Deva y Otros Devaneos Arqueoibéricos
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Deva y Otros Devaneos Arqueoibéricos
X. Ballester Universitat de Valéncia Deva y Otros Devaneos Arqueoibéricos ABSTRACT: Collection of miscellaneous studies about prerroman linguistics ítems. The hidronimic name Deva is related to the maternal consideration of waters and fountains, like other celtic roots (*au(a), *am(a), *an(a)) related to terms of kinship. The celtic word *dubri- ‘water’ is recognized en the Durius river name. The toponimc suffix –ed(o/a) would be of prerroman origin. Through the greeks sources the author insists in an iberic oxytone accentual pattern. Finally, toponims like ‘Cantalobos’ wouldn’t be ‘place where the wolf sings’ but differents hypotheses etimological or ideological are proposed. KEY WORDS: Iberic Peninsula, Preroman Languages. Iberish Language. Celto-Spanish. RESUMEN Colección miscelánea de estudios sobre temas lingüísticos prerromanos. La palabra hidronímica Deva se pone en relación con la consideración maternal de aguas y fuentes, así como otras raíces *au(a), *am(a), *an(a) en relación con términos de parentesco. La palabra celta *Dubri- ‘agua’ es puesta en relación con el nombre de río Durius. El sufijo toponímico –ed(o/a) podría tener orígenes prerromanos. El autor insiste, a travésde las fuentes griegas, en un acento oxítono para el ibérico. Finalmente topónimos como ‘Cantalobos’ no serían ‘lugar donde canta el lobo’ sino que se proponen diversas hipótesis etimológicas o ideológicas. PALABRAS CLAVE: Península Ibérica. Lenguas Prerromanas. Lengua Ibérica. Hispanocelta. Lenguas Paleohispánicas. 313 I La divinal ‘madre’ Deva A quien alguna familiaridad tenga con las antiguas lenguas del occidente europeo no dejará de llamar la atención potamónimos o nombres de ríos o riachuelos cuales Deba (Galicia), Deva (Asturias), Deva (Guipúzcoa) o Deba en vascuence (Gorrochategui 2005: 157) con su correspondiente corónimo o nombre de localidad, Deva (Santander) o Riodeva (Teruel). También con un homologable corónimo Rivadedeva, en Asturias nos encontraríamos con el nombre del río Deva, fluvial curso que nace en los Picos de Europa y cuyo nombre se ocultaría asimismo bajo hidrónimos o nombres de entidades acuosas cuales [río] Eva y [Fuente]dé o [Juente]dé (Sordo 2005: 170). Aparentemente significativo podría ser también el genérico apelativo de El Ríu Grande con el cual el mismo río es conocido en algunos lugares (Sordo 2005: 170). Esta forma denominativa para ríos no es exclusiva, por supuesto, de la Península Ibérica, sino que se da también en otros lugares de la Europa occidental, lo que de suyo constituye ya una buena pista sobre su posible origen étnico o lingüístico. Así, por ejemplo, Delamarre (2003: 142 s. deuos) recuerda denominaciones de aparentemente igual etimología y también para cursos de agua cuales Dieue, Dives en Francia, el río Dee en Gales, Gran Bretaña, donde se conserva en galés como segundo segmento en Dyfr–dwy (Sims–Williams 2005: 284) o el potamónimo derivado Deinze en Bélgica. Aún y si verdaderamente no se trata de variantes de una misma forma, tanto bajo el nombre de !Adevba cuanto bajo el de Qeauva, localidades citadas en territorio de los ilercaones como contiguas por Ptolomeo (geogr. 2,6,63), podría ocultarse un antiguo Deva, en latín Deua. Quizá también y siempre muy hipotéticamente los diversos Deobriga (It. Ant. 454,7 y Ptol. geogr. 2,6,52), Deovbriga (Ptol. geogr. 2,5,7) y Deobrigula (It. Ant. 449,6 y Ptol. geogr. 2,6,51) contuvieran originariamente un *deua– en su primer segmento. No hay grandes dudas entre los especialistas sobre las significación y explicación de esta serie hidronímica (uide Gorrochategui 2005: 157 y 168; Isaac 2005: 191; Sims–Williams 2005: 284). Muy claro, por ejemplo, resulta Galmés (2000: 124) sobre las motivación y etimología de tal apelativo: «Deva hace referencia a la diosa, divinización de los ríos [...] y deriva de la raíz celta deva ‘diosa’ [...] La aplicación del nombre celta deva ‘diosa’ a las corrientes fluviales se ha relacionado con un culto de los celtas a las fuentes y ríos divinizados». No puede, desde 314 DEVANEOS ARQUEOIBÉRICOS luego, dudarse de que los antiguos celtas denominaron a veces —y en circunstancias que al menos ahora nosotros no estamos en condiciones de precisar— ‘diosas’ o ‘divinas’, así en femenino, a cursos de agua o sobre todo y originariamente a manantiales. Explícita confirmación de ello nos la ofrece el romano poeta Ausonio de Burdeos (ordo 20, 33: Diuona Celtarum lingua fons addite diuis) al recordarnos que en la lengua de los celtas hay una fuente denominada Diuona y que, por mor de tal apelativo, esta debe incluirse en la categoría divinal. Según también, por ejemplo, Delamarre (2003: 142 s. deuos) denominaciones gálicas del tipo ‘divina’ como Deuona o Diuona se habrían aplicado primeramente a fuentes consideradas sagradas recordando ibidem el mismo autor la frecuencia del nombre Deua o Diua ‘[la] diosa’ en diversos lugares de Europa (lege supra). De la consideración sagrada de al menos ciertas aguas y su consiguiente culto como ‘diosas’ dan testimonio también algunas inscripciones latinas de época romana. Así, por ejemplo, sin salir de Hispania recordemos un ara con dedicatoria a una DOMINÆ DÆVÆ y que fue encontrada cerca de los santuarios de Espejo y Priego en Córdoba (Pérez 2006: 183) u otra con dedicatoria también a DÆVÆ en la cueva de la Griega de Pedraza, en Segovia (Beltrán & al. 2005: 921), testimonio este de cierto interés por el celticismo de base que presenta, como, nos parece, quedaría bien apuntalado por la aparición en las epígrafes contiguas de alguna antroponimia de claro carácter hispanocéltico (AIVNC) o del nítido término técnico céltico NEMEDO en un par de ellas. Al parecer, ese carácter divinal adjudicado a [ciertas] fuentes o manantiales se substanciaba en la consideración de ‘madres [sagradas]’ que a dichos elementos de la natura —y por razones que no son precisamente opacas: aqua, fons uitæ— se les profesaba. De esto, creemos, daría buena cuenta —o al menos buena pista— la pervivencia del ideologema en la tradición onomástica moderna, pervivencia que, en cambio, en el caso de las ‘diosas’, tanto por el plural cuanto por el femenino, no era tolerable para una sociedad cristiana. En efecto, el mantenimiento —porque mantenimiento es, como después veremos— de la consideración ‘materna’ de aguas y fuentes se presenta bien aproximadamente en los mismos lugares que en la Antigüedad. Así, en ámbito cantábrico es denominado El Oyu La Madre o ‘el ojo de la madre’ al «espectacular nacimiento de El Ríu Casañu» existiendo una «voz lebaniega madre del agua, que significa ‘nacimiento de 315 X. BALLESTER una riega’» (Sordo 2005: 291). También la misma base latina —y céltica, por cierto— matre– ‘madre’ tiene «extensa presencia en la onomástica pirenaica con el significado de ‘manantial’» (Saura 2003/4: 1688), así, por ejemplo, en formas altoaragonesas cuales Matral, Matrayunda, [Laño] Matraz, Matricapón, Matricava o Rematrices (Saura 2003/4: 1688). Cabrá aun, en fin, recordar que cerca del yacimiento ibérico de Los Villares en Caudete —precisamente apellidado— de las Fuentes (Valencia) discurre un río denominado... Madre (Aparicio & al. 2005: 91). Ya, por supuesto, el propio Coromines (1996: V 124 s. Madres) hablaba de un conjunto de topónimos «donde mātrēs y derivados designan grandes dioses o nacimientos de agua por comparación de los dioses con unas madres o matrices de las aguas: plural del nombre indoeuropeo de la madre mater, que coincide en su forma céltica y latina, y ha pasado a nuestra toponimia desde ambas familias indoeuropeas, sobre todo desde las formas célticas, sumándose a estas las latinas y latinizadas». A esta materna etimología podrían en ámbito catalán pertenecer, en efecto, nombres cuales el del arroyo Marmanya y la partida, con aguas minerales, de Marimanya (Coromines 1996: V 124 s. Madremanya), ambas formas remontarían a una latina matre– magna– o ‘[la] magna madre’, términos a los que asimismo podríamos sumar y con documentación histórica unos diques de La Madró (Coromines 1996: V 125 s. Madres). Recuerda el mismo Coromines (1996: V 124 s. Madres) que una etimología matrona– informaría igualmente los nombres de los ríos francés Marne y occitano Mayronne, y añade (1996: V 125 s. Madres) que de la base matrona– viene un gran número de topónimos en todo el dominio —la cursiva es por guiño etimológico— catalán y que «De todos estos lugares sabemos que están o en vertiente de donde bajan aguas o cerca de una fuente o en tierra pantanosa» y enumera los siguientes (1996: V 125s s. Madres): Font del Madró, Hort–Madró u Hort–Madrona, La Madrona, varias Madrona y un Mas de Madró. También hace derivar Coromines (1996: V 126 s. Madres) del mismo étimo la valenciana sierra Madrona o Martés, la versión primera correspondería a los pueblos de habla valenciana y la segunda, que hace derivar el etimólogo catalán de un céltico matres deformada por la tradición arábiga, a los de habla castellana; en la dicha sierra, recuerda Coromines, nacen el río Tollo y dos pequeños afluentes del Júcar, contándose además hasta cinco fuentes, cinco. Cabe aún recordar un corónimo Madrona en Segovia. Como ya advertíamos y anticipaba algún pasaje citado del Coromial igual que la apelación de ‘divinas’, el apelativo de ‘madres’ es nes, 316 DEVANEOS ARQUEOIBÉRICOS de origen antiquísimo, como casi no podía ser de otra manera. Parece así claro que en el conocido general culto a las Matres o Matronæ de época romana y tan bien documentado por tantas inscripciones para gran parte de la Europa occidental incluyendo Hispania «el agua y sus manifestaciones parecen haber jugado [sic] un especial papel» (Gómez 1999: 424). Además, las denominaciones mediante la citada raíz celto–latina *matr– para ‘madre’ se solaparían probablemente con denominaciones mediante otras raíces de igual significado o bien al menos con cercano significado parental para otros ríos. Así lo ve bien Galmés (2000: 117s) a propósito del río Aguamía —una obvia caricatura como si ‘agua mía’, pues el río separa los concejos de Ribadesella y Llanes en Asturias— cuando recuerda: «La realidad prístina de este río es Abamia [...] derivado de ab + el celta amma ‘madre’, que con referencia a un río hace alusión a la diosa ‘madre de los ríos’ [...] Lo curioso es [...] que el lugar en que nace el río Aguamía se conoce en la actualidad con el nombre de Madre del Río o La Madrona, que conserva el recuerdo del culto celta [...] Otros derivados románicos de amma son: Ammaia (Portugal), Amante y Amance (Francia), Amandi (Asturias), Amago (Asturias), Amalain (Navarra), Amamio (Álava), Amande (Lugo), etc.». También, por su parte y al igual que Coromines, compara Galmés (2000: 118) el citado nombre de La Madrona nacional con el nombre del Marne, afluente del Sena, pero haciendo derivar esta vez el último potamónimo de un compuesto *matr–onna, donde el segundo elemento correspondería a la raíz céltica onna ‘fuente – arroyo’ (2000: 51; ítem parecidamente 2000: 118 para Bayona). Nos parece que, en definitiva, ese denominar ‘diosa’, ‘divina’, ‘madre’, ‘materna’ o algo parecido a un río, sea cual sea la concreta raíz o derivación que se elija en un determinado momento, no representa sino una subclase de la general categoría de denominación —de motivación sacra o tabuística, según prefiera llamarse o según la época correspondiente— parental de fuentes y cursos de agua. Ya en efecto, en otro lugar hemos defendido además que el marco ideológico de las comunidades de caza y recolección conforma probablemente el contexto ideológico del devenir europeo donde resulta mejor explicable el empleo —nos parece que incontestable— de términos parentales como hidrónimos, de modo parecido a cómo, por ejemplo, se emplea[ro]n términos de ese misma significación como zoónimos, tal y como está abundantemente documentado. Así, apuntábamos nosotros en aquel trabajo, por ejemplo, el muy 317 X. BALLESTER posible empleo de diversas raíces de referencia parental para potamónimos. Escribíamos literalmente entonces «algunas de las raíces más frecuentes de la hidronimia indoeuropea como notoriamente *au[a]– o también *am[a]– y *an[a]– presentan la singularidad de estar documentadas también como raíces para nombres parentales en el conjunto indoeuropeo; así, por ejemplo, a *au[a]– (cf. ríos cuales Avance, Avançon, Avanta, Avia, Avión, Avon, Auentia, Aulencia...) podrían corresponder términos de parentela cuales armenio hav ‘abuelo’, gótico awō ‘abuela’, latín auus ‘abuelo’ y auia ‘antepasada’, lituano avýnas ‘tío materno’ o prusiano awis ‘tío materno’, circunstancia que legitima a preguntarnos si podría tratarse, por tanto, de la misma y una raíz. Pues bien, la respuesta sería positiva al menos en el contexto de las culturas de caza y recolección, donde [...] es muy común el culto a las aguas». Naturalmente, a aquellos aún podrían añadirse otros potamónimos conteniendo verosímilmente esa misma raíz, en concreto y correspondiendo como un Aranzuelo a Aranza (Moralejo 2005: 846) o como Guadalopillo a Guadalope —es decir, como diminutivo a positivo— un *aui– correspondiendo a un *aua– estaría probablemente en el origen del también galaico —concretamente portugués— río Ave a comparar, naturalmente, con un medieval Avicella [a su vez] diminutivo, modernamente llamado Vizela (Moralejo 2005: 845s). Cabría también añadir a esta misma raíz parental la forma gálica aua y sin duda con idéntico originario significado de ‘abuelo – antepasado – ancestro’ sólo que quizá en gálico ya con el significado de ‘nieta’, como apunta Delamarre (2003: 60 s. aua), en la línea metasémica de otras lenguas célticas con la misma raíz cuales antiguo irlandés aue ‘nieto – descendiente’ —y moderno irlandés ó, el popular O’ de tantos apellidos— y derivadamente en los ‘tío’ de bretón eontr, córnico euiter y galés ewythr (Delamarre 2003: 60 s. aua). El mismo Delamarre (2003: 61 s. auantia) propone la adopción por los celtas de un nombre común auantia, auentia de creación secundaria con el significado de ‘río – fuente’, añadiendo que a esta raíz pertenecerían al menos los también nombres comunes de sánscrito avatáh ‘fuente’ y letonio avuõts ‘fuente’ y apuntando a la misma serie léxica los hidrónimos de Avance, Avançon, La Vence, estos situados en el territorio de la antigua Galia, además del Avantà en Lituania, el Aventia en Italia y el Ewenni en Gales; serie, por cierto, a la que habría que añadir también al menos el potamónimo hispánico de La Vansa, afluente del Segre, como ya propugnara Abelardo Moralejo (1980: 167). 318 DEVANEOS ARQUEOIBÉRICOS En el mismo referido trabajo argumentalmente aducíamos también tras las huellas de Zelenin (1988: 293) «que los yacutos llaman ‘abuela’ al río, mientras que todavía en época reciente los rusos llama[ba]n ‘mamita’ (matuška) a los grandes ríos [...] de modo parecido para expresar ‘atravesar un río’ también los yacutos prefieren respetuosamente decir “intentar obtener de la abuela llegar a la otra parte”». Y recordábamos asimismo, siempre con Zelenin (1989: 141) que «denominar al lago simplemente eso: ‘lago’ (küöl), es considerado cosa sacrílega por los yacutos, quienes únicamente se permiten para tal referencia, igual que para el río o la tierra natal, el término de ‘abuela’ [...] En Siberia encontramos además otros nombres para ríos cuales ‘abuelita’, ‘mamita’ o ‘tiíta’; de facto, el importante río Ob significa literalmente ‘tiíta’ en la lengua de los comios». Recordábamos igualmente en el mismo lugar que Greenberg (2002: 83) había podido proponer «una preforma euroasiática *ana ‘abuela’ con resultados en conjuntos cuales indoeuropeo con, entre otros, antiguo alto alemán ana ‘abuela’, armenio han ‘abuela’, griego avnniv", hitita annas ‘madre’ y ĥannas ‘abuela’, licio xãna ‘abuela’ o antiguo prusiano ane ‘antepasada’» y además con sus respectivos ejemplos en otros conjuntos lingüísticos euroasiáticos cuales urálico, altaico, japonés y esquimo– aleutiano. A esta misma raíz indoeuropea *[h]ana– o a sus versiones diminutivas *[h]ani– (cf. el citado griego griego avnniv") y *[h]anu– habría que asignar sin duda, nos parece, el latín anus, –us ‘vieja – anciana’ con una variante «más familiar» anna (Ernout & Meillet 1979: 37 s.u.) provista de geminación consonántica, siendo sabido, por lo demás, que la geminación, habitualmente tildada de expresiva o infantil en estos casos, es bien propia de los nombres de parentela en tantas lenguas, «con la geminación de la consonante propia de los hipocorísticos» como dicen Ernout y Meillet (1979: 35 s. annus). A esta misma raíz *[h]an–, en fin, pertenecería también con otra derivación y significado el lituano anýta ‘suegra’. Pues bien, cabe a su vez recordar aquí que *[h]ana– es una de las clásicas raíces hidronímicas paleoeuropeas y de las de más abundante y clara documentación (uide Villar 2000: 329s); al respecto bastaría citar nuestro río Guadiana que, por supuesto, era simplemente Anas en época romana (Mela 3,1,3 y 6; Plin. nat. 3,2,6 y 3,3,13; Strab. 3,1,6...) y los topónimos, con sus respectivas sufijaciones, recogidos en el territorio de la antigua Galia por Delamarre (2003: 43 s. ana): Anet, Annapes, Anneux y Annoix, o bien podría asimismo citarse al respecto la signi319 X. BALLESTER ficación paludem, esto es ‘aguazal – charca’ recogida para una forma gálica anam en el denominado glosario de Vienne también llamado de Endlicher en honor de su descubridor, funcionario de la Biblioteca Palatina de la francesa ciudad de Vienne en 1836 (Lambert 1997: 203). En esa misma línea es también inevitable sondear la eventual relación que pueda haber con la popular figura mitológica galaica de Ana Manana, mora (moura) que vive en la fuente de su nombre, como recuerdan Cuba, Reigosa y Miranda (2000: 32 s.u.), para quienes «Resulta clara la relación de Ana Manana con Ana, Dana, Don o Diana, diosa de las aguas y de las fuentes y del otro mundo, a quien están dedicados el río Ana (o sea el Guadiana), la Laguna de Anna (Albufera, en Valencia), el Coto de Doñana [...] etc.». De modo general, además, en la tradición galaica las mouras de las fuentes llevan casi siempre el nombre de Ana (Cuba & al. 2000: 243 s. Tres Mouras). En fin, la posibilidad de una base hipocorística y con geminación ya más en ámbito céltico que indoeuropeo haría posible incluir en este capítulo lexemático y consecuentemente asignar a aquella misma raíz indoeuropea *[h]an– la variante radical quizá reduplicada *onn–, la cual, como vimos, era identificada por Galmés (2000: 51) como correspondiente a una raíz céltica onna ‘fuente – arroyo’, lo que estaría probablemente apoyado por el testimonio del citado glosario de Vienne (Lambert 1997: 203) con la noticia de un valor flumen, es decir, ‘río’, para la palabra gálica onno. Jordán (2001: 420 y 2002: 223), por su parte, parece difusamente remontar esa misma raíz céltica *onn– no a ninguna raíz parental sino a un paleoeuropeo *umn– procedente a su vez, por asimilación y adición de sufijo adjetival –nā– o –ni– o –nŏ–, de una protobase *ub–, secuencia a su vez variante de un raíz *ab–. Aunque a nosotros, que hemos defendido un modelo vocálico indoeuropeo de tres timbres vocálicos /a i u/ muy probablemente en versión fonemática de largas y breves, nos atraiga mucho la presencia de raíces indoeuropeas con vocales /i/ y /u/ y sin laringaladas, seguimos objetando a este tipo de análisis la cantidad de, por decirlo así, florituras puramente fonéticas y no semánticas exigidas para que los hablantes puedan simplemente denominar e identificar un río, exigencias que les llevaría a la complicada operación de elegir o conservar, no sabemos en qué condiciones, –nā–, –ni–, –nŏ– o esta u otra variante vocálica de esta u otra asimilada raíz, antes que proceder simplemente a una [re]motivación o [re]interpretación a partir de las denominaciones más comunes —del 320 DEVANEOS ARQUEOIBÉRICOS tipo ‘abuelo’, ‘grande’, ‘blanco’ o tautológicamente ‘río’— que es lo que habitualmente encontramos en estos casos. Nos parece, en suma, que mantener una derivación tan alejada y a tantos cambios de distancia no es una operación económica para los hablantes, por lo que el factor de la convencional inercia lingüística debe de haber presentado en estos casos algún límite de sostenimiento razonable. En ese sentido, nosotros, como de costumbre y en igualdad de circunstancias, preferimos, pace Jordán, la explicación más sencilla. 321 II Otra vez: río *dubri–, “Río Duero río Duero,/ nadie a acompañarte baja;/ nadie se detiene a oír/ tu eterna estrofa de agua” cantaba Gerardo Diego. En la última edición de estos estivos seminarios defendíamos un origen céltico para el nombre del río Duero, para el romano Durius (Plin. nat. 4,34,112) o helénico Do¨vro” (Strab. 3,3,2) sólo que la forma céltica —apuntábamos— habría llegado a romanos y griegos trámite una lengua anindoeuropea, verosímilmente, la ibérica, de modo que un, como veremos, banalísimo céltico *dubr[i]a se habría transformado en un *dur[i]e sin gramatical género en bocas de los intérpretes ibéricos, lo que, recogido por los oídos romanos, habría sido adaptado a su vez y de modo natural como un Durius con un género masculino esperable desde el ibérico mas algo anómalo en panorámica perspectiva indoeuropea. Con tal propuesta nuestro Durius pasaba a dejarse confrontar estupendísimamente con términos célticos tan precipuos cuales bretón dour, córnico dur, galés dwfr y dwr o antiguo irlandés dobur, todos significando ‘agua’ y tras los cuales resulta bien restituible una antigua raíz probablemente prototocéltica *dubr–, raíz, escribíamos entonces, «abundosamente documentada como base de potamónimos, así (con ejemplos de Delamarre 2003: 152 s. dubron, dubra) en los británicos Dour y Dubris hoy Dover, los franceses Dèvre, Dubra hoy Douvres, el germánico Tauber, el holandés Dubridun hoy Doeveren, y asimismo en el galaico Dubra (Moralejo 2001: 505)». Pues bien, como vemos, en nuestra notilla la aducida raíz céltica estaba representada con material hispánico sólo por el galaico Dubra, lo que sin duda podía dificultar la aceptación de la propuesta. Ahora, en cambio, nos parece que este potencial obstat podría cómodamente ser superado con los nuevos —lógica y prudentemente, siempre provisionales y potenciales— testimonios que podríamos añadir. Ya, en efecto, en su documentada recopilación con trabajo de campo —o, mejor, de montaña— sobre la toponimia de Asturias y territorios colindantes Sordo (2005: 171s) identifica un segmento léxico «*Dobr–: posible raíz que significa vega u hondonada, como en los topónimos Dobrareño, Dobres, Joyu Dobres, Dobresengos, Dobros, La Campera Dobros, Dobru, Dobrumayor, Dubriellu y Valdedobres [...] Pero en algunos topónimos, como el Riu de Dobra, Dobraseca y quizá Dobresengos, indica río». A partir de todos estos datos nos parece razonable reproponer la hipótesis de una 322 DEVANEOS ARQUEOIBÉRICOS genérica raíz céltica *dubr– indicando en su origen algún tipo de vega, con o sin agua propia, en principio honda, significado desde el cual por simple metonimia se habría pasado a ‘río’ en tantos lugares. En este contexto, cuadraría también el topónimo recogido por Sordo (2005: 174) con sufijo diminutivo Dubriello y que es descrito como «veguina». En fin, tampoco conviene perder de vista el nombre del monte Dobra en Cantabria ni, como viera Fernández (2005: 626), el del arroyo de Bobres siempre en Cantabria y que podría muy bien enmascarar un *Dobres y remontar, por tanto, a aquella céltica raíz *dubr–, tan bien conservada en algunos lugares de España y en cuya dirección fluiría, nos parece, la “eterna estrofa de agua” del río Duero, río Duero. 323 III De –ed– La larga serie formada por nombres comunes cuales, entre otros, acebeda/o, alameda, alnedo, arcedo, avellaneda/o, cañedo, castañedo, cepeda, cereceda, fresneda, hayedo, olmeda/o, peraleda, pereda, pineda/o, rebolledo, robleda/o y robredo, salceda/o o sauceda... así como también por los más genéricos nombres de arboleda y viñedo permiten sin apenas dudas y sin mayor dificultad reconocer en nuestra lengua un segmento –ed– que confiere alguna colectiva significación a aquellos elementos de la natura y que en determinadas formas se ha unido también a otros formante derivativos como en bojedal, lauredal, robledal o saucedal. Ahora bien, a fin de ponderar la verdadera vitalidad de dicho segmento o formante, habría además que tener también en cuenta no sólo su presencia en nombres comunes o cenónimos, sino también en nombres propios o ciriónimos, único contexto léxico donde a veces para determinadas raíces o con determinadas derivaciones se habría conservado el citado formante, así, por ejemplo, fundamentalmente en topónimos y en los correspondientes antropónimos, cuales Cerceda (Madrid) y con diminutivo Cercedilla (Madrid) a partir del latín quercus ‘encina – roble’, Codesedo (Orense), Hinojedu (Santander; Sordo 2005: 220), Manzaneda (Orense), quizá Olveda (Lugo) a partir del latín ulua ‘ova – alga verde’ (Galmés 2000: 86), Pumeda (Asturias) a partir del latín pomum ‘fruto’, Saceda [del Río] (Cuenca), Sacedón (Guadalajara), Saucedo (Toledo) —la utilidad y la vistosidad del sauce es, como vemos, especialmente productiva— Tejeda [de Tiétar] (Cáceres) o en un Zarzaledo (León) conocido también como Cerezaledo (Sordo 2005: 556) y en tantos otros propios nombres. Aparentemente en algunos casos el elemento habría pervivido también sólo en antropónimos, sea porque nunca existieron los topónimos respectivos, sea más bien porque hayan desaparecido en el curso de la historia, sea, en fin, porque no hayamos sabido dar con ellos; tal podría ser el caso de hispánicos apellidos cuales Castañeda, Cebolleda, Gamoneda formado éste a partir del vegetal gamón, o Rabaneda. Como fuere, el material aquí recogido y susceptible sin duda de verse sensiblemente acrecentado bastará para apuntalar la existencia —unánimemente admitida— real, operativa y fructífera de un hispánico formante o, si se prefiere, morfema derivativo actualmente –ed– y remontando, desde luego, a una antigua base –ēt– es decir, con /e/ larga, y que se ha conservado como bien activo en algunas lenguas románicas 324 DEVANEOS ARQUEOIBÉRICOS y en concreto en español —podría decirse— prácticamente hasta hoy. Quedarían empero un par de lingüísticos problemas pendientes en nuestro –ed–: por una parte, la definición precisa de su función y, en lugar segundo y como asunto más problemático, la determinación de su origen. Sobre la función y significado del formante –ed[a] ya, por ejemplo, se manifestara Galmés (2000: 54) definiéndolo como un «sufijo abundancial», mientras que, por ejemplo, en Carrera (2003: 199) se habla más específicamente de un «sufijo –etu, propio de colectivos vegetales». En similar línea vegetativa se han manifestado también algunos colegas italianos. Así para Petracco (2003: 50) el «sufijo –eto– [...] indica una asociación vegetal o una especie vegetal preponderante», y según Benozzo (2004: 37) el formante en cuestión «casi sin excepción» indicaría una asociación vegetal en los topónimos alto–italianos. Nos parece, sin embargo, que de los numerosos ejemplos aducidos sólo para ámbito hispánico puede colegirse más bien que el formante en cuestión no haría propia o genérica referencia al mundo de los vegetales o plantas sino que mayoritaria y específicamente se referiría a conjuntos arbóreos, de modo que se trataría de un sufijo diseñado en realidad y con probabilidad originariamente para druónimos o nombres de árboles y de donde se habría extendido a referentes cercanos o contiguos, como muy notoriamente al mundo vegetal de plantas y flores. En cuanto a su origen no puede dudarse, desde luego, que el elemento en cuestión se diera ya en latín, así, por ejemplo, notoriamente en una forma cual lauretum o ‘lauredal’ y de donde el conocido topónimo Lloret de la Costa Brava y otros lugares como el leridano La Lloreda (Coromines 1996: V 98 s. Lloreda) o nuestro Lloreta de Villareal, en Castellón (Coromines 1996: V 100 s. Lloret). Ahora bien, contra la consideración de un origen puro y totalmente latino para este elemento se alzan en principio dos relativamente importantes objeciones. En primer lugar estaría, en efecto, el conspicuo hecho de que la feracidad de este formante en una parte del romance supera en mucho la documentada en el latín de los romanos, por lo que en principio la extraordinaria productividad alcanzada por el dicho formante no se explicaría desde el latín sin más sino más bien, en todo caso, como un especial desarrollo posromano. En segundo lugar y como quedó anticipado, esa productividad resulta ser muy desigual en románico ámbito, pues que, mientras es muy alta en los territorios occidentales, 325 X. BALLESTER tiene escasa representación en la zona oriental de la Romania. Estas dos circunstancias conjuntamente consideradas auspician el planteamiento de la hipótesis de que o bien, lloviendo sobre mojado, el sufijo para colectividades arbóreas –et– fructificara en una determinada zona y sobre un determinado substrato —o junto a un determinado adstrato— del latín por existir un sufijo con igual valor o hasta con igual o afín forma, o bien incluso que en realidad el sufijo en cuestión hubiese sido copiado por el latín desde otra lengua de substrato siue adstrato, y de ahí que alcanzara mucho menos desarrollo en la lengua del Lacio del que hubiese cabido esperar a juzgar por su proficua presencia en las lenguas románicas de Occidente. Al respecto, la aludida extensión del formante al área altoitaliana y sobre todo ligúrica permite plantear la hipótesis de encontrarnos ante un elemento céltico. En efecto, en la citada área encontraríamos topónimos arbóreos cuales, entre otros, Alneda o ‘alnedo’ del latín alnu– ‘alno – aliso’ (Morani 2003: 291), Canéu o ‘cañedo’ del latín canna– ‘caña’ (Soleri 2003: 187), un Castaneto o ‘castañedo’ documentado ya en 1024 (Cuneo 2003: 128), Cremé de un céltico *krem– ‘ajo silvestre’ (Benozzo 2004: 37s), Gorreto o ‘salceda’ (Marrapodi 2003: 31), Multedo del latín myrtu– ‘mirto’ (Caprini 2003: 13) o bien Roboreto o ‘robledo’ del latín robore– ‘roble’ y documentado ya en 1031 (Cuneo 2003: 149). Nótese que mientras en España es bastante frecuente la base latina [plural] –eta, en Italia predominaría la base [singular] –etu[m]. La hipótesis substratística sería asimismo congruente con la circunstancia de que por lo general el formante se asocia a los nombres antiguos de los árboles o a las variantes más antiguas de estos, de modo que es menos usual en términos arbóreos más recientes cuales druónimos incorporados con la invasión musulmana como alcornoque o almez. La respuesta a la cuestión qué tipo de lengua pudo ser aquella que en la hipótesis primera mínima recibió una moderada heredad del latín (alnetum, buxetum, murtetum, pinetum, ulmetum...) que supo acrecentar y multiplicar o que, en la segunda hipótesis de máximas, pasó una parte de su léxico tesoro al latín, no parece muy difícil de orientar, ya que, en efecto, tanto la general occidental distribución de estas formaciones en la Romania como el más preciso detalle señalado ya por Benozzo (2004: 37) de limitación a los topónimos septentrionales de Italia, es decir, a la zona de indiscutible substrato céltico, apuntan claramente a esta escenografía lingüística. 326 DEVANEOS ARQUEOIBÉRICOS En cuanto al origen latino y patrimonial de –et–, de momento sólo se nos ocurre ver aquí muy hipotéticamente la variante dialectal de un lacial o itálico *–ent– y originario formante participial susceptible de adoptar sentido abundantivo, tipo, pues, formativo a comparar, por ejemplo, en área céltica con el topónimo gálico Deruentum ‘robledo’ a partir de un *deruos ‘roble’ (Delamarre 2003: 141 s. deruos). Ahora bien, aunque sería en principio asidera la idea de que pudiera tratarse, incluso para el formante latino, de una copia del gálico u otra lengua céltica en aquella segunda hipótesis máxima que señalábamos, lo cierto es que en este ámbito lingüístico no encontramos nada que sea susceptible de ser interpretado como tal, por lo que más bien parece imponerse la primera y mínima hipótesis de que la formación latina recibió el estimulante impulso de un otro morfema gálico de distinta forma, por tanto, pero de igual significación. En efecto, al menos nosotros no encontramos en el acervo léxico céltico nada comparable al –et– latino. Un par de opciones que a priori resultarían muy tentadoras por presentar algunas características susceptiblemente análogas, no acaban de cumplir todos los requisitos exigibles. Así, sería muy tentador relacionar nuestro sufijo –ēt– con el posible segmento –et– de la forma prácticamente pancéltica y que aparece, por ejemplo, en gálico a veces como nemeton, voz «bien documentada» como dice Delamarre (2003: 233 s.u.) «a la vez por inscripciones, onomástica y glosas» y cuyo significado de ‘bosque sagrado – cercado sagrado – santuario’ estaría además explícitamente garantizado por una glosa medieval rezando de sacris siluarum quas nimidas uocant (Lambert 1997: 85) donde nimidas debe de representar obviamente la versión sonorizada, femenina y, por decirlo así, iotizada del antiguo nemeto–. Aún el irlandés antiguo conservaba para nemed, masculino, una acepción de ‘lugar sagrado’ (Lambert 1997: 85). Sin embargo, a esa a priori tan atractiva relación se opone el hecho de que, cuando el lexema es registrado en escritura helénica, aparece con épsilon —es decir, con marca para /e/ breve— en el segmento en cuestión, así, por ejemplo, en el galático dr¨nevmeton citado por Estrabón (12,5,1) y designando un lugar de reunión militar para los gálatas, también en un SONEMETOS de una inscripción procedente de Villelaure (Delamarre 2003: 233) o en el topónimo hispánico Nemewvbriga de los itinerarios antiguos (Ptol. geogr. 2,6,36; y Nemetobrica en It. Ant. 428,6 e It. Rav. 320,7) y que tendríamos también ahora acreditado en una inscripción procedente de Codesedo (Orense) y con mención de otra posible Nemetobriga (Luján 2006: 724 y 728). Habría apenas una única documentación NEMHTON 327 X. BALLESTER —es decir, con eta para /e/ larga— en una dedicación encontrada en 1840 en Vaison (Vaucluse) y hecha por un ciudadano de la hodierna ciudad de Nimes (Lambert 1997: 84) y, si en relación con esta raíz tal como habitualmente se considera (De Bernardo 2005: 76), un etnónimo Nemhiw÷n en Ptolomeo (geogr. 2,9,17). Incluso la atractiva vía de la copia céltica podría también mantenerse si propuesta como una copia formalmente deficiente, lo que no es un fenómeno infrecuente en el trapicheo interlingüístico. Así, por ejemplo, cuando Estrabón (3,4,10) dice aquello de “Pompélōn (Pompevlwn) como si Pompēiópolis (Pomphiovpoli")”, tanto la forma helénica como la correspondiente latina Pompælo no recogen, al incluir probablemente como segundo elemento en composición un –ILTuN ibérico (ya Tovar 1979: 473), la raíz latina Pompei–, pues cabalmente cabría haber esperado unos helénico *Pomphievlwn y latino *Pompeielo. En nuestro caso y en concreto podría así tratarse de un falso corte a partir de la forma casi pancéltica para ‘bosque’, cuya raíz caito– o, en versión monoptonga, ceto– (Delamarre 2003: 97s s. caito–) ofrecía sí esa requerida /e/ larga, aparte de un significado espectacularmente congruente, que de modo general no presentaba la forma céltica nemeto–. A esta raíz, por ejemplo, deben de pertenecer con escasísimas dudas topónimos cuales el lusitano Cætobriga o el segundo elemento del galés Llwyt–goed procedente de un *Letoceto– (Sims–Williams 2005: 271). Así pues, en esta propuesta de copia defectuosa el latín –etum provendría de un final céltico –ceton ‘–bosque’ mal interpretado. Así las cosas y a falta de un elemento copiable en céltico o mucho menos probablemente en otra antigua lengua de la Europa occidental, parece habrá que contar como explicación alternativa con la hipótesis del calco de una formación céltica —u, otra vez, mucho menos probablemente de otra antigua lengua de la Europa occidental— todavía por determinar o menos verosímilmente por el espectacular desarrollo, por razones que se nos escapan y no por influjo de ninguna otra lengua, del latín en un bien determinado territorio. En todo caso, seguimos viendo válidas las características de la presencia destacada del dicho elemento –et– en zona celto–latina y su original valor para colectividades arbóreas. En ese sentido la propuesta de ver en –et– no un genérico “abundancial” sino un formante para colectivos esencial y originariamente arbóreos debe tener, como cualquier propuesta que se precie de serlo, sus 328 DEVANEOS ARQUEOIBÉRICOS posibilidades de aplicación productiva. Así, por ejemplo, la propuesta de Galmés (2000: 10) de relacionar Oviedo o, en su documentación más antigua, Ovetao —y quizá también el topónimo de Obétago (Soria)— con una raíz céltica ob– ‘arce pequeño’ tendría, frente a otras hipótesis muy divergentes, la ventaja de la congruencia con nuestro sufijo *–et–. A su vez, la propuesta de un formante –et– para colectivos arbóreos o eventualmente vegetales invitaría a indagar o revisar determinadas etimologías. Así, por ejemplo, Mondoñedo podría ahora analizarse más bien como Mond– ‘monte’ –oñ–edo sobre una raíz, por lo tanto, arbórea, quizá sobre la palabra céltica o al menos gálica onno– ‘fresno’ (Delamarre 2003: 242 s. onno–) antes que sobre la ya citada palabra céltica o al menos gálica onn– ‘río’ (Delamarre 2003: 242 s. onno) por contener posiblemente ese sufijo –ed– y resultar este más propio de druónimos que de hidrónimos. Potencialmente también un topónimo como Arancedo (Asturias), si conteniendo nuestro –ed–, podría remitir a alguna raíz afín a las palabras del vascuence aran ‘endrino – ciruelo silvestre’ o, para no tener que postular una epentética –c–, arantza ‘espina’. Será, en suma, la fructífera aplicación de los dos puntos aquí propuestos, lo que al final hará valer o no esta explicación e incluso la hará avanzar en los aspectos que aún quedan por elucidar, en aspectos precisamente de esas características: silvestres y llenos de espinas. 329 IV Ilici con acento en la i En otro lugar y no hace tanto tiempo nos ocupábamos de la cuestión de la posición del acento en ibérico contra[pro]poniendo —frente a la hipótesis del querido colega iberista Luis Silgo (1994/5), quien apostaba por un general acento paroxítono, esto es, sobre la penúltima sílaba— un acento oxítono, esto es, sobre la última sílaba. Nuestros principales argumentos —la mayoría de tipológico cariz— que ahora sumarísimamente recorreremos, eran la general presencia de mayor volumen fonemático en sílaba final, la aparente mayor inestabilidad vocálica en las sílabas no finales para las mismas raíces y la consideración de la frecuencia de acentos culminativos —tanto en sílaba inicial cuanto final— en las lenguas aglutinantes, tipo lingüístico al que con poquísimas dudas hay que adscribir el ibérico. Cursoriamente también aludíamos entonces al argumento de las transcripciones del ibérico al griego, argumento al que por diversas razones, incluyendo aquí la razón de su mayor complejidad y extensión, no le dimos —así ahora nos parece— todo el peso que potencialmente tenía. Acaso sea ahora el momento de retomar el asunto en ese mismo punto. Pues bien, al respecto ha de notarse, en primer lugar, que hablamos de transcripciones al griego por la sencilla razón de que, entre las lenguas que nos han dejado alguna significativa huella de su contacto con el ibérico —el griego y el latín— sólo la lengua helénica podía eventualmente reflejar el acento ibérico en el caso de recaer regularmente éste, como proponíamos nosotros, en sílaba final. Aunque ciertamente el griego no tenía la movilidad acentual de la lengua rusa —por citar un caso paradigmático de prácticamente total libertad en cuanto a la posición silábica donde pueda el acento recaer— sí ofrecía mayor libertad posicional que el latín y sobre todo permitía contrastar nuestra hipótesis al admitir en bastantes casos, además de en las sílabas antepenúltima y penúltima, acento en la sílaba final, sea como oxítona o en la última mora, sea como perispómena o en la penúltima mora (uide Lejeune 1986: 17), lo que, como quedó dicho, en latín quedaba casi sin excepción vetado. Antes de pasar a examinar aquellos patrones en los que teóricamente la lengua helénica podía sin mayor dificultad reflejar la acentuación de la forma original ibérica hay que reseñar la importante salvedad de aquellas otras razones que podían impedir o interferir 330 DEVANEOS ARQUEOIBÉRICOS en la fiel reproducción de la posición de dicho acento. Pues bien, aquí hay que contar, en primer lugar, con la obviedad de que un indeterminado número de formas pero afectando sobre todo a las más importantes podría estar acentualmente distorsionado por acción de la intermediaria lengua latina. Al respecto cumple recordar que, tanto por puras razones geográficas cuanto socio–políticas, los griegos estuvieron mucho menos en contacto con los iberos y con su lengua que los romanos, quienes ciertamente iniciaron ese contacto mucho más tarde pero con también mucho mejor aprovechamiento. Así pues, eventualmente algunas formas ibéricas pudieron llegar también a oídos de helenos vía otras lenguas, notoriamente por la vía latina y también por la fenopúnica, lo que igualmente podría haber ocasionado alguna distorsión tanto acentual cuanto fonológica. Valga aquí como ejemplarizante analogía el nombre en lengua laurenciana para ‘asentamiento’ kaná:ta’ (Mithun 2001: 312) y que llegó desde esa lengua iroquesa al español como Canadá por venir trámite el francés a cuya prosodia se había adaptado, de la misma forma que quedó con acento en la primera sílaba al adaptarse al inglés. Interesantemente una lengua como el español, que a diferencia del francés y del inglés sí podía haber fielmente —y como su opción más natural— reflejado la original posición del topónimo, quedó privado de esa ventaja por la intermediación de otra lengua. No cabe tampoco olvidar que algunos términos ibéricos habrían llegado a los autores que después los dejaron escritos, únicamente vía también escrita, por lo que en el caso del latín y otras lenguas de la Antigüedad que no dan registro de la posición acentual, era bien difícil restituir la original posición para el acento del término ibérico. Por seguir en Canadá, tal debe de ser el caso de Toronto, cuyo acento siguió la general y esperable pauta de paroxitonía del español y máxime siendo trabada la penúltima sílaba, de modo que el acento no pasó en español a recaer ni en la primera sílaba, como en inglés, ni en la última, como en francés, lo que hace pensar que en español se trata de una acentuación de origen meramente gráfico. Por último, hay asimismo que tener en cuenta la posibilidad de que muchas voces ibéricas acabaran siendo naturalizadas o etimologizadas, acabaran siendo caricaturizadas por la lengua helénica al presentarse en ambas lenguas idénticos o afines lexemas, de modo que casi inevitablemente aquellas formas ibéricas corrían el grave riesgo de ver helenizadas, junto con su significado, también su prosodia. 331 X. BALLESTER Teniendo, en fin, presentes estas cauciones y, naturalmente, los condicionantes sobre todo de orden morfológico que operan en los nombres griegos, nos queda una serie de patrones donde, en principio, no es sospechable factor ninguno de incidencia exoibérica y, por tanto, causa de distorsión de la posición acentual de la palabra ibérica, de modo que, al menos en sede teórica, el griego no tenía otra razón para elegir aquella posición acentual entre las dos o tres posiciones siempre disponibles que la razón de reflejar la posición acentual originaria. Sería, en efecto, el caso de los siguientes modelos o patrones acentuales: nominativos singulares en –ίς del tipo Άναβίς (Ptol. geogr. 2,6,71), Άρκιλακίς (Ptol. geogr. 2,4,9 y 2,6,60), Άρτιγίς (Ptol. geogr. 2,4,9), Άσκερρίς (Ptol. geogr. 2,6,71), Άστιγίς (Ptol. geogr. 2,4,10), Βακασίς (Ptol. geogr. 2,6,71), Βισκαργίς (Ptol. geogr. 2,6,63), Βιτουρίς (Ptol. geogr. 2,6,66), Γρακουρίς (Ptol. geogr. 2,6,66), Ίασπίς (Ptol. geogr. 2,6,61) —si es que, aunque con /p/ (cf. los ESTOPELES o LVSPANGIB[AS] en C.I.L. 12,709) es ibérica— Ίλαρκουρίς (Ptol. geogr. 2,6,56), Ίλικίς (Ptol. geogr. 2,6,61), Ίλλιβερίς (Ptol. geogr. 2,4,9), Ίλουργίς (Ptol. geogr. 2,4,9), Λακιβίς (Ptol. geogr. 2,4,9), Λακκουρίς (Ptol. geogr. 2,6,58), Μουργίς (Ptol. geogr. 2,4,9) —si es que la forma, aunque con /m/ es ibérica— Όρκελίς (Ptol. geogr. 2,4,60), Σαιταβίς (Ptol. geogr. 2,6,61), Σακιλίς (Ptol. geogr. 2,4,9), Σαραβίς (Ptol. geogr. 2,6,49), Σετελσίς (Ptol. geogr. 2,6,71) y Τηλοβίς (Ptol. geogr. 2,6,71); nominativos singulares en –ός del tipo Ίεσσός y Kερεσός (Ptol. geogr. 2,6,71); nominativos singulares en –ῶν del tipo Αἰλουρῶν (Ptol. geogr. 2,6,18), Βαιτουλῶν (Ptol. geogr. 2,6,18), Βαιτουλῶν (Ptol. geogr. 2,6,18), Βαρκινῶν (Ptol. geogr. 2,6,18) y Kαστουλών (Ptol. geogr. 2,6,58); nominativos plurales en –αί y en –οὶ del tipo Ἀλοναί (Ptol. geogr. 2,6,14) y Βαστητανοὶ (Strab. 3,2,1), Ήδητανοὶ (Ptol. geogr. 2,6,62), Ίακκητανοὶ (Ptol. geogr. 2,6,71), Kαστελλανοὶ (Ptol. geogr. 2,6,70), Kερητανοὶ (Ptol. geogr. 2,6,68), Kοντεστανοὶ (Ptol. geogr. 2,6,61), Σηδητανοὶ (Strab. 3,4,14) y Ώρητανοὶ (Strab. 3,4,14); o genitivos plurales en –ῶν del tipo Βαστητανῶν (Strab. 3,2,1), Έδητανῶν (Strab. 3,4,12), Ίακκητανῶν (Strab. 3,4,10), Ίλλεργετῶν (Strab. 3,4,10), Ίνδιγετῶν (Ptol. geogr. 2,6,19 y 72), Kοντεστανῶν (Ptol. geogr. 2,6,14), Κοσσετανῶν (Ptol. geogr. 2,6,17), Λαιητανῶν (Ptol. geogr. 2,6,18 y 72) u Ώρητανῶν (Strab. 3,4,1). Inversamente cabe decir que el tipo latino de adaptación de formas ibéricas cuales Barcĭno, Bilbĭlis, Ilĭci, Tarrăco con acento esdrújulo indica no sólo que probablemente el acento no recaía regularmente, pace Silgo (1994/5), en la penúltima sílaba sino que además la vocal situada allí en una sílaba abierta era oída por los romanos como una vocal 332 DEVANEOS ARQUEOIBÉRICOS breve. Por tanto y en el buen supuesto de una general oxitonía para las formas vernáculas, a la hora de adaptar estas la reglada prosodia de la lengua latina muy significativamente no permitía otra posición acentual que la de la antepenúltima sílaba. Este detalle y, en fin, el alto número de voces ibéricas que, cuando ello es posible, son tratadas como oxítonas en griego sin otra aparente razón que la de reflejar la posición acentual de la lengua de partida, creemos apuntalan aquella propuesta nuestra de una regular oxitonía en la lengua ibérica. 333 V ¿El canto del lobo o el cante del filólogo? No precisamente desconocido en el ámbito de la toponimia hispánica es el hecho de la presencia de un importante número de nombres de lugar susceptibles de ser relacionados con el lobo. Así siguiendo a Concepción (1990: 753) podríamos señalar topónimos cuales en Almería Los Loberos; en Asturias Canalón de los Llobos, Collaú los Llobos, La Lloba, La Llobera, Los Llobiles; en Ávila La Lobera; en Cataluña Serra de Llops; en Galicia en general Lobeira; en La Rioja Cabeza Lobaco, La Loba, Las Loberas, Las Loberas, Lobero, Loberos, Los Lobos, Peñas de Lobao, Val de Lobache, Val de Lobita,; en León Carrelobar, Los Lobicos, Los Lobos; en Lérida Llovera; en Lugo Loba Morta; en Murcia Los Loberos; en Orense La Lobada; en Santander Lobado; y en Sevilla La Lobera. Habría aún, por ejemplo, unos Lobelos y Solobeira en Galicia (Concepción 1990: 757), un Cabezo del Lobo (Huesca) con asentamiento ibérico, un Arroyo del Río Lobo (Toledo) y un Villalobón (Palencia). Asimismo y pasando ahora al arco mediterráneo tendríamos también una vía y una villa Gratallops en el Priorat catalán (Castellvell 2003: 221) y en el valle de Olzinelles (Barcelona) unos Girallops y una Coma del Llop (Roher 2003: 632). En la Comunidad Valenciana, además del comunísimo topónimo La Llobera para un huerto encontramos también un rincón del Llobet y, si en relación con la raíz que nos interesa, unos Benilloba y Benillup, todos ellos en Cocentaina, Valencia (Cabanes & Santamaria 203: 127s), provincia donde en el término de Olocau encontraremos asimismo El Puntal dels Llops, sede de un conocido asentamiento ibérico. Pasando ahora a Alicante, recordemos al menos otra Llobera en Orba (Ivars 2003: 455) y en Ibi unos bancales denominados Els Lloberos (Climent 2003: 236). En fin, la lista de topónimos lupinos parece inagotable. Siguiendo esta vez a Galmés (2000: 33) podríamos aún citar Lobatón (Valladolid), Lobería (La Coruña, Lugo), Lobera (Ávila, Castellón, Palencia), Lobera de Onsella (Zaragoza), [Fuente’l] Lobo (Castellón), Lop (Huesca), Lopera (Huesca), Ruiloba (Santander), este documentado en el s. XIII como Rio de Loba, o bien Villalobos (Zamora; Galmés 2000: 43). Aún en la Península Ibérica podríase citar al menos unos Loba Farta, Lobagueira y Lobo Morto en Portugal (Concepción 1990: 757). Una variante que, como veremos, resulta especialmente interesante tanto por su composición cuanto por encontrar paralelos en Francia (Chantelouve) e Italia (Cantalupo) es el tipo Cantalobos de Zaragoza y Castellón o Cantallops 334 DEVANEOS ARQUEOIBÉRICOS de Gerona. Para esta abundante serie toponímica se nos ocurren en sede teórica al menos cuatro posibles explicaciones; dos de las cuales, las que veremos en primer lugar, ya han sido formuladas. Veamos. En primer lugar y para así seguir el orden cronológico citemos la directa explicación zoonímica, motivación que es aceptada, por ejemplo, por Concepción (1990: 752–8). Desde luego, no puede negarse la existencia de una originaria motivación zoológica en tantos y tantos topónimos. Por remitirnos simplemente a los testimonios aportados por Concepción recordemos que sólo para los montes asturianos este autor (1990: 752) recoge documentación zootoponímica referida, entre otros animales, a la abeja (Les Abeyeres), águila (L’Aguilero), azor (L’Azorea), buey (Bovias), buitre (El Nial de l’Utre), faisán (La Faisanera), gallina (Monte Gallinar), gato (Los Gatiles), liebre (Campa la Tsiebre), milano (Los Milanos), oso (Fuente l’Oso), paloma (Les Palombines), perdiz (La Senda las Perdices), puerco (Val Porquero) o tejón (Les Melendreres). También sólo en Extremadura y sólo para arroyos podríamos citar los del Ganso, de la Hurona, del Puerco o del Sapo. Por pasar ya a ámbito extrahispánico, también sólo en Francia encontraríamos formados sobre la palabra gálica para ‘castor’ al menos los ríos Beuvron, Beuvronne, Brevenne y La Bièvre (Delamarre 2003: 69 s. bebros). Por tanto, no puede negarse la existencia de una motivación concreta y originariamente lupina para muchos topónimos. Así, por ejemplo, un asturiano Puzu los Chobos define efectivamente un lugar preparado para atrapar lobos en su momento (Concepción 1990: 753). La explicación zoonímica, de hecho, es la general para la serie toponímica que estamos comentando, así en Coromines (1996: V 96s s. Llop) y en consecuencia, a partir de su sanción en este influyente autor ha pasado a constituirse de alguna manera como casi la oficial, la explicación de referencia, siendo seguida por la mayoría de los autores hispánicos. Y extrahispánicos, pues también el significado zoonímico es defendido, por ejemplo, por el contrasubstratista Marrapodi (2003: 38), para quien el tipo toponomástico de Italia Cantalupo sería un «Compuesto verbal de cantar y lobo, en el sentido de “lugar donde canta el lobo”» sin que, al parecer, tampoco este autor —por comenzar ya exponiendo nuestras objeciones a tal prisma interpretativo— haya caído en la cuenta de que en principio por su morfosintaxis este tipo de compuestos difícilmente pueden significar “[donde] el lobo canta” sino “¡canta, lobo!”. En ese sentido morfosintáctico —¡que no semántico! (lege infra)— la interpretación de Coromines (lege infra) es mucho más correcta y coherente. 335 X. BALLESTER Marrapodi (2003: 38s) quiere justificar su propuesta por la existencia de otros eventuales Canta– seguidos de nombres de animales en la toponimia, aduciendo así unos Cantagalleto, Cantapernise y Cantarena de supuesto significado “canta [el] gallito”, “canta [la] perdiz” y “canta [la] rana” respectivamente y tilda a su vez de fantasía «la hipótesis tautológica sobre dos bases precélticas», afirmación doblemente substanciosa y merecedora una doble crítica. En primer lugar, sépase que la tautología es un fenómeno comunísimo en toponimia cuando se da contacto de lenguas o estadios de lengua, de modo que nada tiene de raro expresiones tautológicas del tipo, por ejemplo, Puente de Alcántara con la segunda forma procedente del término arábigo para ‘puente’ o Valle de Arán con la segunda forma procedente del término vascónico para ‘valle’. Pero es que además nada asegura que los dos lexemas que aparentemente componen este tipo de secuencias sean tautológicos y, por tanto, presenten idéntico o muy afín significado. Antes bien, la raíz probablemente céltica *kanta– aludiría a un tipo de conformación pétrea seguramente tallada o no redondeada, mientras que la raíz también probablemente céltica *lub– podría aludir, como de inmediato veremos, a un tipo de conformación natural no precisamente pétrea sino más bien lo contrario. En segundo lugar, la alusión a bases “precélticas” delata a Marrapodi como un invasionista, es decir, a alguien que opera con cronologías muy magras y, por lo tanto, se ve obligado al final a remitir a inconcretos preceltas. En fin, no cabe sino volver a apelar al sentido común y a la coherencia, de modo que cabe esperar que un documentado Perdelupani en el año 1049 en Liguria (Petracco 2003: 49) sea —consecuentemente— interpretado por Marrapodi como un “lugar donde se pierden los lobos” o algo así... si es que, claro, un lobo puede perderse. Para concluir este punto, añadamos que no cabe olvidar las objeciones de orden, digamos, tipológico que podemos formular a una motivación zoológica para una serie toponímica tan, tan abundante. Al respecto conviene recordar que es mucho más frecuente la toponimia de origen vegetal que la de origen animal, entre otras razones, porque, como recuerda Concepción (1990: 751s), los móviles animales no ofrecían ni ofrecen la seguridad que en cuestión de potencial alimentación ofrece el estable universo vegetal, por lo que la referencia a este es literalmente más vital para el humano, ya que «el animal cambia frecuentemente de lugares, es menos abundante en especies utilizables por el hombre que las plantas que recubren cualquier zona de montaña, del valle o de la 336 DEVANEOS ARQUEOIBÉRICOS costa [...] el reino animal se presta menos que el vegetal a los topónimos, las plantas se asocian al suelo, pero los animales emigran, se mueven, por lo que no sirven como punto de referencia estable»... y menos si además se pierden (¡!). En esa misma línea incide también Galmés (2000: 7) cuando comenta: «un lobo o un águila pasan con facilidad de un lugar a otro, por lo que no sirven para una adjudicación particular». La primera hipótesis alternativa a la directa motivación zoológica que vamos a exponer, es la que se basa en el dato de la relativamente alta frecuencia con la que topónimos de la citada serie se manifiestan más concretamente como hidrónimos. Salvo en el caso de que se demostrare en el futuro algún tipo de asociación ideológica y para una cultura antigua determinada entre lo hídrico y lo lupino, nos parece, en efecto, que la descomunal desproporción —descomunal si comparada con la motivación que darían otros animales— que encontramos entre referentes hídricos y significaciones susceptibles en principio de ser etimologizadas desde el nombre latino para el lobo, invita, en efecto, a plantear alguna hipótesis alternativa. Así pues, cabe explicar, en segundo lugar, la citada serie como debida a una motivación hidronímica, es decir, con una etimología distinta y que sólo por caricatura habría llegado a ser identificada con el significado de ‘lobo’. De Galmés procede la tal explicación hidronímica que acabamos de mencionar y que, desde luego, él presenta como un hecho consumado. Así, para Galmés (2000: 33s) en esta serie «Otras formas derivadas se apartan notoriamente del sustantivo lobo y en ellas desaparece la asociación etimológica» dando los ejemplos de Lubián (Zamora), Lubierre, río de Jaca (Huesca), Llobregat, río de Barcelona, Llobregós, afluente del Segre, Llovio (Asturias) y los «tautológicos, combinados con un sinónimo», Guadalobón (Málaga), Guadalope (Teruel), Guadalupe, afluente del Guadiana, Guadiloba (Cáceres), puesto que el segmento guad– remite a la forma arábiga wad para ‘río’. En la serie potamonímica podrían incluirse también las varias hispánicas Guadalupe (Almería, Badajoz, Cáceres, Murcia, Toledo; Galmés 2000: 56), los Lupiana (Toledo) y Lupión (Jaén), topónimos ambos situados entre ríos (Galmés 2000: 86) o una Lupiona (Sevilla; Galmés 2000: 86), sin olvidar el [hoy] corónimo Riolobos (Cáceres). Todas o la mayoría de estas formas procederían para Galmés (2000: 33) «de la raíz hidronímica, perteneciente al grupo mediterráneo occidental, lup, luba, lupia, que ha dado lugar a una serie de topónimos, relacionados con un río, pero que, al olvidarse el significado de la raíz prerrománica, se han asociado al animal lobo», es decir, la 337 X. BALLESTER convergencia del latín *lupu– ‘lobo’ sobre un raíz prelatina *lup– o algo similar con el significado ‘río’ habría provocado la caricatura de esta en el sentido latino, lo que explicaría la cantidad de ríos y fuentes de ‘lobo[s]’ que encontramos en la Península Ibérica y otros territorios del occidente europeo. Ahora bien, puesto que no se ha demostrado nunca la existencia de ningún grupo lingüístico “mediterráneo occidental”, habrá que traducir a léxico científico el aserto de Galmés. En ese sentido, a la hora de determinar la concreta —y real, ergo no “mediterránea occidental”— adscripción lingüística de esa raíz prelatina propuesta por Álvaro Galmés conviene ciertamente tener bien en cuenta el dato de su extensión geográfica, sobre la que el propio Galmés (2000: 34) comenta: «Naturalmente la misma raíz es frecuente, con el mismo valor hidronímico, en Francia» citando como ejemplos el significativo río Loup en el territorio de los Alpes Marítimos y otros hidrónimos cuales La Loupe (Eire–et–Loire), Loupia (Aude), Loupiac (Tarn), Loupian (Ferault) o Loupière (Yonne). La propuesta de Galmés cuenta, desde luego, con algunas ventajas. En primer lugar, si bien muchos de aquellos topónimos que hemos venido citando están sin duda referidos sí directa y verdaderamente al lobo, hay también un buen número de ellos, cuales Arroyo del Río Lobo, Canalón de los Llobos, Carrelobar, Val de Lobache o Val de Lobita que parecen a priori remitir, otra vez, a un significado hidronímico y, por tanto, en principio menos compatible con la motivación en un cánido depredador. Algunos de estos topónimos ofrecen en concreto una directa conexión hídrica, así, por ejemplo, el Fuente Choberos en Asturias (Concepción 1990: 753) formado sobre la variante asturiana chobo para ‘lobo’. A estos podrían seguramente añadirse bastantes otros ejemplos de asociación con los cursos de agua. Verbigracia en el término municipal de Jalance (Valencia) encontramos una —¿casi tautológica?— Fuente del Lobo, manantial al pie de un barranco homónimo (Martínez 2004: 125s) sin que la presencia del lobo sea probable en ese lugar desde hace muchos siglos. Asimismo en territorio cantábrico, tenemos una «riega muy poco caudalosa» denominada Matalloba y situada cerca del arroyo Matallobil (Sordo 2005: 300), la vega de Mazalloberu (Sordo 2005: 302), un Vegalloba «cuya huerta llega al río» (Sordo 2005: 527) o un Zuballobos o «paraje con una fuente» (Sordo 2005: 556). En fin, también la localidad de Vilallobent (Gerona), junto al río Querol, podría contener la raíz que nos interesa y con menos dudas la leridana Font del Llop (Coromines 1996: V 96 s. Llop). 338 DEVANEOS ARQUEOIBÉRICOS En segundo lugar, la propuesta hidronímica de Galmés de Fuentes cuenta con la ventaja de erigirse firme allí donde el sentido común hace insostenible la tradicional explicación zoonímica, pues en verdad, como a propósito del citado tipo toponímico Cantalobos sentencia Galmés (2000: 148): «raro es que cante el lobo [...] el segundo elemento de Cantalobos o de Cantallops representa la raíz preindoeuropea l u b, de valor hidronímico». Hay, en efecto, como veíamos, una localidad Cantallops en Gerona y en otros lugares de Cataluña, además de valencianos Cantalobos en Chirivella, Sagunto, Suera y Vilavella y Cantallobos en Jijona y Tibi (Coromines 1995: III 246 s. Cantallops). Hay también un Cabezo de Cantalobos o de la Cruz en Albalate del Arzobispo (Teruel). Para Coromines (1995: III 246 s. Gratallops), en cambio, «Es claro que Cantallops es un nombre que forma serie con otros donde canta– del verbo cantar, se combina con nombres de animales [...] Lo esencial es que tanto Canta–llops cuanto Grata–llops son alteraciones de glatti– lupus ‘aúlla, oh lobo’», lo que, pese a todas las explicaciones de Coromines, falla por su nulo apoyo tipológico con datos seguros, por no decir que falla también —¡falla, oh Coromines!— por carecer de cualquier consideración hacia la lógica o el sentido común de los hablantes. Al contrario, lo que este tipo de topónimos manifiestan, es precisamente la incoherencia semántica aquí de los étimos latinos tanto para ‘lobo’ cuanto, aun más claramente, para ‘cantar’. Otra tercera ventaja de la propuesta de Galmés es, por decirlo así, su banalidad, pues, en efecto y como en otros lugares hemos defendido, la banalidad hasta la tautología es muy frecuente en toponimia donde se erige como una estrategia perfectamente básica, de suerte que si se demuestra la coherente y constante asociación de una determinada raíz toponímica a un referente determinado toponímico cual sería potencialmente el caso de *lup– y de ‘fuente’ o ‘río’, en principio esto es perfectamente interpretable como una asociación originariamente tautológica o paratautológica. En cuanto al específico y, decíamos, real origen de tal raíz, otra vez la pista de su distribución geográfica por la Península Ibérica, Francia e Italia septentrional obligaban a considerar seriamente la opción del substrato céltico. En ese sentido en su momento nos pareció al menos sugestivo el desafío de relacionar el reconstruible étimo con una raíz indoeuropea tratada a la céltica y en otro lugar proponíamos que todos estos términos podrían contener «una raíz probablemente también céltica, quizá *lou– ‘fluir’ (y quizá del indoeuropeo *plau– ‘fluir – verter[se]’) 339 X. BALLESTER con valor hidronímico». Y, supuesto tal origen lingüístico, el propuesto étimo nos parece ahora menos defendible, ya que hay dos objeciones de tipo fonológico que, unidas, hacen poco probable la hipótesis. En efecto, la caricaturización latina trámite lupu– habría llevado a ensordecer en territorio italiano (cf. Cantalupo) la original oclusiva sonora /b/ producto a su vez —lo que aún complica más la cosa— del betacismo o conversión en /b/ de una antigua [v]. En tercer lugar, podríamos proponer una, por cuanto sabemos más novedosa, explicación apotropea y supersticiosa de índole cultural en el sentido de que se trataría de una denominación preventiva destinada a mantener alejada, mediante la expeditiva apelación a tan temida bestia, a una determinada población —verosímilmente foránea o no nativa— del conocimiento de tan importante recurso. Al menos ha de reconocerse que tal tipo de proceder ha sido históricamente practicado por muchos pueblos o culturas. Ejemplo emblemático de lo dicho serían las leyendas, al parecer conscientemente promovidas, entre los pueblos del oriente próximo para mantener alejados de las ricas rutas comerciales de Asia central a griegos y otros posibles competidores. Estas tradiciones, mayormente prodigiosas y truculentas, fueron profusa e ingenuamente recogidas por la mayoría de cuantos en la Antigüedad escribieron en griego o latín sobre estas latitudes. Refería así Solino (15,1–4) de pueblos del Dniéper que durante determinados períodos convertíanse en lobos —no en sentido hidronímico esta vez— y se alimentaban de carne humana. De antropófagos por aquellos lares háblanos también Gelio (9,4,6) así como de hombres con un único ojo en su frente o con las plantas de los pies vueltas hacia atrás o de hombres que ya en su infancia encanecen y cuyos ojos vislumbran más en la noche que de día. De pupilas blancas que ven mejor de noche que de día así como del albinismo de algunas tribus caucásicas también se hizo eco Solino (15,5). Del país de los calvorotas, tanto hombres cuanto mujeres, nos refiere Heródoto (4,23,2–5), así como de hombres con pezuñas de cabra y otros sujetos que duermen seis meses al año (4,25,1). Cabría, en fin, también hacer referencia a las historietas sobre la imposibilidad de franquear el africano Cabo Bojador y que tan bien les vinieron a los portugueses para mantener durante un tiempo su monopolio comercial por esas rutas. En fin, acaso el proceder más económico que podríamos citar de estas prácticas y también más ilustrativo por substanciarse toponímicamente está en la denominación de ‘País de Hielo’ o Islandia, una isla en parte 340 DEVANEOS ARQUEOIBÉRICOS habitable y verde, mientras que se daba la opuesta y también no veraz denominación de ‘País Verde’ o Groenlandia a una tierra prácticamente inhabitable con la aviesa intención de que los colonos o comerciantes que pudieren eventualmente estar interesados por explorar estas rutas comerciales, dirigieran sus proas al lugar equivocado y no disputaran a los noruegos la provechosa ocupación de la verde isla de Islandia. Por último y en relación con esta última existiría una cuarta explicación también de valor negativo pero esta vez en función no aviesamente preventiva sino sanamente admonitoria. En muchas tradiciones culturales —y también en las de la occidental Europa— el lobo se asocia, en efecto, a lo negativo, obscuro, siniestro. Así mismamente en Asturias encontramos términos formados sobre la correspondiente voz para ‘lobo’ de claro valor negativo cuales, entre otros, atsobazar ‘dejar el terreno mal arado’, chobá ‘grupo de personas con intención aviesa’ o chobiniego ‘lugar obscuro – lugar que produce miedo’ (Concepción 1990: 754). No sabemos si pueda tener también algo que ver con esto la curiosa circunstancia de que la más extendida raíz indoeuropea para ‘lobo’ (albanés ujk, ulk; antiguo eslávico vlik; gótico wulfs; griego λύκος; latín lupus...) fuera substituida en céltico por el término para ‘perro’ (Delamarre 2003: 132 s. cuno–) o por otros términos (Delamarre 2003: 79 s. bledinos). En esta cuarta hipótesis explicativa habría, como en la primera y tercera, sí un significado de ‘lobo’ sólo que translaticiamente empleado para indicar un lugar obscuro, escondido o de difícil acceso. Concluyendo diremos que, sea cual sea la explicación o explicaciones concretas que pudieren resultar correctas, cabe excluir, desde luego, la tradicional explicación pura y directamente zoonímica, pace Coromines y secuaces, para todos los lobos o afines de nuestra toponimia. Sin duda y frente a lo tradicionalmente supuesto y admitido, ha habido en este ámbito y en concreto en el ámbito hidronímico muchos menos ‘lobos’. 341 VI Bibliografía citada Aparicio Pérez, J. & Morote Barberá, J. G. & Silgo Gauche, L. & Cisneros Fraile F.: La Cultura Ibérica. Síntesis Histórica, Diputación Provincial, Valencia 2005. Beltrán Lloris, F. & Jordán Cólera, C. & Marco Simón F.: «Novedades epigráficas en Peñalba de Villastar (Teruel)», Palæohispanica 5 (2005) 911–56. 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