La Vid y la literatura

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La Vid y la literatura
La Vid, rincón literario
Escrito por Máximo López Vilaboa
La Vid, como remanso de Arte y de Historia, ha sido también escenario de
importantes páginas de la Literatura española. Escritores fundamentales del panorama
literario español han pasado jornadas en el Monasterio de la Vid y han dejado plasmada
esta presencia en su obra literaria. Un lugar tan evocador como el monasterio de la Vid
ha dejado su huella en todos estos escritores que, gracias a su sensibilidad literaria, han
sabido plasmar de una manera muy personal su impresión de la Vid, estas palabras han
pasado a ser algunas de las páginas más inolvidables de la Literatura castellana. La Vid
ha sido protagonista de momentos muy representativos de la obra de alguno de nuestros
literatos más universales y por eso han posibilitado que este rincón de la Ribera del
Duero sea un escenario, no solo fundamental para nuestra Historia y nuestro Arte, sino
también para nuestra Literatura. Muchas personas han descubierto la belleza de la Vid a
través de los ojos de Pío Baroja, Rafael Alberti, Camilo José Cela o Dionisio Ridruejo.
Curiosamente sólo el último es castellano, concretamente del Burgo de Osma. Los otros
tres son de otras regiones de España: Baroja es vasco, Alberti andaluz, Cela gallego…
pero todos ellos comparten un profundo amor hacia Castilla, hacia los castellanos y
hacia lo castellano. Este aprecio hacia esta tierra también se plasmará en sus
descripciones e impresiones de la Vid. Todos estos escritos se quedaron prendados de la
belleza de la Vid y su visión literaria forma parte también en la actualidad del
patrimonio cultural y artístico de este lugar tan especial de la Ribera del Duero.
Pío Baroja
Pío Baroja (1872-1956) compone entre 1913 y 1935 una serie de 22 volúmenes
que llevan por título Memorias de un hombre de acción, centrándose en la vida y
andanzas de su pariente Eugenio de Aviraneta. En la construcción de esta fabulación
histórica dedicó muchas horas para documentarse utilizando para ello estampas,
narraciones orales y escritos de todo tipo. Por el grado de detalle con que describe
muchos lugares de la Ribera del Duero podemos deducir que pasó algunas jornadas por
estas tierras. Uno de los detalles en los que podemos observar el conocimiento directo
es el grado de detallismo con que describe la biblioteca del monasterio de La Vid. Pío
Baroja, como buen amante de los libros, quedaría impresionado en su visita a la Vid del
gran fondo documental y bibliográfico que se conservaba en este monasterio de la
Ribera del Duero.
Baroja narra las aventuras de Eugenio de Aviraneta en sus distintas etapas, una
de las etapas iniciales será la Guerra de la Independencia. Aviraneta pasará la mayoría
de la guerra a las órdenes del cura Merino, un pionero en la lucha armada contra los
franceses. La primera vez que aparecerá el monasterio de la Vid en la obra de Baroja
será en una obra fechada en junio de 1913 que lleva por título El escuadrón del
Brigante. Una de las acciones más destacadas de la narración tiene como escenario el
monasterio premostratense de la Vid y las distintas rutas que lo unen con Aranda de
Duero. Ésta será la narración de Aviraneta:
Presenciábamos tan horribles preparativos, cuando de una casa próxima salió Merino.
Iba a emprender su ronda de la mañana. Señaló el cura al capitán de la compañía el
sitio para fusilar a los tres hombres y luego se acercó a mí.(…)
- Bueno; vais a salir los dos en persecución del coronel francés herido. Ha
pernoctado en Huerta del Rey; parece que se dirige a Aranda. Lleva unos
veinticinco hombres. Si no se han dado mucha prisa, podéis alcanzarlos en
Peñaranda de Duero.
- ¿Iremos con todo el escuadrón?- pregunté yo.
- Sí.
- ¿Quién mandará, Lara o yo?
- Tú.
- Si no podemos alcanzarlos, ¿qué hacemos?
- Marchar a Quemada y esperar allá.
(…)El coronel Bremond estaba a media tarde en Peñaranda, y después de dar un
refrigerio a los hombres y un pienso a los caballos emprendió la marcha por San Juan
del Monte y llegó al monasterio de la Vid a prima noche.
El coronel, a pesar de hallarse gravemente herido y febril, antes de entrar en el
convento inspeccionó sus alrededores.
Vio el puente de sillería sobre el Duero; puente largo de doce ojos, estrecho, fácil de
defender.
Mandó a sus soldados rendidos, hiciesen un parapeto con carros, vigas y piedras, y
puso allí dos hombres de centinela.
El convento quedaba oculto por una cortina de chopos, y ordenó a los granjeros de la
Vid cortaran en seguida las ramas de los árboles más próximos al puente.
En las ventanas del monasterio quedarían cuatro centinelas.
Dadas sus disposiciones, se decidió a entrar en el convento.
Los frailes le apearon de la yegua y le acostaron en la cama del abad don Pedro de
Sanjuanena. El abad era natural de un pueblo de Navarra, y, cosa rara en un fraile de
la época, un tanto liberal y afrancesado.
Mientras un lego algo práctico en cirugía menor hacía la primera cura al coronel, éste
dictaba un parte a uno de sus veteranos herido en el brazo izquierdo.
El parte de Bremond iba dirigido al comandante militar del cantón de Aranda. Le
participaba lo ocurrido y le pedía enviara la fuerza disponible, pues se hallaba
expuesto a un sitio donde podían perecer todos.
El abad despachó a un criado del convento con el parte.
Al amanecer del día siguiente llegaron al monasterio, aspeados, llenos de barro, un
sargento primero con veinte gendarmes que lograron escapar de la matanza de
Hontoria. Casi todos ellos eran de los exploradores que habían marchado por las
crestas del desfiladero.
Pocas horas después, a las seis o siete de la misma mañana, el comandante del cantón
de Aranda se presentó en el monasterio con doscientos soldados de infantería y
cincuenta caballos. Le acompañaba un cirujano de la ciudad, don Juan Perote.
Perote reconoció la herida del coronel; según dijo, no se podía extraer la bala sin
practicar una operación cruenta. Respecto a trasladar el coronel a Aranda, de hacerlo,
había que tomar grandes precauciones, pues la herida se hallaba muy inflamada y el
paciente tenía una calentura terrible.
El comandante de Aranda determinó continuar en el monasterio un par de días para
dar tiempo de descanso a los dragones y gendarmes de Bremond y ver si llegaba algún
nuevo fugitivo de Hontoria. (…) Mientras tanto, nuestro escuadrón llegaba por la
noche a Peñaranda. Dejamos parte de la fuerza allí, y yo, con cincuenta hombres de los
más decididos, avancé por la cuesta de San Juan del Monte hasta aproximarnos a la
Vid.
El monasterio tenía en la obscuridad un aire fantástico.
Apenas se le divisaba oculto por una masa de altos y negros chopos.
Se adivinaba, más que se veía, el cauce del río como una barranca hundida y los
grupos de árboles de las orillas.
A la derecha del monasterio se columbraba la cabeza del puente. Arriba en el cielo
palpitaban las estrellas.
No me pareció prudente atacar el convento sin tener idea de sus medios de defensa, y
esperamos al amanecer.
Dormimos un rato y al alba estábamos de nuevo a caballo.
La mañana comenzó a sonreír en el cielo.
Se iba destacando entre la obscuridad y la bruma el poblado de la Vid, una manzana de
casas blancas unidas al convento.
Lara y yo, a pie, ocultándonos entre las matas, nos acercamos a un tiro de fusil.
Con el anteojo pude ver la barricada del puente y los soldados llegados de Aranda
patrullando por los alrededores.
No éramos bastantes para atacar el monasterio, y, siguiendo las órdenes del cura,
atravesamos el Duero y nos instalamos en Quemada del Monte.
Preparamos el alojamiento, y yo di una vuelta al pueblo en compañía de Lara.(…) Por
la noche supimos que el cura venía avanzando con el grueso de su partida a Hontoria
de Valdearados, y a la mañana siguiente me mandó un recado para que me avistara
con él.
Supuse yo si su objeto sería instalarse en Zazuar y en Fresnillo de las Dueñas, con lo
cual podía dejar dividida la guarnición francesa de Aranda en dos partes: doscientos
cincuenta hombres en el convento de la Vid, aislados y sitiados, y trescientos en la
ciudad. No era difícil, seguramente, atacarlos sucesivamente y vencerlos.
En el caso de que se decidiera a esto, yo abandonaría mi proyecto de deserción, al
menos por entonces.
Me adelanté a Hontoria de Valdearados, dejando a Lara en el mando.
Merino no pensaba en sitiar la Vid ni Aranda; no se atrevía a un ataque tan en grande.
- ¿Tú qué harías si estuvieras en mi lugar?- me preguntó.
- Yo, sitiar el convento y atacarlo.
Merino no contestó, y luego, no sé si para intimidarme, me preguntó si sería capaz de ir
a Aranda y enterarme de si el pueblo nos secundaría.
Le dije que sí y marché disfrazado en el carro de un carbonero a esta villa.
Iba dirigido a don Juan Antonio Moreno, administrador del convento de SanctiSpiritus, que vivía en la calle de la Miel, cerca de la plaza del Trigo.
El carbonero me dijo que a don Juan Antonio y a don Lucas Moreno les llamaban los
franceses y los afrancesados los Brigantes.
Don Juan Antonio Moreno me recibió muy bien. Él y su hermano don Lucas eran los
depositarios del Empecinado, y a ellos les enviaba el guerrillero todas las sumas que
recogía.
Hablamos mucho del Empecinado y de la política del tiempo.
Estuve muy bien tratado en los dos días que paré allí; luego en el mismo carro en
donde había ido, salí de Aranda y volví a mi escuadrón. Claro que mis informes no
sirvieron de nada, porque el cura no había pensado en atacar Aranda.
En el texto de Baroja se nos señalan calles de Aranda y el convento de los
dominicos. Igualmente se destaca la importante colaboración de los arandinos con la
causa del Empecinado. El siguiente capítulo lleva por título "El parte de Aranda" y
continúa con la narración de los hechos ocurridos entre esta ciudad y la Vid:
Los franceses, mientras tanto, estaban inquietos. Al día siguiente de llegar el
comandante de Aranda a la Vid, a las diez de la noche recibió un parte de su segundo,
redactado así:
"Al comandante Bontemps.
Comandante: En estos momentos acabo de recibir aviso de la llegada del cura Merino
con una numerosa partida al pueblo de Hontoria de Valdearados. Una avanzada de
caballería enemiga se ha estacionado en el lugar de Quemada, a tres cuartos de legua
de Aranda. Su objeto, indudablemente, es cortar la retirada a las tropas de usted para
cuando intenten volver a esta ciudad.
Prepárese usted en seguida para un posible sitio.
Por ahora no puedo enviar más fuerza.
Como sabe usted, aquí dispongo de trescientos hombres que no me bastan. Tengo cien
para defender el puente, la casa del Ayuntamiento y el Juzgado. Estoy dispuesto a
perder la vida antes de que entren los brigantes en Aranda. No puedo tampoco enviar
víveres, porque la comunicación está cortada y no los tengo. He pedido socorros.
El comandante interino del cantón de Aranda.- Courtois. "
El parte alarmó extraordinariamente a Bontemps. Temía ser cortado y atacado en el
monasterio. Al instante hizo fortificar el parapeto mandado construir a su llegada por
Bremond y formar otro en el extremo del puente próximo al monasterio. Colocó
cincuenta soldados de infantería para defender estos dos puntos.
Suponía que, ayudados por los fuegos de las ventanas del convento, podrían resistir
largo tiempo en caso de asalto. Pocos hombres en este sitio bastaban para contener a
Merino si se presentaba.
Luego montó a caballo, corrió a Vadocondes con una escolta de diez húsares, decomisó
los carros que pudo y cerró también allí la cabeza del puente.
Había hecho de antemano salir del monasterio cincuenta soldados de infantería y
mandado le siguieran.
Cuando llegaron éstos, la barricada del puente de Vadocondes se hallaba concluida.
Volvió después Bontemps a la Vid y envió un pelotón de húsares y de gendarmes a
patrullar por el camino de legua y media que va del puente de la Vid al de Vadocondes.
Consideraba imposible el paso de los españoles por el Duero; el río venía muy crecido
por las lluvias.
Como todavía le quedaba gente disponible, ordenó a una partida de húsares rondase
San Juan del Monte, en observación del camino de Aranda, por la derecha del río y las
avenidas del monasterio.
Mientras tanto, Merino, poco decidido a probar fortuna, o no queriendo deslucir la
jornada de Hontoria, después de alarmar los contornos nos ordenó la vuelta a la
sierra.
El comandante Bontemps, al pasar dos días y no verse atacado, exploró él mismo el
camino de Aranda y lo vio, con sorpresa, sin enemigos.
Temía una emboscada; pero como le iban faltando los víveres, decidió partir al día
siguiente con todas las tropas y con el coronel herido.
El abad don Pedro de Sanjuanena le prestó cincuenta hombres de las Granjas de Guma
y de Zuzones, colonos del convento.
Remudándose a cortos trechos, llevarían al coronel herido hasta Aranda.
Bontemps pensaba marchar con toda la velocidad posible y recorrer en cinco o seis
horas las tres leguas y media que hay desde la Vid a Aranda de Duero.
Hechos los preparativos, al anochecer se retiraron los húsares de la avanzada de San
Juan del Monte y se unieron con los expedicionarios.
Colocaron en la camilla un jergón, dos colchones y varias almohadas, para que el
coronel Bremond fuese sentado. El comandante Bontemps envió un propio a los
soldados del puente de Vadocondes avisándoles que por la noche se reuniría con ellos.
El convoy se puso en marcha rápidamente.
Cincuenta húsares marchaban a vanguardia; después cien infantes; en medio de ellos
el coronel en su camilla, y a retaguardia los gendarmes y dragones salvados del
desastre de Hontoria.
El cirujano don Juan Perote iba a caballo al lado del herido.
Llegó la columna a Vadocondes y se le reunieron los cincuenta soldados de infantería
que guardaban el puente.
Aseguraron éstos no había novedad por los contornos; se dio un refrigerio de pan y
vino a los granjeros y a la tropa, y se dispuso seguir adelante.
El comandante del convoy ordenó a un pelotón de húsares, al mando de un sargento, se
adelantara hasta Fresnillo de las Dueñas y se enteraran de si el camino estaba libre.
Pronto volvieron los jinetes a decir que no se advertía nada sospechoso.
Siguió el convoy a Fresnillo, y desde allí mandó Bontemps un parte a Courtois
preguntándole si pasaba algo.
Courtois contestó diciendo: "No hay novedad en la villa; se ignora el paradero de
Merino; han desaparecido las avanzadas enemigas de Quemada y Zazuar. Podéis
avanzar".
En vista de estas noticias, continuó el convoy su marcha y al amanecer llegaban los
franceses a las puertas de Aranda. Courtois les esperaba en la cabeza del puente con
parte de la guarnición.
Entraron las fuerzas en la villa, llevaron al herido a casa de don Gabino Verdugo, una
de las personas más importantes de la población, y le subieron en la camilla al cuarto
dispuesto para él.
Bremond mandó se repartiese su dinero entre los granjeros que le habían llevado.
La trayectoria de Aviraneta es muy variada y Pío Baroja sabrá construir un
personaje literario muy rico a través de todos los matices que ofrece el verdadero
personaje histórico. Ortega y Gasset nos resumirá la trayectoria y visión del personaje
literario mediante estas palabras:
Un día, Baroja, que no solía mirar al pasado, por la rendija de una conversación
familiar traba conocimiento con la figura de su tío Eugenio Aviraneta. Este hombre
había peleado, a las órdenes del cura Merino, contra los franceses en 1809; en el año
21, hecho ya oficial, luchaba contra el mismo cura desde el bando liberal. Fue masón y
carbonario. Compañero del Empecinado, toma parte en los movimientos del año 23; va
luego a Grecia con lord Byron y a Méjico con el general Barradas.
Pío Baroja firmará en febrero de 1915 otro libro de la serie de Aviraneta. Lleva por
título Con la pluma y con sable. El autor vasco sitúa en Aranda de Duero uno de los
cuadros históricos más ricos del siglo XIX, el que dedica a retratar la vida pública de
Eugenio de Aviraneta, quien sería regidor de Aranda de 1820 a 1823, durante el trienio
liberal.
Es casi seguro que Pío Baroja visitase la Vid para elaborar uno de los capítulos de
este libro. El novelista tomó nota, y en ese orden, de una partida de libros que luego
citará en la escena dedicada al auto de fe atribuido a Aviraneta en el convento de La
Vid. No deja de ser un recurso narrativo y de una gran fuerza expresiva, pues no parece
que Aviraneta, que se las daba de escritor, y aspiró a serlo, hubiera ordenado la quema
de aquellos libros. Baroja no hace sino rememorar la quema de libros de Don Quijote,
ahora se trata de una especie de acto de fe liberal.
Baroja hace acopio de muchos datos y describe así el monasterio y su entorno:
A principio de invierno Aviraneta recibió orden del Ministerio de Hacienda para que
pasara al próximo convento de la Vid a hacer el inventario de las propiedades
monacales.
La Vid es una aldea o barriada formada principalmente por una manzana de casas
unida al antiguo monasterio de Premonstratenses instalado cu las márgenes del Duero.
La Orden francesa de los Premonstratenses, fundada por San Norberto, en
Premonire, cerca de Laon, en la isla de Francia, tenía varias casas en España, entre
ellas la de Santa Cruz de Rivas, en Palencia; Aguilar de Campoo, La Vid y alguna otra
en Cataluña.
Las fundaciones premostratenses procedían en España de su casa matriz, Santa
María de Retuerta, y habían sido protegidas por Alfonso VII.
La Vid estuvo sometida a Retuerta, por orden de Alfonso el Emperador, hasta el año
1532, en que Clemente VII estableció que este monasterio tuviese abades trienales y
fuese cabeza de congregación.
El monasterio de La Vid era un gran edificio fuerte, de gruesos muros, asentado a
orilla del Duero. Tenía un puente largo y estrecho de piedra, de nueve ojos, sobre el río
y magníficas propiedades, prados, campos, bosques y dehesas.
El monasterio estaba muy bien conservado. La iglesia ostentaba una fachada
recargada y barroca y una espadaña de varios pisos.
Por dentro era grande y ofrecía la particularidad de ser un cuerpo de tres naves con
el techo sólo de una, como la catedral de Coria.
Lo mejor de la iglesia era la capilla mayor, obra realizada a expensas del cardenal
arzobispo de Burgos, don Iñigo López de Mendoza, y de don Francisco de Zúñiga y
Abella, conde de Miranda, desde el año 1552 hasta el 1562.
En el convento de sólida construcción lo más notable era el claustro, el coro y las
escaleras.
Las antiguas viviendas de los frailes se señalaban por lo grandes, cómodas y
espaciosas y la cocina y el refectorio se veía que había sido lo más trascendental en
aquella santa casa.
Aviraneta supuso que como en todas partes encontraría oposición en los colonos de
la Vid para comenzar el inventario de los bienes de la comunidad y se hizo acompañar
por Jazmín, el Lebrel, Diamante y cuatro milicianos de Aranda, ex guerrilleros del
Empecinado, entre ellos, el sargento Lobo.
El convento de la Vid no tenía en este tiempo el número de frailes que la ley votada
en Cortes exigía para que pudiera existir como agrupación religiosa. Había
únicamente cuatro o cinco monjes que gozaban dignidad de canónigos y que vivían en
las casas del pueblo por no poder habitar el monasterio, entre ellos un tal don Manuel
Castilla, hijo de un labrador de Vadocondes.
Como suponía Aviraneta, al llegar él y sus amigos a la Vid, a reclamar las llaves al
que hacía de administrador, y avisar algunos colonos para que viniesen a declarar
como testigos, vio claramente que todos estaban dispuestos a oponerse al inventario
por cualquier medio.
El fraile don Manuel Castilla se presentó con muchos humos e insultó a los
milicianos. Aviraneta le recomendó que se reportara porque estaba dispuesto a
emplear todos los medios para amansarle, desde darle una paliza hasta pegarle cuatro
tiros.
Los colones de la Vid, al oír las razones de Aviraneta, vacilaron.
No era solamente virtud y entusiasmo por la religión los que movían a los aldeanos
a protestar del inventario, la causa principal era que los vecinos de las noventa casas
del pueblo se aprovechaban como de cosa propia de los bienes casi abandonados del
monasterio.
Aviraneta y Diamante hicieron como que no se enteraban y Aviraneta comenzó a
catalogar cuadros, estatuas, joyas y a medir campos y bosques.
La indignación cundió en las tres barriadas de la Vid; llovían amenazas anónimas e
insultos; se dispararon varios tiros a las ventanas.
La Gaceta apareció por allá a intrigar con sus chismes y sus embustes.
Aviraneta, Diamante y sus guerrilleros fingían que no se daban cuenta de la cólera
de los vecinos.
Todas las maniobras del inventario se hacían por procedimientos militares. Se
ocupaba un prado como si se tuviera que atacar al enemigo; se tomaban las medidas, y
a casa.
Aviraneta no había querido desperdigar sus hombres; todos ellos vivían en el
monasterio, en la misma sala. Se hacía comida en la cocina de la portería y se dormía
en el archivo que estaba encima de la biblioteca.
Cuenta Baroja cómo Aviraneta y su partida, a quienes sitúa durante una Nochebuena
en el monasterio, tuvieron que emplear procedimientos militares para hacer el recuento
de bienes en el lugar, al recibir la oposición de los lugareños, azuzados por un fraile,
Manuel Castilla, que era hijo de un labrador de Vadocondes. Parece ser que Pío Baroja
se encontró muy a gusto en el Monasterio de La Vid, pues se tomó algún tiempo para
anotar detalles de lo interiores del edificio, fijándose particularmente en la estancia de la
biblioteca, como gran enamorado de los libros que era. Aunque hay algunos detalles de
la descripción de la biblioteca que no concuerdan con la realidad, el conjunto del retrato
narrativo obedece al paso del novelista por el lugar. Hace referencia don Pío a cinco
ventanas o bóvedas de la biblioteca, cuando en realidad eran y son siete. Aunque tomó
muy bien Baroja referencia de los datos históricos del monasterio, y parece que se
informó sobre los frailes premonstratenses, no reparó en que las siete bóvedas tienen
relación con el número 7, que era para aquellos religiosos el signo de la plenitud. La
biblioteca que conoció don Pío no era la de tiempos de Aviraneta, porque aquella fue
saqueada y desaparecieron todos los tesoros bibliográficos.
Pío Baroja refiere así su conocimiento directo de la biblioteca del monasterio en la
siguiente escena:
La biblioteca era un salón alto, con el techo abovedado y pintado. La bóveda tenía
en medio una gran composición, con figuras desconchadas, y en los cuatro ángulos, los
evangelistas, con sus atributos.
Cinco ventanas grandes, con rejas, iluminaban la sala, y cerca del techo, en la
misma bóveda, se abrían en las gruesas paredes unas claraboyas, por las cuales se veía
el cielo y las cumbres de los árboles próximos.
Una fila de armarios de nogal, llenos de libros y papeles, formaba un zócalo en la
biblioteca. Encima de los armarios se veían algunos lienzos viejos y desgarrados, con
retratos de frailes, y dos globos terráqueos hechos de madera y hierro.
En medio del salón había una mesa maciza y grande.
El suelo era de baldosas blancas y negras, y estaba cubierto de esteras de cordelillo,
ya rotas y apolilladas. En un ángulo de la sala había en la pared una fuente, que
representaba una cabeza de Medusa.
De esta biblioteca se salía a varias habitaciones, estrechas y oscuras, y de una de
ellas partía una escalera, que iba a otro departamento destinado a archivo. Era este
cuarto, al que se bajaba de un descansillo por tres escalones, muy grande, muy claro,
bajo de techo, y con el piso de madera.
Tenía una fila de ventanas en una pared, y en la de enfrente, una gran chimenea de
piedra. Alrededor, dejando los huecos, había armarios de nogal llenos de papeles, y
encima, algunas vistas y planos viejos, negros del polvo y de las moscas.
Este local fue escogido por Aviraneta como habitación para su gente. Era el cuarto
más defendido, y daba hacia la entrada del monasterio.
Desde él se podía mirar quién venía por el puente.
El antiguo archivo sirvió de cuartelillo. Allí se colocaron las camas de paja para los
milicianos.
Por las noches se cerraban las maderas; luego, una puerta, pesada y sólida, de
cuarterones, y se echaban a dormir, mientras uno hacía de centinela arma al brazo.
Otro de los capítulos barojianos sobre la Vid lo encontramos cuando Aviraneta
inspecciona la biblioteca buscando material combustible entre los libros y manuscritos
de esta dependencia conventual. Tal como hemos dicho anteriormente es evidente que
existen paralelismos deliberados entre este capítulo y el capítulo VI de la primera parte
del Quijote, que lleva por título “Del donoso escrutinio que el cura y el barbero hicieron
en la librería de nuestro ingenioso hidalgo”. En este capítulo de Baroja también se trata
de un donoso escrutinio en el que la mayoría de los libros van a parar al fuego, salvo
algunas excepciones, tal como sucede también en el Quijote. Esta quema de libros y la
descripción de alguno de los libros indultados del fuego puede hacernos suponer que
Pío Baroja conoció directamente la biblioteca y los ricos fondos del monasterio de la
Vid. Éste es el contenido de este capítulo ambientado también en el monasterio de la
Vid:
VII AUTO DE FE
Una noche que hacía más frío que de ordinario los milicianos intentaron encender la
chimenea del archivo.
Habían ya quemado toda la leña y las astillas en una cocina de la portería, donde se
hacía la comida, y no querían gastar la paja que tenían para las camas.
- Pues aquí no nos puede faltar papel – murmuró Aviraneta
Y echó mano del primer tomo que tuvo a mano en la estantería del archivo. Era un
manuscrito en pergamino, con las primeras letras de los capítulos pintadas y doradas y
varias miniaturas en el texto.
- Esto no arderá – murmuró Aviraneta-. ¡Eh, muchachos!
- ¿Qué manda usted?
- A ver si encontráis por ahí tomos en papel.
Jazmín, el Lebrel y Valladares bajaron a la biblioteca y trajeron cada uno una
espuerta de libros.
-Buena remesa –dijo Aviraneta-. Usted, Diamante, que ha sido cura.
-¿Yo cura?-preguntó el aludido con indignación.
- O semicura, es igual. Usted nos puede asesorar. Mire usted qué se puede quemar
de ahí. Una advertencia. Si alguno desea un libro de éstos, que lo pida. El Gobierno,
representado en este momento por mí, patrocina la cultura… He dicho.
Diamante cogió el primer volumen al azar.
-Aurelius Augustinus –leyó-. De Civitate Dei. Argumentum operis totius ex-libro
retractationum.
-San Agustín –exclamó Aviraneta-. Santo de primera clase. ¿No lo quiere nadie? –
preguntó-. ¿Nadie? Bueno, al fuego. Adelante, licenciado.
-San Jerónimo: Epístolas.
-¿Nadie está por las epístolas? Al fuego también.
- Santo Tomás: Summa contra gentiles.
-Santo Tomás –dijo Aviraneta con solemnidad-, el gran teólogo de… (no sé de dónde
fue)… ¿Nadie quiere a Santo Tomás? Son ustedes unos paganos. ¡A ver esos papeles!
-Carta de Alfonso VII, El Emperador –leyó Diamante-, otorgada en unión de su hijo
don Sancho, donando al abad Domingo y a sus sucesores la propiedad del lugar que se
llama Vide, entre el término de Penna Aranda y Zuzones, con todos sus montes, valles,
pertenencias y derechos, con la condición de que ibi sub beati augustini regula
comniorantes abbatiam constituatis.
- Bueno: eso se pude dejar por si acaso – dijo Aviraneta-. Sigamos.
- Fray Juan Nieto: Manojito de flores, cuya fragancia descifra los misterios de la
misa y oficio divino; da esfuerzo a los moribundos, enseña a seguir a Cristo y ofrece
seguras armas para hacer guerra al demonio, ahuyentar las tempestades y todo animal
nocivo…
- Don Eugenio – dijo uno de los milicianos sonriendo.
- ¿Qué hay, amigo?
- Que yo me quedaría con ese Manojito.
- Dadle a este ciudadano el Manojito –exclamó Aviraneta.
- ¿Para qué quiere esa majadería? – preguntó Diamante.
- Es un deseo laudable que tiene de instruirse con el Manojito. ¡A ver el Manojito!
Necesitamos el Manojito. La patria es bastante rica para regalar a este ciudadano ese
Manojito.
Se entregó al miliciano el libro, y Diamante siguió leyendo:
- Aquí tenemos las obras de San Clemente, San Isidoro de Sevilla y San Anselmo.´
- ¿No las quiere nadie? –preguntó Aviraneta.
- Tienen buen papel, buenas hojas –advirtió Diamante.
- ¿Nadie? A la una…, a las dos…, a las tres. ¿Nadie?... Al fuego.
- Otra carta de donación otorgada por el rey Alfonso VIII al Monasterio de San
María de la Vid y a su abad Domigno de meam villam que dicitur Guma, con todas
sus pertenencias y términos de una y otra parte del Duero, et inter vado de Condes
de Sozuar.
- Dejémoslo. Adelante, licenciado.
- Fray Feliciano de Sevilla: Racional campana de fuego, que toca a que acudan
todos los fieles con agua de sufragios, a mitigar el incendio del purgatorio, en que
se queman vivas las benditas ánimas que allí penan.
- Al fuego inmediatamente.
- Otra donación de Alfonso VIII y de su mujer Leonor al Monasterio de la Vid, de la
Torre del Rey, Salinas de Bonella y varias fincas, y marcando los límites de
Vadocondes y Guma.
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Diablo con los frailes, ¡cómo tragaba!- exclamó Aviraneta.
Otra donación de Alfonso VIII al Monasterio y a su abad don Nuño de las villas de
Torilla y de Fruela, a cambio de mil morabetinos alfonsinos.
Esto de los morabetinos sospecho que no le debió hacer mucha gracia a don Nuño –
dijo Aviraneta.
Augustinus: De praedestinatione sanctorum.
Al fuego. Siga usted, licenciado.
Confirmación de una concordia sobre la división de los términos de Vadocondes y
Guma, hecha “en el anno de don Odoart ffijo primero e heredero del Rey Henrric
de Inglaterra rrecibio cavalleria en Burgos. Estuvieron presentes en la
confirmación don Aboabdeille Abenazar Rey de Granada, don Mahomat AbenMahomat Rey de Murcia, don Abenanfort Rey de Niebla y otros vasallos del Rey”.
¿Tenemos moros en la costa? Bueno; eso también hay que dejarlo.
Un censo de concejo y vecinos de Coruña de la granja de Brazacorta, mediante el
canon de doscientas fanegas de pan terciado por la medida toledana “é un yantar
de pan é vino é carne é pescado, é cebada para las bestias que traire el dicho Abad
con los frayles que con él viniesen”.
Siempre comiendo esa gente –dijo Aviraneta.
Otro censo –leyó Diamante- a los vasallos de la granja llamada de Guma, con la
condición de morar en ella, pagar cien fanegas de pan terciado, doscientos
maravedises juntamente con los diezmos, ochenta maravedises de martiniega y una
pitanza al abad y monjes.
Bueno, bueno; basta ya –exclamó Aviraneta-; nos vamos a empachar. Todo lo que
esté manuscrito dejarlo, y lo que esté impreso, ya sea un libro sencillo de oraciones
o de Teología, puede servir para calentarnos.
Así se hizo, y montones de papel llenaban el hogar de la chimenea todas las noches.
Como continuación de este capítulo se nos narra la estancia de Aviraneta y sus
compañeros en el monasterio de la Vid, durante una nochebuena. Como no podía ser
de otra manera, en una navidad en la Ribera, beberán un buen vino de la comarca.
Este capítulo llevará precisamente el nombre del pueblo de la Vid:
VIII.- NOCHEBUENA EN LA VID
El día de Nochebuena Aviraneta y sus compañeros lo pasaron espléndidamente
en el convento.
Se comió bien, se cenó bien, se bebió un vino ribereño excelente, y después de
cenar y de cerrar las puertas con cuidado, se quedaron todos delante de la chimenea
del archivo, al amor de la lumbre. Habían llevado los sillones más cómodos del
convento y los tenían colocados alrededor de la chimenea, formando un semicírculo.
Tenían allí provisiones de combustible para toda la velada.
Diamante, como oficial, pensaba no debía descender a ciertas cosas, y no se
ocupaba de detalles vulgares.
Aquella noche hacía mucho viento. Sus ráfagas impetuosas parecían frotar con
violencia las paredes del monasterio. El aire silbaba y entraba por la chimenea y hacía
salir el humo como una gruesa nube redondeada que rebasaba el borde de la campana
y se metía en el cuarto.
Una constelación de pavesas flotaba en el aire, y unas caían a las piedras del
hogar y otras subían rápidamente en el humo.
Se oía el murmullo del río, que parecía cantar una canción monótona; sonaba el
tictac de un reloj de pared, y a intervalos, solemnemente, llegaban con estruendo las
campanadas del reloj de la torre, que daba las horas, las medias horas y los cuartos.
Aviraneta, hundido en su sillón, miraba las vigas grandes azules del techo, que
se curvaban en medio, y el escudo, que adornaba la chimenea.
Este escudo era del cardenal don Iñigo López de Mendoza, arzobispo de Burgos
y abad comendador del convento de Premonstratenses de la Vid.
En el silencio se oían las ratas que corrían por los armarios royendo las
maderas y los pergaminos.
- Hablemos, contemos algo – dijo Aviraneta
- ¡Qué vamos a contar! –murmuró Diamante.
- Contemos la mejor y peor Nochebuena que hemos pasado cada uno en la vida.
- Pues empiece usted –dijo Diamante.
Aviraneta narrará que su mejor Nochebuena en Irún de joven y la peor, guarecido en
una cueva del Urbión en la época en que estaba en la partida del cura Merino. Narran
otras historias, principalmente recuerdos de la Guerra de la Independencia. La velada se
ve interrumpida por el sueño
Estaban ya otra vez los hombres adormilados; se comenzaron a echar en sus
camas de paja uno tras otro, cuando se oyó un aldabonazo en la puerta.
El Lebrel, que estaba de guardia, se asomó a la ventana.
- ¿Quién es? – preguntó.
- ¿El señor don Eugenio de Aviraneta?
- Aquí es.
- Traigo una carta para él.
- ¿De quién?
- Del señor González de Navas, juez de Arauzo.
- Ahora vamos.
Aviraneta, acompañado del Lebrel y de Jazmín y alumbrando el camino con una
linterna bajó al portal. Los demás se levantaron y tomaron sus fusiles.
Aviraneta abrió el postigo e hizo entrar al hombre que por él preguntaba. Luego
cerró, dejó el farol en un poyo de piedra, tomó la carta y la leyó. Decía así:
“Estimado Aviraneta: Sé que hay varios hombres bien portados y montados de
noche y de día en los alrededores de la Vid que le esperan a usted para matarle. Uno de
ellos parece que es el cura Merino, el otro el cura de Valdanzo. Los demás son dos o
tres absolutistas de Vadocondes y algunos colonos de la Vid. No salga usted solo, sobre
todo de noche.- González de Navas.”
-
¿Va usted a volver a Arauzo? – preguntó Aviraneta la propio.
Sí, pero no tengo prisa.
Entonces quédese usted aquí. Estará usted más seguro.
¿Por qué?
Porque hay gente acechando en el campo y le pueden confundir a usted con uno de
nosotros.
Entonces me quedo.
Aviraneta y sus compañeros continuarán en la Vid, narrando experiencias del pasado y
planeando acontecimientos futuros:
IX.- SAN MARTÍN CON SU CAPA
Volvió Aviraneta con sus compañeros al archivo. Se habló del posible ataque de
Merino, y el Lebrel, que era de Vadocondes, explicó cómo se había salvado un antiguo
abad del convento de la Vid de un ataque de los ladrones que querían robar la iglesia.
- Esto era en tiempo de la guerra de la Independencia –contó el Lebrel-, mejor dicho,
unos meses después. Estaba de abad un navarro que se llamaba don Pedro de
Sanjuanena.
- Lo conocí –dijo Aviraneta.
- Pues estaba el abad solo con un criado cuando supo que una partida de ladrones
rondaba el monasterio. No podía defenderse y se le ocurrió esto: fue a la iglesia,
descorrió la cortina del altar mayor donde había un gran crucifijo; luego cogió
todos los candeleros con sus cirios y velas, los encendió y formó una calle que iba
desde la puerta de la iglesia al altar mayor.
A media noche forzaron los ladrones la puerta de la iglesia, entraron, y al ver
aquella carrera de luces avanzaron en medio hasta llegar al altar mayor.
A alguno de los ladrones le sobresaltó ver el Cristo iluminado, y se arrodilló
tembloroso devotamente. Los demás hicieron lo mismo, y cuando estaban así salió el
abad y les echó una plática, con lo cual los ladrones se fueron arrepentidos y contritos.
El procedimiento de Sanjuanena no era fácil que causar mucha impresión al cura
Merino, que estaba acostumbrado a tratar con confianza a santos y a cirios y con quien
había que usar argumentos más contundentes.
Se debatió entre los reunidos la verosimilitud de la historia del Lebrel y se dispuso
la mayoría a tenderse de nuevo.
Desde el momento que Aviraneta supo que Merino y los suyos vigilaban el
monasterio, comenzó a no poder estar en paz y a fraguar mil planes. El Lebrel,
Diamante y Jazmín, al verle dispuesto a no dormir, se levantaron de al lado del fuego.
Aviraneta quería saber si los espiaban de cerca, y para esto se le ocurrió una
estratagema.
Había visto en una cámara próxima a la sacristía una serie de figuras y muñecos de
altar rotos, estropeados. Acompañado de Jazmín y de Diamante, con un farol en la
mano, salió del archivo, bajó a la biblioteca, fue al patio, entró en el cuarto de las
imágenes y paseó la luz de su farolillo por las estatuas.
Aquel spolliarium era cómico de día y trágico de noche. Un santo con una túnica
blanca parecía un fantasma.; unos ojos de cristal brillaban con un fulgor misterioso, y
algunas manos de madera le levantaban en el aire como pidiendo misericordia.
Había un San Martín con las piernas abiertas en actitud de montar a caballo y con
un brazo de menos.
- Este muñeco nos va a servir – dijo don Eugenio.
- ¿Para qué? – preguntaron Diamante y Jazmín.
- Ahora verán ustedes.
Llevaron entre los tres el San Martín, cruzando el patrio, hasta el zaguán, y allí lo
dejaron en el suelo. En seguida desapareció Aviraneta y vino con un caballo viejo,
ensillado.
- ¿Qué quiere usted hacer? – le preguntaron.
- Vamos a montar a San Martín y a ver si lo podemos sujetar en la silla.
Subieron el muñeco de madera sobre el caballo y Jazmín lo sujetó atándole cuerdas
de esparto por todos lados. No era posible que el San Martín se sostuviera bien como
un jinete, pero con un poco tiempo que cabalgara le bastaba a don Eugenio.
Al tener al muñeco sujeto en el caballo, Aviraneta le plantó un sombrero en la
cabeza y lo envolvió con una capa vieja.
- Lebrel, Jazmín – gritó luego.
- ¿Qué manda usted?
- Aparejad los caballos y traedlos aquí.
Jazmín y el Lebrel salieron y al poco rato volvieron con cinco caballos al zaguán.
- Ahora –dijo Aviraneta a Diamante- pónganse todos ustedes en las ventanas del
archivo con el fusil preparado… y atención. Si disparan a nuestro San Martín, que
va a tomar el fresco…, fuego a los que disparen. Después, inmediatamente, todos
aquí, al zaguán. Que suba el Lebrel con usted, y cuando estén ustedes preparados,
que venga a avisarme.
Comprendió Diamante de lo que se trataba, y el Lebrel volvió al zaguán poco
después diciendo que todos estaban preparados. Aviraneta abrió la puerta, sacó el
caballo fuera y dijo, como dirigiéndose a alguien:
- Adiós, don Eugenio, hasta la vuelta.
La noche se había tranquilizado, la luna brillaba en el cielo, el viento agitaba
suavemente las copas de los árboles, y a lo lejos se oían ladridos de perros.
El caballo, con el bulto de madera en la silla, avanzó unos veinte metros y de
pronto se oyeron cinco tiros en el campo seguidos de otros seis disparos hechos desde
las ventanas del monasterio.
Inmediatamente bajaron todos los milicianos al zaguán, montaron a caballo y
salieron al galope hacia el sitio de los disparos. Encontraron a un hombre herido que
intentaba escapar y lo prendieron; después, dando una batida, registraron los
alrededores sin encontrar a nadie, hasta toparse con ocho hombres de la milicia
nacional de Vadocondes, dirigidos por Diego Campos, sargento retirado, que vivía en
este pueblo y que había salido sabiendo que los realistas rondaban la Vid.
Al volver Aviraneta y los suyos vieron cerca de la puerta del convento el caballo
que había llevado al San Martín, que arrastraba el muñeco y que de cuando en cuando
se detenía a comer hierba.
El herido declaró que él había ido con la Gaceta desde Aranda, que en Vadocondes
se había reunido con Merino y el cura de Valdanzo y con otros dos que no conocía.
- A ese manflorita de la Gaceta- dijo el Lobo- cuando le eche la mano encima le voy
a poner como nuevo.
A la mañana siguiente, Aviraneta, Jazmín, el Lebrel, Diamante y los cuatro
milicianos volvían a Aranda con el hombre herido, que dejaron en el hospital, y dos
días después marchaban a Arauzo de Miel a comenzar un nuevo inventario.
Rafael Alberti
Uno de los poetas fundamentales de la conocida como Generación del 27 es
Rafael Alberti (1902-1999). Tras ganar el premio nacional de literatura con su obra
“Marinero en tierra” acompaña, con 23 años, a su hermano Agustín en un viaje desde
Madrid hasta el País Vasco. Es el verano de 1925 y las 5.000 pesetas de este importante
premio literario son empleadas, en parte, para realizar un viaje a través de Castilla.
Alberti recordará en sus pasos por Castilla, los romances medievales que tienen como
escenario geográfico la meseta. En la Ribera del Duero pasará por distintos pueblos
dedicando poemas a Aranda de Duero, Roa, Sotillo de la Ribera, Gumiel de Izán,
Gumiel de Mercado, Peñaranda de Duero, La Horra… y también a la Vid. Será el
poema número 11 de su segundo poemario, cuyo título será “La Amante”:
11
Noche
La Vid de Aranda.
La galga del río Duero,
mi amiga,
¡qué bien ladra!
¡Qué buena galga!
¡Y qué bien mueve la cola
y qué bien guarda la puerta,
mi amiga,
y qué bien ladra!
¡Que buena galga!
Ve una galga y todo lo que la ve hacer lo hace bien: ladrar, mover la cola,
guardar la puerta y volver a ladrar. Otra vez la presencia poética del Duero, en la
noche… ¿por qué no pensar que el poeta pasó una noche en el Monasterio de La Vid al
igual que lo haría días después en el de Silos? El enfoque cultural del viaje, la
proximidad del río y la referencia a la noche de La Vid nos hace pensar eso, unos
ladridos en la oscuridad de la noche vitense hicieron el resto… Después de pasar por la
Vid irá a Peñaranda de Duero, Clunia, Huerta de Rey…
Camilo José Cela
Camilo José Cela (1916-2002) publicó en 1956 una novela que llevaba por título
“Judíos, moros y cristianos”. Nuestro último premio Nobel de Literatura se dedicará
entre 1946 y 1952 a recorrer Castilla a pie. El capítulo II de la novela llevará por título
“Veinte leguas de Duero”. Procedente de la provincia de Soria, y en dirección a Aranda
de Duero, pasará por la Vid y visitará su monasterio. Estas son las palabras de Don
Camilo que, para referirse a si mismo, utiliza la tercera persona y se hace llamar
vagabundo:
Después de pasar el mojón que separa las provincias y antes de llegar a Zuzones, al
vagabundo le cogieron los mares del cielo, los desbordados, los enloquecidos mares del
cielo, de los que medio se guareció contra las flacas bardas de una paridera.
El vagabundo, al mirar cómo cae el agua, se pone a pensar, casi con deleite, en todos
los vagabundos que se habrán puesto a caldo, empapados como gorriones coritos, a la
sombra canija de cualquier corral, cuando a los mares del cielo, desde que el mundo es
mundo, se le ocurre romperse con el estruendo de mil nueces rodando.
Quieto, para no coger más que el agua de su sitio, y defendiendo sus carnes del cielo
que lloraba como casi nunca llora, el vagabundo, quizás para darse los ánimos que aún
no le faltaban pero que ya se le iban gastando, se puso a hablar consigo mismo en alta
voz.
- Parece que llueva, ¿eh, buen hombre?
- Pues yo creo que no, distinguido caballero, que lo que pasa es que llueve.
- Pues eso, pues eso es lo que le vengo diciendo, buen hombre.
- Y yo, distinguido caballero, y yo.
El vagabundo, a veces, se divierte hablando a solas para ensayarse en el complicado
arte de no llegar a un acuerdo jamás.
- Un servidor, distinguido caballero, es un príncipe indio venido a menos.
- ¿Ah, sí?
- Sí, alto señor, que por mis venas corre una sangre tan azul como la de los reyes
y hasta, si me apuráis, aún más antigua. ¿No me creéis?
- Ni una palabra, buen hombre, ni una sola palabra puedo creer de lo que me
decís. ¡Qué le vamos a hacer!
- Sí, verdaderamente, ¡qué le vamos a hacer!
El vagabundo, con la cabeza mojada, las ropas chorreando, los pies empapados, debe
parecer un vagabundo de ópera italiana, un vagabundo caracterizado de vagabundo, el
vagabundo más vagabundo de toda la tierra.
-
¿Qué hora será ya?
No puedo saberlo, distinguido caballero, nadie lo puede saber, que está negro el
cielo y la tierra incierta.
Un pájaro vuela, torpe y apresurado, sin saber ni de qué ni a dónde huye, mientras un
bicho flaco y nerviosillo se asoma por entre dos piedras de la tapia.
-
Escampa…
¡Psché! Ya veremos.
Por el camino viene un pastor arreando un hato de cabras barbudas. Una moza que va
por leña pasa tarareando entre dientes una cancioncilla.
- ¿A dónde vas, muchacha?
- A donde me da la gana y a usted no le importa, tío asqueroso.
- Vaya.
El vagabundo, cuando la muchacha se aleja, empieza de nuevo a pensar en las aguas
desatadas, en las mansísimas y enfurecidas aguas del cielo que, a veces, se derraman
trayendo una paz inefable al corazón de los vagabundos. Que no van por leña
hacendosamente, cierto es, pero que tampoco muerden.
Entre la Vid y Vadocondes, el arco iris se pintó en el cielo no mucho tiempo antes que
el crepúsculo.
El vagabundo, caladito como iba, pasó por Zuzones a buen andar y fue a secarse y a
dormir el baño a la sala de espera de la estación.
Zuzones es un lugar que pertenece al ayuntamiento de la Vid. El paisaje de la Vid es
frondoso y amable, con árboles de añosa corpulencia, frescas aguas, cultivo de buen
cuidado y bosquecillos de enebro y encina. En la Vid se la uva que dicen de botón de
gallo, y la tintina, y la perruna. En la Vid se caza el zorro y la liebre. En la Vid florece
la teología a la sombra de los latines de San Agustín.
La sala de espera de la estación tiene encharcado el suelo de losetas de cemento. El
vagabundo, sobre el largo banco de tabla, se busca su acomodo entre un zagal segador
y una campesina que intenta dar de mamar a un niño que grita sin entusiasmo alguno,
sólo por hacer la cusca al prójimo.
En la sala de espera de la estación hay otras cinco personas: un viejo que dormita con
la apagada colilla entre los labios; una señorita de pueblo con el pelo teñido de rubio y
su mamá, que casi no puede respirar dentro del corsé; un hombre de mediana edad que
mira para la bombilla y un cura flaco y meditabundo que hace, de vez en cuando, un
raro guiño con la boca y con la nariz.
El vagabundo, que no está para tertulias y menos para velatorios, saluda al digno
senado, se tumba todo lo largo que puede y cierra los ojos para procurar dormir.
Cuando se despierta, a punto de la amanecida, en la sala de espera no está ya nadie
más que el cura, que sigue en igual postura en que quedó y haciendo los mismos
visajes.
- Buenos días, padre.
- Buenos días, hijo. ¡Parece que se durmió!
- Sí, señor; haciendo sueño, ¡ya se sabe!
- ¡Vaya, vaya!
El cura volvió al su silencio. Al cabo de un rato se sintió chiflar un tren y el cura se
levantó.
- Buenos días, hijo.
- Buenos días, padre, y buen viaje.
El vagabundo, cuando el cura se fue, lo siguió con la vista. El cura andaba renqueante
y algo escorado, y acompañaba su pisar con una posecilla amarga y seca. ¿Quién sería
aquel cura pobre y nervioso, aquel clérigo raído y triste, que se había pasado la noche,
mano sobre mano, en la sala de espera de la estación de la Vid? El vagabundo no lo
supo. También es cierto que a nadie –ni aun a él mismo- se lo preguntó. Pero el
vagabundo, al cabo del tiempo, aún piensa con simpatía en su amigo de aquella noche,
el amigo que no sabe cómo se llama y del que casi no conoció ni el metal de la voz,
pero del que sí recuerda que tenía una cara difícil y bondadosa como la de algunos
pastores de la montaña, como la de algunos viejos pastores de silbo, mastín y navajilla.
En la Vid, los agustinos calzados, estudian las ciencias de la filosofía en el viejo Monte
Sacro, el monasterio de premostratenses que levantó el beato Domingo, en el siglo XII;
que hizo noble y hermoso el cardenal Iñigo López de Mendoza, en el siglo XVII, y que
arruinó la desamortización del XIX.
Treinta años después del abandono, en 1864, los agustinos de Valladolid devolvieron al
monasterio el perdido esplendor y fundaron el colegio de misioneros de Filipinas, hasta
que las islas se dividieron en dos provincias y en la Vid quedó la cuna espiritual de los
dedicados a la enseñanza: los de la provincia del Santísimo Nombre de Jesús de
España, editores de la Revista Agustiniana, de la Ciudad de Dios y de Religión y
Cultura.
El vagabundo, en el convento de la Vid, se encontró con un paisano y viejo amigo,
Papiano Grillo Pampón, cabo de la legión extranjera, en tiempos, y hoy hermano lego y
latinista de afición, que le dio de comer, le enseñó las arquitecturas y le explicó, sin
venir demasiado a cuento, que la palabra “cachondo” venía del latín “catuliens”, que
está en celo.
Papiano Grillo Pampón, con su nariz de berenjena, su pelambrera rala y sus ojillos de
estornino, siempre había sido sujeto aficionado a hablar por bernardinas, maña que
ahora, con la compañía de los sabios, se le había puesto exagerada y madura.
Papiano Grillo Pampón, que guardaba las colillas en una media, tenía pretensiones
eruditas.
-
-
Mira, para y observa. ¡Oh, maravilla de las maravillas! ¡Oh, pureza del
plateresco en el Escorial de la Ribera, como es conocida nuestra casa por todos
los amantes de las bellas artes! Esto que tus ojos contemplan, ignaro caminante,
es la más pura forma de unión de una iglesia de tres naves con una capilla de
este tipo en la cabecera.
¿De qué tipo?
Pues de este tipo, hombre, pues de este tipo. ¡No entiendes una palabra!
El vagabundo, que no está muy fuerte en eso de los estilos, cambió de conversación. Al
vagabundo y a su amigo el lego, hablando de sus cosas, se les echó la noche encima sin
pensar.
- ¿Qué vas a hacer?
- Pues, nada, seguir andando.
- Espérate a mañana. Si quieres, puedes dormir en la portería, allí tengo un
almadraque bastante aparente en el que estarás bien.
- Bueno.
El vagabundo, aquella noche, se sintió tan muelle y a gusto en su colchón, que no
consiguió dormir.
A la mañana siguiente, cuando se levantó, no puedo encontrar a su amigo Papiano por
lado alguno. Su amigo Papiano, que es hombre liberal, habrá sabido disculparlo.
El vagabundo, para acercarse a Peñaranda, que está a legua y media al norte de la
Vid, vuelve la espalda al Duero, el río con el que piensa toparse de nuevo y no muy
tarde.
Dionisio Ridruejo
Dionisio Ridruejo (1912-1975) también reflejará el monasterio de la Vid en su obra. Lo
hará en su monumental “Castilla la Vieja” (1973), una extraordinaria guía de Castilla en
la que se nos da una visión muy personal de cada uno de los lugares que visita. Ésta es
su descripción de la Vid:
La Vid es famoso Monasterio que hoy habitan los Agustinos y en tiempos pasados
ocupaban los premostratenses. La primera fundación se remonta quizá al siglo XII. Lo
que ahora se ve es una construcción austera de tipo herreriano. La iglesia, que es muy
notable, representa otro ejemplar del gótico tardío en compromiso con el orden clásico.
La cabecera, de planta cuadrada, es una gran capilla abierta por el arco triunfal. En su
parte alta se pasa del cuadrado al octógono sobre trompas, para montar una de esas
bóvedas estrelladas que ya hemos visto muchas veces sustituyendo a la cúpula. Ésta
queda en la antología del estilo. Se fecha en 1472. Las naves son más tardías y llevan
decoración renacentista. La obra fue dirigida por Sebastián de Oria y los hermanos
Rasines.
La Vid sigue siendo un lugar fundamental en la Ribera del Duero, sigue teniendo
la misma belleza evocadora que supo inspirar a Pío Baroja, a Rafael Alberti, a Camilo
José Cela y a Dionisio Ridruejo. A buen seguro que los tesoros artísticos, la carga
histórica del lugar y el rico paisaje seguirán inspirando en el futuro a muchos escritores
que seguirán apreciando todo lo bueno que tiene la Vid y su entorno.