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EL DESAHUCIO
DEL REY DEL
MUNDO
Francisco Betés de Toro
© Bubok Publishing S.L., 2011
1ª Edición
ISBN: 978-84-9009-772-4
DL: M-42580-2011
Impreso en España / Printed in Spain
Impreso por Bubok
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
La noticia ................................................
Tomando tierra ........................................
Informando al equipo ..............................
Roland ......................................................
Juan y Rocío ............................................
Cerrando la negociación ..........................
José Luis ..................................................
Un trapo sucio ........................................
El Camino de Santiago ............................
El fracaso de Akim ................................
Ya no tengo que volver ..........................
Saliendo por la puerta grande ................
Fuera hacía mucho frío ..........................
Problemas en el nuevo equipo ..............
Deserciones ............................................
Fuera del Consejo ..................................
Quemando los recuerdos ......................
Tarde en Sevilla ....................................
Buscando el camino ..............................
La llegada de Akim ..............................
Los nuevos colegas ................................
Recuerdos de juventud ..........................
Nuevas oportunidades ..........................
El juicio ................................................
Nueva estrategia para el Grupo acc ......
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Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
La experiencia de Uriarte ......................
Redescubriendo a la familia ..................
Reencuentro con Akim ..........................
El monasterio ........................................
Existencias inútilmente maravillosas ....
La soledad de Roland ............................
Visita al Presidente Hens ......................
De vacaciones con Jesús ......................
La oportunidad de Roland ....................
La adjudicación ....................................
Tormenta en las alturas ..........................
Se cierra el círculo ................................
La muerte es parte de la vida ................
No hay meta ..........................................
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INTRODUCCIÓN
A modo de explicación del autor
El 14 de diciembre de 2010 escribí en mi blog personal
www.franciscobetes.com la siguiente entrada:
Cómo acabar una novela
Cuando una persona está en la cúspide de su carrera
profesional, cuando ha conseguido con su esfuerzo posición, poder y dinero, y de un día para otro se encuentra en
la calle sin entender cómo pueden hundirse a su alrededor
los cimientos en los que ha construido su existencia, una de
las cosas que puede hacer es escribir una novela para
echar fuera parte de su duelo.
Cuando una novela se atasca a la mitad y se queda así
durante años, es difícil encontrar un método para relanzarla y conseguir acabarla.
Inicié El desahucio del rey del mundo hace cinco años y
lleva más de dos parada. Para relanzarla se me ha ocurrido publicarla por capítulos en mi blog. Uno cada semana. Espero que eso me obligue a acabarla y además me
permitirá, con los comentarios que reciba, orientarla, co7
rregirla, y tener la sensación de compartirla. ASÍ
SEMANA QUE VIENE, PUBLICARÉ EL PRIMER CAPÍTULO.
QUE, LA
El 28 de mayo de 2011, a las 20.20 horas, escribí:
Lo conseguí.
El último capítulo.
Desde ya soy un autor a la búsqueda de editor.
Gracias a todos por vuestra ayuda.
Sinceramente, creo que no podría haber terminado sin
vosotros.
Un abrazo a todos.
En poco más de cinco meses con la inestimable e imprescindible ayuda de muchos amigos, que en su mayor
parte habían vivido situaciones en algún punto coincidentes con la peripecia del protagonista de la novela, había
conseguido terminar el trabajo.
Pero todo había empezado mucho antes, cuando yo viví
una experiencia de salida «acordada» de mi última empresa. Tenía 52 años y no sabía hacer otra cosa que trabajar. Comencé a «dictar» la novela en 2004. Sí, a dictarla,
porque mi costumbre de redactar informes en la oficina
hacía que las ideas brotaran con mayor rapidez de ese modo
que con mi nula capacidad para teclear. De hecho, dictaba
hasta las respuestas a los correos electrónicos. Así que más
que aspirante a escritor soy aspirante a «dictador». El método del dictado me dio un texto fuerte, directo y esquelético, de un centenar de hojas, que recogía la esencia del
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proceso vivido, pero al que, aún en mi ignorancia, sabía
perfectamente que no podía llamarle novela. Esta primera
«redacción dictada» la debí terminar a finales de 2005. Y
así se quedó durmiendo el sueño de los justos hasta que
tuve la feliz idea de pedir ayuda a mis amigos.
En homenaje a Hitchcock y a sus apariciones breves en
las películas que dirigía, me he permitido aparecer con
nombre y apellido en el capítulo referente al Foro de Encuentro, excepcionalmente. Como relata la novela, yo lancé
la iniciativa a un grupo de directivos de compañía que habían vivido situaciones de salida similares a la mía de crear
un foro en el que poder compartir nuestras experiencias en
la nueva etapa y que se articula través de almuerzos mensuales en los que invitamos a personas destacadas en su
profesión, para que nos aporten sus conocimientos y experiencias, en lo que termina con una agradable tertulia de
buen nivel intelectual. El grupo cuenta a mediados de 2011
con más de doscientos adheridos y han pasado por nuestros
almuerzos alrededor de ochenta personas, desde ex ministros a deportistas de elite, periodistas, sindicalistas, humoristas, economistas, actores, políticos, expertos en demografía o en la cultura del vino y un largo etcétera. Nuestros
invitados en su totalidad han salido encantados de compartir sus experiencias con nosotros.
Pues bien, ha sido ese grupo de personas que nos hemos
conocido en los últimos años, pero que tenemos en común
esa fuerte vivencia personal, el que me ha permitido terminar la novela. Con una ayuda en muchos casos entusiasta y
siempre dispuesta, y que desde el comentario y la crítica, ha
llegado a la redacción de partes enteras de algunos capítulos. Quiero dejar constancia de las personas que me han
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ayudado. Esperando no olvidar a ninguna, han sido Jaime
Estállela, Prudencio de Luis, Octavio Roldán, Alejandro
Daroca, Inma Canet, Francisco Martínez, Evaristo del Río,
Vicente Benedito, Ángel Durandez, Antonio Pulido, Luís
Escauriaza, Rafael Fernández, José Ignacio Echegaray,
Lázaro Villada, Lorenzo Peribáñez, José María Zamarrón,
Luis Juango, Augusto Caro, Alberto Fuster, Pedro SáenzDiez, Joaquín Casals, Fernando Estévez, Joaquín Aspiroz,
Víctor Goyenechea y Francisco Norte. Quiero agradecer
públicamente su ayuda, pues a través de sus comentarios a
cada capítulo publicado me han permitido que la novela se
terminara. En este proceso el relato ha crecido no a lo largo,
ya que el final existía, sino a lo ancho, incorporando contenidos, personajes, situaciones, y una mayor interrelación
del protagonista con su entorno.
No voy a entrar a analizar el absurdo que suponen las
prejubilaciones y el desperdicio de arrumbar tal cantidad de
talento. El libro coral que nos atribuimos Enrique Arce y
yo, El Mayor Activo, hace un análisis muy científico de esta
barbaridad. El desahucio del rey del mundo pretende ser un
reflejo del tránsito personal a la siguiente etapa. Es un relato en el que aprovechando esta peripecia vital se incluye
una reflexión sobre el paso del tiempo y el sentido de la
vida. Y es un relato optimista, porque en la vida real esta
transición acaba bien y cuando no es así, es porque el protagonista no lo ha intentado con suficiente esfuerzo.
Espero que los lectores se entretengan leyendo la novela, y secretamente también espero que a algunos de ellos
les ayude a superar su duelo.
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Capítulo 1
La noticia
El hombre se levantó lentamente de su sillón de cuero y
dando la vuelta a la mesa de su despacho se acercó a un
gran ventanal. Miraba sin ver la gran avenida que atravesaba la ciudad desde el piso 38 en el que se encontraba su
despacho de Director General de la Compañía. La llamada
del doctor Peter Slusche, Director del Área Internacional de
la casa matriz en Zúrich, le había dejado profundamente
impresionado. Es cierto que dos años antes había empezado
a notar cosas extrañas. Fue desde que le mandaron a Roland, oficialmente para ayudarle como segundo de a bordo.
Él no había pedido ayuda y al principio le pareció una extravagancia y un incremento absurdo de gastos, pero no
había ningún peligro. Llevaba más de diez años como Director General de la Compañía en España, las cifras eran
razonablemente buenas y siempre había tenido la confianza
de los suizos. «Que me manden a alguien si quieren
—pensó—, al fin y al cabo me quitará pesadas labores de
realización de informes a la casa matriz». Así que le recibió con los brazos abiertos, le ayudó a instalarse y le invitó
varias veces a cenar a su casa para que se fuera orientando
en su nuevo país.
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Durante los primeros meses tampoco vio ningún peligro. Roland no aportaba gran cosa, pero aprendía rápido el
negocio, era amable con la gente, y el equipo le trataba con
esa deferencia servicial con que los españoles tratamos a
los extranjeros que intuimos tienen alguna relación con el
poder.
Pronto se empezaron a ver las verdaderas intenciones de
los suizos. Insistieron mucho para que Roland le acompañara a las reuniones trimestrales de análisis de resultados
que se celebraban en Zúrich. Al principio se opuso porque
no vio la utilidad, pero ante la insistencia de sus jefes prefirió transigir.
El punto claro de inflexión se había producido ya hacía
un año, pensaba, mientras seguía sin ver el enorme atasco
de tráfico que se producía muchos metros más abajo. Sí,
ése fue el momento, cuando le dijeron que ya no hacía falta
que él fuera a las reuniones de Reporting, que bastaría con
que Roland asumiera la representación de la filial española.
Protestó, intento rebelarse e incluso fue a ver al Presidente
de la Compañía, al que conocía bien, porque que había sido
una de las personas que le seleccionaron cuando le contrataron hacía más de quince años. Quince años ya, casi toda
una vida profesional que ahora terminaba. Había sobrevivido este último año con la incomodidad de saberse permanentemente ninguneado. Había intentado dar la cara frente
a su personal y en las relaciones con el mercado y sus colegas. Era consciente de que llegaría el momento en el que
no sería necesario para la filial española. En dos ocasiones
había tenido oportunidad de hablar con Peter Slusche, su
jefe directo, y éste le había dicho «no te preocupes, cuando
no te necesitemos en España tendremos un buen puesto
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para ti en otro país». Otro país... Al principio no le hizo gracia pero después, con el tiempo, se hizo a la idea. Pensaba
que las filiales en Francia o en Italia serían un buen paso
adelante dentro de su carrera profesional. Hasta temía en
algún momento que la nueva sociedad de Polonia, destinada a aprovechar la ampliación de la Comunidad
Económica Europea, fuera su destino. Hasta a eso estaba
resignado. Hasta a dirigir la nueva Compañía polaca.
Pero hoy de pronto todos esos planes habían terminado
abruptamente. Slusche le había dicho que no contaban con
él ni en España ni en ninguna otra filial del Grupo. Que estaban dispuestos a llegar a un acuerdo generoso para que
dejara la Compañía.
Al recordar la conversación telefónica no podía reprimir
su sentimiento de ira y de dolor. ¿Qué había hecho él para
merecer este trato desconsiderado? Llevaba quince años en
la Compañía, en la que ingresó en el momento de su creación. Su carrera había sido brillante en todo momento. Los
puestos más altos y las responsabilidades mayores le habían ido llegando de forma prácticamente continua y natural. Los éxitos en las gestiones de su responsabilidad habían sido constantes. Guardaba una lista completa de cartas
de felicitación de todos sus colegas. En los últimos años, ya
en el puesto de primer ejecutivo de la empresa, la integración en su puesto había sido total, la Compañía en España
y él eran la misma cosa. Había trabajado por ella no solamente con horarios inhumanos y con dedicación total y absoluta, sino que se había identificado de tal manera, que si
hubiera sido suya no la habría defendido mejor. Estaba orgulloso de lo que había hecho y sabía que contaba con el
respeto e incluso la admiración, no solo del personal de la
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Compañía, sino también de sus colegas del sector y del
mercado en general. Bien se demostró cuando conmemorando los hitos del desarrollo de la filial española había
montado aquellos actos de celebración para festejar los crecimientos de la facturación. Los primeros 10.000 millones,
los primeros 20.000 millones de pesetas, y no hacía mucho
los primeros 350 millones de euros. En todos los discursos
le habían citado, e incluso el ministro se refirió a él como
modelo de hombre de empresa por su empuje y su dinamismo en el desarrollo de los negocios y, además, lo había
dicho delante del doctor Hens, Presidente Mundial de la
Compañía.
De esto hacía poco más de dos años, y ahora acababan
de decirle que no contaban con él, que ya no era necesario,
que podía irse cuando quisiera, es más, que estaban dispuestos a pagarle para que se fuera.
—Hijos de puta —dijo en voz alta, conteniendo a duras
penas su rabia.
Sonó su teléfono. Respiró hondo para recobrar la tranquilidad y descolgó.
Su secretaria, Sonia, le indicaba que Fuentes, el Director
de Compras, deseaba verle para consultar con él los presupuestos del segundo semestre. Le dijo que no, que ya lo verían mañana, y aprovechó para indicarle que iba a salir, que
no volvería hasta el día siguiente y que no necesitaría al
chofer.
Pasó a su lavabo privado para refrescarse, mientras se
repetía continuamente «calma, calma, calma, siempre has
sido un hombre que has tomado buenas decisiones. Esto no
es más que un problema que se puede resolver si lo anali-
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zas adecuadamente». Pero el análisis racional era imposible. Las emociones se desbordaban, inundando su cabeza y
su corazón. «Debería ir a ver a Roland y decirle lo que
pienso de él, por el comportamiento impresentable que ha
tenido conmigo. No, no es una buena decisión, hay que
procurar que todo suceda con normalidad, por mi propia
dignidad.»
También pensó en convocar una reunión de Directores
de Departamento y anunciarles lo que acababa de saber, escribir una carta a todo el personal, ponerse en contacto con
los representantes de las principales compañías competidoras, llamar a todos los head hunters que durante años habían trabajado para él, pero para todo ello era pronto. Tenía
que analizar mejor la situación, tenía que ver todas las posibilidades... Cuando volvió al despacho le pareció más
grande y más lujoso que nunca y pensó que le quedaba
poco tiempo para disfrutarlo.
Bajó en el ascensor reservado al Comité de Dirección.
En el garaje, Pedro, su chofer, le comunicó que había revisado la presión de las ruedas y que la delantera izquierda tal
vez había perdido algo de presión, por lo que debería decírselo para cambiarlas si fuera necesario. Le dio las gracias,
se montó en el automóvil y se introdujo en el tráfico denso
y lento que en el fondo agradecía para que le diera tiempo
a pensar. El asiento de cuero le pareció especialmente confortable. Tal vez conseguiría que le permitieran quedarse
con el automóvil.
Tenía 54 años, «una muy mala edad», se dijo. Recordó
la cena que había tenido con Jesús Plaza, un compañero de
colegio recientemente prejubilado en su banco con el que
había mantenido una estrecha amistad. Toda la conversa15
ción había girado sobre su nueva vida. Tenía aspecto relajado y afirmaba que nunca había estado mejor. «Pero, ¿no
te aburres? ¿Qué haces todo el día?» Con convencimiento
respondió que le gustaba cuidar el jardín de su casa, y que
lo completaba con lectura y música y que no se aburría. «Y,
¿viajar?» Viajar también, pero no se puede estar todo el día
viajando y, además, hay que cuidar los gastos, que a partir
de ahora los ingresos no son los mismos, le había explicado
Jesús. Se había jubilado con el noventa por ciento de su
sueldo fijo, pero teniendo en cuenta que tenía un buen
puesto en el banco, era Director de División, su variable seguramente sería alto, así que Alberto calculó que aproximadamente había tenido una bajada de un tercio de sus ingresos brutos anuales.
El tema de los ingresos era importante. En eso debía
centrarse para decidir cómo enfocarlo, pensó, mientras el
conductor del coche detrás suyo tocaba el claxon indignado
ante la pasividad de los que no ven que los discos se ponen
en verde porque están pensando en otra cosa.
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Capítulo 2
Tomando tierra
Terminó el desayuno y se recostó en su cómodo asiento
de business del avión que le conducía a Zúrich. Iba a ser
una negociación complicada y la había preparado con todo
cuidado los tres días antes. El tema económico era fundamental y tenía muchas variantes posibles, pero también le
importaba negociar una salida por la puerta grande de la
Compañía. Quería alfombra roja, trompetas y discursos, y
debía hacer ver a aquellos suizos sin alma que esto era importante para la evolución futura de la filial española, aunque él sabía bien que la razón era que su autoestima ya tan
dañada no podía soportar una salida fría.
Repasó mentalmente todos los capítulos de la negociación económica. La indemnización legal, la indemnización
voluntaria, la póliza de jubilación, el plan de acciones de la
Compañía, un puesto de Consejero en la filial española, la
utilización de un despacho y servicio de secretaria, un
acuerdo como asesor que le permitiera obtener unos ingresos fijos durante al menos cinco años. Una vez más repasó
uno por uno todos los argumentos favorables que se le habían ocurrido para cada una de sus peticiones. Sabía perfectamente los que eran indiscutibles y aquellos que eran más
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flojos, pero estaba dispuesto a defenderlos todos con la
misma firmeza. O tal vez sería mejor adoptar una posición
de negociación más impersonal, como si realmente fuera a
una de sus presentaciones de resultados, en las que están en
cuestión las cifras y los negocios pero no las personas. Se
acordó del chiste que le contó en inglés el Responsable del
Área de la Zona Oeste de Estados Unidos de la Compañía:
«En el plato del desayuno típico de huevos con bacón, la
gallina está involucrada y el cerdo implicado». Sí, definitivamente lo negociaría así, concernido por el tema pero no
implicándose personalmente. Los suizos son muy fríos y
hay que procurar no perder la calma. Le pareció que había
llegado a una conclusión importante para la negociación y
se dedicó a mirar por la ventanilla. El día era inusualmente
claro y podían verse el paisaje verde y las montañas al pie
del avión. Inconscientemente, como le venía pasando en
los últimos días, volvió a repasar su trayectoria profesional.
Alberto Kent había nacido en Logroño hacía 54 años. Su
padre era un médico riojano, y de sus antepasados conocidos no recordaba a ninguno que no hubiera sido español.
No obstante, se atribuía el origen del apellido a un soldado
que había venido a España con el duque de Wellington en
la guerra de la Independencia y que al parecer se habría
quedado por estas tierras. Una vez terminados sus estudios
de bachillerato con brillantes calificaciones, se trasladó a
Madrid para estudiar en una conocida escuela de negocios.
Su carrera universitaria le había confirmado su vocación
por los temas relacionados con la economía y la empresa y
en especial su capacidad y gusto por las materias y los
temas de orientación al resultado. El máster en economía
aplicada que realizó en la Universidad de Berkeley en
Estados Unidos fue el colofón de una formación muy com18
pleta. A continuación trabajó durante dos años en Nueva
York para uno de los mayores brókers de Wall Street. De
vuelta a España pasó por el departamento comercial de uno
de los principales bancos, antes de ser nombrado Director
Administrativo de una empresa de tipo medio, para pasar
después al puesto de Controler de la nueva filial en España
de la empresa suiza de componentes electrónicos ACC.
Cinco años después le ofrecieron el puesto de Subdirector
General, Responsable del Área de Operaciones, y dos años
después ocupó el puesto de Director General y primer ejecutivo de la filial española.
Al pensar en su trayectoria profesional, Alberto sonrió.
Siempre se la había imaginado como una escalera en la que
iba subiendo peldaño a peldaño, con la ilusión de conseguir
pasar el siguiente, pero sin ninguna obsesión por llegar al
máximo. Siempre había pensado que no era un hombre especialmente ambicioso, aunque sí es cierto que tenía la ambición de que las cosas se hicieran como él creía que debían
hacerse. En definitiva, era una ambición de poder que justificaba a sus ojos por la necesidad de ser eficaz.
La azafata le ofreció unos auriculares. Los aceptó, conectó el canal de música clásica y abatió el asiento.
Marta, su mujer, había estado sensacional. Había criticado hasta el insulto a aquella panda de inútiles que no sabían valorar las aportaciones de cada uno. Frente a sus sentimientos de falta de agradecimiento y de reconocimiento a
su labor, su mujer atacaba la falta de nivel profesional que
tenían los que tomaban esas decisiones.
—Inútiles, son unos inútiles, te lo digo yo, y van a llevar a la Compañía a la quiebra, pero ése será su problema.
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Alberto había sentido un enorme agradecimiento hacia
su mujer porque esas palabras actuaban como un bálsamo
en su afligido ego y le permitirían aguantar mejor el doloroso momento que se presentaría cuando tuviera que hacer
pública la decisión.
—Sácales hasta el último duro y olvídate de ellos.
Ése fue su consejo y eso es lo que se propuso hacer en la
negociación en la que se enfrentaría a su llegada a Zúrich.
Cuando bajaba por las escalerillas del avión, Alberto
pensó que llevaba bien planteada la negociación y que el
resultado sería positivo. De lo que no sabía nada era de la
reunión del Comité de Dirección de ACC Componentes tres
meses antes. La última planta del edificio en la Sede
Central está ocupada por el gran despacho del Presidente,
una amplia habitación en la que trabajan sus dos secretarias
y dos salas de reunión, la del Consejo de Administración y
la denominada Petite Salle, donde se reúne el Comité de
Dirección de la firma, todos los lunes a las 14.30 horas. El
Comité está compuesto por el Presidente Ejecutivo y los directores de las Áreas Internacional, Financiera, Fabricación, Sistemas, Recursos Humanos y Relaciones Institucionales. El responsable del Área Internacional tiene un gran
peso porque el ochenta y cinco por ciento de la cifra de negocio se hace fuera de Suiza y actúa como el coordinador y
jefe jerárquico de los directores generales de las filiales.
Aquella reunión estaba destinada a analizar los resultados
de cada uno de los ocho países en los que la firma está implantada. Los negocios iban bien y la reunión transcurría
sin sorpresas. La presentación correspondía a Peter
Slusche, y al terminar el informe sobre España, añadió:
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—En España no vamos mal pero deberíamos ir mejor.
Estamos perdiendo oportunidades de mercado. Recientemente nos hemos quedado fuera de los proveedores de un
nuevo fabricante de automóviles coreano que va a instalar
una fábrica de montaje. Siempre ha sido la joya de la corona y ahora se está quedando atrás.
—¿Hemos perdido cuota de mercado? —preguntó el
doctor Hens, Presidente Mundial del Grupo ACC.
—No, de hecho la hemos aumentado unas décimas, pero
estoy convencido de que el funcionamiento interno deja
que desear.
—Desde el punto de vista de la fábrica de Tudela, lo que
yo puedo decir es que tiene los mejores ratios de productividad y calidad —afirmó el Director de Fabricación.
—¿En qué se basa, doctor Slusche, para decir que internamente no funciona bien? —se interesó Hens.
—Tengo un informe confidencial que pone de manifiesto muchas deficiencias organizativas.
—¿Quién es el autor?
—Roland Bewger.
—Comprendo… y dígame, Slusche: ¿quién sería el
nuevo Director de la filial española si decidiéramos quitar
a Alberto Kent?
—Naturalmente, sería Roland, pero...
—No sea pueril, Slusche —le interrumpió el Presidente.
Se hizo un silencio embarazoso en la sala. Era totalmente inusual una intervención tan abrupta, en los oídos de
todos había sonado como un insulto. Slusche farfullaba
otras razones y argumentos para sostener su punto de vista.
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—Necesitamos un cambio, un cambio completo para relanzar la filial, y además Alberto tiene ya 54 años… —Se
dio cuenta de que esto último había vuelto a irritar a Hens,
que acababa de cumplir 59.
Nuevamente se produjo un silencio incómodo. Hens se
contuvo antes de decir lo que realmente pensaba, porque su
intervención anterior había sido dura, y si volvía a reprender a Slusche abriría un frente incómodo. Al fin y al cabo
era, en la práctica, el segundo de abordo y su sucesor in
péctore. Así que dio marcha atrás.
—Si ésa es su opinión, prepare un informe monográfico
sobre España y tomaremos una decisión la semana que viene.
Slusche se había salvado. Si el Presidente hubiera vuelto
a llamarle la atención podría haber pasado de tiburón a carnaza en un solo acto. Pero no, el Presidente no se había
atrevido con él. Ahora lo único importante era preparar
bien el informe para el siguiente comité. Cuando había entrado esa mañana en la Petite Salle no pensaba en sustituir
a Alberto, pero tal y como se habían puesto las cosas estaba
claro que Alberto tenía que salir, y el Presidente debía aceptar que, en el Área Internacional, el que mandaba era él.
La jornada de Alberto en Zúrich se desarrolló de manera
muy diferente a como él había preparado. Fue una día especialmente duro. Por primera vez en diez años no enviaron un coche a recogerlo al aeropuerto, el doctor Peter
Slusche, director internacional de ACC y su jefe directo, le
hizo esperar más de media hora. Nadie había previsto almorzar con él y el Presidente de ACC, el doctor Hens, no encontró hueco en su agenda por primera vez en los últimos
diez años para recibirle, ni siquiera para saludarle cinco minutos.
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La entrevista con Peter Slusche fue fría pero correcta. Le
entregó una nota donde figuraba la indemnización legal, la
póliza de jubilación consolidada a la que tenía derecho y el
plan de acciones con los títulos a la fecha.
Alberto esperaba más, mucho más, y dominando su ira,
acertó a decir:
—Eso es exactamente a lo que tengo derecho. No hay
ningún esfuerzo por parte de la Compañía. Confiaba en que
la Compañía fuera generosa.
—¿Qué es para ti «generosa»? —preguntó Slusche.
Esto le dio oportunidad para comunicarle punto por
punto todas sus peticiones. Slusche tomó nota y le dijo:
—Recibirás nuestra contestación —poniéndose de pie y
dándole la mano—. Antes de que te vayas, quiero preguntarte si estarías dispuesto a seguir como Adjunto del nuevo
Director un par de años. Te respetaríamos tu salario fijo.
—Si no te sirvo como Director, no sé en qué te voy a
servir como Adjunto.
—Nos gustaría tenerte con nosotros para conseguir una
buena transición tanto interna como externa.
—No, gracias —dijo Alberto, y salió del despacho cerrando la puerta ligeramente más fuerte de lo estrictamente
necesario.
En el viaje de vuelta pidió un whisky y rechazó la cena.
Sacó unas gafas de sol de su maletín como si fuera a dormir, aunque sólo pretendía disimular sus ojos acuosos. Se
sentía destrozado. Él había sido siempre una persona entusiasta y entregada a su trabajo y ahora le pagaban así. No
sabía si le dolía más la oferta tacaña o la falta de interés por
él, como persona, por su futuro, por su familia. Qué error,
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qué inmenso error había cometido al no darse cuenta de que
no era más que un empleado, bien pagado, cierto, con todas
las ventajas incorporadas a un buen puesto, pero en definitiva un empleado y no parte de un equipo humano solidario e integrado. «Bien, ahora me doy cuenta de que he estado muy equivocado, pero o me hago una nueva composición de lugar y entiendo la situación tal y como es o voy a
salir fatal.» Sí, claro, debía olvidarse de sus pueriles sentimientos de pertenencia y negociar duro, lo más duro posible, las compensaciones de salida, pero no por hacer pagar
a la empresa su ingratitud, sino para garantizarse una situación económica saneada de cara al futuro. Tenía que ser
muy frío. «Tengo que copiar la actitud distante de los suizos. Va a ser duro, muy duro —pensó—, pero tengo algo a
favor, les preocupa el daño que pudiera hacerles desde
fuera.»
—Señorita, otro whisky, por favor.
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Capítulo 3
Informando al equipo
Corrió la cortina de la ventana de su dormitorio. Eran las
07.30 horas de un miércoles y el día amanecía gris como
era habitual en esa época. Un rayo de sol que se esforzaba
por abrirse camino en la bruma de aquella hora temprana
dibujaba una cálida figura en su ropa interior. Otro día de
trabajo, mal despertar después de dormir en la soledad de
una cama que le traía recuerdos pasados más cálidos. Su
consorte, como de costumbre, andaba por ahí de viaje, y a
saber en qué habitación de hotel había dormido y con
quién, si tal rival existía.
Rocío cubrió su cuerpo con un kimono que había comprado en la feria de ropa de aquella ciudad cuyo nombre
nunca recordaba, en aquel viaje de novios tardío que habían
hecho por algunos países del extremo Oriente. ¿Fue
Rangún en Birmania? Qué más da… Cruzó el umbral de la
puerta del cuarto de baño colindante y buscó el interruptor
de la luz. Tres pequeñas bombillas iluminaron el espejo en
el que se observaba todas las mañanas. La misma cara de
todos los días. Se echó con ambas manos su larga cabellera
castaña hacia atrás y estudió su cuerpo, en el que se notaban las huellas de una edad que ya había superado la juven-
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tud. «Cómo nos transfiguramos las mujeres después de
aplicar los arreglos y retoques habituales», pensó. Se introdujo en la ducha con desgana y allí permaneció un buen
rato. Alguien le había dicho en la oficina que un fuerte chorro de agua muy caliente rociando sus nalgas hacía que
éstas aparecieran más tersas durante el día.
Parece mentira que una mujer con estudios universitarios creyera en esas cosas. Y sobre su carrera, ¿qué? Profesionalmente no podía quejarse. Su puesto como Directora
de Recursos Humanos y miembro del Comité de Dirección
de ACC la llenaba plenamente. Se había trabajado bien el
cargo y estaba considerada en el trabajo. Pero, en el fondo,
todas estas medallas que fomentan autoestima, ¿para qué?
¿Y por qué esa especialidad de los RRHH? Muy bonito eso
de mantener una plantilla cohesionada, pero, ¿qué explicación podía ofrecer continuamente a aquellos que le reclamaban información sobre la precariedad del aumento impuesto por la Dirección? ¿Y cuándo tenía que despedir a alguien? ¿Qué pensaría de ella aquel padre de familia que se
convirtió en su última víctima? «Esperemos que la jornada
laboral de hoy no me cree complicaciones más allá de las
habituales», musitó.
Rocío desayunó en la soledad de sus pensamientos y no
esperó la llamada habitual de su consorte, desde quién
sabía dónde, pues la rutina hacía que muchos días fallara.
Recogió precipitadamente en la pila de la cocina los cacharros del desayuno. Como siempre, pensó que llegaría tarde.
Cruzó el umbral del portal y se dirigió al parking. Encendió
un cigarrillo y, con parsimonia, aspiró una profunda bocanada, mientras trataba de arrancar su automóvil. Su consuelo era que hoy comería con Juan…
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Aquel mismo día, unas horas después, Sonia lloraba
desconsoladamente. Su jefe acababa de darle la noticia de
que antes o después, en cuestión de meses, dejaría la
Compañía. Sentada en su despacho no podía reprimir las
lágrimas. No es que para ella su trabajo fuera lo más importante en el mundo. Tenía su vida, su marido y sus tres preciosos hijos, que la colmaban totalmente. Pero había trabajado con su jefe por más de diez años y se tenían un mutuo
respeto y admiración.
—De verdad, Alberto, lo siento muchísimo. He trabajado muy a gusto contigo estos diez años —consiguió por
fin decir.
—Puedo asegurarte que para mí has sido una ayuda inestimable. De hecho, no sé cómo me voy a arreglar sin ti.
Has sido tan buena secretaria que me has hecho un inútil
total.
Sonia sonrió tristemente. Efectivamente, no se imaginaba a su jefe concertando una cita, sacando un billete de
avión o reservando un hotel.
—Puesto que te vas a ir y como ya no puedes pensar que
te hago la pelota, te diré que lo que más he admirado en ti
ha sido tu faceta humana. Recuerdo la forma en que te he
visto tratar muchos problemas de empleados de la Compañía a lo largo de estos años.
—No exageres.
—No exagero. Cuando murió Berruguete, el anterior
Jefe del Servicio de Compras, no sólo estuviste presente en
todos los actos y acompañaste a su viuda en el velatorio del
cadáver, confortándola con palabras amables sobre la categoría profesional y personal de su marido, sino que te pre27
ocupaste además de que económicamente quedara bien cubierta con una ayuda no obligatoria por parte de la
Compañía, y la has considerado como parte del personal a
partir de ese momento, invitándola a todos los actos que se
celebran anualmente por Navidad y Reyes, a los que la
viuda orgullosa asiste con sus hijos.
—Es lo menos que podía hacer. Fue uno de mis colaboradores directos y le tenía un especial afecto. Me impresionó mucho aquella muerte tan abrupta y sin sentido.
Sonia era una mujer atractiva. A sus 40 años mantenía su
figura estilizada y un mechón rebelde de su pelo casi rojo
que permanentemente apartaba de sus ojos de un profundo
color verde oscuro. Era la secretaria perfecta. Solo había
que darle instrucciones concretas y someras y no hacía falta
controlar nada, pues realizaba siempre las cosas con criterio. Tuteaba a su jefe en privado pero delante de todos los
demás se refería siempre a don Alberto, o el señor Kent, o
el Director General.
—Alberto, no fue un hecho aislado. Recuerdo muchas
otras anécdotas de estos diez años. Como aquella vez que
yo te conté que una empleada de contabilidad acababa de
perder a su bebé recién nacido por una enfermedad incurable. Cuando se reincorporó al trabajo esta persona, bajaste
al Departamento de Contabilidad en el que trabajaba y te
sentaste en su mesa, en mitad de la sala, y estuviste charlando con ella delante de todo el personal. No sé si era tu
intención, pero la media hora que pasaste allí hizo comprender a todos la importancia que le dabas al dolor que
había sufrido esa persona.
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—Creo que exageras, y mucho, porque siempre nos
hemos tenido un aprecio mutuo, no solo profesional, sino
también como personas.
Sonia seguía sin contener las lágrimas. Este hombre
había sido un buen jefe y prescindir de él de esta forma le
parecía injusto e incomprensible y, además, sabía que para
ella suponía el cierre de una etapa importante en su vida.
Alberto, al verla llorar tan desconsoladamente, sentía
que sus propias lágrimas afloraban contra su más enérgica
voluntad, y tratando de restar emoción al momento le dijo:
—Sonia, dejemos de llorar, porque como entre alguien va a
pensar que tenemos un lío los dos.
Se serenaron. Sonia le confirmó que no había habido
ningún rumor sobre su salida. Evidentemente, desde la llegada de Roland todo el mundo decía que mandaba mucho
y que el jefe debía de recortarle las alas, pero nadie podía
imaginarse que todo acabaría con la salida del Director
General.
—¿Y quién va a sustituirte? —preguntó nuevamente
entre sollozos, pero al ver la cara de su jefe, añadió—:
Mejor no me lo digas.
Alberto dejó a Sonia llorando en su despacho, se recompuso un poco en el lavabo y salió a visitar a un abogado laboralista que le habían recomendado. Tomó un taxi en lugar
de pedirle a Pedro, su chofer, que le llevara, como si ya hubiese empezado a renunciar a las ventajas de su puesto.
Nunca había pensado en cómo sería el bufete de un abogado laboralista, pero la entrada de aquellas oficinas recordaba más a una gestoría que a un bufete.
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Le pasaron enseguida a un despachito en el que no sobraba espacio para la mesa, las sillas y los montones enormes de papeles que casi dificultaban ver al interlocutor.
Curiosamente, las pilas de documentos tranquilizaron a
Alberto sobre la profesionalidad del abogado. Éste era un
hombre en la treintena y totalmente calvo que le miraba con
curiosidad a través de unos lentes sin montura.
—¿En qué puedo ayudarle, señor Kent?
—Tengo entendido que Jesús Plaza le llamó para concertar esta cita.
—Sí, pero no me dijo nada más.
—Por supuesto… Soy Director General de la filial en
España de una compañía suiza. Me han comunicado que
quieren prescindir de mis servicios y quiero asesoramiento
legal sobre mis derechos.
—Tiene un contrato de alta dirección.
—No, cuando ingresé hace quince años firmé un contrato laboral normal y al nombrarme Director General, sencillamente se mantuvo. Creo que esto me beneficia.
—No es tan fácil. ¿Es usted el Director General único de
la sociedad? ¿Tiene poderes notariales que le permiten
tomar decisiones para operaciones importantes, como compras o ventas de activos, contratación de personal, tomar
préstamos…?
—Sí —contestó Alberto, temiéndose lo peor.
—Pues su contrato, aunque nominalmente sea normal,
podría ser considerado en la práctica como de alta dirección.
Hay sentencias en este sentido. Y como sabe, la indemnización de 45 días por año pasaría a ser de siete días por año.
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—La empresa no ha planteado eso —cortó el tema
Alberto, que empezaba a pensar que había sido un error
acudir a aquella consulta.
—Pues ya tiene conseguido lo más importante.
—No, lo más importante se lo voy a contar ahora.
Alberto enumeró todas sus pretensiones de forma concisa pero con todos los datos. Quería una indemnización
complementaria de 250.000 euros, además de la que legalmente le correspondía, que el plan de acciones que tenía en
vigor se mantuviera con aportaciones idénticas a las del último año, por cinco años más, que la póliza de jubilación
siguiera siendo dotada hasta que cumpliera los 65 años.
Obvió sus peticiones de ser miembro del Consejo de
Administración y de disponer de un despacho por entender
que no tenían relevancia legal.
—Señor Kent, le deseo que pueda usted conseguir todas
esas cosas. Lo único que puedo decirle es que si usted obtiene un euro más de la indemnización legal por despido
improcedente, va a tributar como renta personal en el impuesto sobre la renta de las personas físicas.
—Es decir, que mis únicos derechos después de quince
años en la Compañía como Director General me los han
conseguido los sindicatos.
—Si usted quiere considerarlo así… ¿Hay alguna razón
por la que la empresa pudiera considerar su despido procedente?
—Ninguna en absoluto —contestó rotundo Alberto.
—Pues eso y el contrato laboral normal son los dos puntos básicos en su negociación. Lo importante es que la empresa plantee que el despido es improcedente.
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—Creo que usted no me ha entendido. Eso lo doy por
hecho. Lo que quiero saber es si en los temas del plan de
acciones y de la póliza de jubilación hay algún aspecto legislativo o de jurisprudencia que me pueda ayudar.
—Podemos analizar esos dos aspectos con más detalle.
Ha habido recientemente una sentencia del Supremo sobre
consolidación de derechos adquiridos en caso de despido
improcedente que puede ayudarnos. Voy a estudiarla y me
pondré en contacto con usted. Por su parte, no firme ningún
papel sin enviármelo antes.
Alberto salió con sensación de desánimo. La conversación no había sido muy positiva. El abogado se refería exclusivamente a sus derechos legales y efectivamente, según
sus palabras, hasta debía estar agradecido de que estuviesen
dispuestos a pagarle la indemnización laboral normal y no
la de alta dirección. Tenía la impresión de que al abogado
laboralista, en el fondo, le parecía que ya era bastante compensación lo que estaba recibiendo, y que en su vida no
había tenido nunca ningún cliente que hubiera sacado tanto
dinero como indemnización.
De vuelta a la oficina, tomo un sándwich y una CocaCola en su despacho, intentando distraerse consultando páginas de viajes en Internet. Las posibilidades fuera de temporada eran increíbles. Sonia le sacó de su entretenimiento.
—Te esperan en el Comité.
Llegó tarde al Comité por primera vez en los últimos
diez años. Él, que había hecho de la puntualidad uno de los
principios básicos de gestión de su equipo. Había llegado a
la conclusión de que los países o las regiones y, por qué no,
las compañías que conseguían mayor progreso, eran aque-
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llos en los que la precisión formaba parte de su más intrínseco genoma. Y la puntualidad es un elemento básico de la
precisión.
Pasó toda la tarde presidiendo el Comité de Dirección de
la Compañía, que agrupaba a los principales directivos, y
en el que se revisaba mes a mes la evolución de todos los
parámetros de gestión. Se reunían en la denominada Sala
Petit, haciendo un paralelismo con la sala de la casa matriz,
aunque Juan Ortega, el Director de Sistemas, irunés de toda
la vida, mantenía que se llamaba así en honor de René Petit,
jugador legendario del Real Unión. Juan nunca reconocería
que Petit jugó también en el Real Madrid. Los componentes del Comité guardaban similitud con la estructura de la
casa matriz. Formaban parte los Directores de las Áreas
Producción, Comercial, Informática, Financiero y Recursos Humanos.
Alberto estuvo allí pero tenía la cabeza en otro sitio. Les
oía hablar pero no les escuchaba. No sabía lo que estaban
diciendo. Contra su costumbre no hizo ningún comentario
crítico de la evolución de cada Área de la Compañía y dejó
que Roland diera todas las instrucciones.
Aunque procuró evitarlo, su mente estaba intentando
imaginarse cómo sería su nueva vida dentro de muy poco
tiempo. Su vida actual era relativamente fácil de resumir.
Salía al extranjero dos veces al mes y cuando estaba en
España acudía a la oficina a las ocho de la mañana y la dejaba a las ocho de la tarde, y salvo que tuviera comida de negocios, se tomaba un sándwich en el propio despacho. Esto
de lunes a viernes, los fines de semana, si no viajaban, los
sábados jugaba al golf y los domingos estaba en casa y ocupaba una buena parte del día leyendo papeles de trabajo.
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Jorge Pina, el Director Financiero, acababa de terminar
su informe y Alberto volvió a la realidad. Oyó a Roland
hacer un comentario favorable y él se limitó a decir: «Estoy
de acuerdo». La reunión siguió monótona y Alberto volvió
a ensimismarse en sus pensamientos.
¿Qué sabía Roland de todo aquello? Seguramente estaba
al cabo de la calle. Desde hacía dos años su contacto con
Peter en Zúrich había sido permanente. Debía estar contento ahora que había ganado la partida y le había llegado
su oportunidad. ¿Cómo había sido tan tonto para no ver lo
que estaba pasando? Sintió una oleada de odio ante la persona que tenía enfrente. De pronto le pareció irrespirable el
aire de la sala y salió diciendo «continuad sin mí».
Volvió cuando calculó que la reunión estaba terminando
e hizo un comentario global favorable sobre la evolución
de la Compañía.
A la salida, Jorge Pina fue al despacho de Roland y le
preguntó: —¿Le pasa algo a Alberto?
—Yo no he notado nada, pero pregúntale a él. Tal vez
esté un poco cansado —repuso Roland.
Jorge dudó un momento, pero al fin se dirigió al despacho de Alberto. Hacía cinco años que estaba en la
Compañía y aunque últimamente trabajaba más tiempo con
Roland para preparar el famoso reporting a Zúrich, no olvidaba que el que le había seleccionado y contratado era
Alberto. Tocó en la puerta y pasó: —¿Tienes un minuto?
Me gustaría preguntarte algo.
—Por supuesto, pasa y siéntate. —Alberto volvió a colgar su abrigo, que ya había cogido para marchase.
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—Alberto, llevamos muchos años juntos y sé que a ti te
pasa algo. Si es un problema personal, te ruego me disculpes y olvides mi pregunta, y salgo de este despacho corriendo, pero si es profesional creo que por la excelente relación que hemos tenido y por lo que nos conocemos, me
gustaría saber si te puedo ayudar.
Alberto se quedó en silencio unos segundos que a Jorge
se le hicieron eternos. Después y sin contestarle se dirigió
a la puerta y le dijo a Sonia: —Llama a todos los miembros
del Comité de Dirección y que suban inmediatamente a mi
despacho.
—A Roland ya no lo pillo porque le he visto salir hace
unos minutos. ¿Quieres que le llame al móvil? —respondió
su secretaria.
—No, avisa solo a los que estén.
Alberto volvió a su despacho, donde Pina le aguardaba
con inquietud, sin saber qué iba a pasar, y le dijo: —Tranquilo, Jorge. Debo daros una noticia, pero creo que es lógico que estéis todos.
Afortunadamente, excepto Roland, todos los miembros
del Comité subieron rápidamente, y se encontraban ya alrededor de la mesa de reunión del despacho de su Director
General. Ya era de noche y los halógenos iluminaban con
fuerza la mesa redonda de madera de raíz, dejando en penumbra a los asistentes. Alberto se incorporó ligeramente,
con lo que todos pudieron ver su rostro serio, cuando empezó a hablar muy lentamente.
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Capítulo 4
Roland
Roland entró en el despacho de Alberto sin llamar,
cuando éste dictaba unas notas a Sonia, y dijo en un tono ligeramente más alto del correcto: —Has aprovechado que
yo no estaba para anunciar que te ibas.
—Sonia, déjanos, por favor.
Sonia salió sin responder al «buenos días» que le dirigió
Roland.
Alberto intentó serenarse para no exteriorizar la rabia que
la simple aparición de Roland le provocaba, y una vez fuera
su secretaria, respondió: —Tú no estabas, Pina me pedía una
explicación y yo consideré que era el momento para evitar
los rumores. De todas formas tú ya lo sabías, ¿o no?
—Por supuesto, claro…
Alberto, por un momento, tuvo la impresión de que
Roland podía no haber estado al tanto de la situación
exacta, y eso le produjo satisfacción.
—Entonces, sal de mi despacho y tengamos la fiesta en paz.
—Slusche hubiera querido dar personalmente la noticia.
Acabo de llamarle y me lo ha dicho.
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—Pues dile que esas cosas me las diga a mí.
Roland se levantó y salió del despacho, cuidando de no
dar un portazo, pues se acordó de la última frase de Slusche
en su conversación telefónica: «Tiene usted que ser muy
hábil —ambos se trataban de usted cuando hablaban en alemán—, debe ganarse al equipo de dirección y no molestar
a Alberto, para que no nos vaya en contra. Tenga en cuenta
que se juega usted su puesto».
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Capítulo 5
Juan y Rocío
Juan besó suavemente los labios de la mujer y se echó a
un lado de la cama. Sus cuerpos yacían desnudos y sin cubrir por las sábanas de una gran cama de estilo clásico.
La habitación número 14 del Hotel Excelsior era su favorita. Estaba decorada en tonos suaves y el mobiliario era
Luis XVI. La televisión y el minibar estaban encerrados en
un discreto mueble de madera oscura. A través de un gran
ventanal que daba acceso a un balcón diminuto, vestido con
gruesos cortinones descorridos, entraba difusa la luz de una
media tarde de primavera.
Juan encendió dos cigarrillos y le pasó uno a su compañera. Era un hombre delgado con una cara de rasgos aniñados, ligeras entradas en un pelo muy liso y unos ojos muy
vivos que trasmitían bondad. Hacía ocho meses que se
había separado de su mujer. Pasó por un momento personal
muy difícil, rayando en la depresión. Su trabajo se resintió.
Como Director de Sistemas de ACC, estaba inmerso en un
proceso de cambio que necesitaba toda su atención. Sus colaboradores directos se dieron cuenta e hicieron todo lo posible para cubrirle, pero la situación se prolongaba y empezaron los rumores de que algo iba mal en el Área de
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Sistemas y de que el nuevo sistema de facturación no estaría listo para la fecha prevista. Rocío Gómez, la Directora
de Recursos Humanos, compañera del Comité de Dirección, siempre había sentido simpatía por él. Fue ella quien
le seleccionó para el puesto, entre los tres candidatos que
había propuesto la firma de búsqueda de directivos Royal
& Bradley. Rocío se entrevistó con los tres pero claramente
se decantó por Juan y consiguió que Alberto le nombrara.
Su currículo era excelente y tenía experiencia en la dirección del departamento de sistemas de una sociedad de fabricación de componentes para automóviles, lo que le hacía
especialmente adaptado para el puesto que había quedado
vacante después del desastre del anterior director, que había
fracasado sin paliativos, y al que Rocío había despedido siguiendo instrucciones de Alberto.
Rocío aspiró profundamente el humo de su cigarrillo y
sin volverse hacia Juan, dijo: —Me pregunto la razón por
la que van a echar a Alberto.
—¿Tú crees que realmente lo echan? ¿No estará él preparando su salida negociada con un proyecto concreto en la
recámara?
—¿Quieres decir que tiene trabajo en la competencia?
—No sé. Puede ser eso, o iniciar algún proyecto nuevo.
Ten en cuenta que si a nuestro negocio le quitas la fabricación, se reduce a importación y distribución, y en eso,
Alberto, no solo sabe mucho, sino que está muy bien relacionado.
Guardaron silencio un buen rato. Juan se inclinó hacia
Rocío y disfrutó viéndola desnuda a su lado. Aunque había
cumplido los 45 años, tenía un cuerpo bien conservado con
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piernas largas y pecho lleno. Le apretó un pezón y notó que
reaccionaba. Su pelo castaño, siempre recogido, se esparcía
ahora sobre la almohada, y se fijó en su perfil atractivo con
una nariz pequeña y en sus ojos color miel, grandes y siempre interrogadores. La besó en la boca pero notó que ella
estaba distraída.
—No creo que Alberto tenga ningún proyecto —dijo
ella ajena a la aproximación de su amante—. Creo que lo
echan porque Roland quiere su puesto y como es suizo y
trabajó en la Dirección Financiera en Zúrich, pues tiene
buenos padrinos.
—Tú siempre has sido muy fan de Alberto pero más te
vale irte colocando bien con Roland, o lo pasarás mal.
Nuevamente se quedaron en silencio. Rocío recordó la
escena del día anterior en el despacho de Alberto cuando
les dio la noticia. Había quedado grabada en su mente con
todo detalle. «Ha sido para mí un periodo profesionalmente
apasionante, en el que ver cómo nuestro proyecto progresaba desde la nada me llenaba de orgullo y satisfacción. Ha
sido la culminación de mis ambiciones profesionales
—había dicho Alberto, mientras miraba una tras otra las
caras expectantes de los miembros de su equipo de Dirección, que se sentaban alrededor de su mesa de reuniones y
prosiguió—. Hace muchos años que nos conocemos y trabajamos juntos. Constituís el mejor equipo del sector. La
trayectoria de nuestra Compañía ha sido magnífica y los resultados os avalan. Si os miro uno a uno puedo recordar
temas concretos en los que habéis hecho una buena labor.
—Y después de esta introducción la había nombrado expresamente—: Rocío ha conseguido mantener la plantilla a
pesar de nuestro crecimiento y, lo que es más importante,
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con unos principios con los que todos nos hemos visto
identificados. Ha conseguido crear el orgullo de ser ACC».
Rocío había sentido enrojecer sus mejillas ante las alabanzas públicas a su labor e interrumpió a su jefe.
—Alberto, algo gordo te ha pasado porque en ocho años
no me habías hecho un cumplido como éste.
—Sí, es algo importante, pero antes quiero agradeceros
a todos lo bien que hemos trabajado juntos.
—No nos tengas más en ascuas —le interrumpió ahora
Jorge Pina—, y dinos qué pasa. ¿Se vende la empresa?
—Está bien, os lo diré: voy a dejar la Compañía.
Se hizo un silencio absoluto. Juan notó que Rocío le dio
un rápido pero fuerte apretón en su mano por debajo de la
mesa.
A continuación todos preguntaron a la vez: «¿Dónde
vas?, ¿podemos ir contigo?, ¿cuándo nos dejas?, ¿qué ha
pasado?, ¿te vas a la competencia?, ¿a qué te vas a Electronic Holdings?».
—Esperad, no me he expresado con exactitud. No voy a
dejar la Compañía por propia iniciativa. Nuestra casa matriz considera que ya no soy necesario, y me ha ofrecido
salir del Grupo. En estos momentos estoy negociando los
términos de mi salida, pero es muy probable que en un par
de meses esté fuera.
Rocío volvió a la realidad al notar que Juan la besaba en
los labios.
—Alberto se va sin nada. Está destrozado, ¿no lo notaste? —preguntó a Juan mientras se apartaba ligeramente
de él.
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Rocío Gómez estaba casada con un hombretón simpático y hablador del que se había enamorado porque la hacía
reír. No tenían hijos, y su marido viajaba mucho por su trabajo de jefe de exportaciones de una empresa de conservas
vegetales de Murcia. Ella se había centrado en su carrera
profesional y su relación con Juan se inició con una de las
comidas semanales que ella propuso cuando Juan estaba
pasando el trauma de su separación. Comían juntos todos
los miércoles siempre en el restaurante del pequeño Hotel
Excelsior que se encontraba a diez minutos andando desde
la oficina y donde no era fácil encontrarse compañeros de
trabajo porque era caro. Poco a poco Rocío había conseguido su objetivo de volver a interesar a Juan en su trabajo
y en aquel momento podía haber anulado estos encuentros.
Pero para los dos, su comida semanal se había convertido
en el momento más agradable de la semana. Ambos contaban los días para volver a disfrutar durante dos horas de su
mutua compañía, de la charla inteligente y de las situaciones compartidas. Llevaban tres meses comiendo juntos,
cuando Rocío comentó que el siguiente fin de semana se
dedicaría a los museos porque su marido estaba de viaje.
Juan adelantó lentamente su mano hasta ponerla encima de
la de su acompañante y no dijo nada. Rocío dio la vuelta a
su mano de forma que las dos palmas quedaron en contacto
y ambos supieron lo que iba a pasar. Cogieron una habitación en el hotel y se entregaron a una pasión que les había
conquistado y subyugado, casi sin darse cuenta. Casi sin
querer darse cuenta. Desde entonces todos los miércoles su
encuentro se había convertido en íntimo y apasionado.
—No me preocupa nada el futuro. Ni el mío ni el tuyo
—acabó diciendo Rocío.
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Juan, que estaba ahora distraído, preguntó: —¿Te refieres a nosotros? —pensando que tal vez era el momento de
abordar el futuro de su relación.
—Me refiero a lo que nos espera en la Compañía.
—No estoy yo tan seguro. Roland puede querer hacer su
equipo —dijo Juan, que no tenía una química personal positiva con el suizo.
—No lo creo. El otro día me llamo Roland a su despacho y me dijo que había analizado los sueldos del Comité
de Dirección y que pensaba que necesitaban una revisión.
—Caramba. No estaría mal, porque Alberto era un buen
jefe pero era muy agarrado para los sueldos.
—Alberto era muy buen jefe y por lo que lo conozco lo
va a pasar mal. Pero basta de charla… —dijo Rocío mientras se inclinaba sobre Juan deslizando su mano por su
vientre y terminando entre sus piernas, donde notó de
forma casi instantánea una reacción...—. Parece que mi
amigo quiere más guerra —añadió mientras se subía a horcajadas e iniciaba un rítmico movimiento sobre el cuerpo
de Juan, quien se deleitó dejando resbalar sus manos por la
espalda de su amante hasta apoyarlas en sus riñones.
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Capítulo 6
Cerrando la negociación
Peter Slusche había llegado a Madrid a las diez de la mañana para una visita de dos días, eran las cinco de la tarde
y Alberto no sabía dónde estaba. Roland había ido a buscarle al aeropuerto, habían trabajado juntos y se habían ido
a comer sin decirle nada. Y esto a pesar de que a través de
Sonia le pasó una nota diciéndole que le comunicara sus
planes para ajustar la agenda.
Evidentemente, estaban dispuestos a hacérselo pasar
mal hasta el último momento. «Es una posición de negociación», reflexionó Alberto. «Conmigo no vas a jugar, pedazo de idiota.» Cogió el teléfono: «Sonia, avisa a Pedro
que me lleve a casa».
Las últimas dos semanas habían sido un infierno. Intentando mantener el tipo dentro de la Compañía sin que se
notara nada de cara al mercado, había mantenido un incesante intercambio de e-mails con Peter. Las propuestas de
las compensaciones de salida habían avanzado muy lentamente. Las conversaciones telefónicas, cuatro o cinco, habían sido sumamente desagradables. Había detectado en
Slusche un solo punto débil. Le aterraba la idea de que pudiera ficharle alguna empresa de la competencia y que pu-
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diera arrastrar detrás suyo al equipo directivo de la Compañía. Gracias a esa inquietud había conseguido poco a
poco ir cambiando las posiciones de salida de Zúrich y
aproximarlas a sus intereses. Sin embargo, el proceso había
sido duro y el coste muy alto. Las dos partes habían echado
sus órdagos. Cuando Peter le dijo: «Si no llegamos a un
acuerdo, te despedimos y te pagamos la indemnización de
alta dirección y punto», Alberto colgó el teléfono. Y la
amargura de la ingratitud de el que durante muchos había
considerado su jefe y su amigo, le produjo tal excitación
nerviosa que aquella noche por primera vez en muchos
años tuvo que tomar una pastilla para dormir.
Al día siguiente llegó a la oficina a las nueve y Sonia le
comunicó que a las ocho había ido a verle el señor Slusche.
A las doce y media éste se presentó en su despacho. En
media hora le expuso la última oferta de la Compañía, argumentando la generosidad en los términos en función de
su larga trayectoria, exigiéndole un compromiso de no
competencia de tres años, durante los que sería Consejero
de la filial en España y precisando con claridad que no
había nada más. El acuerdo no era malo ni era bueno, se podría haber seguido negociando, pero Alberto ya no podía
más. Insistió en que hubiera una salida por la puerta grande
de la Compañía y en que se cuidara al equipo que él había
construido a lo largo de los años. Slusche, con una sonrisa
en los labios, le dijo: «Tu equipo ya es nuestro equipo».
Alberto despidió a Slusche y se quedó con la sensación de
que le robaban algo suyo, que le arrebataban su obra de los
últimos quince años, que le habían dejado vacío por dentro.
Pero al mismo tiempo sintió una enorme sensación de
relax. Era muy difícil mantener una situación como la que
había vivido los dos últimos meses. Ahora sólo tendría que
imaginarse su nueva vida.
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Capítulo 7
José Luis
—Alberto no puede ser un tío tan perfecto y tan soso,
porque yo he conocido muchos directores generales coñazo, pero la verdad es que la mayoría, aunque serios y responsables, son gente que se toma copas y tiene problemas
con la parienta, les encanta echar una cana al aire y juega
al golf, habla de política y sale a comer y algunos días se
va con los amigos a jugar al mus en lugar de volver al curro
y habla mal del capullo de su jefe y cosas por el estilo.
—Casimiro Ruiz, el director del mayor distribuidor de productos de ACC, decía esto a José Luis de la Mota, el
Director de Negocio de la Compañía, en el transcurso de
una cena de matrimonios un viernes por la noche en el restaurante El Abanico, en el kilómetro 18 de la carretera de la
Coruña, al oeste de Madrid. Acababan de terminar el segundo plato de una cena generosamente regada con
Marqués de Murrieta, reserva de 2003, y sus respectivas esposas se habían enfrascado en una charla apasionada sobre
los problemas de sus hijos más pequeños, que habían iniciado el colegio ese mismo año. José Luis había puesto al
tanto a su amigo y principal comprador de la situación que
se había producido y de la sustitución del Director General.
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—Sí, yo también pienso que Alberto tirará para adelante
y que se construirá una nueva vida, y no creo que sea tan
cenizo como tú dices.
—Oye, que te lo he dicho en buen plan, a mí el tío me
cae bien —remachó Casimiro—, pero no debes preocuparte por él sino por ti.
José Luis era el más joven miembro del Comité de
Dirección de la Compañía y según Alberto, el más inteligente. Al poco de entrar solicitó insistentemente que su
puesto pasara a denominarse Director de Negocio en lugar
de Comercial.
—Yo no sólo me ocupo de vender nuestra producción,
sino que lo debo hacer rentablemente. Incorporo de forma
natural a mi gestión el concepto de coste de las ventas y mi
objetivo es maximizar el resultado.
Alberto en un principio no le hizo caso, hasta que Ángel
Fuentes, el Director de Fabricación, le dijo: «Con José Luis
trabajo encantado, se acabaron las luchas sobre los precios
mínimos de venta. Acordamos los escandallos de coste y no
perdemos el tiempo discutiendo. Tiene el resultado como
objetivo y no la pura venta». Hasta entonces, esto había supuesto una enorme pérdida de tiempo en discusiones internas, así que Alberto cambió el nombre del puesto de José
Luis, lo que motivó a éste para desplegar aún más su ya
amplia y efectiva actividad, aunque los suizos siguieron
con la denominación anterior en todas sus comunicaciones.
—Yo esperaba sustituir a Alberto el día de su jubilación
—confesó a su amigo—. Quedaba mucho tiempo, pero
creo que Alberto me hubiera propuesto a mí.
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—Caramba, caramba, no te sabía tan ambicioso. Oye, y
cuando apareció el tal Roland, ¿no tendrías que haber reaccionado? —consideró Casimiro.
—¿Por qué? A Alberto le quedaban muchos años y el
suizo podía estar de paso… Claro, que me equivoqué…
José Luis recordó la charla que esa misma semana había
tenido con Alberto.
—¿Es verdad que te echan? Porque si tienes otro proyecto yo podría estar interesado en acompañarte… —le
había dicho a bocajarro.
—Te lo agradezco, José, pero desgraciadamente ni
tengo proyecto ni me encuentro en forma no ya para lanzarlo, ni siquiera para imaginármelo —reconoció Alberto,
y añadió—: Pero tú no seas tonto. Tus posibilidades en la
casa están intactas. Roland no puede prescindir de ti y no
va estar para siempre con vosotros. Creo que dentro de tres,
de cinco años tal vez, pedirá volver a su tierra.
—A mí éste tío me parece un morning singer, un cantamañanas, para entendernos —aclaró, ante la mirada perpleja de su Director General, que explotó en una carcajada
incontrolada a continuación.
—En fin, tú verás, pero juega bien tus cartas y no te precipites —había cerrado el tema Alberto.
Casimiro se había lanzado a un monólogo sobre las excelencias de su negocio que él había multiplicado por diez
en los cinco años que llevaba al frente, desde la jubilación
de su padre, y viendo distraído a José Luis, le preguntó:
—Bueno, ya no te doy más la brasa con mi negocio. Pero
dime, ¿tú qué vas a hacer?
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—No lo sé, Casi. De verdad que no lo sé. No me llevo
mal con el suizo, es más, creo que me tiene especial consideración, pero la verdad es que me apetece un cambio.
Hace unos meses tuve una oferta y estuve a punto de dejar
la Compañía, pero pedí el oro y el moro. En la próxima que
reciba no seré tan exigente.
—José, tío, sabes que soy tu amigo, pero lo que te voy a
decir no tiene nada que ver. Si algún día decides cambiar,
vente conmigo.
—¿Contigo? —Se extrañó José Luis, que nunca se lo
había planteado y entendiendo, de pronto, por qué le había
estado contando con tanto detalle lo bien que iba su negocio de distribución.
—¿Sabes cuánto gané el año pasado con mi negocio?
—Casimiro hizo una pausa y añadió—: Más de un millón
y medio. Y no te lo digo para presumir, que no soy de
Bilbao. Es la pura verdad. Si tú te incorporaras podríamos
multiplicar por dos el volumen. Por dos, con toda seguridad. ACC es marginal en mi facturación.
José Luis recordó cómo, a sugerencia de Casimiro, fue
en España donde ACC empezó a vender por primera vez directamente al consumidor a través de los grandes centros
comerciales, línea que había llegado a suponer el veinticinco por ciento de sus ventas en el último año e iniciativa
que posteriormente se había lanzado en Francia e Italia.
—¿Me estás ofreciendo un empleo? —dijo sonriendo.
—No, te estoy ofreciendo que seas mi socio —respondió Casimiro muy serio.
—Muchas gracias. No te digo nada, pero déjame que me
lo piense.
50
—Todo el tiempo que quieras, campeón —y dirigiéndose
a las mujeres, preguntó—: ¿Habéis pedido el postre, chicas?
Porque no hacéis más que hablar y hablar todo el rato.
Cuando volvían a casa en el coche, José Luis le contó la
oferta de Casimiro a Paula, su mujer, y ésta comentó: —He
pasado toda la cena poniendo el oído para intentar enterarme de lo que decíais, pero ha sido imposible. Cuéntamelo con detalle.
Una vez al tanto de la conversación con Casimiro, dijo:
—Seguro que os iría bien, pero las relaciones de socios son
complicadas. No te precipites.
—Ni que hubieras escuchado lo que me dijo Alberto
—respondió José Luis, que tenía ganas de avanzar en una
decisión.
—En tiempo de turbulencia, no hacer mudanza, decía
siempre mi padre citando a san Ignacio.
—Con la Iglesia hemos topado… —contestó José Luis,
y ambos se echaron a reír.
Paula admiraba a su marido y sabía que le iría bien de
todas maneras. José Luis sabía que no tomaría ninguna decisión sin el visto bueno de Paula.
—Oye, ¿y qué te parece un bañito tipo Pretty Woman al
llegar a casa? —propuso José Luis poniendo la mano entre
las piernas de su mujer.
—Encantada, pero ahora las dos manos al volante, para
que podamos llegar.
51
Capítulo 8
Un trapo sucio
Rocío Gómez llamó a la puerta de Roland Bewger y
entró en su despacho. Éste, concentrado en su pantalla de
ordenador, le hizo un gesto de que no pasara, al tiempo que
decía:
—Cinco minutos. Gracias.
Rocío salió y estuvo unos instantes en la puerta, dudando. En diez años nunca Alberto le había impedido entrar en su despacho, estando solo. Se decidió y bajó al suyo.
«No voy a esperar en la puerta para que todo el mundo me
vea, sería un mal precedente», pensó.
Media hora después, llamó a Roland y le preguntó:
—¿Puedo subir ahora?
—Sí, sí, claro.
Rocío subió molesta con la actitud de su nuevo jefe y
con la misión que llevaba.
Pasó sin llamar y aunque Roland no se lo ofreció, se
sentó en uno de los butacones de confidente. Se dio cuenta
de que estaban cambiados y de que, aunque no se les notara
nada raro, eran sensiblemente más bajos que los anteriores,
teniendo la impresión al sentarse de estar en un plano muy
53
inferior al de la mesa. Miró a Roland, que seguía abstraído
en la pantalla. Tenía que reconocer que era un hombre
guapo. Calculó que mediría por encima del 1.80 de estatura, cuerpo estilizado pero bien proporcionado, una cara
cuadrada, facciones correctas, un pelo muy tupido de color
trigo, peinado hacia atrás y unos grandes ojos verdes, algo
saltones. Los hombres decían que parecía un sapo, pero las
mujeres le consideraban atractivo.
Por fin, Roland abandonó la pantalla, se volvió hacia
Rocío y le dijo, mientras le daba una hoja de papel: —Estos
son los nuevos sueldos del Comité de Dirección con efecto
retroactivo desde el 1 de enero.
La Directora de Recursos Humanos examinó los datos.
Las subidas estaban entre el cinco por ciento de Juan Ortega
y José Luis de la Mota, y el quince por ciento para Jorge
Pina. Para todos los demás, un diez por ciento. Aquello confirmaba la opinión general de que Pina era el hombre de la
nueva etapa. Roland iba a gestionar la Compañía como un
financiero, no como un hombre de negocios.
—Son buenas subidas, y si gestionamos bien que no haya
agravios comparativos, el equipo estará contento —le dijo.
—Comunícalo como quieras a cada uno.
—Pensé que querrías hacerlo tú.
—No, no, ése es tu trabajo, yo tengo muchas más cosas
que hacer —respondió Roland, volviéndose hacia su ordenador.
—Perdona, Roland, pero tengo que comentarte un par
de cosas.
Roland, con cierto gesto de cansancio, se volvió nuevamente hacia ella.
54
—Venga, dispara.
Roland hablaba muy bien español aunque con acento
mexicano, ya que en realidad nació y vivió los primeros
diez años de su vida en aquel país, en el que su padre, de
nacionalidad suiza, representaba a la firma Nestlé. Desde
esa edad y hasta que vino a España, había estudiado y trabajado en Suiza.
—Lo primero que debes cuidar es recibirnos a los
miembros del Comité de Dirección sin hacernos esperar en
tu puerta.
—¿Es una crítica? —preguntó con gesto serio.
—Es un consejo que como Responsable de Recursos
Humanos te hago para que consigas ganarte al equipo
—respondió Rocío con la mejor de sus sonrisas.
—Pongamos las cosas en claro, de una vez por todas. Yo
no estoy aquí para ser amigo de nadie, sino para hacer mi
trabajo y sacar la empresa adelante. Si pensáis que cualquiera puede entrar en mi despacho, interrumpirme y que
yo estoy obligado a atenderle, estáis muy equivocados. A
partir de ahora, cuando alguien quiera verme que llame y
pida hora a mi secretaria.
—Muy bien —dijo algo nerviosa Rocío—, así lo haré
saber.
—No quiero ser desagradable —se replegó Roland—,
pero se acabó el sistema desorganizado de funcionar tan habitual en España. ¿Algo más?
—Sí, hay otro tema y es delicado —apuntó Rocío, alargándole una nota interna firmada por Alberto, que aún era a todos
los efectos el Director General, por la que ordenaba el traslado
de Sonia, su secretaria, al Área de Recursos Humanos.
55
Roland se puso rígido.
—No puede ser, Sonia será mi secretaria.
Rocío no hizo nada, como si no hubiera oído la última
afirmación.
Sonia les había contado a ella y a Alberto el día anterior
una historia poco edificante. Hacía algunos meses, Roland
empezó a «cortejarla». Se hacía el encontradizo, iba a ver a
Alberto cuando sabía que éste estaba fuera, le dirigía piropos que con el tiempo iban subiendo de tono, y le proponía
insistentemente que se vieran fuera del trabajo. Ella pensó
que podría tenerlo controlado, pero una tarde después de
una gran insistencia, aceptó tomarse una Coca-Cola a la salida del trabajo para charlar, «diez minutos», le había dicho
Roland. En el bar, las peticiones de Roland se fueron concretando rápidamente, hasta una propuesta directa de que
podían ir en ese mismo momento a algún lugar «más tranquilo». Sonia se negó con educación. Roland le dijo que
aquella actitud podría acarrearle problemas en su trabajo y
que él sería el nuevo jefe dentro de poco y que no le convenía estar en malas relaciones con él. Alberto se removió
en su asiento al escuchar esta parte de la historia. Sonia
comprendió que aquello estaba pasándose de la raya y con
toda la firmeza de la que fue capaz, que era mucha por ser
una mujer de carácter, le dijo: —Mira, Roland, te lo diré
breve pero claro. Lo que acabas de hacer es un delito en
España que se llama acoso sexual. Podría ir ahora mismo a
una comisaría y serías detenido. Espero que ni una sola vez
más te dirijas a mí, si no es en la oficina y por un tema de
trabajo. Adiós. —Y se levantó de la mesa.
Desde entonces todo había sido correcto. Al parecer había entendido la lección. Es más, unos días después se dis56
culpó e intentó saber si se lo había contado a Alberto. «No
necesito al señor Kent en este tema, lo que sí he hecho es
depositar en un notario un escrito de las cosas que me dijiste para que quede constancia de la fecha y poder tener un
antecedente, si alguna vez lo necesitara.»
Efectivamente, Sonia no había comentado el tema con
nadie, de hecho lo del escrito notarial era un farol, y dio el
tema por terminado. Pero cuando unos días atrás Roland,
con la mejor de sus sonrisas, había aparecido por su puesto
de trabajo para «tranquilizarla» y «confirmarle» que ella se
mantendría como secretaria del nuevo Director General,
Sonia se preocupó y fue a ver a Rocío y las dos subieron a
contárselo a Alberto. La solución a la que llegaron era
aquel traslado al Área de Recursos Humanos, donde ocuparía el puesto vacante por traslado a Sevilla del número dos
del Departamento de Formación.
—No puede ser, Sonia será mi secretaria —repitió
Roland ante la falta de reacción de Rocío—. A Alberto le
quedan días como Director General y si quieres hacer el
traslado será por poco tiempo.
—Para mí no es fácil… —dijo al fin Rocío, con el tono
más suave que pudo imprimir a su voz— pero tengo instrucciones de Alberto de decirte que si te opones al traslado
o dentro de un tiempo lo anulas, él personalmente enviará
un escrito a los señores Hens y Slusche adjuntando la denuncia por acoso sexual que Sonia presentaría inmediatamente. Así que tú me dirás qué hago.
Roland se quedó rígido. No era así como había imaginado las cosas. Iba a ser el primer ejecutivo de la firma y su
voluntad sería ley en la Compañía. Pero ahora, en este
tema, le tenían cogido y bien cogido. Le aterraba pensar en
57
la reacción de Slusche si llegara a saberse. No es que las
aventuras amorosas entre colegas estuvieran perseguidas
en la Compañía. De hecho, en los años que Roland había
estado en la Dirección Financiera de la Central en Zúrich,
conoció muchos casos. Pero el acoso, la idea de imposición
por tu posición jerárquica dentro de la Compañía, siempre
había sido tabú y no hacía mucho les había costado el
puesto a dos altos ejecutivos, que dimitieron simplemente
al recibir la denuncia. En la cultura del Grupo lo realmente
grave no era la imposición y el desprecio de la víctima sino
la utilización de la posición en la Compañía para beneficio
propio. No era un problema de moral sexual, sino de agravio al Grupo. La ofendida no era la víctima, sino la propia
Compañía. Se consideraba al mismo nivel que apropiarse
de los fondos de la Compañía. Roland no podía jugarse su
nuevo puesto. Tenía que salir del paso lo mejor posible.
—Está bien, es un tema menor, si quiere ocuparse de
formación, que lo haga. Tengo cosas más importantes en
qué pensar. Olvidemos este absurdo tema, Rocío —dijo
con una sonrisa forzada.
—Gracias, Roland —respondió Rocío, saliendo del despacho, y suspirando con alivio. La verdad es que había sido
una de las conversaciones más delicadas que había tenido
en su vida profesional.
Le dio la noticia a Sonia, que dejó escapar un suspiro de
tranquilidad y acordaron que en cuanto Alberto no la necesitara, bajaría a su nuevo puesto de trabajo. Alberto estuvo
de acuerdo en que el traslado físico se hiciera inmediatamente y en que ya le pediría él que subiera si la necesitaba.
—Con todo este lío la beneficiada has sido tú, Rocío.
Vaya refuerzo has conseguido para tu Área —dijo Alberto.
58
—Yo creo que las dos —respondió Rocío, dando el
brazo a Sonia y sonriendo ambas como niñas un día de
Reyes Magos.
59
Capítulo 9
El Camino de Santiago
La subida al Alto del Perdón había sido muy dura y les
había costado cerca de dos horas. Es uno de los tramos exigentes del Camino de Santiago y se encuentra a la salida de
Pamplona. Alberto y su amigo Jesús se encontraban sentados en una roca admirando el paisaje y disfrutando de una
Coca-Cola especialmente fresca y unas galletas que habían
adquirido «por la voluntad» a un personaje extravagante de
acento indefinido que ofrecía ayuda a los peregrinos con
todo tipo de vituallas en una furgoneta destartalada. La
temperatura agradable y la magnífica vista inducían al descanso y la charla.
Jesús Plaza, su amigo de siempre, su amigo recuperado,
le había convencido de hacer el Camino de Santiago.
—Podemos hacer el principio, saliendo de Saint-JeanPied-de-Port en Francia, atravesando los Pirineos, y luego
ya veremos hasta dónde llegamos.
Se dejó convencer muy rápidamente porque evitaba un
momento al que sentía pavor: encontrarse en su casa sin
nada que hacer. El Camino le permitía llenar los primeros
días de una situación nueva con la que tenía miedo a enfrentarse. La alegría con que Marta, su mujer, acogió la
61
idea le preocupó. Tal parecía que empezaba a sentir el problema de no saber qué hacer con él. Jesús le había contado
la historia o el chiste de aquella casa de un prejubilado en
el que la asistenta pregunta a su mujer: «Señora, ¿dónde
pongo al señor para limpiar el salón?». Alberto, durante los
días de preparación del Camino tuvo la misma sensación,
aunque seguía yendo cada día a la oficina en función del
acuerdo de salida y todavía le quedaban más de dos meses.
Pero cada vez tenía menos sentido su presencia. Intentaba
levantarse más tarde pero es difícil despertarse más tarde
cuando los ruidos de la casa son distintos y durante treinta
años se ha sido el primero en salir. Su propia vivencia no
había sido muy distinta a la del chiste. La sensación de
constituir un estorbo, algo no habitual en la forma en la que
se desarrollaban esas primeras horas de la mañana en la
casa, le habían hecho soportar mal no ir corriendo a trabajar. Él, acostumbrado a ser un hombre agobiado, corriendo
siempre de un lado a otro, con el tiempo justo para atender
a las personas que querían hablar con él, para resolver y decidir los problemas sobre la marcha, de pronto se encontraba con que le sobraba el tiempo y no sabía qué hacer con
él. Por eso, la idea de tomarse unos días libres le encantó.
El Camino había sido una solución. Primero los preparativos, las compras del equipo, el poder contar que se tenían
planes y después lanzarse a la aventura.
Unos antiguos compañeros del Banco de Jesús les habían acompañado y comido con ellos el día anterior en
Saint-Jean-Pied-de-Port, inicio en el lado francés del
Camino de Santiago. Durmieron esa noche en ese pueblecito de frontera que ha guardado muy bien el sabor medieval de su época de esplendor. A la mañana siguiente se pusieron en ruta a las nueve de la mañana. El inicio es muy
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duro. Una cuesta empinada constituye los cinco primeros
kilómetros de la jornada. Cuando consiguieron superarla
eran ya las once y Alberto por unos momentos temió no dar
la talla. Se puso con ánimo de nuevo en marcha después de
unos minutos en una fuente en la que rellenaron las cantimploras. Ahora en su cuarta etapa, se consideraba ya un experto y no le asustaba el esfuerzo, porque había aprendido
también a regular su esfuerzo, a dosificarlo con cabeza.
La excitación de la aventura le había hecho olvidar rápidamente sus problemas. El Camino de Santiago se convertía a sus 54 años en un reto, y en una forma de vivir distinta.
Además, Jesús siempre había sido un amigo excelente. Era
un hombre que atraía por su solidez, propia de las personas
que saben lo que hacen y tienen criterio para afrontar todas
las situaciones. Tenían la misma edad, pero Jesús gozaba de
una forma física envidiable, producto de su esfuerzo diario
de cultivar su cuerpo después de abandonar el Banco. Es
cierto que los últimos años, muchos últimos años, habían
estado más distanciados. No es fácil cultivar las amistades
cuando se tiene una fuerte presión de trabajo y cuando cada
vez más, Alberto se había acostumbrado a salir los fines de
semana. Invitaciones, excursiones, cacerías o pequeñas escapadas para intentar aprovechar algo el velero en el que
gastaron mucho dinero e invirtieron muchas ilusiones y que
tan poco habían usado después. Esto hacía una vida totalmente llena de actividad y que era difícil compaginar con
la charla reposada con los amigos. Sin embargo, su amistad
con Jesús había prevalecido. Se conocieron en el colegio y
coincidieron en la universidad, por lo que a pesar de los
años en los que habían mantenido menos contacto, seguían
teniendo ese nivel de confianza que permite hablar de todo
con un amigo. Habían ido viviendo las etapas de la vida al
63
mismo tiempo, lo que siempre les había dado una comunidad de intereses. Las notas en el colegio, sacar los cursos
en la carrera, las primeras novias, los primeros trabajos, el
dinero, la progresión profesional, los hijos, la culminación
de una carrera y el vacío final con la salida. Sí, la prejubilación de Jesús que se había producido tiempo atrás, ahora
les aproximaba de nuevo en cuanto a sus preocupaciones y
objetivos al ponerlos en una situación similar.
Jesús era algo más alto que Alberto, aunque no lo parecía porque era un hombre de anchos hombros y toda la vida
había tenido una cierta tendencia a la obesidad. Conservaba
a sus 54 años todo su pelo sin canas, lo que le daba un aire
más joven, sobre todo desde que se había centrado en cuidar su forma física y casi había conseguido eliminar totalmente su vientre voluminoso. Corría casi todos los días, y
asistía a sesiones de entrenamiento tres veces a la semana.
—No dejes de hacerlo —había recomendado a Alberto—, es una de las cosas más importantes de esta nueva
etapa. Te hace sentir tu cuerpo, cosa que nos ha sido imposible en todos los años en que nuestra vida giraba alrededor
del trabajo.
—No creo que sea capaz de correr. Me dan miedo las rodillas —argumentaba Alberto a la defensiva.
—Si yo puedo hacerlo, tú con 15 kilos menos serás un
magnífico corredor de fondo. Sin alharacas ni machadas.
Corriendo por el placer de correr. Te conozco y dentro de
un par de años estarás corriendo carreras populares. Por
ejemplo, la San Silvestre Vallecana, el 31 de diciembre.
Jesús era una persona reflexiva y observadora que parecía siempre ver un poco más allá que los demás. Alberto
64
respetaba lo que él llamaba «los silencios de Jesús», durante los cuales podía hablársele de cualquier tema sin
tener la seguridad de que escuchaba. Horas después, como
si hubiera madurado lo que quería decir, contestaba con una
reflexión magnifica: un hallazgo. Alberto lo conocía bien y
no se sentía molesto con aquellas ausencias. En el fondo lo
admiraba como hombre de criterio, y en esta nueva etapa
estaba pendiente y casi dependiente de su amigo.
Empezaba a entender que su vida anterior había estado sumida en una tormenta perfecta, esa que evita plantearse
preguntas, y que en la nueva etapa debía no sólo hacerse
muchas preguntas, sino también procurar encontrar las respuestas.
Disfrutando de la brisa fresca en el rostro, Alberto aprovechó el descanso para quitarse las botas y los calcetines y
revisar cuidadosamente cada una de las rozaduras y ampollas que tenía en los pies. A pesar de las recomendaciones,
y de las compras teóricamente adecuadas, no había podido
evitar tener los pies machacados. Jesús le observaba y le
daba consejos para proteger las zonas con rozaduras con
unas tiritas plásticas que hacían maravillas.
Desde que salieron, Jesús se había mostrado alegre y
animado, dándole consejos permanentemente para afrontar
mejor el esfuerzo del Camino y escuchando atentamente
las reflexiones y los problemas que le planteaba, siempre
con una sonrisa cómplice de compresión y con algunos comentarios cortos que en su estado de avidez, a Alberto le
habían parecido auténticos descubrimientos. Cuando atravesaron los Pirineos, Alberto comentó que le gustaría ver
su futuro con la claridad con que se divisaban las cosas
desde allí arriba y no como lo percibía en ese momento,
65
como un profundo precipicio, un oscuro túnel ante el que
se sentía indefenso.
—¿Cómo será ahora mi vida? ¿Para qué sirvo? De pronto me he dado cuenta de que sé hacer muy pocas cosas
prácticas. —Una y otra vez en las largas horas de marcha,
Alberto dejaba escapar sus miedos—. ¿Qué utilidad tiene
un general sin soldados? Siempre he sabido hacer, pero
sería un pésimo Robinson Crusoe.
Jesús normalmente escuchaba sin responder, dejando
que su amigo fuera soltando todo su lastre. En una ocasión,
después de unos minutos de silencio en los que sólo se percibía el jadeo de sus respiraciones, y cuando ya Alberto pensaba que no iba a contestar, le dijo: —Tu problema es que
sólo miras hacia atrás, quieres aferrarte a lo que ya no tienes, quieres construir el futuro lo más parecido posible a tu
pasado. Tal vez te ayudara una frase que he leído en algún
sitio: piensa que hoy es el primer día del resto de tu vida.
Después de aquello caminaron mucho tiempo en silencio. Prácticamente no intercambiaron palabra hasta llegar
al final de su tercera etapa.
Por las noches, antes de dormir, Jesús escribía en un pequeño cuaderno. La noche anterior, en un hostal de
Pamplona, Alberto le pidió que le dejara leer su diario.
—No es un diario, son pequeños relatos, pero si te interesan, aquí los tienes —le dijo, tendiéndole la libreta—. El
primero se refiere a la misa del Peregrino que oímos en
Roncesvalles, ¿te acuerdas?
—¡Cómo no me voy a acordar! Después de estar todo el
día sin comer…
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—Perdona. Eso fue un fallo mío. No sabía que en todos
los Pirineos no había ni un chiringuito en el que nos dieran
algo de comer.
—Lo peor fue cuando al llegar al hotel de Roncesvalles
nos dijeron que la cena no se servía hasta que terminaba la
misa del Peregrino. ¡Qué hambre!
—Pues sobre esa misa es.
Alberto se recostó en su cama y con gran curiosidad empezó a leer las notas de Jesús.
LA CONVIVENCIA DE LOS SANTOS
La sala estaba en penumbra, los bancos crujían levemente cuando la gente se sentaba, y eso era lo único que
rompía el silencio que llenaba el enorme espacio hasta la
bóveda.
Hacía un buen rato que se acabaron los arrulladores
rezos, y la sala ya casi llena esperaba el inicio de la misa
del Peregrino, la que da inicio a la larga marcha de más de
ochocientos kilómetros que conduce de la frontera francesa a Santiago.
Empezaron a entrar en fila los monjes del monasterio de
Roncesvalles.
Vestidos con sus amplios hábitos blancos, que la moda
no ha conseguido cambiar desde la Edad Media, representaron bien la imagen que debe tener un monje. Majestuosos, sin altivez ni soberbia, fueron colocándose en semicírculo alrededor del altar de cara al público.
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En el momento de situarse, uno de ellos cedió ostensiblemente el sitio más próximo al centro, en el que se había
situado el padre abad, al monje que le seguía. Fue un gesto
nimio, y, sin embargo, no pude apartarlo de mi pensamiento durante toda la ceremonia.
¿Cómo era la convivencia de aquellos ocho hombres
santos en aquel apartado lugar, en plenos Pirineos y con
largos meses invernales, en los que la nieve les mantendría
aislados? Empecé a observarlos con más atención, no como un magnífico conjunto de hombretones buenos que con
sus recias voces llenaban el alma de sosiego, sino como individuos con personalidad propia.
El abad, el más menudo, estaba claramente por encima
de los demás, y no participaba en las rencillas y fobias,
cosa fácil de hacer cuando la autoridad no es discutida y
se asume con facilidad el papel conciliador.
Con todo, algunas miradas de dulce reprobación y un
deje de cierto cansancio en la voz presagiaban que el rebaño estaba próximo a terminar con su paciencia.
El monje que se había visto ceder el sitio de honor, era
un claro aspirante a la sucesión. Había agradecido con un
leve gesto de cabeza la atención recibida, y ahora atendía
solícito al oficiante, pero erguido de tal manera que en
algún momento cabía pensar que pudiera caerse hacia
atrás.
La lectura la hizo él mas joven, un hombre en la cuarentena, casi calvo y con esa recia gordura y corpulencia que
se agradece en un monje porque nos ratifica en la idea que
tenemos de lo que debe ser un monje. Leyó bien, con ritmo
y dicción perfecta, pero había algo de engolamiento en la
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voz, ¿o sólo era su deseo de trasmitir aquellos bellos pensamientos de la forma más persuasiva? Observé al grupo y
pude notar una cierta crispación en el segundo monje por
la izquierda, el que había cedido el paso, que sin duda
aceptaba la precedencia del monje erguido, pero no la de
aquel novato engreído.
A la derecha del prior, un monje bajo y delgado, con
poco pelo a los lados de la cabeza y ninguno sobre ella,
atendía ceremonioso las necesidades del oficio religioso y
con expresión de paz, no parecía tener ningún problema de
relación con los demás, tal vez porque a pesar de su puesto
de privilegio, no mostraba ninguna ambición de suceder a
su superior. A su lado un monje más alto que él, con nariz
afilada y ojos saltones, disfrutaba luciendo su voz fuerte y
profunda que claramente destacaba en los cánticos de los
salmos, y que el monje más joven no conseguía igualar a
pesar de sus claros esfuerzos.
En ambiente de recogimiento y devoción, la misa había
terminado, y el superior nos dio su bendición, pero anunció una bendición especial a los peregrinos, a los que nos
pidió que nos aproximáramos al altar.
El monje a la derecha del prior, el que parecía sobrevolar sobre las rencillas de los otros, avanzó entonces y
ocupó el lugar en el centro del altar, mientras, el resto, se
mantenía en semicírculo al fondo. Nos dijo que desde
tiempo inmemorial en aquel monasterio se bendecía a los
peregrinos con una fórmula incambiada, anunció que en la
sala había peregrinos de ocho nacionalidades y de diez regiones españolas, y a continuación dio la bendición en español, pero siguió en francés, en inglés, en alemán, en italiano, en catalán, en vasco y en gallego.
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Esta larga ceremonia fue soportada como una penitencia por el monje erguido, el claro sucesor, que debía conocer menos lenguas. Pensé que su posición estaba comprometida porque también cantaba peor que el monje de la
nariz afilada, y leía con menos claridad y sentimiento que
el monje joven. Terminó el acto y, como entraron, los ocho
monjes desfilaron por delante del altar.
En aquel momento pensé que aquellos ocho seres se estaban haciendo merecedores del paraíso, y no por sus renuncias, sino porque el infierno de la convivencia los purificaba.
Al terminar de leer, Alberto le dijo: —O eres muy buen
observador o tienes una gran imaginación porque yo no vi
nada de lo que aquí dices, y hemos estado en la misma ceremonia. En cualquier caso me parece un relato muy deprimente.
Jesús respondió con voz adormilada: —Tú tenías demasiada hambre para ver nada. Ya lo comentaremos.
Se dio media vuelta y se dispuso a dormir.
De eso hacía tres días. Dejaron atrás el Alto del Perdón,
y ya habían olvidado el sonido molesto de las enormes hélices de los molinos que aprovechan la energía del viento,
cuando después de un buen rato, andando, Jesús rompió el
silencio.
—Me dijiste que el relato sobre la convivencia de los
monjes de Roncesvalles te había parecido deprimente.
Llevo un rato pensado en ello. Creo que lo que es auténticamente deprimente es vivir en medio de la agitación permanente que hace que la vida se te escape entre los dedos
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como el agua. Lo que nos hace hombres es buscar la felicidad, pero buscarla conscientemente. Los monjes han buscado ese sentido y lo han encontrado, con todas las dificultades o con la satisfacción de luchar por lo que consideran
importante. —Cambiando de tema añadió—: Y ahora sigamos, que nos queda un buen trecho hasta Puente la Reina.
La bajada del Alto del Perdón fue dura, llena de guijarros, y la hicieron en silencio. Alberto tenía una pregunta en
la cabeza pero no encontraba la forma ni el momento de
plantearla. Cuando ya se divisaba a lo lejos el fin de su
etapa, preguntó a su compañero:
—Oye, Jesús, ¿y tú has encontrado ese camino hacia la
felicidad del que hablas?
—Todavía no —fue la respuesta—, pero me preocupo
por encontrarlo todos los días. Me digo que soy un privilegiado, sin problemas económicos, ni de salud, aún soy
joven, tengo una familia maravillosa y sólo me falta encontrar el proyecto que dé sentido a todo.
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Capítulo 10
El fracaso de Akim
Al tiempo que Alberto volvía a Madrid de su Camino de
Santiago, que había recorrido hasta Burgos, un joven senegalés llegaba a Akounde, su pueblo natal, cabizbajo y derrotado después de haber intentado la aventura de llegar a
Europa.
Akounde es un pueblo grande situado en la región de
Kolda en el corazón de Senegal. Está a unos cinco kilómetros de la carretera que recorre el país de norte a sur y desemboca en la gran arteria que atraviesa el país de oeste a
este hasta llegar a la capital, Dakar, en la costa.
El pueblo está compuesto de pequeñas casas, más bien
chozas, muchas cubiertas de grandes hojas de plataneros,
algunas otras con tejados de hojalata herrumbrosa. El clima
es tropical con dos sesiones: lluvia y sequía. La temperatura es cálida prácticamente durante todo el año, aunque en
la época de sequía puede hacer mucho calor. La economía
se basa en una agricultura de subsistencia que explota una
tierra que se va empobreciendo año a año por falta de abonos y nutrientes, lo que provoca cosechas cada vez más escasas. Los «ricos» tienen además algo de ganado. Hay algunas casas de cemento que se levantan impresionantes,
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con sus dos pisos entre las chozas y que pertenecen a algunos inmigrantes que han conseguido volver o a sus familias, que las han construido con las remesas de dinero que
ellos envían. Todos están convencidos de que el triunfo social y económico está directamente ligado a la emigración.
Akounde sufre un alto nivel de desnutrición que amenaza especialmente a los niños, porque la alimentación básica son unas gachas que se cocinan básicamente con mijo
machacado y agua, que sacian pero no alimentan. Sin embargo, la gente es alegre y sonríe con frecuencia. Los jóvenes se divierten organizando bailes con otros jóvenes de
poblaciones cercanas. A veces recorren durante horas caminos desérticos para participar en estas fiestas, en las que
unos curiosos aparatos alimentados con gas y trasportados
en carros inestables de ruedas ovoides que arrastran con dificultad pequeños asnos, son capaces de reproducir, en
mitad de la nada y a gran volumen, los últimos éxitos de las
estrellas mas conocidas del ambiente artístico internacional
y al mismo tiempo iluminar una solitaria bombilla. Cuando
ves con qué alegría bailan y cortejan a las chicas, es difícil
imaginarse sus preocupaciones por el futuro. ¿Deben seguir
en la escuela para enfrentarse después a un paro seguro
como miles de compatriotas que no encuentran empleo o
deben dejar sus estudios para ayudar a sus padres en la explotación de una tierra que con dificultad les permite alimentarse?
Muchos comentan que la solución es irse a la capital o
mejor aún a Europa. Los casos de los que lo han conseguido son los únicos que se conocen. Vuelven con dinero,
más que el que hubieran podido ganar en toda su vida, y
construyen casas grandes de cemento, se casan con las chi-
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cas más guapas y organizan unas fiestas de esponsales que
llenan de envidia a los que no se atrevieron a lanzarse a la
aventura.
Sin embargo, todos conocen o al menos intuyen los
enormes riesgos de la travesía. Nadie anuncia que se va.
Sencillamente, de vez en cuando algún joven conocido desaparece y nadie pregunta nada, pues todos saben que lo va
a intentar. Unos días antes sus padres han vendido algo importante de su propiedad para darles el mínimo capital necesario para su aventura.
Akim Lamine es un hombre joven y fuerte que desapareció durante casi un año. Su padre, un hombre que sabía
leer, tuvo que emigrar del Congo para evitar que lo mataran en una de esas guerras absurdas donde solo la violencia
y la sinrazón son más importantes que la pobreza más extrema. Con todo, consiguió llevarse con él un pequeño capital que invirtió en ganado al llegar a Senegal. Tanto Akim
como su padre se adaptaron bien a la nueva situación y fueron bien recibidos. Destacaban respecto a sus vecinos por
ser más altos y más fuertes. Cuando Akim le dijo a su padre
que estaba dispuesto a iniciar la aventura, su padre intentó
disuadirle.
—Akim, no lo hagas. Tenemos una posición mejor que
la de nuestros vecinos. No pasamos hambre, yo te necesito
para que me ayudes y tu madre se morirá de miedo si te vas.
—Padre, aquí no hay futuro. Tú ya eres viejo, pero yo no
quiero una vida de penurias permanentes. —Akim era un
buen hijo y respetaba mucho a su padre, pero quería cambiar y deseaba un futuro mejor.
75
—Hay muchos que no lo consiguen. La mayoría. Y lo
peor son los que se quedan en el camino. Hay muchos
muertos. Aquí no se habla de eso, pero yo lo sé —insistía
su padre, asustado ante la idea de lo que podría sucederle.
—Padre, me odiaría toda la vida si no lo intentara. Hay un
mundo mejor, y yo quiero conocerlo. No te preocupes, volveré rico y os ayudaré a ti, a madre y a todas mis hermanas.
Akim era el único hijo varón, tenía 23 años, era alto y
fuerte y si se iba, la familia perdería todo el apoyo que tenía
para cuidar de su rebaño y para protegerse de cualquiera
que quisiera robarles. Ya había pasado en el poblado. Los
viejos sin hijos varones sufrían permanentemente pequeños
robos, sin que nadie pudiera defenderlos. No obstante,
viendo que su hijo estaba decidido y se iría de todos modos,
su padre vendió dos vacas, las más grandes de su rebaño, y
le dio el dinero para que intentara sobrevivir.
Akim se fue andando un amanecer soñando con volver
rico e impresionar a sus vecinos y tener una vida mejor.
Consiguió, con una pequeña parte de su dinero, que una camioneta le llevara con otro grupo de jóvenes atravesando
Malí y Níger hasta Argelia. En el desierto, una mañana se
despertaron y estaban solos. La furgoneta y su chofer habían desaparecido. Andando por la noche y ayudados por
un joven que dijo conocer las estrellas consiguieron salvarse. Trabajó tres meses como pastor de cabras cerca de la
frontera entre Argelia y Marruecos y luego cruzó la frontera
por la noche ayudado por su amigo, el experto en estrellas.
La policía de Marruecos los intentó detener cuando estaban
llegando a Oujda. Escaparon, pero los persiguieron con perros en mitad del desierto. Su amigo fue capturado, pero
Akim consiguió llegar a Nador, una ciudad de la costa
76
donde le dijeron que podrían cruzarle en una barca grande.
Llegarían a España en menos de veinticuatro horas.
Entretanto le habían robado lo que le quedaba de su dinero.
Intentó encontrar algún trabajo, cualquier trabajo, pero sufrió la discriminación de los marroquíes, que consideran
que un negro es peor que nada. Tuvo suerte y le permitieron trabajar por cuatro meses con los organizadores de la
travesía, vigilando por las noches para proteger las pateras
y los motores y reclutando inmigrantes que tuvieran los
800 euros que costaba el viaje. No fueron cuatro, sino seis
meses de trabajo, pero al fin, su simpatía y su buen trabajo
consiguieron que lo embarcaran, aunque los pasadores
nunca se habían planteado hacerlo. El tiempo era magnífico
y el barco nuevo. A bordo, algo más de sesenta personas,
todos hombres. Les dijeron que llevaran tres botellas de
agua y tres panes cada uno. A mitad de la travesía, el motor,
que no era nuevo, falló, y estuvieron dos días a la deriva,
intentando remar con los dos únicos remos que tenían,
hasta que consiguieron llegar a un islote. Allí pasaron un
día hasta que la policía española los recogió. Estuvo tres semanas en un campo de internamiento en Cádiz. No sabía
que harían con él, pero el tiempo que estuvo internado
comió mejor que en toda su vida y agradeció el jergón
blando en el que dormía. Al fin le llevaron al aeropuerto de
Jerez, le montaron en un avión y le desembarcaron de
nuevo en Senegal.
Volvió a su casa sin decir nada, con la humillación del
fracaso en la frente.
Trabajó sin descanso para su padre, con la desesperación
del que tiene que ganarse de nuevo el derecho a decidir.
Pensó, sin decírselo a nadie, que si quería tener éxito la pró-
77
xima vez, debería prepararse mejor. Empezó a ir cada tarde
al único taller de Akounde a ayudar en la reparación de motores, y en unos meses consiguió entender cómo funcionaban y cómo repararlos con mucho ingenio y pocas herramientas. Pasó un mes trabajando como peón de albañil en
la construcción de una casa de cemento. Visitó a un pastor
nómada para que le enseñara como orientarse con el sol y
las estrellas. Consiguió un diccionario francés-español y
todos los días antes de dormirse aprendía de memoria palabras de vocabulario básico. Decidió que lo volvería a intentar por la misma ruta. La travesía por mar desde la costa de
Dakar o a través de Mauritania hacia Canarias le parecía
más difícil y peligrosa.
Una tarde, cuando volvía a su casa del taller mecánico,
vio un grupo de jóvenes sentados a un lado de la calle.
Conocía a algunos de ellos y se acercó. Estaban bebiendo
cervezas y tenían aún una caja casi entera a los pies.
—¿Cuál es la fiesta? ¿Puedo coger una? —preguntó.
—Claro, hombre, coge una —le dijo un chico algo mayor
que él.
—Yo te conozco, tú eres Ibrahima, estabas en mi escuela
dos cursos antes que yo —le dijo al chico que le había ofrecido la bebida.
—Pues sí, y quiero que todo el mundo lo pase bien. Es
mi fiesta para celebrar mi regreso.
Akim continuó con ellos bebiendo y charlando, pero
cuando Ibrahima se despidió le siguió.
—Oye, perdona, ¿dónde has estado?
78
—Estoy viviendo en España, y tengo un buen empleo.
Soy encofrador. Se gana mucho dinero. Llevo ya cuatro
años y por fin he venido de vacaciones.
—Yo lo intenté y no lo conseguí.
—Lo sé. Ya me lo han contado.
Akim se sorprendió, él no lo había dicho a nadie. Ni siquiera había contado los detalles de su aventura a su padre.
—Pero volveré a intentarlo dentro de poco —dijo con
determinación—. ¿Me puedes ayudar?
—¿Cómo quieres que te ayude? ¿Quieres dinero?
—No. Quiero que me digas cómo hacerlo.
Ibrahima pasó más de una hora contándole con detalle
todo su camino y cómo había conseguido llegar y quedarse.
Sacó un papel y apuntó «Sevilla» y un número de teléfono
móvil.
—Si consigues llegar, llámame a este teléfono, y yo te
ayudaré en lo que pueda.
Akim se despidió dándole las gracias y volvió cantando
y corriendo a su casa. Ahora estaba seguro de que lo conseguiría y ya sabía cuál era su destino.
Como todos los que volvían fracasados, no había contado su experiencia a nadie y nadie le había preguntado,
aunque al parecer todo el mundo lo sabía. Pero esa noche
acudió a una de las fiestas para jóvenes y en medio del
ruido de la música y el baile, le contó su historia por primera vez a Awa, una preciosa muchacha, de un pueblo vecino, a la que ya había visto en otras fiestas y de la que en
secreto estaba enamorado. Y terminó diciéndole con toda la
seriedad de alguien que sabe que se va a jugar la vida:
79
—Algún día lo volveré a intentar y cuando vuelva nos casaremos en la capital y celebraremos la boda en un hotel
que se llama Al-Baraka, que yo he visto y es el más bonito
del mundo, y luego vendremos a Akounde y compraremos
mucho ganado, y le regalaré dos vacas a mi padre y tendremos muchos hijos.
La muchacha le miraba embelesada. Akim era un hombre guapo y le sacaba una cuarta a todos los demás. Cuando
hablaba su tono era suave pero firme y determinado. Ella
no dudaba de que lo conseguiría y quería esperarle. Por eso
cuando él la cogió suavemente de la mano y se dirigió hacia
la zona oscura, fuera de la luz de la única bombilla, le siguió más contenta que sumisa.
Dos semanas más tarde, Akim salió de su casa antes del
alba. En su vieja mochila llevaba menos dinero que la otra
vez pero también muchas cosas que sabía que iban a serle
útiles. Se desvió de su camino más de diez kilómetros para
ir a ver a Awa. La besó y le dijo: —Toma esto para que me
recuerdes. —Y le entregó una pequeña piedra de un color
azul intenso, y añadió—: Me voy pero volveré.
Y reinició su camino.
Awa lo vio partir en silencio, apretando con fuerza su
pequeña piedra azul.
Ninguno de los dos sabía que Awa guardaba en sus entrañas un niño, el hijo de Akim.
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Capítulo 11
Ya no tengo que volver
A la vuelta del Camino de Santiago, Alberto regresó a su
vida habitual. Dentro del acuerdo de salida se había previsto que estaría hasta fin de año a disposición de la Compañía para conseguir un traspaso de poderes suave y sin incidencias. Desde el primer día de su vuelta se dio cuenta de
la inutilidad de su función a partir de ese momento. Roland
se había hecho cargo de la gestión de la Compañía, y claramente él ya no era necesario. Asistió a multitud de comidas
organizadas de forma espontánea por los empleados y colaboradores. Agradecía mucho todas estas muestras de
afecto y reconocimiento pero veía con claridad que no eran
más que los actos finales del drama que él estaba viviendo.
Se hizo con una información completa de todas las franquicias que funcionaban en el país y pasaba las horas en el
despacho analizándolas una a una. Después de mucho darle
vueltas, llegó a la conclusión de que no se veía gestionando
un McDonald´s o montando una tienda de Coronel Tapiocca, ni una academia de idiomas.
Envió su currículum vítae a todos los head hunters del
país. Hasta que un día invitó a comer a Marcos Pérez, socio
de Royal & Bradley, una de las compañías de head hunting
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más importantes y con la que había trabajado como cliente
con cierta frecuencia. El almuerzo fue muy agradable, pues
hacía años que se conocían y habían trabajado juntos en la
selección de algunos de los directivos que actualmente trabajaban en la Compañía.
A los postres, le planteó la pregunta directamente:
—¿Qué posibilidades tengo de encontrar un nuevo puesto
de director general en una compañía de la competencia?
—Por los años que hace que nos conocemos —le dijo
Marcos—, creo que te debo una respuesta sincera. A tu
edad, Alberto, o eres primer ejecutivo o estás prejubilado.
Los puestos de primeros ejecutivos se cuentan con los
dedos de las dos manos en tu sector, y todos ellos, como en
tu caso, han sido cubiertos por promoción interna. Mi consejo es que disfrutes de la vida, y no te amargues esperando
un imposible.
—Pero, ¿dónde va una economía, un país, una sociedad
que prescinde alegremente del talento y de la experiencia,
y no tiene siquiera previstos mecanismos de colaboración
para que pudieran seguir participando, aportando al menos
una parte de lo que saben al desarrollo de todos?
—Para eso no tengo respuesta —le respondió Marcos.
Alberto volvió al despacho, dictó una carta de despedida
a todos sus conocidos, las firmó y le dijo a Sonia que si le
necesitaban le llamaran al móvil, pero que él no pensaba
volver a aparecer por el despacho.
El día siguiente se levantó a la hora habitual, se puso el
traje y salió de casa y en lugar de ir a la oficina estuvo visitando todos los museos y las exposiciones que encontró
abiertos.
82
Por la noche se armó de valor, y le dijo a Marta, su
mujer: —A partir de mañana no voy a volver a la oficina.
Aliviado, se metió en el pequeño despacho que tenía en
casa con una botella de whisky para intentar imaginarse
cómo sería el día siguiente, el primer día del resto de su vida.
Marta dejó pasar una hora antes de entrar en el despacho. Lo veía sufrir y no sabía cómo ayudarle. Confiaba en
que el alcohol pudiera aplacar un poco su desazón.
Marta Rodríguez del Castillo había nacido en Madrid,
hija de un empresario naviero santanderino, y acababa de
cumplir 50 años. Se habían conocido a través de su amiga
Carmen, hermana menor de Alberto, en una vacaciones de
éste mientras hacía su máster en Estados Unidos. Al año se
casaron y se fueron a vivir a Nueva York. Recordaba aquellos dos años como los más felices de su vida. Descubrieron
juntos un país maravilloso, fácil para todo. Los parques naturales les dejaron imágenes imborrables para siempre.
Viajaron hasta la costa oeste, durante un mes, alternando
los aviones con grandes recorridos en coche. Todo era
aventura, todo era descubrir. Allí nació su primer hijo,
Jacinto, nombre que le pusieron por el padre de Marta, ante
la insistencia de Alberto. Jacinto ahora era un brillante
joven que había conseguido su ingreso en la Escuela
Diplomática. Cuando volvieron de Estados Unidos, Marta
sacó unas oposiciones de funcionaria del Ministerio de
Hacienda. Había disfrutado de excedencias prolongadas
cuando nacieron sus otros dos hijos, Marta, a la que desde
muy pequeña llamaron Marty, y Luis, pero había vuelto con
gusto al ministerio cuando estos empezaron a ir al colegio.
Sus 50 años no habían marchitado su figura y seguía siendo
una mujer atractiva, morena, de facciones aguileñas y con
83
unos grandes ojos de color mostaza que trasmitían paz a
todos los que estaban a su alrededor. Era una mujer alegre,
siempre positiva, disfrutando de todas las cosas buenas que
la vida le había dado. Cuando lo pensaba ahora, la salida de
Alberto, su cese, era el primer gran disgusto que había tenido. Amaba a su marido y sufría sin saber cómo poder
ayudarle.
Alberto había sido toda su vida un hombre fuerte, reflexivo, que sabía marcarse las metas y conseguirlas, y ella estaba convencida de que por muy duro que fuera el golpe
conseguiría superarlo. Hacía ya más de dos años que lo
veía mal. Lo había notado tenso, crispado e incluso sus relaciones se habían resentido, seguramente veía la amenaza
y no sabía muy bien cómo combatirla. Se había encerrado
en sí mismo y ahora que sus peores presagios se habían
confirmado, le parecía especialmente difícil restablecer el
contacto. A Marta le costó mucho entrar en aquel despacho,
porque no sabía qué reacción iba a tener Alberto. Echado
sobre la mesa, la botella mediada, la recibió mal.
—No podéis dejarme en paz ni un minuto, no es mucho
pedir, creo yo.
—Te traigo un poco de hielo y me gustaría hablar —dijo
Marta con suavidad, cerrando la puerta y sentándose a su lado.
—¿Hablar de qué? ¿De lo estúpido que he sido, que no
me he dado cuenta de cómo me han exprimido durante
quince años, ni de que me iban a tirar a la calle?
Marta lo conocía bien y no intentó aplacarle.
—La verdad —dijo—, es que jamás pensé que Peter o
Roland pudieran hacerte esto, han actuado como auténticos
sinvergüenzas, aprovechándose de todo tu esfuerzo, teniéndote engañado hasta el último momento.
84
—Lo que no consigo es entender por qué. Me lo repito
una y otra vez. Por qué, por qué… La sociedad iba bien, las
perspectivas eran buenas…
—Porque en esta vida cada uno mira para sí, y tú has
sido tan inocente que has vivido como si la empresa fuera
tuya.
—¿Es eso un error? Yo creo que no hay otra forma de liderar un proyecto y lo volvería a hacer. Sólo comprometiéndose al cien por cien se pueden sacar las empresas adelante.
—Sí, pero tú habías olvidado que participabas en un
proyecto que no era tuyo. Tenías un papel importante, si
quieres decisivo, pero no podías hipotecar tu vida totalmente. Era un destino temporal y veo, por lo mal que estás,
que tú eso no lo tenías claro —respondió Marta, hablando
casi en un susurro.
Alberto se sorprendió a sí mismo, diciendo: —Hombre,
tampoco nos hemos quedado tan mal.
—Por supuesto, pero con todo —añadió Marta satisfecha
por el cambio de actitud de su marido—, lo único que pido es
que les hagan a los dos lo mismo que ellos te han hecho a ti.
—Jesús me dijo, cuando hicimos el Camino de Santiago, que mi problema es que sólo miro hacia atrás.
—Qué listo es Jesús, creo que en esta nueva etapa podrá
ayudarte mucho —dijo muy convencida Marta.
Hablaron durante horas, sentados en aquellas incómodas
sillas, Alberto intentando imaginarse el futuro y sacando
con cruda sinceridad todos sus miedos, y Marta tratándole
con dulzura, dándole seguridad, más madre que esposa en
aquel momento.
85
—Del tema económico no te preocupes, aunque bajan
nuestros ingresos, tenemos más que suficiente para vivir
sin problemas. Los chicos ya casi no nos necesitan. Jacinto
ya ha ingresado en la Escuela Diplomática, Marty ya ha
acabado su carrera y a Luis no le quedan más que dos años
para terminar e independizarse.
—Sí, es una suerte que nos llegue en un momento en el
que dentro de nada nos quedaremos los dos solos y nuestros
gastos disminuirán —comentó Alberto, descubriendo que
sus hijos de pronto se habían hecho mayores y que faltaba
muy poco para que se independizaran económicamente.
—De ese tema, olvídate. Lo importante es que tú llenes
tu tiempo con cosas que te gusten, debes recuperar la colección de monedas, antes te gustaba escribir… ¿Por qué no
vuelves a pintar?
—Estaba pensando en ocuparme de la finca de Ciudad
Real.
La finca era una herencia de Marta, tenía poco más de
setenta hectáreas y no necesitaba mucha ocupación, pero a
Alberto siempre le había encantado el campo.
—Es una magnífica idea. ¿Por qué no te acercas mañana
y charlas un rato con Pepe, el encargado?
—Sí, eso haré. ¿Te acuerdas de la zona de viña a la derecha de la casa? Siempre he pensado que se podría ampliar
y hacer un vinito razonable—. Diciendo esto, Alberto sintió un gran alivio. De pronto descubrió que para imaginarse
su futuro en los próximos veinte años había que hacer el
plan del día siguiente, y ése ya lo tenía.
No olvidaría nunca el mal rato que había pasado justo
antes de entrar su mujer, imaginándose que toda su vida an86
terior había sido un periodo en el que había conseguido engañar a todo el mundo pero que, en el fondo, él era un
pobre tipo que no sabía cómo enfrentarse a la realidad. Era
un hombre débil, solo, triste, tratado injustamente, y sin
ninguna capacidad de reaccionar. Dentro sentía sólo una
herida que el alcohol no lograba suavizar. A lo largo de
aquella conversación pausada, que se fue orientando de
forma natural hacia los nuevos proyectos, Alberto sintió
que recuperaba una relación perdida con Marta, y pensó
que a pesar de su independencia iba a necesitar mucha
ayuda de ella para superar este tremendo choque. Marta le
cogió del brazo y le llevó suavemente hacia el dormitorio
donde hicieron el amor recuperando la ternura que habían
perdido mucho tiempo atrás.
87
Capítulo 12
Saliendo por la puerta grande
—Os comunico que he llegado a un acuerdo para dejar
el Grupo ACC... —Alberto miró ante sí y no vio nada. Los
focos del escenario dejaban la enorme sala en una total oscuridad. Había trescientas personas pendientes de sus palabras. Con motivo de su salida, y había sido una de sus condiciones en la negociación, se había anticipado la Convención que cada dos años realiza a los cuadros dirigentes de
la Compañía y la expectación por sus palabras era total. En
las últimas semanas los rumores se habían desatado.
Asumir su salida y negociar las condiciones le había llevado a recluirse en sí mismo y esto las organizaciones lo
perciben rápidamente. Las trescientas personas que le escuchaban habían sido su equipo durante muchos años, lo consideraban el líder indiscutible del proyecto y querían saber
qué pensaba de su salida. En el estrado junto a él, el Presidente Mundial de la firma, Baldwin Hens, y el Director de
Área Internacional, Peter Slusche. Los dos aparentaban encontrarse en el mejor de los mundos y sonreían mucho más
de lo que en ellos era habitual. Alberto se volvió hacia
ellos, los miró y se sorprendió de no sentir nada. Los había
visto como sus verdugos y ahora los aceptaba sin más.
Todo era normal, todo era lógico.
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Baldwin Hens, en la cena que tuvieron el día anterior, le
dijo con su inglés de fuerte acento germánico: —Pero Albert,
si la única razón es que tú tienes 54 años y Roland, 40.
Era muy listo el Presidente, había desarmado todas sus
quejas, todos sus miedos, todo su sentimiento de ingratitud.
Le había dicho que sencillamente era un proceso biológico
normal de renovación y le había animado a que fuera muy
feliz en su nueva vida pues consideraba que el acuerdo económico había sido muy favorable para Alberto.
—Señor Hens, ¿usted ha cumplido ya los 60? —Qué
placer sintió después de haber hecho esta pregunta inocente
en el momento oportuno.
Volvió a su papel. Normalmente no escribía sus intervenciones pero en esta ocasión quería ser especialmente
preciso.
—El acuerdo por el que dejaré el Grupo el próximo 31
de diciembre es un acuerdo amistoso y que considero satisfactorio. Hoy ha llegado el momento de hacer pública esta
decisión y de despedirme de todos vosotros y pediros que
transmitáis mi adiós a todos y cada uno de los empleados
de la Compañía.
En aquel momento se sentía tremendamente próximo a
todos los presentes como si fueran su equipo, su familia,
sus hermanos, como si durante muchos años hubieran formado una sola realidad, y sin saber por qué recordó un caso
del que no estaba especialmente orgulloso. Al poco de ser
nombrado Director General, un empleado de Contabilidad
de la sucursal de Segovia había falsificado unos pagos,
quedándose con una pequeña cantidad. El despido fue fulminante. Después supo que esta persona había tenido un
90
problema familiar importante y que el dinero era para un
hermano suyo en una situación casi desesperada. Tuvo
dudas. Hasta ese momento el empleado, según todos los informes, había sido ejemplar. Sin embargo, le dio miedo de
parecer débil a los pocos meses de haber sido nombrado
Primer Ejecutivo y mantuvo el despido. Luego pensó que
se había equivocado, pero no hizo nada. Él también había
hecho daño a algunas personas, aunque no fuera su intención. Hasta ahora no había sido consciente. La figura de
aquel empleado se desvaneció, mientras sentía golpear su
corazón con fuerza.
—Las despedidas siempre son tristes y mucho más si
culminan una etapa tan larga como la que yo he vivido en
ACC. Me he entregado en todo momento con entusiasmo y
dedicación, he liderado equipos profesionales de primera
fila con un excelente espíritu de grupo y he colaborado a la
espectacular progresión de nuestro Grupo en España.
Recalcó con fuerza las últimas palabras. Alguien tenía
que decir que su aportación al desarrollo del Grupo en
España había sido fundamental y todavía no había oído
esas palabras en boca de nadie.
—Que la despedida sea triste no quiere decir que me
vaya con ningún resquemor. Todo lo contrario, me voy con
el orgullo de haber pertenecido a este gran Grupo, de haber
colaborado de forma significativa a la consolidación de
ACC como una compañía de referencia en nuestro país y de
haber puesto mi aportación… —recordó que el día anterior
había cambiado la redacción inicial que decía, «mi pequeño
grano de arena»— …para conseguir el objetivo del Grupo
de ser líderes en nuestro mercado.
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»A lo largo de estos quince años he dado mucho de mí
mismo al Grupo y he recibido mucho del Grupo. Tanto personal como profesionalmente. El balance, por tanto, es positivo.
El silencio en la sala era total. Alberto sabía que tenía facultades para la oratoria y estaba utilizando el mejor de sus
registros. Había repasado cien veces su discurso y le pareció que era breve y concreto. Tal vez no del todo sincero.
Estuvo tentado de añadir un párrafo sobre la ingratitud que
se había cometido con una persona de su trayectoria, pero
lo suprimió porque pensó que no le beneficiaba en nada.
—Me gustaría que siempre se me recordase dentro de la
Compañía por mi carácter integrador. Siempre he intentado
ver más las coincidencias que las diferencias, aunar las voluntades de todos para el objetivo común, y poner un poco
de aceite en las tensiones que se producen en las relaciones
personales en los momentos de mucho esfuerzo.
Se le quebró la voz cuando, continuando con su discurso, pronunciaba las siguientes palabras: —Permitidme
un punto de nostalgia para recordar a aquellas personas que
durante los últimos quince años nos han dejado. Me gustaría personalizarlas en Miguel Berruguete, al que todos conocíais bien, y con el que todos hemos trabajado, y enviar
desde aquí a todos los familiares de estas personas nuestro
deseo de que consigan rehacer sus vidas. Como dicen en las
películas americanas, creo que soy mejor persona después
de haber conocido a todos los que se han ido y a muchos de
los que hoy estáis aquí presentes.
Alguien en la oscuridad de la sala dijo «muy bien». trescientas personas se pusieron en pie para aplaudir y Alberto
muy emocionado notó cómo las lágrimas amenazaban con
subir a sus ojos.
92
«Vaya papelón estoy haciendo —pensó—. Tengo que
controlarme, tengo que controlarme....», pero los aplausos
eran cada vez más fuertes y él no conseguía dominarse.
Nunca supo cuánto duró aquel momento. Al final consiguió
articular: —Dejadme terminar, dejadme terminar. —Respiró
hondo, volvió al papel—. Quiero lanzar un mensaje a todos
los que tenéis puestos de responsabilidad en la Compañía.
Nunca olvidéis que las cuentas de resultados solo se consiguen a través de equipos motivados y esto solo puede construirse sobre un gran respeto a todas las personas.
Los aplausos se reprodujeron, pero él siguió hablando.
Tenía que terminar.
—Siempre seré ACC porque he incorporado muchos de
los valores de nuestra Compañía a mi ética personal. Estaré
fuera, pero no estaré lejos. Sois un gran equipo, tenéis un
gran proyecto y yo me alegraré de vuestro triunfo. Confío
en poder despedirme personalmente de todos vosotros,
pero, para aquellos de los que no consiga hacerlo, quiero
desde aquí haceros llegar mi sentimiento más profundo de
simpatía y amistad. Muchas gracias.
Los aplausos fueron atronadores durante varios minutos,
y cayeron como un bálsamo sobre la dolorida sensibilidad
del que se consideraba a sí mismo el gran líder fuerte y de
éxito, que sorprendentemente ahora necesitaba aquella
prueba de reconocimiento.
«Por lo menos esto lo he conseguido —pensó—, he salido por la puerta grande.»
Y eso era muy importante para él.
Terminado el acto y mientras Alberto recibía los saludos
de muchos empleados que se arremolinaban a su alrededor,
93
Roland se acercó a Slusche y le hizo más una pregunta que
una afirmación:
—Todo ha salido bien.
—Efectivamente, pero ya puede estar alerta. No me ha
gustado la frase: «Estaré fuera pero no estaré lejos».
—Pero el acuerdo está bien cerrado —repuso Roland.
—Sí, pero cuide mucho las relaciones con él, no olvide que
lo tenemos por tres años en el Consejo de Administración.
Se les acercó el Presidente Hens y con tono cortante les
dijo: —Dejen de susurrar y conversen con los empleados.
94
Capítulo 13
Fuera hacía mucho frío
Dos días después, Alberto se encontraba a las nueve en
punto de la mañana haciendo una cola en la calle, en la que
le precedían diez personas. Había preguntado al llegar con
insistencia si él debía hacer aquella cola. Una funcionaria
desgreñada y con un jersey raído le dijo: —Para darse de
alta es imprescindible, luego ya cuando vengas aquí a sellar
no tendrás que hacer cola.
El tuteo de la funcionaria de la oficina del paro acabó
por deprimirle totalmente. Llevaba unos días incómodo por
esta visita, quería hacerla lo más rápido posible y ahora
veía que tenía delante una cola que probablemente le llevaría más de una hora. Toda su vida había odiado las colas.
¿Hay algo más ineficaz que una cola? ¿La mente humana
no es capaz de organizar las cosas sin necesidad de que la
gente permanezca físicamente en la cola? ¿A quién beneficia que las personas pierdan el tiempo allí? Su aversión a
las colas era tal, que si en un restaurante le decían «tiene
usted que esperar cinco minutos», inmediatamente se daba
la vuelta y se iba. En realidad no había hecho una sola cola
en toda su vida, salvo las de los aviones y eso en pocas ocasiones, ya que sus tarjetas vip y sus billetes en primera
95
clase le habían permitido accesos privilegiados. No hay una
actividad más absurda que hacer cola, no hay una pérdida
de tiempo más irracional que hacer una cola. Y allí estaba
Alberto Kent, hasta hacía muy poco Director General de
una empresa importante, dos días antes aclamado por más
de trescientas personas, haciendo una cola que por lo visto
iba durar mucho. La lentitud del tratamiento de los papeles
de los que esperaban se le antojaba injustificada. «Si me
dejan les organizo esto en diez minutos. Qué ineficacia más
espantosa.» Se removía inquieto en su sitio de espera. En la
cola, gente modesta, de todas las edades, razonablemente
vestidos, excepto la pareja que Alberto tenía delante. Pelos
largos y sucios, chaquetas desgastadas de plástico símil
cuero, bocas desdentadas y ojos que reflejaban que eran habituales drogadictos desde hacía muchos años.
Alberto estaba en la cola de los fracasados del mundo, de
los que nadie quiere, de los que nadie considera que sean útiles. Siempre había sido el número uno, pero ahora ni siquiera
era del montón. El último administrativo de su empresa hoy
era más privilegiado que él, pues tenía un puesto de trabajo
y él estaba en aquel grupo de desheredados sin empleo. No
pudo soportar la presión y salió a la calle. Pero no podía huir,
no solo era importante por percibir el paro después de tantísimos años de cotizar, sino también porque el sistema se
hacía cargo de sus cotizaciones a la Seguridad Social durante
el periodo de paro. «Esto son lentejas y además, tengo que
empezar a saber dónde estoy.» Así que volvió y se dio cuenta
de que había perdido dos puestos en la cola.
Cuando por fin consiguió ser atendido, le faltaban dos
fotocopias. Le costó un buen rato encontrar la tienda en la
que se las pudieron hacer.
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Al volver a entrar en la oficina de empleo, con su documentación completa, vio que justo al lado había un local en
alquiler.
«Tal vez sería una buena idea poner un establecimiento
de fotocopias», pensó, y aquella idea le dio una nueva energía para volver a la maldita cola.
La funcionaria levantó la vista y le vio.
«Tú, el del fondo, pasa, que no hace falta que hagas la
cola otra vez», le gritó y añadió para sí, pero en un tono que
permitió que todo el mundo lo oyera: «Señor, qué desastre
de hombre».
Alberto avanzó con sus fotocopias y al fijarse nuevamente en la chica le pareció mejor, casi atractiva, sobre
todo cuando al darle el último papel del alta en el paro, le
sonrió.
97
Capítulo 14
La vida sigue
Roland siempre había tenido sentimientos contradictorios hacia todo lo latino, y muy especialmente, hacia todo
lo español. Su profesor de inglés en México le había enseñado la expresión «crossed feelings» cuando le veía disfrutar en las fiestas locales y criticar al tiempo a los nacionales. Por una parte, admiraba, casi envidiaba, esa aparente
alegría y despreocupación en la que, según él, vivían siempre los españoles. Para un suizo arquetípico como era
Roland, esto le sorprendía en personas con medios económicos limitados. ¿Por qué disfrutaban de la vida más que
él, cuando en la mayor parte de los casos no tenían acceso
a las cosas «buenas» de la vida? Las mejores estaciones de
esquí, los más caros hoteles y los mejores restaurantes del
mundo. Por otro lado, le irritaba especialmente la capacidad para resolver los problemas sin que las cosas siguieran
una secuencia lógica, en contradicción con el control milimétrico que él se jactaba de aplicar en cada paso de su vida.
Cuando empezó a trabajar en ACC en Zúrich, un par de
jóvenes de origen español, uno de ellos hijo de un antiguo
inmigrante y por tanto «suizo nuevo» y un trainee proveniente de Madrid que había sido destinado a pasar seis
99
meses en la Central, habían intentado asociarle a sus planes
de los fines de semana. Estaban en su misma Área en la
empresa, eran algo más jóvenes pero de su misma generación, los tres sabían hablar español y coincidían diariamente en la kantina, el comedor de la Compañía. A finales
de la primavera se habían presentado una tarde a buscarle
en su domicilio, donde vivía con sus padres, para proponerle disfrutar con ellos de una escapada en bicicleta de cierre de fin de semana. Roland se negó. La tarde del domingo, tediosa por naturaleza, era el momento que él utilizaba para preparar la semana siguiente y por tanto no disponía de tiempo libre para acompañarles pero, sobre todo,
se habían presentado sin avisar. ¡Sin avisar! Para un hombre metódico, acostumbrado a fijar sus compromisos sociales con al menos una semana de antelación, aquello era inaceptable. Por supuesto, los dos jóvenes no volvieron a
hacer el menor intento por asociarle a sus planes, lo que
Roland interpretó como una muestra de antipatía. Uno de
los jóvenes se llamaba José Luis de la Mota.
100
Capítulo 15
Problemas en el nuevo equipo
El Comité de Dirección de
en la Petite Salle.
ACC
España estaba reunido
Roland había mantenido la periodicidad semanal de los
Comités, pero había adelantado la hora a las 15.30. José
Luis de la Mota, Director de Negocio, había indicado que
en alguna ocasión que tuviera comidas con clientes o distribuidores no podría llegar puntual. En esta ocasión eran
las 16.15 horas y aún no había llegado. Éste era el décimo
Comité desde que Alberto había dejado la Compañía y ya
todos se habían acostumbrado al nuevo estilo. Presentaciones más breves, teóricamente, que se alargaban interminablemente cada vez que Roland explicaba cómo había que
hacer las cosas. Lo explicaba con todo tipo de detalles,
como si fueran niños, lo que no dejaba de molestar a personas que se consideraban buenos profesionales de experiencia contrastada.
Juan Ortega, el Director de Sistemas, estaba explicando
el nuevo plan de facturación que evitaba una gran cantidad
de trabajo administrativo. El plan había sido diseñado con
el Área de Negocio y había costado más de seis meses terminarlo. Hoy se aprobaba en el Comité de Dirección, aun101
que era más una aprobación formal, ya que de hecho se estaba poniendo en marcha desde hacía una semana. José
Luis había pedido que lo retrasaran en el orden del día, para
poder llegar ya que tenía un almuerzo, pero Roland se
había opuesto. Roland interrumpió a Juan cuando su presentación estaba por la mitad y le preguntó: —¿Cuánto va
a reducir el pago de los clientes?
—Los clientes tendrán las facturas a su disposición entre
cuatro y cinco días antes que con el sistema actual, pero la
ventaja fundamental es que conseguimos una eficiencia
mayor en el Departamento de Facturación.
—Creo que está totalmente desenfocado. Que los clientes tengan las facturas antes no quiere decir que se acorte el
plazo de pago. Hacer un nuevo proyecto de facturación que
no garantice aumentar la liquidez es absurdo. ¿No ha intervenido Jorge Pina en las reuniones?
—Bueno, yo hice mis peticiones al principio del proyecto, pero no hemos estado directamente implicados. —El
ambiente del Comité se estaba enrareciendo. El Director
General iba a descalificar el proyecto y Pina no quería aparecer como responsable.
—¿Pero quién ha sido el Jefe de Proyecto? —insistió
Roland.
—Ha habido dos personas: una de mi Área y otra del
Área de Negocio —respondió Ortega.
Roland estaba perdiendo la paciencia. Recordó cómo se
enojaba, unos años atrás, cuando llegaba el turno de repaso
del Informe Mensual que enviaba la filial española. Casi
nadie prestaba atención a los números de los informes que
se recibían, sobre todo desde que se había instalado el sis-
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tema de gestión centralizado que permitía conocer, prácticamente al instante, cualquier variable fundamental acerca
de la marcha del negocio. Sin embargo, algunos miembros
de la Dirección, especialmente Slusche, encontraban muy
interesante la parte narrativa incluida en el Informe español
que comentaba la evolución de la filial española, llena de
apreciaciones sobre la evolución y las perspectivas. El responsable financiero, el doctor Ritter, se había incluso atrevido a decir que el Informe de la filial española era el más
riguroso y completo de todos los que se recibían en la
Central porque ponía las cifras en su contexto. Los comentarios laudatorios sobre los Informes de la filial española
molestaban a Roland sin que éste supiera bien el porqué.
En el fondo no podía admitir que un método de gestión seguramente falto de rigor pudiera «enmascararse» con aquellos comentarios, que probablemente no eran más que hojarasca intelectual. Él se encargaría en su momento de sacar
a la luz todas sus deficiencias.
Hoy, en el Comité de Dirección de la filial española bajo
su responsabilidad como Director General, había llegado el
momento de poner rigor en la gestión de la Compañía. Él
se ocuparía personalmente.
La puerta de la sala se abrió y el ruido sacó a Roland de
sus pensamientos.
José Luis entró en la sala, sonriendo.
—Disculpad, tenía un almuerzo con AKA, un nuevo fabricante de cajas de cambio que está estudiando implantarse en España.
Roland, con tono especialmente molesto, le espetó: —Pues
aquí estamos haciendo tu trabajo, que al parecer tiene bastantes lagunas.
103
José Luis no se amilanó.
—No, mi trabajo, que es traer negocio, lo estaba haciendo yo. Y había pedido que este tema lo pusiérais en el
segundo punto del orden del día. Lo que al parecer no ha
sido posible. Pero, ¿cuál es el problema?
Pina intentó templar gaitas.
—Roland estima que no hemos garantizado una mayor
rapidez en los cobros. Tal vez podemos revisarlo y plantearlo la semana que viene.
Pero Roland no quería dejar pasar la ocasión de sentar
su criterio y con un tono más suave, dijo: —No, Jorge, ya
que estamos todos, vamos a aclararlo hoy.
—Muy bien —repuso José Luis, yendo hacia el ordenador y pasando la presentación hasta las conclusiones—,
aquí tenéis los logros del proyecto y, en segundo lugar, después de la mejora de eficiencia administrativa, se indica
con claridad que el plazo de facturación se recortará en al
menos cuatro días.
—Eso ya lo sabemos, pero, ¿y el cobro? —preguntó con
sorna Roland, como si lo hubiera sorprendido en un renuncio.
José Luis se inclinó sobre el ordenador y se fue unas
trasparencias hacia atrás. En la pantalla de la sala apareció
el siguiente texto:
«EL RECORTE DEL PLAZO DE COBRO DEBE IR PARALELO AL
RECORTE DE PLAZOS DE FACTURACIÓN, PARA LO CUAL UNA
PERSONA DEL EXCEDENTE GENERADO POR EL PROYECTO EN EL
ÁREA DE NEGOCIO PASARÁ AL ÁREA FINANCIERA.»
José Luis leyó lentamente, en voz alta, la trasparencia, y
se volvió hacia la sala con gesto de satisfacción.
104
—¿Y ya está? —preguntó Roland, elevando la voz.
Muy calmado y mirándole a los ojos, el Director de
Negocio dijo: —Sí, y ya está.
—¿No se analiza cuánto supone eso en Tesorería, cuánto
ahorro tendremos en gastos financieros? Francamente, José
Luis, el proyecto es una chapuza —Roland pronunció
«chapusa».
—De chapusa nada, Roland —a nadie le pasó inadvertida la imitación jocosa, e incluso Roland miró airado a
Juan, que había sonreído—, es un magnífico proyecto en el
que hemos trabajado muy duro durante seis meses y
tu calculito te lo hace Pina en diez minutos.
Roland se levantó: —El proyecto es una… es muy malo.
Queda rechazado. Y tú, José Luis, ven a mi despacho. El
Comité ha terminado.
Cuando ambos salieron de la sala, Jorge Pina comentó:
—Francamente, hoy José Luis se ha pasado tres pueblos.
—Es posible —respondió Juan Ortega—, pero Roland
no llevaba razón. Nos trata como a menores de edad y le
importan un pito los proyectos. Sólo pretende sentar su criterio cada vez para demostrar que es el que manda.
Pina había recogido sus papeles, y ya desde la puerta,
dijo: —Pues como es el que manda, tendremos todos, y recalco la palabra todos, que hacer un esfuerzo para adaptarnos al nuevo estilo.
—No lo niego —repuso Rocío, que había permanecido
pensativa en su sitio—, pero los liderazgos hay que saber
construirlos. Roland debe también cambiar de actitud y tú,
que tienes confianza con él, se lo podías decir.
105
—¿Y tú piensas que me va a hacer caso? —preguntó con
cara de duda Jorge.
Rocío, recogiendo sus cosas y con ánimo de terminar la
conversación, dijo: —Probablemente el más interesado en
hacerte caso debería ser él.
Y todos volvieron a sus despachos con el mal sabor de
boca de la pérdida de tiempo de aquel Comité inútil.
En el despacho, Roland se sentó, pero José Luis permaneció de pie. Nunca se sentaba en aquel despacho. Conocía
cómo, después de la salida de Alberto, se habían recortado
las patas de los sillones de confidente para dejar en posición de inferioridad a sus visitantes, y no estaba dispuesto
a seguirle el juego.
—Voy a hacerte una advertencia, por primera y última
vez. Puedes darte por despedido si vuelves a llevarme la
contraria en el Comité. O si vuelves a llegar tarde y me importa un pimiento con quién estés comiendo, o si yo considero que tu tono no me es simpático. Tú no sabes con quién
estás jugando. Te crees muy chulo y hasta te consideras el
líder de tus colegas, pues ándate con cuidado, porque voy a
estar detrás de ti. Tu Área es un desastre y estás en la cuerda
floja. Y ahora lárgate y espero que reacciones.
Roland esperaba que con aquella bronca el incidente estuviera superado y no esperaba la respuesta que tuvo:
—Veo, Roland, que no me aguantas. Pues te aseguro que es
recíproco.
—Pero hay algo que olvidas a menudo y es que yo soy
tu jefe y que te puedo poner en la calle cuando quiera.
—Roland se vio forzado a decirlo aunque no quería amenazarlo directamente. La salida de un miembro del Comité de
106
Dirección tan rápido después de la salida de Kent le podría
plantear problemas con Slusche. Tenía que sentar su autoridad pero no podía despedirlo.
José Luis, como si lo intuyera, y manteniendo una calma
que descolocaba a su interlocutor, le dijo: —Pues si me vas
a despedir, hoy mejor que mañana.
—No, José Luis, tampoco digo eso, intentemos calmarnos. Tienes que tener un cambio de actitud. Eso es todo.
Pero José Luis no estaba dispuesto a calmar los ánimos.
Parecía disfrutar con aquella discusión.
—El primero que tienes que cambiar de actitud eres tú.
Trabajas con profesionales que se dejan la piel para que la
Compañía crezca y tú vas ninguneando a todo el mundo y
demostrando a cada paso que no tienes ni idea de cómo
gestionar el negocio y mucho menos las personas. Ya esta
dicho y si quieres echarme, envíame una carta de despido y
punto. —Se dio media vuelta y salió del despacho con un
buen portazo.
Roland se quedó unos minutos intentando superar su
irritación. Luego pidió que le pusieran por teléfono con el
señor Slusche. Tenía que prescindir de José Luis de la
Mota. Era un buen profesional, pero con aquella actitud, no
le quedaba más remedio. Su segundo de a bordo podría sustituirle, al menos temporalmente. Empezó a hacer un esquema en un papel para explicárselo bien a su jefe.
José Luis, cuando bajaba en el ascensor, se dijo: «Que le
den por el culo al gilipollas éste», e instintivamente se llevó
la mano a una carta que guardaba en el bolsillo interior de
su chaqueta.
107
Roland tardó más de una hora en conseguir comunicarse
con su jefe y explicarle la situación.
—No puede usted despedir a un miembro del Comité de
Dirección a los dos meses de la salida de Alberto —decía
Slusche al teléfono con tono molesto.
—Señor Slusche, lo lamento, pero no tengo más remedio. La actitud de Mota es de una insubordinación permanente, no sólo en privado, sino también en público.
—Le advertí que lo más importante en este periodo inicial era hacer equipo, y no parece que lo esté consiguiendo.
El comentario martirizaba a Roland, pero veía claro que
no podía transigir.
—Eliminado Mota, estoy seguro de que el ambiente mejorará. Creo que su segundo de a bordo podrá sustituirle sin
problemas, lo que nos aligera también los costes de salarios
—argumentó Roland.
—Usted verá lo que hace, pero no quiero más problemas
de España. Y revise bien qué está pasando porque las cifras
del mes pasado no son muy buenas —concluyó Slusche, y
sin más despedida, colgó el teléfono.
Roland se sintió tremendamente incómodo. Las cosas
no estaban saliendo como él había programado. Siempre
había ansiado tener el puesto de Director General de la filial española. Había conocido España muchos años atrás,
cuando sus padres compraron una casita cerca de Deiá, en
la costa oeste de Mallorca. Fue a la vuelta de su larga estancia en México. Volvieron a vivir en su pueblo natal,
Kippel, y su madre había vuelto a ocupar su puesto de
Directora de la Biblioteca Municipal, pero al mismo tiempo
se garantizaron su lugar de vacaciones en un lugar idílico.
108
En Deiá pasaba Roland los veranos durante la década de
los ochenta, justo antes del boom inmobiliario, y cuando todavía el desarrollo turístico no había hecho estragos. Los
diez años vividos en México, durante el tiempo que su
padre estuvo destinado allí, le permitían hablar fluidamente
el castellano, aunque con un curioso acento que le hacía
muy atractivo a las chicas, además de su estatura, sus ojos
verdes y su pelo, por aquel entonces muy rubio.
Él mismo se había sorprendido cuando, al visitar en el
cementerio municipal la tumba de Robert Graves, autor famoso de la novela Yo, Claudio, que tendría gran éxito en
una serie de televisión, se había encontrado con las lápidas
de numerosos compatriotas que le habían precedido en el
descubrimiento de aquel pequeño paraíso.
Fue Susana Bofill, una chica de Barcelona con una piel
morena permanente, ojos de color miel y pelo negro muy
rizado, quien le enseñó aquel detalle «turístico». Durante
años, a lo largo del mes de julio y la primera quincena de
agosto, Roland y Susana compartían lo mejor del veraneo
balear y de la adolescencia. Coincidían con Jaume Roura,
de Tarragona, algo mayor que ellos, que ejercía de monitor
en el pequeño Club Náutico de Sóller y quien les organizaba pequeñas escapadas en un 470 del Club para visitar las
calas más recónditas de la zona.
Jaume era un chico «estupendo», como solía decir
Susana, al que cierta trayectoria económica familiar desafortunada por parte de su padre le obligaba a ganarse la
vida durante el verano dando clases en el Club y durante el
invierno simultaneando las carreras de psicología y derecho con la venta de apuntes y la organización de eventos.
109
La amistad infantil se convirtió en atracción adolescente
y Roland se enamoró de Susana casi sin darse cuenta.
Cuando terminó sus estudios universitarios empezó a proyectar su vida en Suiza, y de forma natural concibió que su
pareja sería Susana. El contraste físico y también de carácter entre Susana y las chicas suizas que había conocido, se
le antojaban a Roland como un motivo de envidia para sus
amigos y su familia. Decidió que Susana, además de muy
atractiva, era una chica inteligente, simpática y la candidata
ideal para ser la «madre de sus hijos».
Susana siempre se había sentido atraída por Roland, sin
embargo, su intuición femenina le aconsejaba prudencia con
aquel chico, aparentemente tan maravilloso. No sabía cómo
explicarlo, pero se veía a sí misma sometida a su control, y
algunos indicios de autoritarismo que ya empezaban a aflorar en su personalidad le provocaban un fuerte rechazo.
Tal vez por eso, con esa mezcla inexplicable de atracción física e instinto maternal que se produce muchas veces
en las mujeres, Susana y Jaume empezaron a salir. Fue el
verano del año en que Roland terminaba su licenciatura
cuando éste, además de preparar los exámenes, había empleado gran parte del invierno y la primavera imaginando
su declaración y propuesta de intenciones irresistible y que
Susana no podría rechazar. Pero Susana le rechazó.
Procurando no herirle le explicó que estaba enamorada de
Jaume. Fue aquel verano cuando algo se quebró dentro de
Roland, quizás para siempre.
Ahora, solo en su despacho de Director General, Roland
sintió que una enorme rabia por cómo estaban saliendo las
cosas le subía a la cabeza. La culpa de todo la tenía Alberto.
La idea apareció de pronto y con una luminosidad total. Sí,
110
eso era. Era Alberto el que estaba sublevando al equipo.
José Luis siempre había sido su hombre de confianza.
Debía actuar y actuar rápido.
Cogió el teléfono y pidió hablar de nuevo con Peter
Slusche.
—Doctor Slusche —dijo cuando le pasaron—, estoy
convencido de que Alberto está detrás de estos comportamientos absurdos del equipo y en especial de la actitud de
hoy de José Luis. Quiere seguir controlando las cosas desde
fuera.
—Es posible, no lo niego, y me preocupa. Ya le advertí
que debía cuidar las relaciones con él —le contestó su jefe.
—Lo intenté pero no hubo forma. Estaba demasiado enfadado con su salida.
—Bien, pues es su labor solucionar este embrollo.
—Por eso le he llamado. Dentro de un mes se celebrará
el Consejo en el que se nombrará a Alberto como Consejero.
—Así es, no queda mucho tiempo para que usted enderece las cosas.
—Alberto va a ser un Consejero conflictivo. Va a insistir mucho en que se explique la salida de José Luis y hasta
puede que lo ligue con el bajón circunstancial de actividad
por el que pasamos.
—¿Y bien? —dijo Slusche, un poco molesto porque su
subordinado le estuviera trasladando todos aquellos problemas que él mismo debía resolver.
—Creo que Alberto no debe ser nunca miembro del
Consejo —concluyó rotundo Roland.
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Después de unos segundos de pausa que a Roland se le
hicieron eternos, al fin Slusche dijo: —Déjeme pensarlo.
Mientras tanto, sustituya a Mota pero no lo despida.
Un clic sonó. La comunicación había terminado.
Slusche había colgado, incómodo con la situación.
Roland no estaba dando el nivel de gestión que él esperaba.
Lo menos que se puede pedir al Director General de una filial es que resuelva sus problemas internos y lidere su organización. Pero Slusche no tenía alternativa, había nombrado a Roland y necesitaba que tuviera éxito. Por otra
parte cabía dentro de lo posible que Alberto estuviera enredando las relaciones internas. Había ejercido un liderazgo
muy fuerte y podría estar haciéndolo si quisiera. Por lo que
lo conocía, no era su estilo, pero, después de un rato sopesando las opciones, abrió el correo electrónico de su ordenador y escribió:
Destinatario: Alberto Kent (particular)
CC:
CCO: Roland Bewger
Estimado Alberto:
Siento comunicarte que el Grupo no ha aprobado tu
nombramiento como Consejero de la filial española.
Con el fin de que no te veas perjudicado, voy a dar instrucciones para que se te abone un importe equivalente a
la totalidad de las dietas que habrías recibido durante los
tres años previstos en nuestro acuerdo.
112
Confío en que la solución que he adoptado te parezca
satisfactoria.
Un saludo,
Peter Slusche
113
Capítulo 16
Deserciones
Mientras Slusche apretaba el botón «Enviar» en su ordenador, José Luis había llegado a su casa, donde su mujer,
Paula, hacía gimnasia en el comedor con una música discotequera a todo volumen.
—Hola, preciosa, cuando hayas acabado, ven al salón,
que tengo que contarte algo importante —le dijo antes de
sentarse en su sillón favorito paladeando un gin-tonic, fuerte de ginebra.
Paula no era una mujer guapa. Tenía la nariz chata y un
mentón algo prominente, pero sí era una mujer muy atractiva. Su larga melena lisa de un pelo grueso de color negro
brillante, su tipo estilizado, sus largas piernas y una elegancia natural al caminar la convertían en una de esas mujeres
que los hombres se vuelven a mirar en la calle.
Llevaban casados algo más de dos años y no tenían hijos. Intrigada, terminó su última tabla de ejercicios y en
menos de cinco minutos estaba sentada en el salón. Se secaba el sudor con una toalla mientras su ligera camiseta pegada a la piel revelaba dos senos pequeños pero firmes y
proporcionados, y su corto pantalón de deporte dejaba ver
sus largas piernas.
115
—Te tengo que contar la comida que he tenido hoy.
—Te veo muy tenso, échate en el sofá y te daré un masaje mientras me lo cuentas.
José Luis se tumbó y ella empezó a pasarle los dedos
pulgares por toda su columna.
—Sabes que hoy comía con Thomas Blake, el Consejero
Delegado de Electronic Holdings.
—Sí, y me dijiste que te quería proponer algo.
—No sólo me ha propuesto algo, me ha entregado una
carta de oferta de trabajo como Director General de
Negocio de la Compañía.
—Bueno, eso es más o menos lo que tienes —repuso
Paula, bajando su masaje hasta el final de la espalda y notando cómo José Luis la acariciaba muy suavemente entre
los muslos.
—Espera. En Electronic Holdings solo hay tres
Directores Generales; Negocio, Fabricación y Medios, y la
empresa es casi el doble que ACC. Además, el sueldo es un
veinticinco por ciento más alto que el mío. Es un tío muy
simpático y me ha dicho que su contrato en España se termina en dos años y que tendré una opción si todo va bien.
—Eso suena fenomenal. Date la vuelta —le dijo y siguió
con su masaje por las piernas, dándose cuenta de que José
Luis se estaba excitando—. Creo que debes aceptar, porque
a Roland, tu nuevo jefe, sé que no le tienes mucha simpatía.
—Ése es un estúpido que no tiene arreglo —respondió
José Luis al tiempo que la atrajo hacia sí, la besó en los labios y le acarició los pechos por debajo de la camiseta.
116
—Te veo muy lanzado. Espera, que me tengo que duchar.
—¿Y por qué no nos duchamos juntos? —propuso.
Se enjabonaron mutuamente, despacio, delicadamente,
disfrutando de cada roce, de cada caricia, de cada pellizco
que resbalaba sobre la piel del otro. Dejaron correr abundantemente el agua de la ducha y luego se sentaron en la
bañera, donde el placer del contacto de sus cuerpos mojados se hizo casi irresistible.
José Luis se acordó: —No te he contado lo mejor. Roland quiere despedirme.
Paula se volvió y echándose sobre él, le dijo: —Bueno,
esa parte ya me la contarás luego.
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Capítulo 17
Fuera del Consejo
La cervecería Santa Bárbara está situada en la plaza del
mismo nombre en el centro de Madrid. Alberto y Jesús se
sentaban en taburetes bajos alrededor de una de las pequeñas mesas que a pesar de su incomodidad tienen el encanto
de hacer que las personas se aproximen al hablar, cosa por
otra parte imprescindible a última hora de aquella mañana,
en la que el local estaba a rebosar.
—Aquí —dijo Alberto sorbiendo con gusto su cerveza— tiran la cerveza fenomenal, tienen una patatas fritas
exquisitas y las gambas son aceptables, un poquito saladas
para que te apetezca beber más cerveza.
—No es mala gama de productos. La verdad es que éstas
son las cosas que echas de menos cuando vives fuera —respondió Jesús, que en su periplo profesional había estado
tres años en Perú.
—Aunque hay cosas de fuera que nos vendrían muy bien
aquí. Como el rechazo claro de la corrupción. Ayer estuvimos cenando con unos amigos y no sabes la que se montó.
Éramos tres parejas y si la corrupción era de un determinado
partido, una de las parejas la minimizaba y viceversa.
119
—Es un tema muy delicado y en el que es difícil ponerse
de acuerdo —contemporizó Jesús.
—Yo lo que opino es que debería ser muy fácil. La corrupción es mala, toda ella, y venga de donde venga, los
partidos deberían ser los primeros en perseguirla en sus
filas. El problema viene precisamente de la falta de sensibilidad y la utilización partidista. En fin, que la cena acabó
como el rosario de la aurora.
—Bueno, te veo mejor, más combativo, estás recuperando tu personalidad —comentó Jesús con satisfacción.
—Sí, voy poco a poco saliendo adelante, aunque no me
lo están poniendo fácil. Mira el e-mail que he recibido
—dijo Alberto mientras le tendía su Blackberry para que
leyera el correo electrónico que había recibido de Slusche,
comunicándole que no sería Consejero de la Compañía.
Jesús lo leyó y pregunto: —¿Y las dietas eran importantes?
—Ciento veinte mil euros.
—No están nada mal. ¿Y te las han pagado anticipadas?
—Por transferencia a mi cuenta a los dos días, menos las
retenciones, claro.
Jesús se quedó pensativo unos segundos, pelando una
hermosa gamba.
—Tal vez sea lo mejor que te podía pasar. El Consejo te
habría recordado permanentemente tu salida, entrar en la
oficina y ya no ser el jefe, no poder decidir realmente sobre
las cosas… creo que no habría sido positivo para ti. Además, lo mejor es cerrar la etapa anterior cuanto antes, y te
han dado un dinero que puede ayudarte para nuevos proyectos.
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—Jesús, la verdad es que me sorprendes. No he visto a
nadie que vea las cosas siempre de forma tan positiva. ¿Es
verdad, lo sientes así, o es solo una pose para ayudar a los
amigos?
—Te soy totalmente sincero. Dicen que las especies que
más perduran no son las más fuertes, ni las más inteligentes, sino las que mejor se adaptan.
—Pues tu especie va a perdurar seguro. Por cierto, mañana voy a la finca que tenemos en Ciudad Real a pasar un
par de días. ¿Por qué no te animas?
—No puedo, tengo a mi suegro en casa y hay que estar.
Pero la próxima vez que vayas avísame con tiempo y encantado. ¿Qué tal tus viñedos?
—Con un poco de suerte en septiembre del año que
viene podría tener ya la primera cosecha con las cepas mejoradas.
121
Capítulo 18
Quemando los recuerdos
Al día siguiente, sentado en el porche de la pequeña casa
situada en medio de la finca de Ciudad Real, Alberto observaba los diferentes tonos de verde de las distintas parcelas
sembradas. Desde el verde oscuro y casi negro de los límites marcados por las encinas, hasta los claros amarillentos
del trigo en lo últimos días del mes de junio. Había decidido dormir allí, aunque la casa no estaba especialmente
acondicionada. La temperatura era buena y no tendría frío.
Amparo, la mujer del encargado, le había hecho una tortilla para cenar y mientras esperaba que fuera la hora, tomaba un vaso de vino disfrutando de la tranquilidad y de
ese silencio del campo lleno de ruidos relajantes. Le gustaba el campo, siempre había sido así. Tenía como una especie de atracción atávica hacia la tierra y, sin embargo, era
tan absolutamente inútil con las manos que jamás podría
realizar labores agrícolas. Había pasado el día con Pepe, el
encargado, dando instrucciones sobre la zona de viñas que
quería reservar y los cuidados que quería que tuvieran. La
verdad es que había aprendido más que enseñado, pero haciendo ver claramente a Pepe que quería un cambio. Había
pensado en hacer varias cosas allí, poner ganado, cambiar
los cultivos, extender el regadío… pero fue la idea de hacer
123
vino propio la que le había cautivado y estaba decidido a
mejorar las 35 hectáreas de viñedos. La finca no era grande,
tenía poco más de setenta hectáreas en total y daba con las
justas para pagar al encargado y no perder mucho los buenos años. El más mínimo análisis económico aconsejaría
no invertir un solo euro en desarrollarla. Podía mantenerla
como finca de recreo, pero esto le provocaba una sensación
incómoda de inutilidad. Así que había decidido definitivamente que haría su propio vino.
Después de cenar, se sentó delante de la chimenea apagada, y disfrutando de un silencio casi estremecedor, sacó
de su cartera un gran sobre en el que había recogido todas
las cartas y las copias de los correos electrónicos que aquella misma mañana Sonia le había hecho llegar a su casa,
justo antes de salir él. Dentro del gran sobre había dos carpetas. La primera contenía las copias de los correos electrónicos ordenados por fechas, y la segunda, las cartas una vez
abiertas, pero todas ellas acompañadas del correspondiente
sobre. Esto le hizo pensar en que tenía que darle las gracias
a Sonia y en lo importante que había sido ella para su carrera profesional dentro de la Compañía. Realmente no se
valoraba suficientemente la cantidad de trabajo que puede
quitar una buena secretaria. Después de años trabajando
bastaba con darle cuatro ideas para encontrar las cartas preparadas, los informes esbozados, todas las instrucciones repartidas, y dando la tranquilidad a su jefe de que las cosas
estarán hechas y de que estarán bien hechas.
Abrió la primera carpeta con la ilusión con la que un
niño abre un juguete.
El primer correo electrónico era de José Linares, que se
había incorporado a la Compañía en la misma época que
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Alberto y con el que había hecho la carrera. José era actualmente el Jefe de Contabilidad pero antes fueron colegas, y
posteriormente habían mantenido una buena amistad. «Ya
el primer día percibí que llevabas contigo el bastón de mariscal y que llegarías lejos. En todos los años que hemos
trabajado juntos nuestra relación de amistad se ha reafirmado porque está basada en la independencia, en la coherencia, en la trasparencia y en la lealtad. Te reitero mi respeto y admiración profesionales y mi amistad personal.
El siguiente correo era de un comercial de Tarragona.
Alberto se acordaba bien de él, porque se había destacado
siempre y habían tenido ocasión de charlar con motivo de
la entrega de los premios a los mejores vendedores.
«Expresar sentimientos no es fácil, y agradecimiento, peor,
pero quiero expresarte la gran suerte que me ha proporcionado la vida conociendo a alguien como tú. Desde que la
gente sabe que te vas, he oído frases como: “Pero si este
hombre era nuestro referente en la Compañía, cómo se
puede ir alguien que tanto la ha querido”. Al oír esos comentarios, curiosamente, yo siento un gran orgullo porque
me considero tu amigo. Conseguir el querer y el respeto de
muchos es algo reservado para auténticos líderes a nivel
humano.»
Alberto empezó a sentir que se emocionaba y esto no
cuadraba con el plan de trabajo que se había preparado para
la nueva etapa. Era volver atrás, volver a recordar a todos
los amigos y colaboradores y escuchar frases agradables.
«Pero qué coño —se dijo—, me voy a dar el gusto.» Se sirvió un whisky con agua y se sentó a seguir leyendo. Una
persona de la que no se acordaba, le decía, «no me puedo
resistir a darte personalmente las gracias por todo lo que
125
nos has enseñado. Te deseo mucha suerte en tu nueva singladura y decirte nada más que aquí en Murcia tienes un
leal amigo». Un empleado de administración de Avilés comentaba: «Cómo es posible que las empresas no valoren a
las personas que durante años han conseguido hacer funcionar la sociedad con el rigor y la profesionalidad con que
usted lo ha hecho». La Directora de la Sucursal de Cádiz le
decía: «He tenido el placer de conocerle, de trabajar aunque
de lejos bajo su dirección, sé de su calidad humana, me lo
ha demostrado en ocasiones muy difíciles para mí, pero
ahora noto que algo se desmorona dentro de mí, porque
para mí era una garantía que usted estuviera ahí». Alberto
se acordó de aquella ocasión en que había extendido su
viaje de Sevilla a Cádiz para saludar a esta persona, que
acababa de perder a su marido. El siguiente era del Presidente Mundial de la compañía. «Gracias por todo lo que
has hecho todos estos años por nuestro grupo y te deseo
muy buena suerte y ánimo. Un cordial saludo.» Le sonó a
pura formalidad, así como los dos o tres siguientes que provenían de la casa matriz, y que pasó rápidamente. Siguió
con las palabras de un chaval joven del que se acordaba
muy bien, hijo de un distribuidor de Cáceres al que había
ayudado a hacerse cargo del negocio de su padre. «Una
persona sincera, un perfecto caballero, alguien que cumple
su palabra, con conciencia humana en mitad de la jauría laboral y sobre todo asequible.» Terminaba dándole su dirección y su teléfono y poniéndose a su disposición.
Alberto siguió mucho tiempo leyendo frases agradables.
«Queremos dejar constancia de lo grato que ha sido trabajar con usted todos estos años», «ahora que no es mi jefe
quiero manifestarle mi más sincera admiración personal y
profesional por la labor que ha desempeñado durante estos
126
años», «la Compañía pierde mucho más que usted, que
tenga mucha suerte», «estoy aquí pa lo que quieras»,
«siempre has sido impecable en tu comportamiento y especialmente elegante en tu forma de despedirte, eres un hombre joven, dinámico y un buen profesional por lo que todo
lo que emprendas tendrá éxito», «sales de la Compañía por
la puerta grande y has dado mucho más de lo que has recibido», «trabajar con usted ha sido enriquecedor, es usted
una persona íntegra y una buena persona», «siempre te
hemos valorado por lo gran profesional que eres y ha sido
un honor conocerte», «aunque no hace mucho que le conozco ha sido para mí una persona ejemplar», «aunque las
escalas jerárquicas no nos han permitido trabajar con
mayor contacto siempre le he considerado un modelo de dirección y aunque es difícil intentaré imitarlo», «jamás te olvidaremos»...
Las frases cariñosas le aliviaban la herida abierta y
Alberto con su segundo whisky en la mano se sentía bucólicamente feliz.
Algunos correos eran especialmente ingeniosos, como
uno escrito en verso que empezaba: «Has demostrado tu talento por donde quiera que has ido y has levantado un imperio y a fe que lo has conseguido».
Otro decía que era la primera vez que llamaba, como se
dice en los concursos de la radio, pero que efectivamente
nunca anteriormente se había dirigido para reconocer los
méritos de cualquier persona. Seguía diciendo que «eres
como una especie se Sean Connery, fortaleza con unas
gotas de ironía». Había algunos que no estaban especialmente contentos: «Es posible que no te acuerdes de mí,
pero, sin embargo, confío en tu memoria. La verdad es que
127
durante el tiempo que fuiste nuestro jefe ha habido de todo,
incluidas algunas putaditas que todos los jefes hacéis de
vez en cuando, pero lo que me queda es sinceramente la
sensación de haber sido dirigido por un gran profesional».
Las frases amables seguían una detrás de otra.
Era ya muy tarde cuando abrió la segunda carpeta que recogía las cartas que había recibido, todas ellas contestando
a su despedida por parte de colegas y conocidos. La patronal le agradecía su eficaz labor al frente de una agrupación,
con un certificado del acta de su comité ejecutivo, y muchos
colegas se dirigían a él, habitualmente con frases amables,
pero sobre todo sorprendidos de su marcha. «Tal vez estén
pensando lo de las “barbas del vecino”», reflexionó Alberto.
El presidente de la primera empresa del sector le decía:
«Lamento que dejes el sector ya que no estamos para que lo
abandonen profesionales de tu calidad y experiencia», y
todo el resto de cartas, en el mismo sentido, sorprendiéndose de su marcha y dedicándole amables frases sobre la
eficacia con la que había desarrollado su trabajo.
Alberto se puso un jersey y salió al porche. La gente
suele ser amable con los que se van, como son amables con
los muertos, pero nadie estaba obligado a escribirle, ni a
despedirle, ni a contestarle y mucha gente lo había hecho.
Posiblemente había hecho un buen trabajo durante esos
años, posiblemente era un buen profesional, posiblemente
podría todavía hacer muchas cosas...
La luna llena bañaba en una luz tenue los campos llenando de sombras los viñedos que quedaban a la izquierda
de la casa. Alberto se sentía en paz consigo mismo. Se
quedó un buen rato pensando, mirando sin ver la noche,
oyendo sin escuchar a los grillos. Después se levantó, reco128
gió algunos palos y con ayuda de un periódico quemó todas
las cartas y los correos electrónicos en la chimenea de la
casa y se fue a dormir.
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Capítulo 19
Tarde en Sevilla
La playa de Vera, en la costa almeriense, es de arena y
tiene varios kilómetros desde Garrucha a Villaricos. La urbanización Puerto Rey, iniciada por ciudadanos belgas hace
más de cincuenta años, tiene aún una serie de chalets muy
agradables en la primera línea de la playa. Alberto no había
tenido ninguna dificultad en alquilar uno de estos chalets,
cuyo nombre, Alegría, le pareció premonitorio. Eran poco
más de las cuatro de la tarde y la temperatura en aquellos
últimos días de septiembre animaba a sentarse en el porche.
El color carne de la arena contrastaba con el blanco de la
espuma de las olas y el azul intenso de un mar nervioso en
el que reflejaban con fuerza los rayos del sol de la tarde.
Alberto había decidido que mientras no supiera a qué se iba
a dedicar, no estaría más de dos semanas seguidas en casa.
Se había preparado todo tipo de excursiones y una de ellas
era esta semana que estaba pasando, solo, en una zona que
conocía bien porque unos años antes había pasado allí la familia sus vacaciones de verano. Marta, como funcionaria
en activo, no había podido acompañarle en esta ocasión,
porque acaba de invertir la mayor parte de sus vacaciones
en un viaje largo que habían hecho juntos a Argentina.
131
A Alberto no le molestó, realmente lo prefería, si necesitaba encontrar respuestas sobre cómo sería el resto de su
vida, solamente podía hacerlo con tiempo, silencio y reflexión personal. Siempre lo había hecho así y siempre había
encontrado la respuesta. La incertidumbre le producía
cierta incomodidad, pero ya de una forma muy distinta a
los primeros días, había asumido muchas cosas, ya había
quemado muchas naves. Sonrió al recordar el gesto de sacrificar al fuego todos los mensajes de despedida. Al venir
había parado una noche en Sevilla. Había dado un enorme
rodeo bajando por la Ruta de la Plata, pero sentía pasión
por esa ciudad y aprovechaba cualquier excusa para volver
a visitarla. Había un pequeño hotel en el centro, cerca de la
catedral, Los Seises, que le encantaba y en el que había encontrado habitación sin problema. Según le habían contado
en una visita anterior, Los Seises tenían su origen en el
Renacimiento y eran niños cantores y bailarines que vivían
del clero y actuaban en la catedral en fechas señaladas.
Dedicó toda la tarde a pasear por el centro sintiendo ese
olor distinto que tiene Sevilla, ese aire ligero suavemente
perfumado que recoge las esencias del patio de naranjos de
la catedral. Se sorprendió a sí mismo subiéndose en un
coche de caballos y dando una vuelta por el parque de
María Luisa. El cochero, con ese desparpajo tan propio de
la tierra, contaba anécdota tras anécdota, mientras Alberto
sonreía beatífico. Le llevó la corriente y le rió las gracias,
pero se dio cuenta de que no podía darle réplica, estaba
como vacío, desconectado de las cosas que todo el mundo
comenta, falto de imaginación, después de tantos años de
hablar sólo de negocios. Sabía mucho de eso, pero prácticamente nada de todo lo demás. Se apuntó mentalmente
que algo debería de hacer para ampliar el campo de sus intereses. Un reproche del cochero le hizo sonreír.
132
—Pero hombre de Dios, ¿no sabe usted quién es Belén
Esteban?
Después rondó por las calles, parando de vez en cuando
a tomar una manzanilla. Al pasar frente al Museo de Bellas
Artes, entró sin pensarlo demasiado. Pasó buena parte de la
tarde viendo las telas pintadas como si nunca hubiera visto
un cuadro, con una vista nueva, como de joven, descubriendo un mundo nuevo de color, apreciando pequeños
detalles que solo la quietud de la visita sin prisas permite
observar.
«A la vejez, viruelas —se dijo—: yo visitando solo un
museo de pintura.» Había leído en los carteles de la entrada
que exponían obras de Canogar y luego resultó que esa
parte estaba cerrada, pero en su lugar descubrió una exposición temporal de un pintor joven, Reguera, con diez acrílicos sobre lienzo en una misma sala que recogían todos los
colores de la tierra. Alberto, que siempre había sido insensible al arte, en esta ocasión se emocionó con los colores
sin forma. Su espíritu de conquista le hacía desearlos, tal
vez con más ardor por ser imposibles, por no tener precio.
Sintió un ataque de deseo de poseer todas las maravillosas
cosas expuestas. Se le ocurrió que los museos son los mayores exponentes del socialismo utópico universal. Las pinturas, los objetos, las figuras son para todos y no puedes
apropiártelos, es imposible llevárselos.
Al salir del museo sintió hambre y se sentó en un mesón
cerca de la torre del Oro, y pidió unas tapas. De pronto, sin
pensar, cogió un pequeño cuadernito que había comprado
en el museo y se puso a escribir.
133
TARDE EN SEVILLA
La mano me da sombra sobre el papel en la mesa de madera del Bodegón de la Torre. ¿Y si fuera divertido escribir? En mi nueva etapa debo estar abierto a todo y hoy en
Sevilla, en un precioso cuadernito que he comprado en el
Museo de Bellas Artes, me apetece escribir. Tal vez porque
estoy solo, y hace raro estar solo en público. Es como si estuvieras aburrido, fueras poco interesante y no tuvieras
nada que hacer. Las personas alrededor, en grupos que
conversan animadamente, te miran con recelo, o tal vez no.
Quizás no se han percatado de que estás aquí. Pero tú sí
sabes que estás y que estás solo.
Pido pescado frito acompañado de manzanilla. La manzanilla hace su benéfico efecto y rápidamente me considero
perfectamente integrado en el ambiente.
Ha llegado más gente. Pero son nuevos, yo estaba antes.
Ya formo parte del ambiente. Ya no necesito escribir. He
encendido un puro y he pedido un café y un whisky y sigo
escribiendo. No sé si por el puro o por la escritura compulsiva, los camareros me tratan con gran deferencia, deben
pensar que soy un escritor, o mejor aún, un periodista. La
inmortalización del local está a punto de producirse.
La copa de balón del whisky es enorme y de cristal muy
fino, la perfección de los sentidos. La cabeza empieza a
notar un cierto «flotamiento», posiblemente la palabra no
existe pero merecería la vida. Al sentirme flotar ya no veo
alrededor, me concentro en mi pequeño cuaderno y mi observación se embota.
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El camarero cuenta a los de la mesa de al lado del día
en que dieron de comer a 50 chinos y al servir el café, los
chinos empezaron a desfilar de uno en uno saludando muy
educadamente. Adiós, adiós, buenas tardes. Que a Vd. le
vaya bien. Cuando salió él último chino se dieron cuenta de
que no habían pagado.
No tengo prisa en irme. No había visto que a la derecha,
al fondo, hay dos cabezas tremendas de toros. Los cuernos
son enormes pero su expresión no es fiera, porque tienen
ojos simpáticos de buena gente. Seguro que nunca cogieron a ningún torero y se fueron de esta vida sin entender
por qué los mataban, si no habían hecho ningún mal a
nadie. Tantos se van así de la vida, desprevenidos, víctimas
de los matarifes sin cuernos aparentes que se aprovechan
de sus sentimientos nobles, de su claridad de embestida, y
aprovechan su fuerza para lucirse y los eliminan cuando ya
han sido utilizados. Me siento muy unido a los toros de mi
derecha. Me identifico con ellos. Alguien se ha aprovechado de mi fuerza y luego ha entrado a matar.
¿Puede un toro rebelarse ante su suerte sin tener que
embestir? ¿Puede salvarse sin herir? ¿Puede utilizar su
fuerza sin matar? Vida o muerte, matar o morir. ¿Es ésa la
única forma de entender la existencia? Los pensamientos
se hacen profundos y difíciles. Me cuesta avanzar. ¿Son dilemas de fondo, complejos o es la acumulación de la manzanilla y el whisky?
Quiero pensar que la fuerza bruta, sana, llana y directa,
sin complejos ni dobles vueltas, siempre sale victoriosa,
frente al subterfugio y la intención disfrazada. Seguro que
es así. Los buenos siempre ganan, la bondad prevalece
cuando es sólida y reacciona con trasparencia. Hay que
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plantar cara a los malos y no aceptar lo inaceptable, el
mundo debe ser de las personas de mirada clara.
Fin.
Alberto salió del mesón. No le apetecía volver tan pronto al hotel y se sentó en otra terraza. Se sorprendió a sí
mismo al encontrarse cantando con un grupo de chicos universitarios Sevilla tiene un color especial. Al principio se
sorprendieron, pero inmediatamente pidieron a aquel espontáneo que tenía muy buena voz que se uniera. Cuando
atacaron Granada, el lucimiento fue completo.
Una preciosa chica que podría ser su hija se le quedó mirando con curiosidad. Alberto, que se encontraba en el
mejor de los mundos, le sonrió. Tenía un aire conocido.
Estaba seguro de haber visto esos ojos antes. La chica se
apartó del grupo y vino a sentarse a su lado.
—Las apuestas se dividen entre cantante de ópera fracasado con cáncer terminal y ejecutivo senior que se aburre
después de trabajar —le dijo como introducción.
—Apuesta por ejecutivo retirado de vacaciones y sano,
y ganas.
—¿Y ganas de qué?
—No, quiero decir que ganas la apuesta. —Ambos rieron y Alberto le preguntó qué carrera estudiaba.
—Bellas artes, pero tengo amigos en empresariales, de
donde son todos esos.
—Pues yo he pasado toda la tarde en el Museo de Bellas
Artes.
136
—¿A que es una maravilla?
—Por supuesto que lo es. Un antiguo convento secularizado lleno de murillos, riveras, velázquez y grecos. Sin embargo, he descubierto que me emocionaba más con los lienzos de un tal Francisco Barrera, que viajó de Madrid a
Sevilla a primeros del siglo XVII, y tiene cuatro obras expuestas que me parecieron modernas.
—Lo conozco, está en la sala VI. Barrera tiene un trazo
grueso que define con firmeza objetos poco románticos
como jamones, tocinos o liebres. —La chica parecía exaltada con el recuerdo que le evocaba ese pintor—. Creo que
ese trazo firme podría haber revolucionado la pintura con
un cambio que no se produjo hasta mucho después, posiblemente con los impresionistas. Son cuatro cuadros cada
uno de una estación del año. Qué caras, qué expresión, el
viejo del invierno y los jóvenes que aparecen en las demás
estaciones. Qué vida. Es como si hasta ese momento no hubiera visto nunca una expresión en un semblante.
—Pero yo he descubierto algo más: dos hechos insospechados.
—Sorpréndeme, retirado de lujo —le dijo con ojos llenos de ironía, haciendo un gesto de adiós a su grupo, que
salía en ese momento de la taberna.
—Los cuadros de Francisco Barrera, los que están dedicados a las cuatro estaciones del año, tienen escritos en la
parte de abajo los meses que comprenden cada una de ellos.
Pues bien, qué curiosidad, «noviembre», que figura en el
cuadro del otoño, está escrito correctamente. Sin embargo,
el cuadro del invierno recoge «dizienbre», con zeta y ene.
La zeta no me impresiona, pero antes de be en 1638, ¿se
ponía una ene o una eme?
137
—Vaya, qué observador. ¿Sabes que me vas a facilitar
mi próximo trabajo de la escuela?
—Sí, uno de los dos cuadros está mal escrito.
—Iré a comprobarlo. ¿Y la segunda curiosidad? —preguntó la chica, mientras Alberto intentaba recordar dónde
había visto antes esos ojos.
—La segunda: el cuadro que preside la sala más importante del museo es una enorme Inmaculada.
—Lo sé.
—Abajo, en varios carteles, se explica cómo en la desamortización la Iglesia perdió todo su patrimonio artístico y
se explican con detalle los dos cuadros de la sala. Al referirse al cuadro básico, el central, añade una foto que curiosamente está invertida respecto al original, lo que crea
cierta confusión porque no hay dos, sino tres Inmaculadas
en la sala.
—También lo comprobaré y le sacaré partido.
La chica se levantó.
—¿Te vas?
—Sí, tengo que repescar al grupo. Gracias por la información. Adiós, retirado feliz.
—Adiós, chica aplicada.
Alberto terminó su copa y se quedó pensativo. Tal vez
podía haber pedido a aquella chica que se quedara, que le
hiciera sentir que todavía era joven, que las cosas que contaba eran interesantes. Tal vez podía haber recordado por
qué su cara le era tan familiar. De pronto, como a través de
un túnel en el tiempo, recordó aquellos ojos. Los tenía una
preciosa niña a la que en la playa había dado su primer
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beso. Alberto tenía 14 años cuando sus padres decidieron,
por recomendación de unos amigos, cambiar su habitual
lugar de vacaciones en Zarauz por un pueblecito de pescadores en la provincia de Huelva, al que se accedía en canoa,
porque no tenía carreteras. Punta Umbría era en los años
sesenta un paraíso. La playa de arena blanquísima se perdía
en el horizonte, desde los últimos chalets que eran iguales
y se llamaban Las Tres Marías. Todo el trasporte se hacía
en burro. Las maletas al llegar se cargaban en unas angarillas para acercarlas a las casas. Incluso algunos contrataban
el servicio para llevar a los niños más pequeños a la playa
cuando vivían en la zona del Cerrito, un bosque de pinos
sobre una gran duna natural. El sistema de trasporte con
burro era único y universal. Había solo dos excepciones; la
del panadero, que te llevaba el pan a domicilio, y el médico, ambos disponían de admirados caballos. Con la imaginación y precariedad de la época, el entretenimiento más
extendido era jugar en la playa al clavo. Se utilizaba un
gran clavo que, dejándolo caer de mil maneras distintas,
debía clavarse correctamente en la arena. Un día estaba jugando con su hermana Carmen cuando se acercó una preciosa niña del toldo de al lado y les pidió jugar con ellos.
Se hicieron inseparables y el último día de vacaciones, a última hora de la tarde, Alberto se atrevió y le cogió de la
mano mientras paseaban por la playa, y cuando se sentaron
en la orilla, la besó. Se llamaba Gloria y tenía unos ojos
idénticos a los de la chica de bellas artes. Siempre recordaría a Gloria porque había sido su primer amor.
—Un poco de romero, caballero. —Un chaval se ha
plantado ante Alberto sacándole de sus pensamientos. No
tendrá más de diez años, está gordo y cae simpático.
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—Y, ¿para qué quiero yo el romero?
—Lo pone sobre la mesilla, le toca las puntas y da suerte.
—Y tú, ¿lo has probado?
—Sí.
—Y, ¿te dio suerte?
—Una vez.
—Dame un ramito.
Cuando se dirigía al hotel, al cruzar la plaza de la catedral
se encontró de nuevo con el grupo de estudiantes y se acercó.
Al reconocerlo le animaron a unirse. Alberto declinó la invitación pero se acercó a la chica con la que había estado hablando y le preguntó: —¿Tu madre se llama Gloria?
Con la sorpresa en la cara, ésta le respondió: —Sí, y yo
también.
—¿Y veraneaba en Punta Umbría?
—Toda su vida.
—Pues dale muchos recuerdos de Alberto. Dile que fui
el que le dio el primer beso en la playa.
—¿Y cómo lo has sabido?
—Por tus ojos.
Sin salir de su asombro la chica reaccionó. Se acercó a
Alberto y le besó en la boca.
—Ahora podré decir que he besado al hombre que besó
a mi madre por primera vez.
Alberto, sorprendido y algo azorado porque todo el
grupo seguía la escena con atención, le dijo: —Cómo cambian los tiempos. Yo a tu madre la besé en la mejilla.
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Se despidió y siguió su camino. Tenía la cabeza embotada, el corazón cálido y un ramito de romero en la mano
que iba a darle suerte, y mientras admiraba los Reales Alcázares iluminados, pensó: «Qué tarde más maravillosa he
pasado en Sevilla».
141
Capítulo 20
Buscando el camino
Sentado en el porche del chalet frente al mar, recordaba
con satisfacción su paso por Sevilla. Había releído su manuscrito y aunque confuso e inconexo, le pareció que reflejaba una evolución en su estado de ánimo. En su permanente búsqueda de ideas para el futuro, en su viaje de
Sevilla a Almería, había decidido matricularse el próximo
curso en alguna carrera universitaria relacionada con el arte
o tal vez periodismo. Sin embargo, este propósito fue producto de la euforia momentánea ya que a los dos días de
llegar le pareció absolutamente fuera de lugar.
Su plan de vida en el chalet le llevaba todas las mañanas
a dar una vuelta en el velero que tenía amarrado en el
puerto deportivo. Sin apasionarle, le gustaba la vela y aunque siempre se alegraba de ir, le costaba cierto esfuerzo por
las mañanas todo el trabajo de los preparativos.
Aparte de la vela y hacer la compra, el resto del tiempo
lo pasaba en casa leyendo. El día anterior había terminado
un best seller de John Grisham muy entretenido. Ahora,
sentado en la duermevela de la sobremesa, iba a iniciar un
libro que le había regalado su hija Marty, recomendándole
que no dejara de leerlo en estos días. Al abrirlo vio una de143
dicatoria manuscrita. «Para mi padre, del que me siento orgullosa porque afronta cada cambio como una nuevo reto.
Marta.» Alberto sentía adoración por su hija, pero no había
hablado mucho con ella para evitar que sus problemas pudieran influirla. Se hizo el propósito de remediarlo cuando
volviera a casa. Y empezó a leer El alquimista, de Paulo
Coelho, y la simbología del libro se fue apoderando de él
hasta hacerle leer y releer algunos trozos como si fuera un
breviario de meditación religiosa, como si contuviera todas
las preguntas que él necesitaba hacerse y quizás alguna de
las repuestas. Cuando lo terminó eran las dos de la madrugada, había leído el libro de un tirón, sólo lo dejó para encender la luz eléctrica y coger unas almendras cuando anocheció. A media tarde recordaba algún momento en el que
había estado dormido, pero todo había sido un continuo sin
fisuras, pasaba de la duermevela a la lectura y de la lectura
a reflexionar, no estaba muy seguro si despierto o dormido.
Cuando leyó «todos los demás saben exactamente cómo
debemos vivir nuestra vida y nunca tienen idea de cómo
deben vivir sus propias vidas», pensó que solo nunca encontraría la solución, que aunque su fuerza de voluntad y su
capacidad de análisis fueran importantes siempre tendría la
dificultad del autoanálisis y que necesitaría siempre preguntar a otros. Su mujer le había insistido varias veces para
que fuera a ver a un psicólogo, él se había resistido y lo seguiría haciendo, porque no necesitaba una ayuda profesional, necesitaba sencillamente que personas que le conocían
pudieran contrastar los avances que él iba haciendo.
El libro contaba la historia de un muchacho que buscaba
realizar sus sueños, y cómo distintas personas le iban ayudando en su camino. Cuando Alberto leyó que la mayor
mentira del mundo es que «en un determinado momento de
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nuestra existencia perdemos el control de nuestras vidas y
éstas pasan a ser gobernadas por el destino», empezó a pensar que tal vez él había perdido el control de su vida hacía
mucho tiempo y que la salida de la Compañía era una ocasión única para reflexionar en lo que quería hacer. En lo
que realmente quería hacer. Un poco más adelante en el
libro le daban la solución. Las personas debían buscar su
leyenda personal, aquello que siempre desearon hacer.
Cuando se es joven todo se ve claro, todo es posible y no
se tiene miedo a soñar y a desear todo aquello que nos gustaría hacer con nuestras vidas. Luego, el tiempo parece que
va apartándonos de la idea que nosotros teníamos de nuestro propio destino. Alberto, enfebrecido, pensaba que su solución sería encontrar de nuevo que es lo que él quiso hacer
cuando era joven. Fue también una revelación descubrir los
peligros que le apartaban de su objetivo personal, había
riesgos de mucho peso, como podrían ser la posición social, el dinero o el poder. Es cierto que el trabajo que había
realizado en los últimos quince años le había dado las tres
cosas. Habían sido tentaciones fuertes y había caído en
ellas con gusto.
El triunfador es un hombre bien recibido en todas partes,
tanto en círculos familiares como de amistades, le invitan a
fiestas, participa en reuniones con personas importantes, y
se le escucha con atención cuando interviene en cualquier
conversación. El dinero no le había faltado. Sin ser avaricioso ni ambicioso, había sido muy agradable tener siempre más de lo necesario. Incluso se había permitido el lujo
de comprar una cierta tranquilidad de conciencia dando
fuertes donativos, incluso llamativos, con una parte de lo
que le sobraba. Y por último, había disfrutado del poder sin
ostentación, sin exageración, sin imposición, pero sabía
145
que lo que él dijera tendría que ser aceptado. Le bastaba
muchas veces una simple mirada para que el interlocutor
reculara. Había impuesto su voluntad y su criterio no solamente a sus más de mil empleados, sino a los proveedores
e incluso a algunos colegas competidores. Se había creado
un mundo ficticio, en el que la práctica totalidad de las personas con las que tenía contacto le respetaban como un ser
superior. Sí, esa era la palabra: superior, puesto que podía
hacer su voluntad e imponer su criterio. ¿Le habían apartado esos peligros, posición, dinero y poder, de los que
había disfrutado tan ampliamente, de su destino personal?
Alberto sospechaba que sí, aunque no sabía muy bien cuál
había sido nunca su objetivo personal. O quizá, su objetivo
personal había sido precisamente tener una posición de
poder respecto a los demás y por eso estaba ahora tan desconcertado, porque le habían privado de lo que era su auténtico destino. ¿Y si fuera así?, ¿y si esa posición fuera imposible de reconquistar?, ¿estaría condenado a la desesperanza el resto de su vida? Alberto pasaba de la euforia a la
decepción sin solución de continuidad.
Otro pasaje del libro le hizo reflexionar sobre el tiempo.
«Lo único que existe es el presente. El pasado ya no
existe.» Bien lo sabía Alberto, aunque intentaba en momentos de debilidad aferrarse a él, «y el futuro no lo ves —se
decía—, porque tienes que escribirlo tú. Solo existe el presente que hoy condicionará mi futuro, pero el futuro será
una continuación de presentes, cada uno de ellos capaces
de condicionar su futuro». Le vino a la cabeza la idea del
Camino de Santiago como un camino permanente. Había
disfrutado enormemente haciendo el Camino y sabiendo
perfectamente que no quería llegar, es más, alegrándose de
haberlo dejado a la mitad, para evitarse la gran decepción
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al final. Porque el final del camino es la muerte. Así pues,
lo importante era estar en el camino, como lo importante
era estar en la vida, como lo importante era estar vivo.
Un poco más adelante, el joven protagonista del libro
que Alberto había devorado se decía a sí mismo que no
podía apresurarse ni impacientarse, que si actuaba así terminaría no viendo las señales que Dios había puesto en su
camino. En definitiva, pensaba Alberto, lo estaba haciendo
bien, se estaba dando tiempo suficiente para reflexionar,
para considerar todas las posibilidades. Debía seguir haciéndolo así sin tener miedo a que pasara el tiempo.
Aunque hombre convencido en que existe una vida después
de la muerte, no veía de ninguna forma la mano de Dios detrás del tremendo golpe que le había supuesto la salida de
la Compañía, pero evidentemente debía incorporar la idea
de trascendencia dentro de su reflexión personal.
Sin cerrar la casa y en plena oscuridad, fue hacia la
playa y se sentó al borde del mar. Sobre el negro cielo sin
luna, las estrellas brillaban con especial fuerza. Siempre le
habían intrigado y casi apasionado los misterios del universo, de las dimensiones y las distancias. Sentía que su inteligencia era limitada para comprender misterios tan inexplicables como que alguno de aquellos puntos brillantes hiciera miles o quizás millones de años que ya no existían.
Cuando estaba dominado por aquella sensación de paz y de
inmensidad, le pareció ver a lo lejos una sombra. Avanzaba
hacia él tambaleándose. Alberto sintió un miedo cerval, se
puso de pie y se preparó para salir corriendo hacia la casa.
Anduvo unos pasos y se volvió, la sombra seguía avanzando despacio. Ya podía distinguirse su contorno. Era un
hombre grande y alto, de raza negra. Alberto volvió a ini-
147
ciar su camino y a su espalda oyó una voz gutural que
decía: —Favor, pan. Favor, pan.
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Capítulo 21
La llegada de Akim
El día siguiente amaneció precioso, en el puro azul del
cielo sin una sola nube. El sol estaba alto cuando Alberto
terminó de desayunar en el porche. Se dirigió silenciosamente hacia el dormitorio del hombre al que había cobijado
la noche anterior, entreabrió la puerta y vio que dormía profundamente. Volvió al porche y esperó.
No había conseguido mucha información de aquel enorme hombre negro. Medía cerca de 1.90 y era ancho de espaldas, aunque estaba muy delgado. Había creído entenderle un nombre que se parecía a Kim. No hablaba nada de
inglés. Lo único que era claro es que estaba muerto de frío
y de hambre. Todavía Alberto se maravillaba del coraje que
había tenido de llevarlo a su casa. Debía estar muy raro
porque unos meses antes jamás se le hubiera ocurrido acoger a una persona en esas condiciones. Le arropó con dos
mantas y le dio agua y pan, mientras calentaba una sopa de
sobre y abría unas latas. El hombre comió vorazmente pero
hizo caso cuando Alberto le indicó con señas que comiera
más despacio. Cuando se hubo saciado y pareció recuperado, le llevó a la ducha y le facilitó ropa. Cuando salió de
la ducha, Alberto no pudo reprimir una sonrisa ante aquel
149
negrazo al que sus pantalones le llegaban a la mitad de la
pantorrilla y su camiseta parecía a punto de explotarle bajo
los pectorales. El hombre se dejó acompañar a un dormitorio como si fuera un cordero y prácticamente cayó sin sentido sobre la cama.
Alberto había dormido mal, tenía toda la sensación de
riesgo de lo que había hecho. Había acogido a una persona que
seguramente había entrado ilegalmente en el país, de la que no
sabía absolutamente nada, y que podía ser un asesino… y sin
llegar tan lejos, que podría tener un problema grave de salud y
habría que llevarle a una clínica. Sin embargo, nada de eso parecía, el hombre era manso como las ovejas y una vez que durmiera seguramente estaría recuperado.
Alberto estaba intentando empezar un nuevo libro, una
novela histórica ambientada en una investigación sobre la
búsqueda del Santo Grial, pero no conseguía concentrarse
en la lectura, estaba inquieto por la persona que había acogido. Vio pasar, como otros días, el coche de la Guardia
Civil por delante de su chalet. Como siempre, les había saludado, pero hoy rápidamente había centrado su vista en el
libro con una enorme sensación de culpabilidad.
Sobre las cuatro de la tarde el hombre se presentó delante de él. No dijo nada, no hizo nada, se quedó de pie esperando. Le llevó a la cocina y le puso delante todas sus reservas y el hombre comió con moderación.
Después, sentados en la cocina, el hombre dijo en español: —Mi nombre es Akim. Yo gracias de tu comida. Yo a
Sevilla.
—Yo me llamo Alberto. ¿Cuál es tu idioma?
—Wolof. También francés.
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Alberto tenía un conocimiento del francés suficiente para
una conversación. Así que se dirigió a Akim en francés.
—Podemos hablar en francés. Pero habla despacio. ¿Cómo has llegado?
Akim, en un francés muy cerrado, le contestó: —Un
barco nos dejó en la costa lejos, porque la policía nos había
localizado. Yo he nadado muchas horas.
—¿Veníais muchas personas en el barco?
—Sí, muchas. Había también mujeres y algunos niños.
Yo les dije que mejor no embarcar mujeres, pero no me hicieron caso.
—¿El barco se hundió?
—No, no. El barco estaba bien, pero nos localizó la policía y un grupo grande de hombres nos tiramos al mar.
—Está bien, luego iré al pueblo a ver si me entero de
algo. ¿Quieres ir a Sevilla?
—Sí, tengo un amigo allí.
—¿Pero cómo vas a ir? ¿Tienes dinero?
—Tengo poco dinero, pero bastante.
—Yo te ayudaré.
Akim se puso de pie y dijo «vamos». Se fue a la entrada
y cogió un pequeño hatillo que había dejado el día anterior.
Alberto lo alcanzó y lo llevó nuevamente al dormitorio y le
señaló la cama. Le hizo un gesto de que durmiera. Después
fue al supermercado y compró conservas, fiambres y pan, y
se informó de los horarios de los autobuses. Efectivamente,
en Garrucha, el pueblo más cercano, comentaban en las
tiendas que la Guardia Civil había rescatado la patera con
151
40 personas a bordo y que habían recogido cinco cadáveres
en las playas, ahogados. No sabían cuántas personas se habían lanzado al mar. Cuando volvió a la casa, Akim seguía
sentado con una mirada inexpresiva. Anocheció y cenaron
juntos en la cocina, le entregó una bolsa con todos los alimentos que había comprado para él.
—Son para ti, para el viaje. —Y para que lo entendiera
le acompañó hasta que los metió en su hatillo, una especie
de mochila enorme desgastada.
Durante la cena, Alberto, hablando muy lentamente con
su francés oxidado, comentó: —Estoy contento de poderte
ayudar. —Akim asintió con la cabeza—. Pero me pregunto
si te han merecido la pena todos los esfuerzos para llegar
hasta aquí.
—Yo estoy muy contento de estar aquí. Lo conseguí
esta vez.
—¿Ya lo habías intentado?
—Sí, y me devolvieron a Senegal. Por eso yo debo de
estar oculto.
—De acuerdo. Ya te he dicho que te ayudaré. Te sacaré un
billete de autobús para Sevilla. Pero dime, ¿tienes familia?
—Mis padres y seis hermanas. También tengo una novia.
—Y, ¿por qué has venido arriesgando la vida? ¿Tan mal
estabas?
—En mi país no hay ninguna posibilidad. Es un país
pobre y cada vez las cosechas son peores. No hay trabajo.
No hay oportunidades. La gente pasa hambre.
—¿Y qué esperas hacer aquí?
152
—Puedo ser mecánico o albañil, y tengo un amigo en
Sevilla que me ayudará a buscar trabajo.
—¿Y piensas volver?
—No lo sé. Ahora sólo quiero llegar a Sevilla y encontrar un trabajo.
Después de la cena volvió a ponerse en pie y dijo
«vamos». Una vez más, Alberto le llevó al dormitorio y le
señaló la cama.
—Akim, aquí estás seguro. Aprovecha para recuperar
fuerzas. No tengas prisa y descansa.
Al día siguiente preparó una bolsa de viaje con las ropas
más amplias que tenía y después de desayunar le indicó con
gestos que metiera en ella todas sus pertenencias. Cuando
hubo terminado fue Alberto el que le dijo «vamos». Lo
llevó al coche y entonces se dio cuenta de que Akim iba
descalzo. Como sus zapatos no le servían se acercó a una
tienda de la playa y compró dos pares de zapatillas del
mayor tamaño posible. Aunque el autobús a Sevilla pasaba
por Vera, un pueblo grande cercano a la playa, Alberto prefirió llevarle a Almería capital para evitar algún posible
control en las proximidades del sitio donde había llegado la
patera. En la estación de autobuses le sacó un billete y se lo
entregó con 300 euros y una tarjeta con su nombre, dirección y teléfono.
—Si alguna vez me necesitas, llámame a este teléfono.
—Merci beaucoup —agradeció Akim.
—Una última cosa —le dijo Alberto bajando la voz—,
quítate esa expresión de culpabilidad que llevas en la cara.
Akim asintió mientras subía al autobús.
153
Alberto lo acompañó hasta que el autobús salió.
Al volver al chalet de la playa Alberto se sintió muy animado. Había vencido muchos miedos y prejuicios haciendo
lo que había hecho, y, sin embargo, también se sentía culpable por no haber hecho más por aquel hombre. Pensó que
Akim le había ayudado mucho. Había vivido su paso por la
casa como una aventura y le había permitido olvidarse de
sus miedos y sus incertidumbres y sentir el enorme placer
de ser útil e importante para alguien. La experiencia vivida
le hacía relativizar todos sus problemas. También, debía reconocerlo, sentía el placer de haber hecho algo prohibido.
Qué desesperación debía tener Akim para dejar su pueblo y
su país, y hacer un viaje lleno de incertidumbres en el que
arriesgaba la vida para buscar un futuro mejor.
Sí, efectivamente, la aventura de Akim daba sentido a
muchas cosas. Alberto se avergonzaba de su falta de carácter para afrontar sus problemas, o su falta de inteligencia
para analizarlos prácticamente y darles la importancia que
tenían. Todo dependía, sin embargo, de las situaciones,
pues él había sido siempre un luchador y muy probablemente si hubiera nacido en una pequeña aldea del centro de
África habría sido de los que cogen la patera. Para coger la
patera, hay que ser emprendedor y arriesgado, hay que ser
de los que más empuje tienen. Se preguntó por qué no queremos que vengan, si son los mejores. Tal vez en su tiempo
libre él podría echar una mano y poner su pequeño grano de
arena para colaborar en este enorme drama humano.
Recordaba ahora una ponencia que presentó en un congreso sobre deslocalización, en la que mantuvo frente a
todas las posturas negativas de sus colegas, que la deslocalización era un magnífico sistema para crear puestos de tra154
bajo y evitar la inmigración ilegal. Sí, quizás él pudiera
hacer algo, algo también para concienciar a la sociedad,
para proponer soluciones. Podrían establecerse escuelas
para que por lo menos los que llegaran hablaran el idioma
y tuvieran un mínimo de formación profesional, y los que
pasaran los exámenes tendrían su visado autorizado, y podrían venir con sus familias y hasta podrían inscribirse en
las oficinas de empleo. Alberto soñaba despierto. «No seas
ambicioso —se dijo—, pero cuando vuelvas a Madrid intenta hacer algo.»
155
Capítulo 22
Los nuevos colegas
El Club de Campo estaba magnífico en aquella mañana
soleada de finales de octubre, cuando Alberto se presentó
ante la puerta principal con su amigo Jesús. Éste enseñó su
carné y dijo: —Este señor va al restaurante.
—Son 12 euros.
Pagó Jesús. Alberto intentó darle el dinero pero no se lo
aceptó.
—Lo deduzco de la cuenta del restaurante —le dijo para
tranquilizarle.
Jesús le mostró con detenimiento la pista de equitación,
las cuadras y los caballos estabulados, el sinfín de pistas de
tenis y de pádel, los campos de prácticas y algunos hoyos
del campo de golf. Hablaba con cierto orgullo, como si él
fuera el dueño de todas aquellas maravillas.
—Tenemos 36 hoyos largos y 9 cortos, es decir, más de
dos campos completos de golf. ¡Ah!, y además hay una
gran piscina, junto a ese recodo donde se agrupan los coches aparcados. ¿Sabes que el Club de Campo es el más
importante de España en hockey sobre hierba? —le dijo
mientras le enseñaba un campo de hierba artificial frente a
la zona de la piscina cubierta.
157
Jesús había pedido hacía más de un mes a Alberto que le
acompañara. Le habían invitado a una comida para que hablara del mercado electrónico en España. Le hizo mucha
ilusión la invitación y aunque no entendió muy bien cómo
se formaba el grupo que asistía a aquel almuerzo, entendió
que realizaban estas reuniones de forma periódica y que se
trataba más de una tertulia que de una presentación. Con
todo, Alberto había preparado el tema refrescando sus ideas
sobre el mercado nacional, las exportaciones, las importaciones, el peso del sector en el producto interior bruto y las
perspectivas que él veía a corto y medio plazo.
Se dirigieron al chalet principal donde tendría lugar el
almuerzo. Pasaron por una puerta giratoria, de aquellas que
existían en los grandes hoteles de los años cincuenta, y entraron en un amplio salón con una preciosa vista sobre la
ciudad, que se divisaba al fondo enmarcado por el césped
que cubría toda la superficie visible del Club. Se acercaron
a la barra y preguntaron a un grupo que charlaba animadamente por Francisco Betés. Uno de ellos se volvió con una
amplia sonrisa y le dijo: —Soy yo. Tú debes ser Alberto
Kent, nuestro invitado de hoy. —Se hicieron las presentaciones y se pidieron los aperitivos, mientras, haciendo
corro, el organizador explicaba a Alberto en qué consistía
la reunión a la vez que iba presentando al resto del grupo.
—Somos un grupo heterogéneo de distintos sectores,
aunque predomina el financiero, que hemos tenido puestos
de responsabilidad en grandes empresas y que por una
razón o por otra hemos salido recientemente, a una edad en
la que nos consideramos todos muy jóvenes. Estamos entre
los 50 y los 60. Nos reunimos una vez al mes, escuchamos
al invitado del día, que hoy eres tú, sobre un tema en el que
158
es especialista, y con las preguntas, la comida deriva en una
agradable tertulia. Entiendo que tú has trabajado en una
compañía como director general hasta hace poco, y vi por
el currículum vítae que me enviaste para que te presentara
que llevabas más de quince años en ella.
Alberto le contó que había dejado la compañía hace
unos meses y que todavía no tenía planes muy concretos de
futuro y que de momento estaba disfrutando de la vida.
Betés le miró a los ojos y sonriendo le dijo: —A veces
puede ser muy duro.
Mientras charlaban, habían llegado nuevas personas que
se incorporaron al grupo. Alberto fue saludando a todos.
Contó 30 personas cuando avisaron para pasar al comedor.
En un comedor privado Francisco se sentó en una cabecera y colocó enfrente a Alberto y a Jesús a su derecha, sentándose el resto sin protocolo.
Una vez que tomaron la comanda, Betés pidió silencio
al grupo. Anunció brevemente algunas noticias referentes a
uno del grupo que había montado una empresa y a otro que
había publicado un libro del que dieron todos los detalles
para el que quisiera adquirirlo. Presentó a continuación los
invitados de los próximos almuerzos y Alberto se sintió
muy honrado al escuchar nombres como Fidalgo, Rosa
Díez o Cristina Alberdi. Después intervino Ladislao
Perrote, ex director de RRHH de IBM, que se ocupaba de las
actividades deportivas del grupo, consistentes básicamente
en senderismo y campeonatos de golf. Después y sin mas
preámbulos, comenzó a presentarlo. Lo hizo en función del
currículum vítae que le había hecho llegar por e-mail.
159
—Tenemos con nosotros hoy a Alberto Kent, hasta hace
muy poco Director General de ACC en España y uno de los
grandes expertos del mercado español de electrónica. Alberto ha dejado la Compañía.
Alberto agradeció el eufemismo de presentar las cosas
como que había dejado la Compañía, cuando había sido la
Compañía la que le había dejado a él, y este pensamiento
casi le hizo esbozar una sonrisa. —Ha dejado la Compañía
—decía el organizador— hace unos meses y está hoy con
nosotros para hablar del mercado español de los componentes electrónicos y también, por qué no, para que nos
diga cómo lleva este cambio fuerte en su vida que se ha
producido recientemente.
A Alberto no le apetecía nada hablar del segundo tema,
así que inició su exposición sobre el primero. Rápidamente
se dio cuenta de que aquello no era un discurso, pues los
asistentes planteaban todo el tiempo preguntas inteligentes,
bien orientadas y que llevaban al diálogo y a la tertulia de
una forma natural. Hablando del mercado, de las posibilidades de expansión que tenía, y del retraso de España en
este aspecto, llegaron hasta el segundo plato. En ese momento Betés le planteó una pregunta distinta.
—Ya hemos hablado bastante del mercado electrónico.
Dinos ahora cómo has vivido el cambio. Todos aquí hemos
vivido una situación más o menos similar. Saliendo de puestos de responsabilidad, al día siguiente nos hemos encontrado
con que no teníamos nada que hacer. ¿Qué tal lo llevas?
Alberto, a la defensiva, dijo rápidamente: —Muy bien.
A lo que alguien le respondió: —Pues entonces debes
ser el único.
160
Alberto matizó sus palabras.
—Es verdad que el proceso es difícil y que el cambio
es arduo porque no estamos acostumbrados a esto, pasando de un ritmo muy fuerte a una falta de actividad tremenda, pero al mismo tiempo creo que lo estoy llevando
relativamente bien.
Desde el fondo de la mesa alguien intervino para decir
que hacía algunos meses Pedro Luis Uriarte había estado
en ese mismo comedor como invitado y que apuntó que el
cambio es tanto más difícil cuanto más se había dejado absorber la persona por el personaje que suponía su puesto, y
que él, efectivamente, lo había pasado muy mal y que le
había ayudado de una forma significativa el poder encontrarse con personas que habían vivido una situación similar.
Al otro lado de la mesa alguien apuntó: —Lo importante
es salir adelante y sobre todo bajar el hándicap, así que,
¿cuándo organizamos el próximo campeonato de golf?
—No soy muy buen golfista, pero no me importaría mejorar —contestó Alberto.
Alguien a su lado le dijo: —Eso está hecho, soy el mayor proselitista que existe en este deporte.
La conversación les llevó hacia los hobbies, entre los deportivos el golf se llevaba la palma, aunque había tres o
cuatro que apuntaron la vela y con los que Alberto pudo
conversar un poco más ampliamente.
A las cinco de la tarde, después de hablar de lo divino y
lo humano, Francisco Betés le dio las gracias y anunció el
próximo almuerzo, en el que estaba invitado un consejero
de la Comunidad de Madrid.
161
Al salir, el organizador le cogió del brazo y le dijo: —Vamos a tomarnos otro café en el salón, fuera, si no tienes prisa.
—Por supuesto —aceptó Alberto.
Se sentaron en unos anchos y cómodos sillones de cuero
frente al amplio jardín cubierto de césped que dominaba los
terrenos de golf y enmarcaba una vista panorámica de la
ciudad.
—Quería presentarte a Juan José Lamana —dijo Francisco mientras se sentaban—. Juan José tiene una consultora y cuando vio tu currículum me dijo que quería charlar
contigo unos minutos.
—Sí —dijo Lamana—, quería contarte lo que hacemos
y ver si te puede interesar. Tenemos montada una consultora entre tres personas que hemos trabajado en diferentes
sectores y tenemos dos actividades, la consultoría de negocio, donde elaboramos estrategias de desarrollo para pymes, y la de corporate finance, interviniendo en algunas
operaciones de compraventa de compañías especializadas.
Por tu currículum —prosiguió—, estaríamos interesados en
que te incorporaras como socio, la aportación de capital no
es imprescindible, pero sí tu experiencia y tu conocimiento
del mercado. Tenemos posibilidades de acceso a ese sector
y tu aportación sería importante.
—No me vendría mal algo de actividad profesional. Podría ser un buen complemento para la vida que estoy diseñando.
—Ése es precisamente el objetivo. Normalmente somos
gente que podríamos dedicarnos simplemente a vivir, pero
creo que una cierta actividad profesional nos da un equilibrio necesario.
162
—Entiendo que no es una actividad full time. Lo único
que sí me he propuesto es no volver a caer en el error de
pensar que el trabajo es lo único en la vida —quiso aclarar
Alberto.
—Ése es el objetivo con que montamos la consultora
hace tres años. No te hagas ilusiones, no te estoy ofreciendo
un puesto de trabajo, los socios cobramos de la sociedad en
función de las aportaciones de negocio. El sistema es el siguiente: la sociedad nos cobra a los socios un porcentaje de
la facturación para los gastos generales y el resto se distribuye entre los socios, una parte para los que aportan el negocio y otra para los que realizan el trabajo. No hay por lo tanto
ninguna seguridad de ingresos ni tampoco ninguna presión
específica de trabajo salvo cuando tienes algún proyecto
pendiente de terminar. La verdad es que nos va muy bien y
aunque no te garantizo que vayas a vivir de esto, puede ser
un complemento económico y profesional interesante.
Alberto tuvo que contenerse varias veces para no decir
que sí inmediatamente. Le pareció de lo más atractivo volver a tener una cierta actividad profesional. Si le hubieran
pedido firmar, habría firmado cualquier acuerdo allí mismo.
—No hace falta que me digas nada ahora, piénsatelo si
quieres y quedamos a comer la semana que viene. —Cerraron la cita y Juan José Lamana los dejó, diciendo que tenía un poco de prisa. Alberto se quedó con Francisco terminando su taza de café.
—Espero que os vaya bien, creo que tenéis buena química. Además de eso, Jesús me ha pedido que te presente a
Pedro Luis Uriarte, sabes que fue Vicepresidente y Consejero Delegado de BBVA.
163
—Por supuesto —dijo Alberto.
—Todas estas comidas y lo que en un inicio pensé que
podría ser una asociación vienen de unas frases que dijo
Uriarte en una entrevista al diario económico Cinco Días,
hace muchos años, cuando estaba en la cúspide de su poder.
Te las voy a leer —dijo Betés, mientras abría su cartera y
sacaba un pequeño recorte de papel salmón—. Te leo textualmente: «¿Estúpida o humana? La historia de la sucesión del líder es un tema recurrente en gobiernos y negocios, así como en la literatura y el drama. Líderes corporativos, presidentes y otras cabezas de estado que han atravesado por esta situación saben que la transición de una labor
activa al retiro está llena de ambivalencias. Es el momento
de confrontar el paso del tiempo, el final de una carrera, el
envejecimiento y la mortalidad».
—Es fuerte, ¿verdad? —preguntó Francisco.
Alberto se sinceró: —Es como si alguien hubiera estado
hurgando en mi cabeza en los últimos meses y hubiera
puesto en un papel el origen de todos mis retos.
—Intentaré conseguirte una entrevista con él. Ya te avisaré. ¡Ah! Y como ya te considero mi amigo, puedes llamarme Paco y volver a nuestro Foro cuando quieras —dijo
Betés sonriendo, mientras se levantaba y le acompañaba
hasta la puerta.
—Gracias por todo, Paco. Ha sido un placer y volveremos a vernos por aquí.
164
Capítulo 23
Recuerdos de juventud
Después de despedirse de Betés en la puerta giratoria del
chalet principal del Club de Campo, Alberto se dirigió
hacia su coche. Jesús se había quedado a echar una partida
de mus, por lo que volvería solo en el coche. Lo puso en
marcha, pero antes de salir del recinto del Club volvió a
aparcar en una zona tranquila en la que nuevamente el césped encuadraba una bella vista de Madrid.
Se sentía a gusto y no tenía prisa. Estaba muy agradecido a Jesús por haberle incluido en aquel grupo de colegas
que habían pasado por una situación similar. Salió del
coche y paseó, disfrutando de una tarde espléndida en la
que el sol calentaba lo suficiente para agradecer el suave
viento que venía de la sierra. Desde luego, Jesús le estaba
ayudando mucho. Realmente lo conoció en su primer día
de colegio en Logroño. Una serie de recuerdos familiares y
de imágenes casi olvidadas desfilaron por su memoria.
Recordó su casa, la consulta de su padre justo enfrente del
piso que ocupaba su familia, la misa de los domingos con
sus padres y hermanos en la catedral, las tardes pasadas en
casa de los abuelos jugando con sus primos mientras los
mayores hablaban de sus cosas, y las funciones de teatro
165
que interpretaban en el colegio, en las que disfrazarse de
rey, mosquetero o pirata era lo que más le ilusionaba.
Su primer día de colegio nunca lo olvidaría. Tenía 7
años cuando acompañado por su madre y sus dos hermanos
mayores, atravesó por primera vez como alumno el gran
arco de entrada camino de su nueva clase. Se sentía importante y mayor, muy mayor, con su cartera nueva y sus lápices de colores sin estrenar. Anteriormente ya había estado
con su madre muchas veces en este colegio recogiendo a
sus hermanos, pero esta vez era muy diferente; ahora era
uno más y empezaba una nueva vida. Cuando su madre le
dejó en el aula de los más pequeños, donde un severo profesor recibía a los nuevos alumnos, le costó un gran esfuerzo reprimir las lágrimas al sentarse en el pupitre que le
indicó. Los nuevos alumnos estaban callados, miraban con
curiosidad todo lo que les rodeaba e intentaban adivinar si
el profesor sería simpático y agradable.
A partir de ese día su vida colegial fue muy satisfactoria
y ahora la recordaba con añoranza. Su carácter abierto, su
excelente educación, su afición a los deportes y su atractivo
aspecto físico le hicieron muy popular entre sus compañeros. Tuvo muchos amigos pero solo dos, Jesús Plaza y Manolo Peña, fueron sus compañeros inseparables durante los
años que permaneció en el colegio. Con Jesús congenió
desde los primeros días de colegio, era un niño gordito y
tranquilo que vivía cerca de su casa.
Manolo Peña se incorporó al colegio tres años más
tarde, cuando su padre fue destinado a Logroño por su empresa. Desde entonces, y hasta que terminaron el COU, formaron los tres un equipo en el que sus diferentes caracteres
se complementaban a la perfección. Los tres eran estudian166
tes brillantes, jamás recibieron un suspenso y sí numerosos
sobresalientes. El líder natural del grupo era Alberto y, aunque Manolo trató de desbancarle en más de una ocasión intentando llevar a Jesús a su terreno, nunca lo consiguió. A
veces discutían acaloradamente Alberto y Manolo, mientras Jesús se mantenía totalmente al margen de esas peleas.
Jesús, el más intelectual de los tres, adoraba los trabajos
manuales, la lectura y la música, y dedicaba parte de su
tiempo libre a montar maquetas de barcos y aviones y a ir
al cine con sus amigos. Alberto y Manolo preferían los deportes, ambos formaban parte del equipo de fútbol de su
clase y lograron ser titulares del equipo del colegio durante
los dos últimos años. Compartían con Jesús su afición al
cine, también les gustaba la lectura de libros de aventuras y
viajes y las novelas policíacas, pero no soportaban las obras
literarias clásicas que Jesús leía con delectación.
Su círculo de amigos y conocidos se ampliaba notablemente con los otros compañeros de clase y con los hermanos y primos de sus amigos, con los que coincidían a menudo en sus respectivas casas cuando se reunían los domingos por la tarde. Allí empezaron a interesarse por las niñas,
empezando por las amigas de sus hermanas, a las que hasta
ese momento no habían considerado seres dignos de dedicarles ni un minuto. Algunas tardes los tres iban a esperarlas a la salida del colegio, situado muy cerca del suyo, y se
las ingeniaban para acompañarlas a sus casas, aunque no
siempre su ofrecimiento era aceptado.
Al cabo de algún tiempo los tres amigos tuvieron un
problema que estuvo a punto de afectar seriamente al grupo. Alberto y Manolo estaban interesados en la misma niña,
Diana, una rubia pecosa algo mayor que ellos que no les
167
hacía mucho caso pero coqueteaba con ellos dos de vez en
cuando porque se sentía halagada y orgullosa de ser admirada por los dos destacados deportistas. Diana no disimulaba su atracción por un chico mayor, un estudiante de económicas con el que salía algunas veces, el cual no demostraba un interés excesivo por ella. La situación se mantuvo
en tensión durante algunas semanas hasta que, un día, ante
un desplante de Diana a los dos, se miraron, se sonrieron y
Manolo estuvo de acuerdo cuando Alberto le propuso:
—Nos vamos de cañas y que le den morcilla.
En verano toda la familia se trasladaba a Zarauz, un precioso pueblo de la costa guipuzcoana donde Alberto tenía su
pandilla de amigos veraneantes, que volvían año tras año, y
con la que se reunía nada más llegar a primeros de julio. El
grupo, inicialmente de ocho o nueve chicos, se amplió posteriormente al admitir a las niñas que hasta entonces habían
formado un grupo aparte. Los baños y juegos en la playa, las
excursiones a los montes y bosques cercanos en bicicleta y
a pie, las chocolatadas en grupo, donde casi todos acababan
con algún dedo quemado y manchados de chocolate hasta
las cejas, y los campeonatos de tenis en el club, junto con las
fiestas para celebrar sus santos y cumpleaños, llenaban sus
días de vacaciones y le dejaban recuerdos imborrables para
el largo invierno que se avecinaba. Allí dio sus primeras clases de golf, deporte que no le fascinaba entonces pero al que
jugaban algunos de sus amigos, en el pequeño campo casi
rústico pero muy bonito, construido sobre las dunas de la
zona norte de la playa de Zarauz.
Cuando llegó el momento de pensar en su futuro y elegir una carrera Alberto no lo dudó, quería ser economista y
abogado para lo cual era muy conveniente desplazarse a
168
Madrid, donde estaba ICADE, la universidad privada de más
prestigio en aquel momento y en la que podía obtener la
doble licenciatura en seis años. Nunca sintió la más mínima
atracción por seguir la carrera de su padre, médico internista, a pesar de que éste no dejaba pasar ocasión en la que
no insistiera a su hijo en la ilusión que le haría que continuara con la consulta que había conseguido prestigiar después de muchos años de estudio, trabajo y esfuerzos.
Ninguno de sus dos hermanos mayores había elegido estudiar medicina y no parecía probable que su hermana menor
la eligiera, por lo que Alberto representaba la última esperanza de continuidad. Su padre aceptó la derrota sin un solo
comentario y le animó a que gestionara cuanto antes su inscripción en la universidad elegida.
Alberto se presentó bastante nervioso en junio de 1970
a su primer examen en la universidad. Aprobó con sobresaliente la prueba de selectividad, lo que le abría las puertas
del mundo universitario y cerraba para siempre su etapa colegial. Había sido muy feliz en aquella época, pero no había
razón alguna para que no lo fuera en la nueva etapa.
Ahora, terminando su largo paseo por el Club de Campo, se sentía contento, muy contento, casi eufórico. Había
estado con gente que había vivido situaciones parecidas a
la suya, tenía oportunidad de charlar con ellos de problemas que hasta ahora no había podido compartir con nadie,
y sobre todo había encontrado una oportunidad de volver a
tener una actividad profesional. Casi se avergonzó de que
cosas tan nimias le produjeran tanta satisfacción.
169
Capítulo 24
Nuevas oportunidades
Una semana después, Alberto acompañaba a Juan José
Lamana a la oficina de su consultora en la calle Lagasca, en
pleno barrio chic de Madrid. Era una primera planta en un
edificio señorial de viviendas.
Al entrar, se encontró en una gran sala de techos altos en
la que les recibió Raquel, una mujer ya mayor pero muy
arreglada y con la sonrisa permanente en el rostro.
—Es el alma de la empresa. Lleva conmigo más de veinticinco años —dijo Lamana.
A continuación le enseñó la sala de reuniones, con una
mesa ovalada con ocho sillas alrededor.
—Nos sirve de mesa de reunión y de sala de recepción
para cuando recibimos visitas de clientes —explicó—. En
ocasiones especiales invitamos a comer aquí a nuestros clientes vip con un catering que nos sirve un restaurante próximo.
Luego le enseñó un despacho amplio.
—Éste es el mío.
Y continuaron por una sala en la que trabajaban dos jóvenes que se levantaron educadamente a saludar.
171
—Carlos y Javier son el pulmón de la consultora —explicó, antes de mostrarle una sala con dos mesas algo más
pequeñas pero con luz natural.
—Una de éstas es la tuya. La otra la ocupa uno de los socios que suele trabajar desde casa. ¿Qué tal te arreglas con
el ordenador?
—Desgraciadamente, no soy un experto —contestó Alberto.
—No se preocupe, don Alberto, yo le pondré al día. Si
usted quiere empezamos hoy mismo —se ofreció Raquel,
que les acompañaba todo el tiempo.
—Encantado y agradecido —respondió Alberto.
Habían comido en un restaurante cercano, L´Entrecote.
Lamana le había contado que fundó la consultora, ocho
años atrás, después de dejar un puesto de Consejero Delegado en una gran compañía multinacional de alimentación.
—Para mí fue un descubrimiento. Una vida distinta. Más
libre, más interesante. Aunque tiene sus inconvenientes,
porque ahora mis jefes son mis clientes y hay un montón de
cosas que antes delegaba y ahora debo hacer yo mismo.
Alberto se acomodó en la mesa que le habían asignado
y recibió con interés la primera clase de manejo de ordenador que le dio Raquel. Cuando ésta salió se quedó curioseando las carpetas en el ordenador y vio algunas sociedades
con las que a lo largo de su vida profesional había tenido
contactos previos. Observó el despacho y tuvo una punzada
de desazón al compararlo con el que él había dejado en
ACC, pero reaccionó rápidamente. «Olvídate del retrovisor,
mira adelante», se dijo. Después de media hora, apareció de
nuevo Lamana y le pidió que le acompañara a su despacho.
172
—¿Qué tal? No es el nivel de despacho que seguramente
tenías, pero ya te darás cuenta de que eso es poco relevante.
Lo que realmente importa es hacer cosas interesantes.
—Soy perfectamente consciente —respondió Alberto.
Lamana le explicó las operaciones de consultoría de negocio que realizaban, los principales clientes, y las operaciones de compraventa, que eran una de las líneas básicas
de su desarrollo.
—Dentro de esas actividades de compraventa de compañías, acabamos de obtener un mandato de venta de la filial
española de Electronic Holdings —dijo una vez sentados
en su despacho, y ante la mirada incrédula de Alberto, añadió—: Bien, ahora sabes el porqué de mi interés en que te
incorpores con nosotros.
—Electronic Holdings es el líder del mercado de componentes en España. Lo sabes, ¿no? —preguntó Alberto.
—Sí, es una operación importante, pero contigo en el
equipo la sacaremos adelante con sobresaliente.
—Es indudablemente una perita en dulce y me encantará colaborar —afirmó Alberto, pensando en cuál habría
sido su reacción si le hubieran propuesto la compra del
líder de su mercado cuando dirigía ACC. Seguramente se
habría lanzado sobre la oportunidad.
—Harás más que eso. Llevarás la operación completa
desde el principio hasta el final. Lo primero que hacemos
es el book, es decir, un resumen completo de todos los aspectos de la compañía en venta. Aquí tienes toda la documentación en papel que nos han dado y en tu ordenador tienes todos los informes disponibles. Puedes apoyarte en los
júniors que te he presentado para todo lo que necesites. Son
173
muy buenos consiguiendo información. Raquel también te
puede ayudar hasta que domines el ordenador. Lo malo de
los Directores Generales cuando salimos es que sabemos
mucho pero no sabemos manejarnos solos.
—Van a ser unos meses interesantes y te agradezco la
oportunidad. Y no te preocupes, que soy muy adaptable y
nada señorito.
—Me encanta oírtelo, porque es uno de los problemas
que podría plantearse. En las casas pequeñas el do it yourself es fundamental. Pero soy yo el que te agradece que
estés con nosotros. Por supuesto que tú te organizarás como
quieras en cuestión de horarios y de gestiones. Yo sólo
quiero que me vayas informando de cómo vas o de si necesitas ayuda.
—Juan José, sólo se me ocurre decirte la frase final de
Casablanca. Creo que esto va a ser el inicio de una larga
amistad —concluyó Alberto, mientras se despedían.
Cuando salió de la oficina, Alberto estaba contento de ese
nuevo reto que completaba la vida que se estaba creando.
Cuando sacó el coche del aparcamiento y le cobraron 18
euros, se dijo: «Creo que debo ver las conexiones del metro».
174
Capítulo 25
El juicio
En el número 42 de la calle de María de Molina de Madrid hay unos juzgados de primera instancia. Nada excepto
un pequeño cartel en la entrada denota su presencia. En la
segunda planta se encuentra el Juzgado número 54. Un
conserje con aspecto de funcionario de toda la vida saluda
animadamente a primera hora de la mañana a las chicas jóvenes que trabajan allí y que le alegran la vista todos los
días. Está parapetado detrás de un arco detector de metales
por el que hicieron pasar a Alberto a su llegada al edificio.
El pitido fue estridente. Había olvidado sacar el móvil del
bolsillo. Le indicaron que pasara y se dirigió hacia una plataforma, unos escalones más arriba, llena de máquinas administradoras de todo tipo de productos para intentar distraerse durante las horas de trabajo. Había café, caramelos,
sándwiches, chocolates, y cualquier otra cosa que a uno
pueda apetecerle entre horas. El edificio no era viejo ni
nuevo pero su mantenimiento estaba seriamente descuidado. Alberto pensó que bastaba verlo para saber que era
una dependencia pública. Esperó unos minutos el lento
ritmo del ascensor y subió a la planta segunda.
175
Había sido convocado como testigo de un pleito que
había iniciado él mismo hacía tres años. ACC estaba en
plena expansión y quería iniciar una nueva línea de negocio: la fabricación y venta de pequeñas bombillas, pilas alcalinas, y otros pequeños aparatos eléctricos para aprovechar la distribución que habían abierto a través de las grandes superficies. Ante la opción de empezar desde cero o
comprar una compañía más pequeña que se dedicara a este
nuevo tipo de actividad, Alberto consideró que era interesante estudiar la adquisición de un pequeño competidor.
Después de las primeras conversaciones se llegó a un
acuerdo y se realizó un estudio de la compañía. Las negociaciones se prolongaron durante varios meses por las diferencias existentes sobre el precio, llegándose por fin a un
acuerdo definitivo. En un momento posterior el vendedor
comunicó que había decidido no vender. En función de una
cláusula del acuerdo previo de intenciones, los gastos inherentes a la operación si no se realizaba serían a cargo de la
parte que desistiera. El coste había sido importante, superaba los 300.000 euros, principalmente en asesores, que deberían ser pagados por el vendedor arrepentido. Éste se
negó. Ése era el pleito y ésa era la citación como testigo
que tenía Alberto y por la que se encontraba en el juzgado.
En la segunda planta encontró mucha gente conocida. El
abogado que representaba a la Compañía lo había nombrado él mismo y le saludó con cariño y respeto.
—Don Alberto —le dijo—, lamento haber tenido que
convocarle como testigo pero su testimonio es fundamental
para demostrar que hubo un acuerdo y que la parte contraria se retractó.
176
Alberto quitó importancia al asunto, y lo que no dijo es
que estaba encantado de tener un plan tan entretenido para
aquella mañana. Saludó al resto de las personas allí presentes, entre ellos José Luis de la Mota y Jorge Pina, que se
unieron en un corro a su alrededor, preguntándole incesantemente qué tal le iba en su nueva vida. Con mucha precisión habló de las operaciones de inversión que estaba estudiando, la asesoría de empresas en la que se había metido y
sobre todo su nuevo hábito de vida, mucho más relajado.
Le dijeron que le veían estupendamente, que estaban seguros de que estaría metiéndose en muchos temas nuevos,
porque era un hombre muy activo y medio en broma,
medio en serio, le propusieron a coro que contara con ellos
si en algún momento y en alguna empresa que él montara,
los necesitaba.
—En el fondo, Alberto, nos das una envidia tremenda a
todos —concluyó Pina, el Director Financiero de la Compañía.
Alberto recordó que cinco años antes, en el momento de
su incorporación a ACC, tuvieron una entrevista y Pina le
dijo que él vivía exclusivamente para trabajar. Alberto recordaba perfectamente lo que le respondió. «Si lo que acabas de decirme es verdad, tendrás un gran futuro en la
Compañía, y si lo que me dices es mentira, no te va a quedar mas remedio que hacerlo verdad para poder tener un
gran futuro entre nosotros.» El hombre se quedó tan cortado
que Alberto tuvo que animarlo a que realmente aceptara el
puesto, ya que era el mejor candidato que tenía. Hoy no estaba tan seguro de si era un acierto vivir sólo para trabajar.
La parte contraria, el vendedor arrepentido, con sus asesores, su abogado y sus empleados formaban un corrillo
177
aparte y dentro de la estrechez de la sala los dos grupos procuraban no mirarse. Por fin, les dieron entrada a la sala de
juicio. Entraron exclusivamente los abogados y las partes
demandante y demandada. Después de unos minutos llamaron a Alberto. La sala era de dimensiones reducidas. Sobre
una pequeña plataforma se situaba la mesa en la que estaba
el juez con dos personas a su izquierda que actuaban como
auxiliares. El juez lucía unas preciosas puñetas de punto de
hilo blanco que recordaron a Alberto las labores de bolillos
a las que tan aficionada era su abuela. En la parte inferior,
una mesa en la que se sentaban a ambos lados los abogados
enlutados en sus togas, y en el fondo dos pequeños bancos
en los que se irían sentando los testigos después de declarar. Al entrar le pidieron el carné de identidad y le hicieron
sentarse en una silla a la derecha del estrado con un micrófono delante. El juez se dirigió a él.
—Diga su nombre y apellidos.
—Alberto Kent de la Torre.
—¿Jura usted decir la verdad?
—Juro.
—Está usted aquí como testigo de la parte demandante
de un pleito civil y debo advertirle que el perjurio es un delito castigado con penas de entre seis meses y dos años de
prisión en una institución penitenciaria.
Alberto oyó aquella advertencia casi amenazante, y
pensó que lo tenían bien montado realmente para impresionar a los testigos que pudieran tener la menor duda de no
ser completamente sinceros.
La primera pregunta fue: —¿Tiene usted algún interés
por que gane este pleito alguna de las dos partes? —Alberto
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dijo «sí». Nadie le había dicho que debía decir que no, aunque afortunadamente el abogado de la empresa intervino
para arreglarlo.
—Con la venia, señor —dijo dirigiéndose al juez, y se volvió a Alberto—. Señor Kent, ¿tiene usted algún interés económico o se favorecerá usted de alguna manera porque la parte
demandante gane este juicio? —Y la respuesta fue «no».
—¿Cuál es entonces su interés en que la parte demandante obtenga satisfacción?
—Me parece injusto que ACC tenga que hacer frente a
unos gastos cuando fue la otra parte la que dejó en el aire
la operación.
—¿Actualmente es usted empleado de la compañía?
—Su respuesta negativa dejó claro que su posición era independiente.
Le hicieron varias preguntas sobre la operación, sobre
los precios barajados y las condiciones, y tuvo que leer varios documentos para testificar sobre la autenticidad de los
mismos.
Se limitó a contestar a las preguntas, si bien cuando le
dijeron que había terminado, le dio la impresión de que
había un montón de cosas que no se habían comentado.
—Señoría —dijo dirigiéndose al juez—, me gustaría
añadir algo más.
—Si las partes no tienen objeción.
Los abogados dijeron que no, pero Alberto creyó ver una
expresión de inquietud en el abogado de ACC. Hablando
con claridad y concreción recordó los puntos básicos de la
negociación, y el orden de las etapas que habían realizado
hasta el desistimiento del vendedor.
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Cuando terminó, el juez se dirigió a él y le dijo: —Puede
sentarse al fondo.
Siguieron con los siguientes testigos. Uno tras otro fueron apareciendo, certificando los documentos, las distintas
ofertas y hablando cada uno de su participación en la operación. La parte demandada afirmaba que realmente no
había habido negociación después de la fecha prevista y
que el precio ofrecido variaba mucho del que se apuntó inicialmente. La parte demandante mantenía que las negociaciones habían seguido durante meses y que se había incurrido en gastos importantes. Las facturas de los gastos fueron presentadas y autentificadas por los testigos.
Sentado en el fondo de la sala, Alberto se daba cuenta de
que estaba disfrutando. De siempre había sido un apasionado de los juicios. En el cine, en la televisión, en las películas, en las novelas... Nunca había sabido muy bien por
qué, tal vez, pensó, era la idea de que la verdad no es una,
sino que siempre es doble. Cada uno tiene su propia verdad: cuando se escucha un buen alegato se está totalmente
convencido y cuando se escucha el siguiente se puede llegar a estar convencido de lo contrario.
Efectivamente, los abogados presentaron sus conclusiones con rotundidad, contando dos historias tan distintas que
parecía imposible que hablaran de la misma negociación.
Concluyó la vista del juicio. A la salida todo el mundo salió
corriendo y tenía mucha prisa, ya que el juicio había durado
más de tres horas y media, frente a las dos horas previstas.
Sin embargo, José Luis se acercó a Alberto para proponerle: —Se ha hecho tan tarde que es la hora de comer y me
gustaría invitarte.
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Alberto aceptó con mucho gusto pero pidió: —Díselo a
Jorge, por si se anima.
Cuando se lo propusieron, pareció dudar un momento,
aunque rápidamente reaccionó: —Encantado, creo que será
muy agradable recordar viejos tiempos.
Una vez sentados en el Restaurante Guisando, próximo al
juzgado y recomendado por José Luis, «comida casera pero
de excelente calidad», y una vez hecho el pedido, ambos se
interesaron por las actividades de Alberto. Éste les contó con
sinceridad el esfuerzo que hubo de hacer al principio para
construir esta nueva etapa de su vida, a lo que añadió: —La
verdad es que recientemente empiezo a ver las ventajas de no
tener en la cabeza el trabajo 24 horas diarias.
Les habló de los viajes, del ejercicio físico, del tiempo
para charlar y de la actividad profesional a tiempo parcial
que estaba iniciando. Luego, cambiando de tema, les preguntó: —Bien, chicos, sois vosotros los que tendréis novedades. Soy todo oídos, José Luis, ¿cómo te va?
Fue Jorge el que respondió: —¿No te ha dicho José Luis
que acaba de dejar la Compañía?
—Acabo de fichar por Electronic Holdings como Director General de Negocio. Llevo poco tiempo pero la verdad
es que estoy encantado.
Alberto no pudo disimular su sorpresa. José Luis había
fichado por la compañía que estaba en venta, y en cuyo
proceso Alberto iba a tener un papel destacado. Acertó a
decir: —Caramba, pues sí que tenéis novedades que contar.
El bueno de Blake no perdió el tiempo. En cuanto me fui te
tiró los tejos.
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—Me los volvió a tirar, porque en tu época ya lo intentó.
—El muy cabrón. Si te hubieses marchado cuando estaba yo te habría desorejado.
—No acepté entonces. Nunca me hubiera ido cuando tú
estabas…
Jorge, que había estado callado, dijo: —La verdad es
que con Roland, desde el principio, te llevaste a matar.
—¿Es posible llevarse bien con ese idiota? No tiene idea
del negocio y está lleno de complejos. No sé cómo tú lo
aguantas, Jorge.
—No creo que sea tan malo. Está sometido a mucha presión. Y tú no se lo pusiste fácil.
—Ése sólo admite a los que le hacen la pelota —repuso
José Luis. Jorge reflejó en su rostro el malestar por la posición en que le estaba poniendo su ex compañero.
—Bueno, chicos, ya está bien —intervino Alberto para
cortar el enfrentamiento—, los dos lleváis razón. Jorge colabora lealmente con su nuevo jefe y tú has tomado la decisión de irte. ¿Cómo va la Compañía?
—Los momentos no son fáciles. Es cierto que tenemos
problemas para crecer —reconoció Jorge. La salida de José
Luis ha sido un palo, pero su segundo está aterrizando bien
y rápidamente.
Tanto Alberto como José Luis entendieron que la situación
interna no era fácil a pesar de la prudencia de Jorge en su explicación. Ambos conocían al sustituto y sabían que aunque
era un buen profesional, no podría sacar adelante el reto.
—Y Electronic, ¿que tal? —preguntó Alberto, intentando conocer alguna pauta que le ayudara a entender por
182
qué estaba en venta y por qué en esa situación habían contratado a una persona del nivel de José Luis.
—Yo estoy encantado. Me han recibido muy bien. Es
cierto que llevan algún tiempo con problemas de rentabilidad, pero creo que lo vamos a resolver en unos meses. He
elaborado un plan junto con el Director de Fabricación que
ha sido aprobado por el Consejo. Las decisiones son rápidas en EH. Es como cuando tú estabas en ACC.
—¿Y qué tal el resto del equipo? —se interesó Alberto.
Jorge contestó sin reservas en este caso: —Ángel Fuentes sigue a lo suyo, como siempre, gestionando muy bien
todo el Área de Fabricación, y la noticia es que Rocío se ha
separado de su marido y todo apunta a una relación seria
con Juan Ortega.
—¡Qué me dices! ¡Qué sorpresa! —exclamó Alberto.
—Si te sorprende eso, Alberto, es que siempre has andado en la inopia salvo para los temas puros de negocio
—dijo José Luis.
—Era un secreto a voces —reconoció Jorge—. Pero eso
no ha afectado nada a la gestión. Desde que se ha ido José
Luis la situación está muy calmada.
—Sí, relaja mucho un chivo expiatorio —repuso José
Luis—, pero en poco plazo no podréis aguantar las chorradas de ese imbécil.
—Estás hablando de mi jefe, así que por favor ten un
poco más de respeto —se incomodó Jorge.
—Lleva razón Jorge. Cada uno se debe a su casa y a su
equipo y ahora jugáis en equipos competidores —intervino
Alberto.
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—Bueno, tú como eres Consejero también estás obligado a ser bueno —le espetó José Luis.
—Te equivocas. Esa parte del acuerdo la anularon y en
correspondencia quedé fuera y totalmente libre.
—Lo que yo te digo: unos cabrones.
—Bueno me tengo que ir —Jorge se levantó.
—¿Sin tomar café? —preguntó Alberto.
—Otro día —Jorge salió visiblemente molesto.
Alberto y José Luis permanecieron unos segundos en silencio.
—Jorge siempre ha sido un pelota —reflexionó José Luis.
—No eres justo. Jorge ahora debe ser leal a su empresa
y su jefe y tú no has sido especialmente delicado.
—Bueno, al menos me reconocerás que Roland es un inútil.
—Me temo que en eso sí estoy de acuerdo. —Ambos se
miraron sonrientes—. Pero hay otro tema que tal vez deberíamos comentar…
Antes de seguir, Alberto dudó. Tenía conocimiento de
una operación que afectaba directamente a alguien que
había formado parte de su equipo, pero era una información
confidencial. Si la comunicaba trasgredía la confianza depositada en él, si no lo hacía, José Luis muy bien podría recriminarle más adelante haberle ocultado un asunto de
tanta trascendencia para él. Al fin se decidió: —Eres impulsivo, pero sé que sabes guardar un secreto. Con lo que voy
a decirte me pongo en una difícil situación si hubiera la
menor filtración…
184
José Luis le miraba muy sorprendido. ¿Qué podría saber
Alberto, y sobre todo, qué le importaba a él, que ya no estaba en la Compañía? Se quedó helado al oír: —La filial española de EH está en venta y yo voy a llevar el proceso.
—No puede ser, tienes que estar equivocado. Si fuera
así, ¿por qué me habrían cogido ahora?
—Yo me pregunto lo mismo. Tal vez piensan que podrás
impulsar el negocio mientras se cierra la transacción y que
serás un activo más de la operación. En cualquier caso, te
diré lo que tienes que hacer. —José Luis era un diamante
en bruto y un excelente profesional pero reconocía a
Alberto como una persona de criterio y siempre le escuchaba con atención—. Lo primero, me he puesto en tus
manos dándote este dato y tienes que prometerme no solo
que no lo dirás sino que tu actitud no va a cambiar.
José Luis, con gesto muy serio, repuso: —Cuenta con
ello. Jamás te haría una cosa así.
—Bien. Lo segundo es que debes acelerar todos los planes de negocio. Te conozco y sé que te gusta ir jugando tus
triunfos poco a poco para dominar la situación. En este
caso, debes poner toda la carne en el asador cuanto antes.
—Vale, llevas razón, tengo cuatro o cinco ideas que pensaba ir sacando poco a poco durante el primer año.
—Pues no tienes más de tres o cuatro meses. Y lo tercero, para ti será lo más fácil. Tienes que llevarte bien con
todo el mundo, con tus colegas, con tu equipo y con tu jefe.
De pronto José Luis de la Mota se sintió muy cansado.
—La verdad es que estoy hecho polvo. ¿No te equivocarás?
185
—El mandato de venta está firmado.
—¿Y si compra ACC?
—Si compra ACC y sigue Roland, tendrás que emigrar,
lo que para ti no debe ser problema porque eres joven y tienes un currículum brillante.
A José Luis le vino a la cabeza la oferta de Casimiro
Ruiz. Podría ser una buena salida.
—Pero si compra ACC y no está Roland, o lo más probable si compra un tercero —continuó Alberto— tus opciones
son excelentes. Repito, excelentes. Y yo me ocuparé en lo
que pueda para que te quedes muy bien situado.
José Luis le miró sonriendo y le respondió: —Siempre
he admirado la forma que tienes de analizar las situaciones.
Estoy de acuerdo. Haré exactamente lo que me has dicho.
Muchas gracias. Y ahora déjame tener el placer de invitarte.
A ti y al soso de Jorge, que se ha hecho el sueco.
Ya en la puerta del restaurante, José Luis dijo: —Confidencia por confidencia, en el sector se dice que ACC tiene
problemas serios de competitividad, que está perdiendo
clientes importantes. Yo desde luego no me lo encuentro
como competidor. Hasta es posible que te vuelvan a llamar.
—No lo creo probable —respondió Alberto, mientras se
despedían con un fuerte apretón de manos. Ambos sabían
que podían contar con el otro como un amigo leal.
Al sentarse en su coche, José Luis se sintió físicamente
y mentalmente cansado y cuando esto le ocurría, sólo podía
realizar tareas mecánicas y de poca concentración.
«Creo que tengo sueño y ganas de hacer el avestruz, escondiendo la cabeza bajo el ala —pensó—. Si intento tra-
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bajar esta tarde, caeré sobre el teclado... en breve, ¡pof! Me
voy a casa. Necesito un café doble para despertar las neuronas aletargadas. Mañana ya me habré hecho cargo de la
nueva situación.»
187
Capítulo 26
Nueva estrategia para el Grupo ACC
En el momento en que José Luis de la Mota arrancaba
su coche para volver a casa con ganas de descansar, muy
lejos de allí, en la ciudad de Zúrich, Peter Slusche dejaba
sobre la mesa de su despacho un documento que acaba de
leer atentamente por segunda vez. En la primera hoja podía
verse: «Informe para el doctor Slusche», «Estrategia
Internet para las filiales del grupo ACC», «McKinsey &
Company», y un gran sello de «CONFIDENCIAL».
McKinsey es una de las firmas mundiales de mayor
prestigio en consultoría estratégica. Una parte significativa
de los cambios estratégicos acometidos por las mayores
empresas multinacionales del mundo cuentan con la orientación y el soporte de esta compañía. Slusche se levantó
nervioso y fue hasta el gran ventanal que dominaba su despacho. El día estaba claro y lucía un tibio sol de otoño que
cubría con una suave pátina dorada el parque que se dominaba desde el ventanal. Al fondo se podía ver una porción
del lago de la ciudad. El Grupo ACC necesitaba un cambio
profundo para incorporarse a los nuevos tiempos. El documento que acababa de leer era una propuesta que él había
solicitado sobre las posibilidades estratégicas que ofrecía
189
Internet al Grupo. Como temía no encontrar el apoyo de su
Presidente Hens, había pedido que la propuesta se hiciera
para solo tres filiales: Reino Unido, Francia y España. Las
tres suponían en conjunto más del sesenta por ciento de la
facturación global del Grupo. Las conclusiones que se podrían obtener de ese estudio serían claramente aplicables al
Grupo en su conjunto. Su duda era que el coste de los informes que iba a solicitar ascendían a cuatro millones de
euros, y aunque no había ninguna regla que especificara las
atribuciones máximas de un Director de su nivel, estaba
claro que ninguno de sus colegas tomaría la decisión de encargar un informe de ese coste sin someterlo al Comité de
Dirección o al menos sin despacharlo con el Presidente
Hens. Pero lo que Slusche no quería era precisamente dar
la oportunidad a Hens de opinar sobre la propuesta. Quería
tener el informe sólo para poder enfocarlo en la forma que
fuera más favorable a sus intereses. El riesgo era mínimo
porque el coste lo soportaría cada una de las filiales. Ya tendría tiempo cuando tuviera las conclusiones de presentar
todo el informe y su coste al Comité de Dirección. El grupo
ACC necesitaba analizar esa posibilidad y él, Peter Slusche,
sería la persona que llevaría a cabo el cambio. Con una subida de adrenalina, se dirigió a la mesa, firmó la aceptación
de la propuesta y llamó a su asistente: —Dé curso a este documento inmediatamente. Envíe copia a los Directores
Generales de Reino Unido, Francia y España. Gracias.
Mientras salía, cerrando su despacho, tuvo claramente la
visión de haber dado el primer paso para acceder de una
vez por todas a la Presidencia del Grupo.
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Capítulo 27
La experiencia de Uriarte
La carretera estaba seca y limpia de nieve, una vez superado el puerto de Somosierra. El día era frío pero el sol
brillaba con toda su intensidad en un cielo sin nubes. El escaso tráfico permitía rodar sin agobios. Alberto empezaba a
disfrutar de aquel viaje a Bilbao. Tenía una cita para comer
con Pedro Luis Uriarte. Francisco Betés le había conseguido la cita, aunque, según le dijo, no fue fácil, por lo
apretado del la agenda de Uriarte. La verdad es que en un
principio le había parecido una exageración hacer 800 kilómetros, entre ida y vuelta, para conocer a esa persona, pero
Jesús le había insistido mucho y él podía perfectamente dedicar un día. Ahora se alegraba porque el viaje en sí le estaba resultando muy placentero.
Pasó por unas viñas muy cuidadas cerca de Aranda de
Duero. ¿Cuándo conseguiría él unas viñas tan selectas en
su finca de Ciudad Real? Las cepas estaban como aupadas
en unos cables que permitían a la uva colgar sin estropearse. Le recordaron los magníficos viñedos que había visto
en el valle de Napa, cuando viajó a California para realizar
su Máster de Economía en la Universidad de Berkeley.
Tenía unos recuerdos muy agradables de aquella época. En
191
la universidad, enseguida comprobó que la organización
era perfecta. Le asignaron una habitación en una residencia
del campus universitario, y todo el engranaje de facultades,
biblioteca, deportes, actos culturales y vida social estudiantil funcionaba con un orden y una precisión realmente envidiables. Le encantó el lema de Berkeley, «Fiat Lux»,
«Hágase la Luz».
Como todos los estudiantes extranjeros tuvo que incorporarse a la universidad un par de semanas antes de que se
iniciara el curso para recibir un cursillo de adaptación y
pulir sus conocimientos del idioma. El máster tenía un programa muy intenso, le exigía estudiar durante muchas
horas y participar activamente en las clases, aportando sus
ideas y conclusiones sobre los temas planteados, además de
leer varios libros recomendados cada semana y resolver numerosos problemas, siempre enfocados a la resolución de
casos prácticos.
Notó un cambio importante en relación con la enseñanza
en la universidad española; en Berkeley los trabajos estaban enfocados a la economía práctica y a la participación
activa de los estudiantes en las clases. No le costó ningún
trabajo adaptarse a esta técnica docente y le sirvió para conocer los aspectos prácticos y reales del mundo de los negocios. Descubrió la utilización de la informática como una
herramienta eficaz para el estudio y la preparación de sus
trabajos académicos. Alberto estaba convencido de que
debía una parte significativa de su éxito profesional a su experiencia americana. Se apuntó al equipo de tenis de la universidad, las instalaciones deportivas eran excelentes y
podía jugar a cualquier hora incluso con luz artificial.
Pronto descubrió que había un grupo para viajes, con el que
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participó en un montón de excursiones y visitas a los lugares más atractivos, entre los que destacaba el recuerdo de la
belleza del valle de Napa. El nombre le dijeron que era una
derivación de la palabra india wappoo, aunque otros mantenían que venía de los descubridores españoles que habrían llamado a la zona Guapa.
Cuando llegaron las vacaciones de Navidad volvió a
España. La ausencia había sido corta pero echaba de menos
el ambiente familiar, las comidas caseras, el vino de Rioja y
la animación y el bullicio de las calles de Logroño en esas
fechas. Su llegada a casa fue un acontecimiento familiar,
todo eran preguntas, atenciones y festejos. Aún recordaba el
momento en que su hermana Carmen le presentó a su amiga
Marta, una chica morena y muy guapa, compañera de la universidad donde las dos estudiaban segundo curso de derecho, a la que había invitado a pasar unos días en casa. Fue
un flechazo. Marta Rodríguez del Castillo despertó su interés desde el momento en que la conoció, y la atracción
mutua se hizo evidente a lo largo de las Navidades. Fue su
más fiel acompañante durante aquellas vacaciones.
Alberto estaba atravesando Pancorbo, cuando consideró
que debía dejar de rememorar aquellos agradables recuerdos y centrarse en los temas y las preguntas que iba a hacerle a Uriarte.
Unos kilómetros más adelante, dejó a la izquierda la
desviación a Vitoria y siguió por la autopista. Entraba en
Bilbao a la una y cuarto, con tiempo más que suficiente de
llegar a su cita.
La Sociedad Bilbaína es el club más clásico de Bilbao.
Situado al principio de la Gran Vía, muy cerca de la ría,
ocupa un enorme edificio, construido para el club e inaugu193
rado en 1913, el mismo año en que se abrió el nuevo campo
de San Mamés del Atlético de Bilbao. Cuando La Bilbaína
inauguró su actual sede social, tenía ya más de setenta y
cinco años, lo que da idea de su raigambre en la sociedad
de Bilbao.
Alberto penetró por la enorme puerta principal, a las dos
menos cuarto de la tarde, después de haber conseguido
dejar el coche en un aparcamiento en la Gran Vía no excesivamente lejano. Como tenía tiempo decidió visitar el edificio y se entretuvo durante un gran rato en la enorme biblioteca de la primera planta, toda forrada de madera y
llena de libros hasta el techo. Pasó a continuación al restaurante en el segundo piso, donde preguntó por la mesa reservada. Le indicaron una mesa al lado de una ventana desde
la que se veía la ría, en un rincón del restaurante. El otro comensal no había llegado todavía, pero Alberto prefirió sentarse a la mesa y pedir una cerveza, en lugar de esperar en
el bar. Como deferencia a su compañero se sentó de espalda
a la puerta y se entretuvo divisando, a través del gran ventanal, el movimiento de personas y coches en el puente.
Durante el viaje desde Madrid que le había llevado poco
más de tres horas, después de rememorar sus felices años
americanos, había pensado todas los preguntas a hacer y los
comentarios que quería recibir de Pedro Luis Uriarte. Le
habían dicho que era un hombre reflexivo, con una gran capacidad de trabajo, tenaz e imaginativo, pero que sobre
todo irradiaba una seguridad serena en la que había cimentado su carisma. Las preguntas sobre el cambio y cómo lo
había vivido se habían agolpado en su cabeza a lo largo del
último tramo del trayecto. Sin embargo, ahora que lo esperaba sintió un cierto nerviosismo. Es un poco raro tener una
194
entrevista con alguien al que no se conoce de nada para tratar temas que en principio pertenecen a una esfera personal
e íntima. «Quizá sea más fácil —pensó Alberto— con una
persona desconocida, es algo así como la confesión católica, en la que a un ser totalmente extraño se le dicen las
mayores intimidades y se consigue con eso un efecto liberador.» Pero no era esa la idea. Lo que debía hacer era escuchar y recibir las experiencias de aquel hombre cuyo
cambio había sido aún más fuerte que el suyo. Recordó que
coincidiendo con la salida de Uriarte del BBVA, en el que
ocupaba los puestos de Vicepresidente y Consejero
Delegado, se producía el recambio en la Presidencia del
banco y la denuncia de aquel asunto tan aireado por la
prensa de los fondos de pensiones en Jersey. Años después
se demostró la total ausencia de responsabilidad de Uriarte.
Pero el mal ya estaba hecho. En su momento, Alberto había
seguido con interés los acontecimientos y había tenido
claro que la lucha por el poder de Francisco González había
contribuido a enrarecer el ambiente y un ambiente enrarecido es lo menos agradable para una situación de salida de
una entidad. Sí, seguramente Uriarte lo había pasado mal y
tendría muchas cosas que contar.
Se entretuvo mirando el menú. Cardos a la Navarra, bonito a la vizcaína y queso con membrillo. Se quedó sorprendido de lo razonable del precio, 14,50 euros. Al traerle
la cerveza, el camarero le explicó amablemente que el bonito llevaba tomate y pimiento rojo seco. Miró a su alrededor y admiró una vez más las enormes lámparas de cristal
y la reluciente madera de las paredes. En ese momento se
presentó su compañero de mesa. Se presentaron y Uriarte
se sentó enfrente. El primer contacto fue amable pero no
efusivo. Sin embargo, era un hombre que inspiraba con195
fianza. Sus finas facciones y su frente despejada le recordaron a Alberto la imagen que él tenía de lo que debía ser un
padre general de la Orden de los Jesuitas.
Alberto le contó su salida de la Compañía, se extendió
sobre la forma en que él lo estaba viviendo y sobre las soluciones que estaba buscando. Ordenaron el menú, y Uriarte mirándole a los ojos, dejó escapar un suspiro y se puso a
hablar. De una forma suave pero convincente le dijo: —En
la vida hay tres etapas. Una primera de formación que podríamos decir que es la botadura del barco y que dura hasta
los 25 años. Luego tenemos una segunda que puede durar
hasta los 55, que es la navegación lejos de la costa, es un
periodo en el que explotamos todo lo que hemos aprendido.
Ahora estamos entrando en la última etapa, que es la navegación cerca de la costa, la previa al amarre definitivo. La
tercera es una etapa totalmente distinta y en la que lo más
importante es disfrutar de nuestras capacidades. Sabemos
que hay otros 25 años en esta nueva etapa y que hay que
asumirla con naturalidad.
—Yo siempre he pensado que la vida es un río con un
caudal creciente que te lleva a donde quiere y de vez en
cuando tiene rápidos y alguna catarata.
—Es un símil muy adecuado —afirmó Uriarte.
—¿Qué etapa es mejor? —preguntó Alberto, intentando
avanzar en el análisis.
—Pienso que la mejor es la que se vive en cada momento. En todas ellas se sigue navegando.
—Eso está muy bien como visión de la vida, pero en el
aspecto profesional, ¿cómo te afecta todo esto?
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Uriarte sonrió y dijo: —Yo he asumido unos principios
y mi vida profesional se fundamentó en varias ideas, siguiendo siempre la corriente del río. Hay que trabajar sin
avasallar, hay que liderar a la gente sin asfixiarla, hay que
ser creativo sin ser posesivo, ser consciente del poder y por
lo tanto autolimitarse, intentar lograr muchas cosas sin asumir nunca solo la gloria, aplacar la vanidad y asumir que el
poder es una droga...
—¿Tú lo has vivido así? —le interrumpió Alberto.
—El poder, cualquier poder sobre las cosas y las personas, cambia la personalidad y en dosis intensas cristaliza el
corazón y tiende a fosilizar el cerebro. Conseguir dominar
la vanidad es casi imposible. Pero hay otros dos aspectos:
preparar la sustitución asumiendo que eres prescindible y
aprender que debajo del personaje presidente, vicepresidente, consejero delegado, director general, está la persona,
e intentar recordar que siempre es más importante la persona que el personaje. Para esto, tener la noción clara de
que se es prescindible y de que en cualquier momento
habrá que pasar el testigo no es un concepto organizativo,
es un elemento de autocontrol ineludible.
—¿Qué es lo más difícil en el momento del cambio?
—se interesó Alberto.
—Lo más difícil es enterrar el personaje y recuperar a la
persona. Hay que ver la salida, la prejubilación o la jubilación no como una desgracia, sino como una oportunidad.
Es cierto que el proceso de prejubilaciones ha ido demasiado lejos, no es lógico, se pierden inmensas capacidades,
las empresas no pueden asumir las cargas financieras perpetuas y la ley con la problemática de pensiones públicas
seguro que lo va a dificultar a futuro. Pero hoy, es la situa197
ción en la que vivimos y los que salimos dentro de este proceso, que no es tanto mi caso porque yo decidí irme voluntariamente, debemos sentir que somos unos privilegiados y
que por esta coyuntura tenemos una gran oportunidad.
Alberto absorbía las palabras de su interlocutor con toda
la atención del mundo, intentando no perderse ningún detalle. Su tono pausado no estaba exento de vigor, del convencimiento de la persona que habla sabiendo de lo que está
hablando.
—¿Qué actitud hemos de adoptar en este momento de
cambio, para aprovechar esa oportunidad de la que tú hablas? —preguntó finalmente.
—Hemos hablado de la pérdida de poder y de la necesidad de enterrar a nuestro personaje, pero hay un aspecto
también muy importante: debemos darnos cuenta de que la
etapa de la vida que vamos a vivir será distinta. Es también
vida pero será distinta, cada vez estamos más cerca del
atraque definitivo de nuestra travesía. Tenemos que aprovechar estos años con la perspectiva de que el tiempo que
antes era nuestro aliado, ahora es cada vez más nuestro enemigo, en cualquier momento nos puede faltar.
—Pero tú has hablado de oportunidades, ¿a qué te referías?
—Podemos recuperar la persona quitándole la hojarasca
del personaje, podemos enriquecerla. Es cierto que nuestra
renta puede decrecer, pero nuestro patrimonio humano
como personas crece. Podemos tomar el control de nuestra
vida y dominar nuestro tiempo porque somos más libres y
podemos devolver a la sociedad una parte de lo mucho que
hemos recibido. En definitiva, podemos ser más personas,
más libres y más generosos.
198
El tiempo había pasado sin que Alberto se percatara de
ello. Los temas más personales, más íntimos, más difíciles
de hablar, habían salido sobre la mesa con total naturalidad.
Uriarte le miró y le dijo: —Alberto, creo que estamos en la
mejor etapa de nuestra vida. Eso sí, hay que aceptarla, hay
que asumirla, hay que aprovecharla para hacernos mejores,
y hay que organizarla.
—¿Cómo la has organizado tú?
—He asumido que en mi vida se debía producir un cambio de prioridades. Más tiempo para mi vida personal, más
tiempo para ampliar horizontes, cultura, viajes, más tiempo
para los demás, en la universidad, en trabajos sociales, en
las ONGs y menos tiempo para actividades profesionales
que cada vez son distintas y decrecientes.
—¿Y estás llevando todo este plan a cabo?
—Razonablemente bien.
Pedro Luis le habló de sus nuevas actividades relacionadas con la universidad y los trabajos sociales y de la nueva
sociedad de innovación que estaba lanzando, y Alberto le
contó sus preocupaciones por la inmigración y las posibilidades de trabajar en ese campo.
Ya estaban sirviendo el café, cuando le dijo: —Pedro
Luis, a modo de conclusión, ¿cuáles serían los principios
que recomendarías tú en esta nueva etapa?
—En primer lugar, respeto para nosotros mismos tras
toda una vida de intenso trabajo. Orgullo por lo que hemos
sido... —A Alberto le pareció un excelente consejo, recuperar la autoestima era indudablemente la primera tarea.
Uriarte seguía—: Hay que ser autoexigente, hay que evitar
adocenarse o aborregarse. Hay muchos que me hablan de
199
quitarse la corbata, si eso es sinónimo de adocenarse, hay
que evitarlo. Hay que mirar hacia adelante, nunca hacia
atrás. El retrovisor no ayuda nada y cada uno ha de encontrar su propio camino, el que le colme y el que le permita
estar satisfecho con uno mismo. No se trata de llenar el
tiempo…
Alberto le interrumpió: —Pues ésa ha sido una de mis
mayores preocupaciones.
—Es un error. No se trata de hacer cosas porque sí, se
trata de hacer lo que a ti te gusta hacer y lo que realmente
te satisface o te complementa. Además, cada uno debe manejar su propia vida, hay que asumir que el tiempo es limitado, que se acaba y que hay que aprovecharlo, hay que planificar los últimos años, hay que reflexionar y actuar desde
ahora porque los últimos años son los más duros, son los
años en los que uno se va a sentir posiblemente más solo.
Alberto estaba conmocionado por la cantidad de sentido
común que le había trasmitido aquella persona en poco
menos de hora y media. Le dio las gracias y se puso incondicionalmente a su disposición para lo que pudiera necesitar.
Uriarte le dijo: —Para mí también ha sido un placer, y si
te he podido ayudar, estoy encantado. Vete sólo con una
idea: mira hacia adelante, nunca hacia atrás, y mira sin ansiedad porque no tienes por qué echar en falta nada, con
confianza, porque tienes capacidad más que suficiente para
superar esta etapa, y con mucha alegría, porque esta oportunidad te va a permitir ser mucho mejor.
Bajaron juntos en el ascensor.
—¿Vuelves hoy para Madrid? —le preguntó.
—Sí, ahora mismo salgo de nuevo para allá.
200
—¿Te dará un poco de pereza?
—En absoluto, con todo lo que hemos hablado, estoy deseando tener tres horas para poder pensar tranquilamente.
—Me alegra haberte ayudado —dijo una vez más con
amabilidad y sin efusión. Pero el apretón de manos fue de
los que trasmiten sinceridad.
Alberto cogió su coche y salió a la autopista. Nada más
pasar el peaje, recibió una llamada a su móvil. Era José
Luis de la Mota. Después de saludarlo, le explicó: —Thomas Blake me ha contado hoy que la sociedad está en
venta. Me ha explicado que la búsqueda de un Director de
Negocio se inició antes de la decisión de vender y que
luego él intentó frenar la contratación, pero recibió instrucciones de mantener la contratación porque piensan que les
puede ayudar a vender. Me ha dicho que él vuelve en todo
caso a la matriz y que me apoyará en todo lo que pueda
para que quede bien situado con el comprador.
—Creo que eso es muy positivo para ti. Una pregunta:
¿sabes por qué venden?
—Confidencia por confidencia. Tenemos una reclamación muy fuerte por responsabilidad en unos relés defectuosos que se colocaron en automóviles Toyota y que han
tenido accidentes. Se enfrentan a un juicio que les preocupa
mucho. Al parecer, si pierden, tendrían que hacer frente a
una cifra de más de trescientos millones de dólares. Así que
han puesto en venta dos filiales pequeñas pero rentables:
España y Brasil. Están haciendo caja.
—Gracias por la información. La trataré con total confidencialidad.
201
Se despidieron. Era interesante saber la razón de la venta
y que ésta no tuviera nada que ver con la gestión de la sociedad en España.
Alberto archivó mentalmente aquella información y
pasó rápidamente a rememorar todos los mensajes y todas
las claves que había recibido de Uriarte. Le hubiera gustado
poder escribir palabra por palabra todo lo que le había
dicho aquel hombre que parecía conocer el secreto de las
cosas y las personas. Le pareció difícil extractar tantas vivencias, tanta sabiduría personal, tanto equilibrio entre la
persona y el personaje y tanta clarividencia sobre el sentido
de la vida. Pensó que en la vida profesional se había acostumbrado de tal manera a esquematizar, a extractar, a ir a la
esencia de los problemas para poder tomar decisiones inmediatas, que había conseguido clarificar y resumir hasta
las situaciones personales más complejas. Los comentarios
de Pedro Luis Uriarte durante la comida eran la prueba de
que un gran profesional puede organizar y esquematizar
hasta sus sentimientos y emociones. En cualquier caso,
Alberto estaba convencido de que la nueva etapa ya había
empezado y de que el pasado estaba totalmente enterrado.
Empezaba a notar cómo la persona, su persona, la que él
había sido siempre, empezaba a dominar sobre sus sentimientos de pérdida de poder y sobre la vanidad del personaje que había representado durante tanto tiempo. Como
decía Uriarte, había enterrado a su personaje. Ahora lo más
importante era encontrar su propio camino. Hacer lo que él
quería hacer y sentirse satisfecho consigo mismo por hacerlo. Ése era su reto.
202
Capítulo 28
Redescubriendo a la familia
La cena de Navidad había sido muy agradable. Existía
una cierta sensación de que podía ser la última en la que estuviera la familia al completo. Jacinto, una vez conseguido
el ingreso en la Escuela Diplomática, muy probablemente
anunciaría en breve su intención de casarse con su novia,
Julia, que acababa de empezar a trabajar en el Área de
Auditoría de Price. El tiempo pasaba y Jacinto construiría
su familia aparte. Como habían comentado en muchas ocasiones Marta y Alberto, «nos queda poco tiempo por tener
a todos los polluelos en el nido».
Ahora se encontraban los cinco sentados en los cómodos
sillones del salón, con una copa de champaña en la mano.
Marty inició la conversación con una pregunta a sus padres: —¿Vosotros dos cómo os conocisteis? Yo creo que
nunca nos lo habéis contado con mucho detalle.
Marta sonrió, mirando a sus hijos y dijo: —Vuestra tía
Carmen y yo somos compañeras de clase de la Facultad de
Derecho de la Complutense de Madrid. Cuando estábamos
en segundo de carrera me invitó a pasar las Navidades con
ella porque siempre habíamos hecho muy buenas migas. Su
casa estaba en Logroño y allí fui a pasar unos días. Enton203
ces apareció vuestro padre, al que todos esperaban, que era
mucho mayor que yo…
Alberto la interrumpió: —¡Hombre, no mucho mayor!
—Bueno, cinco años en aquella época era muchísimo.
Además, llegabas de Estados Unidos con la aureola de estar
estudiando un máster. En aquella época eso era como estar
en el cielo y codeándose con los santos. Así que llegó vuestro padre tan listo, tan guapo, tan americano y se quedó
como tonto.
Alberto corroboró: —Sí, la verdad es que fue ver a vuestra madre y me quedé idiotizado…, fue un flechazo a primera vista.
—A mí vuestro padre me gustó, me pareció interesante
y sobre todo me apetecía mucho que el centro de la reunión
familiar estuviera pendiente de mí. Nosotros para todos
éramos las niñas. Luego volvió a Estados Unidos, y en
Semana Santa, aunque no lo tenía previsto inicialmente,
volvió a España a pasar unos días.
—Recuerdo que estuve trabajando dos meses sirviendo
copas en un bar para ahorrar dinero y poder venir a España
aquella vez.
Marta, con una sonrisa en los labios, mirando a sus hijos, que asistían interesados a todas aquellas confidencias,
confirmó: —Volvió en Semana Santa, y ya sí realmente podemos decir que nos hicimos novios. Pero el muy desgraciado de vuestro padre, al inicio del verano, en lugar de
venir directamente, se dedicó a viajar por Estados Unidos y
cuando por fin se presentó a mediados de agosto dijo que
tenía un trabajo en un bróker de Wall Street en Nueva York.
Sin pensar mucho en el futuro, pasamos un verano maravi204
lloso en La Toja, jugábamos al golf en el pequeño campo
de nueve hoyos, al tenis en el recinto de la piscina, y dábamos unos paseos largos casi todas las tardes entre los pinos
y eucaliptos de la isla.
—¡Qué romántico! —dijo Marty embelesada por el relato—. Sigue, sigue...
Marta continuó: —Vuestro padre me pidió que nos casáramos y fijamos la boda para unos meses después, en la primavera del año siguiente. A mis padres no les hizo ninguna
ilusión porque era muy joven, tenía poco más de veinte
años y no había acabado la carrera, pero la verdad es que se
lo di como definitivo. Así que nos casamos en la primavera
siguiente. Tuvimos un viaje de novios muy corto, tan solo
una semana y por España, y nos fuimos a vivir directamente a Nueva York, donde vuestro padre tenía ya una
apartamentito en el que nos instalamos. Yo prometí a mis
padres que terminaría derecho, así que mientras él trabajaba, que trabajaba muchas horas, yo me dedicaba a estudiar derecho y conseguí sacar todas las asignaturas del tercer curso a pesar de estar viviendo fuera de España a partir
del mes de marzo.
Alberto se animó a intervenir: —La verdad es que fuimos muy felices los dos años siguientes. Viajamos por casi
todo el país, disfrutamos de la hospitalidad de los americanos, hicimos un montón de amigos entre compañeros de
trabajo y vecinos. Además, a mí en la empresa me iba muy
bien y me subieron el sueldo, con lo cual teníamos más que
suficiente para vivir.
Marta prosiguió: —Llevábamos poco más de un año viviendo en Nueva York y naciste tú —dijo dirigiéndose a
Jacinto— y eso nos cambió la vida. De pareja joven y libre
205
que nos pasábamos todos los fines de semana viajando y
que aprovechábamos cualquier vacación para recorrer el
país de arriba a abajo, nos encontramos cambiando pañales
todo el día.
—Bueno, no fue exactamente así, porque yo he visto
fotos mías en un precioso parque natural —dijo Jacinto.
—Llevas razón —respondió Alberto—. Nos fuimos
contigo cuando tenías tres meses en avión a las montañas
Rocosas y durante quince días estuvimos en una caravana
que allí llamaban motorhome, recorriendo el parque. Fue
una experiencia maravillosa.
Marta volvió a hablar, pero mientras la oía contar más
anécdotas de su vida americana en común, Alberto no pudo
menos de agradecer mentalmente a aquella mujer lo feliz
que le había hecho. Como una vida paralela a la suya, así
había crecido la vida de Marta. Con prudencia y guardando
siempre su espacio personal, Marta seguía siendo una compañera excepcional. Mantenía su donosura, su saber estar,
cercana en la intimidad, y discreta y oportuna en todo momento. Leía y sabía mucho, pero lo expresaba con humor y
sin menoscabar a los ignorantes. Tenía un trabajo interesante en el ministerio ya que se ocupaba de los análisis de
los sectores en crisis y sus informes eran muy valorados.
En los treinta años que habían convivido, la vida de ambos
había cambiado. Habían crecido, y habían crecido juntos.
Los objetivos habían sido siempre comunes y sin mayores
problemas de disonancia o discordia. Marta había llevado
la batuta de las distintas partituras que habían compartido
en la vida, aunque la vida profesional de Alberto había sido
un terreno casi vedado para ella. No es que no estuviera al
tanto de sus vaivenes profesionales, pero con el paso de los
206
años, los ascensos y problemas de Alberto no tenían el
mismo grado de incidencia en la vida matrimonial. Los primeros trabajos de Alberto, mientras ella acababa la carrera
de derecho, eran absolutamente compartidos. Opinaban,
departían, discutían e incluso, cuando preparaban la vuelta
de Estados Unidos, estuvieron varios meses estudiando las
mejores opciones para la reincorporación de Alberto al
mundo empresarial español.
Cuando Alberto entró en ACC, y se entregó en cuerpo y
alma a la nueva compañía, Marta priorizó sus preocupaciones a la educación de sus tres hijos, con la solvencia económica familiar garantizada, sin sentir en ningún momento
que su menor atención al trabajo pudiera penalizarla profesionalmente. Cuando Alberto accedió a la dirección general de la Compañía, sus momentos caseros empezaron a ser
escasos y tuvo siempre la cabeza en otro sitio. Es verdad
que los problemas familiares que tuvieron fueron de poca
relevancia y que siempre que se lo pidió, pudo contar con
su ayuda. Pero ella sintió que podía resolverlos sola y sus
soluciones siempre contaron con el entendimiento y la
aprobación de Alberto.
Marta lucía uno de los momentos más solventes de su
vida, en su saber estar, en su estilo, en su inteligencia y belleza, pensó Alberto. Esa noche de Navidad parecía haber
redescubierto a través de los recuerdos a la persona con la
que había compartido su vida.
Marta, muy centrada en sus recuerdos y disfrutando del
momento de intimidad familiar, continuaba contando la
historia a sus hijos: —De todas formas, cuando ya después
de nacer Jacinto empezaron a entrarnos las ganas de volver
a España, vuestro padre empezó a moverse para conseguir
207
trabajo aquí. En aquella época no era difícil y tuvo varias
oportunidades. Se decidió al final por el Banco Exterior, en
el que trabajaba su amigo Jesús Plaza, al que vosotros conocéis, y que le propuso un puesto de comercial en la
División Internacional.
Alberto, recuperando el hilo de la historia, continuó:
—A la vuelta de Estados Unidos, vuestros abuelos nos ayudaron y pudimos comprar el piso de Chamartín, en el que
hemos vivido hasta que nos vinimos a éste. Lo que sí me
gustaría, ahora que estamos todos, es reconocer el mérito de
vuestra madre, que a pesar de que vosotros empezásteis a
llegar uno detrás de otro, consiguió terminar la carrera y
hacer las oposiciones de técnico del Ministerio de Hacienda,
que además aprobó a la primera y con el número cinco.
Jacinto y Marty comenzaron a aplaudir y a cantar Es una
chica excelente.
Luis, el hijo pequeño, que había estado muy callado,
dijo en ese momento: —En vuestra época las cosas eran
mucho más fáciles. Yo no tengo ni idea de lo que podré
hacer cuando saque el título de físicas. Lo que tengo claro,
padre, es que no quiero ser como tú, un esclavo del trabajo,
sobre todo después de haber visto para lo que te ha servido.
Yo quiero tener mi tiempo libre, quiero vivir mi vida, salir
con mis amigos y hasta tener más tiempo del que tú has tenido para jugar con mis hijos.
—Luis, por favor… —dijo Marta.
Pero Luis prosiguió: —Ni por favor, ni nada. A mí me
parece indignante lo que le han hecho a papá. Lo han explotado, después de haber currado mañana, tarde y noche,
y todo para qué, para ponerle en la calle al cumplir los 54
208
años con cuatro pavos o 400, que para el caso da igual. A
mí eso no me va a pasar.
Luis recordó la conversación que había tenido con su
padre unos meses antes, al exponerle sus inquietudes por el
futuro. Alberto le había dicho: —Tú vete de Erasmus el año
próximo, como hizo Jacinto. Después acaba tu carrera y
vete unos años a trabajar a Estados Unidos, que es donde se
cuece el futuro, y después busca una multinacional que necesite un español brillante y con formación internacional y
haz carrera en ella hasta llegar a la cumbre. —Pero Luis
consideraba que su padre esta equivocado, que el mundo
había cambiado, que había estallado una crisis, que existía
Internet y que se podía dirigir una empresa en Madrid
desde Dallas, sin necesidad de brillantes ejecutivos locales
con formación internacional. Su padre no se daba cuenta de
que su tiempo estaba pasado, de que si le habían echado no
era porque fueran unos hijos de puta, sino porque los tiempos habían cambiado y se necesitaban mentes diferentes y
nuevos estilos y él ya no entendía nada aunque estaba convencido que lo sabía todo.
Alberto, con la mayor suavidad que consiguió en su tono
dirigiéndose a Luis, le dijo: —Nadie tiene la verdad absoluta. Es cierto que mi implicación en una empresa que no
era mía fue posiblemente desproporcionada, sobre todo al
ver lo que ha pasado posteriormente, pero eso no quita que
yo también haya disfrutado con mi trabajo, y si en algún
momento os he descuidado, al mismo tiempo creo que la
educación que os hemos dado, vuestra madre y yo, ha sido
positiva y que sois unas personas responsables y que cada
uno ha encontrado su camino. Tú siempre te has llevado
mejor con tu madre, que sabe escuchar mejor que yo. Ella
209
es un ejemplo de cómo se puede poner la actividad profesional al servicio de la familia y de la vida. Como cada uno
debemos encontrar nuestro camino, si ése es el tuyo, adelante, prepara unas oposiciones.
Realmente, el modelo de su padre a Luis no le convencía, pero en el fondo lo que le pasaba es que estaba asustado. Era un tipo serio y pensaba en el futuro, más ahora
que se encontraba en el ecuador de su carrera. A veces pensaba que le hubiera gustado mas ser un ni-ni, todo el día de
copas y de amigotes o un friki, colgado de los videojuegos,
chateando todo el día o un musculitos siempre en el gimnasio… A él le llamaban pijo, porque sus padres tenían pasta
y le habían comprado un coche. Pero en su fuero interno
sabía que si no curraba y duro, no podría mantener ese tren
de vida e irse a vivir con esa chica de su clase de la que estaba enamorado y que todavía no había entrado en la casa
de sus padres.
Dirigiéndose a su padre le dijo: —Perdona, papá, he estado un poco impertinente, no quería decir que tu modelo
no me guste. Creo que lo has hecho muy bien y que estás
reaccionando fenomenal al palo que te han dado.
—Vaya, niño, por fin dices algo coherente —dijo Marty.
Jacinto, que había estado callado, intervino en ese momento.
—No es una cuestión de imitar modelos, sino de construir nuestros propios modelos. Y en eso creo que tanto
papá como mamá nos han dado siempre todos los elementos para que nosotros podamos decidir lo que queremos
hacer con nuestro futuro.
210
Luis se levantó, y yendo hacia su padre, dijo: —Jacinto
lleva razón. Perdóname si he estado un poco brusco. A
veces, debe ser la edad, me surgen dudas, pero considero
que nos habéis dado todos los elementos para salir adelante
y para ser felices.
Se abrazó a su padre mientras Marta, para disimular la
emoción, se levantó y dijo: —¿Quién quiere un poco más
de champagne?
Superado el momento delicado, Jacinto rompió el hielo:
—Para que sepáis lo más importante en la vida os voy a
contar una historia. Un señor entra en una pajarería y se interesa por el precio de un loro, y le dicen que 50 euros y que
canta muy bien. El siguiente vale 150 euros y es despertador, porque canta a la hora que se le indique con los dedos.
Se interesa por un tercero. Le dicen que vale 500 euros. ¿Y
qué sabe hacer?, pregunta el comprador, y le responden:
«Ese no sabe hacer nada pero los otros dos le llaman jefe».
Aunque todos conocían la historia, rieron con ganas por
la comicidad de Jacinto, que añadió: —Para mí, el tercer
loro había descubierto el secreto del éxito.
La velada terminó dos horas después cuando todos los
componentes de la familia, sintiendo que habían vivido un
momento único e irrepetible, y algo achispados por las dos
botellas de Moët & Chandon, se despidieron para irse a
dormir.
—Disculpa a Luis —dijo Marta a Alberto cuando ya estaban en su dormitorio—, sé que no quería molestarte.
Lleva una temporada inquieto por su futuro.
—No me ha molestado en absoluto. Sé que no he tenido
una buena comunicación con él y voy a procurar reme211
diarlo. Y también me gustaría devolverte a ti un poco de
todo lo que me has dado —respondió Alberto, atrayendo a
Marta hacia sí, abrazándola con mimo y besando su boca.
Hicieron el amor suavemente, con la delicadeza de los
que se conocen de siempre, y con la ilusión de los que acaban de redescubrir lo que tenían tan cerca. El placer les inundó totalmente porque ambos sabían que estaban compartiendo algo más que sus cuerpos.
Antes de dormir, Alberto se sintió agradecido de tener
una familia como la suya, que suponía la base fundamental
en la que asentar su felicidad. Marta se había convertido, en
el mejor de los sentidos, en una mujer a la altura de las circunstancias, que disfrutaba con su actividad profesional,
que sabía afrontar los problemas con criterio, que era elegante y se cuidaba, y que con sus opiniones tanto le había
ayudado a mantener la sensatez, la mirada alta, su fe en el
futuro y la capacidad de dignidad. Fue precisamente ella la
única que supo adelantarle los acontecimientos de su viaje
a Zúrich y los resultados de la entrevista con Peter Slusche,
previniéndole de la frialdad con la que las multinacionales
trataban a sus empleados, por muy altos ejecutivos que fueran y por mucho que hubieran dejado en su trabajo sangre,
sudor y lágrimas. A la vuelta de aquel viaje, el último, no
tuvo más remedio que reconocerle a Marta la prudencia en
el diagnóstico y la frialdad en el análisis. Fue esa aportación, esa visión de lo que le estaba pasando, la que más le
ayudó a no caer en el abismo, tras el bajonazo que le habían
infringido. Sí, el empuje de Marta estaba siendo fundamental para echarse de nuevo a la vida con otros objetivos, con
ánimo, con valentía y sabiendo que en ese momento no se
acababa la vida, sino que había que emprender una nueva
212
etapa, de su mano, para hacer frente, no tanto a su problema
concreto que consideraba ya superado, sino más bien a
cómo afrontar la aceptación del paso del tiempo.
Justo cuando estaba al borde del sueño, recordó con ilusión que tenía que dar el último repaso al expediente de
venta de Electronic Holdings, y empezar a concertar las entrevistas con los posibles candidatos interesados en la compra. Estaba convencido de que había hecho un trabajo de
mucha calidad.
213
Capítulo 29
Reencuentro con Akim
Los madrileños se quejan de que las estaciones de transición son inexistentes en su ciudad, dicen que se pasa del
calor del verano al frío del invierno sin transición. Sin embargo, aquella mañana de principios del mes de enero, el
sol caldeaba la frescura del aire hasta conseguir una temperatura ideal. Había llovido los días anteriores, barriendo las
capas de polución, y la atmósfera estaba limpia, dejando
una visibilidad perfecta y una luz muy cálida.
Alberto se dirigía en coche a las oficinas de la consultora de Lamana, a través de la avenida de Pablo Iglesias.
Llevaba tres meses trabajando en la operación de venta de
Electronic Holdings. El book de venta había quedado muy
bien, y su edición en inglés había recibido los elogios de la
casa matriz americana. Ahora estaba presentándolo a todos
los posibles compradores. El interés por la operación era
elevado. Estas operaciones se lanzan a través del envío de
un perfil ciego, que recoge los datos más importantes de la
sociedad en venta pero sin permitir su identificación. Pues
bien, la respuesta a los envíos de perfiles ciegos había sido
óptima y tenían ya cuatro candidatos interesados en la compra. Había dejado para el final a ACC. Tendría que hablar
215
con Zúrich y no le resultaba agradable. Decidió en ese momento que enviaría el perfil ciego al Presidente Hens y que
éste le dijera con quién debía continuar los contactos si estaban interesados. Sólo tendría que hablar con Slusche si
estaban interesados y el Presidente le encargaba la gestión.
Además de la venta de Electronic Holdings, Alberto llevaba en paralelo un proyecto de asesoramiento de una compañía inglesa que preparaba su implantación en España. La
noche anterior había terminado en su casa el informe final
y lo había enviado a la oficina por correo electrónico. Al
llegar a la oficina esperaba tenerlo revisado e impreso por
Raquel para mantener al final de la mañana una reunión
con los clientes. Durante toda su vida profesional había
procurado separar con toda claridad el trabajo del descanso.
No le importaba trabajar catorce horas diarias, pero jamás
se llevaba trabajo a casa. Podía leer informes, pero no trabajaba en el sentido de elaborar análisis, o tomar decisiones. Eso le hacía pensar que en casa no trabajaba realmente.
Ahora era todo lo contrario, le daba igual trabajar en casa
que en la oficina. De hecho, por primera vez había empezado a utilizar el despacho de casa que hasta ese momento
sólo usaba para leer y escuchar música. Había disfrutado
trabajando estos últimos meses, volviendo a sentirse útil,
sabiendo que estaba realizando una labor interesante y muy
positiva para los clientes de la consultora. Su experiencia
había sido muy valiosa en su trabajo, y Juan José Lamana,
el socio Director de la consultora, le había hecho saber su
enorme satisfacción porque hubiera aceptado colaborar con
ellos. Él había encontrado en esta actividad profesional un
complemento fundamental que le proporcionaba un equilibrio y una sensación especialmente agradable de volver a
ser útil. Recordó las palabras de Uriarte sobre la necesidad
216
de volver a encontrar el propio camino. «El que te colme y
te permita estar satisfecho contigo mismo.» Por eso aquella
mañana se sentía a gusto, como si el difícil rompecabezas
de su nueva existencia hubiera encontrado una pieza importante.
La avenida de Pablo Iglesias tiene un trazado especialmente accidentado, que va adaptándose al terreno con subidas y bajadas pronunciadas. Después de un enorme badén
se llega al cruce con Reina Victoria y superada esta avenida
se bifurca en dos, una para cada sentido, con una diferencia
de altura de al menos cuatro o cinco metros. En este segundo tramo, se congregaban tradicionalmente un grupo de
personas de raza negra que se apostaban al lado de las plazas libres e indicaban a todos los coches que allí se podía
aparcar. Hacían todos los aspavientos necesarios para ayudar a los que aparcaban y luego esperaban una propina. En
el cruce de ambas calles se situaban habitualmente ocho o
diez hombres de raza negra, que sentados en los bancos
conversaban tranquilamente. A Alberto siempre le sorprendió la concentración en esta zona, que habían hecho suya,
y el hecho de que todos ellos estuvieran vestidos con ropas
nuevas y con un aspecto de total limpieza. Sonrió al pensar
que aquel grupo de hombres facilitaba la adaptación al
cambio a los que iban llegando, de alguna forma y salvando
las distancias, como el grupo de Francisco Betés hacía con
sus encuentros en el Club de Campo a otro grupo muy diferente, pero también en cambio.
Al pasar por el cruce aquella mañana, le pareció ver dentro del grupo cómo destacaba la enorme figura de Akim, el
hombre al que él había ayudado en la playa. Un poco más
adelante, aparcó bajo las indicaciones de otro africano, le
217
dio un euro y se dirigió hacia el grupo. La recepción fue
muy recelosa. Las ocho o diez personas del grupo abrieron
el grupo y se le quedaron mirando. Un joven muy delgado
y de talla mediana se dirigió hacia él y le dijo: «¿Tú qué
quiere? ¿Tú qué quiere?». «Sólo quiero hablar con Akim»,
respondió Alberto señalando al gran hombretón del fondo,
dudando en ese momento si no se habría equivocado. «¿Tú
ere policía?». «No, no soy policía, sólo quiero charlar con
él.» En aquel momento se hizo la luz en el rostro del gran
hombre negro. Efectivamente, era Akim. Se dirigió a los
otros en una lengua que Alberto no entendió y añadió
«amigo, amigo». Los demás se retiraron y Akim dio un
paso hacia él y se quedaron mirándose. Alberto le tendió la
mano.
—Akim, has llegado a Madrid. Me alegro mucho de verte,
vamos a tomarnos un café y me cuentas cómo te ha ido.
El hombre le dio la mano sin estrechársela, sólo dijo
«sí». Se dirigieron a una cafetería cerca de Cuatro Caminos, donde se sentaron en una mesa. Alberto pidió café y
Akim Coca-Cola, y señaló una ensaimada con el dedo. La
conversación no era fácil, Akim todavía hablaba con mucha
dificultad el español. Alberto le pidió que hablara en francés. Le entendió que estaba bien, que trabajaba en algunas
cosas, llevando cosas de un lado para otro, no entendió muy
bien si eran mudanzas o trasportes, que ayudaba también en
la zona de aparcamiento y que había alguien, cuyo nombre
entendió como Abuquin, que organizaba a todos los africanos que llegaban a Madrid para poderles ir introduciendo y
conseguirles algún trabajo. Akim le explicó que su amigo
le había buscado trabajo en la construcción en Sevilla, y
que le fue bien. Incluso había ahorrado algo de dinero. Pero
218
no le habían legalizado y cuando se acabó la obra, con la
crisis, se acabó el trabajo. Por eso había venido a Madrid.
Alberto entendió también que estaba solo, que había venido
solo y que seguía solo, que no tenía noticias de su familia
ni de su novia, que todavía no tenía papeles y que le gustaría tener papeles y trabajo.
Alberto le ofreció 200 euros que llevaba en la cartera.
Akim aceptó con una simple inclinación de cabeza, como
si fuera lo más normal del mundo.
—¿Puedo hacer algo más por ti?
—Yo quiero trabajo —dijo.
—¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo? ¿Te
puedo llamar?
Le dio un papel en el que el africano escribió el número
de un teléfono móvil.
—¿Cuál es tu nombre completo?
—Yo soy Akim Lamine.
Alberto apuntó el nombre completo en la misma nota, le
dio una tarjera personal con su teléfono de casa, y le dijo:
—Si en cualquier momento necesitas algo llámame y yo te
llamaré cuando te consiga algún trabajo.
Akim asintió. Volvieron al cruce donde estaba el grupo
y Akim soltó una larga parrafada, dirigiéndose a los demás,
que se acercaron a Alberto y le dieron la mano mientras decían todos «amigo, amigo». Se despidió de ellos y se fue
hacia el coche.
«Tengo que encontrar algo para este hombre», se dijo a
sí mismo, mientras arrancaba el coche y se dirigía a la oficina de la consultora.
219
Pasó el resto de la mañana terminando las conclusiones
del informe y yendo a ver al cliente para hacer la presentación. Por la noche, en la cena, le comentó a Marta, su mujer, la historia de su relación con Akim. Al principio Marta
se quedó horrorizada pensando en el riesgo que había corrido en la playa y no le hizo ninguna ilusión la nueva rareza de su esposo.
—Tengo que buscar una salida, pero no sé quién me podría ayudar.
—Tal vez Casimiro Ruiz pudiera hacer algo.
—Es cierto, tiene una distribuidora y necesitará mano de
obra para el almacén. Voy a llamar a José Luis para que me
dé su teléfono ahora mismo.
Casimiro no lo emplearía si no tenía papeles pero estaba
dispuesto a ofrecerle un contrato de trabajo condicionado a
la obtención de la documentación.
—Prepárame el contrato, mañana me paso a recogerlo.
¡Ah! Y muchas gracias.
—Vale, don Alberto —dijo Casimiro—, pero no me
traiga más embolaos.
—Va a ser un fichaje, te lo digo yo, Casimiro. Este hombre puede ser un capataz tremendo. Imagínate un tío con
metro noventa y con unas espaldas de un metro de anchura.
Ya verás cómo dentro de unos meses me pides que te lleve
más.
—No se pase —dijo Ruiz. Y antes de colgar el teléfono,
añadió—: Por cierto, que aprovecho la ocasión para decirle
que me gustaría invitarle a comer.
—Muy bien. Cuando quieras.
220
—Podría reservarnos el próximo 10 de marzo.
—Queda más de un mes —se extrañó Alberto.
—Sí, pero es un tema que no se concretará hasta entonces.
—De acuerdo, apuntado. Cuenta conmigo ese día y nuevamente gracias por lo de Akim.
—No hay de qué, don Alberto. Un saludo —terminó
Casimiro.
A pesar del frescor de la noche, Alberto se puso un jersey grueso, se preparó un whisky y salió a la terraza. Estaba
satisfecho, la presentación que habían hecho al cliente de la
consultora había sido muy positiva, incluso el Director
General de la empresa cliente dijo que era exactamente lo
que esperaban y que necesitarían apoyo en la segunda fase
del proyecto. Además, esa tarde había enviado, por fin, un
correo electrónico con el perfil ciego de la venta de EH al
doctor Hens, Presidente de ACC, y éste le había contestado
en menos de dos horas, solicitándole el envío del expediente completo a él, no a Slusche. Y ahora veía posibilidades de echar una mano a esta persona que había llegado de
fuera y que de alguna forma él había apadrinado. Se preguntó que querría Ruiz con esa invitación tan misteriosa.
«En fin, no será nada malo», pensó, mientras se relajaba
dando un amplio sorbo de su vaso. Sí, parecía que las cosas
iban cuadrando en esta nueva etapa.
221
Capítulo 30
El monasterio
La primavera estaba siendo muy suave y seca, lo que
permitió a Alberto correr casi todos los días a primera hora
de la mañana, así que estaba en muy buena forma física y
con el rostro bronceado cuando se presentó ante la gran
puerta de madera del monasterio de Santa María de Huerta.
A lo largo de su vida, en muchas ocasiones había estado
tentado de pasar una pequeña temporada en un monasterio
para hacer una especie de ejercicios espirituales personalizados, como un periodo de reflexión personal. Ahora por
fin lo había conseguido.
Mientras viajaba en el coche había repasado mentalmente las gestiones pendientes de la venta de Electronic
Holdings España y todo estaba en marcha. Las compañías
interesadas habían firmado las correspondientes cartas de
confidencialidad y habían recibido el expediente completo
de venta. Las preguntas habían sido muy pocas y Alberto
había confirmado con todas y cada una de ellas que no se
debía a una falta de interés sino a que encontraban el book
muy completo. Podía permitirse, por tanto, tener una semana sólo para él y retomar los contactos con los posibles
compradores después. El siguiente paso previsto en el pro-
223
ceso de venta era solicitar la presentación de ofertas indicativas. Los inversores interesados que presentaran las tres
ofertas más altas o mejores, ya que también se tenía en
cuenta la forma de pago, serían informados para que presentaran una oferta vinculante o definitiva, sujeta a la comprobación final de los datos de la compañía, auditoría de
riesgos al que se aplica el extraño nombre anglosajón de
due diligence. En fin, el proceso estaba en marcha y requería su ritmo, por lo que esta semana que se había reservado
para él no modificaba en nada la transacción.
Contactar con el monasterio y hablar con el padre abad
fue un reto a su constancia. Durante una semana llamó mañana y tarde hasta que, por fin, consiguió comunicar y que
le admitieran a una especie de cursillo que llamaban «convivencias de vida monástica» y que duraba tres días. Sentía
que dentro de su peregrinaje mental, el aspecto religioso o,
mejor dicho, el de la trascendencia, no debía soslayarlo.
Un monje bajito, calvo y regordete, le abrió la puerta,
comprobó su nombre y le acompañó a su habitación.
—A las ocho y cuarto es la cena en el piso de abajo
—le dijo mientras cerraba la puerta.
La habitación estaba razonablemente limpia, y de puro
simple era más que espartana. La pintura hacía años que
había desaparecido, y en todos los bajos se veía el color del
cemento. El mobiliario era escueto: una cama, una barra
con cuatro perchas, una mesa y una silla en el fondo pegada
a la ventana que daba al amplio patio de entrada, y la puerta
que daba a un lavabo con retrete y ducha. Alberto dejó su
saco en la silla y se sentó en la cama, deslizándose peligrosamente por un somier absolutamente desvencijado.
Preocupado por su espalda pasó un buen rato intentando
224
hacer equilibrios para encontrar una postura en la que
poder dormir aquella noche.
A las ocho y cuarto en punto bajó al comedor y se encontró un grupo variopinto. Hubiera sido difícil encontrar
un común denominador en los allí reunidos. Gente de todas
las edades, aunque predominando los cuarentones. Había
una pareja con aspecto esotérico, con ese moreno tan especial que se produce de haber vivido muchísimo tiempo al
aire libre y haber utilizado con gran moderación el jabón.
Ambos recogieron dos naranjas que había en sus platos y se
retiraron. Después explicaron que se trataba de un matrimonio de Zaragoza, él de profesión bombero, que habían
pasado un mes de meditación en la India y que ahora continuaban en el monasterio haciendo una dieta que se componía de tres naranjas al día más agua. No hablaron con
nadie y se retiraron rápidamente. Al lado de Alberto se
sentó una señora metida en carnes, de edad cercana a los
cincuenta, con pinta de ama de casa, que le dijo que era la
tercera vez que hacía aquellas convivencias y le explicó
algo del funcionamiento del monasterio.
—El desayuno es a las ocho y cuarto, la comida a la una
y cuarto y la cena a las ocho y cuarto.
—Horario europeo —dijo Alberto.
—Horario europeo el de las comidas —prosiguió la señora—, porque hay que levantarse a las cuatro y media para
las vigilias de las cinco. —Alberto cayó en la cuenta de que
se había olvidado el despertador, y había dejado expresamente el teléfono móvil apagado en el coche, pero la señora
se brindó amablemente a tocar en su puerta a la hora convenida.
225
La conversación en la cena giró sobre el contenido de
las jornadas organizadas por el monasterio. Al parecer, una
cuarta parte de los asistentes, que en total eran doce, lo habían hecho en una oportunidad anterior. Contando a la pareja en ayunas, había siete mujeres y cinco hombres. Una
treintañera tímida que dijo llamarse Marily indicó el lugar
donde se podía coger un programa. Acababan de terminar
el primer plato, consistente en un exquisito puré de verduras, y Alberto se levantó a cogerlo. El programa contenía un
detallado calendario y horario de actividades para los tres
días. En el dorso, había unas «notas a tener en cuenta», que
decían:
«Como se pretende conocer teórica y prácticamente la
vida monástica se hace resaltar lo siguiente: en la liturgia
de las horas se procurará asistir a todas las horas, en especial a las que se indican con letras mayúsculas.» Alberto
volvió el programa para observar que las liturgias de las
cinco y de las seis y media de la mañana estaban con mayúsculas. «Los participantes en el cursillo harán las lecturas de la liturgia de las horas y en la eucaristía.» Éstas eran
las que aparecían en letra minúscula. «Un día se comerá en
silencio y con lectura, como hace la comunidad de monjes.
Se aconseja dormir un poco de siesta para poder estar más
atentos por la tarde.» Esta frase venía especialmente subrayada. «Está claro que los monjes saben de lo que están hablando», dijo Alberto, ante los comentarios generales de
que la siesta era fundamental. «El último día tendremos una
crítica valoración del cursillo. Se os agradecen todas las sugerencias y críticas que podáis presentar. En estos cursillos
no cobramos la pensión. Si queréis colaborar con algo podéis meter lo que sea en un sobre común y se los dais al
hermano hospedero.»
226
El segundo plato consistió en una tortilla de patata y el
postre en unas manzanas. Se ofreció, por parte del hermano
que servía, una copa de vino a los que quisieron.
A las nueve menos cuarto, la cena estaba terminada y salieron al claustro. Hacía una noche magnífica, estrellada, y
el claustro parecía irreal en la oscuridad.
A las nueve y cuarto, el grupo se dirigió a una capilla
donde se iniciaron los rezos. La mayor parte de los rezos
eran cantados. Una vez que se cogía el soniquete, cada cual
con su libro podía seguir perfectamente los cánticos.
Alberto sintió una gran satisfacción de poder acompañar a
los monjes en los cánticos desde el primer momento. El
ritmo repetitivo producía una gran paz. A las diez menos
cuarto se acabaron los rezos y la gente se retiró a sus habitaciones. Los monjes habían aparecido al fondo de la capilla, rezando desde el otro lado del altar y se retiraron por
una puerta distinta.
Metiendo una manta que había en la habitación debajo
del colchón, Alberto hizo un hueco en diagonal en el que
consiguió acurrucarse y dormir profundamente.
A las cuatro y media en punto unos delicados golpes en
la puerta le despertaron. Se lavó la cara, se vistió y fue
hacia la capilla. Los mojes ya estaban en su sitio al otro
lado del altar. A las cinco en punto empezaron los rezos
consistentes una vez más en cánticos repetitivos. A través
de un libro se podían seguir con facilidad cada una de las
oraciones, ya que se anunciaban previamente por uno de
los hermanos.
A las cinco y media, sin ninguna otra novedad, se terminó el oficio religioso y la gente volvió a su habitación.
227
Alberto intentó dormir sin éxito, observando por la ventana
cómo la oscuridad daba paso a una luz difusa.
A las seis y cuarto volvió a salir hacia la capilla para un
nuevo periodo de oración. Laudes y eucaristía. En esta ocasión la sesión duró hasta la siete y media, y después nuevamente a la habitación.
A las ocho y cuarto bajó a desayunar y se encontró con
que todo el mundo estaba tomando unos enormes tazones
de leche caliente, algunos con Cola Cao, y una gran hogaza
de pan blanco de la que cortaban grandes rebanadas a las
que aplicaban margarina y mermelada a discreción. Alberto
disfrutó como un niño mojando el pan recién hecho en el
gran tazón de chocolate.
A las nueve menos cuarto había una nueva oración en la
capilla, aunque en este caso muy breve, y a las nueve se dirigieron a una sala en el primer piso, donde tendría lugar la
primera charla. Estaban previstas dos charlas diarias sobre
diversos temas que aproximarían a los participantes en el
cursillo a la vida monástica.
La primera charla trataba sobre la vocación cristiana y la
daba el padre Agustín. Éste era un monje de estatura mediana, frente despejada y aire distinguido. Alberto tenía un
cierto complejo en aquel grupo pensando en que como persona no practicante debía ser la oveja negra del rebaño. Así
que permaneció muy callado durante toda la exposición. El
padre Agustín habló del concepto optimista del hombre por
parte de Dios. Habló de un Dios que había decidido en el
fruto absoluto de su voluntad directa la existencia de cada
uno de nosotros. Dijo que la eternidad es un concepto que
no comprendemos bien porque siempre lo pensamos a futuro. La eternidad es siempre. Ahora mismo es eternidad.
228
Dijo también que no aceptamos el amor porque no queremos comprometernos, que debemos dejarnos querer, que la
plenitud del hombre se consigue amando a Dios a través de
los otros.
A estas afirmaciones de indudable profundidad siguieron comentarios de todos los gustos. Alberto guardaba silencio discretamente. La treintañera que dijo llamarse Marily, y que parecía la más veterana en estas lides, espetó de
buenas a primeras: —Yo no creo en Dios.
Alberto se sintió tremendamente reconfortado y se dijo
a sí mismo: «Yo por lo menos creo que hay un ser superior,
así que ya no soy el último de la clase», y no pudo evitar
sonreír con este pensamiento.
A las diez había terminado la charla y tocaba el trabajo.
Les dijeron que se pusieran la ropa más vieja que tuvieran
porque iban a trabajar. El trabajo consintió el primer día en
quitar piedras del huerto que había en un lateral del monasterio. Dirigían el trabajo los hermanos Alfonso y Paco. Dos
hombres de edad mediana, con aspecto de campesinos sonrosados por la vida al aire libre que animaron a todos en la
labor. El trabajo consistía en hacer pequeños montones con
las piedras que se iban encontrando en el suelo, y que luego
con carretilla se trasportaban a un gran montón que estaba
en un rincón del huerto. Alberto, a los diez minutos, ya no
podía más. Tenía un tremendo dolor de espalda y sudaba copiosamente. Le enseñaron a mantenerse en cuclillas y avanzar de esta forma sin doblar la espalda. La jornada de trabajo
duró dos horas. Los hermanos les indicaron que fueran a ducharse y que a la una y cuarto se verían en el comedor.
Cuando subía a su habitación, derrengado por el trabajo
y por el madrugón, Alberto tuvo la sensación de que se
229
había equivocado con aquella experiencia. La ducha de la
habitación no estaba sucia, pero era todo lo contrario de lo
que se puede esperar de una ducha lujosa. El suelo de cemento estaba sin trabajar y los laterales hace años habían
perdido la pintura. Con cierta prevención Alberto corrió la
cortinilla y dejó caer el agua. Notó la sacudida del frío
sobre su cuerpo sudoroso y se enjabonó con vitalidad.
Afortunadamente se le había ocurrido tener aquella experiencia en el mes de marzo y no durante el invierno, porque
no había agua caliente. La toalla que les habían facilitado
era tan escueta, que no consiguió anudársela a la cintura. Se
secó como pudo, y comprobó que tenía que darse prisa para
acudir a la una y cuarto a la capilla. Entró casi corriendo
cuando estaban ya todos reunidos. Fueron unos rezos breves, justo antes de pasar al comedor.
Las comidas se realizaban totalmente separados de los
monjes. Despacharon con apetito el plato de potaje y las
truchas mientras los comentarios giraban todos sobre la jornada de trabajo. Alberto renunció al postre y subió a su habitación, donde se tumbó en la cama para cumplir con el
rito obligatorio en el programa de la siesta. No notó las dificultades del somier y se quedó inmediatamente dormido.
A las tres y media, unos golpes en la puerta le despertaron
y salió corriendo hacia la capilla para asistir a las oraciones
de la hora nona. Fueron breves y no cantadas. A las cuatro
menos cuarto ya estaban en la sala de las charlas con el
padre Severino. El padre Severino era un hombre mayor
que debía llevar largos años en el monasterio, tenía la voz
grave y profunda y aunque hablaba con mucha suavidad en
ningún caso parecía afectado. Empezó dando la definición
del monje como aquel que dedica su vida a la búsqueda de
la trascendencia y la oración como un diálogo íntimo entre
230
personas que se aman. En la adolescencia hay que evolucionar en la idea de Dios. El ambiente en nuestra sociedad
es de un ateismo indiferente, por eso se producen reacciones como las sectas. El hombre, por su naturaleza, busca
sentido a la vida, intenta imaginarse la trascendencia. Algunos dirán que precisamente Dios no es más que el deseo de
trascendencia que tiene el hombre. Dios se comunica como
presencia, no como idea, Dios es una perfección, no una
razón. Se escucha mejor a Dios con el corazón purificado y
esto es a través de la renuncia y de los votos. La renuncia y
la paciencia son condiciones necesarias pero no suficientes,
lo más importante es el silencio interior, por eso los monjes
guardan la regla del silencio, por eso los que allí nos habíamos congregado tendríamos la posibilidad durante esos
días de recuperar el silencio fuera del ruido que representaba el mundo exterior.
Alberto, que se debatía durante todo el discurso entre el
escepticismo y la aceptación, hubo de reconocer que el
mensaje del monje era muy coherente. Tenía la impresión
de que en la época reciente él había tenido una permanente
búsqueda de sensaciones de equilibrio a través de rebuscar
en su interior, sus sentimientos, sus ilusiones, sus miedos,
y que eso le había hecho más reflexivo y que podría entender que el silencio que se lograba en el monasterio era una
prolongación del que él había creado interiormente en los
meses pasados. Estaba totalmente de acuerdo en la idea de
trascendencia como una vivencia más que una razón y ése
fue el criterio del grupo, incluido el matrimonio de personajes curiosos que venían de la India y que seguían con su
régimen de ayuno total, pero que aparecieron en la sala y
afirmaron que el hinduismo era una forma también de encontrar esa trascendencia, con lo que la conclusión que
231
quedó en el aire es que esa trascendencia es única pero que
cada uno la identifica de la mejor forma que puede.
A continuación estaba prevista la visita del monasterio.
El monasterio de Santa María de Huerta es una preciosidad
y está muy bien conservado. Se articula alrededor de dos
grandes claustros, el de los Caballeros y el de la Hospedería. Al claustro de la Hospedería dan la mayor parte de las
salas ocupadas por los monjes y no son visitables. El monasterio se comenzó a edificar en la segunda mitad del siglo
XII y con posterioridad se fueron añadiendo otras estancias
más modernas. Inicialmente de estilo románico, en la evolución de los años fue avanzando hacia formas plenamente
góticas.
Alberto admiró el enorme rosetón que existía en la fachada de la iglesia que se articula en tres naves y un ábside
principal semicircular. También le impresionaron los dos
claustros, pero lo que sin duda le dejó conmovido fue el refectorio. El refectorio es el comedor de los antiguos monjes
del monasterio. Es de un estilo gótico puro y el fondo está
dominado por un gran rosetón y ventanas ojivales. Adosado
a la parte derecha hay una enorme escalera de piedra caliza
cubierta por una columnata que lleva al púlpito del lector.
Desde allí, les explicaron, se leía a los monjes que comían
en silencio. Saliendo de esta preciosa construcción por la
puerta de la izquierda se da a la cocina, donde una enorme
chimenea en la que se podía entrar perfectamente sin agacharse estaba el hogar de la cocina del monasterio.
Acabada la visita, Alberto se quedó dando un paseo por
el refectorio. Tenía la percepción intensa de que el silencio
de aquellas piedras milenarias le empujaba a mirar hacia
dentro de sí mismo, pero quizá, por primera vez en muchos
232
meses, sin el menor atisbo de ansiedad. A las siete de la
tarde se celebraron las vísperas, en la capilla, nuevamente
con cánticos que cada vez sonaban más familiares y en los
que Alberto se animaba a participar.
Después de la cena, a las nueve y cuarto, fueron las completas, una nueva oración en mitad de un tremendo silencio
preparaba para el descanso. Al salir de la capilla, Alberto
prefirió dirigirse al claustro a dar un paseo antes de ir a dormir. La oscuridad era total. No había luna, pero sí un millón
de estrellas que daban profundidad a la gran bóveda cenital.
Avanzaba en la oscuridad pensando en la cantidad de dimensiones que tiene la vida y en las que él hasta ahora no
había reflexionado. La idea de la trascendencia siempre
había estado presente en su vida. Incluso en los periodos en
los que se había visto totalmente atrapado por su trabajo, por
su estrés, incluso en los periodos en los que hasta había olvidado a la familia, siempre había tenido la sensación de
que la trascendencia existía. Tal vez era una vivencia que le
pedía pensar que los seres que había conocido bien y que
habían muerto no podían haber desaparecido totalmente. En
algún sitio tenía que estar ese rescoldo de inteligencia y de
sentimiento. Ver esa trascendencia como un Dios tan próximo como lo veían los monjes era todavía un camino muy
largo. Avanzaba con cuidado por la oscuridad del claustro
cuando dio la vuelta a una esquina y se tropezó con alguien.
—¡Qué susto me has dado! —le dijo una chica que él
había visto en el grupo, pero con la que hasta ese momento
no había tenido ocasión de hablar.
—Perdona, yo también me he asustado —le dijo Alberto.
—¿Interrumpo?
233
—No, no, quédate. Estoy disfrutando de esta maravillosa noche. ¿Has visto las estrellas?
—¿Es la primera vez que vienes?
—No, yo vengo muy a menudo. Mi padre es uno de los
monjes.
Alberto se quedó totalmente cortado. Las ideas de las aberraciones y los vicios de los monjes en el periodo de decadencia de los monasterios a finales de la Edad Media le venían a la cabeza. No podía imaginarse que aquellos monjes
pudieran dar lugar a situaciones como aquella. Se quedó
muy callado mientras la chica después de hablar de la inmensidad del cielo estrellado, volvió a referirse a su historia.
—No soy una persona especialmente religiosa, pero
vengo a ver a mi padre y aprovecho para hacer estos cursillos. En el fondo tengo mucho que reprocharle.
Alberto estaba cada vez más callado y violento y deseando despedirse. La chica seguía.
—Cuando murió mi madre yo tenía 12 años, y mi padre
era un ingeniero que trabajaba con gran éxito profesional
en una eléctrica, Iberduero, la conocerás. Mi padre en ese
momento nos dijo a mis tres hermanos y a mí «voy a arreglar todos mis asuntos para que podáis vivir y estudiar y
después quiero ingresar en un monasterio como monje». Y
así lo hizo.
Alberto entendió de pronto la situación y disimuló un
profundo suspiro de alivio.
234
Capítulo 31
Existencias inútilmente maravillosas
El segundo día en el monasterio de Santa María de
Huerta siguió el mismo patrón. Los siete momentos de oración a lo largo del día empezaron a cobrar sentido en una
de las charlas. La denominada vigilia o vigilancia que se realiza antes del amanecer tiene el sentido de estar siempre
vigilantes ante la posible muerte y por lo tanto en estado de
revista. La de las seis y media de la mañana denominada
laudes o eucaristía es la misa del día. Luego las horas menores, que son más breves, son recordatorios de que toda la
jornada es de Dios. En la oración de las siete de la tarde, las
vísperas, se da gracias por el día y se pide perdón por las
faltas y en las completas se hace un repaso del día y se pide
una buena preparación espiritual para el descanso.
Alberto disfrutó más intensamente de la primera y la última oración del día, que se celebraban en la oscuridad y en
las que los cánticos repetitivos daban una gran sensación de
paz interior.
La jornada de trabajo fue menos dura, se trató simplemente de aserrar unas maderas para hacer pequeños crucifijos que los monjes luego vendían al exterior. Aunque el
esfuerzo fue leve, a Alberto le dolían los huesos posible235
mente por la falta de regularidad de su somier. De todo el
día lo que más le gustó fue una charla sobre espiritualidad
monástica que daba el padre abad. Éste era uno de los monjes mas jóvenes del monasterio, rompiendo las ideas preconcebidas que Alberto tenía, que siempre había pensado
que a abad se llegaba por antigüedad. Pensó que tal vez la
política de prejubilaciones había llegado también a los monasterios.
Mientras Alberto se perdía en sus jocosos pensamientos,
el padre abad había comenzado su charla. Abordó el tema
de la autenticidad. La sociedad nos obliga a llevar máscaras, a representar papeles, a competir con los otros, a tener
miedos, a estar bien con el poderoso, a dar imagen en todo
momento. El monje es todo lo contrario, tiene una sed de
absoluto, es una búsqueda permanente de Dios entre las tinieblas. Alguien preguntó a lo largo de la charla: —¿Qué
utilidad tiene la vida de un monje?
El padre abad respondió: —Utilidad práctica, no tiene
ninguna, porque no hace cosas. El monje trabaja en gratuidad, por tanto, el monje vale por lo que es, es lo que es, no
lo que hace. El monje apunta a una realidad distinta. Para
aproximarse a esa realidad, lo primero es conocerse y aceptarse como uno es. Para eso el silencio ayuda, ayuda a descubrirnos a nosotros mismos. Descubrir nuestra incoherencia, ofrecernos a Dios con todas esas cosas.
A Alberto la idea que le vino repetidamente a la cabeza
durante toda la tarde fue «el monje no hace, el monje es».
Después de años trabajando en la eficacia, en la eficiencia,
en la productividad, pensar que puede haber vidas dedicadas sencillamente a ser y no a producir o a generar riquezas
o desarrollo, era tremendamente chocante. Se había sentido
236
muy débil cuando le despojaron de su puesto, y ahora su
autoestima iba recuperándose poco a poco. La línea era la
de ser, no la de aparecer, no la de producir, sino la de ser
una persona, en sí misma completa, en su proyecto de vida.
¿Necesitaba para que todo tuviera sentido una idea tan abstracta como Dios? Seguía convencido de la existencia de
un nivel de trascendencia que superaba a la muerte. Esa
idea tenía especialistas que la habían desarrollado y perfeccionado y estos eran los monjes. No había contradicción
entre ambas visiones, de hecho eran la misma y el ejemplo
de aquellos seres enclaustrados era edificante para no relajar la regla moral que lleva aparejada toda noción de un
más allá. Lo importante era la coherencia personal.
Realizar las cosas que quería hacer porque quería hacerlas,
porque entendía que debía hacerlas sin conceder el derecho
a nadie de poder apreciarlas. Seguramente había declinado
los pensamientos de la espiritualidad monástica del padre
abad de una forma totalmente distinta a la que aquel preveía, pero, de alguna forma, le ayudaban en su idea de formar una nueva persona que pudiera vivir una vida distinta.
El último día de las jornadas se ajustó al mismo esquema de oración en la capilla y charlas de aspectos religiosos. El hermano Alfonso, el que participaba en el trabajo
físico que se hacía cada día, dirigió una de las charlas. Era
un hombre que podía perfectamente pasar por un agricultor
si lo encontrabas en su tractor en la mitad de la estepa castellana. Hablaba con una voz recia en la que sorprendían
conceptos espirituales. De las muchas cosas que dijo,
Alberto se quedó con que siempre había habido monjes en
la humanidad y muy anteriores a los cristianos, budistas,
hinduistas, etc. Todos ellos, renunciando a todo, intentaban
iniciar un paso más hacia la trascendencia. Era el último día
237
y en el ambiente de confianza instaurado, las preguntas eran
continuas. Parecía como si el grupo quisiera extraer el máximo de la experiencia de aquel hombre tan sencillo. Una de
las respuestas, Alberto la apuntó como antológica: «La experiencia del monje es incomunicable pero contagiosa».
Alberto se animó a intervenir: —Bueno, ¿y para qué
sirve quitar piedras si somos especialmente nulos? Seguro
que no hemos hecho nada positivo en estos dos días.
El hermano Alfonso, un hombre que seguramente no
tendría una gran formación, respondió con naturalidad mirando a Alberto como si estuviera viendo muy dentro de él.
—Tú siempre quieres hacerlo todo de la forma más efectiva posible y te equivocas. Es mejor recoger una piedra si
se hace con sentido que limpiar el campo entero si no se
sabe para qué. No buscamos cosas, buscamos presencias.
Alberto, que había considerado a aquel hombre un ser
un poco bruto, un obrero que trabajaría en la huerta del monasterio, tuvo que aceptar que era capaz de expresar ideas
muy profundas.
Al final de la charla, alguien preguntó: —Pero hermano
Alfonso, ¿qué es lo más duro de ser monje? ¿El aislamiento? ¿La soledad? ¿El silencio? ¿La castidad?...
La respuesta fue: —Lo más duro de todo es la convivencia. Yo creo que ganamos el cielo aguantándonos a nosotros mismos dentro de la comunidad.
Alberto se acordó del relato que escribió su amigo Jesús
sobre los monjes de Roncesvalles. «Somos una especie curiosa —pensó—, en la que lo más duro es vivir con nuestros semejantes.»
238
Cuando al día siguiente condujo su coche hacia la autovía de vuelta de su experiencia, se consideró un privilegiado por haber podido conocer una realidad y unas condiciones tan distintas a la suya, y compartir las visiones de
hombres que habían tenido el valor de ser coherentes con
lo que creían.
Puso en marcha su teléfono móvil, que había tenido expresamente apagado durante los tres días. Tenía un mensaje
de Raquel: «Señor Kent, ha llamado la secretaria del señor
Hens de ACC de Zúrich. Me pregunta si podría usted ir a
verle el próximo día 10 de abril. Queda casi un mes, pero
me han pedido que les confirme su disponibilidad cuanto
antes para enviarle el billete».
El Presidente Hens quería verle y se hacía cargo del billete. Indudablemente, estaban muy interesados en la compra de Electronic Holdings.
239
Capítulo 32
La soledad de Roland
Aquella mañana clara, en la que una luz brillante dibujaba con nitidez las luces y sombras del prado que se divisaba desde su dormitorio, Roland, pensativo y preocupado,
con la mirada fija en el horizonte, sintió que las cosas no le
iban nada bien. Era la primera vez que una sensación de
este tipo, con tanta claridad, le invadía el ánimo. Como una
película fugaz, recordó los episodios de su vida reciente,
que le habían marcado y que tenían un especial significado
en este momento. Era una tormenta de pensamientos que le
abrumaban, y él, solo en aquella ventana, empezó a hablar
en voz alta. Con un gesto, como si de un descubrimiento se
tratara y en un tono de sorpresa por no haberse dado cuenta
antes, dijo: «¡Estoy viviendo una pesadilla!».
La mañana avanzaba, cada vez más radiante y agradable. Se podían ver algunas personas haciendo deporte por
las veredas que recorrían el pequeño parque que se divisaba
desde el gran ventanal. El paisaje contrastaba con la melancolía que inundaba el estado de ánimo de Roland.
Pasó por su despacho, que ocupaba un amplio rincón del
salón de su casa. Era una mesa de cristal, grande, amplia,
con un par de montones de carpetas bien organizadas, un
241
monitor de pantalla de última generación, un teclado muy
pequeño de color gris plata, algo brillante, y el teléfono. En
un extremo de la mesa, algunos objetos decorativos de recuerdo de eventos de ACC. Aquella mesa decía algo de su
dueño. Dejaba entrever cómo podría ser un tipo «frío», ordenado y posiblemente algo maniático.
Ya en el coche y mientras Pedro le llevaba a la oficina,
revisó un portafolio, que llevaba consigo habitualmente, y
recogió una de las carpetas con las conclusiones preliminares del proyecto de McKinsey sobre el futuro de ACC
España en Internet. La hojeó, pero le fue imposible concentrarse en el documento.
El día fue totalmente atropellado, nada salía bien. La
agenda prevista no se cumplía, retrasos, anulación de alguna reunión, correos electrónicos acumulados y sin responder, y una llamada intempestiva y desagradable de
Peter Slusche cada vez más incómodo, cada vez más violento en sus apreciaciones. Roland colgó el teléfono y decidió dar por acabado el día antes de tiempo.
Cuando esperaba el ascensor se encontró con Ángel
Fuentes, el Director de Fabricación.
—Venía a verte.
—Pues ya será mañana. Ahora tengo una cita fuera
—dijo Roland mientras se cerraba la puerta del ascensor.
Ángel se dirigió al despacho de Juan Ortega, el responsable de Informática.
—¿Tienes un momento? —le dijo mientras se sentaba
en el sillón de confidente ante su mesa.
—Para ti, siempre —bromeó Juan.
242
—Estoy preocupado por la situación de la empresa.
Benítez, el sustituto de José Luis, no sabe hacer la o con un
canuto. Está agobiado con querer vender a cualquier precio
y yo estoy aceptando precios de venta casi sin margen. He
intentado hablar con Roland varias veces y parece como si
este tema no le interesara. Lo único que sabe hacer es encerrarse con los cuadros financieros y echar broncas a diestro y siniestro.
—Yo también creo que no vamos bien. El proyecto de
facturación en el que habíamos invertido más de seis meses
de trabajo ha sido finalmente anulado. Quiere que hagamos
otro pero al mismo tiempo ha cerrado la posibilidad de contratar body shopping.
—¿Body shopping?
—En Informática, los proyectos los desarrollamos con
gente externa, los subcontratamos porque salen más baratos.
—Ya. ¿Y qué vas a hacer? —pregunto Ángel.
—Me imagino que lo mismo que tú, intentar minimizar
el daño.
—Juan vio salir de su despacho al Director de Fabricación, un profesional brillante al que apreciaba, cabizbajo y
pensativo.
Mientras, Roland volvía a su casa. Por la ventanilla del
automóvil vio una pareja besándose apasionadamente en
un banco en plena calle. Esa imagen le trasportó, de repente, a los momentos que pasó con Susana, la chica de
Barcelona con la que en su adolescencia compartió sus mejores veraneos durante años. Su gesto se crispó cuando recordó que llegó a pensar que podía ser la candidata ideal
para ser la «madre de sus hijos». «Pero llegué tarde, pasó
243
ese tren y sin darme cuenta aquí estoy. ¡Tengo que hacer
algo!, la empresa me tiene absorbido y me estoy olvidando
de vivir. No quiero seguir así, tengo que encontrar alguien
con quien compartir y disfrutar de la vida», se dijo con cierto
coraje.
Al llegar a casa, recogió el correo del buzón. Retiró un
montón de folletos de publicidad, algunas cartas del banco
y nada personal. Fue hojeando los folletos y le llamó la
atención el de una empresa que diseñaba y gestionaba páginas web para empresas y particulares. Pensó en el enorme
desarrollo que estaban teniendo las redes sociales, un fenómeno cuya amplitud no acababa de entender. Se preparó
una copa de vino y unas almendras, y se sentó en el salón,
leyendo con más detalle el folleto de los diseñadores de páginas web. Se fijó en un comentario referido al éxito que
estaban experimentando las páginas de contactos. Fotos de
personas que decían ser ejecutivos y empresarios contaban
su experiencia y alentaban a los potenciales usuarios a probar sin compromiso y con absoluta garantía de confidencialidad. Roland notó una sensación agradable interiormente y
se dijo: «¿Y si me atreviera? ¿Por qué no?».
Inmediatamente, se puso a navegar por Internet, buscando páginas web de contactos que le inspiraran confianza
y garantía. Fue explorando una y otra página de las que iba
encontrando, hasta que por fin se detuvo en una que le pareció más fiable. Le tranquilizaban su aspecto serio, su diseño atractivo, los contenidos y las facilidades de uso, pero
sobre todo, cómo trataban los asuntos de confidencialidad
y seguridad de los datos. La página ofrecía realizar una
prueba gratis, sin ningún coste y sin ningún compromiso.
Además, no le comprometía porque no había que aportar
244
ningún dato personal. No obstante, le quedaba un cierto
resquemor: que algún dato de identificación del ordenador
pudiera ser rastreado y que se supiera en la empresa. A
pesar de todo, siguió adelante.
Comenzó a introducir los datos que la página solicitaba.
Eran absolutamente anónimos, pero incluían ciertos aspectos de su persona, para que el sistema procediera a la búsqueda de las posibles correspondencias con otras personas
complementarias con los datos y rasgos de su perfil. Todo
iba bien, aunque seguía un tanto inquieto, porque dado su
carácter estricto en todos los asuntos, sentía que estaba traicionando esos «pilares» de su comportamiento. Al momento, el sistema le proporcionó una serie de fotografías de
chicas, con los datos principales de su perfil. Sorprendido,
y verdaderamente impresionado por la rapidez de la respuesta, dudó de que aquello fuera real. Fue analizando uno
por uno, y a medida que avanzaba, más y más se introducía
en la mecánica del sistema. Respondió a la solicitud de varios contactos que de una forma automática el sistema ya
proporcionaba. Envió tres saludos a los tres perfiles que
más le gustaron. Después de enviar los mensajes, se quedó
verdaderamente perplejo y se dijo: «No sé dónde me lleva
esto pero algo tengo que hacer para cambiar».
245
Capítulo 33
Visita al Presidente Hens
Una extraña sensación se apoderó de Alberto cuando se
acomodaba en su asiento de business class en el avión con
destino a Zúrich. Lo había tomado tantas veces que para él
en otra época era prácticamente una costumbre. Dicen que
lo que se convierte en costumbre se ahorra en estrés, y en
su caso el viaje mensual a Zúrich era algo tan habitual
como ir un día normal a la oficina. Sin embargo, en esta
ocasión había muchas cosas distintas. La primera, la hora.
El vuelo salía a las 10.55 de la mañana en lugar de a la suya
habitual de dos horas antes. Para seguir, no tenía gruesas
presentaciones que repasar en el avión. Y por último, su
jornada de trabajo sería corta, pues tenía previsto el regreso
a las 17.30.
Leyendo la prensa, las dos horas de vuelo se le hicieron
cortas. En el aeropuerto de Zúrich le esperaba el chofer personal del Presidente de ACC, al que conocía bien. Le confirmaron que la hora de la cita eran las 15 horas, por lo que le
pidió que le dejara en el Restaurante La Mimosa, una pizzería que conocía de otras veces y que estaba a menos de
cinco minutos de las oficinas. El coche le dejó a las 13.30
en la puerta del restaurante y aunque ya era algo tarde, el
247
dueño le sonrió y le condujo a una de las mesas al lado de
la ventana.
Comió melón con jamón y una deliciosa pizza napolitana, pequeña y exquisita, especialidad de la casa.
Faltaban cinco minutos para las tres cuando se presentó
en la antesala del despacho del doctor Hens, que de forma
casi inmediata, salió de su despacho para invitarle a pasar.
Alberto se sintió una vez más extraño. El gran jefe de la
Organización en la que había trabajado más de quince años,
era ahora un posible cliente. Aquello le sorprendía sin saber
muy bien cómo analizar sus reacciones. En cualquier caso,
no era desagradable.
—¿Qué tal su viaje, Alberto? —preguntó Hens con una
sonrisa poco habitual.
—Perfecto, gracias, Presidente. —Siempre le había llamado así y le pareció lógico seguirlo haciendo—. Es un
placer estar de nuevo en esta oficina.
—Posiblemente es tan suya como nuestra. Aportó usted
mucho en su época con nosotros. —Evidentemente, el
Presidente dejaba claro que no quería que ningún resquemor pudiera enturbiar los temas nuevos que iban a abordar.
—Gracias. Guardo un excelente recuerdo de esa época
—dijo Alberto, con lo que Hens se dio por satisfecho.
—Bien, le he pedido que viniera para confirmarle nuestro interés en la venta de la filial española de Electronic
Holdings. —Hens hizo una pausa. Era evidente que para
eso sólo no era necesario tener una entrevista personal.
Había algo más pero ya saldría más adelante. Al fin prosiguió—: Su informe es muy completo y como le conozco
creo que debe reflejar fielmente la situación. Sin embargo,
248
no se entiende por qué se desprenden de esa pequeña joya
de la corona. Y el informe que me mandó no lo deja claro.
Alberto explicó las posibles dificultades de la casa matriz en EE UU y la necesidad de hacer caja, y añadió: —Como comprenderá, no podíamos poner por escrito la razón
que podría alentar las demandas que están sufriendo.
—Desde luego, desde luego… —Hens hizo una nueva
pausa como buscando las palabras—. Bien, estamos interesados en adquirir la firma española y entiendo que ahora
procede hacerles llegar una oferta. Una oferta no vinculante
—recalcó.
—Efectivamente, estamos en esa fase. Como sabe, entre
las ofertas indicativas recibidas se seleccionará la mejor y a
la entidad seleccionada se le pedirá una oferta vinculante, sujeta a due diligence a cambio de un periodo de exclusividad.
Hens tomó el teléfono: —Páseme el documento, por favor.
Entró en el despacho un chico joven con un sobre cerrado y el Presidente le hizo un gesto para que se lo entregara a Alberto, mientras le preguntaba: —¿Tiene usted autorización para leer la oferta?
—Sí.
—Hágalo, por favor.
Alberto abrió el sobre y se puso a leer. Sin querer desvió
su mirada rápidamente a la cifra indicada en letra y número, que ascendía a 552 millones de euros. Le sorprendió
por ser más alta de la que él esperaba. Hens le miraba con
mucha atención y le pareció percibir un gesto.
—¿Qué le parece? —le preguntó el Presidente.
249
—Comprenderá que no puedo hacer ningún comentario.
—Estamos muy interesados en la operación. Déjeme ver
—le dijo tendiendo la mano. Alberto le pasó la carta—.
Perdone, Kent. Hay un error —dijo mientras llamaba de
muy mal humor de nuevo por el teléfono—. Tráigame la
ÚLTIMA oferta que hemos preparado.
El joven volvió a entrar con otro sobre y se lo entregó
nuevamente a Alberto.
—Léala, por favor.
—Si me lo permite, Presidente, la abriré después, pues
estoy viendo que usted es demasiado listo para mí.
Hens sonrió mientras añadía: —Bien, Alberto, cuento con
que nos ayudará en esta operación. Si compramos la sociedad la fusionaremos con nuestra filial española y puedo asegurarle que el Director General actual no será el que lidere la
fusión. Otra cosa, todos los trámites de esta transacción deberán ser tratados conmigo o con mi ayudante. En ningún
caso quiero que se informe a Peter Slusche.
Alberto, disimulando su sorpresa, le contestó: —Está
perfectamente entendido. Tendrá noticias mías en un plazo
inferior a un mes.
—Gracias, Alberto. Que tenga un feliz regreso. Mi chofer le llevará al aeropuerto.
Se estrecharon las manos. En el coche, Alberto abrió
discretamente el sobre y no pudo disimular la sonrisa. La
cifra indicada era de 606 millones de euros. El gesto que
había hecho al leer la primera oferta había sido interpretado
por Hens como de desagrado y por eso le había sacado la
segunda oferta que era 54 millones de euros superior a la
primera. El interés de Hens en la operación era claro. Pero
250
había otros elementos intrigantes en la conversación. ¿Por
qué le había hecho saber que Roland no seguiría? ¿Estaba
insinuando que podría haber una posible oferta para él? ¿Y
qué pasaba en las alturas para que Slusche fuera dejado al
margen? Evidentemente, si la operación la compraba ACC,
las tensiones en la cúpula serían muy serias.
251
Capítulo 34
De vacaciones con Jesús
El todoterreno aparcó entre las ramas bajas de un árbol
cercano a la charca. En España la charca se habría denominado lago porque su extensión cubría un kilómetro de lado
y en el centro su profundidad debía superar los cuatro metros. Pero en la reserva de Phinda en Sudáfrica era tan solo
una charca cuyo nivel subía considerablemente en la época
de lluvias. Desde unos veinticinco metros se podía observar a ocho grandes elefantes que se movían con violencia.
El guía aclaró que no estaban peleando, sino jugando. Eran
elefantes jóvenes, aunque ya enormes, que se empujaban,
se subían los unos sobre los otros, se dejaban caer por las
pendientes de barro, echaban grandes chorros de agua por
la trompa y se rebozaban en el barro de las zonas con
menos profundidad.
Encaramados en las «gradas» del Land Rover, Alberto y
Jesús disfrutaban viendo el espectáculo. Uno de los elefantes se dirigió hacia la orilla en la que se encontraban. Había
una gran pendiente de barro, por lo que sus intentos de salir
resultaban infructuosos. Subía por la pendiente y a medio
camino resbalaba poco a poco, cayendo nuevamente al
agua y produciendo una enorme ola al caer. El espectáculo
253
era magnífico. La naturaleza en su estado más puro. Los
animales disfrutando de su baño matutino. Uno de los elefantes del otro lado se aproximó al que quería salir y se
quedó observando los intentos. Después del tercer intento
infructuoso, se acercó por detrás e intentó ayudarle apoyando sus colmillos y su trompa en el trasero del que intentaba salir de la charca, con tan poca suerte que en esta ocasión cayeron los dos al agua, duplicando el estruendo y
según parecía, con amplio contento de los dos. Repitieron
la historia continuamente, al menos durante los treinta minutos que permanecieron observándolos desde el todoterreno.
Cuando Jesús llamó a Alberto para proponerle que le
acompañara sustituyendo a su mujer en una excursión a
Sudáfrica, éste no lo dudó. Jesús la había planeado con bastante antelación pero en el último momento le había fallado
María, porque su madre había sufrido una caída y necesitaba ayuda para la convalecencia. Fue ella la que le recomendó llamar a Alberto. Se conocían desde el colegio y
siempre se habían caído bien. Además, la circunstancia de
que Jesús se hubiera prejubilado recientemente les había
dado más temas en común, y ocasión de verse más a menudo. El recorrer juntos un largo trecho del Camino de
Santiago había sido definitivo en la recuperación de su estrecha amistad.
El proceso de venta de Electronic Holdings España le
dejaba a Alberto libertad esos días mientras se terminaba el
plazo de recepción de las ofertas no vinculantes. Así que
Alberto no lo dudó. Le apetecía compartir con Jesús aquella experiencia tan distinta.
254
El viaje de ida había sido agotador. Diez horas en unos
cubículos mínimos que Iberia estima suficientes les habían
dejado derrengados. Sin embargo, en Johannesburgo se recuperaron y ahora en la reserva de Phinda estaban disfrutando cada minuto. La reserva se encuentra en el este del
país, entre las montañas de Ubombo y las aguas del océano
Indico. Se accede en todoterreno desde un minúsculo aeropuerto, una simple pista de aterrizaje, llamado Mkuzi. Sus
posibilidades se limitan a los aviones de un máximo de 30
plazas. El viaje desde Johannesburgo dura una hora y
veinte minutos, pero eso es teórico, ya que al no existir sistema de orientación por controladores, el piloto debe seguir
determinados puntos del terreno para llegar, de forma que
si está nublado, como el día en que Jesús y Alberto venían,
el viaje puede prolongarse indefinidamente hasta que el piloto con descensos arriesgados por debajo de las nubes
consiga reconocer algún accidente natural o artificial que le
oriente sobre dónde está. Tardaron tres horas y según les
dijo luego el piloto tuvieron riesgo de quedarse sin combustible. Afortunadamente, los dos amigos con su excitación por el viaje y su estado de ánimo positivo, no apreciaron el peligro que habían corrido.
A la llegada, el superlujo del Mountain Lodge y las excepcionales vistas les convencieron de que habían acertado
haciendo este viaje.
Rápidamente se incorporaron a la primera salida para intentar ver animales salvajes en libertad. Los todoterrenos
eran grandes y estaban preparados con seis asientos en su
parte posterior, colocados dos a dos en graderío. Esto permitía que todos los asistentes pudieran ver perfectamente
las maravillas que aquella reserva privada ofrecía. Justo en
255
el morro del Land Rover había un pequeño trasportín
donde iba sentado un ojeador, de raza negra, que orientaba
al conductor sobre la ruta a tomar para ver los animales que
buscaban. Cuando aparecía un felino, el ojeador subía rápidamente al todoterreno. Al parecer las bestias ven el conjunto del Land Rover con todos sus ocupantes como un
único animal y no lo atacan; ahora bien, si detectan la figura humana del ojeador sentado en el trasportín delantero,
este puede arriesgarse a sufrir un zarpazo.
La cantidad de animales salvajes que existía en la reserva era impresionante. Jesús contó que habían visto 24
especies diferentes tan solo entre los mamíferos. De los famosos big five habían tenido ocasión de ver, observar y admirar en su medio natural a todos menos los búfalos. Como
comentó Jesús: «No me preocupa perderme los búfalos si
conseguimos ver hipopótamos». Tuvieron suerte. En la primera tarde se aproximaron a una familia de leones que devoraba placenteramente los restos de un impala, los hipopótamos dejaban sobresalir sus ojos y narices como si fueran los periscopios de sus enormes cuerpos submarinos en
una charca que visitaron la mañana anterior justo al amanecer, y en la visita a la puesta de sol, una pareja de leopardos
se les quedó mirando con atención y un rinoceronte salió
corriendo cuando se le acercaron. Y ahora en su tercer día
en la reserva, los elefantes les estaban dando el espectáculo
completo.
Regresaron al hotel. Volvieron a admirar el lodge compuesto por una gran casa central que recogía la recepción,
los salones y el comedor y fueron a ducharse a su bungaló,
que en realidad era un precioso chalecito con dos habitaciones. «Afortunadamente —bromeó Alberto—, porque ha-
256
brás visto que son camas de matrimonio.» La casita colocada en una pendiente de la colina ofrecía una cautivadora
vista del paisaje. Recomendaban que los trayectos entre el
hotel y los bungalós se hicieran acompañados por un
guarda debidamente armado. Los ruidos por la noche tenían todo el atractivo de la selva y no era extraño oír un rugido de león lo suficientemente cercano como para abandonar precipitadamente la terraza y cerrar concienzudamente.
—Es curioso que el horario que hacemos aquí sea muy
parecido al que hacen los monjes —dijo Alberto cuando
después del safari del atardecer y de la cena se instalaron cómodamente en una de las terrazas del lodge, desde la que se
divisaba la selva de árboles no demasiado altos, iluminados
por los últimos rayos de sol. Mientras aceptaba un vaso de
whisky que le tendía Jesús, prosiguió—: A mí nunca me
gustó madrugar, pero cuando estuve en el monasterio de
Santa María de Huerta, no me importó, y aquí tampoco. He
descubierto que los momentos especiales en los que parece
haber magia en el aire, son precisamente aquellos en los que
el sol sale o se pone. La sensación de irrealidad, o mejor
dicho, la sensación de que todo es posible, es muy fuerte.
—Te veo muy místico, eso quiere decir que estás empezando ya a cambiar para hacerte a una nueva vida —apuntó
Jesús sirviéndose una copa.
—Sé que estoy en proceso de cambio, pero no tengo ni
idea de lo que durará, ¿cómo vas tú en la nueva situación?
—Para mí fue más fácil al principio, yo no viví el cambio como forzado sino como una oportunidad que yo solicité. Durante el primer año hice todo lo que me gusta hacer,
pero luego tuve un bajón. Necesitaba algo más y lo he encontrado hace solo dos meses. Me he encargado de la ges257
tión financiera de una ONG, y estoy mejorándoles un montón de cosas, de forma que si todo sale bien la tasa de gastos podremos reducirla a casi la mitad en un año, con lo que
eso supone de mejora de los importes para fines específicos.
Además, tengo un montón de ideas de cómo mejorar los ingresos, y me han encargado de todas las relaciones con las
Administraciones Públicas. Pero lo mejor que no te he dicho
es que se dedica a algo que me parece importante. La ONG
se llama AYÚDATE y su fin es ayudar a la incorporación de
los inmigrantes, no solo cuando llegan, sino hasta que conseguimos su total incorporación con sus familias aquí.
—Te veo muy entusiasmado con eso.
—Creo que tal vez es la etapa de mi vida en la que me
siento más satisfecho... Y de vez en cuando, ser libre y
tener el dinero para visitar sitios tan maravillosos como
éste. ¿Qué más se puede pedir?
Alberto le contó la historia de Akim y quedó en ponerles en contacto.
—Akim ya no tiene problemas, le busqué un trabajo y
creo que le va bien, pero tal vez puede servirte para conocer mejor todos los problemas que tienen al llegar.
—Estaré encantado de charlar con él. Y tú piensa en si
te interesaría colaborar con nosotros.
—Cuenta con ello. Ya me dirás cómo.
Los días pasaron muy rápidamente. Los animales seguían
desfilando ante sus ojos. Los impalas con sus saltos ligeros,
las jirafas elegantes que no saben beber de las charcas salvo
adoptando posturas inverosímiles, las cebras con sus ojos de
bondad... Todo ello, más las charlas apacibles entre dos buenos amigos, compuso unas vacaciones para recordar.
258
El final del viaje preveía un par de noches en Sun City.
Cuando salían hacia el aeropuerto Alberto pensó que según
la publicidad aquél era el hotel más lujoso del mundo, pero
lo que no decía es que posiblemente fuera también el más
hortera. Sin embargo, lo habían pasado bien riéndose de los
excesos ostentosos, como el puente en el que hay un terremoto cada media hora con gran ruido de ambiente o la piscina de grandes olas artificiales. Jugaron en el campo de
golf y les sorprendió que se jugara obligatoriamente con cochecito y caddy. A pesar de los avances del antiapartheid,
todos los caddies son de raza negra y van corriendo detrás
del coche. El hoyo 13 es corto y entre la salida y el green
hay un enorme socavón de varios metros de profundidad, en
cuyo fondo reposan y dormitan una docena de cocodrilos de
al menos cinco o seis metros. Lo que Alberto y Jesús apreciaron más fue el cartel en inglés. «Peligro. Prohibido bajar
a coger las bolas de golf o mandar a los caddies a hacerlo.»
Cuando llegaron al aeropuerto de Johannesburgo,
ambos amigos estuvieron de acuerdo en repetir la experiencia aunque hubiera que sacrificar las rodillas en cada ocasión al objetivo de rentabilidad de Iberia.
259
Capítulo 35
La oportunidad de Roland
Habían pasado un par de semanas, y con cierta inquietud,
Roland consultaba la página web cada día, aunque no tenía
suerte. El siguiente fin de semana, mientras revisaba su correo personal, un tanto decepcionado, y cuando ya había olvidado su aventura de contactos en Internet, recibió una invitación de una mujer completamente desconocida y diferente de sus contactos anteriores. reto35 le pedía si deseaba
compartir un saludo y a ser posible algunas fotografías. Esto
le dejó francamente sorprendido por un momento sin saber
qué hacer. Pero Roland contestó lo mejor que supo. Aquello
se convirtió en un cruce de mensajes educados sin contenidos personales. Se enviaban dos o tres mensajes cada día,
algo neutros, contando al otro lo que estaban haciendo, pero
deslizando ya algunos datos sobre sus aficiones y circunstancias personales. ¿Habría continuidad? Esa incertidumbre
formaba parte del interés de esa relación virtual.
Pasados unos días, Roland recibió una llamada de esta
persona en su casa a última hora de la tarde y superada la
tensión inicial, ambos se sintieron a gusto contándose detalles de sus vidas. A la semana siguiente, ella le volvió a enviar un mensaje que decía así:
261
Estimado Roland:
Fue un placer conversar días atrás contigo. Me encantaría saludarte nuevamente y por qué no, conocerte de
forma personal. Me pareces una persona interesante.
Estaré en Madrid la semana que viene por temas profesionales. Te adjunto mi número de teléfono y si crees oportuno concertamos una cita. Ya sabes, nada formal, sin ningún compromiso.
Un cariñoso saludo. Alba
Roland, bastante sorprendido por el trato tan directo,
quedó pensativo unos momentos. Sabía que iba a aceptar
esa cita. Esa mujer, de profesión empresaria, le intrigaba,
era diferente a las que había conocido hasta ese momento
de su vida. Era amante de sus negocios, del arte, sensible y
original. Desde el principio se sintió muy a gusto charlando
con ella, notaba que le trasmitía una sensación de paz.
La cafetería estaba muy concurrida, y Roland miraba a
todas partes con ansiedad. La reconoció de inmediato nada
más cruzar la puerta. Era más sensual de lo que mostraba
en la foto. Relajada, de mirada limpia y profunda. Se
acercó hacia ella, la saludó y ya con los dos besos y la leve
presión de su mano pudo apreciar su frescura tanto en su
perfume como en su rostro.
Charlaron un poco, rompieron barreras, la mirada tan
expresiva de ella le hacía mantener a Roland una atención
constante. Además sabía escuchar, se interesaba por las
262
cosas que él contaba como si fueran temas interesantísimos
para ella. Y Roland se sintió a gusto e importante.
Después, decidieron ir a cenar a un tranquilo y discreto
restaurante. Era una mujer triunfadora en sus negocios, ganadora en cualquier situación por difícil que fuese, con vitalidad y carisma. Fue tal la atracción que Roland sintió por
ella que pensó que nunca debería acabar aquella cena. La
tertulia se prolongó hasta pasada la medianoche. Aquellos
ojos verdes tan bellos, tan vivos, lo hipnotizaban. Hasta el
camarero, con la propina, pudo apreciar que Roland había
quedado prendado de su acompañante.
Se despidieron no sin antes concertar una cita para el día
siguiente.
Cuando Roland llegó a su casa, no podía conciliar el
sueño. Alba era una mujer elegante y físicamente muy atractiva. Una melena lisa de color caoba enmarcaba un rostro de
facciones clásicas, con unos grandes ojos verdes y unos
dientes perfectos. Su figura mantenía a sus 35 años toda la
belleza de un cuerpo adolescente. Pero fue sobre todo su
sonrisa y la inteligencia de su conversación lo que envolvieron a Roland en una nube de armonía, liviana y relajante.
La mañana siguiente desplegó toda la maravilla de la
primavera. Tomaron el almuerzo juntos en una terraza al
aire libre y luego pasearon a través de los amplios jardines
del Retiro, con frondosos árboles que les acompañaron por
toda la vereda. El canto primaveral de los pájaros acariciaba sus oídos, el azul del cielo invitaba a volar y el aroma
de la suave brisa acariciaba la piel. Roland tomó la mano
de Alba, luego sus brazos se estrecharon y al momento sus
labios entreabiertos se encontraron.
263
Pronto llegó la hora de la despedida, la añoranza invadió
el corazón de Roland, pero ambos sabían que el adiós de
esa tarde les conducía a un nuevo encuentro.
Ella, en el viaje de regreso a su cuidad, recordó todos los
momentos de esas maravillosas horas. Solo había algo que
no le encajaba. Roland se mostraba tierno y dulce con ella,
sin embargo, le estuvo comentando en qué situación se incorporó a la empresa en España y cómo fue ascendido a su
puesto actual, del cual se sentía orgulloso a la vez que preocupado. ¿Por qué estaba inquieto si acababa de ser promovido a un puesto tan importante a pesar de su juventud?
Pasaron las semanas y la relación con Alba iba humanizando a Roland. Su cambio de actitud fue percibido con
claridad por su equipo. Estaba más amable y receptivo a las
propuestas de los ejecutivos de la Compañía, y estos se hicieron la ilusión de que una época distinta podría estar empezando y de que podrían construir un equipo nuevo basado en relaciones de mayor confianza.
Roland y Alba iniciaron una época de constantes viajes.
Su forma de verse, residiendo en ciudades distintas, solo
podía ser viajando los fines de semana. Pasaron fines de semana juntos en París, en Londres, en Praga…, ella como
buena coleccionista solía adquirir algunas piezas de arte en
las galerías de cada cuidad; clásico y moderno, pinturas y
esculturas configuraban una excelente y compensada colección privada. También visitaron Suiza, donde Roland le
enseñó a Alba su ciudad natal y le presentó a sus padres.
Su relación parecía irse consolidando con la intensidad
de tantas vivencias y experiencias juntos, y sin embargo en
algún momento comenzó a declinar. La pasión del comienzo iba mermando en el tiempo. Los problemas acucia264
ban en la empresa, el carácter prepotente y humillante de
Roland volvió a aparecer, poniendo nuevamente a su
equipo en su contra. Volvieron los rumores a los despachos.
Roland se mostraba de una manera más distante con
Alba, era evidente el desapego emocional que comenzó a
mostrar. Incluso ella observó que su consumo de whisky
pasó a ser un poco excesivo y su carácter se tornó irritable.
Alba, mujer intuitiva e inteligente, percibió el principio
del fin. Entonces planeó una retirada sin agravios.
Mientras, Roland inició una etapa de silencio, sin llamar ni
responder a los mensajes.
En ese momento, ella supo que a pesar de todo compraba su propia libertad, se le iban a abrir nuevos horizontes y empezó a darse cuenta de que necesitaba una gran
dosis de aire fresco. En ese momento era vital para ella.
Alba también sabía que el silencio de Roland era un escape
a la nada, que cuando se diese cuenta se encontraría con los
mismos problemas. Era una persona racional pero prácticamente vacío emocionalmente. Alba intuía que se iba a autodestruir, le quedaban los días contados en la empresa si
no daba un giro en su vida tanto a nivel profesional como
personal. Debería tener un trato más próximo con las personas. Se empezaba a comportar de esta forma también con
Alba, y ella suponía que también con todas las personas
con las que se relacionaba.
Después de un mes de silencio, Roland contactó con
Alba, deseaba verla, la había echado mucho de menos y la
seguía queriendo. Pero ella había mitigado el amor que sentía por Roland, lo había sacado de su corazón. Sus brazos
no permanecían abiertos para él. Ella había emprendido el
265
vuelo para explorar nuevos horizontes, un camino que
debía aportarle nuevas vivencias enriquecedoras.
Roland, sin saber muy bien lo que quería, se sintió desairado y se volvió a encerrar en sí mismo, sin darse cuenta
de que había sido él el que había hecho imposible la relación con Alba. Sin ninguna justificación, se sintió de nuevo
como un hombre maltratado.
La tensión en la empresa por los malos resultados no le
permitía tener un salvavidas profesional para ocultarse a sí
mismo sus problemas personales de relación con los
demás. Las llamadas de Slusche recriminándole por el descenso del negocio y haciéndolo único responsable de la disminución de los resultados, acabaron por provocarle crisis
de ansiedad, que fueron acentuándose a lo largo de las semanas. Finalmente Roland tuvo que acudir a la consulta de
un psicólogo. Allí descubrió muchas cosas.
Debía aceptar en primer lugar que Alba ya nunca regresaría con él. A las mujeres les encantan los ganadores pero
no los derrotados como era su caso. Además, ese carácter
prepotente e imperativo que le había acompañado a lo largo
de su vida era un germen claro de infelicidad. Su carácter
continuamente dominado por la impaciencia y la irritabilidad había repercutido en su equipo de trabajo, poco motivado, y por lo tanto poco efectivo. La situación apareció con
claridad encima de la mesa. El psicólogo le recomendó un
tratamiento con cita por plazo indefinido, aparte del tratamiento farmacológico asociado. Su personalidad estaba troquelada en su ser y necesitaba ayuda profesional. Debería
tomar una decisión importante. Si no, su futuro profesional
corría peligro. Ya había recibido tres importantes toques de
atención del Director del Área Internacional, Slusche.
266
El giro que dio su vida le hizo reflexionar y esto se tradujo en el propósito de aplicar un diferente trato a las personas que tenía a su alrededor. Un trato más humano del
cual él también se sentiría enriquecido y que le permitiría
realizar un nuevo enfoque en su vida. Sí, un nuevo enfoque.
Si no era demasiado tarde…
267
Capítulo 36
La adjudicación
La reunión tenía lugar en la planta 42 de la Torre Picasso, en una sala de reuniones con una magnífica vista sobre
la ciudad. Alrededor de la mesa, Paul Weimar, Vicepresidente y CFO del Grupo Electronic Holdings en Nueva York;
Thomas Blake, Consejero Delegado de Electronic Holdings España; Juan José Lamana y Alberto Kent.
Después de las presentaciones, Alberto había tomado la
palabra y estaba exponiendo las diferentes ofertas recibidas
por la filial española.
—La más elevada asciende a 642 millones de euros y ha
sido realizada por RFO, la compañía finlandesa de componentes y uno de los líderes europeos. Tiene por tanto toda
la solvencia necesaria para poder hacer frente a la compra.
La segunda oferta por precio ha sido la de ACC Zúrich que
asciende a 606 millones de euros. Al igual que la anterior,
es un grupo sólido con una buena salud financiera. Los estados financieros del último cierre de ambos grupos están
en el expediente que les hemos entregado. Las otras tres
ofertas recibidas están también en su expediente y ofrecen
precios inferiores o condiciones que no se ajustan exactamente a los requisitos que ustedes habían marcado.
269
—¿Recomiendan ustedes que nos quedemos con la oferta de RFO? —preguntó Weimar.
—No, de hecho nuestra propuesta es aceptar la oferta de
ACC por una razón: RFO solo pagaría en efectivo el cincuenta por ciento del valor compra entregando el resto en
acciones propias con un descuento del cinco por ciento
sobre el cambio medio de la semana anterior al cierre de la
transacción. En condiciones normales —prosiguió Alberto— sería una magnífica oferta, ya que el Grupo tiene una
evolución bursátil muy positiva. No obstante, teniendo en
cuenta las circunstancias y la razón de la venta, entendemos
que es preferible la oferta de ACC, pues siendo inferior en
importe, no implica la necesidad de venta en bolsa de un
paquete importante de acciones que podría conllevar riesgos financieros añadidos.
—¿Las dos ofertas están formalizadas correctamente?
—preguntó en esta ocasión Tom Blake.
—Ambas ofertas están firmadas por los presidentes de
las dos sociedades, con poderes suficientes para una transacción de este estilo de acuerdo con un informe jurídico
que hemos solicitado. Podemos decir que a todos los efectos son ofertas totalmente válidas.
—¿Son ofertas vinculantes? —se interesó ahora Weimar.
—No, son ofertas indicativas. En el momento en que digamos a una de las dos sociedades que puede ser la adjudicataria de la operación, le solicitaremos una oferta vinculante y en el plazo de una semana debería facilitarla.
—¿Cuáles serian los siguientes pasos? —preguntó nuevamente Weimar.
270
—A continuación, estableceremos un periodo de un mes
de exclusividad, es decir, nos comprometeremos a la venta
de la sociedad en ese importe a la compañía que haya hecho
la oferta solicitada. Durante ese mes ellos tendrán derecho
a revisar completamente las cuentas de la sociedad.
—¿Podremos mantener la confidencialidad?
—La revisión de las cuentas se realizará con fotocopias
de toda la documentación necesaria y se hará fuera de las
oficinas de Electronic Holdings España —explicó Alberto.
—Bien. Adelante. Vamos a adjudicar la oferta a ACC Zúrich y espero que el proceso quede terminado en el plazo de
dos meses —dijo Weimar, levantándose, y mientras les
daba la mano, añadió—: Han hecho ustedes un buen trabajo y espero que lo culminen eficazmente. Nos gustaría
poder firmar la operación cuanto antes.
—Muchas gracias —dijo Juan José Lamana, que hasta ese
momento no había intervenido—, creo que tenemos todas las
garantías para que la operación pueda cerrase en plazo.
Se despidieron. Kent y Lamana salieron a la calle.
Ambos estaban eufóricos. Subieron hacia la calle Orense y
se pararon a tomar una cerveza.
—Ha sido un trabajo limpio y perfecto. La verdad es que
te felicito. Espero que lo podamos cerrar bien.
—Para mí ha sido un placer. He vuelto a la actividad y
la verdad es que estoy encantado.
—Encantado y mucho más rico, porque el uno y medio
por ciento de esta operación es mucho dinero.
—Hasta ahora no lo había pensado, pero efectivamente
espero poderlo cerrar en tiempo, los dos vamos a ganar
mucho dinero.
271
Alberto volvió a la oficina y llamó por teléfono al doctor Hens. Le comunicó la buena noticia y le indicó que necesitaba la oferta definitiva en el plazo de una semana. En
el tono de Hens se notaba que estaba contento y le prometió que recibiría la oferta definitiva en su despacho antes de
siete días.
272
Capítulo 37
Tormenta en las alturas
Cuando Hens colgó el teléfono respiró con satisfacción.
Había cerrado una operación que consideraba muy importante para sus proyectos en España. Ahora, sin embargo, se
le planteaba un problema. Debía comunicársela a Peter
Slusche o continuar con el proceso sin informarle. Al fin
decidió seguir adelante. Cogió el teléfono y llamo al socio
Director de Price Waterhouse en Zúrich para que le hiciera
una propuesta de due diligence, revisión contable de todos
los estados y riesgos de la operación, y su deseo de que empezaran de forma inmediata. Les dio las coordenadas de
Alberto Kent para que pudieran organizar los trabajos. La
suerte estaba echada. La operación estaba hecha y ahora
tenía que ver cómo lidiaba la operación en el Consejo de
Dirección. No le preocupaba demasiado Peter Slusche porque Hans había comentado en el Consejo de Administración esta operación dentro de la más estricta confidencialidad y tenía su visto bueno. La importancia de la confidencialidad había sido aceptada como razón suficiente para
dejar al margen a Slusche.
Esa misma semana, Peter Slusche se había movido
mucho por los pasillos visitando a todos sus colegas del
273
Comité de Dirección. Les había dado una presentación del
informe «Apertura a Internet del Grupo ACC en el mundo».
Las conclusiones de McKinsey eran claras. Las posibilidades de desarrollo de la Compañía, tanto en business to consumer como en business to business eran extraordinarias.
Slusche estaba decidido a sacar el proyecto adelante. Era
una carta ganadora en su lucha soterrada con Hens. Había
entregado a todos sus colegas una copia del informe completo de McKinsey y les había pedido su apoyo para el
Comité de Dirección del lunes siguiente. Había conseguido
la opinión en principio favorable de la totalidad de ellos. La
única persona que no había ido a ver fue al Presidente
Hens. Lo que hizo fue enviarle el informe completo como
anexo de un correo electrónico el viernes a las 15.45 horas.
Cuando Hens recibió el informe y vio que era muy voluminoso se lo reenvió a su adjunto con una nota: «Analícelo el
lunes a primera hora y hábleme a lo largo de la mañana», y
se fue tranquilamente de fin de semana.
El lunes se reunió el Comité de Dirección de ACC en la
Petite Salle de la sede social de Zúrich. El primer punto del
orden del día era el proyecto de transformación hacia
Internet del Grupo ACC en el mundo. Peter Slusche tomó la
palabra y apoyándose en las transparencias expuso todo el
proyecto. La idea era buena y el proyecto estaba desarrollado de forma muy inteligente, argumentando sobre las
ventajas que tendría para el Grupo y aceptando que supondría una transformación muy importante de todos los métodos de trabajo. La exposición duró cuarenta y cinco minutos, siendo escasas las preguntas por parte de los componentes del Comité. Slusche terminó su presentación diciendo: —Creo que es un cambio fundamental para la
Sociedad, que debemos acometer de forma rápida, y por lo
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tanto pido que quede aprobado en el presente Comité de
Dirección.
Las intervenciones de sus colegas fueron en general positivas aunque algunos hacían hincapié en las modificaciones muy sensibles que supondrían en los departamentos comerciales, de servicio al cliente y facturación y, en definitiva, los riesgos que planteaba la nueva cultura a implantar.
Cuando terminó del ruedo de intervenciones, tomó la palabra el Presidente Hens y dijo: —No creo que podamos
aprobar hoy un proyecto de estas características y envergadura, necesitamos más tiempo para estudiarlo y analizar
todas las implicaciones.
—El informe de McKinsey es muy claro y establece con
claridad los riesgos y las medidas a adoptar —repuso
Slusche—. Podemos dar el paso adelante con un riesgo
muy limitado.
—Lo que apunta McKinsey está muy bien pero necesitamos hacer nuestro propio análisis interno —afirmó
Hens—. Por cierto, ¿cuándo se encargó este estudio a McKinsey y cuánto nos ha costado?
Ésa era justo la pregunta que Slusche no quería que se
planteara.
—El coste total de McKinsey, si llevamos adelante todo
el proyecto, será de 12 millones de euros —contestó.
—Un coste elevado —repuso Hens—, pero no me preocupa demasiado, puesto que el proyecto va a ser muy costoso en conjunto y supone una modificación importantísima de estructura. Lo que me preocupa es cuánto nos ha
costado hasta ahora, porque entiendo que McKinsey no ha
hecho gratis este informe, ¿o sí?
275
Slusche no tuvo más remedio que admitir: —El coste
hasta ahora ha sido de cuatro millones de euros y ha estado
soportado por las filiales inglesa, francesa y española.
—Si entiendo bien, doctor Slusche, nos está contando
que ha gastado usted cuatro millones de euros en un informe sin haber informado previamente al Comité.
—No era necesario informar al Comité para la realización de este informe. En ningún reglamento interno se establece así.
—¿Le parece a usted razonable que cualquier miembro
de este Comité encargue un informe de ese importe?
—Doctor Hens, centrémonos en lo importante, la transformación de la sociedad es necesaria. Es el futuro de nuestro Grupo y no podemos estar parándonos en temas menores cuando realmente lo que han hecho es indicarnos el camino a seguir.
—Pues yo le digo dos cosas. La primera, que usted no
debería haber gastado cuatro millones sin haber comentado
en Comité esta decisión, y segunda, que una transformación tan fuerte no puede analizarse en un informe que
hemos recibido el viernes a última hora.
—¿El viernes a última hora? —se extrañó Ritter,
Director Financiero.
—¿Cuándo la recibió usted? —le pregunto Hens directamente.
—Yo tengo este informe desde hace diez días, lo he analizado a fondo y estoy de acuerdo con sus conclusiones.
Hens, dirigiéndose a todos los miembros del Comité,
dijo: —¿Desde cuándo conocen ustedes este informe?
¿Desde hace más de una semana?
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Todos ellos reconocieron que sí.
Hens, dirigiéndose a Slusche, le dijo: —No es aceptable
que un informe de estas características lo reciba el Presidente el viernes a las 15.45 horas. ¿Qué pretendía usted
dándome el informe a última hora?
—Mire, Hens —respondió Peter Slusche apeando el tratamiento de doctor a su Presidente—, no puede ser usted
una rémora para la Sociedad. Estamos todos de acuerdo en
que éste es un buen proyecto que debe seguirse y por lo
tanto pido que se someta a votación.
—No se someterá a votación mientras yo sea Presidente
de esta Sociedad.
—Tal vez ha llegado el momento de dar paso a personas
que tengan una idea de futuro más clara —se atrevió a decir
Slusche.
Hens, controlando su ira, le miró y le dijo: —Vaya usted
a su despacho. Firme su carta de renuncia y déjela en mi
mesa antes de media hora si no quiere estar despedido dentro de una hora y con su despacho bloqueado.
Slusche se envalentonó.
Doctor Hens, no puede bloquear un informe que tiene el
voto favorable de todos los miembros del Comité. Si usted
lo hace, le advierto que me propongo asistir al próximo
Consejo de Administración y explicarlo a todos los
Consejeros para pedir su apoyo.
La cuestión que planteaba Slusche era tremendamente
incómoda para Hens. En el Consejo de Administración
tenía apoyos, pero no tantos como para poder garantizarse
el rechazo de un proyecto de este estilo. Hens miro alrededor de la mesa. La posición del resto de los miembros del
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Comité era terriblemente incómoda. Estaban asistiendo al
desenlace de un enfrentamiento que llevaba muchos meses
soterrado y estaban seguros que de un momento a otro tendrían que tomar partido.
Hens, dirigiéndose a Ritter, el Director Financiero, preguntó: —¿Qué opina usted de este informe?
Ritter era, fuera de Hens y Slusche, el miembro del
Comité con mayor peso específico reconocido.
—Entiendo que es un informe interesante y que es una
opción de futuro importante. Entiendo también que es un
cambio de estrategia tan sensible para nuestro Grupo que
necesita un análisis previo y, desde luego, si usted doctor
Hens no ha tenido la oportunidad de hacerlo, el informe
debe ser dejado para un próximo Comité.
Hens se dirigió a Gunter Glock, Director de Recursos
Humanos.
—A mí me gusta el proyecto, pero nunca lo aprobaré si
no tiene el visto bueno de usted.
Con matices, el resto de los miembros del Comité se alinearon con estas posiciones. Nadie quería dar luz verde a
un proyecto contra la opinión expresa de su Presidente.
Nadie estaba dispuesto a apoyar a Slusche en esas condiciones.
Hens se volvió hacia Slusche, que se mantenía tenso en
su sillón, pero antes de que pudiera dirigirse a él, Slusche
exclamó: —Está bien. Son todos ustedes unos cobardes.
Están seguros de que hay que modificar el Grupo para hacerlo más efectivo, me lo han dicho mil veces, pero ahora
no se atreven a plantar cara.
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Hens había ganado la partida. Le miró fijamente y le
dijo nuevamente: —Slusche, espero su dimisión en mi
mesa antes de media hora.
—Muy bien. Dimitiré. No tengo ninguna necesidad de
seguir en una Sociedad que se va a ir al traste. Pero tal vez
usted debería explicar a los colegas del Comité de Dirección qué hay de esos rumores de que vamos a comprar una
compañía y por qué ninguno de nosotros ha sido informado.
Hens respondió.
—Las explicaciones las daré a este Comité una vez que
haya salido usted de la sala.
Viéndose derrotado, Slusche fue hacia la puerta. Una
vez salió, Hens, dirigiéndose al grupo, les dijo: —Las ambiciones humanas son razonables e incluso positivas para el
desarrollo de los negocios, pero cuando se pierden los principios, mejor es retirarse. Así que no creo que perdamos
mucho con la salida de Slusche. Sobre la operación que él
ha comentado, les informo: vamos a comprar una sociedad
en España y puedo decirles que la razón por la que he llevado las negociaciones sin informar a Slusche es exclusivamente mantener la confidencialidad de la operación y evitar que a través de sus debilidades con determinados gestores, como por ejemplo el señor Roland Bewger en España,
pudieran existir rumores que nos hicieran perder esa operación. Señores, lamento lo que ha pasado en este Comité.
—Y dirigiéndose a Gunter Glock, Director de Recursos
Humanos, le dijo—: Venga conmigo a mi despacho para redactar el comunicado interno y preparar la sustitución de
Peter Slusche. Muchas gracias, señores. Dejemos los temas
pendientes para el próximo Comité.
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Capítulo 38
Se cierra el círculo
La noticia de la dimisión de Slusche cayó como un jarro
de agua fría en el despacho de Roland en Madrid. Aunque
últimamente le hacía la vida imposible, Roland tenía claro
que su principal valedor era Peter Slusche y que se quedaba
totalmente al aire en su posición en España.
Sin embargo, pasaron los días y no se recibía ninguna
comunicación adicional. A la semana, se recibió la noticia
del nombramiento de un nuevo Director de Negocio Internacional. Gunter Glock, el responsable de Recursos Humanos hasta ese momento, se hacía cargo del Negocio Internacional. El comunicado de su nombramiento hacía referencia a la necesidad de reforzar los liderazgos no solo de cara
a los mercados sino también dentro de los equipos de las
distintas filiales.
Roland se apresuró a llamarle por teléfono. Gunter le
atendió amablemente y le aseguró que de momento no había ningún cambio previsto.
Dos meses después se hizo público el comunicado de la
compra de Electronic Holdings España por parte del Grupo
ACC. Quince días después, se anunció el nombramiento de
Roland como Director Adjunto de la filial de México, lo que
suponía, en principio, una defenestración, ya que México
281
era una cuarta parte del negocio español, incluso antes de la
proyectada fusión. Roland había fracasado. Pero si fue duro
aceptar esto, lo fue mucho más en el momento en el que
apareció dos días después la noticia de quién sería su sucesor: José Luis de la Mota era nombrado nuevo Director
General para España del Grupo ACC y responsable de la fusión de las dos compañías del Grupo.
Alberto recibió las noticias directamente de José Luis y
se apresuró a felicitarle.
José Luis, me das una inmensa alegría. Cuida mucho a
tu equipo, pues ese será el secreto de tu éxito. Y en especial
a Jorge Pina, que es un magnifico profesional.
—Sí, por supuesto. Pero me voy a comer el mundo. ¿Te
imaginas ACC y Electronic Holdings unidos? Somos los líderes con mucha diferencia. Esto tenemos que mojarlo.
—Cuando quieras. Disfruta del momento.
Unos días después, Hens llamó a Alberto para darle las
gracias por todas sus gestiones.
—Quiero que acepte usted un puesto de Consejero en la
nueva Sociedad.
—Estaré encantado, Presidente.
—Quiero recordarle que he puesto en la dirección de la
filial española a la persona que usted me recomendó.
—Veo que usted va siempre un par de pasos por delante.
No se preocupe, ha tomado la decisión correcta.
Alberto sintió que se había cerrado un ciclo. De una
forma absurda y complicada se había producido su relevo.
Un relevo que hoy veía ya sin dudas como el paso normal
a una nueva etapa y como una magnífica ocasión de disfrutar de la vida.
282
Capítulo 39
La muerte es parte de la vida
La habitación estaba en penumbra. Se quedó parado
nada más traspasar la puerta. Notó que alguien le empujaba
suavemente en la espalda y fue muy despacio acercándose
a la cama. Desde el otro lado una mujer a la que conocía
bien, aunque hacía tiempo que no veía, esbozó una sonrisa
tenue que se evaporó en su cara dominada por unos ojos
que trasmitían una tristeza infinita.
—Quería verte, aunque en este momento se ha quedado
dormido.
En el lecho, con uno de esos terribles tubos que le penetraban por la nariz, yacía su amigo Jesús.
Hacía poco más de seis meses que Jesús le había invitado a cenar en su casa.
—¿Por qué en tu casa? No seas agarrado e invítame en
un restaurante.
—No, de verdad, prefiero en casa, estoy de rodríguez y
podremos charlar más tranquilamente.
Hacía poco tiempo que habían regresado del viaje a
Sudáfrica y su amistad se había estrechado aún más. La familia estaba pasando unos días fuera y Jesús había ido a
283
Madrid a recoger unos análisis de un chequeo. Le llevó una
botella de Baileys, una bebida que le gustaba mucho, aunque Alberto siempre la consideró horrible. La cena fue deliciosa, alabó el punto espléndido de la dorada a la sal y el
acierto de la botella de vino blanco de Belondrade y Lurton. Cuando se sentaron en el salón con sus respectivas
copas, Jesús le pidió permiso para fumarse un puro.
—Estás en tu casa —bromeó Alberto.
—Hacía tiempo que no fumaba pero hoy puede ser una
buena ocasión —dijo sonriendo Jesús, como si se excusara.
Alberto no tuvo necesidad de preguntar, porque a continuación le dijo—: Hoy me han confirmado el diagnóstico.
Tengo cáncer de páncreas.
Alberto no supo cómo reaccionar. Balbuceó argumentos
sobre las posibilidades de curación, los avances de la medicina, la importancia de luchar…
—No me engaño —dijo Jesús con una sorprendente
tranquilidad—, me han dado entre tres y seis meses de vida.
María y mis hijos no lo saben todavía y no sé muy bien
cómo decírselo. Quiero que me ayudes a prepararlo todo.
Económicamente, sus ingresos se van a reducir. Afortunadamente mis dos hijos mayores ya están independizados,
pero aún le quedarán dos en casa al menos durante cuatro o
cinco años más. Te voy a nombrar albacea y quiero que
ayudes a María a salir adelante. Mis hijos no me preocupan
porque ya tienen su vida, pero ella se quedará muy sola.
Quiero que en estos meses salgamos varias veces a cenar en
pareja. Me gustaría que la amistad con Marta se consolidara porque va a necesitar una buena amiga. Cuando yo no
esté, procurad sacarla. Ella se resistirá pero debéis insistir.
Proponedle planes de visitas a museos de pintura moderna
284
o a zonas de románico. Eso a ella le gusta mucho. Tal vez
podríais inscribirla con Marta en algún cursillo de arte. Los
chicos ya son mayores pero voy a decirles que recurran a ti
si necesitan cualquier consejo. Quiero que te comprometas
conmigo a que harás todo esto. Quiero que me jures que lo
harás.
Su voz, que había estado controlada en su largo discurso, pareció quebrarse al hacerle esta súplica. Alberto,
embargado por la sorpresa, la emoción y el dolor, acertó a
decir que lo juraba por lo más sagrado. Su amigo pareció
relajarse y continuó hablando.
—Nunca piensas que esto te puede pasar y es estúpido
porque nos pasará a todos. Vivimos como si no fuéramos a
morir y cuando nos llega nos sorprende. Cuando te lo dicen, insistes como si fuera imposible y cuando te convences de que llegó tu hora… después de la primera conmoción, que te produce un dolor casi físico en el vientre, he
pasado a un estado de aceptación que a mí mismo me sorprende. Bueno, he de reconocer que me he tomado un par
de pastillas de un ansiolítico y yo no tengo costumbre.
Siento que mi ciclo vital ha terminado y si consigo comprender la lógica de la vida y hacerla comprender a mis
seres más próximos, debería evitar mucho dolor. Mañana
se lo diré a María. Ella sabe que venía a recoger los resultados del chequeo y que llevo unos meses con molestias,
pero nada más. Ayúdame, amigo mío, a prepararlo porque
me horroriza ese momento y sé que si no lo hago bien le
voy a causar mucho más dolor del mínimo imprescindible.
Alberto intentaba controlar sus emociones para poder
ayudar a su amigo, pero no se le ocurría nada. Sólo acertaba a farfullar: —Jesús, cuánto lo siento. Sí, claro que te
285
ayudaré en todo lo que pueda. Cuenta conmigo para lo que
sea.
—Gracias, amigo mío —dijo Jesús dando un sentido
profundo a la amistad que mantenían—. Recuerdo que
cuando hicimos juntos el Camino de Santiago me preguntaste qué sentido tenía todo, que cuál era el proyecto que
permitía ilusionarse en la nueva etapa que tú iniciabas y
que yo ya había transitado durante un par de años. Hoy creo
que lo que da sentido a la vida es vivir, es levantarse cada
mañana y ver el sol, es apreciar cómo el viento mueve las
hojas de los árboles mientras lo sientes acariciando tu cara,
es apreciar un buen vino y excederte un poco, es hacer el
amor en la fusión entre el cariño y el placer, es viajar y ver
gente muy distinta que te enseña otras facetas de su vida, es
sentir el egoísta placer de ayudar a alguien, es fijarte retos
y conseguirlos con tu esfuerzo, es dejarte llevar por la admiración y permitirte acariciar disimuladamente la obra de
arte en el museo, es querer y ser querido, es sobre todo sentirte a gusto contigo mismo…
Jesús hizo una pausa, bebió un sorbo de su copa de aquel
licor dulzón, aspiró el humo del puro con suavidad y continuó: —Y tú me preguntarás qué pasa cuando ese proyecto
de vida se ve truncado de pronto por una enfermedad traicionera que acabará con todo. Pues yo hoy quiero pensar
que no pasa nada, que la naturaleza tiene la razón y la sabiduría supremas y sabe que los ciclos hay que cerrarlos, aunque en este caso nunca veamos el momento.
Jesús se calló y se hizo un silencio calmado. Alberto no
sabía qué decir, salvo asegurar a su amigo que contara con
él para todo lo que necesitara sin reservas, y que su filosofía de vida y de cambio le parecía propia de un gran ser hu286
mano, y que le envidiaba su personalidad, su claridad de
ideas y su entereza.
—Una cosa de la que quiero que te ocupes es de sustituirme en la ONG AYÚDATE, de la que te hablé. Si estás de
acuerdo, lo hablaré con ellos. Es una labor muy bonita y
muy útil y me da tristeza dejarla a medias. Sería para mí
importante que aceptaras.
—Por supuesto que estaré a su disposición.
—Te pido un poco más. Que lideres la organización
tanto en el funcionamiento interno como en la búsqueda de
ayudas, donativos y subvenciones. Es una labor dura, salvo
que la hagas con gusto.
—Te prometo que me ocuparé de todos los temas que tú
haces ahora. Como te dije, el tema de la acogida de los inmigrantes es una preocupación que me es próxima.
Trabajar para AYÚDATE será un placer.
—Quiero pedirte algo más —dijo Jesús entregándole
dos sobres—. Contienen dos cosas que he escrito esta tarde
mientras te esperaba. El marcado con 1 es para ti, léelo y
puedes hacer con él lo que quieras; el marcado con 2 está
cerrado y quiero que se lo leas a María cuando me llegue el
último momento. Voy a decírselo a ella también y quiero
que me jures que así lo harás.
—Te lo juro —dijo Alberto con un nudo en la garganta.
Terminaron muy tarde esa noche. Por momentos consiguieron hablar de recuerdos comunes y reírse sin reservas,
olvidando el dolor y la amargura. La actitud de Jesús en
todo momento fue de aceptación y renuncia, aunque hacia
el final, cuando el alcohol embotaba sus sentidos, no pudo
evitar su queja.
287
—Por Dios bendito, ¿por qué a mí?, ¿por qué tan joven?,
no quiero morir, no quiero morir…
Repitió una y mil veces su miedo y su dolor mientras
lloraba desgarrado y Alberto le abrazaba con firmeza. Luego se serenó.
—Menudo espectáculo te he dado. Llévame a la cama
que quiero dormir muy profundo antes de tener que contárselo todo a María mañana.
Pero no se fue y estuvieron aún mucho tiempo. Y de
nuevo Jesús habló de su vida y de lo feliz que había sido,
con tranquilidad y sin rencor a aquella muerte traicionera.
Volvió a repetir muy convencido que la muerte es sólo la
forma natural de trasformar la vida.
—No puede haber una vida sin límite, ¿te imaginas lo
que sería? No habría evolución, ni desarrollo, ni avance, ni
retroceso. Tengo que exprimir esa idea de transformación
natural para prepararme bien y al mismo tiempo evitar que
los seres que más quiero sufran. Y tú tienes que ayudarme.
Sin dejar hablar a Alberto, prosiguió: —Recuerdo que
cuando murió mi padre tuve la intensa percepción de que
algo suyo debía trascender a la muerte y creo que algo hay
después, algo distinto pero no necesariamente peor.
Las últimas palabras fueron casi ininteligibles, vencido
por el cansancio y el alcohol.
—Y tú vete en taxi a casa, que con lo que has bebido si
conduces te vas para el otro mundo antes que yo —le dijo
cuando ya estaba en su cama y antes de caer dormido.
Mientras caminaba por la calle, Alberto sentía un
enorme vacío y a ratos no podía reprimir un sollozo. Poco
a poco se fue serenando y recordando con mayor viveza los
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momentos de entereza y aceptación que iluminaban la imagen de su buen amigo que ya sabía cuándo iba a morir. Se
propuso dedicarse totalmente a ayudarle en el difícil periodo que se le avecinaba. Le pareció que aquella vivencia
tan intensa debía servirle a él para entender también que la
muerte, la suya, debería ser algo natural y aceptado. De
vuelta a casa, a pesar de estar casi amaneciendo, Alberto se
recluyó en su despacho y leyó el sobre número 1.
¡Y DESPUÉS!
Tengo un miedo sobrecogedor. A mi alrededor todo es
oscuridad insondable. Mis pensamientos, como palabras
inarticuladas, rebotan en algo que parece ser una bóveda
muy alta. Tal vez serán mis ideas rebotando en la bóveda
de mí cráneo.
Hace frío. No muy intenso. Ese frío que nos hace tiritar
porque nos falta ropa. Tirita mi cuerpo y está cubierto por
una tela fina, como de bata de hospital. Miro en la oscuridad y no veo nada. Intento escuchar pero no hay ruido.
Sólo suena un silencio aterrador. Fuerzo la vista. Creo
haber visto una tenue luz, arriba, muy alto. Es como si estuviera en medio de una catedral cerrada y hubiese un rosetón de alabastro sobre el que en plena noche se hubiera
posado la tenue luz de una estrella. Muevo mis brazos pero
no siento nada alrededor. No me atrevo a sentarme y encojo mis brazos rápidamente por temor a lo que pudiera
tocar. Veo arriba que la luz tenue adquiere una fuerza algo
mayor. Eso me anima. Si sigue así tal vez pueda ver algo
más. Siento un fuerte dolor en el costado. Intenso, pun-
289
zante, como de víscera corroída. Es corto y no deja huella.
El frío se hace más intenso pero la luz está más clara.
Intento ver alrededor pero no puedo. La luz es más intensa
pero no ilumina la estancia. Es un rayo que sólo viene
hacia mí. Noto que me llega. La luz ha tirado ligeramente
de mí. El miedo vuelve a acrecentarse. Me muevo de espaldas para alejarme del haz de luz pero éste se hace más intenso y noto ya con claridad que tira de mí.
Me muevo en la oscuridad y mi mano se aferra a algo.
La luz es agradable pero quiere sacarme de donde estoy y
me da miedo. La atracción se hace más fuerte, resisto con
mis manos asiendo un punto de apoyo. La luz se hace tan
intensa que no puedo mirarla, aunque deja sin ver nada alrededor y resisto su fuerza haciendo un esfuerzo supremo.
De pronto, la luz cesa y me encuentro de nuevo solo, de pie,
en este espacio frío y oscuro.
No sé cuánto tiempo ha pasado. Tal vez estuve dormido
unos segundos, unas horas... Tal vez menos porque me encuentro descalzo. Intento salir. Me muevo con más soltura
pero mis manos no encuentran nada. Ni siquiera el punto
de apoyo.
De pronto en medio de la oscuridad vuelvo a ver la luz
tenue. Sé que el proceso va a comenzar de nuevo y aterrorizado busco apoyo para resistir. No lo encuentro. Casi no
puedo respirar del horror de la certeza de que esta vez no
podré resistir. La luz se hace intensísima a una gran velocidad y me arrastra. Me dejo caer. Intento aferrarme a suelo
pero me doy cuenta de que no tengo nada bajo los pies.
Con una fuerza irresistible la luz me atrae. El vértigo
me domina. Ahora la luz no está arriba, sino abajo y caigo
al vacío.
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Es como si me hubiera arrojado desde un avión a gran
altura. El horror me impide respirar. La caída dura y dura,
pero empiezo a sentir que mi velocidad no aumenta. Se ha
estabilizado. Voy muy deprisa pero empiezo a tener la impresión de poder controlar el impacto. La luz brillante empieza a hacerse más cálida y ya no tengo frío. Ahora sé que
ya no me darán más dolores en el costado.
Como si hubiera caído por una enorme cascada, llego a
un gran espacio cálido y acogedor.
Sé que hay muchas otras personas allí. No las veo pero
sé que están. Intuyo que están bien. No hay frío, ni dolor.
Intento ver pero no veo. Todos mis sentidos han sido reemplazados por uno nuevo. Es como una intuición permanente de la realidad, un presentimiento cierto.
Surge dentro de mí una certeza. He muerto y no me importa. Ya no tengo miedo.
Oigo una voz melodiosa que me da la bienvenida. De
hecho no la oigo, no es una voz, no emplea palabras, pero
yo sé lo que me dice. Estoy con muchos otros seres en un espacio destinado a recibir a los recién llegados. Y entonces,
siento que somos muchos, muchísimos, tal vez millones los
que estamos allí. Eso me llena de un gozo inmenso. Noto
muy cerca todos esos seres que están perdiendo el miedo.
Sé que no es importante lo que hayamos hecho en nuestra existencia anterior. Eso me sorprende y me desagrada.
Lo único importante ahora es cómo aceptamos la ternura
que estamos recibiendo.
Noto que mi rechazo a la idea de que lo que haya hecho
da igual, ha producido automáticamente en mí el distanciamiento de los demás. La sensación de plenitud que me
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producía la idea de comunidad con aquellos millones de
seres se ha visto en cierto modo socavada.
La voz que sé, pero no oigo, dice que restos de egoísmo
me distancian de la felicidad. Digo yo: «Pero es injusto,
vale igual un hombre bueno que un asesino». De pronto sé
que ante la misericordia infinita, sólo puedo responder con
total generosidad. Sigo sin estar convencido y me noto un
poco más lejos del grupo.
Sé que estoy en un espacio distinto y que a mi alrededor
hay seres como yo. No siento la comunidad de pertenencia
que tuve al principio, pero soy feliz, aunque me gustaría
volver a donde estaba. Puedo hablar con la voz siempre
que quiero y le he preguntado muchas cosas. He aprendido
también a comunicarme con mis semejantes. Estaremos
aquí hasta que aceptemos a los demás con total generosidad. La idea de justicia es una noción humana, no divina.
He preguntado cuánto tiempo debo pasar aquí, y la voz
con paciencia me ha explicado que el tiempo no existe, que
en el momento en el que esté preparado daré yo solo el
paso y será dentro de un momento o en miles de siglos. Da
igual porque aquí todo es presente.
Noto que estoy en un estado de mayor comunión con los
demás. He querido confirmarlo y la voz me dice que cada
uno está donde siente que está. He entendido también que
ante la misericordia infinita nuestra culpa no existe pero
que los que han tenido vidas dominadas por el egoísmo tienen más dificultad para adoptarse a la comunión de ternura y la rechazan por su individualismo exacerbado. Por
el contrario, los hombres que han renunciado a sí mismos
van rápidamente a estados de comunión más completa.
292
He preguntado cuándo veré a Dios y sé que cuando lo
vea me daré cuenta de que siempre lo he estado viendo.
A veces en contraste con otros seres de la comunidad
nos surgen preguntas y en ese momento la voz se presenta
para guiarnos.
Dios es Dios y ahora lo sé. ¿Pero cuál de todos los dioses es Dios? La voz dice que todos los dioses son Dios.
Todos los hombres que hablan de un dios, hablan de Dios.
Pregunto a la voz si ella es Dios y entiendo que sí, que
ella es Dios y algo se ilumina en mí y comprendo que yo
también soy Dios.
Alberto no pudo evitar un sentimiento de admiración
hacia su amigo, que el mismo día en que supo que iba a
morir, había imaginado ya como sería su siguiente etapa.
Se alegró de que las ideas vertidas en el papel pusieran de
manifiesto su visión optimista del trance más duro en la
vida, su final.
Ahora, en el hospital, sujetando la mano desmayada de
Jesús, recordaba su relato y deseaba que su intuición fuera
cierta y que en aquellos momentos estuviera viajando hacia
su luz incandescente. Llevaba una hora junto al lecho,
cuando Jesús abrió los ojos, y dijo «abrid las cortinas, que
entre el sol». Movió los ojos reconociendo a Alberto, se
volvió a su mujer y dijo: «Él te ayudará», para volver a caer
en un reposo sedado hasta que le abandonó la vida unas
horas después.
Alberto abandonó la habitación y esperó largo rato.
Como María no salía, volvió a entrar con la sensación in-
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cómoda de interrumpir la intimidad familiar y le dijo:
—Tengo el encargo de Jesús de darte esto ahora.
—¿Qué es? —preguntó entre sollozos callados María.
—Me dijo que es un poema para ti.
—Léelo en voz alta, que lo oigan nuestros hijos. —Alberto abrió el sobre y haciendo un esfuerzo para controlar
su voz, leyó:
CUANDO LLEGUE LA MUERTE
ME ENCONTRARÁ TRANQUILO.
Jesús Plaza Anido
Cuando llegue la muerte
Me encontrará tranquilo
Las culpas y el dolor habrán pasado
Y una gran paz inundará mi espíritu.
Mi amorosa conciencia relajada
En su amable trabajo comprensivo
Repasará conmigo cada paso
Para darme la paz que necesito.
Hablare con mi Dios, mi álter ego
Recordando nuestras charlas del pasado
Le diré todas las cosas que Él ya sabe
Y pediré su perdón y su cobijo.
Reviviré los momentos más bonitos
En los que pude dar paz y alegría
A las personas que me acompañaban
Y a los que tan cerca yo tenía.
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Veré la luz del sol por un momento
Un tibio aire acariciará mi cara
Y me inundará el sentido de la vida
De la que con gran placer yo disfrutara.
Y cuando el repaso esté cumplido
Cuando yo consiga el equilibrio
Pediré a gritos que me inyecten
La droga de la paz y del olvido.
Miraré los ojos lacrimosos
De la persona que a mi lado vele
Y le diré para su consuelo
Que la muerte me encontrará tranquilo.
Alberto, conteniendo a duras penas sus lágrimas, consiguió terminar de leer y entregó el papel a María. La abrazó,
luego a cada uno de sus hijos y salió de la sala para dejarles la intimidad de su ser querido que había sido excepcional en el auténtico momento de la verdad. Volvió a su casa
a pie. Jesús le había enseñado muchas cosas pero tal vez la
más importante es que la muerte no es sino un paso más del
proceso que constituye la vida.
295
Capítulo 40
No hay meta
Faltaban pocas semanas para Navidades y el día estaba
frío, pero Alberto sentía un tremendo calor dentro de su
chándal cuando iniciaba la tercera vuelta a su circuito habitual de footing. Había hecho grandes progresos en los últimos doce meses, pero hoy se había puesto una prueba particular. Tendría que hacer tres veces el recorrido habitual
para completar los 10 kilómetros de entrenamiento para la
carrera de San Silvestre Vallecana a la que se había apuntado con sus hijos.
Hacía poco más de un año que se había decidido a entrar
en un gimnasio al lado de su casa. El dueño del gimnasio le
había entendido enseguida. «Tú no puedes participar en los
grupos, necesitas una preparación personal.» Así que a partir de ese momento acudía dos veces por semana al gimnasio y corría en tandas de tres kilómetros, tres días por semana. Había mejorado sensiblemente su forma física.
Al principio fue muy duro. La primera vez que salió no
aguantaba más de dos minutos corriendo. Pero Federico, el
dueño del gimnasio, le tranquilizaba para que fuera poco a
poco. «Corre lo que puedas y a continuación anda a paso
vivo para descansar.» Su satisfacción fue enorme cuando
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consiguió por primera vez mantener el ritmo de carrera durante todo el minicircuito que se había preparado en la zona
arbolada cerca de su casa, sin recurrir a andar para descansar. La verdad es que a su edad y con el poco ejercicio que
había hecho, le costó mucho iniciarse. Recordaba los momentos en los que pensaba en que ya no podía más y cómo
los superaba. Se inventó algunas reglas. La primera era
pensar en otra cosa. Si estaba distraído conseguía olvidarse
de la sensación de impotencia ante el esfuerzo. Lo que
debía evitar siempre era la idea de tener que llegar hasta un
punto cualquiera. No podía pensar en lo que le quedaba por
correr o inmediatamente se sentía desfallecer. Eso le desfondaba, no podía dar un paso más.
Hoy, con el recorrido triple que se había impuesto, estaba agotado. Recurrió a otro de sus trucos. Cambiando la
posición de los pulgares entre los dedos índice y anular simulaba que cambiaba de marcha para ir un poco más despacio durante unos segundos, cambiando nuevamente a
continuación. Miró hacia el suelo y vio aparecer sus zapatillas de deporte, una primero, otra después. El esfuerzo se
hacía insoportable. Su mente huyó a pensar en otras cosas.
Realmente había conseguido llegar a un nuevo equilibrio. Tenía una actividad profesional muy cómoda, pero
que le daba unos ingresos interesantes y un complemento
de actividad básico para conseguir que el tiempo libre mereciera la pena. «Es absurdo pero no se aprecian las vacaciones si no se trabaja», reflexionaba mientras la luz tenue
de un sol invernal atravesaba con dificultad las frondosas
copas de los árboles. Consiguió terminar la subida y emprendió el último tramo de su recorrido, en cuesta abajo,
con un gran alivio.
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La carrera de San Silvestre Vallecana es todo un espectáculo. Más de veinte mil personas se reúnen el último día
del año para correrla. Sale de la plaza de los Delfines o de
los aledaños del estadio Bernabéu en Madrid y a continuación miles de camisetas iguales parecen llenar como una
gran ola la calle de Serrano. Los corredores se ordenan en
función de sus tiempos comprobados. Alberto, Marty y
Luis se colocaron al final para no estar presionados. Los
corredores corren con un chip en la zapatilla que se conecta
en el momento en que pasan por la salida. Alberto salió
quince minutos después de la hora prevista, lo que tardaron
en pasar todos los corredores que tenía delante. Se sorprendió mucho al ver que detrás tenía otro mar de camisetas corriendo a su vez. Después del primer kilómetro, Luis dijo:
—Mira, vais demasiado despacio.
Y aceleró el ritmo dejándoles rápidamente atrás. Marty,
sin embargo, le siguió acompañando. Para Alberto cada kilómetro era un éxito. Estaban marcados con unos enormes
globos y se acercaba a ellos como si fuera la meta final levantando los dedos en señal de victoria. La visión de la ciudad sin coches y corriendo por la mitad de las calles es toda
una experiencia. Los espectadores que animan permanentemente a los corredores, los niños que saludan y la enorme
diversidad de corredores, muchos de ellos disfrazados,
hacen que la carrera sea mucho menos dura porque distrae
a los corredores de forma constante. Alberto pasó con tranquilidad los cinco primeros kilómetros pero estaba preocupado, porque a partir del séptimo le habían avisado de que
se iniciaban las rampas.
En el kilómetro seis tuvo su primer momento de debilidad. Empezó a pensar que era el doble de lo que corría ha-
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bitualmente y que aún le quedaban cuatro kilómetros. Necesitaba pensar en otra cosa mientras seguía corriendo. Recordó con gusto cómo dos semanas antes había recogido a
Akim, a Awa y a su pequeño hijito en la T4 del aeropuerto de
Barajas. Akim había conseguido regularizar su situación con
el contrato de trabajo de Casimiro Ruiz y gracias a las gestiones que Alberto había realizado desde la ONG AYÚDATE,
había conseguido el permiso de residencia para su esposa y
su hijo. La luz de felicidad e ilusión en los ojos de los recién
casados le había inundado de satisfacción. Había hecho algo
por alguien que se lo merecía. Tenían derecho a ser felices.
Llegó al kilómetro siete y empezaron las cuestas arriba.
Al principio no le parecieron tan fuertes. Él estaba acostumbrado en su recorrido habitual a subir, con lo cual bajando
el ritmo consiguió pasar los primeros repechos con cierta
tranquilidad. Sin embargo, hubo un momento en que pensó
en que no lo podría conseguir. El agotamiento era tremendo
y empezó a sentir un cierto agarrotamiento en las piernas.
Tal vez fuera el frío. Había hecho la tontería de acudir con
pantalón corto y sin guantes, y las manos y las piernas se le
estaban quedando heladas a pesar de que su cabeza estaba
perlada de sudor. Una vez más, tenía que pensar en otra
cosa. Era la única forma de conseguir que el esfuerzo no le
superara. Recordó con gusto la primera cosecha que acababa de embotellar de la pequeña finca de Ciudad Real. La
visión de las botellas apiladas en la bodega le llenaba de orgullo. Una chica enóloga, hija de un amigo suyo, le había
dicho que su vino tenía mucha proyección. Se sintió muy
satisfecho. Había dejado de sentir el cansancio y el frío,
cuando oyó a su hija que le decía: —Vamos papá, lo vas a
conseguir. Estoy segura de que lo vas a conseguir.
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Alberto tuvo miedo. Pensó: «Como me falle el corazón
va a ser una entrada apoteósica». Pero siguió corriendo. Un
pie, otro pie. Un paso, otro paso. Tenía que llegar, tenía que
conseguir ese reto. De pronto su vida había cambiado, sus
retos profesionales habían dejado paso a otro tipo de retos
personales y uno de ellos era terminar la carrera. Así que
sacó fuerzas de donde él mismo no sabía e incluso mejoró
el ritmo. Vio anunciado el kilómetro nueve, solo quedaba
uno para llegar. Le dijo a su hija: —Ya no queda nada para
llegar, podemos ir a tope.
Y curiosamente empezó a adelantar a corredores que en
ese momento se estaban quedando en el último repecho.
Entró en la última recta, vio la llegada al fondo, a poco más
de trescientos metros. Se sintió desfallecer, pensó que no
llegaría. Pero fijó su mirada en la palabra «meta» y haciendo un tremendo esfuerzo, terminó la carrera.
Su hija Marty gritó: —Enhorabuena, papá, lo hemos
conseguido. Una hora y siete minutos.
Alberto entró en meta saludando, alzando los brazos con
el símbolo de la uve en las dos manos. Él había ganado su
carrera. Se había demostrado a sí mismo una vez más que
podía conseguir las metas que se propusiera. Luis, que les
esperaba en la meta, se abrazó a él para felicitarle, diciéndole: —Has conseguido un ritmo de nueve kilómetros por
hora, eres un fenómeno.
Cuando después de recoger la ropa de abrigo se sentaron
en el coche, Alberto sintió un gran cansancio y una enorme
felicidad.
En casa, después de un baño relajante, la celebración de
la cena de fin de año con Marta y sus tres hijos fue muy ale-
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gre. Asistió por primera vez Eva, la mujer de Jacinto. Se
habían casado unos meses atrás. Después de las uvas,
Jacinto anunció, mirando a Eva con admiración, que esperaban un niño para el mes de junio. Alberto y Marta iban a
ser abuelos. Se besaron todos mientras los brindis con
champán se repetían. Marty aprovechó para confirmar lo
que todos sabían, que llevaba un tiempo saliendo con un
compañero de carrera y que iba en serio.
Marta se volvió a Alberto y le dijo: —Nos van a llenar
la casa de niños. ¡Qué felicidad!
Sobre la una les dejaron solos. Marta se fue hacia el dormitorio, agotada.
Alberto se dirigió a su pequeño despacho y abrió el ordenador. Necesitaba contar su duelo, pero aún más importante, necesitaba contar que ya lo había superado, que la
vida era bella y que hay que poner mucha atención para que
no se nos escape sin vivirla.
En una impoluta página de Word escribió:
El desahucio del rey del mundo
Capítulo primero
El hombre se levantó lentamente de su sillón de cuero y
dando la vuelta a la mesa de su despacho se acercó a un
gran ventanal…
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