La obra de ingeniería como artefacto cultural

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La obra de ingeniería como artefacto cultural
Este panfleto está dedicado afectuosamente a Javier Manterola.
Edita: INTIC – Ideas Nuevas y Tendencias en Ingeniería Civil.
Contenido: Textos, César Lanza y Arturo Suárez; imágenes, sus autores.
Asesoramiento para el diseño y la mise en oeuvre: Pilar Carrizosa.
Marzo, 2011.
LA OBRA DE INGENIERÍA
COMO ARTEFACTO CULTURAL
La percepción pública de la ingeniería suele situar
esta forma específica de pensamiento y creación
técnica en el ámbito de lo útil y necesario, algo que
la identifica con la provisión de los bienes y
servicios que la sociedad emplea para
desenvolverse con normalidad en su devenir
cotidiano. La ingeniería, que es el arte de la
técnica, se adscribe así al reino de lo puramente
instrumental; unos y otros señalan su
emplazamiento dentro de lo que ha venido a
denominarse ‘las infraestructuras’, vocablo
genérico que parece indigno de la ingeniería, por
plebeyo e impropio. No es extraño que los actos
de los ingenieros se tiendan a interpretar como
hechos subordinados que acontecen en el
submundo opaco y reglamentado de la
‘infraestructura’, un hipérbaton mezquino que
pretende desplazar del imaginario colectivo los
hermosos nombres de las obras públicas.
La obra de ingeniería, la noble y sustantiva
obra pública en sus diversas especialidades, no es
un bulto inerte ni un mero apunte contable en el
presupuesto del gobierno de turno. Es por contra
un ente pleno de sentido que vivifica y transforma
el medio, y no sólo en sentido físico, sino
especialmente en lo que se refiere al contexto
relacional del ser humano. Ya Ortega, en su
Meditación de la técnica, hablaba de la ingeniería
como una forma especial de humanismo, quizá la
más humana de todas ellas, ya que permite a la
especie vencer muchas de las limitaciones
inherentes a su propia naturaleza, su
‘circunstancia’ restrictiva y frustrante.
La ingeniería tiene un sentido intrínsecamente
transformador del mundo; sus obras no sólo se
perciben a través de los sentidos, sino por sus
efectos. Las obras de la ingeniería forman parte del
sustrato cultural de la sociedad en un sentido
amplio, y ayudan a crear las condiciones que
habilitan la modernidad en sus distintas etapas
históricas. La ingeniería, una forma de creación
que hunde sus raíces en el ars de Roma y en la
tekné de los griegos, es en sí misma una gran
fuerza productora de artefactos culturales, unos
más explícitos en esa condición y otros quizá no
tan fácilmente discernibles. De la obra de
ingeniería, puede decirse aquello que escribió
Octavio Paz: ‘consistencia, figura y presencia’.
1
VECINDAD CONSEGUIDA
La definición más precisa, en su estricta
parquedad, de un puente se la debemos a Javier
Manterola: ‘vecindad conseguida’. Cuando el
ingeniero suizo-americano Othmar Ammann dio
por concluida la obra del George Washington
Bridge en 1931, entre los cinco boroughs de la
ciudad de Nueva York –Manhattan, el Bronx,
Queens, Brooklyn y Staten Island- apenas si
existían los viejos puentes del siglo Diecinueve,
precursores de una incipiente topología urbana
que hizo posible a la ‘Gran Manzana’ alcanzar años
más tarde la capitalidad económica y cultural del
mundo. Lejos quedaba todavía la construcción de
los grandes conectores, puentes y túneles ideados
por Robert Moses, el poderoso master-builder de
NYC que tan alta vara ejerció entre los años 1934 y
1968. Comenzando por el potente Triborough
Bridge –hoy renominado Robert F. Kennedy
Memorial Bridge- de 1936, y finalizando con el
Verrazano Narrows Bridge, puesto en servicio en el
año 1964, uno antes de la desaparición de
Ammann, su autor. Los seis puentes de Othmar
Ammann en Nueva York, un ejemplo de ligereza,
economía, sencillez formal y hermosura, como los
califica Rastorfer, cronista de aquellos hechos. El
George Washington y el Verrazano Narrows,
además, puentes colgantes de longitud record en
sus respectivas fechas de inauguración.
Del George Washington, el único puente de
NYC construido sobre el Hudson, uno diría que se
puede observar el entramado de pilares, vigas,
riostras, rigidizadores y cartelas de los arcos que
soportan los cables del tablero, con minuciosidad
parecida a la que gustaba ejercer Italo Calvino en
su lectura de la Columna Trajana de Roma. Si la
expresividad desnuda y contundente de la
estructura metálica quedó a la vista del público,
fue sin embargo no por voluntad del diseñador sino
debido a una de esas circunstancias donde el azar
juega doble. Al proyecto estructural de Ammann,
encargo de la Autoridad del Puerto de Nueva York,
se le había pensado añadir en los arcos un
recubrimiento postizo de losas de granito que daría
lugar a una fachada tipo art-deco, encomendada al
consultor de arquitectura del proyecto, de nombre
Cass Gilbert. Fueron los rigores de la Gran
Depresión, la restricción de fondos públicos y no el
gusto de la época, los que prevalecieron
finalmente en la desnudez de la configuración
formal de la soberbia obra de ingeniería.
Le Corbusier expresó la admiración causada
por ‘el puente más bello del mundo’ en su obra
Cuando las Catedrales eran blancas, donde dedicó
al George Washington Bridge un capítulo entero
con el título ‘Un lugar de radiante hermosura’. Su
autor Othmar Ammann era bien consciente del
poder que tienen los puentes para conmover a los
espectadores. Con su propia palabra, leída en la
conferencia que pronunció en el año 1958 estando
de visita en el Politécnico de Zürich, su antigua
alma mater, Ammann explicó el sentido estético
que había impulsado su obra, más allá de las
motivaciones convencionales que se suponen a un
ingeniero:
‘Economics and utility are not the engineer’s only
concern. He must temper his practicality with
aesthetic sensitivity. His structures should please the
eye. In fact, an engineer designing a bridge is
justified in making a more expensive design for
beauty’s sake alone. After all, many people will have
to look at the bridge for the rest of their lives. Few of
us apreciate eyesores, even if we should save a little
money by building them’.
El poeta Hart Crane, intensamente metafórico
y alusivo, versificó el sentimiento de otro puente
neoyorkino, el de Brooklyn, escribiendo: ‘Then,
with inviolate curve, forsake our eyes…’. El puente,
vecindad conseguida.
2
SUEZ, O EL ORIGEN DE
LA MODA
Pocos fenómenos se asocian tan vivamente con la
modernidad sociológica como el de la moda. La
moda, entendida como un uso social generalizado,
adquirió carta de naturaleza en aquel París de la
transición entre los siglos Diecinueve y Veinte que
con tanta perspicacia comentara Walter Benjamin
en su magna obra Das Passagen-Werk. Y la
veleidosa moda, debe al menos tanto a la
ingeniería como al talento de sus propios
creadores y estilistas. De hecho, mucho antes de
que apareciese en escena el genio de Yves Saint
Laurent, hubo otro ‘santo’ venerado por muchos
ingenieros de su tiempo que inspiró la
construcción de obras tan fundamentales para el
comercio y la comunicación entre las culturas y los
negocios de Oriente y Occidente, como ha sido el
canal de Suez. Ese ‘santo’ no fue otro que el conde
de Saint-Simon, reformista social de corte utópico
al que la historia de las ideas sitúa próximo a
Fourier, que tuvo entre sus seguidores a ingenieros
de la talla de Clapeyron, Lambert o Carnot.
Los saint-simonianos previeron el gran poder
de transformación social de la tecnología en los
mismos albores de la primera revolución industrial,
la del vapor, que dio pie a la ingeniería del
transporte y de las grandes vías de comunicación.
Su ímpetu reformista, anunciando los ideales de la
modernidad y también sus riesgos, proyectaba
sobre la ingeniería la búsqueda de un equilibrio
armónico entre razón y sentimiento, ciencia y arte.
A mitad de camino entre la Ilustración y los
románticos, el saint-simonismo forma parte de la
arqueología de una modernidad que ellos veían
como consecuencia del cambio tecnológico, una
afortunada suma de ‘raison, imaginaire et utopie’.
Uno de estos vigorosos saint-simonianos fue
Prosper Enfantin, antiguo alumno de l’École
Polytechnique, que abandonando el disfrute de su
fortuna y la comodidad de la metrópolis, partió en
el año 1833 a Egipto para estudiar y promover la
realización del canal de Suez. Sus peripecias y
dificultades de aventurero rayaron el género
novelesco, aunque la historia raramente se
acuerda hoy día de la figura de aquel utópico. La
gloria de la obra extraordinaria, en sí difícil dada la
época pero sobresaliente por sus efectos, se
reservó a otros dos ilustres personajes de aquel
tiempo: el diplomático Ferdinand de Lesseps y el
ingeniero des Ponts et Chaussées Louis Linant de
Bellefonds, conocido a raíz de aquella gesta como
Linant Pasha, quien dirigió los trabajos del canal.
La moda forma parte indiscutible de los
patrones culturales de la sociedad de hoy, y de ella
dijo nadie menos que Roland Barthes que es uno
de los sistemas connotativos más potentes del
modelo de vida actual y sus valores. La moda, un
hecho singular dentro del universo del diseño,
raramente se asocia con la ingeniería salvo quizá
en su faceta textil. Pero obras públicas como el
canal de Suez, cuya apertura en 1869 señaló un
antes y un después en las relaciones comerciales a
escala mundial, no son en absoluto extrañas a la
génesis del fenómeno y su arraigo en la cultura de
masas.
3
INGENIEROS EN LA EDAD
DE PLATA
La cultura y la ingeniería se relacionan a través del
nexo de la modernidad, uno de los conceptos más
importantes que afloran entre la época de
l’Encyclopédie y la sociedad transitiva y
postindustrial de nuestros días. Varios filósofos han
construido su sistema bordeando la idea de la
técnica con diversos grados de entusiasmo o
recelo, desde el optimismo de Kant y su technica
intentionalis hasta la hostilidad de Heidegger que la
aborrecía y tomaba como una provocación. En
España tuvimos a Ortega. Estamos en un tiempo en
cierto modo orteguiano, así pues por qué no
recordar las curiosas relaciones que tuvo el
maestro con los ingenieros.
Un día en el verano de 1945, don José Ortega
y Gasset subió en Lisboa a un Packard blanco que
había puesto a su disposición y conducía el joven
ingeniero Pepe Torán, emprendiendo así el camino
de vuelta a Madrid, su ciudad, tras un exilio
forzado. Retomaba en esa inmediatez Ortega dos
contactos de diferente naturaleza pero de alguna
manera imbricados: la realidad física de España y
el trato con algunos de sus ingenieros, en esta
ocasión no por razones profesionales sino en
virtud de la amistad que hubo entre Torán y su hijo
mayor, forjada en los años comunes de paso por el
Instituto-Escuela de la krausista y refinada
Institución Libre de Enseñanza.
Entre los ingenieros con los que se relacionó
Ortega destaca Nicolás de Urgoiti, aquel ingeniero
de Caminos heterodoxo y emprendedor, en tantos
sentidos admirable, que fundó el primer diario
moderno editado en España, El Sol, y también el
empresario que dio a luz la Compañía Anónima de
Librería, Publicaciones y Ediciones (CALPE) que
mucho hizo por difundir la cultura española dentro
y fuera de las fronteras de nuestra patria. La
historia compartida por Urgoiti y Ortega, uno como
empresario cultural y el otro como ideólogo, ilustra
aquella España convulsa que transcurrió por la
Restauración, la dictadura de Primo de Rivera y la
segunda República, período que los historiadores
denominan la Edad de Plata de la cultura española.
La Edad de Plata supuso también para nuestro
país una verdadera época dorada en lo que
respecta a la ingeniería. En ella se fundamentaron
muchos de los éxitos que sólo fueron posibles en
años posteriores, cuando una estabilidad social
forzosa y la superación de la penuria económica
sentaron bases más propicias a lo que se convino
en llamar desarrollo del país. Es preciso recordar
que de igual modo que en aquellos tiempos
difíciles el claroscuro hispano dio a la literatura una
referencia generacional de reputación acreditada
internacionalmente, también podría decirse que en
el plano del progreso técnico la ingeniería de la
nación contó con su particular generación del 27.
Algunos de ellos ingenieros muy conocidos y
celebrados como Entrecanales, Torroja, Lorenzo
Pardo, Fernández Casado, Escario, Terradas o La
Cierva, pero también otros que quizá injustamente
se recuerdan menos al haberse situado en posición
relativamente excéntrica al núcleo de la profesión.
Irradiando la energía de su espíritu creativo hacia
otros campos del progreso, o simplemente
eclipsados por el curso políticamente
unidireccional de los acontecimientos, entre esos
últimos aparte de Urgoiti y casi olvidados, Lafón,
Salmerón, Bustelo y tantos, tantos más.
4
EL VALOR DE LA
ESTRUCTURA
Comprender la relación -más paradójica que
dialéctica, en el sentido barthesiano- que se da
entre arquitectura e ingeniería, nos lleva a explorar
el nexo frecuente que une ambas formas de
creación: la estructura; para ello parece obligado
adentrarse en el campo de las definiciones.
Recordaremos cómo Fernández Casado
contraponía a la máxima de Le Corbusier para la
arquitectura, ‘… juego sabio, concreto y magnífico
de volúmenes agrupados bajo la luz’, la visión
menos etérea y más proteica del ingeniero: ‘no se
trata de volúmenes, sino de masas que pesan y
resisten’. Valores eternos como los que Tadao
Ando proclama para la arquitectura, orden, ritmo,
equilibrio, no se pueden conseguir sin la estructura
que proporciona no sólo estabilidad sino también
luz. El sabio arquitecto Louis Kahn sostenía que la
renovación de la arquitectura proviene de los
cambios en los conceptos de espacio, y Bruce
Graham, otra de las leyendas vivas de esa
profesión que compartió con el ingeniero Fazlur
Khan las proezas del John Hancock Center y de la
Sears Tower de Chicago, recuerda desde su retiro
en Florida hasta qué punto la estructura es
esencial en la creación del espacio construido.
Werner Sobek, ingeniero alemán que sucedió a
Frei Otto al frente del renombrado Instituto de
Estructuras Ligeras de la universidad de Stuttgart y
posteriormente también a Jorg Schlaich en su
cátedra, asegura que cuando la técnica impregna
el diseño desde la misma concepción ideológica
del espacio -el programa edificatorio, se crea la
base de una nueva arquitectura. La estructura
detenta en gran número de proyectos, tanto en
ingeniería como en arquitectura, una vocación
generativa de lo formal y no sólo la estricta función
resistente. Lo estructural recibe mucho
pensamiento y por eso no se puede contemplar
como un elemento meramente instrumental dentro
de los hechos constructivos. La riqueza de
pensamiento teórico y creatividad proyectual que
existe en el mundo de las estructuras ha sido
objeto de estudios históricos y técnicos detallados;
entre los más recientes y completos puede
considerarse la obra enciclopédica de Karl-Eugen
Kurrer titulada The History of the Theory of
Structures From Arch Analysis to Computational
Mechanics.
Las etapas a través de las cuales ha ido
desarrollándose históricamente la ciencia
estructural muestran diferencias de concepto y
debates en torno a cuál es el sentido esencial de la
estructura, como puro instrumento o bien en su
condición de elemento con sustancia ontológica
propia. También suelen diferenciar a ingenieros y
arquitectos en su aproximación al hecho
resistente. Así, entre los primeros existe una
propensión -en muchos casos abiertamente
declarada y en otros más sublimizar, a defender el
valor ideológico del concepto de ‘verdad
estructural’ que en su día enunció Eduardo Torroja,
y que se refiere a la prevalencia de la racionalidad
mecánica en la forma de las construcciones,
atendiendo a la función que desempeñan y a la
estructura erigida para sustentarlas.
Permítasenos finalizar con una pequeña
boutade estructuralista, en realidad una idea
bastante más seria que frívola, de Javier RuiWamba: ‘La ingeniería estructural es el arte de
modelizar materiales que no comprendemos del
todo, en formas que no podemos analizar de un
modo preciso, para soportar esfuerzos que no
podemos evaluar adecuadamente, de manera que
el público en general no tenga razón alguna para
sospechar de la amplitud de nuestra ignorancia’.
5
CHINATOWN
Sin las obras hidráulicas que
se construyeron a lo largo
del siglo pasado, España se
encontraría posiblemente en
estos momentos en una
situación de desarrollo
similar a la de los países del
Mahgreb. Paradójicamente,
la especie profesional del
ingeniero hidráulico se
encuentra aquí en vías de
extinción, víctima inocente
de las pugnas de la política,
la inquina del ecologismo
radical de corte
reaccionario, y la manía persecutoria de algunos
estamentos del tercer poder que han hecho suya la
causa general contra el bendito quehacer
hidráulico. Hemos debido volvernos tontos para
pensar que el agua, con nuestra irregular
pluviometría y en la mayoritariamente reseca
geografía española, la da de balde la naturaleza.
La complejidad de los asuntos del agua no es
sin embargo exclusiva de nuestra patria, y buena
muestra de ello hemos podido comprobar a través
del séptimo arte. Chinatown, seguramente la mejor
película de su autor, Roman Polanski, tiene
precisamente como contexto la denominada
‘guerra del agua’, que se produjo tiempo atrás en
el sur de California. Como se recordará, la película
recreaba en clave de thriller la historia del trasvase
del río Owens a la ciudad de Los Ángeles en los
años Veinte. L.A., hoy una de las metrópolis más
vigorosas de Occidente, es un ejemplo de milagro
urbano que el agua hizo posible en un desierto
árido y estéril, producto de la visión, el interés y la
determinación en cierto modo despiadada de
William Mulholland. Fue este ingeniero, de origen
irlandés, quien encarnó mejor que nadie la épica
hidráulica del sur de California.
Embalses y acueductos son ejemplos
corrientes de obras hidráulicas, en general
elementos que determinan la política del agua en
países donde la naturaleza no es capaz de aportar
directamente una satisfacción -regular en lo
espacial y en cantidades suficientes- de las
necesidades humanas y del crecimiento
económico. Pero como tantas veces sucede con
las obras públicas, sus efectos benefactores se
trasladan a distancia mientras que las inevitables
‘externalidades negativas’ –perdónese el uso de un
término tan desgarbado- se sufren normalmente en
local. De ahí el origen de muchos rechazos, que
sólo pueden vencerse desde una consideración del
bien público que pase por contemplar la creación
de valor desde una perspectiva más general que
local, pero ello exige no sólo el ejercicio de la
autoridad sino especialmente de la inteligencia.
El recurso hídrico parece estar maldito en
España por la facilidad con que históricamente el
país cae en la inacción y en las desavenencias a la
hora de abordar este tema, ya viejo e impropio de
un país desarrollado. Sólo en contadas ocasiones
se ha podido progresar en la solución del
problema, en particular con ocasión del Plan
Nacional de Obras Hidráulicas cuyo autor fue
Manuel Lorenzo Pardo. Plan que a pesar de su
génesis en la ‘dictablanda’ de Primo de Rivera, fue
bendecido por la legalidad republicana en el año
1933 y sancionado por el ministro Indalecio Prieto,
siendo finalmente iniciado y en buena medida
llevado a cabo por Peña Boeuf en plena era de
Franco. Los próceres de antaño actuaron en este
caso con mayor visión de la jugada de la que
parecen ejercer nuestras autoridades de hoy, e
hicieron buen caso a lo que ya decía aquel
regeneracionista aragonés del Diecinueve, Joaquín
Costa, en sus admoniciones hidráulicas sobre los
males de la patria: “El agua no es monárquica ni
republicana, ni es de derechas ni de izquierdas”.
Las obras del agua no son de hormigón más
que en apariencia, porque son lo que sobre todo
siempre fueron: codificación de la sabiduría de un
pueblo, su historia y su tiempo. Y la historia, según
recordaba Fernand Braudel, gran conocedor de la
civilización del Mediterráneo, ‘n’est pas autre
chose qu’une constante interrogation des temps
révolus des problèmes et curiosités du temps
présent, qui nous entoure et nous assiège’.
6
LA PROFUNDIDAD DEL
AIRE
José Antonio Fernández Ordóñez fue un profesor
singular dentro de la tónica que imperaba en la
Escuela de Caminos. Sus clases de Estética de la
Ingeniería eran diferentes de las de cualquier otra
materia: ni un solo número o problema de solución
única, ni siquiera libro de texto, sólo imágenes,
criterios y matices enunciados con sensibilidad
certera. Fernández Ordóñez tuvo una carrera
distinguida también como autor, buena parte de
ella en estrecha colaboración con otro gran
ingeniero, Julio Martínez Calzón, pero sufrió la
mala fortuna de desaparecer antes de tiempo, en
plenitud de facultades e inventiva. Uno de sus
últimos proyectos, en este caso nonato y envuelto
en una polémica trufada de controversias y pleitos
que aún hoy continúan, es el del Monumento a la
Tolerancia en la montaña de Tindaya, situada en la
isla de Fuerteventura. El proyecto monumental de
Tindaya, cuyos orígenes se remontan al año 1994,
se concibió al alimón con el escultor Eduardo
Chillida, su inspirador, y con el arquitecto José
Miguel Fernández Aceytuno, conocedor de las
particularidades geográficas de aquella isla.
La obra de Tindaya supone la horadación de
un caverna cúbica de 50 m. de arista, abierta a la
luz en el interior de una montaña de hermoso color
y ricos matices visuales. Se trata de un lugar que
en las viejas supersticiones de los aborígenes se
había considerado mítico y sagrado, aunque
cuando se destiló la idea albergaba la prosaica
explotación minera de un yacimiento de traquita.
Puede pensarse que la intención de Chillida y
Fernández Ordóñez era crear allí un enclave de
naturaleza híbrida, reuniendo arte, técnica y
filosofía. Un sitio que bien podría pertenecer a la
categoría de lo que Robert Harbison denomina
eccentric spaces, lugares ambiguos donde el
espacio cumple el dictado interno de la
imaginación de cada uno, no una función prescrita.
Dicen que la idea de Tindaya, que se dio por
desechada, vuelve a cobrar verosimilitud en estos
días, y que los juegos de la política animan de
nuevo la voluntad de acometer una obra que quiso
sustraerse de cualquier contingencia y
temporalidad, para elevarse en sintonía con la
pulsión espiritual del escultor y el humanismo que
cultivó su buen amigo ingeniero. En la caverna de
Tindaya, el fin artístico del espacio impone unas
condiciones especiales al trabajo técnico, pues la
detracción de material no es sino un proceso
escultórico modelador del volumen y de unos
contornos diseñados para acoger la luz. La
cualidad metafísica del ciclópeo vacío, ‘una obra
sin materia’ en palabras de quienes la concibieron,
contrasta en intencionalidad perceptiva y
configuración formal con otra obra de Chillida, el
Peine de los Vientos, en Ondarreta. Es la luz
cenital, no el viento, corte y no protuberancia, lo
que dan sentido físico al santuario laico
proyectado en Tindaya; el medio es aquí el aire
africano, recogido en la quietud hueca del lugar.
Ejemplos como el de Tindaya muestran que la
ingeniería sabe también afirmarse escapando del
dictum funcional, de los rigores de la norma y los
apremios urgentes de la cuenta de resultados. El
arte es una propiedad inefable, según dice Gustavo
Torner que es artista e ingeniero a la vez, y ampliar
el foco habitual de la ingeniería hacia una mayor
efectividad de sus resultados para los sentidos es
un objetivo a perseguir en lo cotidiano, no sólo en
las grandes obras. Kant sostenía que los sentidos
no engañan porque no juzgan, y a Bruno Munari,
uno de los fundadores de la escuela de diseño de
Milán, le gustaba repetir la regla japonesa de que
lo bello es consecuencia de lo correcto. José
Antonio Fernández Ordóñez buscó en la ingeniería
no sólo utilidad, sino una expresión de
sentimientos nobles, por eso hablaba de la
importancia de la síntesis, su dificultad y mayor
mérito.
7
OJOS SIN LÁGRIMAS
La Ciudad Universitaria de Madrid dio lugar a la
primera experiencia habida en España de
realización de la idea de campus. Las ventajas
sobre otras formas de organización espacial de las
actividades docentes y de la convivencia de los
estudiantes fueron claramente apreciadas por la
Comisión que, por encargo de la Junta
Constructora, visitó en el otoño de 1927 diversas
universidades de los Estados Unidos. Formaba
parte de esa Comisión de cuatro miembros el
director de la Escuela de Arquitectura, Modesto
López Otero, catedrático de Proyectos
Arquitectónicos, a quien le fueron encomendados
el planeamiento y la dirección de las obras que
darían forma inicial a la Ciudad Universitaria. López
Otero organizó una oficina técnica de brillantes
colaboradores, contando entre otros con los
arquitectos Manuel Sánchez Arcas, Luis Lacasa y
Agustín Aguirre, miembros destacados de la
racionalista generación del 25, y por parte de la
ingeniería nada menos que con Eduardo Torroja.
Este último supo dejar una huella bien visible de su
quehacer estructural en los principales viaductos y
edificios que fueron constituyendo las primeras y
fundamentales piezas de un enclave llamado a
desempeñar un papel modélico en la enseñanza
superior dentro de España: la Ciudad Universitaria
de Madrid, que habría de ser la ‘más perfecta del
mundo’ según manifestaba enfáticamente en 1930
su propio director López Otero.
Eduardo Torroja fue el autor de casi todas las
estructuras importantes que se erigieron en la
Ciudad Universitaria, antes e inmediatamente
después de la guerra civil. Es curioso constatar
cómo la destrucción y ruina que ésta causó en la
mayor parte de los edificios no llegó a afectar más
que en pequeña medida a la obra de nuestro ilustre
ingeniero, ya que salvo en contadas excepciones
sus estructuras se mantuvieron prácticamente
indemnes a los catastróficos efectos de tantos
meses de combate. Los viaductos, sobre todo el
del Aire y el de los Quince Ojos, las estructuras de
las Facultades de Ciencias y de Medicina, así
como la del Hospital Clínico, especialmente el
anfiteatro y las cubiertas de las cátedras, se
mantuvieron en pie a lo largo de la contienda a
pesar de los cuantiosos daños causados en el
conjunto de los edificios e instalaciones del
campus. La espléndida central térmica, proyectada
en colaboración con Manuel Sánchez Arcas y que
ganó el premio nacional de Arquitectura en 1932,
resultó sin embargo severamente dañada y hubo
de ser reconstruida en 1943. Sucesivas reformas y
alteraciones la han desfigurado más tarde casi
completamente, circunstancia que también
degradó lamentablemente algunas de las grandes
obras de Torroja en la Universitaria, y ello
paradójicamente en tiempo de paz.
Eduardo Torroja dejó en la Ciudad
Universitaria cuatro magníficos viaductos, todos
ellos buenos ejemplos de dignidad de las obras
públicas urbanas y del espíritu racionalista que
animaba a la construcción en la Edad de Plata: el
de los Quince Ojos, el del Aire, el de los Deportes y
el paso del tranvía sobre la avenida de los Reyes
Católicos, enfrente del arco triunfal franquista. La
acción cruel del tiempo y sobre todo la desidia han
ido administrando a ese legado un castigo tan
severo como injusto y posiblemente innecesario. Al
viaducto de los Quince Ojos mutilación con saña,
al del Aire sepultura, encastramiento al de los
Deportes y banalidad funcional mas acumulación
de superposiciones al paso del tranvía, casi
degradado al papel de ejercer como un ridículo
pórtico de señalización cuando había sido un
modelo de finura estética y audacia estructural.
Habrá que investigar qué estigma ensucia en
su origen las obras de ingeniería para que ni las
mejores de ellas merezcan esa forma de
reconocimiento público que se manifiesta en la
preservación y un cuidado decoroso, su
consideración como patrimonio digno de
conservarse. Preservar es un signo externo de
civilización, no cabe duda, porque significa
mantener físicamente vivos los registros de la
memoria y trascender el tiempo individual que le
toca a cada ser humano. Casi nada de la obra de
Eduardo Torroja se ha preservado en Madrid; al
hermoso viaducto de los Quince Ojos lo cegaron
de mala manera, y para vergüenza de todos nadie
soltó una lágrima.
8
LA MANO INVISIBLE
La Ópera de Sydney es uno de los monumentos
más célebres del siglo Veinte; una magnífica obra
de arquitectura… y de ingeniería al mismo tiempo.
Cuando J∅rn Utzon, arquitecto que ganó el
concurso internacional de 1957, fue despedido por
su cliente, el gobierno de Nueva Gales del Sur,
habían transcurrido nueve años sin haberse podido
aún erigir las cáscaras que dan el aire a ese
singular edificio, ni tampoco construirse el
auditorio subyacente, a pesar de que el coste
incurrido ya se había multiplicado por siete sobre
la estimación de partida. Aquel episodio puso
punto final a una historia ilustrativa sobre la
dificultad que en construcciones como esta
supone pasar de la idea al acto, del croquis
sugerente a la materialidad sustante de la obra. El
caso de Utzon en la Ópera de Sydney supuso por
otra parte el desvanecimiento de una ilusión, que
en determinados contextos artísticos aún se trata
de mantener por encima de las evidencias, que es
la supuesta autonomía de la arquitectura en
relación con las disciplinas técnicas, en particular
con la ingeniería. El maravilloso diseño de Utzon
fue, tras alteraciones nada baladíes, convertido en
una realidad física gracias al equipo de ingenieros
comandado por Ove Arup, que había sido
requerido por la propiedad para enmendar un
curso de acción a todas luces inconclusivo y que
se temía abocado al fracaso.
La historia de Sydney tuvo un final feliz más
allá de su complicada y tensa peripecia, y sobre
todo dejó una lección que no se olvida: la
compenetración necesaria, en proyectos de cierta
envergadura, entre la arquitectura, que es la más
constructiva dentro de las bellas artes, y la
ingeniería, también la más constructiva entre las
artes técnicas. Es cierto que desde
su escisión curricular y
metodológica en el siglo de las
Luces, ingeniería y arquitectura
profesan relaciones de vecindad en
las que siempre se notan los
efectos de frontera. Unidas por el
amor al hecho constructivo y por la
cultura del proyecto, ambas
comparten una pulsión dramática
por transformar materia y paisaje,
pero son diferentes al enunciar
problemas, y sobre todo porque
sus emociones mueven a unos y
otros por trayectos disímiles. La interpretación del
vínculo más inmediato, aunque incompleto y
siempre tenso, entre ambas realidades -la
estructura- llevaría a sentenciar que la ingeniería
penetra más en su adyacente disciplina que
viceversa. Sin embargo no es la necesidad–
sinergia sino el entendimiento–simbiosis lo que
conduce a la grandiosidad en las obras
compartidas. Ninguna jerarquía, sólo estrategias y
situaciones, gobiernan su cruce de miradas.
Peter Rice fue uno de aquellos ingenieros que
formaron parte del grupo de Arup en Sydney, y
quien tuvo la responsabilidad de finalizar la Ópera
sin haber cumplido aún treinta años de edad. Fue
igualmente la ‘mano invisible’ de la ingeniería en
otros proyectos representativos de la arquitectura
reciente como el Centro Pompidou de París,
trabajando aquí codo con codo con Renzo Piano y
Richard Rogers. Rice entendía esta relación de
complementariedad necesaria con prístina
claridad. En su biografía An Engineer Imagines,
publicada tras la siempre inoportuna y en su caso
prematura muerte, Peter Rice manifestaba:
‘The engineer when faced with a design will
transform it into one which can be tackeld
objectively […] I would distinguish the difference
between the engineer and the architect by saying the
architect’s response is primarily creative, whereas
the engineer’s is essentially inventive […] Engineers
to many people, especially to the public, are
mysterious figures […] The essence of the engineers’
problem then is that their work is either not
understood or is given scant treatment by the media;
even the engineers’ own media fail fully to express
the mystical excitement of the engineering
challenge’.
La mano invisible de Rice hizo visible la obra
entre otros de Utzon, la de Manterola levantó la de
Moneo y Saiz de Oiza, la de Martínez Calzón lo
hizo con Foster y Tagliabue, Rui-Wamba se la
prestó amistosamente a Nouvel y Torres, Jiménez
Cañas a Herzog y De Meuron… Buenas manos, y
sobre todo una elocuente sabiduría.
9
LA CULTURA DEL
AGUA
Del agua concluía Paracelso que es la
matriz de la vida y de todas la
criaturas del mundo, sustancia mítica
que transciende su materialidad y se
manifiesta en nuestra mente con la
cualidad de un símbolo. El siglo Veinte
fue el tiempo de las hazañas
hidráulicas en España, que dieron
lugar a episodios apasionantes como
la construcción de los saltos del
Duero, obra colectiva de generaciones
sucesivas de ingenieros -de Orbegozo
a Galíndez, entre Ricobayo y Villarinoque alumbraron extraordinarios
procesos de creación de valor. Pero
los saltos de agua no sólo se han de
ver como preciados activos de
producción hidroeléctrica, porque
muchos tienen además objetivamente
valor cultural por su historia y sus
cualidades estéticas, incluso pueden
contemplarse como ejemplos
conmovedores de una materialidad
telúrica potente y al tiempo etérea, obras que dan
lugar a un diálogo profundo entre arte, técnica y
naturaleza.
Un salto de agua puede verse ciertamente como
una obra de arte o incluso albergar arte. El del
Jándula dio la oportunidad para que Casto
Fernández-Shaw inventase una bolsa marsupial
dignísima para acoger la central eléctrica en el
regazo de la presa de Mengemor, otorgando al
paramento de aguas abajo una marcada filiación
expresionista y a la arquitectura una oportunidad
singular de lucimiento hidráulico. Otras
intervenciones afortunadas de un arquitecto, en este
caso Vaquero Palacios, son la sala de turbinas del
salto de Grandas de Salime sobre el Navia, y
especialmente el edificio de maquinaria de la central
de Proaza en el río Trubia, una buena síntesis entre
ingeniería hidráulica, arquitectura y artes plásticas.
Por otra parte, cómo no recordar entendimientos
disciplinares como el de Juan José Elorza e Ignacio
Álvarez Castelao en Arenas de Cabrales, Silvón, y
sobre todo en el salto de Arbón.
Los saltos ya estaban presentes en la imaginería
del futurismo, en las formas que dibujaba y proponía
Antonio Sant’Elia, que era por lo que se ve una
especie de criptoingeniero y no sólo literariamente
como dicen de Yarfoz, el hidráulico oscuro inventado
por Sánchez Ferlosio. Siempre hubo la sospecha de
que el heteróclito escritor estaba secretamente
influido por las aventuras de Torán, a través de lo
que le contaba de él su mujer, Carmiña Martín Gaite.
Imposible escribir algo acerca del agua sin traer
a colación a Benet, don Juan, que si fundamentaba
su pasión hidráulica más en la imaginación que en el
rigor, fue a consecuencia del tiempo libre que le
sobrevino en los duros inviernos de cuatro años
consecutivos pasados en la construcción de la presa
del Porma. Allí inventó Región, de la que según
confesaba, no le hubiese gustado más que ser una
especie de tirano hidráulico. De aquellos años datan
unas casi desconocidas ‘Notas concernientes a
ciertas estructuras hidráulicas basadas en la
fantasía’ que al no haberse editado sólo se conocen
por el testimonio directo del propio escritor en
tertulias de amigos y alguna que otra charla.
Argumentaba el mismo Benet que si en la literatura,
el arte plástico, el drama, la ciudad, la tecnología
futurista y toda invención se pueden recabar los
recursos de la fantasía, ¿por qué no ha de haber en
el campo del espíritu entrada para una Hidráulica
Fantástica? Esas elucubraciones dieron lugar a
conceptos divertidos como el ‘canal peludo’, el
‘aliviadero rotativo de eje vertical’ o la
‘impermeabilización con porquería’. Ensoñaciones
de una materialidad poderosa, de una cultura llena
de reminiscencias y adivinaciones.
10
VALOR DE UN PUENTE:
EUSKALDUNA
Ojalá se pudieran clasificar los puentes con
criterios parecidos a los de la flora o la fauna,
como postulaba Baudrillard para ‘l’inmense
végétation des objects’, en lugar de hacerlo a partir
de materiales, tipos estructurales o sistemas
constructivos, lo habitual en nuestra grave y
racionalizada costumbre de ingenieros. Si así
fuera, nos aventuraríamos a pensar que el puente
de Euskalduna proyectado por Javier Manterola
para cruzar la ría de Bilbao en el lugar donde
estuvieron los astilleros, es una especie de
evolución filogenética del Khunda Bridge de
Rendel, localizado en el Punjab y que sirvió en su
día al tráfico de los trenes del East India Railway.
No es que entre ambos puentes en celosía se
adviertan similitudes de relevancia en cuanto a su
función o en los aspectos técnicos sustantivos,
menos aún en dimensiones, geometría o definición
formal. Pero los dos transmiten -con la salvedad
del tiempo transcurrido- una impresión de vigor
equiparable, a pesar de que la rotundidad
rudimentaria de la obra del ferroviario inglés
contrasta en disonante con la expresión de fina y
depurada armonía del puente levantado por el
maestro español.
Precisamente de ese puente dijo Manterola
que en él hubo una doble búsqueda: por un lado la
que impone la planta curva en dintel y celosía, y
además la asimetría forzosa de la sección. No se
trata de dificultades nuevas que afloran en el
diseño de puentes de la mano de este proyecto,
pues tampoco lo son las circunstancia que las
provocan, función y emplazamiento, o bien la
discrecionalidad formal del autor. Lo cierto
es que en Euskalduna el resultado
impresiona por atrevido y espléndido. Es así
por la potencia figurativa, casi violenta, que
da a la planta del puente un cuadrante de
radio mínimo, y también por el ritmo que esa
misma curva imprime a la evolución de la
celosía central y a la sección transversal,
doblemente antisimétrica. En Euskalduna se
siente vigor y armonía, pero no inocencia,
como tampoco la hubo posiblemente en los
puentes de Maillart.
No está de más que un ingeniero se
pregunte cómo se juzga externamente el
valor, el mérito formal de un puente. Una vez
que los avances técnicos han permitido superar
con creces lo que Martínez Calzón llama el estado
de necesidad estructural, hay que reconocer que la
valoración pública de la obra reside más en su
inserción en el entorno que en la estricta elegancia
resistente o coherencia funcional. Pero el contexto
de un puente no lo define sólo el medio físico que
lo acoge, sino el factor humano que lo recibe y
experimenta, y especialmente el entorno mediático
que pone o no en valor sus atributos. La valoración
suele tener truco, porque el público no establece
espontáneamente su juicio salvo en lo evidente.
La pura valoración formal, sin llegar a ser
decisiva, exige un trabajo analítico para reconocer
patrones de tempo y fluidez que identifiquen la
voluntad de armonía e intencionalidad en la
expresión constructiva del puente, incluso cuando
la estructura es dominante sobre los criterios de
proporción, como es el caso de Euskalduna. Dicen
los entendidos que a partir de los Cincuenta, tras la
realización de Dischinger en Stromsund, se perdió
el valor semiótico de la proporción por la tendencia
abusiva a los tipos extradosados, y el logro
consecutivo de vanos kilométricos banaliza hoy
por otra parte la percepción de la audacia
estructural en el proyecto de un puente. Al margen
de la proeza que suponen objetivamente las muy
grandes luces, también Schlaich ha manifestado
que la calidad general de ciertos puentes
modernos deja que desear, pues las herramientas
actuales no sólo amplifican la capacidad de diseño
virtuoso sino que también pueden dar rienda suelta
al mal gusto y la mediocridad.
Las grandes obras de ingeniería, los puentes
de envergadura, otorgan a sus creadores la
posibilidad de actuar con la gracia que André
Breton llamaba ‘le souffle du merveilleux’. El primer
manifiesto del Surrealismo advertía que lo
maravilloso es siempre bello, todo lo maravilloso
es bello, e incluso debemos creer que solamente lo
maravilloso es bello. Tanta fe se tiene en la vida,
que todo está al alcance de la mano.
11
ON THE ROAD
El paisaje, que es una
manifestación visible del
territorio, mantiene con el
hombre una relación de
reciprocidad tensa, nada fácil
ni resuelta con la bondadosa
sencillez de quien trata un bien
querido. Exceptuando los
parajes que permanecen
inaccesibles y por tanto
impolutos, es el campo
corriente o territorio a la vista
el ejemplo quizá más palpable
de los efectos de la acción
antrópica, y también el
referente principal de los
diálogos que pueden
establecerse en torno a ese
bien público, ubicuo pero de
calidad variable que se
encuentra constituido por el
paisaje. Sobre este concepto,
abundante en usos y
significados, pueden
efectuarse una pluralidad de
lecturas interesantes en claves
más incisivas que la naïve
interpretación psicogeográfica
o ecomorfológica al uso.
El paisaje como bien cultural se inscribe en el
imaginario público a partir del segundo tercio del
siglo Veinte, esencialmente por obra y gracia de
uno de los artefactos más extendidos que ha
producido la ingeniería: la carretera. Antes de las
carreteras el viaje era fruto obligado de la
necesidad, salvo cuando tenía fines educativos o
constituía una forma selecta de ocio, el Grand
Tour, privilegio de los ricos. El paisaje solo llegaba
al hombre corriente a través de sus
representaciones pictóricas o literarias, tampoco
entonces al alcance de todos. La democratización
del acceso al paisaje, con todo lo que tiene de
positivo y negativo, así como la superación de la
localidad de referencia en la geografía visual del
individuo contemporáneo, son hechos que se
deben fundamentalmente al activismo de la
ingeniería del transporte.
Cada modo de movilidad lleva en sí mismo su
propio paisaje, es decir una forma de percepción
del medio. La carretera habilita el acceso al paisaje
de manera más rotunda que ningún otro modo,
porque la enorme extensión y la densa capilaridad
de la red viaria lo hacen posible, sitúan este bien
democráticamente frente a los ojos del viajero y
permiten su contemplación discrecional a todo
aquel que lo desee. Todas esas cosas consigue a
ras de suelo la trivial -es un decir- carretera, que no
da forma por sí misma al paisaje e incluso de
alguna manera lo hiere en su virginal pureza, pero a
cambio lo hace humanamente real, alcanzable y
perceptible a la vista. La carretera es cultural y
sociológicamente inseparable de las ideas de
progreso y libertad.
Carlo Magnani, rector del Istituto Universitario
di Architettura di Venezia, manifestaba
recientemente su convicción acerca de la
necesidad de un cambio en la percepción de la
carretera, que debería trasladarse también a su
propia ingeniería. Pensar que la carretera no es
solamente una base física de la movilidad, sino que
puede desde una aproximación cultural más
amplia considerarse algo parecido a la realización
espacial de una utopía. En sus propias palabras,
‘…spazio da vedere e per vedere, dotato di un
interno e di un esterno, lo spazio della strada è
spazio pubblico per eccelenza’.
dialogaba con Calder el ingeniero en
los términos siguientes:
‘How can art be realized? Out of volumes,
motion, spaces bounded by the great
space, the universe.Out of different masses,
tight, heavy, middling—indicated by
variations of size or color—directional line—
vectors which represent speeds, velocities,
accelerations, forces, etc. . . .—these
directions making between them meaningful
angles, and senses, together defining one
big conclusion or many. Spaces, volumes,
suggested by the smallest means in
contrast to their mass, or even including
them, juxtaposed, pierced by vectors,
crossed by speeds. Nothing at all of this is
fixed. Each element able to move, to stir, to
oscillate, to come and go in its relationships
with the other elements in its universe. It
must not be just a fleeting moment but a
physical bond between the varying events in
life. Not extractions, but abstractions.
Abstractions that are like nothing in life
except in their manner of reacting’.
12
EL TALLER
¿A quién no le agrada imaginar que la obra que
uno dejará tras la vida puede llegar a reivindicarse,
por los jóvenes colegas del futuro, como fuente de
inspiración sobre forma y estructura, equilibrio,
movimiento o, por qué no, color? Pocos como
Calder lo han conseguido, aunque para ello hubo
de cambiar el rigor del cálculo por la emoción, y el
teatro de una oficina técnica por el circo de una
vida plenamente abierta al arte. Porque Alexander
Calder, nacido en una pequeña ciudad al sureste
del estado Pennsylvania en 1898, quiso, supo y
pudo dar el salto que le hizo dejar de ser un
ingeniero anónimo para convertirse en un artista
legendario y adorado. De Calder, el ingeniero
mecánico que entre 1919 y 1925 trabajaba
emboscado en la espesura de la New York Edison
Company o en puestos de parecido lustre, a otro
Calder, el nuevo, el que va desde 1925 a 1976, el
escultor y artista de otras artes móviles y
‘estábiles’, objetos en cierto sentido inclasificables.
En la visión de su propio arte, el escultor Calder
Al crítico Clement Greenberg, que
tanto influyó sobre el arte moderno
norteamericano, especialmente en el
movimiento del expresionismo abstracto, no le
gustaba Calder, a quien consideraba infantil,
históricamente descontextualizado y errático.
Dicen que Greenberg recelaba por principio de la
capacidad artística de alguien que provenía del
mundo de la técnica, que hizo del eclecticismo un
ejercicio de imaginación a su antojo sin adherirse a
ninguna corriente teórica ni escuela, pues no en
vano por ello había abandonado anteriores
camisas de fuerza. El arte de Calder fue producto
de una actitud independiente, y expresó el sentido
de la libertad con el que el escultor deseaba
impregnar su vida. Demasiado biomórfico a los
ojos de los constructivistas, tampoco bueno para
los expresionistas abstractos, pues ‘rozaba el
rococó’. El severo Greenberg, que pretendió
reglamentar con su juicio excluyente la creatividad
neoyorkina de postguerra y entronizar su gusto
personal de orden y pertenencia, juzgó que Calder
no era otra cosa que un modernista sin rumbo,
alguien imposible de situar dentro de su
esquemática concepción de la vanguardia, salvo
quizá como un exponente del degradante kitsch.
Hay algo en el espíritu dramático que anima el
mundo de las bellas artes, una respuesta instintiva
pero también categórica que desconfía
profundamente de la técnica, de su adherencia al
logos y de la idea de utilidad. Pero ¿es
simplemente posible una maniobra elusiva?
13
CONSPIRACIÓN Y
GOBIERNO
En una profesión tan próxima al poder
como la de los ingenieros de Caminos,
raro sería que de vez en cuando no
apareciese algún político notorio.
Pues ciertamente ha habido políticos,
y aún los hay, unos finos y otros más
toscos, que de todo ha de haber en la
casa del Señor según recuerda el
dicho castellano. Nos quedaremos
con los de primera categoría,
rememorando a uno de los personajes
clave de la política española en la
segunda mitad de aquel movido y al
tiempo inconclusivo siglo Diecinueve,
una especie de movimiento browniano
de la historia de España que todavía
proyecta algunas secuelas en nuestra
realidad presente. Nos referimos a
Práxedes Mateo-Sagasta, a quien se
recuerda comúnmente como Sagasta
a secas, egresado de la Escuela de
Caminos en el año 1849 y al que su
vocación pública y el gusto por el
poder llevaron a ejercer la presidencia
del Consejo de Ministros, nada menos que… ¡siete
veces!
Un Sagasta que fue en su juventud, no el
ingeniero convencional y acomodado que disfruta
un buen destino en provincias –en su caso la
jefatura de Obras Públicas de Zamora, sino un
revoltoso inconformista y conspirador hasta tal
punto de haber llegado a ser condenado a muerte,
pena que burló al conseguir exiliarse en Francia.
Personaje anticonvencional en sus costumbres y
enfant terrible de las Cortes Constituyentes del
Bienio Progresista de Espartero entre 1854 y 1856,
era masón declarado y públicamente reconocido,
así como un buen fabulador de sí mismo –se dijo
de él que raptó a la mujer de su vida, Ángela Vidal,
el mismo día que la joven se desposaba en contra
de su voluntad con un militar. Impulsó como
político la primera formación liberal-progresista
que cuajó en nuestro solar patrio, fundando y
liderando el partido Liberal; ese fue Sagasta.
Sagasta presidió el gobierno de España
primero en el Sexenio Democrático con Amadeo de
Saboya de rey, una vez más en los meses previos a
la restauración borbónica de 1874, y en cinco
ocasiones ya al frente del partido Liberal entre
1881 y 1902, varias de ellas en alternancia pacífica
con Antonio Cánovas del Castillo, líder del Partido
Conservador. De los discursos de Sagasta, merece
la pena recordar algunos fragmentos, que iluminan
al ingeniero del Estado en el trasfondo del ideario
del político liberal progresista.
‘¿Cuál es la primera necesidad de España, y por
consiguiente, cuál es la primera línea que hemos de
considerar como general, como de primera y más
urgente necesidad? La línea que nos haya de poner
en comunicación con toda la Europa […]’.
‘Aquellos que deseen una razonada
descentralización que proporcione a los
ayuntamientos y diputaciones provinciales la vida
necesaria para dar rápido impulso a los intereses de
la localidad; aquellos que pretendan que el
presupuesto del Estado se invierta en obras de
utilidad pública en vez de consumirse casi en su
totalidad en un personal excesivo de empleados;
aquellos que aspiren a una bien entendida
desamortización, […] esos deben votar mi
candidatura sin escrúpulo, sin recelo, con valor’.
‘Hagamos, todos, Sres. Diputados, esta política
grande, generosa y salvadora, cada cual dentro de
sus ideas; contribuyamos todos, colocándose cada
uno en el lugar a que por sus estudios, sus
aspiraciones o su experiencia sea llamado, sin odio,
sin encono hacia los demás […]’.
14
SOLUCIÓN DE UNA
CONJETURA
La matemática forma parte si no central, al menos
vertebral de la cultura de la ingeniería, y eso es así
desde el origen ilustrado de la profesión. La
nómina de ingenieros que alcanzaron la gloria en la
‘más pura’ de las ciencias es larga, especialmente
en la época dorada que va desde mediados del
Dieciocho hasta bien entrado el siglo Veinte:
Jacobi, Monge, Poisson, Fourier, Cauchy, Dupin,
Navier, Maxwell, Hadamard, Poincaré… por señalar
una pequeña muestra. El último de ellos es quizá
también el que cierra –al menos de momento- la
lista de los ingenieros-matemáticos consagrados
dentro de la elevada y abstracta disciplina, una
subespecie distinguidísima dentro de la ingeniería
que reúne a quienes han sabido crear a la vez
ciencia y técnica, los ilustres polymaths. Poincaré
dejó una obra matemática de profunda originalidad
y frescura, que hoy aún se continúa digiriendo casi
cien años tras su muerte. Buen ejemplo de ello es
el affaire Perelman, nombre del matemático ruso
que demostró en el año 2002 la conjetura
topológica enunciada por el sabio francés y hasta
entonces sin solución probada. Este episodio, aún
reciente, se recuerda por la repercusión mediática
del excéntrico comportamiento del genio ruso.
Poincaré exhortaba a los ingenieros franceses
a ahondar en el conocimiento experimental de los
secretos de la naturaleza y acudir a las
abstracciones de la teoría como fuente de ideas
nuevas. Reclamaba así para la ciencia un papel
inspirador de la práctica que la eleva sobre la
rutina de los códigos y las normas técnicas,
porque como decía 'cette alliance de la théorie et
de la pratique est certainement le caractère
distinctif du génie'. A pesar que para él la ciencia
en sí misma no tendría la acción transformadora
del mundo como objetivo esencial de su ser sino
simplemente el descubrimiento de la verdad: 'la
recherche de la vérité doit être le but de notre
activité; c'est la seule fin qui soit digne d'elle’.
La faceta de Henri Poincaré como filósofo de
la ciencia es por otra parte sumamente interesante,
y dentro de ella se pueden encontrar controversias
más o menos sonadas que mantuvo en su tiempo
con otras personalidades notables como sir
Bertand Russell. A través de algunas de ellas se
desvela su concepción personal sobre diversas
cuestiones nucleares del pensamiento científico,
como por ejemplo el papel que juegan las
convenciones y la experiencia dentro de la
matemática, o el estatuto científico que se debería
otorgar a las hipótesis en el campo de la física. La
actitud mucho más vitalista que formal -en sentido
filosófico- de Poincaré, lo que Heinzmann llama su
'ocasionalismo pragmático', fue criticada en
general por los epistemólogos y muestra cómo el
alma práctica del ingeniero latía en el fondo del
pensamiento de este gran sabio, para el que 'la
connaissance est une action de l'âme'.
La ingeniería no es ni mucho menos
independiente de la ciencia, pero ejerce un
razonable grado de autonomía. Puede asegurarse
que la ingeniería posee una capacidad
autogenerativa que hay que tener en cuenta, que
no se explica exclusivamente a través de un nexo
causal porque obedece a las luces que provienen
de su propia razón, compleja e inclusiva. Dejemos
que sea Ove Arup, otro de los ingenieros más
renombrados del siglo Veinte y fundador de la
firma que lleva su nombre, quien ponga la reflexión
final con sus propias palabras:
'Engineering is not a science. Science studies
particular events to find general laws. Engineering
design makes use of these laws to solve particular
practical problems. In this is more closely related to
art or craft; as an art its problems are underdefined,
there are many solutions, good, bad and indifferent'.
En el fondo podría decirse que la verdadera
distancia que mantiene la ingeniería en relación
con la ciencia, lo que más hondamente las separa
dentro de una cultura en cierto modo común es el
libre albedrío del que goza la primera de ellas para
imaginar desde su propia razón técnica, y sobre
todo -sobre todo- la tensión que produce el acto
físico de crear, de culminar satisfactoriamente lo
imaginado en el reino tangible de los sentidos. Una
lógica de la acción más que de la explicación, y
desde luego, un sin fin de valores en otra escala.
y 15
FANTASÍA
Italo Calvino dijo que la fantasía es un
lugar en el que llueve. El espíritu
fantástico, creativo o lúdico, al jugar
esencialmente con representaciones,
se suele deslizar por lugares situados
entre la belleza silvestre y dada de la
naturaleza y la afectación elegante
del arte. Cuando se discute sobre la
producción de imágenes o de ideas
fantásticas, resulta inevitable
cuestionar la validez rigurosa de la
perspectiva científica que tanto
agradaba a lord Russell,
epistemólogo de buena familia que
después de darle muchas vueltas a
las cosas se quedó en el punto
muerto de un monismo neutral.
El paisaje natural -y también en
cierta medida el construido- se
presenta a los ojos humanos como un
medio físico-emocional activo que
puede ser bello o sublime aunque
también escueto o contingente, lo
cual tendría una importancia
psicológica menor si se piensa con Jung en la
dualidad con que el hombre opera en materia de
sentimientos, unas veces con el animus y otras con
el anima. La divergencia que se intuye entre la
generalidad fisiográfica y objetiva del paisaje y la
particularidad más precisa de su interpretación
personal lleva mediante una curiosa asociación de
ideas a recordar la obra de Eduardo Torroja,
ingeniero diseñador de luces más que de
estructuras y un gran constructor de emociones,
no de obras que otros hubieran podido resolver
con menos ciencia y seguramente también con
peor gracia.
En su forma de hacer, estudiada con profusión
desde el punto de vista de la mecánica estructural
pero no tanto en su importantísima capacidad de
fijación afectiva, aún se distingue el sentido
inequívoco de modernidad elegante y una manera
cristalina de narrar la verdad con la naturalidad que
lo hace el paisaje. Lo que construía el gran
ingeniero eran reflejos de un campo de intenciones
siempre nuevas, apoyadas en una razón técnica
intrínseca de clave propia que merece ser recreada
en su valor metalógico por ser rica en invariantes y
formas normales. Torroja debería ser investigado
en el plano de los símbolos, porque puede haber
más elementos sutiles encapsulados tras la
claridad de su lenguaje que razonamientos
anelásticos y ecuaciones elípticas. Habría que
hurgar en su gramática y extraer de ella el canon
de singularidad, los referentes contraídos y
expandidos por la imaginación del maestro.
Hay obras de Torroja que son una pura
exaltación de la luz, no sólo las archiconocidas
láminas de Recoletos y la Zarzuela. La luz que él
supo construir era fantástica y muy evidente
porque sus estructuras exentas y lisas
despreciaban muletas de cualquier índole, fueran
apoyos o nervaduras. Su luz era la de un ingeniero
que no sólo iluminaba el hecho constructivo con la
excelencia de su imaginación estructural.
Torroja fue una figura que para muchos aún
representa una especie de culto despiadado a la
inteligencia, un sentido intelectual y aristocrático
de la ingeniería, pero demostró poseer además la
pasión fría del romanticismo alemán y murió joven,
aunque no tanto como el Werther de Goethe.
Ambas figuras y ambas ocupaciones, ingeniería y
literatura, expresan actitudes humanas y
resultados dispares en su manera de entender y
poner en claro mandatos interiores. La diferencia
que marca el tiempo entre una y otra es sobre todo
esa duda que se establece en un caso sobre el
valor de la palabra, en otro sobre la noción de
certidumbre y la pervivencia de lo material y lo
construido.