitucional es legítima, sin
importar o no, si las posiciones rivales fueron deliberadas.
Ahora, el problema de tales posturas, me parece, es que
conciben a lo que aquí se ha entendido como “la obligación de
respaldar moralmente una posición”, como algo semejante a una
prerrogativa que puede (o no) ejercer el miembro integrante de la
asamblea. Esto contradice el primer principio que ordena la publicidad
de las razones que sustentan una posición. Dado que los ciudadanos
merecemos saber —porque tenemos el derecho de auto generar
nuestras leyes y nuestra Constitución— qué se dice en nuestro
nombre, no hay nada que se nos deba ocultar. Como apuntaba
Waldron, la ciudadanía no puede estar bajo ningún malentendido
acerca de por qué está vinculad a hacer algo.
Para facilitar la comprensión de esta crítica, puede ser útil poner
el siguiente ejemplo real. Cuando el municipio San Pedro Quiatoni,
Tlacolula, del Estado de Oaxaca impugnó la constitucionalidad de la
reforma constitucional en materia de derechos indígenas, uno de sus
argumentos era que el cómputo de las votaciones de las legislaturas
estatales había generado una mayoría capaz de dar por válida la
230
reforma sin que su voz hubiera sido escuchada. Obviamente, la voz
que en ese caso hacía falta escuchar era la del Congreso local de
Oaxaca y más allá de la importancia de escuchar la voz de este estado
en particular ,cuando hablamos de una reforma en materia de derechos
indígenas463, era necesario escuchar la de todos los afectados. El
principio que inspiraría el rechazo de este procedimiento es aquél que
indica que el debate tiene la función de transformar preferencias. La
invalidez reside, bajo nuestro estándar, en que se coartó la sola
posibilidad de que otras legislaturas o el Congreso de la Unión
cambiaran su opinión sobre algún tema tras haber escuchado la voz de
un Estado más, en este caso, el de Oaxaca.
Esta es la función que cumple el debate y la deliberación y esto
es lo que ha de contar. Si después de varios días de parloteo no
logramos encontrar una sola razón capaz de sostener la reforma, el
proceso no puede tener validez. Si la mayoría de votos exigida por el
artículo 135 constitucional se reúne sin que la totalidad de las
legislaturas sean escuchadas por el resto, el sentido de la deliberación
queda fracturado.
C. El problema de la circularidad de la justicia procedimental
Si se reconoce que hay injusticia en las condiciones del proceso y
eventualmente se demanda un cambio en su estructura, ¿es esto
posible? Si sí ¿mediante qué proceso? Esta pregunta está relacionada
con lo que Gutmann y Thompson denominan “el problema de la
circularidad de la justicia”. 464
463
De acuerdo con cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) del
2005, Oaxaca es el estado con mayor porcentaje de población hablante de lengua
indígena, pues cuenta con un 35.3%. Yucatán sería el segundo estado de la república con
un 33.5%. Chiapas tendría el tercer lugar con un 26%. La siguiente cifra más baja sería
de 19.3, en el caso de Quintana Roo. El resto de los estados tienen un porcentaje inferior
a la mitad del aquél con el que cuenta Oaxaca. Sin duda, hablamos de un estado cuya voz
no
podía
ser
relegada.
http://www.inegi.org.mx/est/contenidos/espanol/soc/sis/sisept/default.aspx?t=mlen02&s
=est&c=3327, última consulta: 10 de julio de 2010.
464
Cfr, Gutmann, et al, op. cit, p. 42
231
Una de las principales premisas que nos permitieron rechazar la
posibilidad del control al objeto de reforma constitucional se basó en
considerar que la provisionalidad de las decisiones (el no constituir
verdades eternas) es un valor importante. La reformabilidad de la
Constitución debe ser plena, aunque sustantivamente difícil, porque el
principio del autogobierno nos indica que cada generación tiene el
derecho de regirse a sí misma. Ahora es necesario preguntar: si a lo
largo de estas páginas se han identificado una serie de principios
procedimentales que, además, son aptos para constituir la base de un
control judicial, ¿cuál es el estatus de su vigencia? Es decir, ¿éstos
deben regir incondicionalmente por constituir las razones que dan
legitimidad al proceso? Por ejemplo, ¿es posible renunciar al
autogobierno a través del autogobierno mismo? Esta es una pregunta
muy compleja que, probablemente, excede los límites de la
investigación. Sin embargo, los autores ya citados parecen darnos una
pista.
De acuerdo con Gutmann y Thompson, la circularidad puede
quebrarse. ¿Cómo? Enfatizando que los principios de justicia
procedimental son tan contestables como los principios de justicia
sustantiva.465 La clave está en aceptar, aquí también, el principio de
provisionalidad, según el cual, podemos someter a crítica cualquier
medida o circunstancia, incluso aquellas que dan lugar a los principios
procedimentales a los que debemos ceñirnos para llegar a
conclusiones morales. Puesto de otro modo, la democracia
deliberativa tiene una capacidad autocorrectiva.466
Ahora, si las condiciones que dan legitimidad al proceso pueden
ser modificadas, ¿qué proceso debe utilizarse para reformarlas?
¿Puede el proceso deliberativo ser utilizado para cuestionarse a sí
mismo? Concretamente, ¿debe utilizarse aquél procedimiento que ya
se quiere superar? Responder afirmativamente implica aceptar que es
posible hacer depender la validez de un proceso de un valor que, a su
vez, quiere superarse.
465
466
Idem.
Ibidem, p. 57
232
Pese a la paradoja que ello suscita, la respuesta sí va en este
sentido. Las condiciones que dan valor epistémico al proceso deben
ser acatadas, aunque ellas pretendan ser modificadas.
Supongamos el siguiente ejemplo: en el presente rigen los
principios procedimentales (X, Y, Z), pero supongamos que Y es un
valor al cual se le quiere dar una nueva acepción o que, incluso, se
quiere superar. Por ejemplo, Y es el fundamento que permite
garantizar igualdad política a todos las personas sin distinción de raza,
sexo, etc. La reforma que se promueve en esta hipótesis imaginaria
invita a abandonar una definición tan amplia de igualdad como la que
actualmente tenemos.
Sin embargo, para que el proceso que da vida a esta reforma
pudiera considerarse válido ―a la luz de nuestros actuales estándares
de igualdad política― las voces que actualmente sí reciben
protección, tendrían que escucharse y su contenidos refutarse (con
argumentos, claro está). Es decir, para superar Y, tiene que aplicarse Y.
Esto produce una paradoja, pero no podría ser de otra forma
porque el proceso de discusión colectiva funciona como un medio
epistémico. Antes de que éste se realice, no podemos tener por buena
conclusión moral alguna porque ella, necesariamente, sería el
producto de un proceso ilegítimo.
Entonces, es cierto que incluso los principios procedimentales
que hemos identificado deben ser considerados como provisionales —
esto es, siempre sujetos a crítica—; no obstante, ellos sí deben
maximizarse hasta en tanto no haya una decisión (también lograda en
condiciones de calidad epistémica) que lleve a su abandono, o bien, a
su reelaboración.
D. Razones y buenas razones
Se ha insistido en que una de las exigencias más importantes de la
democracia deliberativa consiste en justificar moralmente las medidas
llamadas a vincular a ciudadanos libres.
En nuestro control ¿esta exigencia implica que el juez está
autorizado para distinguir entre buenas o malas razones? No.
233
Semejante forma de control resbalaría en una forma de escrutinio
sobre el resultado de la reforma, pues el juez estaría otorgando
(implícita o explícitamente) mayor jerarquía a aquellas normas
constitucionales que le guían para decir cuándo está frente a una
“buena razón”.
Decir que el juez puede discriminar entre un argumento moral y
uno que no lo es, es autorizarlo, solamente, a excluir todo aquello que
no esté sustentado en razones comprensibles y accesibles para todos.
No quiere decir, en cambio, que el juez puede calificar como “moral”
aquello que él considera como “moralmente correcto”. Éstas son dos
cuestiones muy distintas que, sin embargo, a veces no aparecen tan
claramente separadas. La ambigüedad con la que la palabra “moral” es
utilizada puede conducir a graves confusiones. Para intentar aclarar
estos conceptos, pongamos un ejemplo práctico que muestra cómo
podría funcionar la distinción.
En junio de 2008, la Constitución mexicana fue reformada en
varios aspectos de su —válgase la expresión— “capítulo penal”. De
acuerdo con la intención que explícitamente hizo valer el órgano de
reforma, la enmienda obedeció al propósito de atrincherar
constitucionalmente los principios de un modelo procesal penal de
corte acusatorio. Sin embargo, la reforma se sustenta sobre una base
axiológica contradictoria: consagra los principios de un modelo
acusatorio (publicidad, contradicción, concentración, continuidad e
inmediación) pero crea lo que, sin titubeos, debe calificarse como un
régimen de excepción para la delincuencia organizada467 —régimen
que, al gozar de rango constitucional, refuerza como nunca antes
467
Es por esta condición que Sales Heredia ha calificado a la reforma de bipolar (véase,
Sales Heredia Renato, “La normalización de la excepción”, en ¿Qué hacer con las
drogas?, Vázquez Rodolfo (compilador), Fontamara, México, 2010, pp. 155-170);
mientras que Miguel Sarre, en un seminario titulado “la reforma constitucional en
material penal” realizado en abril de 2008, mencionó que la reforma parecía haber sido
escrita por dos manos distintas, por un lado, la de Luigi Ferrajoli, por el otro, la de un
agente de la ahora extinta Agencia Federal de Investigación.
234
algunas instituciones habitualmente identificadas como propias del
sistema inquisitorio—.468
Con otros estudiosos de la materia, Renato Sales Heredia ha
señalado que este nuevo régimen no puede sino identificarse con lo
que en la doctrina penal se conoce como “derecho penal del enemigo”,
donde “el enemigo es entendido como aquel que, al no aceptar ser
obligado a entrar a un estado de ciudadanía, no puede participar de
los beneficios del concepto de persona”.469
Entre los aspectos más comentados y criticados de la reforma
está el de la constitucionalización del arraigo.470 Como se sabe, esta
medida permite que el Estado restrinja la libertad de una persona sin
que ésta haya sido juzgada o siquiera consignada. La Constitución no
detalla cuáles son los elementos que autorizan su imposición, pues
para ello remite en parte a la ley y en parte a formulaciones abstractas,
468
En múltiples foros y debates académicos acerca de la reforma se ha denunciado la
existencia de un régimen de excepción en virtud de que la Constitución Federal ahora
prevé, entre otras cuestiones, que en los casos de delincuencia organizada: el juez tiene
facultad para decretar el arraigo (artículo 16, párrafo octavo); el plazo en que una
persona puede ser retenida por el Ministerio Público puede ser duplicado (artículo 16,
décimo párrafo); las autoridades competentes pueden restringir las comunicaciones de
los inculpados y sentenciados con terceros, salvo el acceso a su defensor (artículo 18,
último párrafo); el juez debe ordenar, oficiosamente, la prisión preventiva. (artículo 19,
segundo párrafo); las actuaciones realizadas en la fase de investigación pueden tener
valor probatorio, si no pueden ser reproducidas en juicio o exista riesgo para testigos o
víctimas. (artículo 20, apartado B, fracción V, segundo párrafo).
469
Aquí, Sales Heredia está citando las palabras literales de Günter Jakobs, máximo
exponente y justificador de la doctrina del derecho penal del enemigo.
470
Específicamente, la polémica se suscita porque esta decisión contradice un criterio del
Pleno de la Suprema Corte, según el cual la figura del arraigo es inconstitucional a la luz
del régimen de libertades que la Constitución protege. En este sentido, véase la acción de
inconstitucionalidad 20/2003. Adicionalmente debe decirse que el problema del arraigo
ha merecido más de un pronunciamiento por parte del Comité de Derechos Humanos en
el sentido de que la figura debe ser expulsada del ordenamiento. Cabe destacar que la
primera recomendación se hizo cuando el arraigo todavía estaba contemplado en la ley.
Véase el Informe del Grupo de Trabajo sobre las Detenciones Arbitrarias acerca de su
visita a México (27 de octubre a 10 de noviembre de 2002) E/CN.4/2003/8/Add.3, párr.
50 (criticando el arraigo); Comité contra la Tortura (2006), Conclusiones y
Recomendaciones CAT/C/MEX/CO/4, párr. 15 (recomendando que desaparezca la
figura del arraigo).
235
tales como la existencia de un riesgo fundado de que la persona
investigada pueda huir471—formulaciones que, por supuesto, serán
determinadas en sede judicial o a través de la legislación secundaria.
Ahora, la medida no parece realmente excepcional porque, para
ser considerado un miembro de la delincuencia organizada, basta
reunirse con tres o más personas para cometer delitos en forma
permanente o reiterada. Por ende, como el mismo Sales ha expresado,
con este régimen, las garantías clásicas del debido proceso —en este
caso, la presunción de inocencia y el derecho al disfrute de la libertad
personal— “se complican para quien ha tenido la mala suerte de ser
imputado de delincuencia organizada”.472
Si esta reforma fuera impugnada y un juez constitucional
debiera efectuar el control que aquí se ha defendido, ¿cómo tendría
que conducirse? Específicamente ¿cómo sabría si está frente a una
decisión respaldada moralmente? Lo primero que nuestro juez tendría
que hacer es identificar cuáles son las razones que efectivamente
fueron esgrimidas en cualquier fase del proceso.
Aquí supongamos que algún representante —el representante
A— hizo valer el argumento de que esta medida vulnera las garantías
de debido proceso del sistema acusatorio, pues permite el
encarcelamiento de la persona sin que se exista una acusación formal
en su contra. Para responder, imaginemos que otro representante —el
representante B— expresó algo como lo siguiente: “las autoridades
son perfectamente aptas para distinguir (sin previo juicio) quién es un
miembro de la delincuencia organizada. Por tanto, la medida no es
arbitraria y no afectará a ningún inocente”.
471
La norma constitucional a la que aludimos —específicamente contenida en el artículo
16— dispone: “la autoridad judicial, a petición del Ministerio Público y tratándose de
delitos de delincuencia organizada, podrá decretar el arraigo de una persona, con las
modalidades de lugar y tiempo que la ley señale, sin que pueda exceder de cuarenta días,
siempre que sea necesario para el éxito de la investigación, la protección de personas o
bienes jurídicos, o cuando exista riesgo fundado de que el inculpado se sustraiga a la
acción de la justicia. Este plazo podrá prorrogarse, siempre y cuando el Ministerio
Público acredite que subsisten las causas que le dieron origen. En todo caso, la duración
total del arraigo no podrá exceder los ochenta días”.
472
Cfr, Sales Heredia, op. cit, p. 158.
236
Hay muchos elementos que nos orientarían a pensar que esta
afirmación debe calificarse de falaz473, pues no es posible conocer
quién es un miembro de la delincuencia organizada por mera intuición
o por datos presuntivos, no contrarrefutados en un juicio. Es decir —
diría nuestro representante A— hasta antes del juicio no se puede
saber con certeza y con formalidades racionales si un inocente está
siendo afectado por la medida restrictiva de la libertad que aquí se
comenta. Entonces, esta línea argumentativa puede ser desafiada y
llevar a la conclusión de que se basa en una afirmación demagógica o
deshonesta.
El juez tendría elementos para concluir que si esa es la
afirmación que sostiene la medida, hay buenos motivos para
condicionar la validez del proceso que le dio origen. El juez podría
advertir que el proceso no tomó en cuenta una posición moral
importante que, confiablemente, sostendría cualquier persona no
culpable que teme verse involucrada en una situación así.
El hecho de que la afirmación que respalda la medida no dé
cuenta de esta opinión es reflejo de que no todos los intereses fueron
tomados en cuenta con seriedad y de que existe una posición que
puede decir: “mi voz y la de muchos otros que sentimos lo mismo no
contó.” En otras palabras, lo que el representante no puede negar es
que la medida sí afecta derechos y que un resultado así sólo es
admisible si quien actualmente es titular de los mismos, renuncia a su
protección. En pocas palabras, la medida cuestionada se basa en
razones claramente derrotables.
Hasta ahí no habría mucho problema: de acuerdo con el
argumento aquí defendido, el juez condicionaría la validez de ese
proceso y exigiría una mejor argumentación por parte del órgano (o de
sus miembros); esto, a fin de que tomarán en cuenta una posición que,
de haber sido escuchada con seriedad en un primer momento,
473
Por ejemplo, las distintas recomendaciones de los órganos de los tratados de la ONU,
los argumentos aportados por académicos en este sentido, los mismos argumentos que la
Corte plasma en sus precedentes sobre el arraigo, entre otros.
237
seguramente habría cambiado opiniones, o por lo menos, merecido
contrargumentación.
Supongamos que ante esta determinación, el ORC insiste en
promover y aprobar la reforma pero esta vez con una argumentación
más robusta que afirmara algo como lo siguiente: “quizás el estado no
puede saber cuándo está frente a un miembro de la delincuencia
organizada sin que medie un juicio en el que las hipótesis de
culpabilidad puedan ser refutadas ante un tercero imparcial. Pero es
más importante asumir el riesgo de involucrar a un inocente, incluso
restringir su libertad, con tal de que no haya un solo presunto miembro
de la delincuencia organizada que pueda huir de la acción estatal entre
el momento en que se emite una orden de aprehensión en su contra y
aquel en el que se conoce su paradero”.
Evidentemente, aquí ya estamos en un nivel argumentativo más
completo y aparentemente auténtico, pues parte de una concepción de
derecho penal que suele inclinarse por preferir el castigo del culpable
que la protección del inocente. La diferencia entre una y otra posición,
en última instancia, reside en la elección de la racionalidad política
con la cual se concibe la justificación del actuar estatal —en su
específica manifestación penal— y el grado en que resulta válida su
interferencia en la vida privada de los individuos.474
Por ejemplo, Richard Posner asegura que en situaciones de
emergencia —tal como la que vivió Estados Unidos tras el ataque a
las torres gemelas en septiembre de 2001— la esfera de las libertades
civiles (la privacidad, la libertad) deben ceder en dirección
inversamente proporcional al modo en que la inseguridad va
474
Para Ferrajoli, la historia del proceso penal puede ser leída como la historia del
conflicto entre dos finalidades lógicamente complementarias pero contrastantes en la
práctica; estas son: el castigo de los culpables y la tutela de los inocentes. A su modo de
ver, podemos caracterizar el método inquisitivo y el método acusatorio según el acento
que el primero pone sobre una y que el segundo pone sobre la otra. Explica: “mientras el
método inquisitivo expresa una confianza tendencialmente ilimitada en la bondad del
poder y en su capacidad de alcanzar la verdad, el método acusatorio se caracteriza por
una desconfianza igualmente ilimitada del poder como fuente autónoma de verdad”
Ferrajoli, Luigi, Derecho y Razón. Teoría del Garantismo penal, Trotta, Madrid, 2006, p.
604
238
incrementando.475 Argumenta, además, que la mayoría de los
ciudadanos prefieren sentirse más seguros de lo que prefieren sentirse
más libres. Vale la pena citar su opinión:
….what the normally self-interested person wants most to do is
to put his safety against your liberty. But when that is not an
opinion, he will usually accept restrictions on his liberty more
readily that when he will accept enhanced danger to his physical
security. Moreover, the people at risk from crime and terrorism
are far more numerous than those who face a higher risk of
being falsely accused when protections of civil liberties are
curtailed, provided that they are curtailed only modestly.476
Personalmente no estoy de acuerdo con una postura así. Miguel Sarre
ha sido contundente en señalar —acertadamente, en mi opinión— que
“bajo un esquema democrático, la única forma de obtener resultados
en materia de seguridad pública no es con armamento muy
sofisticado, ni con esquemas represivos, sino generando
confianza”.477
Pero —recordando la preocupación de Waldron— lo que debe
destacarse es que estamos frente a un desacuerdo honesto (que
sostiene posiciones morales reales). Es decir, quien sostiene algo
como lo que apunta Posner está reconociendo, expresamente, que es
mejor limitar los derechos del ciudadano (de cualquiera, claro está) y
someterlo a arraigo, con tal de que no haya un solo culpable en
libertad antes del inicio de la averiguación previa.
Quien lo sostiene está postulando cuál debe ser, a su entender, la
prioridad del estado en la materia. Quien lo sostiene en un debate
institucionalizado está diciendo, en representación de la voz
ciudadana, que al menos la mayoría de los gobernados aceptamos
475
Posner Richard, Not a Suicide Pact. The Constitution in a Time of Emergency, Oxford
University Press, New York, 2006, p. 41-43.
476
Ibidem, p. 40- 41.
477
Sarre, Miguel, “El derecho a la libertad personal como patrimonio colectivo”. Texto
distribuido para la impartición del curso de derecho penal del cual es titular en el
Instituto Tecnológico Autónomo de México.
239
ceder un poco en la garantía de nuestras libertades y derechos —las
cartas de triunfo de las que habla Dworkin— en aras de favorecer una
determinada estrategia de seguridad que obedece a determinados
motivos, como por ejemplo, el de mantener la condena penal al
consumo y venta de drogas.478
Lo importante es que, para efectos del control que aquí se
propone, un argumento que defendiera mantener la lucha contra un
mal que afecta nuestra seguridad, a costa de aceptar la derrota de las
batallas por los derechos históricamente libradas, quizás sí podría ser
considerado una posición moral seria. Si en el órgano de reforma se
dio voz a los inconformes y si sus argumentos fueron refutados por los
de la mayoría, quizás los jueces tendrían que dejar su posición
personal a un lado, en caso de que ésta fuera distinta. Sólo hasta que
se haya llegado a la discusión de las razones últimas, el juez podrá
suponer que la reforma ha sido consentida por la mayoría.
Es posible que algún lector no esté conforme con este resultado.
Él podría preguntar: ¿de qué sirve el control al procedimiento que se
ha delineado si éste podría permitir cualquier contenido (justo o
injusto)?
Hay varias cosas que contestarle: en primer lugar, no es que la
propuesta admita que es posible llegar a resultados injustos a través de
ella; más bien lo que hay que aceptar es que, si no es mediante una
sana y legítima discusión colectiva, como la que he tratado de
defender, no podemos saber (al menos, no con autoridad) cuándo
estamos frente a un resultado justo. Esto se responde con las razones
que ya nos ofrecía Nino para convencernos de por qué la reflexión
individual no es el mejor medio para llegar a conclusiones morales
aceptables.
478
Precisamente, éste es el tema que subyace a la reforma del 2008. Como indica Sales
Heredia, es la guerra contra el narcotráfico, especie de la guerra contra la delincuencia
organizada, la que ha servido para justificar la elevación de la reforma que flexibiliza las
garantías procesales de debido proceso. Si ésta es la última razón que sustenta la medida,
habría muchos motivos adicionales para cuestionar en aras de qué estamos renunciando
a las garantías de debido proceso.
240
Es cierto que esto aún puede resultar un tanto desalentador. Si la
justicia del procedimiento no puede garantizar la justicia del resultado
¿de qué sirve el control que se ha defendido a lo largo de estos
párrafos?, ¿cuál es su ventaja? Y la duda es legítima. ¿Qué le queda al
ciudadano disidente cuando el tribunal constitucional acepta la validez
de un proceso, por considerar que exhibe las características de un
proceso legítimo, pese a lo indeseable (indeseable para algunos, claro
está) de su resultado?
Pues bien, la respuesta puede ser insatisfactoria pero
probablemente sea la mejor de entre las posibles: sólo cuando el
representante muestra con claridad y honestidad cuál es la
argumentación que está en el trasfondo de la medida aprobada, la
ciudadanía puede expresar su desacuerdo con el hecho de que ese
representante sostenga, en su nombre, algo que ella no aprueba.
Personalmente, yo me sumaría a ese descuerdo en el caso de la
constitucionalización del arraigo y de las razones que, en general,
motivaron la constitucionalización de un régimen de excepción. Pero
si mi posición ha sido vencida en el órgano de reforma —al haber sido
contrarefutada con seriedad— por lo menos puedo estar tranquila de
que fue tomada en cuenta y quizás pensaría, para mi consuelo, que ha
vencido la voluntad de un mayor número de personas que sí prefieren
renunciar a sus libertades en aras de obtener mayor seguridad.
Pero lo importante está en observar que, mediante el sistema de
elecciones, puedo castigar a quien dice algo, en mi nombre, con lo que
no concuerdo. Si nadie ha defendido públicamente que consiento
renunciar a mis derechos de debido proceso, no poseo ninguna
herramienta (al menos no una democrática) para castigar esa premisa.
Es decir, si la decisión fue producto de la negociación realizada
en la oscuridad de los espacios reservados de una asamblea, entonces
no puedo saber quién alegó algo en mi supuesto beneficio que no
comparto. Es admisible pensar que alguien puede equivocarse al
representar mis preferencias pero nunca debe permitirse que ese
alguien ni siquiera haga el intento de representárselas. La línea es
tenue pero está ahí.
241
Sólo cuando conocemos las razones por las cuales estamos
vinculados al derecho podemos rechazarlas, suscribirlas o
enmendarlas. Sólo con esa información estamos en condiciones reales
de ejercer el autogobierno.
242
CONCLUSIÓN
Hemos concluido que:
1. La gran pregunta que el ordenamiento constitucional mexicano hoy
admite y requiere plantear es si existen límites implícitos que el
poder de revisión no puede trastocar, susceptibles de control en
sede judicial.
2. Esta pregunta debe ser contestada en sentido negativo. Los jueces
no deberían poder controlar, sin base textual alguna, qué puede
ingresar al orden jurídico mexicano porque su legitimidad
democrática es más débil de la que se requiere para generar
decisiones con tan amplios alcances. Semejante control va en
detrimento de la idea según la cual cada generación debe poder
decidir libremente —y a través de un órgano representativo— el
contenido de las normas que se da para sí.
3. Si esta conclusión abre paso a un espacio de intranquilidad es
porque existe una desconfianza fundada sobre el modo en que los
parlamentos suelen actuar. Pero, dado que el problema se genera
desde ahí, debemos pensar en procesos que sirvan para generar
mejores decisiones constitucionales y debemos permitir que el juez
constitucional funja como catalizador del cambio; esto, a través de
ejercer un control que le permita enjuiciar los méritos sustantivos
de los procesos de reforma constitucional.
La idea fundamental es que estos procesos deben representar
adecuadamente a todos los afectados y generar —como apunta
Ferrajoli recordando a Rawls— momentos constituyentes que
impliquen la auténtica colocación de un velo de la ignorancia479,
donde los actores políticos se ubiquen en los zapatos de todos los
479
Cfr, Ferrajoli, “Democracia Constitucional y derechos fundamentales. La rigidez de la
Constitución y sus garantías”, op. cit, p. 95.
243
potencialmente afectados, donde imaginen desconocer su eventual
condición y lugar en la sociedad.
4. La implementación de esta clase de control puede presentar
diversas dificultades prácticas pero su superación es posible y
necesaria. El intento es obligado porque sólo así podremos avanzar
en el proceso de transición democrática y acercarnos a una
condición de no politización de la justicia.
Para finalizar debemos destacar algunos puntos. El lector se
sorprenderá al ver que la primera frase con la que introducíamos a esta
investigación ―”the power to amend the Constitution was not
intended to include the power to destroy it”― fue empleada por
William L. Marbury con el propósito combatir la validez de la
enmienda XIX a la Constitución norteamericana, que reconoció el
derecho al voto de las mujeres.480 ¿Qué prueba este hecho?
Es evidente que si la tesis de los límites lógicos tiene que ser
rechazada, es por sus propios méritos y no por el tipo de posiciones
que se hacen valer bajo su amparo. Sin embargo, el hecho nos es útil
para insistir en las razones sobre por qué no es adecuado que un
determinado grupo de personas no responsables políticamente (el
litigante en diálogo con la Corte) sean quienes definan las cuestiones
cruciales de nuestra democracia. Como dice Ely: “nuestra sociedad no
adoptó la decisión constitucional de avanzar hasta el sufragio casi
universal sólo para contradecirse e imponer los valores de los
abogados de primera calidad sobre las decisiones populares”.481
La mejor manera de promover las condiciones que dotan de
legitimidad a los procesos mediante los cuales se reforma una norma
constitucional es reconociendo el carácter vinculante de aquellos
480
Es John Vile quien documenta esta circunstancia en “The Case Against the Implicit
Limits”, op. cit, p. 194. La enmienda XIX literalmente dispone: “The right of citizens of
the United States to vote shall not be denied or abridged by the United States or by any
state on account of sex. Congress shall have power to enforce this article by appropriate
legislation”.
481
Op. cit, Ely, John Hart, p. 81.
244
principios democráticos que, precisamente, determinan cómo debe
crearse. Esta tesis ha intentado tomar algunas posiciones teóricas que
conducen a su reconocimiento y control en sede judicial. Pero hay una
pregunta que queda en pie: ¿realmente estamos en posibilidad de
exigir la presencia de condiciones propias de una democracia
deliberativa madura, como condición de validez de un proceso de
reforma? ¿Es esto realista?
Nino reconoce que el control judicial procedimental que
defiende —control que sólo he trasladado al caso de la reforma
constitucional— requiere de jueces con cualidades todavía más
“hercúleas” de las que imagina Dworkin para sus jueces, “que van
meramente en busca de una consistencia articulada entre principios y
decisiones pasadas”.482 Y es cierto, no parece que identificar vicios
vinculados con la calidad epistémica de un proceso sea una tarea
sencilla.
El juez tiene que ser apto para descubrir si detrás de una
posición se encubre una pretensión autointeresada, debe ser hábil para
detectar la exclusión de grupos desventajados y de intereses no
escuchados. Para poder representárselos debe imprimir una alta dosis
de sensibilidad en su tarea. El juez también debe saber cuándo está
frente a posiciones que admiten refutación empírica. Esto lo obliga a
aceptar, con sensatez, que su conocimiento no es omnicomprensivo y
que, probablemente, deberá solicitar la ayuda de expertos. Pero
aunque esto sea cierto, aunque el juez deba poseer gran destreza
argumentativa, el gran reto que este estándar de control se plantea,
estriba en exigir congresistas que presenten esas mismas
características “hercúleas”. En efecto, los presupuestos con los que
opera esta tesis exigen un órgano de reforma abierto al diálogo,
dispuesto a ver más allá de los intereses personales de sus miembros y
con una habilidad argumentativa notable.
Cualquiera podría alegar que esperar semejante comportamiento
por parte de nuestros representantes es (si no un disparate) una idea
bastante ingenua. Podría preguntarse: ¿es adecuado pedir que los
482
Cfr, Nino, Carlos Santiago, Fundamentos de derecho constitucional, op. cit, p. 704.
245
jueces exijan lo que prácticamente se parece a un estado de
maduración cultural que es ajeno a nuestra realidad y que, más bien,
debería darse por sí mismo?
En una de las obras que han ocupado nuestra atención Waldron
se adelantaba a sus críticos —quienes planteaban algo semejante— y
contestaba que su pretensión no era utópica. Comparto su respuesta:
exigir procesos de creación normativa respetuosos del entramado
valorativo que, de facto, está protegido en nuestras constituciones, es
sólo la consecuencia necesaria de una democracia que se tome en
serio el concepto de dignidad humana. En el momento en que dejemos
de pensar en los parlamentos de hoy, podremos comenzar a transitar
hacia un nuevo paradigma de lo que debe implicar la creación
constitucional. El juez es invitado de honor en este tránsito.
Así que el dilema es: o nos conformamos con el actuar
absolutamente irresponsable al que injustificadamente nos tienen
acostumbrados los actores políticos cuando se enfrentan con los temas
que más nos duelen o, simplemente, les pedimos que se comporten a
la altura de su encomienda; a saber: representar adecuadamente los
intereses de millones de personas igualmente dignas y libres. Estoy
convencida de que hay suficientes razones para inclinarse por lo
segundo.
246
BIBLIOGRAFÍA
Libros y revistas
Ackerman, Bruce, “Higher Lawmaking” en Responding to Imperfection, the Theory
and Practice of Constitutional Amendment, Levinson, Sanford (ed.),
Princeton University Press, New Jersey, 1995.
Aguiló Regla, Josep, La Constitución del estado constitucional, Palestra editores,
Editorial Temis, Lima, Bogotá, 2004.
Abramovich, Víctor y Christian Courtis, Los derechos sociales como derechos
exigibles, Trotta, Madrid, 2004.
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Resoluciones judiciales:
A)
Alemania
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Caso del artículo 117 (1953) P. BVerfGE 3, 225 (1953).
Caso Klass (1970) BVerfGE I, (1970).
Caso “Land Reform I” (1991) BVerfGE 84, 90 (1991)
Caso “Land Reform II” (1996) BVerfGE 94, 12 (1990)
Caso “Acoustic Surveillance of Homes” (2004) I BvR 2378/98 y I BvR 1084/99
B)
Estados Unidos de Norteamérica
Hollingsworth v. Virginia (1798) 3 U.S. 378
National Prohibition Cases (1920), 253 U.S. 350
Dillon v. Gloss (1921), 256 U.S. 368
United States v. Sprague. (1931) 282 U.S. 716
Colleman v Miller (1939) 307 U.S. 433
C)
Colombia
Sentencia C-551 de 2003
Sentencia C-1040 de 2005
D)
India
Golaknath v State of Punjab (1967) 1967 AIR 1643.
Kesavananda Bharati v State of Kerala (1973), 1973 AIR 1461
Minerva Mills Ltd v. Union of India (1980)
E)
Argentina
Verbitsky, Horacio s/Habeas Corpus
251
F)
México
Amparo en revisión 2996/96
Amparo en revisión 1334/98
Amparo en revisión 186/2008
Controversia constitucional 8/2001
Controversia constitucional 14/2004
Controversia constitucional 14/2005
Acción de Inconstitucionalidad 168/2007 y su acumulada 169/2007
252