La Canción del Negro Alí

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La Canción del Negro Alí
La Canción del Negro Alí
Richard RICO LÓPEZ
Premio del Concurso de «Cuento Corto latinoamericano’2015»
La tarde del viernes caía en medio de aquel abril caluroso, sofocante por momentos. Apenas se
movían algunas de las hojas de los inmensos cedros y samanes que guardaban como gigantes
centinelas las inmediaciones de la plazoleta de la pequeña ciudad. Se iba una semana más, y con
ella una nueva jornada de trajines, rutina, cansancio, esperanza y desilusiones, entremezcladas en
el pensamiento meditabundo que acompañaba el caminar del joven Ernesto. El dulce olor que
emanaba de los árboles se entremezclaba con el amargo sinsabor que generaban inquietudes en el
muchacho: ¿cómo hago para que el dinero alcance?, ¿cómo sustento a los míos?, ¿por qué me
siento vacío en el trabajo que hago?, ¿por qué unos pocos tienen tanto y el gran resto tenemos tan
poco? Todas estas interrogantes se repetían ensordecedoramente en su mente, y aunque trataba de
pensar en otras cosas, estos pensamientos, cual ola que viene y va, le embestían
intempestivamente, sin permitirle percibir cuántos metros avanzaba y quién o qué estaba en la
siguiente banca de la plaza o justo a su lado.
De repente, con el mismo ímpetu con que le abordaban sus pensamientos, sintió que le halaron
por la manga de la camisa, y sin darle tiempo de pronunciar palabra alguna, alcanzó a oír en tono
claro y fuerte: –¡Venga Negro! ¿Le limpiamos esos zapatos? El joven, aletargado por la
interrupción en su pensamiento, apenas si lo miró y con el ceño fruncido por la incomodidad de
aquel acto insolente, hizo con su cabeza sin mediar palabra un signo de negación antes de
reanudar su marcha.
Empezaba nuevamente a sumergirse en sus pensamientos, cuando escuchó justo detrás de sí a
alguien que cantaba con efusiva y clara voz: –Échala, tu palabra contra quien sea de una vez, así
sepas que rompe el cielo échala, tu palabra por dentro quema y te da sed, ES MEJOR PERDER
EL HABLA, QUE TEMER HABLAR, Échala… Larala… larala…
Ernesto volteó lentamente intentando no mostrar interés en lo que oía y al hacerlo, allí estaba, el
mismo viejo que le halaba la camisa momentos antes, sonriente, efusivo, tarareando y bailando
aquella cancioncita que parecía estar dedicada a él que nada decía y se encerraba en un mundo de
ideas ambiguas y difusas. Por vez primera se detuvo a detallarlo. Era un personaje de mediana
estatura, ojos grandes y barba espesa. Su ropaje dejaba mucho que desear por lo maltratado y
viejo. Aparentaba tener unos 50 años, aunque en la miseria, los años parecen acelerar su marcha.
Sobre su espalda una mochila llena de objetos de diferente utilidad. Las manos, que por instantes
parecían maltratar lo poco que quedaba de un viejo cuatro (instrumento musical de cuerdas
venezolano), se veían ennegrecidas y encallecidas por una vida de mucho trabajo y seguramente
mucho dolor. El joven se acercó un poco más y pudo percibir un sutil olor a alcohol y tabaco,
compañeros inseparables del hombre de la calle.
Inesperadamente el viejo dejó de cantar, miró al joven y le dijo: –¿Ahora sí se decidió? Écheme
una manito y déjeme limpiarle esos zapatos; mire los míos, están viejos, eso sí, ¡pero nunca
sucios! ¿No sabe usted que los zapatos son el reflejo del alma del que los carga puestos?,
comentó.
El joven apenas sonrió y sin mucho convencimiento sólo atinó a decir: –Empiece entonces, pero
rapidito porque ya no tarda en caer la noche. En su interior había una motivación inconsciente que
aún no entendía y que le había hecho prestar atención a tan curioso personaje que veía por primera
vez en aquellos lares.
Silbando sin parar, el viejo limpiabotas comenzó lentamente a sacar de su mochila el betún y el
cepillo, levantó cuidadosamente el pie del muchacho y comenzó su labor sin dejar por un
momento de silbar la canción que antes había tarareado; el joven Ernesto, intrigado le preguntó: –
Esa canción, de casualidad, ¿la cantaba usted refiriéndose a mí? –¡Claro! Y también por los otros
cuatro clientes que me han ayudado hoy, toditos pasaron molestos, mirando el piso, pensando en
quien sabe qué y en un silencio que parecía un funeral; como usted puede ver, yo casi no me
puedo callar y por eso es que le canto a la gente pa’ que deje la amargura y empiece a levantar la
cabeza.
Ante aquella aclaración, el joven sintió algo de vergüenza, se quedó observando con detenimiento
el cuadro dantesco de aquel hombre, plagado de necesidades y dolores, con el cuerpo y rostro
lacerado por las marcas de sus sufrimientos. Aún así, en sus ojos había una llama viva que
irradiaba esperanzas e ilusiones. Se dio cuenta de lo mucho que tenía y lo poco agradecido que
había sido con la vida, reconoció en sí mismo la pobreza de su figura joven, con mayores
recursos, y sumido en una permanente amargura: –Cuando las cosas parecen ir mal, Dios se
encarga de mostrarnos el verdadero dolor de Cristo padeciendo, pensó para sí mismo.
Incorporándose nuevamente, dijo al viejo: –¿Y de dónde es usted, amigo?, ya con un aire de
mayor confianza y curioso por saber más de aquel personaje que comenzaba a interesarle. Por
primera vez en todo aquel rato de canciones y palabras incesantes guardó silencio. Levantando la
mirada hacia el poniente se transformó su semblante, se quedó con la mirada perdida por unos
segundos, luego volvió hacia el zapato y lustrando con fuerza susurró una canción: –“Yo vengo
de dónde usted no ha ido, he visto las cosas que no ha visto…”, y continuó tarareando un
murmullo uh,uh,uh… El joven se sintió consternado y a la vez extrañado por esa costumbre tan
particular de responder con trozos de canciones y antes de que pudiera interrogarle nuevamente, el
viejo limpiabotas le miró y dijo: –¿Escuchó alguna vez de la tragedia de Vargas? (40 km al este
de Caracas) y volviendo su mirada hacia el horizonte, –De ahí, ¡de por ahí vengo, mijo! Rodando
como una piedra; el agua se lo llevó todo, viví un tiempo en los refugios y otro más en la calle, y
ya ni se cómo terminé en esta ciudad tan lejana; a lo mejor me estoy alejando de tan malos
recuerdos.
Aquella revelación interpeló a Ernesto sobre la forma desconfiada e inhumana con que le había
juzgado en un primer momento. Para entonces había pensado en el fastidio de cruzarse con otro
borracho más de la plaza; con sagacidad veloz buscó entre sus cosas, –Viejo, si no le ofende, yo
cargo aquí unas camisas y estos zapatos que me dieron en el trabajo y que podrían…
Inusitadamente le interrumpió silbando nuevamente y cantando con los ojos inundados por un
brillo especial: –“…No es importante el ropaje, sino distinguir a fondo, los que van comiendo
dioses y defecando demonios. Zapatos de mi conciencia, mal que bien me van llevando,
larala…”-
Ahora sí que Ernesto no entendía aquel misterioso personaje, plagado de necesidades, y aún así le
daba igual tener o no tener ropa y calzado; impulsado por la intriga que le causaba y detectando
algo familiar en las entonaciones que el viejo hacía, le dijo: –¡Yo conozco esa canción! Esa es
de… ¿de Alí primera, cierto?
-¡Sí Señor! ¡Y me las sé toiticas [todas] completas! Golpeó con su trapeador el zapato derecho del
joven;
– ¡Listo!, ahora sí esos zapatos están decentes.
El joven asintió con la cabeza y buscando su cartera, –¿Cuánto le debo, mayor?
–¡Lo que usted me quiera dar y si son las gracias, bien recibidas serán!
El joven se sonrió ante tan original respuesta y le dio un par de billetes que el viejo guardó
celosamente dentro de los bolsillos de su vieja mochila; habían pasado cincuenta minutos desde
que se encontraron y ya se había olvidado, al menos por un tiempo, de sus afanes y
preocupaciones, de la economía y la política, de tantas banalidades que le atormentaban. Ahora
éstas le parecían vacías y TONTAS. Sin proponérselo, vivió en este corto encuentro un proceso de
renovación que le impulsaba a semejanza de aquel ahora hermoso personaje, cantar por las
maravillas del hoy y las vírgenes esperanzas del mañana.
–Fue un placer conocerle amigo, mi nombre es Ernesto; si hay algo en lo que pudiera ayudarle
sólo dígame. El viejo terminó de guardar sus trapos en la mochila, tomó en sus manos
nuevamente el viejo cuatro, colocó la mano sobre el hombro derecho del joven y con una efusiva
cara de emoción le dijo: –Por ahora tengo en este viejo morral todo lo necesario para vivir feliz lo
que queda del día de hoy. Indicando con sus dedos hacia el poniente, se despidió diciendo: –Por
allí esta mi ruta, cuídese joven y no se olvide de empezar a ser feliz.
Hizo un ademán de comenzar su marcha, cuando el joven, inquietado. preguntó: –¿Y cuál es su
nombre, viejo amigo? El viejo volteó vivazmente. –Me llaman Alí y para los buenos amigos
como usted me dejo llamar el NEGRO ALÍ.
Ya la noche comenzaba a caer sobre la ciudad. El viejo tomó su cuatro, soltó una carcajada y
comenzó nuevamente a cantar: “Es de noche, cuenta el limpiabotas cuánto ha hecho y cuenta el
pregonero cuánto ha hecho…es de noche…”
Ernesto con el llanto a flor de piel, también tarareaba aquella dulce canción y cuando ya la figura
del viejo comenzaba a perderse en el horizonte le escuchó nuevamente cantar: “Es de noche…”,
el joven tomó su bolso, dio la vuelta, y mirando al cielo que mostraba sus primeros luceros,
levantó los brazos cantando: “…Y habrá Mañana”.
Richard Rico López
Acarigua, Venezuela
Sobre la cumbre del mediodía
Alejandro Marcelo CORONA
Un profundo barranco nos devoró las piernas durante varias horas. El sol caía plomizo sobre nuestras
espaldas; entre las profundidades de las yungas anduvimos, machete y hombre, fogoneando la esperanza,
abriendo paso a la columna que de a poco se despeñaba por la gruesa estampida del calor izado desde el
barro húmedo y gredoso.
A lo lejos una bandada de pájaros cortó la quietud de la mañana ya antigua. Rasaron sobre nuestros cascos
eran guacamayos azules que de pronto le devolvieron la vida a nuestro camino. Un ruido a furia de agua
comenzó a endulzarnos la fatiga. Buscamos su paso. Cuando encontramos el peso del río violento algunos
nuestros compañeros se precipitaron a refrescarse.
Era el primer contacto con agua, luego de andar por la espesura selvática entre el barro y los animales, las
enfermedades y las desesperanzas. ¿Era esta la exigencia que nos pedía la revolución? ¿El dolor extremo, l
clandestinidad, el olvido de nuestros seres queridos? ¿Defender la Patria Grande contra la intromisión
constante del imperio, mientras el resto duerme en la tranquilidad de su casas?
Renegaba en mis pasos consumidos por el pensamiento huraño. Recordaba las palabras de Camilo Torres,
buscar a través de medios eficaces la felicidad de todos, amar así verdaderamente a los empobrecidos de
nuestro continente. Mi mente vagabundeaba, increpándome, rasgándome la conciencia cristiana,
revolucionaria, socialista.
Miré el agua con su traje de vida y recuperé el optimismo. Cuatro compañeros se desprendieron de la
columna, llegaron a la orilla, comenzaron a desnudarse, cuando tomaron contacto con la comisura del río
una ráfaga de metralla ardió desde una barricada en la otra orilla. Aquel ramalazo de fuego y plomo dejó tr
cadáveres en la arena.
- ¡Carajo, los gringos! – grito Arnulfo Rojas tirándose al piso
Tomamos resguardo de inmediato. Dos hombres en el agua boqueaban su último aliento sobre la corriente
rojamente enardecida de muerte. Aquella línea de fuego descargó su ensañamiento sobre nuestros cuerpos.
Silbaban en nuestras cabezas como avispas enojadas las balas del enemigo. Nos cubrimos tomando una
posición de fuego favorable.
Cuando estuve a salvo, comencé a leer los disparos buscándole el origen. De cuclillas detrás de un paraíso
robusto, coloqué mi ojo sobre la mira del rifle hacia la barricada. La posición aquella permitía desnudar la
presencia del ejército de aquel dictador.
Totalmente descubiertos, eran dos; juro que odié aquel momento. El sol se ponía de azufre y descansaba su
rigor sobre mi parietal. Ejecuté con calma dos disparos certeros; pude observar el desplomo del primer
soldado, el segundo, sorprendido, no pudo huir a tiempo y fue destrozado en la ejecución.
Apenas disparé, volví mi espalda para apoyarla sobre el paraíso que se mantenía erguido, atestiguando mi
terrible miedo. Respiraba hondo, asustado; era mi primer disparo sobre un ser humano.
- ¡Vamos al foco Antonio! – gritó Ceferino Roldán, advirtiéndome que revisarían la zona y yo debía
resguardar sus espaldas.
Afirmé con la cabeza e hice un gesto de movimiento con la mano derecha mientras sostenía con el antebraz
izquierdo mi fusil caliente. El silencio azotaba junto al sol mi espinazo con un escalofrío duro; la adrenalin
me salía por las uñas, me rascaba la cara, todo era como un pesado sueño.
El río incrementó su fuerza. Tres compañeros procuraron retener sin suerte los cuerpos sin vida de los caíd
por el fuego enemigo. La vehemencia del agua no permitía a la pequeña tropa alcanzar la otra orilla. Los
soldados hacían grandes pasos para cruzar, el agua les cubría hasta las rodillas, los fusiles eran alzados con
las dos manos para evitar humedecer la pólvora.
Jamás mis manos habían dado muerte a nadie. No podía creer que éstas manos hubieran quitado de la faz d
la tierra a un ser. Con la mira puesta sobre la barricada enemiga buscaba percibir un mínimo movimiento, l
cuerpos yacían. Decidí salir de mi escondite. Fue una pésima decisión. El fusil apuntaba hacia la dirección
de los cuerpos pero descuidé el frente.
- ¡Cúbrenos las espaldas, mierda! – se enfureció Ceferino.
Cuando volví mis ojos a la mira, pude observar que un tercer hombre se alzaba con las metrallas de los dos
caídos y gritó:
-¡Mueran, indios de mierda!
En el mismo momento que gatilló sobre sus armas, le acerté un primer impacto sobre el hombro provocand
una ráfaga de metrallas como una víbora desbocada que se arrastraba por todos lados. Mis compañeros
disparaban, buscaron refugio en vano sobre el corazón del río, pero sin demora le acerté un segundo impac
que le ingresó por el cuello y un movimiento reflejo hizo que se cubriera de inmediato la garganta que se
teñía de púrpura, cayendo inerme hacia adelante.
Los ojos de ese hombre se abrían grandes, yo podía verlos a través de la distancia, quizás sorprendidos de
hallar la muerte se agigantaron hasta perecer. Ese hombre no buscaba la muerte, pero la halló sobre la
cumbre del medio día. Ninguno de nosotros vino a buscar la muerte. Juro que lo vi en sus ojos, ese hombre
vino a buscar la gloria y encontró este final. Los ojos bien abiertos, sorprendidos, comenzaron a llenarse de
moscas cuando cayó duro junto a sus compañeros desvanecidos.
Por fin la columna alcanzó la otra orilla. Yo hice lo mismo, con una esperanza ciega de encontrar a aquello
hombres con vida, de no sentirme un asesino. Los soldados revisaron las pertenencias, se peleaban por ella
Uno se probó la camisa manchada con la sangre final. Otro se guardó un anillo de oro, otro tomó una
medalla del Jesús Redentor, las botas eran reñidas por dos soldados tupizeños. Cuando llegué, los tres
cadáveres ya estaban casi desnudos. Yo tomé un cuchillo que reposaba cerca de su bota.
Tirado junto a la mano derecha de un combatiente, una fotografía. Limpié la sangre que la cubría. Una muj
hermosa abrazaba al hombre, dos niños sonreían con una belleza parecida a la felicidad. Digo, a ese
momento de la vida en que ella nos golpea la puerta y nos invita franca a su morada. Aquel hombre había
conocido la felicidad que yo anhelaba buscar con la revolución. Con este grupo armado quería buscar algo
que nos pertenecía a todos.
Aquel hombre partía desde la felicidad, tenía una familia, una mujer que aguardaba su regreso. Dos niños
que veían cada mañana inútilmente el retorno de su padre. Una mujer se recostaba sobre una almohada
cálida pronunciando su nombre.
Yo contemplaba la fotografía. Una lágrima quiso lacerarme. Una mujer lo soñaba y yo le había quitado la
vida. Yo, que no era soñado por nadie, que nadie me esperaba en un sueño, sin mujer que aguardara por las
noches mi regreso. Ningún tejido del insomnio era empuñado por una mujer. Al menos por la que yo amo.
Con estos mismos dedos, con los que una vez dibujé los labios de aquella mujer dormida. Con este mismo
índice que recorría sus lunares, que los contaba, que surcaba su espalda rosada y pura. Con esta mano que l
escribió los versos más nutridos del amor, con esta misma mano pude detener la vida. Con la mano de dar
amor, di también la muerte. Cruzó un rayo negro sobre mi frente. Quise volverme María a tus brazos, a tu
sonrisa tierna. Quise tirar el fusil, abandonarlo, correr a tu lado. Te imaginaba, tú chica de bien, sin coincid
conmigo en la revolución, juzgándome, enjuiciándome por asesinar a un ser humano, por darle muerte.
Enojada, explicándome una y mil veces que la violencia no soluciona nada. Y yo sollozando por tu encono
Me había descubierto, sobre el río Tupiza, como un desdeñable asesino. El bautismo de fuego me había da
un nuevo espíritu. Quise hacerme fuerte.
- Volvamos al camino - dijo Ceferino, nos aguardan en la vertiente.
Yo dejé a los hombres tirados, me persigné tres veces. Te imaginaba diciéndome que Dios no justifica
ninguna muerte, que soy una contradicción andante. Estrujé fuerte mi fusil y seguí la columna. Intenté
dejarte en aquel costado del río. Fue inútil. Volvería a descubrirte como una pesada mochila sobre mis
espaldas algunas leguas más adelante.
Ya no era el mismo, el fuego me había devorado el alma. La revolución murió en el horizonte de mi vida. D
manera egoísta apareciste tú y quise dejarlo todo por correr a tus brazos. Preso de mi libertad, de elegir este
camino seguí andando bajo el grillete del orgullo. No sabía que matar tenía este agrio sabor a justicia. El so
rompía con sus olas de fuego mi cuerpo débil y tu recuerdo ardientemente vivo me incendiaba en las mano
de asesino, tú cada vez más lejos y a mí me dañaba el oscuro olor a muerte que tiene la libertad en este
continente, que solía ser un paraíso.
Alejandro Marcelo Corona
Córdoba, Argentina
El desierto
Yolanda CHÁVEZ
Debía faltar poco para amanecer, hacia mucho frío en aquel desierto que por vergüenza, no aparecía con su
nombre en ningún mapa; Elena, tirada boca arriba en la arena helada, miraba hacia el infinito, tratando (cas
sin lograrlo), de mover sus dedos entumidos para apartar el cabello que cubría sus ojos…quería poder ver l
estrellas que se desvanecían, el cielo completo, quería ver a Dios completo.
“¿Donde estás?”
Pensaba…
No podía hablar, tenia la garganta hinchada por haber llorado sin gritos.
“¿Me vas a dejar morir aquí? … Quiero ver a mis hijos otra vez…
Esto es un castigo?”...
El grupo de personas con el que salió de la frontera, se había desbaratado con la persecución de la patrulla.
Vio correr a hombres uniformados de rostros similares a los perseguidos, golpeando e insultando a los que
lograban alcanzar, ella y otro, habían caído en un agujero tratando de ponerse a salvo.
Ahí estaba, inmóvil, casi sin respirar para no ser vista. Ya habían pasado muchas horas y no escuchaba ni u
solo ruido, trató de incorporarse, y al apoyar su mano sobre la arena tocó otra mano fría, inmóvil, tiesa…er
la del muchacho de catorce años que había viajado desde el Ecuador para ver a su mamá, el quería llegar
hasta Canadá.
Lo reconoció cuando los primeros rayos del sol comenzaron a iluminar aquel desierto que siempre estaba
triste…
Elena se arrodilló, y comenzó a hacer una oración por la mamá del muchacho, le arrancó el rosario del
cuello, se lo metió en la boca muerta y le cerró los ojos.
“En los primeros catorce años de vida, la palabra que mas se pronuncia es: “Mamá” debe ser horrible no
estar ahí para escucharla”.
Era parte de aquella oración a Dios que se fue tornando en quejas al cielo abierto....
“¿Cómo se sobrevive con el alma dividida por fronteras?”
Susurraba Elena entre sollozos enojados, cortitos, que le cortaban el pecho como pequeños cuchillos.
“¿Como se sobrevive sin poder mirar todos los días a tus hijos? … ¿Por qué no se puede vivir cuando tus
hijos lloran de hambre? ¿Cómo se vive en un país donde nunca se puede encontrar empleo? ¿Cómo
demonios se sobrevive en países donde el secuestro, la corrupción, los asesinatos, las violaciones a los
derechos humanos son el pan nuestro de cada día?” ¡Contéstame! ...
El desierto conmovido, levantó un poco de polvo para acariciar la cara de Elena, quería consolarla; Cuanta
veces había escuchado esas oraciones- reclamos. Cuantos cuerpos de madres, hijos, padres,
hermanos…cuantos cristos guardaba en su vientre de arena, ahí se habían deshecho, ahí conoció los anhelo
de pretender comer todos los días, ahí enterradas estaban las almas con conciencia que querían no solo
sobrevivir ¡ellas querían vivir!, ahí estaban sepultados muchos últimos pensamientos, de vez en cuando, el
desierto los dejaba asomarse convertidos en diminutas florecillas blancas debajo de los arbustos enanos.
“Por lo menos dame un poco de agua”
Gritaba Elena a Dios mientras escarbaba en la arena con sus manos para hacerle sepultura a los anhelos sin
cuerpo. El desierto se apresuró a dejar que brotara un charquito de agua helada, fue lo bastante para beber y
lavarse la cara, para retirar la arena de la nariz y de entre sus dientes, suficiente para ponerse de pie y busca
un punto que le indicara una dirección a seguir.
Un destello llamó su atención a una distancia que calculó, podía llegar antes de que el sol quemara más, di
una ultima mirada al dolor de una mamá con hijo muerto, y comenzó a caminar…acompañada sin notarlo,
por el desierto.
“¿Y aquellos cuentos de que abriste el mar rojo, de que libraste de la esclavitud a un pueblo, de que los
alimentaste en el desierto?”
Elena pensaba que Dios era más bueno antes que ahora,
“A Abraham le diste descendencia tanta como las estrellas del cielo, a mi por lo menos déjame ver a mis
hijos otra vez… ya se que dicen que no soy una santa, pero sigo creyendo en ti, lo sabes, ¿verdad?”
De pronto, el desierto la sacó de su particular oración hundiendo uno de sus pies, al tratar de no perder el
equilibrio, miró hacia el norte: un trailer de compañía cervecera se acercaba a gran velocidad, Elena
impulsivamente sacó la fuerza que da el coraje y la impotencia, apretó el estómago, y comenzó una loca
carrera agitando las manos levantadas al cielo para que el chofer pudiera mirarla, el hombre del trailer la
divisó al pie de la autopista y comenzó a disminuir la velocidad, hasta parar frente a ella.
Una nube de polvo envolvió a la maltrecha Elena, el desierto quiso despedirse, la abrazó en medio de un
viento arenoso donde flotaban las almas y los anhelos que se habían quedado a vivir con él.
“¡Gracias, es usted un ángel !”
Pudo decir Elena.
“Y usted es un milagro, pocos sobreviven en este desierto”
Le contestó el ángel blanco, en inglés.
Yolanda CHÁVEZ
Los Ángeles, California
Los titanes del tiempo
Aroldo Moisés PESCADO TOMÁS
Se acercaba el tiempo de las luciérnagas en el aire, esas pequeñas luces que con las primeras lluvias dan la
idea de ser chispas de fuego al extinguirse el incendio que quemaba la tierra en el verano.
La noche que no era noche delineaba figuras chinescas por el camino de tierra, de piedra, de polvo, de lodo
En el lento vaivén del alarido de un viento quejumbroso flotaba la frescura de un cielo estrellado, sin nubes
sin sombras. Cuando pasaba por el camino de pedregales el sonido se hizo grande, que cubría todo, que lo
envolvía todo y el firmamento se movía como si viajara en barco. De pronto se sintió caer en un profundo
abismo, sintió volar hacia atrás, de espaldas por un segundo sin fin.
El ladrido de un perro negro que dormía en el camino lo vino a despertar, era como alma de diablo que
mostraba sus dientes blancos mientras pasaban Lila, una vieja mula acanelada, y él montado sobre ella casi
dormido en el sueño del amanecer eterno.
¡Guau!, ¡guau!, ¡guau!, ¡guau!, guauuuu… ladraba el perro en tanto corría y regresaba como queriendo jug
a espaldas de la bestia, Lila seguía con su andar tranquilo como si también durmiera de tanto caminar. Don
Encarnación se tocó la cintura para revisar si seguía ahí el machete que colocó con mucho cuidado al salir
su casa. Y tubo que sostenerse también el sombrero ancho para no caerse porque la mula despertó asustada
ya que se sintió caer de espaldas frente a la fuerza del ladrido de un lebrel pinto que se oponía a su camino.
-¡ShÍÍtT!, ¡chucho! –dijo, para apartar al animal del pasaje-. Silencio. Atrás quedó la granja de los frailes y
sus fieros guardianes caninos.
-¡Mercado central!, ¡mercado central!, ¡vamos madre!, ¡llega, llega! Con las primeras luces sonaban las
bocinas como reses para el matadero, docenas de canastos y sacos con plumas, frutos, verduras y hortaliza
eran cargados al camión donde viajaría Ña Candelaria. Bajo la luz de las estrellas y luceros pálidos florecía
un verdadero mercado terrestre, casi acuoso por el vapor de las tazas de café que servían unas mujeres
prietas a los camioneros rechonchos y malhumorados. Cestos con gallinas, patos, pavos; limón, toronja,
chile, tomate, cebolla; calabazas, porotos y maíz.
En la alforja fósforos, ocote, pixtones, sal, chile, agua. La oscuridad palidecía como hombre que se asusta y
que dormido enflaquece y despierto muere. La aurora aparecía tímida y ligera detrás de cerros con dioses
seculares. El canto del cenzontle lloraba agua, y el hombre con su mula llegaba al monte, para trabajar la
tierra sagrada y benévola, que generosa da a su tiempo la espiga que es la madre del pan, y el maíz, padre d
hombre americano. El sol pintaba el horizonte con sus rayos de luz, mula y hombre eran como sombras en
ese paisaje de oro. Los brazos y piernas reumáticos de tanto labrar la tierra comenzaron su larga faena. Olí
tierra seca.
Doña Candelaria, mujer vieja y paciente como su esposo, llevó a vender miltomates verdes, gallinas
amarillas y conejos blancos a la plaza de la ciudad.
-¡Hoy no hay venta!, ¡aquí nadie vende más! –gritaron unos gendarmes. Y hubo que correr para salvar la
vida, y dejar la venta para no ir al calabozo, y llorar para destruir el badajo de plomo en la garganta. Los
miserables no tienen derecho a ganarse la vida honradamente porque causan desorden y afean las horribles
ciudades. Y causan enojos a los grandes estadistas idiotas, burgueses que creen ver todo y no ven nada.
Los primeros aguaceros agujerearon las viejas láminas de cinc. Don Encarnación regresó a casa y se quitó
las botas de hule, ahora llenas de agua limpia y llovida. Entró a la cocina y vio a su esposa con las pupilas
llenas de granizos calientes, tan calientes como lágrimas. Doña Candelaria narró con la voz quebrada cómo
perdió todo y quedó ella sola, sin dinero, sin gallinas, ni conejos, ni nada. Los toscos brazos envolvieron a
esposa, los dos viejos lloraban. Menos mal que a ella no le había pasado nada. El agua sonaba como piedra
en la lámina roja de tan oxidada, pero eran piedras tan duras como diamantes, gotas de esperanza. Un colib
hecho con cabellos de luna volaba entre las gotas de lluvia y de sus alas se desprendían fracciones de tiemp
color del arco iris en el crisol de la tierra seca y sedienta. Los trabajadores con su trabajo honrado y noble
son los verdaderos héroes de la historia, de la patria, de esta tierra milagrosa y legendaria.
Aroldo Moises Pescado Tomás
Guatemala, Centro América.
Esperanza subversiva
Marco Antonio CORTÉS FERNÁNDEZ
“Hacía ya más de cien mil lunas, de la madre tierra le nacieron las primeras mujeres mayas, semillas libres
que les nacieron las mujeres y hombres que trabajaron nuestra tierra y ella los alimentó. Ellas nunca
poseyeron ni explotaron esta tierra, sino que por el contrario la compartieron entre sus comunidades y
cuidaron de ella. Fue hasta hace cincuenta mil lunas que los otros mataron y robaron nuestra tierra, se
apropiaron de ella y la explotaron. Desde entonces, nosotras hemos resistido y defendido nuestro derecho a
vivir a nuestro modo, nuestra cultura, y hemos retomado nuestra tierra, ya desgastada, maltrecha, para
cuidarla nuevamente y pedirle que vuelva a alimentarnos y a nacernos. Hemos vuelto a acostar a nuestras
hijas, al cumplir sus cincuenta lunas, sobre un petate, para que aprendan a mirar las estrellas y escuchen la
voz de nuestras raíces, y su carne de maíz se nutra de esperanza”. Así hablaba la comandanta Ramona a las
mujeres de Acteal, antes del levantamiento.
Cuarenta lunas les habían pasado, cuando los árboles crujieron, los ríos crepitaron, la tierra bramó, y las
estrellas, al llegar la noche cayeron en llanto, inconsolables. Las mujeres madres, las no nacidas y los
hombres de Acteal, habían sido masacrados por las guardias blancas de paramilitares, al servicio del corazó
egoísta de los otros, siervos del capitalismo.
Una radio encendida en una empobrecida y autónoma comunidad del llamado “Caracol V”: “Se alza la
palabra de las mujeres y hombres indígenas que han logrado con su sudor la proclamación de la Declaració
de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas”.
Eran las seis de la tarde, el sol se estaba ocultando detrás de las montañas de la región de San Cristóbal de
las Casas, Chiapaz.
La niña Quetzalli, con su cotona de lana, estaba acostada sobre un petate, panza arriba y rascándose el
ombligo, su mirada de mujer llegaba hasta la última estrella del cosmos, en sus ojos, como hermosos
espejos, se reflejaba la luna, mensajera de esperanza de un nuevo amanecer. Esa noche escuchó en el rumo
de las hojas de los frondosos árboles de mango, una voz milenaria.
Le habían enseñado las ancianas de su pueblo, que la vida de cada una de las personas que han sido
enterradas está depositada en la sabia de los árboles, quienes por medio de sus raíces, dan la mano a cada u
para abrirles las puertas de los caminos que las llevarán hasta sus hojas, que tocan las estrellas. Cuando cae
las hojas nocturnas es que han tocado el haz de una estrella, y ambas, hoja y estrella, se confabulan para qu
renazca una nueva indígena forjadora de mujeres y hombres libres.
Esa noche las hojas hablaban con el conejo de la luna: “Han pasado ya ciento cuarenta lunas y tu has sido
testigo de que nuestros pueblos indígenas de Chiapaz han alzado sus voces para resistir al sistema injusto y
defender con sus vidas los derechos de los pueblos indios”.
El conejo, se hospedó esa noche en la frente de la niña y susurró a sus oídos: “He visto como caminaban tu
madre, tu padre y tus hermanas con la Junta de Buen Gobierno, esa que llaman “nueva semilla que va a
producir”. Los vi caminar junto con los otros pueblos, construyendo autonomía en su territorio”.
Un pequeño temblor sacudió el petate y el ligero cuerpo de la niña. “Ejem, ejem”. Nuestra madre tierra
intervino, comenzó a hablar al corazón de Quetzalli: “Yo te he nacido, te he alimentado, te he dado la vida
he guardado tu historia, soy la misma tierra de tus abuelas. De mis entrañas, aires y aguas, salen todas las
riquezas para tu pueblo”. La pequeña escuchaba atenta y sentía como la cálida tierra la acariciaba. Seguía
observando a la luna, y el conejo continuaba su diálogo: “Por eso tu madre, tu padre, tus hermanas y todas
las que en ella trabajan, se han ganado el derecho de vivir en ella”.
“Santita, recibe paz”. Dijo la tortuga. Había llegado con su andar paciente a la mano izquierda de la niña y
posó la base de su verde caparazón sobre la palma de su mano. Su madre le había dicho sobre la tortuga, qu
era un animal muy sabio, que la había escogido a ella de entre muchas niñas, para hacerse su compañera y
ayudarla con su tenacidad a que se reconocieran sus derechos, a ser tomada en cuenta y ser verdaderament
respetada en nuestro modo, para con su paciencia no desfallecer en tu rebeldía y resistencia”.
La tortuga como fiel nahual, con su voz grabe y ronca habló con ternura a los sentimientos de la pequeña:
“Sigue caminando en la esperanza subversiva, de tu sangre indígena, de tus mártires, que viven en los
árboles de raíces tan profundas jamás cortadas. Tu madre, tu padre y tus hermanas, están aquí, en las hojas
de estos mangos”.
“¡Quetzalli, linda, despierta!” Dijo su abuela. La tomó de la mano con el amor intenso de la trascendencia,
llevó consigo hasta la carreta donde había un balde con agua, la ayudó a enjuagarse, mojó su cara, para
encontrarse con esos hermosos ojos negros, brillantes, como las obsidianas. Quetzalli la miró hasta la raíz
su sentido de vida, buscando en sus ojos, los de su madre. La abuela hablaba casi como el susurro de los
árboles: “Tenemos que seguir caminando, vamos a denunciar la incursión de la organización paramilitar
“Paz y Justicia”, que armados mataron a tu familia y a otras hermanas más de nuestro pueblo, invadiendo y
despojándonos de nuestras tierras. Porque ellos obedecen al corazón egoísta del capitalismo”.
La pequeña, era ya una mujer indígena, a su corta edad, alzaba su palabra para denunciar los ataques del m
gobierno. La tortuga durante el camino le contó, que su tía, apenas alcanzada la edad de procrear, había
decidido tener una hija para contribuir a la multiplicación de las mujeres y hombres de maíz, para seguir
cuidando de nuestra madre tierra. “Una radio encendida en una empobrecida y autónoma comunidad
informaba hacía ya setenta lunas antes: “Fueron encontradas 4 mujeres embarazadas, en la masacre de las 2
mujeres, 15 niñas y niños y 9 hombres, indígenas simpatizantes del Ejercito Zapatista de Liberación
Nacional (EZLN) en la empobrecida comunidad de Acteal, en el norteño municipio de Chenalhó”.
La tortuga, que seguía el camino de la esperanza subversiva en un nuevo amanecer, se mantenía al lado de
Quetzalli, esa pequeña que el corazón egoísta del capitalismo le negó nacer. Pero que gracias a nuestra
madre tierra, los árboles y las estrellas, la habían renacido.
Extendió su petate, entre la petatera de los marchistas, se acomodó su cotona y se tendió boca arriba, para
alimentar su mirada con esperanza de hojas y estrellas.
Han pasado cien lunas, en una pequeña casa de palma y estuco hecho de barro, la pequeña, hecha mujer,
estaba por opción siendo madre al parir una hermosa niña, morena, cabello negro. La arropó con sus brazo
y la amamantó con su amor y deseo de justicia.
Ya pasadas 50 lunas, como es la costumbre, le vistió su cotona de lana y la acostó panza arriba, ha aprende
a mirar con esperanza subversiva.
Marco Antonio Cortés
El Tejar, México