La obra de ingeniería como artefacto cultural
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La obra de ingeniería como artefacto cultural
Este panfleto está dedicado afectuosamente a Javier Manterola. Edita: INTIC – Ideas Nuevas y Tendencias en Ingeniería Civil. Contenido: Textos, César Lanza y Arturo Suárez; imágenes, sus autores. Asesoramiento para el diseño y la mise en oeuvre: Pilar Carrizosa. Marzo, 2011. LA OBRA DE INGENIERÍA COMO ARTEFACTO CULTURAL La percepción pública de la ingeniería suele situar esta forma específica de pensamiento y creación técnica en el ámbito de lo útil y necesario, algo que la identifica con la provisión de los bienes y servicios que la sociedad emplea para desenvolverse con normalidad en su devenir cotidiano. La ingeniería, que es el arte de la técnica, se adscribe así al reino de lo puramente instrumental; unos y otros señalan su emplazamiento dentro de lo que ha venido a denominarse ‘las infraestructuras’, vocablo genérico que parece indigno de la ingeniería, por plebeyo e impropio. No es extraño que los actos de los ingenieros se tiendan a interpretar como hechos subordinados que acontecen en el submundo opaco y reglamentado de la ‘infraestructura’, un hipérbaton mezquino que pretende desplazar del imaginario colectivo los hermosos nombres de las obras públicas. La obra de ingeniería, la noble y sustantiva obra pública en sus diversas especialidades, no es un bulto inerte ni un mero apunte contable en el presupuesto del gobierno de turno. Es por contra un ente pleno de sentido que vivifica y transforma el medio, y no sólo en sentido físico, sino especialmente en lo que se refiere al contexto relacional del ser humano. Ya Ortega, en su Meditación de la técnica, hablaba de la ingeniería como una forma especial de humanismo, quizá la más humana de todas ellas, ya que permite a la especie vencer muchas de las limitaciones inherentes a su propia naturaleza, su ‘circunstancia’ restrictiva y frustrante. La ingeniería tiene un sentido intrínsecamente transformador del mundo; sus obras no sólo se perciben a través de los sentidos, sino por sus efectos. Las obras de la ingeniería forman parte del sustrato cultural de la sociedad en un sentido amplio, y ayudan a crear las condiciones que habilitan la modernidad en sus distintas etapas históricas. La ingeniería, una forma de creación que hunde sus raíces en el ars de Roma y en la tekné de los griegos, es en sí misma una gran fuerza productora de artefactos culturales, unos más explícitos en esa condición y otros quizá no tan fácilmente discernibles. De la obra de ingeniería, puede decirse aquello que escribió Octavio Paz: ‘consistencia, figura y presencia’. 1 VECINDAD CONSEGUIDA La definición más precisa, en su estricta parquedad, de un puente se la debemos a Javier Manterola: ‘vecindad conseguida’. Cuando el ingeniero suizo-americano Othmar Ammann dio por concluida la obra del George Washington Bridge en 1931, entre los cinco boroughs de la ciudad de Nueva York –Manhattan, el Bronx, Queens, Brooklyn y Staten Island- apenas si existían los viejos puentes del siglo Diecinueve, precursores de una incipiente topología urbana que hizo posible a la ‘Gran Manzana’ alcanzar años más tarde la capitalidad económica y cultural del mundo. Lejos quedaba todavía la construcción de los grandes conectores, puentes y túneles ideados por Robert Moses, el poderoso master-builder de NYC que tan alta vara ejerció entre los años 1934 y 1968. Comenzando por el potente Triborough Bridge –hoy renominado Robert F. Kennedy Memorial Bridge- de 1936, y finalizando con el Verrazano Narrows Bridge, puesto en servicio en el año 1964, uno antes de la desaparición de Ammann, su autor. Los seis puentes de Othmar Ammann en Nueva York, un ejemplo de ligereza, economía, sencillez formal y hermosura, como los califica Rastorfer, cronista de aquellos hechos. El George Washington y el Verrazano Narrows, además, puentes colgantes de longitud record en sus respectivas fechas de inauguración. Del George Washington, el único puente de NYC construido sobre el Hudson, uno diría que se puede observar el entramado de pilares, vigas, riostras, rigidizadores y cartelas de los arcos que soportan los cables del tablero, con minuciosidad parecida a la que gustaba ejercer Italo Calvino en su lectura de la Columna Trajana de Roma. Si la expresividad desnuda y contundente de la estructura metálica quedó a la vista del público, fue sin embargo no por voluntad del diseñador sino debido a una de esas circunstancias donde el azar juega doble. Al proyecto estructural de Ammann, encargo de la Autoridad del Puerto de Nueva York, se le había pensado añadir en los arcos un recubrimiento postizo de losas de granito que daría lugar a una fachada tipo art-deco, encomendada al consultor de arquitectura del proyecto, de nombre Cass Gilbert. Fueron los rigores de la Gran Depresión, la restricción de fondos públicos y no el gusto de la época, los que prevalecieron finalmente en la desnudez de la configuración formal de la soberbia obra de ingeniería. Le Corbusier expresó la admiración causada por ‘el puente más bello del mundo’ en su obra Cuando las Catedrales eran blancas, donde dedicó al George Washington Bridge un capítulo entero con el título ‘Un lugar de radiante hermosura’. Su autor Othmar Ammann era bien consciente del poder que tienen los puentes para conmover a los espectadores. Con su propia palabra, leída en la conferencia que pronunció en el año 1958 estando de visita en el Politécnico de Zürich, su antigua alma mater, Ammann explicó el sentido estético que había impulsado su obra, más allá de las motivaciones convencionales que se suponen a un ingeniero: ‘Economics and utility are not the engineer’s only concern. He must temper his practicality with aesthetic sensitivity. His structures should please the eye. In fact, an engineer designing a bridge is justified in making a more expensive design for beauty’s sake alone. After all, many people will have to look at the bridge for the rest of their lives. Few of us apreciate eyesores, even if we should save a little money by building them’. El poeta Hart Crane, intensamente metafórico y alusivo, versificó el sentimiento de otro puente neoyorkino, el de Brooklyn, escribiendo: ‘Then, with inviolate curve, forsake our eyes…’. El puente, vecindad conseguida. 2 SUEZ, O EL ORIGEN DE LA MODA Pocos fenómenos se asocian tan vivamente con la modernidad sociológica como el de la moda. La moda, entendida como un uso social generalizado, adquirió carta de naturaleza en aquel París de la transición entre los siglos Diecinueve y Veinte que con tanta perspicacia comentara Walter Benjamin en su magna obra Das Passagen-Werk. Y la veleidosa moda, debe al menos tanto a la ingeniería como al talento de sus propios creadores y estilistas. De hecho, mucho antes de que apareciese en escena el genio de Yves Saint Laurent, hubo otro ‘santo’ venerado por muchos ingenieros de su tiempo que inspiró la construcción de obras tan fundamentales para el comercio y la comunicación entre las culturas y los negocios de Oriente y Occidente, como ha sido el canal de Suez. Ese ‘santo’ no fue otro que el conde de Saint-Simon, reformista social de corte utópico al que la historia de las ideas sitúa próximo a Fourier, que tuvo entre sus seguidores a ingenieros de la talla de Clapeyron, Lambert o Carnot. Los saint-simonianos previeron el gran poder de transformación social de la tecnología en los mismos albores de la primera revolución industrial, la del vapor, que dio pie a la ingeniería del transporte y de las grandes vías de comunicación. Su ímpetu reformista, anunciando los ideales de la modernidad y también sus riesgos, proyectaba sobre la ingeniería la búsqueda de un equilibrio armónico entre razón y sentimiento, ciencia y arte. A mitad de camino entre la Ilustración y los románticos, el saint-simonismo forma parte de la arqueología de una modernidad que ellos veían como consecuencia del cambio tecnológico, una afortunada suma de ‘raison, imaginaire et utopie’. Uno de estos vigorosos saint-simonianos fue Prosper Enfantin, antiguo alumno de l’École Polytechnique, que abandonando el disfrute de su fortuna y la comodidad de la metrópolis, partió en el año 1833 a Egipto para estudiar y promover la realización del canal de Suez. Sus peripecias y dificultades de aventurero rayaron el género novelesco, aunque la historia raramente se acuerda hoy día de la figura de aquel utópico. La gloria de la obra extraordinaria, en sí difícil dada la época pero sobresaliente por sus efectos, se reservó a otros dos ilustres personajes de aquel tiempo: el diplomático Ferdinand de Lesseps y el ingeniero des Ponts et Chaussées Louis Linant de Bellefonds, conocido a raíz de aquella gesta como Linant Pasha, quien dirigió los trabajos del canal. La moda forma parte indiscutible de los patrones culturales de la sociedad de hoy, y de ella dijo nadie menos que Roland Barthes que es uno de los sistemas connotativos más potentes del modelo de vida actual y sus valores. La moda, un hecho singular dentro del universo del diseño, raramente se asocia con la ingeniería salvo quizá en su faceta textil. Pero obras públicas como el canal de Suez, cuya apertura en 1869 señaló un antes y un después en las relaciones comerciales a escala mundial, no son en absoluto extrañas a la génesis del fenómeno y su arraigo en la cultura de masas. 3 INGENIEROS EN LA EDAD DE PLATA La cultura y la ingeniería se relacionan a través del nexo de la modernidad, uno de los conceptos más importantes que afloran entre la época de l’Encyclopédie y la sociedad transitiva y postindustrial de nuestros días. Varios filósofos han construido su sistema bordeando la idea de la técnica con diversos grados de entusiasmo o recelo, desde el optimismo de Kant y su technica intentionalis hasta la hostilidad de Heidegger que la aborrecía y tomaba como una provocación. En España tuvimos a Ortega. Estamos en un tiempo en cierto modo orteguiano, así pues por qué no recordar las curiosas relaciones que tuvo el maestro con los ingenieros. Un día en el verano de 1945, don José Ortega y Gasset subió en Lisboa a un Packard blanco que había puesto a su disposición y conducía el joven ingeniero Pepe Torán, emprendiendo así el camino de vuelta a Madrid, su ciudad, tras un exilio forzado. Retomaba en esa inmediatez Ortega dos contactos de diferente naturaleza pero de alguna manera imbricados: la realidad física de España y el trato con algunos de sus ingenieros, en esta ocasión no por razones profesionales sino en virtud de la amistad que hubo entre Torán y su hijo mayor, forjada en los años comunes de paso por el Instituto-Escuela de la krausista y refinada Institución Libre de Enseñanza. Entre los ingenieros con los que se relacionó Ortega destaca Nicolás de Urgoiti, aquel ingeniero de Caminos heterodoxo y emprendedor, en tantos sentidos admirable, que fundó el primer diario moderno editado en España, El Sol, y también el empresario que dio a luz la Compañía Anónima de Librería, Publicaciones y Ediciones (CALPE) que mucho hizo por difundir la cultura española dentro y fuera de las fronteras de nuestra patria. La historia compartida por Urgoiti y Ortega, uno como empresario cultural y el otro como ideólogo, ilustra aquella España convulsa que transcurrió por la Restauración, la dictadura de Primo de Rivera y la segunda República, período que los historiadores denominan la Edad de Plata de la cultura española. La Edad de Plata supuso también para nuestro país una verdadera época dorada en lo que respecta a la ingeniería. En ella se fundamentaron muchos de los éxitos que sólo fueron posibles en años posteriores, cuando una estabilidad social forzosa y la superación de la penuria económica sentaron bases más propicias a lo que se convino en llamar desarrollo del país. Es preciso recordar que de igual modo que en aquellos tiempos difíciles el claroscuro hispano dio a la literatura una referencia generacional de reputación acreditada internacionalmente, también podría decirse que en el plano del progreso técnico la ingeniería de la nación contó con su particular generación del 27. Algunos de ellos ingenieros muy conocidos y celebrados como Entrecanales, Torroja, Lorenzo Pardo, Fernández Casado, Escario, Terradas o La Cierva, pero también otros que quizá injustamente se recuerdan menos al haberse situado en posición relativamente excéntrica al núcleo de la profesión. Irradiando la energía de su espíritu creativo hacia otros campos del progreso, o simplemente eclipsados por el curso políticamente unidireccional de los acontecimientos, entre esos últimos aparte de Urgoiti y casi olvidados, Lafón, Salmerón, Bustelo y tantos, tantos más. 4 EL VALOR DE LA ESTRUCTURA Comprender la relación -más paradójica que dialéctica, en el sentido barthesiano- que se da entre arquitectura e ingeniería, nos lleva a explorar el nexo frecuente que une ambas formas de creación: la estructura; para ello parece obligado adentrarse en el campo de las definiciones. Recordaremos cómo Fernández Casado contraponía a la máxima de Le Corbusier para la arquitectura, ‘… juego sabio, concreto y magnífico de volúmenes agrupados bajo la luz’, la visión menos etérea y más proteica del ingeniero: ‘no se trata de volúmenes, sino de masas que pesan y resisten’. Valores eternos como los que Tadao Ando proclama para la arquitectura, orden, ritmo, equilibrio, no se pueden conseguir sin la estructura que proporciona no sólo estabilidad sino también luz. El sabio arquitecto Louis Kahn sostenía que la renovación de la arquitectura proviene de los cambios en los conceptos de espacio, y Bruce Graham, otra de las leyendas vivas de esa profesión que compartió con el ingeniero Fazlur Khan las proezas del John Hancock Center y de la Sears Tower de Chicago, recuerda desde su retiro en Florida hasta qué punto la estructura es esencial en la creación del espacio construido. Werner Sobek, ingeniero alemán que sucedió a Frei Otto al frente del renombrado Instituto de Estructuras Ligeras de la universidad de Stuttgart y posteriormente también a Jorg Schlaich en su cátedra, asegura que cuando la técnica impregna el diseño desde la misma concepción ideológica del espacio -el programa edificatorio, se crea la base de una nueva arquitectura. La estructura detenta en gran número de proyectos, tanto en ingeniería como en arquitectura, una vocación generativa de lo formal y no sólo la estricta función resistente. Lo estructural recibe mucho pensamiento y por eso no se puede contemplar como un elemento meramente instrumental dentro de los hechos constructivos. La riqueza de pensamiento teórico y creatividad proyectual que existe en el mundo de las estructuras ha sido objeto de estudios históricos y técnicos detallados; entre los más recientes y completos puede considerarse la obra enciclopédica de Karl-Eugen Kurrer titulada The History of the Theory of Structures From Arch Analysis to Computational Mechanics. Las etapas a través de las cuales ha ido desarrollándose históricamente la ciencia estructural muestran diferencias de concepto y debates en torno a cuál es el sentido esencial de la estructura, como puro instrumento o bien en su condición de elemento con sustancia ontológica propia. También suelen diferenciar a ingenieros y arquitectos en su aproximación al hecho resistente. Así, entre los primeros existe una propensión -en muchos casos abiertamente declarada y en otros más sublimizar, a defender el valor ideológico del concepto de ‘verdad estructural’ que en su día enunció Eduardo Torroja, y que se refiere a la prevalencia de la racionalidad mecánica en la forma de las construcciones, atendiendo a la función que desempeñan y a la estructura erigida para sustentarlas. Permítasenos finalizar con una pequeña boutade estructuralista, en realidad una idea bastante más seria que frívola, de Javier RuiWamba: ‘La ingeniería estructural es el arte de modelizar materiales que no comprendemos del todo, en formas que no podemos analizar de un modo preciso, para soportar esfuerzos que no podemos evaluar adecuadamente, de manera que el público en general no tenga razón alguna para sospechar de la amplitud de nuestra ignorancia’. 5 CHINATOWN Sin las obras hidráulicas que se construyeron a lo largo del siglo pasado, España se encontraría posiblemente en estos momentos en una situación de desarrollo similar a la de los países del Mahgreb. Paradójicamente, la especie profesional del ingeniero hidráulico se encuentra aquí en vías de extinción, víctima inocente de las pugnas de la política, la inquina del ecologismo radical de corte reaccionario, y la manía persecutoria de algunos estamentos del tercer poder que han hecho suya la causa general contra el bendito quehacer hidráulico. Hemos debido volvernos tontos para pensar que el agua, con nuestra irregular pluviometría y en la mayoritariamente reseca geografía española, la da de balde la naturaleza. La complejidad de los asuntos del agua no es sin embargo exclusiva de nuestra patria, y buena muestra de ello hemos podido comprobar a través del séptimo arte. Chinatown, seguramente la mejor película de su autor, Roman Polanski, tiene precisamente como contexto la denominada ‘guerra del agua’, que se produjo tiempo atrás en el sur de California. Como se recordará, la película recreaba en clave de thriller la historia del trasvase del río Owens a la ciudad de Los Ángeles en los años Veinte. L.A., hoy una de las metrópolis más vigorosas de Occidente, es un ejemplo de milagro urbano que el agua hizo posible en un desierto árido y estéril, producto de la visión, el interés y la determinación en cierto modo despiadada de William Mulholland. Fue este ingeniero, de origen irlandés, quien encarnó mejor que nadie la épica hidráulica del sur de California. Embalses y acueductos son ejemplos corrientes de obras hidráulicas, en general elementos que determinan la política del agua en países donde la naturaleza no es capaz de aportar directamente una satisfacción -regular en lo espacial y en cantidades suficientes- de las necesidades humanas y del crecimiento económico. Pero como tantas veces sucede con las obras públicas, sus efectos benefactores se trasladan a distancia mientras que las inevitables ‘externalidades negativas’ –perdónese el uso de un término tan desgarbado- se sufren normalmente en local. De ahí el origen de muchos rechazos, que sólo pueden vencerse desde una consideración del bien público que pase por contemplar la creación de valor desde una perspectiva más general que local, pero ello exige no sólo el ejercicio de la autoridad sino especialmente de la inteligencia. El recurso hídrico parece estar maldito en España por la facilidad con que históricamente el país cae en la inacción y en las desavenencias a la hora de abordar este tema, ya viejo e impropio de un país desarrollado. Sólo en contadas ocasiones se ha podido progresar en la solución del problema, en particular con ocasión del Plan Nacional de Obras Hidráulicas cuyo autor fue Manuel Lorenzo Pardo. Plan que a pesar de su génesis en la ‘dictablanda’ de Primo de Rivera, fue bendecido por la legalidad republicana en el año 1933 y sancionado por el ministro Indalecio Prieto, siendo finalmente iniciado y en buena medida llevado a cabo por Peña Boeuf en plena era de Franco. Los próceres de antaño actuaron en este caso con mayor visión de la jugada de la que parecen ejercer nuestras autoridades de hoy, e hicieron buen caso a lo que ya decía aquel regeneracionista aragonés del Diecinueve, Joaquín Costa, en sus admoniciones hidráulicas sobre los males de la patria: “El agua no es monárquica ni republicana, ni es de derechas ni de izquierdas”. Las obras del agua no son de hormigón más que en apariencia, porque son lo que sobre todo siempre fueron: codificación de la sabiduría de un pueblo, su historia y su tiempo. Y la historia, según recordaba Fernand Braudel, gran conocedor de la civilización del Mediterráneo, ‘n’est pas autre chose qu’une constante interrogation des temps révolus des problèmes et curiosités du temps présent, qui nous entoure et nous assiège’. 6 LA PROFUNDIDAD DEL AIRE José Antonio Fernández Ordóñez fue un profesor singular dentro de la tónica que imperaba en la Escuela de Caminos. Sus clases de Estética de la Ingeniería eran diferentes de las de cualquier otra materia: ni un solo número o problema de solución única, ni siquiera libro de texto, sólo imágenes, criterios y matices enunciados con sensibilidad certera. Fernández Ordóñez tuvo una carrera distinguida también como autor, buena parte de ella en estrecha colaboración con otro gran ingeniero, Julio Martínez Calzón, pero sufrió la mala fortuna de desaparecer antes de tiempo, en plenitud de facultades e inventiva. Uno de sus últimos proyectos, en este caso nonato y envuelto en una polémica trufada de controversias y pleitos que aún hoy continúan, es el del Monumento a la Tolerancia en la montaña de Tindaya, situada en la isla de Fuerteventura. El proyecto monumental de Tindaya, cuyos orígenes se remontan al año 1994, se concibió al alimón con el escultor Eduardo Chillida, su inspirador, y con el arquitecto José Miguel Fernández Aceytuno, conocedor de las particularidades geográficas de aquella isla. La obra de Tindaya supone la horadación de un caverna cúbica de 50 m. de arista, abierta a la luz en el interior de una montaña de hermoso color y ricos matices visuales. Se trata de un lugar que en las viejas supersticiones de los aborígenes se había considerado mítico y sagrado, aunque cuando se destiló la idea albergaba la prosaica explotación minera de un yacimiento de traquita. Puede pensarse que la intención de Chillida y Fernández Ordóñez era crear allí un enclave de naturaleza híbrida, reuniendo arte, técnica y filosofía. Un sitio que bien podría pertenecer a la categoría de lo que Robert Harbison denomina eccentric spaces, lugares ambiguos donde el espacio cumple el dictado interno de la imaginación de cada uno, no una función prescrita. Dicen que la idea de Tindaya, que se dio por desechada, vuelve a cobrar verosimilitud en estos días, y que los juegos de la política animan de nuevo la voluntad de acometer una obra que quiso sustraerse de cualquier contingencia y temporalidad, para elevarse en sintonía con la pulsión espiritual del escultor y el humanismo que cultivó su buen amigo ingeniero. En la caverna de Tindaya, el fin artístico del espacio impone unas condiciones especiales al trabajo técnico, pues la detracción de material no es sino un proceso escultórico modelador del volumen y de unos contornos diseñados para acoger la luz. La cualidad metafísica del ciclópeo vacío, ‘una obra sin materia’ en palabras de quienes la concibieron, contrasta en intencionalidad perceptiva y configuración formal con otra obra de Chillida, el Peine de los Vientos, en Ondarreta. Es la luz cenital, no el viento, corte y no protuberancia, lo que dan sentido físico al santuario laico proyectado en Tindaya; el medio es aquí el aire africano, recogido en la quietud hueca del lugar. Ejemplos como el de Tindaya muestran que la ingeniería sabe también afirmarse escapando del dictum funcional, de los rigores de la norma y los apremios urgentes de la cuenta de resultados. El arte es una propiedad inefable, según dice Gustavo Torner que es artista e ingeniero a la vez, y ampliar el foco habitual de la ingeniería hacia una mayor efectividad de sus resultados para los sentidos es un objetivo a perseguir en lo cotidiano, no sólo en las grandes obras. Kant sostenía que los sentidos no engañan porque no juzgan, y a Bruno Munari, uno de los fundadores de la escuela de diseño de Milán, le gustaba repetir la regla japonesa de que lo bello es consecuencia de lo correcto. José Antonio Fernández Ordóñez buscó en la ingeniería no sólo utilidad, sino una expresión de sentimientos nobles, por eso hablaba de la importancia de la síntesis, su dificultad y mayor mérito. 7 OJOS SIN LÁGRIMAS La Ciudad Universitaria de Madrid dio lugar a la primera experiencia habida en España de realización de la idea de campus. Las ventajas sobre otras formas de organización espacial de las actividades docentes y de la convivencia de los estudiantes fueron claramente apreciadas por la Comisión que, por encargo de la Junta Constructora, visitó en el otoño de 1927 diversas universidades de los Estados Unidos. Formaba parte de esa Comisión de cuatro miembros el director de la Escuela de Arquitectura, Modesto López Otero, catedrático de Proyectos Arquitectónicos, a quien le fueron encomendados el planeamiento y la dirección de las obras que darían forma inicial a la Ciudad Universitaria. López Otero organizó una oficina técnica de brillantes colaboradores, contando entre otros con los arquitectos Manuel Sánchez Arcas, Luis Lacasa y Agustín Aguirre, miembros destacados de la racionalista generación del 25, y por parte de la ingeniería nada menos que con Eduardo Torroja. Este último supo dejar una huella bien visible de su quehacer estructural en los principales viaductos y edificios que fueron constituyendo las primeras y fundamentales piezas de un enclave llamado a desempeñar un papel modélico en la enseñanza superior dentro de España: la Ciudad Universitaria de Madrid, que habría de ser la ‘más perfecta del mundo’ según manifestaba enfáticamente en 1930 su propio director López Otero. Eduardo Torroja fue el autor de casi todas las estructuras importantes que se erigieron en la Ciudad Universitaria, antes e inmediatamente después de la guerra civil. Es curioso constatar cómo la destrucción y ruina que ésta causó en la mayor parte de los edificios no llegó a afectar más que en pequeña medida a la obra de nuestro ilustre ingeniero, ya que salvo en contadas excepciones sus estructuras se mantuvieron prácticamente indemnes a los catastróficos efectos de tantos meses de combate. Los viaductos, sobre todo el del Aire y el de los Quince Ojos, las estructuras de las Facultades de Ciencias y de Medicina, así como la del Hospital Clínico, especialmente el anfiteatro y las cubiertas de las cátedras, se mantuvieron en pie a lo largo de la contienda a pesar de los cuantiosos daños causados en el conjunto de los edificios e instalaciones del campus. La espléndida central térmica, proyectada en colaboración con Manuel Sánchez Arcas y que ganó el premio nacional de Arquitectura en 1932, resultó sin embargo severamente dañada y hubo de ser reconstruida en 1943. Sucesivas reformas y alteraciones la han desfigurado más tarde casi completamente, circunstancia que también degradó lamentablemente algunas de las grandes obras de Torroja en la Universitaria, y ello paradójicamente en tiempo de paz. Eduardo Torroja dejó en la Ciudad Universitaria cuatro magníficos viaductos, todos ellos buenos ejemplos de dignidad de las obras públicas urbanas y del espíritu racionalista que animaba a la construcción en la Edad de Plata: el de los Quince Ojos, el del Aire, el de los Deportes y el paso del tranvía sobre la avenida de los Reyes Católicos, enfrente del arco triunfal franquista. La acción cruel del tiempo y sobre todo la desidia han ido administrando a ese legado un castigo tan severo como injusto y posiblemente innecesario. Al viaducto de los Quince Ojos mutilación con saña, al del Aire sepultura, encastramiento al de los Deportes y banalidad funcional mas acumulación de superposiciones al paso del tranvía, casi degradado al papel de ejercer como un ridículo pórtico de señalización cuando había sido un modelo de finura estética y audacia estructural. Habrá que investigar qué estigma ensucia en su origen las obras de ingeniería para que ni las mejores de ellas merezcan esa forma de reconocimiento público que se manifiesta en la preservación y un cuidado decoroso, su consideración como patrimonio digno de conservarse. Preservar es un signo externo de civilización, no cabe duda, porque significa mantener físicamente vivos los registros de la memoria y trascender el tiempo individual que le toca a cada ser humano. Casi nada de la obra de Eduardo Torroja se ha preservado en Madrid; al hermoso viaducto de los Quince Ojos lo cegaron de mala manera, y para vergüenza de todos nadie soltó una lágrima. 8 LA MANO INVISIBLE La Ópera de Sydney es uno de los monumentos más célebres del siglo Veinte; una magnífica obra de arquitectura… y de ingeniería al mismo tiempo. Cuando J∅rn Utzon, arquitecto que ganó el concurso internacional de 1957, fue despedido por su cliente, el gobierno de Nueva Gales del Sur, habían transcurrido nueve años sin haberse podido aún erigir las cáscaras que dan el aire a ese singular edificio, ni tampoco construirse el auditorio subyacente, a pesar de que el coste incurrido ya se había multiplicado por siete sobre la estimación de partida. Aquel episodio puso punto final a una historia ilustrativa sobre la dificultad que en construcciones como esta supone pasar de la idea al acto, del croquis sugerente a la materialidad sustante de la obra. El caso de Utzon en la Ópera de Sydney supuso por otra parte el desvanecimiento de una ilusión, que en determinados contextos artísticos aún se trata de mantener por encima de las evidencias, que es la supuesta autonomía de la arquitectura en relación con las disciplinas técnicas, en particular con la ingeniería. El maravilloso diseño de Utzon fue, tras alteraciones nada baladíes, convertido en una realidad física gracias al equipo de ingenieros comandado por Ove Arup, que había sido requerido por la propiedad para enmendar un curso de acción a todas luces inconclusivo y que se temía abocado al fracaso. La historia de Sydney tuvo un final feliz más allá de su complicada y tensa peripecia, y sobre todo dejó una lección que no se olvida: la compenetración necesaria, en proyectos de cierta envergadura, entre la arquitectura, que es la más constructiva dentro de las bellas artes, y la ingeniería, también la más constructiva entre las artes técnicas. Es cierto que desde su escisión curricular y metodológica en el siglo de las Luces, ingeniería y arquitectura profesan relaciones de vecindad en las que siempre se notan los efectos de frontera. Unidas por el amor al hecho constructivo y por la cultura del proyecto, ambas comparten una pulsión dramática por transformar materia y paisaje, pero son diferentes al enunciar problemas, y sobre todo porque sus emociones mueven a unos y otros por trayectos disímiles. La interpretación del vínculo más inmediato, aunque incompleto y siempre tenso, entre ambas realidades -la estructura- llevaría a sentenciar que la ingeniería penetra más en su adyacente disciplina que viceversa. Sin embargo no es la necesidad– sinergia sino el entendimiento–simbiosis lo que conduce a la grandiosidad en las obras compartidas. Ninguna jerarquía, sólo estrategias y situaciones, gobiernan su cruce de miradas. Peter Rice fue uno de aquellos ingenieros que formaron parte del grupo de Arup en Sydney, y quien tuvo la responsabilidad de finalizar la Ópera sin haber cumplido aún treinta años de edad. Fue igualmente la ‘mano invisible’ de la ingeniería en otros proyectos representativos de la arquitectura reciente como el Centro Pompidou de París, trabajando aquí codo con codo con Renzo Piano y Richard Rogers. Rice entendía esta relación de complementariedad necesaria con prístina claridad. En su biografía An Engineer Imagines, publicada tras la siempre inoportuna y en su caso prematura muerte, Peter Rice manifestaba: ‘The engineer when faced with a design will transform it into one which can be tackeld objectively […] I would distinguish the difference between the engineer and the architect by saying the architect’s response is primarily creative, whereas the engineer’s is essentially inventive […] Engineers to many people, especially to the public, are mysterious figures […] The essence of the engineers’ problem then is that their work is either not understood or is given scant treatment by the media; even the engineers’ own media fail fully to express the mystical excitement of the engineering challenge’. La mano invisible de Rice hizo visible la obra entre otros de Utzon, la de Manterola levantó la de Moneo y Saiz de Oiza, la de Martínez Calzón lo hizo con Foster y Tagliabue, Rui-Wamba se la prestó amistosamente a Nouvel y Torres, Jiménez Cañas a Herzog y De Meuron… Buenas manos, y sobre todo una elocuente sabiduría. 9 LA CULTURA DEL AGUA Del agua concluía Paracelso que es la matriz de la vida y de todas la criaturas del mundo, sustancia mítica que transciende su materialidad y se manifiesta en nuestra mente con la cualidad de un símbolo. El siglo Veinte fue el tiempo de las hazañas hidráulicas en España, que dieron lugar a episodios apasionantes como la construcción de los saltos del Duero, obra colectiva de generaciones sucesivas de ingenieros -de Orbegozo a Galíndez, entre Ricobayo y Villarinoque alumbraron extraordinarios procesos de creación de valor. Pero los saltos de agua no sólo se han de ver como preciados activos de producción hidroeléctrica, porque muchos tienen además objetivamente valor cultural por su historia y sus cualidades estéticas, incluso pueden contemplarse como ejemplos conmovedores de una materialidad telúrica potente y al tiempo etérea, obras que dan lugar a un diálogo profundo entre arte, técnica y naturaleza. Un salto de agua puede verse ciertamente como una obra de arte o incluso albergar arte. El del Jándula dio la oportunidad para que Casto Fernández-Shaw inventase una bolsa marsupial dignísima para acoger la central eléctrica en el regazo de la presa de Mengemor, otorgando al paramento de aguas abajo una marcada filiación expresionista y a la arquitectura una oportunidad singular de lucimiento hidráulico. Otras intervenciones afortunadas de un arquitecto, en este caso Vaquero Palacios, son la sala de turbinas del salto de Grandas de Salime sobre el Navia, y especialmente el edificio de maquinaria de la central de Proaza en el río Trubia, una buena síntesis entre ingeniería hidráulica, arquitectura y artes plásticas. Por otra parte, cómo no recordar entendimientos disciplinares como el de Juan José Elorza e Ignacio Álvarez Castelao en Arenas de Cabrales, Silvón, y sobre todo en el salto de Arbón. Los saltos ya estaban presentes en la imaginería del futurismo, en las formas que dibujaba y proponía Antonio Sant’Elia, que era por lo que se ve una especie de criptoingeniero y no sólo literariamente como dicen de Yarfoz, el hidráulico oscuro inventado por Sánchez Ferlosio. Siempre hubo la sospecha de que el heteróclito escritor estaba secretamente influido por las aventuras de Torán, a través de lo que le contaba de él su mujer, Carmiña Martín Gaite. Imposible escribir algo acerca del agua sin traer a colación a Benet, don Juan, que si fundamentaba su pasión hidráulica más en la imaginación que en el rigor, fue a consecuencia del tiempo libre que le sobrevino en los duros inviernos de cuatro años consecutivos pasados en la construcción de la presa del Porma. Allí inventó Región, de la que según confesaba, no le hubiese gustado más que ser una especie de tirano hidráulico. De aquellos años datan unas casi desconocidas ‘Notas concernientes a ciertas estructuras hidráulicas basadas en la fantasía’ que al no haberse editado sólo se conocen por el testimonio directo del propio escritor en tertulias de amigos y alguna que otra charla. Argumentaba el mismo Benet que si en la literatura, el arte plástico, el drama, la ciudad, la tecnología futurista y toda invención se pueden recabar los recursos de la fantasía, ¿por qué no ha de haber en el campo del espíritu entrada para una Hidráulica Fantástica? Esas elucubraciones dieron lugar a conceptos divertidos como el ‘canal peludo’, el ‘aliviadero rotativo de eje vertical’ o la ‘impermeabilización con porquería’. Ensoñaciones de una materialidad poderosa, de una cultura llena de reminiscencias y adivinaciones. 10 VALOR DE UN PUENTE: EUSKALDUNA Ojalá se pudieran clasificar los puentes con criterios parecidos a los de la flora o la fauna, como postulaba Baudrillard para ‘l’inmense végétation des objects’, en lugar de hacerlo a partir de materiales, tipos estructurales o sistemas constructivos, lo habitual en nuestra grave y racionalizada costumbre de ingenieros. Si así fuera, nos aventuraríamos a pensar que el puente de Euskalduna proyectado por Javier Manterola para cruzar la ría de Bilbao en el lugar donde estuvieron los astilleros, es una especie de evolución filogenética del Khunda Bridge de Rendel, localizado en el Punjab y que sirvió en su día al tráfico de los trenes del East India Railway. No es que entre ambos puentes en celosía se adviertan similitudes de relevancia en cuanto a su función o en los aspectos técnicos sustantivos, menos aún en dimensiones, geometría o definición formal. Pero los dos transmiten -con la salvedad del tiempo transcurrido- una impresión de vigor equiparable, a pesar de que la rotundidad rudimentaria de la obra del ferroviario inglés contrasta en disonante con la expresión de fina y depurada armonía del puente levantado por el maestro español. Precisamente de ese puente dijo Manterola que en él hubo una doble búsqueda: por un lado la que impone la planta curva en dintel y celosía, y además la asimetría forzosa de la sección. No se trata de dificultades nuevas que afloran en el diseño de puentes de la mano de este proyecto, pues tampoco lo son las circunstancia que las provocan, función y emplazamiento, o bien la discrecionalidad formal del autor. Lo cierto es que en Euskalduna el resultado impresiona por atrevido y espléndido. Es así por la potencia figurativa, casi violenta, que da a la planta del puente un cuadrante de radio mínimo, y también por el ritmo que esa misma curva imprime a la evolución de la celosía central y a la sección transversal, doblemente antisimétrica. En Euskalduna se siente vigor y armonía, pero no inocencia, como tampoco la hubo posiblemente en los puentes de Maillart. No está de más que un ingeniero se pregunte cómo se juzga externamente el valor, el mérito formal de un puente. Una vez que los avances técnicos han permitido superar con creces lo que Martínez Calzón llama el estado de necesidad estructural, hay que reconocer que la valoración pública de la obra reside más en su inserción en el entorno que en la estricta elegancia resistente o coherencia funcional. Pero el contexto de un puente no lo define sólo el medio físico que lo acoge, sino el factor humano que lo recibe y experimenta, y especialmente el entorno mediático que pone o no en valor sus atributos. La valoración suele tener truco, porque el público no establece espontáneamente su juicio salvo en lo evidente. La pura valoración formal, sin llegar a ser decisiva, exige un trabajo analítico para reconocer patrones de tempo y fluidez que identifiquen la voluntad de armonía e intencionalidad en la expresión constructiva del puente, incluso cuando la estructura es dominante sobre los criterios de proporción, como es el caso de Euskalduna. Dicen los entendidos que a partir de los Cincuenta, tras la realización de Dischinger en Stromsund, se perdió el valor semiótico de la proporción por la tendencia abusiva a los tipos extradosados, y el logro consecutivo de vanos kilométricos banaliza hoy por otra parte la percepción de la audacia estructural en el proyecto de un puente. Al margen de la proeza que suponen objetivamente las muy grandes luces, también Schlaich ha manifestado que la calidad general de ciertos puentes modernos deja que desear, pues las herramientas actuales no sólo amplifican la capacidad de diseño virtuoso sino que también pueden dar rienda suelta al mal gusto y la mediocridad. Las grandes obras de ingeniería, los puentes de envergadura, otorgan a sus creadores la posibilidad de actuar con la gracia que André Breton llamaba ‘le souffle du merveilleux’. El primer manifiesto del Surrealismo advertía que lo maravilloso es siempre bello, todo lo maravilloso es bello, e incluso debemos creer que solamente lo maravilloso es bello. Tanta fe se tiene en la vida, que todo está al alcance de la mano. 11 ON THE ROAD El paisaje, que es una manifestación visible del territorio, mantiene con el hombre una relación de reciprocidad tensa, nada fácil ni resuelta con la bondadosa sencillez de quien trata un bien querido. Exceptuando los parajes que permanecen inaccesibles y por tanto impolutos, es el campo corriente o territorio a la vista el ejemplo quizá más palpable de los efectos de la acción antrópica, y también el referente principal de los diálogos que pueden establecerse en torno a ese bien público, ubicuo pero de calidad variable que se encuentra constituido por el paisaje. Sobre este concepto, abundante en usos y significados, pueden efectuarse una pluralidad de lecturas interesantes en claves más incisivas que la naïve interpretación psicogeográfica o ecomorfológica al uso. El paisaje como bien cultural se inscribe en el imaginario público a partir del segundo tercio del siglo Veinte, esencialmente por obra y gracia de uno de los artefactos más extendidos que ha producido la ingeniería: la carretera. Antes de las carreteras el viaje era fruto obligado de la necesidad, salvo cuando tenía fines educativos o constituía una forma selecta de ocio, el Grand Tour, privilegio de los ricos. El paisaje solo llegaba al hombre corriente a través de sus representaciones pictóricas o literarias, tampoco entonces al alcance de todos. La democratización del acceso al paisaje, con todo lo que tiene de positivo y negativo, así como la superación de la localidad de referencia en la geografía visual del individuo contemporáneo, son hechos que se deben fundamentalmente al activismo de la ingeniería del transporte. Cada modo de movilidad lleva en sí mismo su propio paisaje, es decir una forma de percepción del medio. La carretera habilita el acceso al paisaje de manera más rotunda que ningún otro modo, porque la enorme extensión y la densa capilaridad de la red viaria lo hacen posible, sitúan este bien democráticamente frente a los ojos del viajero y permiten su contemplación discrecional a todo aquel que lo desee. Todas esas cosas consigue a ras de suelo la trivial -es un decir- carretera, que no da forma por sí misma al paisaje e incluso de alguna manera lo hiere en su virginal pureza, pero a cambio lo hace humanamente real, alcanzable y perceptible a la vista. La carretera es cultural y sociológicamente inseparable de las ideas de progreso y libertad. Carlo Magnani, rector del Istituto Universitario di Architettura di Venezia, manifestaba recientemente su convicción acerca de la necesidad de un cambio en la percepción de la carretera, que debería trasladarse también a su propia ingeniería. Pensar que la carretera no es solamente una base física de la movilidad, sino que puede desde una aproximación cultural más amplia considerarse algo parecido a la realización espacial de una utopía. En sus propias palabras, ‘…spazio da vedere e per vedere, dotato di un interno e di un esterno, lo spazio della strada è spazio pubblico per eccelenza’. dialogaba con Calder el ingeniero en los términos siguientes: ‘How can art be realized? Out of volumes, motion, spaces bounded by the great space, the universe.Out of different masses, tight, heavy, middling—indicated by variations of size or color—directional line— vectors which represent speeds, velocities, accelerations, forces, etc. . . .—these directions making between them meaningful angles, and senses, together defining one big conclusion or many. Spaces, volumes, suggested by the smallest means in contrast to their mass, or even including them, juxtaposed, pierced by vectors, crossed by speeds. Nothing at all of this is fixed. Each element able to move, to stir, to oscillate, to come and go in its relationships with the other elements in its universe. It must not be just a fleeting moment but a physical bond between the varying events in life. Not extractions, but abstractions. Abstractions that are like nothing in life except in their manner of reacting’. 12 EL TALLER ¿A quién no le agrada imaginar que la obra que uno dejará tras la vida puede llegar a reivindicarse, por los jóvenes colegas del futuro, como fuente de inspiración sobre forma y estructura, equilibrio, movimiento o, por qué no, color? Pocos como Calder lo han conseguido, aunque para ello hubo de cambiar el rigor del cálculo por la emoción, y el teatro de una oficina técnica por el circo de una vida plenamente abierta al arte. Porque Alexander Calder, nacido en una pequeña ciudad al sureste del estado Pennsylvania en 1898, quiso, supo y pudo dar el salto que le hizo dejar de ser un ingeniero anónimo para convertirse en un artista legendario y adorado. De Calder, el ingeniero mecánico que entre 1919 y 1925 trabajaba emboscado en la espesura de la New York Edison Company o en puestos de parecido lustre, a otro Calder, el nuevo, el que va desde 1925 a 1976, el escultor y artista de otras artes móviles y ‘estábiles’, objetos en cierto sentido inclasificables. En la visión de su propio arte, el escultor Calder Al crítico Clement Greenberg, que tanto influyó sobre el arte moderno norteamericano, especialmente en el movimiento del expresionismo abstracto, no le gustaba Calder, a quien consideraba infantil, históricamente descontextualizado y errático. Dicen que Greenberg recelaba por principio de la capacidad artística de alguien que provenía del mundo de la técnica, que hizo del eclecticismo un ejercicio de imaginación a su antojo sin adherirse a ninguna corriente teórica ni escuela, pues no en vano por ello había abandonado anteriores camisas de fuerza. El arte de Calder fue producto de una actitud independiente, y expresó el sentido de la libertad con el que el escultor deseaba impregnar su vida. Demasiado biomórfico a los ojos de los constructivistas, tampoco bueno para los expresionistas abstractos, pues ‘rozaba el rococó’. El severo Greenberg, que pretendió reglamentar con su juicio excluyente la creatividad neoyorkina de postguerra y entronizar su gusto personal de orden y pertenencia, juzgó que Calder no era otra cosa que un modernista sin rumbo, alguien imposible de situar dentro de su esquemática concepción de la vanguardia, salvo quizá como un exponente del degradante kitsch. Hay algo en el espíritu dramático que anima el mundo de las bellas artes, una respuesta instintiva pero también categórica que desconfía profundamente de la técnica, de su adherencia al logos y de la idea de utilidad. Pero ¿es simplemente posible una maniobra elusiva? 13 CONSPIRACIÓN Y GOBIERNO En una profesión tan próxima al poder como la de los ingenieros de Caminos, raro sería que de vez en cuando no apareciese algún político notorio. Pues ciertamente ha habido políticos, y aún los hay, unos finos y otros más toscos, que de todo ha de haber en la casa del Señor según recuerda el dicho castellano. Nos quedaremos con los de primera categoría, rememorando a uno de los personajes clave de la política española en la segunda mitad de aquel movido y al tiempo inconclusivo siglo Diecinueve, una especie de movimiento browniano de la historia de España que todavía proyecta algunas secuelas en nuestra realidad presente. Nos referimos a Práxedes Mateo-Sagasta, a quien se recuerda comúnmente como Sagasta a secas, egresado de la Escuela de Caminos en el año 1849 y al que su vocación pública y el gusto por el poder llevaron a ejercer la presidencia del Consejo de Ministros, nada menos que… ¡siete veces! Un Sagasta que fue en su juventud, no el ingeniero convencional y acomodado que disfruta un buen destino en provincias –en su caso la jefatura de Obras Públicas de Zamora, sino un revoltoso inconformista y conspirador hasta tal punto de haber llegado a ser condenado a muerte, pena que burló al conseguir exiliarse en Francia. Personaje anticonvencional en sus costumbres y enfant terrible de las Cortes Constituyentes del Bienio Progresista de Espartero entre 1854 y 1856, era masón declarado y públicamente reconocido, así como un buen fabulador de sí mismo –se dijo de él que raptó a la mujer de su vida, Ángela Vidal, el mismo día que la joven se desposaba en contra de su voluntad con un militar. Impulsó como político la primera formación liberal-progresista que cuajó en nuestro solar patrio, fundando y liderando el partido Liberal; ese fue Sagasta. Sagasta presidió el gobierno de España primero en el Sexenio Democrático con Amadeo de Saboya de rey, una vez más en los meses previos a la restauración borbónica de 1874, y en cinco ocasiones ya al frente del partido Liberal entre 1881 y 1902, varias de ellas en alternancia pacífica con Antonio Cánovas del Castillo, líder del Partido Conservador. De los discursos de Sagasta, merece la pena recordar algunos fragmentos, que iluminan al ingeniero del Estado en el trasfondo del ideario del político liberal progresista. ‘¿Cuál es la primera necesidad de España, y por consiguiente, cuál es la primera línea que hemos de considerar como general, como de primera y más urgente necesidad? La línea que nos haya de poner en comunicación con toda la Europa […]’. ‘Aquellos que deseen una razonada descentralización que proporcione a los ayuntamientos y diputaciones provinciales la vida necesaria para dar rápido impulso a los intereses de la localidad; aquellos que pretendan que el presupuesto del Estado se invierta en obras de utilidad pública en vez de consumirse casi en su totalidad en un personal excesivo de empleados; aquellos que aspiren a una bien entendida desamortización, […] esos deben votar mi candidatura sin escrúpulo, sin recelo, con valor’. ‘Hagamos, todos, Sres. Diputados, esta política grande, generosa y salvadora, cada cual dentro de sus ideas; contribuyamos todos, colocándose cada uno en el lugar a que por sus estudios, sus aspiraciones o su experiencia sea llamado, sin odio, sin encono hacia los demás […]’. 14 SOLUCIÓN DE UNA CONJETURA La matemática forma parte si no central, al menos vertebral de la cultura de la ingeniería, y eso es así desde el origen ilustrado de la profesión. La nómina de ingenieros que alcanzaron la gloria en la ‘más pura’ de las ciencias es larga, especialmente en la época dorada que va desde mediados del Dieciocho hasta bien entrado el siglo Veinte: Jacobi, Monge, Poisson, Fourier, Cauchy, Dupin, Navier, Maxwell, Hadamard, Poincaré… por señalar una pequeña muestra. El último de ellos es quizá también el que cierra –al menos de momento- la lista de los ingenieros-matemáticos consagrados dentro de la elevada y abstracta disciplina, una subespecie distinguidísima dentro de la ingeniería que reúne a quienes han sabido crear a la vez ciencia y técnica, los ilustres polymaths. Poincaré dejó una obra matemática de profunda originalidad y frescura, que hoy aún se continúa digiriendo casi cien años tras su muerte. Buen ejemplo de ello es el affaire Perelman, nombre del matemático ruso que demostró en el año 2002 la conjetura topológica enunciada por el sabio francés y hasta entonces sin solución probada. Este episodio, aún reciente, se recuerda por la repercusión mediática del excéntrico comportamiento del genio ruso. Poincaré exhortaba a los ingenieros franceses a ahondar en el conocimiento experimental de los secretos de la naturaleza y acudir a las abstracciones de la teoría como fuente de ideas nuevas. Reclamaba así para la ciencia un papel inspirador de la práctica que la eleva sobre la rutina de los códigos y las normas técnicas, porque como decía 'cette alliance de la théorie et de la pratique est certainement le caractère distinctif du génie'. A pesar que para él la ciencia en sí misma no tendría la acción transformadora del mundo como objetivo esencial de su ser sino simplemente el descubrimiento de la verdad: 'la recherche de la vérité doit être le but de notre activité; c'est la seule fin qui soit digne d'elle’. La faceta de Henri Poincaré como filósofo de la ciencia es por otra parte sumamente interesante, y dentro de ella se pueden encontrar controversias más o menos sonadas que mantuvo en su tiempo con otras personalidades notables como sir Bertand Russell. A través de algunas de ellas se desvela su concepción personal sobre diversas cuestiones nucleares del pensamiento científico, como por ejemplo el papel que juegan las convenciones y la experiencia dentro de la matemática, o el estatuto científico que se debería otorgar a las hipótesis en el campo de la física. La actitud mucho más vitalista que formal -en sentido filosófico- de Poincaré, lo que Heinzmann llama su 'ocasionalismo pragmático', fue criticada en general por los epistemólogos y muestra cómo el alma práctica del ingeniero latía en el fondo del pensamiento de este gran sabio, para el que 'la connaissance est une action de l'âme'. La ingeniería no es ni mucho menos independiente de la ciencia, pero ejerce un razonable grado de autonomía. Puede asegurarse que la ingeniería posee una capacidad autogenerativa que hay que tener en cuenta, que no se explica exclusivamente a través de un nexo causal porque obedece a las luces que provienen de su propia razón, compleja e inclusiva. Dejemos que sea Ove Arup, otro de los ingenieros más renombrados del siglo Veinte y fundador de la firma que lleva su nombre, quien ponga la reflexión final con sus propias palabras: 'Engineering is not a science. Science studies particular events to find general laws. Engineering design makes use of these laws to solve particular practical problems. In this is more closely related to art or craft; as an art its problems are underdefined, there are many solutions, good, bad and indifferent'. En el fondo podría decirse que la verdadera distancia que mantiene la ingeniería en relación con la ciencia, lo que más hondamente las separa dentro de una cultura en cierto modo común es el libre albedrío del que goza la primera de ellas para imaginar desde su propia razón técnica, y sobre todo -sobre todo- la tensión que produce el acto físico de crear, de culminar satisfactoriamente lo imaginado en el reino tangible de los sentidos. Una lógica de la acción más que de la explicación, y desde luego, un sin fin de valores en otra escala. y 15 FANTASÍA Italo Calvino dijo que la fantasía es un lugar en el que llueve. El espíritu fantástico, creativo o lúdico, al jugar esencialmente con representaciones, se suele deslizar por lugares situados entre la belleza silvestre y dada de la naturaleza y la afectación elegante del arte. Cuando se discute sobre la producción de imágenes o de ideas fantásticas, resulta inevitable cuestionar la validez rigurosa de la perspectiva científica que tanto agradaba a lord Russell, epistemólogo de buena familia que después de darle muchas vueltas a las cosas se quedó en el punto muerto de un monismo neutral. El paisaje natural -y también en cierta medida el construido- se presenta a los ojos humanos como un medio físico-emocional activo que puede ser bello o sublime aunque también escueto o contingente, lo cual tendría una importancia psicológica menor si se piensa con Jung en la dualidad con que el hombre opera en materia de sentimientos, unas veces con el animus y otras con el anima. La divergencia que se intuye entre la generalidad fisiográfica y objetiva del paisaje y la particularidad más precisa de su interpretación personal lleva mediante una curiosa asociación de ideas a recordar la obra de Eduardo Torroja, ingeniero diseñador de luces más que de estructuras y un gran constructor de emociones, no de obras que otros hubieran podido resolver con menos ciencia y seguramente también con peor gracia. En su forma de hacer, estudiada con profusión desde el punto de vista de la mecánica estructural pero no tanto en su importantísima capacidad de fijación afectiva, aún se distingue el sentido inequívoco de modernidad elegante y una manera cristalina de narrar la verdad con la naturalidad que lo hace el paisaje. Lo que construía el gran ingeniero eran reflejos de un campo de intenciones siempre nuevas, apoyadas en una razón técnica intrínseca de clave propia que merece ser recreada en su valor metalógico por ser rica en invariantes y formas normales. Torroja debería ser investigado en el plano de los símbolos, porque puede haber más elementos sutiles encapsulados tras la claridad de su lenguaje que razonamientos anelásticos y ecuaciones elípticas. Habría que hurgar en su gramática y extraer de ella el canon de singularidad, los referentes contraídos y expandidos por la imaginación del maestro. Hay obras de Torroja que son una pura exaltación de la luz, no sólo las archiconocidas láminas de Recoletos y la Zarzuela. La luz que él supo construir era fantástica y muy evidente porque sus estructuras exentas y lisas despreciaban muletas de cualquier índole, fueran apoyos o nervaduras. Su luz era la de un ingeniero que no sólo iluminaba el hecho constructivo con la excelencia de su imaginación estructural. Torroja fue una figura que para muchos aún representa una especie de culto despiadado a la inteligencia, un sentido intelectual y aristocrático de la ingeniería, pero demostró poseer además la pasión fría del romanticismo alemán y murió joven, aunque no tanto como el Werther de Goethe. Ambas figuras y ambas ocupaciones, ingeniería y literatura, expresan actitudes humanas y resultados dispares en su manera de entender y poner en claro mandatos interiores. La diferencia que marca el tiempo entre una y otra es sobre todo esa duda que se establece en un caso sobre el valor de la palabra, en otro sobre la noción de certidumbre y la pervivencia de lo material y lo construido.