Leer la revista
Transcription
Leer la revista
1 2 3 4 el sueño de la aldea Apuntes sobre la creación y la programación R odrigo P ardo F ernández Resulta interesante que, cuando se lee o se comenta la ciencia ficción, se suele hacer en una perspectiva futurista, en un falso considerar que asume una suerte de carácter profético o extrapolación de la actualidad en las obras del género. Esta lectura prejuiciada y errónea es clara, por poner un ejemplo, en la forma en que se lee o se actualiza la lectura de las obras de Jules Verne. Se pierde de vista que la perspectiva de Verne, los avances científicos que desarrolla de manera hiperbólica, en predecibles estructuras narrativas comunes a las novelas de aventuras de la época, se basan en las proyecciones de la ciencia y de la tecnología de fines del siglo xix. Leer las novelas de ciencia ficción, cualesquiera que éstas sean, como inspirados oráculos (H. G. Wells, Arthur C. Clarke, Cormac McCarthy) o alegorías transparentes (George Orwell, Philip K. Dick, William Gibson), es un error frecuente de quienes contemplan la ciencia ficción desde una distante ignorancia. En un orden de ideas similar, China Miéville sostiene que la fantasía, en tanto ficción que se asume como tal, ø phillip k . dick posibilita la transformación y la liberación del pensamiento en términos políticos y estéticos; sobre todo si se tiene en cuenta que la lectura de textos ficcionales que pretendidamente recrean mundos o sociedades utópicos debe partir de la asunción previa de que la ficción es posible (tiene lugar paradójicamente) en el discurso, lo que posibilita su comprensión, su proyección hacia el mundo de las cosas tangibles (realidad) y su cuestionamiento. La palabra hace, no sólo nombra, en el sentido del nomoteta, el hombre que da nombre a las cosas, y la prima impositio, la primera vez que se establece la relación entre la palabra y el objeto que nombra. En términos recientes, el discurso dota de sentido al mundo, conforma nuestro pensamiento y ordena (en términos de significación) la realidad. El logos concede a la ficción un ser, si no tangible, sí por lo menos aprehensible en términos husserlianos del fenómeno. La paradoja (en relación al lugar de la utopía como ideal de la ficción) es sólo etimológica, dado que en un espacio ineludiblemente significativo (lo humano, lo cultural), poblado de signos (semiosfera, en términos de Lotman), un no-lugar no existe. Todo lugar es posible, en el proceso cultural e históricamente determinado que solemos 5 llamar discurso; además, la utopía es autónoma en un sentido ontológico, lo que presupone que una esfera de la realidad es autónoma de otras, pero no implica que la utopía no se rija por leyes que pertenecen a otra esfera distinta. La semiosfera, los signos que conforman el universo humano, se conforma por redes de relación y no por espacios aislados, aunque así lo aparenten en una primera lectura. Esta perspectiva que se aproxima a la realidad parte de la consideración filosófica de que, desde el momento en que es formulada en el discurso, la ficción se torna inteligible; lo inteligible es la realidad y, en un sentido aristotélico, la verdadera realidad, aquella que percibimos con el intelecto; y conformada además, en términos kantianos, también con la imaginación, que complementa la razón y le da sentido. En 1968 Philip K. Dick, un escritor norteamericano de ciencia ficción, publicó la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? La presuposición que señala la posibilidad de que una máquina, del tipo que sea, pueda soñar o producir arte implica no sólo avances tecnológicos, sino sobre todo una reflexión en torno a esta práctica social y cómo entendemos el modo en que se produce. La reflexión que propongo parte de dos cuestiones: la construcción 6 de las máquinas (software) y su capacidad para crear arte. La primera idea pareciera un problema de desarrollo científico, pero tiene que ver con la conciencia de nosotros mismos, nuestra conformación sociohistórica del yo, y la segunda con el sentido que hemos desarrollado en torno a la práctica del arte en el seno de las culturas contemporáneas. En una conferencia de 2006, Ian Watson abordó la forma en la que la literatura de ciencia ficción ha desarrollado la idea de las inteligencias artificiales en escenarios ficcionales inminentes o en proyecciones hacia un futuro lejano. En referencia a textos emblemáticos como el cuento de 1967, “I have no mouth and I must scream”, de Harlan Ellison, el guión cinematográfico de 2001: A space odyssey que Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick escribieron para la película que se estrenó en 1968, o la novela de 1966, Destination: void de Frank Herbert, Watson señala que las inteligencias artificiales extrapoladas tienen comportamientos demasiado humanos, para utilizar la expresión del escritor Theodore Sturgeon. En estricto sentido, no podría ser de otro modo; la configuración de una inteligencia artificial a partir de la forma de organizar el mundo de los seres humanos tiene que ser, necesariamente, el sueño de la aldea humana, al menos en los (limitados) términos en los que entendemos lo que somos y el modo en que pensamos. ¿Por qué? Porque en primera instancia, al programar un software determinado, partimos de nuestro-estar-en-el-mundo en términos conscientes, lo que se limita a una muy pequeña parte de lo que somos en tanto sujetos. La mayor parte de los procesos mentales que nos definen como un yo que es distinto del mundo del que formamos parte son subjetivos, inaprensibles, incomunicables, y sin embargo constituyen la mayor parte de nuestra experiencia y, por tanto, de nuestro ser humanos. De esta manera, nuestra limitada experimentación fenomenológica, nuestra ilusión de continuidad espacio-temporal, de conciencia de nosotros mismos (de algún modo esquizofrénica) y nuestros intentos fallidos de trascendencia, pasarían a formar parte de las peculiaridades, para decirlo de algún modo, de una inteligencia artificial configurada como un software de extremada complejidad. La mayor parte de las reflexiones literarias y fílmicas en torno a este pro blema proponen una inteligencia desaprensiva, pretendidamente objetiva o científica (como los androides de apoyo en Alien), desquiciada como la computadora hal de 2001 (lo cual resulta paradójico si reconocemos este estado como humano) o bien metahumana, en términos de sensibilidad o empatía, como A.I. de Brian Aldiss o la ya referida ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick. En todos los casos, sin embargo, partimos no sólo de un creador que extrapola la dimensión humana, sino también del desarrollo de una idea tan cara al Renacimiento: el hombre como centro del mundo, y a partir de la modernidad burguesa, como medida de todas las cosas. Parafraseando la sentencia de que nada de lo humano nos es ajeno, nada de lo que concebimos puede dejar de serlo. La literatura realista pretende mimetizar el mundo en la escritura y el video aspira a grabarlo, pero ambos saben que conforman discursos parciales y sesgados, ficcionales, de la realidad. Del mismo modo, el software de los últimos años busca re-crear los fenómenos objetivos (desde la televisión en tercera dimensión y seis colores, pasando por la alta definición y la impresión estocástica) pero sólo los simula. En el caso de iamus,* lo que se ha desarrollado es un programa que sólo simula la actividad humana; es interePrimera computadora que ha aprendido el lenguaje musical humano. * 7 sante como referencia, dado que se presenta como el primer ordenador que compone sin la intervención humana. Mas se olvida en esta afirmación que se trata de un ordenador (sistema organizado de información) que funciona a partir de un programa predeterminado y limitado (desde los parámetros que podemos formular en términos de los alcances de nuestra red neuronal). La complejidad del proceso no puede desdeñar la intencionalidad de la programación humana en tanto iamus no puede elegir componer o no, hacerlo de otro modo, cambiar de estilo, plantear una fusión original o escribir una novela en lugar de hacer una sinfonía a menos de que se le programe para ello, ejercicio de determinación muy próximo al adoctrinamiento pero sin posibilidad de excepción. La primera dificultad para concebir a iamus como productora de arte, por tanto, radica en su incapacidad de decidir, de negarse a hacer algo a partir de una reflexión. Aunque se concibiera la programación en términos de un imperativo categórico, en el sentido kantiano, el programa carece de la posibilidad de disentir, de equivocarse o no con libertad. Recordemos a César, personaje de Rise of the planet of the apes (2011), quien establece su carácter inteligente a partir, justamente, de la ne8 gación, definida a partir del ejercicio de la voluntad. El extremo de la negación es el suicidio, acto que también se le niega a un programa informático a menos que su desconexión beneficie al sistema al que pertenece; por tanto, en sentido figurativo, en la ejecución o no de un programa prima la colectividad sobre el individuo, y es por ello que en términos históricos el suicidio comienza a considerarse un problema social a partir del siglo xviii, cuando el individuo se consolida como centro del entramado cultural y su valor en términos políticos se torna más relevante para el Estado. Hasta aquí no se cuestiona el carácter artístico de la música que produce iamus, sino su definición como compositor. El segundo aspecto a tener en cuenta en el proceso de creación (esto es, el complejo devenir de una idea en un objeto que consideramos con valor estético en términos convencionales) tiene que ver con la imaginación, que va más allá de la mera repetición, el mero recuerdo fotográfico o nuestra programación genética. David Hume declaraba en 1739 que le era posible imaginar una nueva Jerusalén de oro y rubíes, pero era incapaz de idear exactamente una ciudad reproduciendo todas sus calles y casas. Por el contrario, una computadora puede, con exactitud, reproducir la ciu- el sueño de la aldea dad real en toda su complejidad; pero es incapaz de formular una ficción o, dicho en otros términos, imaginar una ciudad inexistente, excepto en el discurso. Los límites de la experiencia de todo ordenador, sin importar el grado de complejidad de su programación y de los sistemas con que se encuentre equipado para interactuar con el mundo, son muy similares (aunque mucho más profundos) a los que puede manifestar un ser humano limitado por la falta de uno o más sentidos. El mismo Hume apunta al daño que puede sufrir un ser humano en sus facultades sensoriales y las limitaciones que esto puede representar: “No podemos formarnos una idea precisa del sabor de un plátano sin haberlo probado realmente”, afirma. Pero no sólo por sus limitaciones sensoriales la computadora o cualquier sistema informático es incapaz de crear arte, sin importar su complejidad o soporte físico. La práctica artística es una producción cultural, esto es, se ha construido en el seno de una sociedad y es desarrollada por sujetos históricamente determinados que interactúan y habitan una semiosfera, es decir, un espacio de signos (humanos, se sobrentiende) configurado en términos ideológicos. No resulta posible la reducción a valores binarios de las variables indeterminadas que participan en la creación (donde el sujeto transindividual es algo más que él y su circunstancia) y que inciden en lo que llamamos arte (que implica también la distribución, la valoración y la recepción de los procesos estéticos). La reproducción (por más compleja o aleatoria que se proponga) de ciertas estructuras matemáticas que posibiliten la composición de música de un género dado, tal y como se formula en el proyecto iamus, no es hacer música en el mismo sentido que la mera presentación tridimensional y colorida de fórmulas matemáticas que llamamos fractales no es arte visual. 9 Incluso, aunque el resultado parezca una composición musical estándar o una obra gráfica cualesquiera, uno de los elementos que participan de la validación convencional del arte no se encuentra presente: la intencionalidad. En cualquier caso, y sólo hasta cierto punto, los artistas responsables de las piezas musicales serían los seres humanos que desarrollaron el hardware y realizaron el software del proyecto. Y la intencionalidad no sólo es el modo en el que se ejerce una libertad que, como señalaba Sartre, condiciona nuestro hacer en el mundo en tanto ejercicio, sino que también conlleva en primera instancia un ejercicio crítico que un programa informático no lleva a cabo en el proceso creativo: se trata de la discriminación entre una técnica y otra, la adhesión a una corriente o moda artística, el uso de técnicas comunes y la propuesta de otras novedosas, entre otros aspectos que implican criterios no sólo estéticos o técnicos sino ideológicos, culturales, lingüísticos, políticos, económicos, etc. De este modo, más acá de las peculiaridades técnicas y los algoritmos programados, simplificando el proceso de composición, las piezas musicales que compone iamus no son arte, aunque lo parezcan. Con independencia de la simulación, lo que se echa en falta son las di10 mensiones personales y sociales del acto de razonar a las que remite Eduardo Punset. Y, además, la incapacidad de la computadora de distinguir, más allá de ciertos parámetros establecidos, las cualidades de su creación, de los productos que genera, de modo que pueda diferenciarlos de otros similares, defender los, valorarlos no sólo en términos que se pretenden objetivos (determinados por sujetos, lo que demuestra la falacia) sino también en términos de emociones. Para los seres humanos, el reconocimiento de algo extraordinario es una interacción de gran complejidad entre la experiencia sensorial y las emociones, sólo con posterioridad desarrollada en términos de la razón y el pensamiento. Sin una perspectiva emocional, sin parámetros críticos de mayor complejidad, sin interacción social y cultural, sin una perspectiva ideológica consciente o no, un ordenador es incapaz de crear arte, entendido como una práctica con vencional, histórica, transindividual, ideológicamente determinada, racional y emotiva. Con todas sus peculiaridades, el arte es un proceso social que, al menos en las sociedades occidentales, ha sido equiparado con las ciencias y, como ellas, implica una colectividad y una convención, unos parámetros de funcionamiento y una interpretación de los sujetos y los objetos que lo el sueño de la aldea componen. Por tanto, si bien las obras artísticas resultado de una programación podrían ser estudiadas, en términos formales, en estricto sentido, son el resultado de procesos tecnológicos como los que denunciaba Walter Benjamin, relacionados con la revolución informática de las últimas décadas pero no muy distintos de la producción en serie de un juguete o una pintura: sólo apreciamos simulacros, como en la novela homónima de Philip K. Dick o en Gente de barro de David Brin. Al fin y al cabo, la producción artística se encuentra sujeta a las leyes del mercado, a las opiniones de una élite académica encerrada tras muros de papel, y los androides sólo sueñan lo que los seres humanos imaginamos para ellos. Un jardín arrasado de cenizas: algo que uno se provoca A lejandro T arrab Arte es poner las agujas de la intuición y la clarividencia para grabar, una y otra vez, la misma pieza: una pieza con variaciones e irrupciones íntimas. En ese encuadre, la literatura es el gran palimpsesto. No sólo el arte de escribir sobre lo ya escrito –como hicieron los antiguos escribas sobre las pieles tildadas, lavadas y vueltas a borrar, para inscribir de nueva cuenta las letras de su alfabeto–, sino el arte de subvertir y lastimar con la voz ajena. En torno a estas apreciaciones, si decidimos aceptarlas, podríamos ubicar Un jardín arrasado de cenizas de Víctor Cabrera y Alejandro Benassini Un libro-figura, un libro-reescritura, basado en una pieza del pianista estadunidense Thelonious Monk: “Japanese folk song”, interpretada por el cuarteto de Monk: el Monje al piano, Charlie Rousse en el sax tenor, Larry Gales al bajo y Ben Riley en la batería. Una pieza que se basa, a su vez, en otro tema de principios de siglo del compositor japonés Rentaro Taki: “Kojo no Tsuki” (en español “Luna del castillo en ruinas” o “Luna del castillo desolado”). Es decir, varios registros y tachaduras sobre una pieza de escalas orientales –la de Rentaro– que arrastra y exhibe su propio curso ante el peligro. Serie de anotaciones, de omisiones y raspaduras –una larga historia– para convocarnos aquí, en este espacio de lectura: sala de presentaciones, página que habla sobre las páginas. 11 Del letargo de mi diestra en cambio nacerá un ramaje que el viento o el azar agitarán sobre la isla –su oscuro maderamen– para pulsar las notas de una melodía otoñal. De mi mano derecha crecerá la ortiga del delirio. De mi muñón izquierdo la rosa cerebral. Su contrapunto. En medio de la isla se yergue ahora un cerezo floreciente. Mi oscuro corazón es su semilla. Me entusiasma imaginar que alguna nota, algún resabio de sonido, prove niente de Alberta Simmons –una pianista cuasi desconocida para la historia oficial del jazz, que no figura en ninguna entrada de ningún diccionario– se esconde tras las líneas de Cabrera y Benassini. Quizás en el “ragtime afantasmado”, en el síncope, en la entrelínea del texto que abre este jardín arrasado, se oculte la prominencia de la zurda, algo –incluso– de la vida afroamericana de principios del xx: Cortaré los dedos de mi zurda y tocaré con su recuerdo –con la pura ilusión de sus falanges– un ragtime afantasmado. 12 Es sabido que, antes de perderse para la memoria, Alberta Simmons dio clases de ragtime y turbó con sus fraseos al joven Thelonious. Me gusta imaginar que detrás de la ortiga del delirio de la diestra, detrás de la rosa cerebral que crece del muñón izquierdo, detrás de la semilla oscura que se abre en el pecho, corazón, hay una entrada y una salida para la desconocida: Alberta Simmons. Así, Un jardín arrasado de cenizas es la linterna de piedra del prado sintoísta; los archipiélagos de roca ordenados en torno al Mar Interior de Seto; el patio umbrío de un castillo aniquilado; el puro espectro de un castillo en ruinas; restos, eco de los restos; el muñón de rosas de Thelonious Monk; el balbuceo delirante de un hombre en algún corte de Harlem; el sueño de un senséi arrasado por la tubercu- el sueño de la aldea losis; la fúnebre góndola de Tranströmer; un monje ensayando mapas de niebla en un pliegue de la Isla; Shumi, el deseo de la roca; postales daguerrotípicas –quemadas y amarillas– de un jardín inexistente; el estrépito, la resonancia de un jardín imposible; el lado oscuro de la luna (la sombra del cielo no cambia); el rastro hiriente y débil de un perro fantasma; varios ideogramas provenientes de la prefectura de Nara, Sasagawa Bunrindo; las teclas de un piano dibujadas con hollín sobre el muro, sobre la mesa de la cocina –aunque mudas yo las tocaba y los vecinos venían a escuchar–; un biógrafo conturbado que imita la vida de su entrevistado y artista, toca el alcohol, toca el litio, el acorde extraviado y místico; una pieza dentro de otra pieza adentro de la simiente oscura, el corazón de la desconocida; si digo mente en blanco es porque invoco un jardín arrasado de cenizas. Ni la voz que los antiguos dioses se dirigen a sí mismos –parafraseando a George Steiner– es en stricto sensu un monólogo. La variación es nuestra voz más sencilla, la más natural, la voz que nos llena de gracia. Un jardín arrasado de cenizas, de Víctor Cabrera y Alejandro Benassini, no revive a Thelonious, suscita un Thelonious personal; un Thelonious fantasma que abandona por momentos el piano y dispone sus manos sobre un teclado plano e inconcluso, trazado con tizne sobre un muro. Ahí toca el fantasma, un Thelonious tartamudo, más cercano a la iluminación que a la parodia. Lo que se reproduce, lo que se graba y suscita en este libro, es el jardín devastado de cada uno. Si una línea fuera capaz de contener las Pero, ¿por qué no nos contentamos con visiones, las impresiones a partir de el original?, ¿por qué buscar la variación? Un jardín arrasado de cenizas sería esa Porque el original, como la verdad, línea del propio libro: ver y leer esto, no existe o no es posible. leer y tocar y ver y sujetar esto y darse No puede mirarse de frente: la ver- a sacudir, turbado y sosegar por esto dad falseada por su reflejo. como si entrara en la corriente de caEl hombre mira su expresión en el beza. espejo y lo que mira, realmente, es una reproducción de su-ser-él-mismo. Se cuenta en el prólogo del libro que… 13 En un viaje hacia México para encontrarse con su familia, Pannonica de Koenigswarter, la Baronesa del Jazz, hizo una parada en Nueva York para despedirse del pianista Teddy Wilson. Antes de decirle adiós, Wilson le mostró a Pannonica la pieza “Round midnight” de Monk. La Baronesa quedó tan prendada de este nuevo sonido, bebop, que no sólo perdió el avión, sino que abandonó a su familia para instalarse definitivamente en N.Y. y consagrar su vida al monje: “aquello era –según Stanley Crouch– una especie de versión en vinilo de un hechizo ejercido sobre una persona, pero no era un embrujo de por sí, sino algo que uno mismo se provoca. Uno mismo. Sólo uno mismo”. Arte es entonces poner las agujas de la intuición y la clarividencia para grabar la misma pieza desconocida: la misma pieza antigua y universal, premoderna, ulterior y ficticia, tocada por la magia de una respiración ajena. Cuando la Baronesa del Jazz escuchó por primera vez “Round midnight” de Thelonious Monk, lo que hizo fue escuchar los himnos inauditos de la tribu. En esos cantos resonaron sus ancestros más remotos y futuros. Repetir: el acto de poner la aguja 14 otra vez para escuchar la misma melodía que es siempre distinta. Así las tres o varias veces que leamos el jardín, “Luna del castillo desolado”, “Japanese folk song”, Un jardín arrasado de cenizas: las pavesas y el polvo serán otros; los objetos y elementos que alguna vez estuvieron en pie –viento, piano, linterna de piedra, agua representada por la arena– seguirán consumidos por una combustión completa. Ahora mismo –esto es real– estoy tirado en el sillón de un hospital en la Ciudad de México (no como paciente sino como acompañante). A través de la cortina azul, de tela traslúcida, veo un bonsái o lo que quiero que sea un bonsái. Son la seis de la mañana y preparo mentalmente las últimas líneas para una presentación. Thelonious es tá sentado en la cama, al otro lado de la habitación; su gorro marroquí le recuerda que hay un orden más alto que el humano, el orden de la música. Me mira, aunque yo no puedo verlo porque le doy la espalda, porque miro el bonsái, los mecanismos de tránsito que nos mueven de la noche al día. La ciudad, mi propio jardín arrasado de cenizas. En otra mesa, formando un triángulo entre los elementos que he dibujado en este espacio, está el libro. el sueño de la aldea De aforística dispersa R olando S ánchez M ejías de las dialécticas del amor El amor, como casi todas las cosas, tiene dos caras: instruye y destruye. Dependiendo del desequilibrio, la preponderancia de una de sus caras, recibiremos demasiada instrucción o demasiada destrucción. Hay quien prefiere el amor como sucedáneo de una pedagogía de la vida. Y así halla enseñanzas hasta en las más imperceptibles palpitaciones del corazón, elaborando las más refinadas estrategias contemplativas. O una suerte de pudor, que es alimento, por ineludible sabiduría, del Amor. Los amantes (o amados) de una demasiada destrucción, se consumen, sin prolegómenos, en un fuego perpetuo, emotivo, particular. Por supuesto que no estamos hablando de los diletantes, estudiantes, bachilleres del Amor, ni de los que llamo “fulmíneos”, los fulminados o asaeteados de repente por cualquier género de flecha, siendo su gesto típico llevarse las manos al pecho, donde no dudo que suela pendulear el órgano cordial “radiante”, aunque la iluminación per se (que puede ser fría, como ciertas estrellas o ciertas bombillas) no explica la devoración ni la irradiación por fuego del Amor. Los dos –fulmíneos, bachilleres– son enemigos letales del Amor. Amagan, propalan ciertos símiles del Don Amoroso, incluso a veces se emplean a fondo, unos por mera apariencia, otros por inveterada negligencia, y otros por esa ingenua convicción de espuria fe con que han sido dotados. Pero se desgastan y desgastan todo aquello, o a aquellos, que tocan. Y son mayoría. Y la mayoría, ya sabemos, suele ser peligrosa por sí misma. Su lógica, que es numerosa, numérica, serial, hace énfasis en multiplicaciones políticas del Amor (y en otras tantas políticas fantasmales del Amor), siempre tendenciosas, y, repito: peligrosas. Pues sus políticas –como el fascismo o como el Amor a la Humanidad– son reflejos de mundos defectuosamente privados o de la más obscena promiscuidad. Prefiero, frente a la susodicha pareja de especímenes abundantes, al impedido de Amor. Al cojo, al ciego, al paralítico de Amor. Aquel que, a pesar de poseer atributos como el Deseo y la Pasión, no los emplea per directa en Amor. Ni siquiera por elección, pues no le ha sido dada la posibilidad de elección en tales menesteres. O el Amor les es adventicio, accidental, como el uso de este o aquel par de 15 zapatos, o es una azarosa curiosidad, como observar el vuelo de una mosca. Pero son impedidos, espirituales (su espíritu sin embargo sobrevuela o se adentra en zonas no exentas de sublimidad), y hasta materiales, del Amor; no del amorío, que les es lícito frecuentar, sin alteración de esencia. No, no se necesitan –impedido y Amor– el uno al otro. Sin embargo, su inocencia, casi limítrofe en una variedad del misticismo, o de un singular realismo, me desarma. Como me desarma la inocencia –que puede ser generosamente santa y, por consiguiente, perversa– de los niños. Estos serecillos –niños, impedidos–, qué duda cabe, me desarman. Nunca podré conocerlos a fondo. Creo que son formas apriorísticas de las más saludables y desconocidas futuridades, potencialidades, del Amor. 16 del secreto Se sabe que el secreto –que no debe confundirse con el enigma, aun teniendo aspectos en común, como el arcano– no es sólo privilegio, poderío, de quienes lo detentan como un Don, o de quienes más o menos periódicamente se inician en algunas de sus claves. Hay una agonística del secreto, una impaciencia del secreto, un “malestar” del secreto, pues implica sueño y ensueño y vigilia a la vez; y un necesario terror, a la vez, de raíz pagana, y vigencia moderna, que puede mantener a un país –como el mío, que quizá no carezca, para bien o para mal, de algo confusamente similar–, a un “Inconsciente Colectivo” –en una infinita (casi mesiánica) suspensión de su Revelación: La sangre del chivo y del gallo se mezclarán en el Secreto. Dos poemas J osé K ozer retrato de anciano a plena luz del día Ahora resulta que. Siempre tiene que haber algo. Pega un puñetazo en la mesa. Se retracta en su interior, de inmediato: eso va contra la sana intención, su nuevo fundamento, de alcanzar la quietud. Tranquilidad, no de tranca. Cabeza baja y aplaca. Erguida en distensión la espalda. Postura, postura, todo es cuestión de postura. Disciplina. Un buen zurriagazo del Maestro no le hace daño a nadie. No le vendría de vez en cuando mal. Y 17 coger camino sin dar un paso. Su monasterio, llevadero, es un cuarto de un piso alto, zona subtropical, ni terremotos ni volcanes, sólo ciclones, y ésos de la breva al higo: su práctica diaria consiste en no ver gente, no hacer compromisos sociales (sexuales) alimentar el cuerpo con harinas sin gluten (tapioca y alforfón, ideales: los considera claves, quizás la clave de la longevidad): fruta bomba, verdura de la era (Whole Foods) no escuchar las noticias del día, cero revistas, y menos cero periódicos: leer a Stanley Elkin. Ducharse lo considera práctica y ejercicio de concentración al enjabonar las zonas erógenas, tres veces por semana: otra base más de la vida monástica. Se remite a la vía negativa en 18 cuanto hace, sanas son sus prohibiciones, y luego de ajustar sus costumbres, medidas de cordura y moderación a favor de la prolongación paradiso terrestre del cuerpo, se queda con cuatro o cinco asuntos a que atenerse: comer frugal (fundamental) lecturas edificantes, a diario ver una película bobera que lo haga llorar, no pensar, y estudiar a la manera cubana temas de filosofía basados en preguntas canónicas del tipo por dónde le entra el agua al coco, o sensu strictu si el cangrejo camina lateral o hacia atrás. para una biografía literaria Las tardes se le iban en un abrir y cerrar de ojos, las noches gravitaban 19 minuto a minuto en sus pupilas: cerraba los ojos que permanecían abiertos minuto a minuto, la noche bogaba en sus pupilas, imágenes entrecortadas aparecían para desaparecer en la superficie de los ojos. Tal vez prender la lámpara sobre la mesa de luz, leer un rato el libro de historia dedicado a la época manchú, tal vez poner al día las cuentas de la semana, oír un rato los cuartetos últimos de Beethoven, hacer la lista de la compra o concentrarse en uno que otro de sus diversos ejercicios mentales y corporales destinados a conservar no hay de otra la salud mediante la ataraxia. Ya son años, por lo menos un lustro en que 20 no cambia su situación. Nada sirve de nada, los somníferos lo espabilan, a veces sin embargo, pero no, bien pensado, a qué hablar. No dormir. Se echa a reír, sólo de pensar que dormiría unas cuantas kalpas, par de eones, de doce a quince nuncas y un par más de jamás (de los jamases). En absorta vigilia, ciencia oscura de hipermétrope que ausculta y ve que no (se) ve nada. Orina. Hace por relajar los hombros, manos, en la postura yacente ora se pone de costado, decúbito supino, prono, corre a formar fila con un montón de monjes budistas que regresan con sus cuencos abarrotados de limosna (arroz hervido) se pone en fila, eran hormigas, motas que en sus pupilas de pronto 21 alzan el vuelo, unas son cuervos, otras grajas, todas en última instancia la inmensa redondez de su insomnio. Duerme. Algo se duerme por un rato. Se cree despierto pero duerme, no muy a fondo ni mucho tiempo pero al abrir los ojos se siente refrescado, y no está muerto. Durmió boca abajo en el regazo de la madre, entre los esqueléticos pechos del padre, sumido en la mansedumbre teológica del abuelo y entre unos bichos candela que surgen, o son jejenes o cocuyos, de la peluca que la abuela ha descuidado (demostración que ha muerto). Se va. Está despierto. Se lavó la cara, comió 22 dos huevos duros con pan de cebada, y se plantó ante el espejo de medio cuerpo a ver qué: se puso la muñequera, mañana se pondrá la tobillera, alternará día tras día ajorcas, coderas, rodilleras, ríe: no le sucede nada, está entero de salud, por Dios no le crean nada, duerme como un lirón, no hay cosa que haga que no haga para satisfacción del espejo del botiquín o la luna del tocador: y para consentir su imaginación que de la noche extrae lo que durante el día convierte a medias en invención, a medias en biografía. 23 24 Por ejemplo, un puñado de sal J uan V illoro Cuando agonizaba el siglo xx, mi padre convocó a sus hijos a una comida de fin de año en un restaurante de la colonia Condesa. Mis hermanos viven fuera de la ciudad de México, de modo que la reunión se revestía de un aire de singularidad. En algún momento de la sobremesa, la conversación languideció, como ocurre cuando las cosas urgentes ya se han dicho y escasean las anécdotas de la vida en común. Para aliviar el silencio, propuse un juego. Siguiendo el ejemplo de la revista Time, debíamos escoger al hombre o la mujer del siglo. Fiel a su hábito de interrogar antes de responder, usando cuidadas conjugaciones, el filósofo dijo: –¿Por qué habríamos de escoger a una persona? –Imagina que integramos la redacción de un periódico y debemos decidir quién fue la figura más influyente del siglo xx –opiné con entusiasmo publicitario. –¿Y qué clase de periódico es ése? –preguntó mi padre con desconfianza. –No sé, uno hecho por nosotros. –¿Y por qué habríamos de fundar nosotros un periódico? –¡Porque ya no tenemos de qué hablar! –comenté con desesperación. Esto lo hizo reír y aceptó el juego. La primera candidatura vino de mi hermano Miguel. Doctor en Física, eligió al científico por antonomasia que quiso hallar las llaves del universo: Albert Einstein. Sabiendo que tenía pocas posibilidades de triunfar, yo elegí ø luis villoro 25 juan villoro a un héroe de la contracultura, capaz de cambiar la vida con la música y de calcular cuántos agujeros se necesitan para llenar el Albert Hall: John Lennon. No recuerdo otras propuestas, pero sí el silencio de mi padre. Para animarlo a participar, recitamos nombres de filósofos, hasta que habló con el hartazgo de un papá que en una fiesta infantil es acosado por las caricias pegajosas de sus niños: –¡Claro que no! Ningún filósofo ha sido tan importante –hizo una pausa para que aquilatáramos el peso de sus palabras, y añadió–: En el siglo xx nadie ha sido tan significativo como Gandhi. La discusión sobre los méritos de los distintos candidatos subió de tono. La causa de ello fue mi padre. No hay nada más serio en el mundo que un niño jugando. Lo segundo más serio es un filósofo jugando. Mi padre siguió argumentando con tal enjundia que sentimos que, si no le dábamos la razón, se avergonzaría de nosotros. –¿Saben ustedes lo que significa dar ejemplo? –nos preguntó. Un silencio reverencial siguió a sus palabras. –No estamos juzgando un concepto ni una idea –añadió–, estamos evaluando el peso de una vida. Entender el mundo es más sencillo que cambiar el mundo. Una vez más, comprobamos que nunca ninguno de nosotros lo haría cambiar de opinión. No opinaba con agresividad pero sí con vehemencia. El tema le había interesado de un modo preocupante: revelaba nuestra falta de pasión para respaldar a nuestros propios candidatos. –Ustedes me van a perdonar –añadió casi molesto–, pero todo conocimiento es frívolo comparado con una conducta íntegra. Recordé entonces algo que me dijo en mi infancia acerca de George Washington. Muy rara vez trató de contagiarme sus preferencias; deseaba que yo decidiera las mías, pasándolas por el tamiz de la razón. Su idea de la pedagogía lo llevaba a respetar el libre albedrío de un modo irrestricto, algo incómodo para un niño que no sabía cómo usarlo. Mi padre admiraba a Washington, no tanto por haber contribuido a la independencia de Estados Unidos, sino porque jamás había dicho una mentira. “¿Ni de niño?”, le preguntaba yo. “¡Jamás!”, respondía él. Podía sacar el tema en una sobremesa, mientras manejaba su Opel o al hacer cola para el 26 por ejemplo , un puñado de sal cine. Siempre lo abordaba con una pregunta retórica, como si no hubiéramos tratado antes el asunto: “¿Sabes quién fue Washington?” Aunque mi respuesta era afirmativa, salía en tono vacilante (sospechaba que, en vez de reprenderme en forma directa por alguna de mis mentiras, mi padre mencionaba a Washington para que yo recordara la inquebrantable virtud de la verdad). La educación suele tener resultados paradójicos; acaso ese ejemplo admonitorio sirvió para que yo me interesara en los cuestionables pero liberadores recursos de la ficción. Muchos años después, en el crepúsculo del siglo xx, mi padre volvía a la carga con otro ejemplo: –Gandhi derrumbó un imperio con un puñado de sal. Se refería a la célebre caravana de veinticuatro días hasta la ciudad de Dandi para protestar por el impuesto a la sal. El gobierno británico juzgó que un movimiento que enarbolaba una causa tan precaria estaba condenado al fracaso. Pero el abogado a quien Rabindranath Tagore llamaría “Mahatma” (“Alma Grande”) sabía que nada es tan urgente como lo más sencillo. ¿Puede ser frenada una revolución que proclama el derecho al aire, el agua o la sal de la Tierra? Al llegar a la meta, Gandhi tomó un puño de sal y dijo: “Estoy sacudiendo los cimientos del imperio británico”. Mi padre recordó la escena con tal entusiasmo que no advirtió que había tomado un cuchillo y lo blandió ante nosotros. –Gandhi era pacifista –dije. –¡Por supuesto! –Tienes un cuchillo en la mano. 27 juan villoro Miró con sorpresa ese objeto del mundo real, sonrió ante la comicidad del destino, tal vez pensó en la rueda del cosmos y la transformación de la materia, y señaló el salero con la serenidad de quien llega a una conclusión satisfactoria: –Gandhi, el hombre del siglo es Gandhi. filosofía y vida Algunas décadas antes, Luis Villoro Toranzo había participado en un curioso ejercicio propuesto por su maestro José Gaos. Hasta sus últimos días, mi padre admiró al republicano español que tradujo a Martin Heidegger y llevó la filosofía mexicana a un plano superior. Pero en 1958 ocurrió algo peculiar. El ya legendario profesor decidió llamar a sus cuatro principales discípulos –Emilio Uranga, Alejandro Rossi, Ricardo Guerra y Luis Villoro– para invitarlos a un seminario que se reuniría una vez al mes a lo largo de un año para revisar los fundamentos de su oficio. Una pregunta decisiva interesaba a Gaos: “¿En qué momento preciso comenzó el interés por la filosofía y a qué se debía haber perseverado vital y profesionalmente en esa disciplina?” En otras palabras, el maestro planteaba la relación entre filosofía y forma de vida. Los cuatro en cuestión ya habían dejado de seguir sus cursos; eran filósofos formados, que comenzaban su propia trayectoria. En 1950, año de la aparición de El laberinto de la soledad, mi padre había publicado la versión en libro de su tesis de doctorado, Los grandes momentos del indigenismo en México. Contagiado por el fervor nacionalista de la década de los cincuenta, participó en el grupo Hiperión, integrado por filósofos de su generación, donde discutían el concepto de “identidad” y la especificidad del ser del mexicano. En 1958 ya contaba con otros interlocutores, más cercanos en edad, y veía con distancia crítica a quien quiso ser por última vez maestro de sus cuatro alumnos preferidos para discutir con ellos el futuro, la vida por delante. Discípulo de Ortega y Gasset, Gaos consideraba que las circunstancias de vida definían la manera de pensar y deseaba conocer la opinión de sus mejores alumnos. Los saldos de este coloquio privado se conocieron apenas en 2013, gra28 por ejemplo , un puñado de sal cias al imprescindible libro Filosofía y vocación, preparado y editado por Aurelia Valero Pie, con epílogo de Guillermo Hurtado. ¿Qué sucedió en aquellas discusiones? Con la seguridad, no desprovista de arrogancia, de quienes se saben dueños de sus propias armas, los jóvenes filósofos repudiaron a su maestro y se repudiaron entre sí. Todos consideraron que la filosofía era una disciplina rigurosa que podía ejercerse al margen de las tribulaciones del destino personal, y mi padre insistió en el carácter no filosófico de una propuesta que planteaba, simultáneamente, una perseverancia “profesional” y “vital”: “Los motivos personales que conducen a la actitud filosófica pueden ser diversos, mas todos tienen en común formar parte del orden mundano o prefilosófico (…) Es propio de la filosofía comenzar donde ese orden termina (…) Sería un círculo pretender explicar por el orden mundano natural una actitud que consiste en ponerlo en cuestión”. Aunque los discípulos de Gaos coincidieron en rechazar el planteamiento, discreparon en la forma de hacerlo. El favorito de los cuatro, a quien el maestro llamaba primus inter pares, Emilio Uranga, arremetió con brillante sarcasmo contra sus colegas. Acusó a Ricardo Guerra de argumentar como un rotario, a Alejandro Rossi de explicar todo lo que la filosofía no es y ser incapaz de decir lo que sí es y a Luis Villoro de conducirse con la calculada humildad de una vedette. El saldo de ese seminario informal se parece más a una obra de teatro que a un encuentro filosófico. En su última intervención, mi padre hizo un llamado a la prudencia, solicitando que la trifulca no se diera a conocer. Lo significativo, para efectos de este escrito, es que mi padre rechazó entonces lo que, con los matices del caso, defendería el resto de su vida: la filosofía como forma de vida. Es posible que necesitara pasar por el expediente freudiano de “matar al padre” para establecer su propio camino. Lo cierto es que posteriormente asoció la reflexión con la participación y juzgó, de manera ya inmodificable, que la vida corrobora el pensamiento. En la página final de su teoría del conocimiento, Creer, saber, conocer, publicada en 1982, habla del papel emancipador del conocimiento para crear “una comunidad humana libre de sujeción”, y concluye con una pregunta: “¿Qué papel desempeña la razón en la lucha por liberarnos de la dominación?” Este salto 29 juan villoro josé gaos de la teoría a la praxis sólo se puede realizar si el pensamiento encarna en formas de la acción; es decir, en prácticas de vida. La discusión con Gaos anticipó el derrotero de los otros tres alumnos, pero no el de mi padre. Como ha señalado con acierto Carlos Pereda, en su primer libro, Los grandes momentos del indigenismo en México, Luis Villoro dio un rodeo para llegar al mundo indígena. No estudió a los protagonistas sino a sus intérpretes, los tempranos antropólogos del nuevo mundo. Este interés por los estudiosos de la alteridad anticipaba una progresiva atención hacia el territorio de los hechos, hacia la forma en que un filósofo puede participar en su circunstancia. la madrugada del mundo El 31 de enero de 1993 mi padre jugaba ajedrez con mi hermana Renata, mientras contemplaban el atardecer en el lago Atitlán, en Guatemala. El último sol del año descendía tras las montañas y ellos movían piezas sin saber que, no lejos de ahí, algo cambiaba en el tablero del mundo. Unas horas más tarde, la rebelión zapatista actualizó las demandas de los pueblos indios y demostró que el rezago de decenas de comunidades no era un tema digno de los museos de etnografía, sino una urgencia que debía entrar a la agenda de la modernidad. A partir de ese momento, el estudioso de Sahagún, Las Casas, Clavijero y Vasco de Quiroga, se convirtió en interlocutor de las comunidades indígenas, no con el afán de aconsejarlas o ilustrarlas, sino para aprender de ellas. Se cerró así un sorprendente giro vital: de la reflexión indigenista iniciada en los años cincuenta en la que era intérprete de los primeros intérpretes, mi padre se transformó en testigo presencial, prolongando el linaje de Sahagún. Su última obra, La alternativa, aún inédita, es una reflexión sobre el 30 por ejemplo , un puñado de sal paso de la democracia representativa a la democracia directa. El libro prolonga una obra previa, El poder y el valor, y estudia la relación entre ética y política en las Juntas de Buen Gobierno de la zona zapatista. La paradoja de la contribución moral a la política es que suele venir de quienes buscan el poder sin afán de ejercerlo. “Para nosotros, nada; (…) ayúdennos a no ser posibles”, expresó el Subcomandante Marcos. Las luchas de Gandhi y Martin Luther King representaban para mi padre momentos superiores en los que se transforma la sociedad sin buscar el usufructo del poder, y la gesta zapatista aparece en sus páginas como un episodio decisivo de esa tradición. La pregunta con que finalizó Creer, saber, conocer en 1982 obtenía respuesta en 1994. El entusiasmo de mi padre por el movimiento zapatista no se podría entender sin su aprecio por las figuras-puente, los heterodoxos que buscan “mandar obedeciendo” y ejercen una moralidad profana. Se trata de seres que se realizan a través del otro y asumen los desafíos de la negatividad (dicen no al poder, a la riqueza e incluso a la identidad personal, transfigurándose en Mahatma, Marcos o Votán Galeano). La meta de estos líderes es, por definición, inalcanzable, pues extienden su horizonte a medida que se aproximan a él. Su trayectoria no concluye, se interrumpe, a través de la disolución de la identidad (Marcos) o el sacrificio (Gandhi, Luther King). Isabel Cabrera advirtió que en los textos de filosofía de la religión de Luis Villoro hay siempre un “toque de reverencia”. Lo mismo se puede decir de su manera de entender a los transformadores altruistas de la realidad. Educado por los jesuitas en el colegio de Saint Paul, en Bélgica, el joven Villoro se interesó menos en el cumplimiento de los rituales religiosos que en el sentido mismo de la fe. Su hermano mayor, Miguel Villoro Toranzo, sería jesuita y jurista. Con frecuencia, bromeábamos diciendo que el más creyente de los dos era mi padre. Ajeno a la ortodoxia católica y enemigo de la idea de pecado, el menor de los hermanos se conducía como quien tiene una misión ulterior. Jamás pensamos que al estar con nosotros sólo estuviese con nosotros. Su mente deambulaba por otro sitio. En algún momento, mi abuela materna me dijo que mi padre era “comunista”. A los 6 o 7 años, creí entender que eso significaba actuar en secreto, con una finalidad prohibida. Era fácil atribuir a mi padre la vida paralela 31 juan villoro del espía, el investigador privado, el superhéroe, el místico o el militante clandestino. Algo importante se fraguaba en su cerebro, algo incomunicable y definitivo, que sólo prosperaba en cuidado ocultamiento. Ser hijo de un filósofo no es muy distinto a ser hijo de un agente doble, sobre todo si ese filósofo considera que pensar en forma clara y distinta es una postura de vida. Cada vez que yo llegaba a pedirle dinero para una guitarra eléctrica, lo encontraba sumido en otras prioridades. Tal vez pensaba “¿Qué es una época?”, tema al que dedicó sustanciosas reflexiones, al margen de las molestias de su propio tiempo, donde su hijo no conseguiría una Fender Telecaster. Mi padre entendía su disciplina como una actividad que puede salir al aire libre o cambiar el mundo, pero tenía una maravillosa capacidad para abstraerse de todo lo que no le interesaba. Su madre lo llamaba El Caballero del Silencio, y mi hermana Renata se acercaba en sigilo al sofá donde él estaba recostado, viendo el techo: “¿Qué haces, papá?”, le preguntaba; “Estoy pensando”, decía el padre que se ganaba la vida con la mente. Cuando Héctor Mendoza filmó La Sunamita, en 1965, para participar en el Primer Concurso de Cine Experimental, no contó con suficiente presupuesto para contratar actores, de modo que hizo un casting entre los maestros de la Facultad de Filosofía y Letras. “Tengo un papel perfecto para ti”, le dijo a mi padre, que había actuado en Guanajuato en los Entremeses Cervantinos y ganado concursos de oratoria en el bachillerato de los jesuitas. El personaje elegido para el joven filósofo no sorprendió a nadie. En efecto, se trataba de un sacerdote. Las libretas de juventud de mi padre (casi todas diminutas, de pasta negra) representan una cantera imprescindible para conocer una mente en formación. En enero de 1941, a los 19 años, escribe en una de ellas un ensayo sobre “El principio activo de la materia y la existencia de Dios”. Ahí apunta: “En la materia pasiva había completo equilibrio, completa igualdad de energías; para poder originar esa desigualdad [a través de un] principio de acción, hizo falta que la materia pasiva ‘actuase’, trabajase (ya sea atrayendo y liberando energía, ya sea por medio del movimiento o por otro medio), de manera de desequilibrar lo equilibrado. ¿Y cómo podemos admitir que 32 por ejemplo , un puñado de sal ese ‘principio de inercia’ que no posee ninguna actividad, que sólo es capaz de recibir impulsos extrínsecos, sacara de sí misma la fuerza necesaria para ejecutar ese desequilibrio? (…) ese principio de actividad, ese desequilibrio, sólo puede ser originado por una causa extrínseca a la materia y por tanto espiritual, en otras palabras: por Dios”. Poco más adelante remata con exaltación: “Una vez más vemos que las teorías científicas no hacen más que confirmar los datos de la fe”. En esa misma época, concibió un ensayo con el título de “Segunda prueba de la existencia de Dios”. De vez en cuando los cuadernos se apartan de temas religiosos. De pronto, un poema de amor revela que el autor es un hombre dispuesto a “conocer el siglo”, como se decía entonces para aludir, no a los trabajos del tiempo, sino a lo que las mujeres provocan en el tiempo. la muerte de dios y la presencia de lo otro A los 24 años, mientras cursaba la carrera de Medicina que luego cambiará por la de Filosofía, mi padre inició un cuaderno dedicado a los “Trabajos para el laboratorio de bioquímica”. Unas cuantas páginas después, se apartó de esos temas para reflexionar sobre la visión mística. Más adelante, bosquejó una tragedia sobre Caín y Abel en la que se proponía estudiar la interdependencia entre el bien y el mal. Dios necesita que Caín encarne el odio; en consecuencia, para amar a Dios, Abel debe darle espacio a ese odio. Ama tanto que admite lo contrario al amor. El subtítulo de esta obra en proyecto, escrito a lápiz, es: “Bosquejo de una tragedia fincada en la empatía”. Max Weber trasladó el concepto de “carisma” del ámbito religioso a la sociología. Mi padre hace un desplazamiento similar con la noción de “empatía”. En su primer tratamiento del tema depende de claves religiosas, 33 juan villoro pero poco a poco traslada el concepto a la ética de las creencias y la acción política. Cuando abandona la Medicina por la Filosofía, ha dejado de ser un hombre de fe, pero aún interroga lo inefable. Esta preocupación se prolonga en sus cursos de filosofía de la religión y en numerosos ensayos posteriores. Isabel Cabrera reunió estos trabajos bajo un título que alude al elusivo reverso de las cosas: Vislumbres de lo otro. Alejado de la doctrina, Luis Villoro busca la comprensión racional de un enigma que no deja de conmoverlo en lo más hondo. Su actitud se asemeja a la del escritor más profundamente religioso de la literatura mexicana, José Revueltas. Sin ser creyente, el autor de Dios en la Tierra abordó la fe como un fenómeno esencial para explicar lo humano. Compartía con Dostoievski el interés por las parábolas morales, pero no encontró consuelo en el catolicismo. Exiliado de la fe, Revueltas quiso saber por qué los hombres necesitan creer en lo indemostrable. La actitud de mi padre es similar. En el más literario de sus textos, “La mezquita azul”, se pregunta qué necesidad tiene alguien que no vive inmerso en lo sagrado de explorar la experiencia religiosa y responde: “Sólo un hombre dividido entre la nostalgia por lo sagrado y la mentalidad racionalista, científica, que comparte con su época, puede sentir la urgencia de justificar su creencia en lo otro, porque sólo así puede ser consistente con su concepción del mundo y presentarla como aceptable para otros hombres (…) La labor del pensamiento ha sido ‘profanizar’ la creencia en lo sagrado (…) para que pueda aceptarlo quien no vive habitualmente en él (…) Su empeño paradójico ha sido convertir en razonable lo indecible. ¿Pero de qué otra forma podría la razón dar testimonio de aquello que la rebasa?” La filosofía establece un vínculo entre una experiencia extraordinaria, intransferible, y el mundo profano en el que ocurre; no resuelve el misterio de lo otro, pero explica las condiciones en que ocurre. En “Visión de la razón ante lo sagrado”, mi padre advierte: “Lo sagrado no es determinable por los conceptos que usamos para tratar de objetos y de relaciones entre objetos; sin embargo, se muestra; puedo, por tanto, decir de él una sola cosa: que existe”. El joven que demostraba la existencia de Dios en sus cuadernos se 34 por ejemplo , un puñado de sal transformó en un “cirujano conceptual”, como lo llama Isabel Cabrera, el pensador que disecciona sistemas de creencias. Asumió otro registro intelectual, determinado por la razón, pero conservó un temple emotivo ante la repentina aparición de lo sagrado. En uno de sus cuadernos de los años cuarenta, escribió a propósito de Dostoievski: “La demostración de la inmortalidad del alma y la existencia de Dios es imposible; lo posible es convencerse”. Para ese momento ya no estudiaba la materia en busca de la divinidad; reconocía lo inútil de ese empeño, pero refrendaba la posibilidad de creer sin evidencia de por medio. El propio Dostoievski le fue esencial para dar este salto. A través de su concepción del “Dios oculto”, el novelista supedita la creencia al libre albedrío. Siendo Dios todopoderoso, podría manifestarse con milagros y otros efectos especiales para convencer a la humanidad entera. ¿Por qué no lo hace? La respuesta de Dostoievski es que la fe sólo tiene sentido como consecuencia de la libertad individual. La creencia debe ser decidida sin más prueba que la propia creencia. En un ensayo de 2001 mi padre vuelve al tema de Dostoievski: “El abate Zósima, personaje de Los hermanos Karamázov, predica el amor de Dios. Un discípulo lo interrumpe y lo increpa: ‘¿Cómo voy a amar a Dios si no creo en él?’ y Zósima contesta: ‘Ama a Dios y creerás en él’.” La fe existe en la práctica. El contacto con el budismo afianzó esta idea en el filósofo de la religión: creer es un trayecto, una forma de vida que libera del sufrimiento y la cárcel mental del yo. En este sentido, la fe no depende de su inverificable meta, sino de los pasos hacia esa meta. la iglesia y la mezquita Dos escenas muy apartadas definen un estilo de pensamiento. En un cuaderno de juventud, mi padre relata su visita a una iglesia y la sobrecogedora experiencia que ahí recibe. ¿Cómo explicar esa sensación que carece de nombre y, sin embargo, transporta sensorialmente y ofrece peculiar consuelo? Quien habla entonces es un cristiano, un joven ante el altar de su grey. Casi medio siglo después, el procedimiento se repite en la mezquita azul de Estambul. El filósofo es ya un pensador maduro, que ha dado un rodeo por 35 juan villoro la fenomenología y la filosofía analítica y ha escrito su propia teoría del conocimiento. En este caso, no se adentra en una religión conocida desde la infancia, sino en una concepción ajena, fundada en el Corán. Ahí revive las mismas emociones transcritas en un cuaderno estudiantil. De pronto, la razón es superada por una sensación indescriptible. Las plegarias, el dibujo de la escritura árabe en los muros, las altas cúpulas donde resuenan los rezos, los minaretes como agujas hacia el cielo, piden ser comprendidos. El resultado de ese deslumbramiento dio lugar a “La mezquita azul”, publicado por Octavio Paz en la revista Vuelta. El poeta encomió esta reflexión, no muy alejada de las suyas. Años antes, en su ejemplar de El arco y la lira, mi padre había subrayado estos pasajes: “¿Qué hay del otro lado de la vigilia y de la razón? La distracción quiere decir: atracción por el reverso de este mundo (…) En consecuencia, es inexacto llamar pasivos o negativos a los estados receptivos (…) Novalis afirma que la poesía es algo así como religión en estado silvestre y que la religión no es sino poesía práctica, poesía vivida y hecha acto. La categoría de lo poético, por tanto, no es sino uno de los nombres de lo sagrado (…) Lo realmente distintivo de la experiencia religiosa no consiste tanto en la revelación de nuestra condición original cuando en la interpretación de esa revelación”. En su juventud, mi padre busca la revelación; en su madurez, la interpreta. Al entrar en la mezquita anota, transido de emoción: “Soy musulmán, budista, cristiano y no soy de iglesia alguna (…) Sólo soy uno de tantos, pero mi vanidad está aún presente. Me miro a mí mismo y registro mis palabras. Me percato de que pienso y de que iré, tal vez, a escribir sobre este momento. Entonces ruego: ‘Permite que se aleje mi orgullo, que se destruya mi inmensa vanidad, que se borre por fin mi egoísmo’.” Esta puesta en blanco de la mente le permite sentir lo otro, percibirlo sin conocer su nombre. ¿Cómo 36 por ejemplo , un puñado de sal aquilatar ese momento? “Me levanto. Pienso: sé que vuelve de nuevo mi egoísmo, sé que empiezo a poner en duda, de nuevo, lo que acabo de vivir con certeza. ¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer para no darte la espalda, para dar testimonio de tu gloria? Muy poco tengo para dar. No soy poeta, ni tengo la visión certera y la palabra evocadora del buen narrador. Tampoco tengo el alma pura y estoy muy lejos de la santidad. No soy capaz de hacer de mi propia vida un testimonio. Sólo me queda algo mucho más torpe y burdo: puedo pensar.” “La mezquita azul” abre con esta evocación lírica de la experiencia religiosa y continúa con una ponderación filosófica que explica y vuelve aceptable en un contexto cultural laico el instante de la iluminación. Así, lo inefable se inscribe en lo que puede ser comprendido. El análisis racional explica una vivencia, pero no la sustituye, pues su sentido depende, justamente, de su indecible condición. En el pasaje citado aparece una frase cardinal: “No soy capaz de hacer de mi propia vida un testimonio”. Esto puede leerse como “no soy capaz de dar ejemplo”. Pero la ejemplaridad se funda en una paradoja: es incapaz de valorarse a sí misma. El ejemplo se da, no se proclama. Quien emprende ese camino predica con su vida. Esto es cierto para las figuras religiosas y para los líderes que alteran el poder sin buscarlo para sí mismos. “Nadie es profeta en su tierra”, dice Jesucristo, aumentando sus posibilidades de ser profeta. Lo ejemplar depende de la mirada ajena; es atributo de los testigos. Existe para los demás, no para quien lo encarna. ¿Hasta dónde quiso mi padre participar de la ejemplaridad que tanto admiraba en otras figuras? La primera manera de ejercerla era negarla. La proximidad con él no es la forma más objetiva de rendir testimonio. Mi mirada está teñida por las subjetividades de la perspectiva filial: “Nadie es un gran hombre para su valet de chambre”, escribió Molière. De modo parecido, un padre es recordado por las acciones y las omisiones del trato familiar. El hijo conoce las dudas, los malos cálculos, las torpezas, las irritaciones comunes de quien, desde otra perspectiva, puede ser percibido como una gran figura. Ser hijo significa formar parte del ensayo y el error, de los borradores que llevan a la versión que la posteridad juzgará definitiva. “La fama es siempre una simplificación”, escribió Borges. El carácter 37 juan villoro ejemplar de un personaje tiene que ver con un adelgazamiento interpretativo. La contradictoria persona en que se sustenta se diluye en favor de un concepto que la resume. Cuando Hegel vio a Napoleón en Jena, exclamó “¡Al fin he visto una idea a caballo!” Las infinitas tribulaciones del prócer se condensaron en esa fórmula. El autor de la Dialéctica del espíritu no habría podido decir algo similar de un pariente. En su admiración por Washington o Gandhi, mi padre hizo una operación intelectual semejante; cada uno encarnaba una Idea: la Verdad, la Justicia. Le resultaba más fácil comprender a la humanidad que comprender a una persona, pero era imbatible cuando entendía lo que una persona aportaba a la humanidad. Recuerdo la discusión que tuvo en una cena con Alejandro Rossi acerca de la opción de vivir en alguna ciudad de provincia. El D. F. era ya invivible en los años setenta del siglo pasado y los comensales buscaban alternativas, sabiendo que no asumirían ninguna de ellas (desde entonces, permanecer en la Ciudad de México requiere de un incesante simposio filosófico sobre la posibilidad de no permanecer en la Ciudad de México). Alguien comentó aquella vez que Puebla era una ciudad hermosa, no lejos de la capital, con buen clima y espléndida comida. “El problema es la gente”, terció otro contertulio. “¡¿Pero por qué les preocupa la gente?!”, preguntó mi padre, con sincero asombro. “Bueno, el problema es que hay gente”, respondió Alejandro, sin dejar de sonreír ante la capacidad de su amigo para abstraerse de las extrañas maneras que las personas tienen de ser concretas. El interés de mi padre por el prójimo dependía del modo en que ponía en práctica una idea. Esto revela un rasgo esencial de su conducta: en contra de lo que dijo en aquel seminario de 1958 propuesto por José Gaos, convirtió la filosofía en forma de vida. En el entorno familiar era alguien de indiscutible autoridad moral, avalado por siglas de cuyo prestigio no dudábamos (la unam, la uam, la unesco, el pmt), pero que mostraba suficientes manías, olvidos y fallas para ser normal. Conocimos la tramoya donde el personaje era, como todos los hombres, un sujeto sin brújula con ganas de dormir la siesta. Pero en la mayoría de sus actos es posible descubrir una tentativa, no siempre exitosa, de ejercer una conducta intachable. 38 por ejemplo , un puñado de sal En una ocasión tomó un taxi para ir al Hospital Mosel, donde sería operado. No le avisó a nadie porque no deseaba alterar la vida de los otros y porque se trataba de una intervención sencilla. Sin embargo, al llenar el formulario de ingreso, encontró un rubro con el que no contaba: debía dar el nombre de un “tercero” capaz de asumir responsabilidades. De nuevo comprobó que la libertad sólo existe en forma condicionada. “Además, alguien se puede preocupar por usted”, le dijo una enfermera. Mi padre advirtió entonces que su afán de ser operado en secreto para no incomodar a nadie podía tener consecuencias negativas para los demás. Sin saberlo, había actuado con egoísmo. Se arrepintió de su conducta –con una vehemencia que sorprendió a la enfermera, según me contaría después– y se propuso localizarme, con tal insistencia que me localizó en Pátzcuaro, donde yo asistía a un coloquio literario. No habló directamente conmigo: dejó un mensaje escueto en el hotel, diciendo que lo iban a operar. El encuentro se suspendió por unas horas. Imaginamos que una enfermedad gravísima provocaba esa llamada de emergencia, y Felipe Garrido, organizador del acto, pagó de su bolsillo un boleto de avioneta para que yo pudiera regresar a toda prisa. El hombre que llegó en taxi al quirófano para no dar molestias, recapacitó justo a tiempo para dar muchas más molestias. Mi padre comentó de buen humor el episodio al salir del hospital: “No supe pensar a tiempo”. Luego asoció su oficio con los remedios de la medicina que alguna vez pensó ejercer: como los viejos medicamentos, la filosofía debe agitarse antes de usarse. el portal de un camino Desde muy joven, mi padre luchó contra el demonio de la vanidad. Se sabía inteligente, pero no quería caer en la arrogancia de quien tiene más respuestas que preguntas. Sus cuadernos de los años cuarenta registran sus desvelos para librarse de la soberbia intelectual, algo que José Gaos consideraba inmanente a los profesionales del pensamiento, y que se discute en los textos de Filosofía y vocación. De una manera obsesiva, sin duda exagerada, Luis Villoro procuró ocultar el menor atisbo de una conducta altiva. Sus libretas llevaban un recuadro con los datos del propietario. En aquella época, anterior a la proli39 juan villoro feración de las imágenes, se anotaban “señas particulares” para que la persona pudiera ser reconocida. Donde decía “Complexión”, mi padre escribió: “De inferioridad”. En ocasiones, su escrupuloso afán de modestia pudo ser confundido, como sugería Uranga, con una sofisticada variante del narcisismo. Para avalar su conducta, mi padre buscó ejemplos a seguir y encontró uno esencial en la literatura. Cuando leí Los hermanos Karamázov me hizo una pregunta que me pareció innecesaria: “¿Con qué hermano te identificas?” Para mí, sólo había una elección; el primogénito Dimitri era pragmático y demasiado simple, y Aliosha, un santurrón. Iván, por el contrario, era un héroe de la libre elección y los desafíos del pensamiento. Dostoievski concibió a Iván en forma parecida al Raskolnikov de Crimen y castigo: un rebelde inmoderado, que ponía en riesgo la tradición. Sin embargo, presentó su postura en forma tan hábil que el personaje resultó más elocuente que su autor. “Inteligencia, soledad en llamas”, escribió José Gorostiza. Iván Karamázov encarnaba ese lúcido incendio. Mi sorpresa fue mayúscula cuando mi padre dijo que él se identificaba con Aliosha, el hombre de fe que ama al prójimo. Tuvimos esta discusión cuando él ya había abjurado del catolicismo y luchaba al lado de Heberto Castillo en la creación del Partido Mexicano de los Trabajadores. Antes había militado en las juventudes del Partido Popular con Vicente Lombardo Toledano; representó a México en un encuentro en la Unión Soviética; firmó desplegados contra la invasión estadunidense en Bahía de Cochinos, que le valieron pasar al Libro Negro de quienes tenían prohibida la entrada a Estados Unidos, y formó parte de la Coalición de Maestros durante el movimiento estudiantil del 68. ¿Qué tenía que ver ese universitario comprometido con la izquierda, que nunca iba a misa, con Aliosha, el beato de los Karamázov? A la distancia, encuentro un eco significativo entre esta discusión y la que tuvimos después a propósito de Gandhi. “Lo importante no son las ideas, sino la conducta a la que llevan esas ideas”, dijo al hablar de los hermanos rusos. Encontré la misma convicción en un aforismo de Lichtenberg: “No hay que juzgar a los hombres por sus ideas, sino por aquello en lo que sus ideas los convierten”. Hegel se interesó en Napoleón y mi padre en Gandhi 40 por ejemplo , un puñado de sal por la forma en que la consecuencia define al pensamiento. La parábola de Iván sobre el Gran Inquisidor fascinaba a mi padre; admiraba esa brillante arenga para impugnar el papel coercitivo de la religión, pero el destino abierto del personaje le resultaba preocupante: carecía de carácter ejemplar. En cambio, Aliosha encarnaba la identidad entre palabra y acto. Además, su postura no era menos crítica. Releyendo la obra, encontré esta frase del menor de los Karamázov: “Contra dios no me rebelo, es sólo que no acepto su mundo”. En la traducción de Rafel Cansinos Assens, las últimas cuatro palabras, no acepto su mundo, aparecen en cursivas. El personaje que en mi primera lectura entendí exclusivamente como un beato veía el mundo de manera crítica, pero se ajustaba a él lo suficiente para dar ejemplo. En 2011 conocí a Marshall Berman en Nueva York y comentó que impartía “un curso más” sobre Marx y Dostoievski. Habíamos cenado en casa de Carmen Boullosa y Mike Wallace y él se había apropiado de una enorme cubeta de helado, de la que tomaba cucharadas sin dejar de hablar. Llegamos al clásico tema de los hermanos Karamázov: ¿con cuál nos identificábamos? Como mi padre, la mujer de Berman escogió a Aliosha. El autor de Todo lo sólido se desvanece en el aire prefirió a Iván: “Me gustaría escoger a Aliosha, pero carezco de mérito religioso”, dijo. Después de dos cucharadas de helado, rectificó, mirando a su esposa: “No sé si debo usar la palabra ‘religioso’; más bien debería decir ‘moral’. Es fácil vivir como Iván y enseñar en cuny; en cambio, para vivir con alguien como Iván, tienes que tener los méritos de Aliosha”, concluyó, mientras su esposa sonreía. Al final de su ensayo “El concepto de Dios y la pregunta por el sentido”, mi padre incluye la cita del abate Zósima que mencioné antes: “Ama a Dios y creerás en él”. ¿Qué actitud permite vislumbrar lo otro? Siempre 41 juan villoro esquivo, el reverso de la razón está ahí. El pensamiento puede explicar su existencia pero no avalarla. De acuerdo con mi padre, su “justificación corresponde al orden del sentimiento; está en la capacidad de desprendernos del apego a nuestro yo y de sentir que nuestra verdadera realización está en la afirmación del otro, del todo. Y en eso consiste el amor”. La lección de Aliosha fue perdurable en el filósofo. Una semana antes de morir, en las últimas palabras que le grabó su compañera, Fernanda Navarro, mi padre habló del “sicomoro”, nombre que prefería para la higuera del Buda. En su libro canónico sobre el budismo, Edward Conze escribe: “En el vasto vocabulario del budismo no encontramos ningún término que equivalga a ‘filosofía’.” Para el “cirujano conceptual” había algo liberador en interesarse en una forma de pensamiento que busca la aniquilación del yo y se resiste a explicar el mundo a través de un sistema de creencias. No es casual que sus últimos apuntes hayan sido una peculiar reflexión sobre budismo y zapatismo. Más que un desarrollo argumental, mi padre anotó epigramas, frases sueltas cuya idea rectora es la búsqueda de lo otro, “sólo descriptible negativamente”: la no opresión, la no dominación, la no división, la no violencia. “El camino es un no fin. Es lo aún no logrado”, escribe a los 91 años. Más adelante agrega: “Lo otro: utopía: lo que no es pero indica una meta, permite el camino”, y cita a Antonio Machado: “Se hace camino al andar”. Por su parte, Conze apunta: “Está en la naturaleza de las cosas que el conocimiento íntimo del camino es dado sólo por aquellos que caminan por él”. Más allá de las diferencias que advierte entre budismo y zapatismo, en sus últimos apuntes el filósofo encuentra elementos de confluencia: el sentido interminable del camino, la meta siempre aplazada, la disolución de los intereses individuales en favor de la comunidad, el cumplimiento de los valores personales a través del otro y de lo otro: “La realización individual depende del no individualismo. El olvido de uno mismo. La realización social depende del no poder”. Y agrega con su letra de alambre: “No pura teoría, praxis real”. Transformar el mundo exige asumir la reflexión como un anticipo de la conducta. Luis Villoro Toranzo transitó del sentimiento religioso al compro42 por ejemplo , un puñado de sal miso político a través de una ética de vida. En lo sagrado y lo profano admiró la categoría del ejemplo. No siempre quiso dar explicaciones para sus actos, deseando que los demás interpretaran libremente su conducta, y se negó a concederse importancia, reglas básicas para dar ejemplo. Sus hijos difícilmente lo veremos como una figura desprovista de las contradicciones de la vida diaria, pero recibiríamos una reprimenda ultraterrena si no reconociéramos que ciertas figuras sirven para dar ejemplo y cambiar el mundo con un puñado de sal. El 5 de marzo de 2014, Luis Villoro llamó a mi hermana Renata para felicitarla por su cumpleaños. Después de colgar el teléfono, dio las gracias a la empleada que le ofrecía algo y cerró los ojos, como quien cierra un libro. “La filosofía es una preparación para la muerte”, postuló Montaigne. La frase ha tenido muchas maneras de ser cierta. Ante la tranquilidad con que mi padre aguardaba su destino, varias veces le dije: “La filosofía prepara para la muerte pero a ti se te está pasando la mano”. Por toda respuesta sonreía, pensando en su camino. Unos versos de Rubén Bonifaz Nuño sirven para acompañarlo en ese viaje: Que no sea mi amor amurallada cárcel, ni vaso que recibe, sino un cristal transido, un cauce tierno el portal de un camino. 43 Sin fecha F rancisco M agaña i , madre Me dice en la sala que quiere un camarón como mascota –un gusano, afirma, pero lo que trae y deja en la mesa es un camarón. Le digo que me recuerda a Nerval –¿porque los dos estamos muertos? –me pregunta. 44 ii , ánima La mañana se oscureció de un día cualquiera. Azotada por el viento el ruido de una puerta Saber me hizo, sin saberlo, que en casa estaba de mis padres levantando mi sombra de difunto. 45 Insomnio A tenea C ruz para Adolfo Villalpando (y a petición del mismo) Lo despertó la voz de una mujer, susurraba a su oído: Por aquí es el final. Abrió los ojos, aún no amanecía. Ocho horas más tarde, aquel joven entra en la peluquería, es barbado y lleva el cabello hasta los hombros, mas el verano es recio y lo obliga a renunciar a su mata, resabio de los gustos musicales contraídos en secundaria. Le indica al peluquero el corte que desea: algo sencillo, que no requiera mucho mantenimiento. El anciano mueve la cabeza en suave afirmación, las manos arrugadas manejan las tijeras con tal destreza que contradicen sus dedos, en apariencia artríticos. Los rizos caen, al poco tiempo el suelo se ha convertido en una alfombra negra. El peluquero toma la maquinilla, ajusta la navaja, sólo resta afinar unos detalles: emparejar los mechones rebeldes, definir las patillas. Le ofrece al joven 46 cliente el servicio completo, “La barba no, sólo el pelo”, responde aquél, con gesto serio, aunque amable. Casi termina el viejo su labor cuan do un soplo de viento ligero, diríase imperceptible, sacude los cabellos que suelen quedar sobre sus manos tras el corte; frunce el ceño, extrañado voltea hacia la ventana y comprueba que las hojas del álamo permanecen inmóviles. “Figuraciones mías”, piensa. El vientecillo se repite, innegable en es ta ocasión. Lo que es más, descubre que la corriente proviene de la oreja derecha del muchacho. Con el pretexto de revisar la simetría del corte, el peluquero se inclina. Ahí está de nuevo el soplido, esta vez transformado en murmullo: Por aquí es el final. –¿Mande? –le interpela el joven. –No dije nada –responde, nervioso–, son cuarenta pesos. insomnio Recibe el pago y cierra al punto, convencido de que la senilidad por fin lo ha alcanzado, sin sospechar que dentro de dos semanas el cierre del local será definitivo, como su muerte. Han pasado varias noches sin que el joven barbado logre dormir más de dos horas, un sueño recurrente lo atosiga: corre un maratón, la última parte del trayecto es un subterráneo, agotado se detiene al llegar a un punto donde el camino se divide, hay un letrero en un idioma incomprensible. La omnipresente voz de una mujer lo llama: Por aquí es el final. Sin importar la dirección que indique, cada noche le irrita darse cuenta de que siempre es errónea. Pierde. Luego despierta. Con la voz llegan también taquicardia y sudores impropios de su edad. Conforme avanzan las semanas, le es imposible volver a conciliar el sueño. El insomnio va haciendo de las suyas: además de la barba, aquel joven comienza a distinguirse por sus ojos hundidos y la angustia propia de los que temen la caída de la noche. Cuando incluso el sonido del segundero se vuelve intolerable, decide hacer una cita con un médico especialista. Lo prueba todo: desde infusiones herbales hasta sesiones de hipnosis. Como nada funciona, lo turnan con un psicoanalista, quien a su vez lo envía con un psiquiatra. A cada uno le explica, en su momento, sin omitir detalles, la pesadilla que lo mortifica. Le recetan pastillas que surten efecto apenas una semana o dos: su organismo se resiste a la dosis por mucho que la aumenten. La noche va expandiéndose, hormiguero cuyas raíces se bifurcan una y otra vez hasta llegar al infierno. Cuando sus días comienzan a durar 24 horas, lo mismo en teoría que en la práctica, inaugura una nueva rutina: deambular por la ciudad –dormida en los familiares suburbios, vibrante en sus orillas como mujer ansiosa por ser poseída–, tiene tiempo de sobra para reconocer sus pliegues, la sangre y carne que por la madrugada la transitan. En uno de esos recorridos entra a un bar, se sienta en la mesa más próxima a la rockola, donde ha programado una lista de canciones de otra época, música de las noches en que el sueño no sólo era algo posible sino cotidiano. Una mujer lo observa desde la barra, atraída por la ilusión de cercanía que le reportan las tonadas que estuvieran de moda en su adolescencia. Con un ademán que de tan estudiado se ha vuelto parte ya de su naturaleza, se echa el pelo a la espalda. En medio del sopor generalizado, sus hombros quedan expuestos, resbalan 47 atenea cruz por sus curvas las miradas atentas de los parroquianos. Cruza apenas un par de frases con aquel joven que le despierta compasión, simpatía y ternura a partes iguales. Lo que empezó como una transacción se ha convertido en un acto de misericordia. El joven se deja conducir al hotel, luego al cuarto. Sin protocolo la toma repetidas veces, casi con violencia, con la esperanza de agotar su propio cuerpo. Pero aunque dentro de ella encuentre algo parecido al descanso, no es suficiente. Dos horas más tarde la mujer se tumba a su lado, entrecierra los ojos, exhausta. Antes de caer dormida llega hasta su oído izquierdo una voz femenina: Por aquí es el final, que atribuye a la portadora de los tacones que resuenan en el pasillo. Se cubre con la gastada sábana, presa de un repentino escalofrío. Así, tan tranquila, parece envuelta en un sudario antiguo y, sin embargo, es tan bella que la idea no provoca miedo, piensa el muchacho. Cosa curiosa que unos días después, mientras hojea el periódico por costumbre, ni siquiera re pare en la sección policiaca, donde se relata de manera sucinta el suicidio de una joven prostituta. 48 Cansado de leer una novela francesa, cierta noche el muchacho frota sus ojos. Ante el ardor, cierra los párpados y, por fin, el sueño se apodera de él. Empero, no es el sueño que hubiera deseado, sino uno profundo y opaco, ciénaga en la que se hunde sin remedio. No regresa. En el velorio la abuela llora a grito abierto: “Era un niño, era un niño.” Y es verdad que enfundado en esa camisa azul cielo, con el cabello corto, la barba rasurada, luce mucho más joven; si bien es cierto que había cumplido ya 27 años. De madrugada, madre y abuela lo contemplan, tocan el ataúd con la misma dulzura que en otro tiempo la cuna. La abuela cabecea, el sufrimiento la empuja al límite del sueño, pero ella se rehúsa. De pronto abre los ojos, presa del sobresalto: –¿Qué dijiste? –le pregunta a su hija. –¿Yo?, nada. Ve a recostarte un rato, mamá –la toma por el brazo, la conduce a un sillón en la esquina más apartada de la sala. Sin embargo, esa noche la abuela no consigue dormir. Cierra los ojos un par de segundos, la despierta la voz de una mujer que susurra a su oído: Por aquí es el final. Todavía no amanece. Tres poemas R aquel A bend a los van D alen muertos no se les deja entrar a la iglesia. Quédense jugando en el jardín, que los adultos estamos hablando. Sientan los gusanos lamiendo la piel, el sol lijando los huesos. alguien escucha estos himnos que me han enseñado a pronunciar antes de mi nacimiento sé que alguien debe entender este idioma de nadie que a nadie pertenece, que desde la nada invocamos 49 –¿Estás ahí, Padre, escuchándome cantar? Yo escucho tu respiración. Huelo ese aliento a lengua disecada. Es como la carne de vaca, pero más dulce. Silencio –¿Y esos ojos de vaca, también son tuyos? Te he visto en las estampitas, en los cuadros y estatuas. A veces los tienes azules. Otras, negros. Son redondos, rasgados, caídos, dos pelotas que se desbordan por una ranura, un trazo, un corte en la carne. Silencio –Tu lengua perdió su sangre hace mucho. Yo lo sé. Está conservada. La he visto. No ha envejecido un día. No se descompone. Pausa católicas están confundidas sentadas en los bancos de la salida son las 12 pe eme y sus madres están en camino se arremangan las faldas para lucir sus muslos y bajan las medias a los tobillos las niñas 50 pues las canillas tienen la misma importancia quizás tengan prioridad a los ojos de uno o dos y ellas están viendo el cielo incendiado, su aridez, y pensando en las profundidades de la tierra ocultas por la frialdad del agua. Los dibujos de sus biblias escolares nunca utilizan el rojo para el cielo y el azul para el infierno por eso buscan sus prismacolor y calcan las nubes siempre inflamadas en la puerta de salida. Alguien acabó con el azul. 51 La vida póstuma* P ablo S ánchez 1 Mi nombre es Max von Sydow, y creo que eso dice ya bastante acerca de qué tipo de persona fue mi padre. No hace falta tampoco pensar mucho para deducir que, con un punto de partida así, mi vida no ha sido fácil. Aunque qué vida es fácil. Yo, en realidad, no supe mi verdadero nombre hasta el momento en el que solicité mi primer pasaporte. Mi madre se limitó a llamarme siempre Max y sé que, en todo caso, le gustaba el nombre de Máximo. Pero dicen que, cuando yo nací, mi padre insistió y tomó la decisión sin que mi madre opusiera resistencia (mucho después entendí el porqué). Parece ser que, bromeando, dijo algo así como “Máximo no es suficiente”. Los dos residían temporalmente en Venezuela, alojados en la casa de mi abuelo exiliado, y en ese país, por alguna razón que desconozco, era bastante fácil evitar el santoral y poner cualquier nombre absurdo a un recién nacido. Además, mi padre se llamaba José Ángel y sin duda estaba incómodo con esos dos nombres de pila tan bíblicos. Y sólo faltaba que viera por aquel entonces El séptimo sello y quedara deslumbrado, no sé si más por el actor protagonista o por el significado de ese personaje (en cambio, la primera película con Max von Sydow que yo vi fue Flash Gordon. La de Bergman la vi muchos años después y no me gustó demasiado, aunque, desde luego, no me costó entender el interés de mi padre. El hombre frente a la Muerte y todo eso). * 52 Fragmento. la vida póstuma Max von Sydow Arranz Bosch. Suena a chiste, y lo sé. Pero así figura mi nombre en el pasaporte. Mi hermana, en cambio, tuvo más suerte. Mi madre sí se resistió esa vez y le pusieron un nombre hermoso aunque también enfático: Gloria. “Debes comprender que tu padre es así de raro”, me repetía mi madre, con una especie de resignación que a veces me parecía dramática y a veces cómica, dependiendo también de mi propio estado de ánimo, tan fluctuante entre el amor y el odio a un padre como ése. Porque lo adoré durante años, pero también me enfrenté a él muy duramente, le insulté muchas veces y pasé largas temporadas sin hablarle. Cosas típicas de padres e hijos, sobre todo primogénitos; tampoco hay que exagerar. Hace tiempo que a cualquier problema de niños se le compara ni más ni menos que con Edipo, y así nos hemos quedado sin mitos para lo realmente importante, que es lo que les pasa a los adultos. A mí tanto rollo edípico me trae al fresco, y no creo que sirva para entender casi nada de lo que aquí voy a narrar. Pero es cierto que no es fácil aguantar que tu padre, por ejemplo, desapareciera durante un año entero, sin dar apenas explicaciones, aunque después regresara con visible ternura y algún regalo barato pero exótico que nadie más en el barrio podía tener. “No se lo eches en cara. Tiene otras cosas en la cabeza. Es poeta.” Sí, fue poeta (probablemente era lo que más le importaba, aunque era lo que peor hacía), pero también fue novelista, periodista, político, crítico, editor y ensayista –o pensador o aspirante a filósofo–. Y no fue general de algún ejército porque no tuvo la oportunidad. Hizo muchas cosas, como tantos otros hombres de su época que se creían especiales y visionarios en una España mediocre y atrasada, y la mayoría de esas cosas tienen poco interés hoy para la mayoría de la gente. Sé que hay quien las estudia como símbolo de un momento histórico, e incluso conozco en persona a un profesor que ha 53 pablo sánchez defendido con seriedad el enorme valor literario de esa obra. Pero yo no soy, ni quiero ser, un erudito o un estudioso. Y no voy a dedicarme a contar los grandes éxitos de su vida. Todo lo contrario: si algo me interesa, es precisamente contar lo que hizo después de muerto. 2 No negaré que José Ángel Arranz pudo ser, en según qué aspectos, una mala persona, incluso puede que para algunos fuera un hijo de puta, pero no cualquiera se ha ganado el derecho a criticarlo. Yo sí. A muchos, incluidos amigos y colegas de profesión, les parecieron siempre ridículas y teatrales las ambiciones de mi padre, y así llegaron algunos a manifestarlo en entrevistas y actos públicos, de forma a veces poco respetuosa (es hora ya de decirlo). Yo, que conocía muy de cerca esas ambiciones, no las subestimaría tanto. Si digo que José Ángel Arranz quería, ni más ni menos, liberar a la Humanidad de toda injusticia y que creía que podía aportar, desde nuestro sencillo hogar en Barcelona, algo importante a esa causa, no exagero: lo creía, y no tengo dudas. Es más: cualquiera lo puede comprobar a través de sus muchísimos libros. No me parece que sea un proyecto indigno; yo, desde luego, no tengo nada mejor que ofrecer. Y Barcelona es, en principio, un lugar tan bueno como cualquier otro para empezar a cambiar el mundo. Decir, como han hecho esos a los que he mencionado, que no era sincero en esos libros no revela nada, salvo que ninguno de ellos vivió con él ni fue su hijo. Sea como sea, mi padre sabía que la justicia requería de muchos más esfuerzos como el suyo, una infinidad de esfuerzos, posiblemente, y quizá por eso se empeñó en tener al mismo tiempo otro proyecto más personal y doméstico aparte del de salvar al mundo. Por eso, si digo que pensaba que desde ese lugar tan poco relevante en el universo como es Barcelona podía ni más ni menos que lograrse algún tipo de inmortalidad (algún tipo, repito), estoy también en lo cierto. Eso no significa que mi padre estuviera, pongamos, loco: era un hijo de su tiempo, como yo lo soy del mío. Simplemente no se conformaba con nada que no fuera total. Convivir con alguien así, y que además esa persona sea tu padre, el que 54 la vida póstuma te enseña las primeras ideas sobre la vida y también los primeros límites, tiene sus consecuencias. Sobre todo porque a tanta ambición le solía suceder una desesperación igual de intensa, como les suele pasar a los idealistas menos templados. Tal vez lo imagino y no sucedió así, pero creo que recuerdo a mi padre en una tarde de domingo cualquiera diciendo con normalidad cosas como: “¿Qué vais a hacer conmigo cuando muera?” El tema era serio, sin duda, sólo que quizá no era el problema ideal para una sobremesa de domingo en una familia de cuatro miembros (cinco, si contamos a El Otro Estado de la Materia, que no era hermano pero vivía con nosotros, y del que no quiero hablar mucho entre otras cosas porque jamás supe o entendí nada de él y de lo que pasaba por su cabeza). Yo tuve la suerte de ser un niño con scalextric –un enorme e inmejorable scalextric, de hecho–, pero ya me dirán de qué sirven los juegos sofisticados cuando tienes un padre obsesionado sin descanso por ideas que seguramente no tenía ningún otro padre de la escuela ni del barrio. O que sólo tenían diez o doce personas en todo el mundo. Las reacciones de mi madre a las preguntas pesimistas de mi padre eran imprevisibles: podían ser irónicas o ásperas, pero también diplomáticas, con el fin de evitar traumas a los niños. –Pero es que estos chicos tienen que aprender a enfrentarse a la muerte –replicaba mi padre, o como le llamábamos, Padre–. Es lo más importante de la vida. El resultado, en mi caso, fue que suelo intentar suicidarme cada siete años, pero eso lo contaré luego, en el que espero que sea el único capítulo centrado sólo en mí. –Vete a la mierda con tanta muerte –dijo alguna vez mi madre, furiosa hasta el punto de incurrir en el uso de palabras groseras, insólitas en ella, una mujer bien educada de la clase media catalana–. Estoy hasta el coño de tus muertes y de tanta… ¡metafísica! Yo me voy a morir igual que tú y no estoy lloriqueando todo el rato. Joder. Hay que decir, en su defensa, que el corazón de mi padre era débil por razones congénitas (su padre y su abuelo murieron relativamente jóvenes de sendos infartos), pero su miedo a morir era tan obsesivo que hacía difícil cualquier forma de convivencia. No sólo por las depresiones frecuentes, sino 55 pablo sánchez por la ansiedad permanente y monotemática, que a veces se transformaba en ridículas muestras de arrogancia que mi madre, en la intimidad del matrimonio, aguantaba más que nadie. –No estoy dispuesto a morirme. La muerte es inaceptable, y además tengo mucho que hacer. Todos tenemos mucho que hacer. La inmortalidad es necesaria, al menos de momento. Y a la arrogancia le sucedía casi siempre la desesperación. Una desesperación a menudo silenciosa pero siempre visible para todos lo que convivíamos con él. Yo mismo me acostumbré con los años a tolerar, a entender e incluso a apreciar sus esfuerzos por sobrellevar la angustia, que convertían en tiernos algunos de sus comportamientos cotidianos y menos trascendentales, como cuando contaba (siempre mal) un chiste o cuando elegía un tema trivial y doméstico para distraerse y distraernos. El debate sobre si era preferible la incineración a la inhumación tradicional o la donación del cuerpo a la ciencia ocupó muchas tardes de discusión con amigos, familiares y compañeros militantes en mi casa, mientras Gloria y yo jugábamos a que éramos personajes de las series de ciencia ficción de la televisión (sólo recuerdo Star Trek, aunque había más). Pero no siempre podíamos estar jugando a evadirnos, y las mañanas a veces empezaban de la peor manera: viendo a mi padre taciturno y con un sello de desconsuelo en la cara. Por ejemplo, llegó a pasar semanas enteras sin apenas dormir por un repentino miedo, no muy justificado clínicamente, a las apneas del sueño. La fijación con el ritmo de los latidos de su corazón endeble era también bastante habitual: algunos momentos de soledad creativa de mi padre, en su estudio, terminaban en algo así como auscultaciones de su propio interior, 56 la vida póstuma y esas auscultaciones de médico aficionado derivaban en ataques de pánico que, a falta de las pastillas de que hoy disponemos, se resolvían con métodos muy diversos: infusiones, largos abrazos, vasos de vino tinto, consuelos éticos o religiosos o artísticos. Le recuerdo dándome los besos de buenas noches y diciéndome que no tuviera miedo a la oscuridad. Más de una vez le olía el aliento a alcohol, pero eso no era lo peor. Casi siempre parecía abstraído, como si en realidad deseara leerme alguno de esos poemas tenebrosos que le fascinaban, de autores casi siempre ingleses o alemanes, en vez de los típicos cuentos o anécdotas sencillas sobre animalitos que sufren leves peligros antes de aprender la moraleja que les llevará a mejorar su existencia. Cuando llegué a la adolescencia, empecé a aburrirme de sus tics y contraataqué mostrándome indiferente. La estrategia funcionó bien durante algunos años, hasta que yo mismo comencé a pensar en mi propia muerte y me dejé contaminar por la amargura de la marca Arranz. Con la diferencia de que yo nunca he tenido ni uno solo de sus grandes proyectos. Nunca he querido escribir un gran poema, ni salvar a la Humanidad, ni descubrir el misterio del ser. Eso sí, hay que reconocer que el paso del tiempo le dio a mi padre nuevos argumentos para entristecerse: la fama literaria le fue esquiva en beneficio de otros menos abnegados según él, perdió muchas amistades por culpa de la política y también creo que algo se apagó o perdió definitivamente entre él y mi madre. Algo amoroso, o sexual, nunca lo sabré. Que esa obsesión generara una abundante poesía metafísica y muchas reflexiones filosóficas puestas por escrito e incluso publicadas, no hizo más llevadero para él y para todos nosotros su victimismo. “Investigar la Nada es una prioridad ineludible. La muerte es el tema más importante de todos los que podemos pensar, y jamás debemos olvidarlo, pero en cierto modo, no me interesa tanto la muerte como la des-existencia”, escribe en uno de sus primeros libros, quizás el más divagatorio, titulado Lo aciago. “La muerte es un punto de cese, una ruptura total pero instantánea e insignificante desde el punto de vista sensorial. En cambio, la des-existencia es todo lo que viene después. Es decir, el desajuste radical y seguramente infinito entre el yo y el mundo que, a pesar de todo, sigue adelante. De que esa des-existencia no sea del todo equivalente a la nada (no del todo, insisto) depende nuestra 57 pablo sánchez continuidad emocional y cultural como colectividad en un mundo sin Dios y en el que ideas como el eterno retorno son tan fantasiosas como infantiles.” Y más adelante: “ese desajuste es lo que más odio, y la prueba definitiva de que no soy un nihilista, sino un vitalista. Yo quiero infinito, y me molesta enormemente no poder gozar de ello”. A mi padre, desde luego, no le gustaba la idea de dejar de existir y perderse, digamos, Algo que Se Supone Sucederá Algún Día y que Valdrá la Pena. Y sin embargo, todos los que le vimos en el hospital en sus últimos días (después de ser ingresado por una enfermedad inesperada del riñón que al final fue la que le mató ante la imposibilidad de un trasplante) estuvimos de acuerdo en que murió bastante tranquilo, y no sólo a causa de los sedantes. Cuando entró en el hospital ya en situación grave, temimos que su angustia fuera directamente insoportable para él y para todos nosotros, y auguramos escenas terribles de gritos y desgarros, de paroxismo y resistencia a médicos y enfermeras ante la perspectiva de ver su propio cuerpo degradado y manipulado horriblemente por sondas, sueros y cables. Pero en esos días tristes de hospital, cuando, por primera y última vez, el poeta José Ángel Arranz tenía motivos objetivos para temer la proximidad de la muerte, hablaba con un sorprendente sosiego, sin pánico aunque con la melancolía lógica, como si hubiera aceptado por fin su destino y hubiera renunciado a sus alharacas trágicas para entregarse a una cierta naturalidad del ciclo vital. Pero había algo más: en realidad, allí me di cuenta de que sus dos últimos años de vida fueron bastante calmados y menos desesperados en comparación con todos los anteriores que recuerdo. De hecho, por aquel entonces ya escaseaban las conversaciones macabras y las hipocondrías; puede que el malestar siguiera en su interior, pero la voz era pacífica, sin rabia ni tormento. Sin duda algo tuvo que ver que justo antes de esos dos años hubiera otra larga desaparición de las suyas, la segunda más larga si contamos la estancia en la cárcel como desaparición familiar. Una desaparición en la que viajó mucho, sobre todo por Francia, y en la que, y no es un detalle menor, gastó buena parte de los ahorros de la familia. 3 Creo que, para ser objetivo, debería incluir ahora un buen recuerdo familiar. 58 la vida póstuma No estoy en contra de la familia así en general, aunque dudo mucho que yo vaya a tener algún día una. Sé que suele haber amor en las familias, y sin duda hubo amor en la mía, a pesar de todo, a pesar de tantas quimeras y tantos desengaños. Pero yo diría que el amor no es el único factor unificador de eso que llamamos familia, porque hay también toda una serie de circunstancias deter minantes que yo he comprobado en mi caso y que estoy seguro de que están presentes en todas las familias, en mayor o menor medida: azares, arrepentimientos, medias verdades, improvisaciones, planes B, rencores, agravios y desagra vios, secretos, malentendidos, errores de cálculo, mercadeos. El largo manual de instrucciones que se debe consultar antes de emocionarse con la foto de una familia que no es la tuya. Y es que toda familia es o acaba siendo una chapuza; con más o menos amor, pero con mucho de naufragio y de supervivencia. Aun así, en mi caso puedo elegir algunos buenos recuerdos. Prefiero uno en particular, seguramente porque lo he usado a menudo para relajarme en situaciones de estrés. El recuerdo es de un sábado o domingo en nuestra casa en el barrio de Sants, una planta baja con un jardín sólo para nosotros. El jardín es pequeño, pero como yo tengo ocho o nueve años me parece enorme. Y sobre todo es suficiente para jugar a mil cosas. Por ejemplo, la petanca que nos han regalado los Reyes Magos (ya sé que no es importante, pero aclaro que fue anterior al scalextric). Antes de empezar a jugar con Gloria, busco a mamá por la casa y no la encuentro. Está en el despacho de Padre, hablando con él. Yo entro con timidez y veo su mesa de trabajo, con los libros y la máquina de escribir. Alguno de aquellos libros privilegiadamente extraídos del estante lo recuerdo 59 pablo sánchez todavía, porque luego mi padre me lo hizo leer: Principios fundamentales del materialismo histórico, de una tal Marta Harnecker. Y otros no los leí porque nunca me interesaron: libros de Marcuse, Benjamin, Lezama Lima, Fromm. Me parece que he hecho bien, porque poca gente los lee hoy. Yo quiero que Padre juegue con nosotros pero me encuentro con la reprimenda previsible, leve pero inapelable: tengo que trabajar. Y yo juego con Gloria, mientras Madre (que en ocasiones sí es mamá) hace cosas de la casa, aunque de vez en cuando se acerca hasta nosotros para comprobar que todo está en orden. Ella es la que nos enseñó antes a jugar a la versión pobre (franquista) de la petanca, con monedas de una peseta que se tiran a una raya marcada en el suelo o a una pared. En realidad, nosotros no fuimos nunca pobres: el abuelo materno tenía un pequeño hotel de dos estrellas (a veces, tres) en el centro de Barcelona y ése fue siempre un buen negocio. Mi madre trabajó ahí de contable y de otras muchas cosas y finalmente lo heredó. Mi padre, por supuesto, odiaba la sola idea de ser empresario y aspiraba a ganarse la vida con sus artículos y libros, aunque la familia se mantenía en realidad con el dinero del hotel. Vuelvo a mi memoria. Juego con Gloria y se me pasa el enfado. Adoro a mi hermana y nos llevamos estupendamente, a pesar de las rabietas ocasionales. Y entonces, cuando ya estamos a punto de cansarnos, aparece él en el jardín. Está radiante, poderoso; es el Padre que nos protegerá siempre y que parece que además quiere proteger a más gente, porque es generoso y luchador, es inteligente y no se rinde jamás. Padre ha dejado de trabajar y viene a jugar con nosotros. Y encima hay merienda de mamá, con galletas danesas y Tang de naranja para beber. Si me preguntan qué es la orfandad, diré que es ese recuerdo del cual no tengo ni una fotografía. Pero ese altar de mi memoria no cambia nada con respecto a lo que para mí es una familia. Porque sé (aunque mi padre lo ocultó toda su vida) que fui un hijo nacido de un accidente y que él en realidad estaba enamorado de otra mujer, y quizá lo estuvo todo el resto de su existencia. Sé que mi vida, por tanto, está muy lejos de ser el feliz resultado de un maravilloso plan. Soy, como tantos millones de hombres y mujeres hoy y siempre, un objeto fortuito. Pero mi padre aceptó casarse con mi madre, renunciando al otro amor, y 60 la vida póstuma hacerse cargo de mí. Por eso, pasado ya el primer momento de shock, puedo perdonarle mi nombre absurdo y grandilocuente, e incluso puedo perdonarle tanta obsesión egocéntrica por la inmortalidad. A veces, admitámoslo, los hijos son muy ingratos con los padres. 4 Hay, sí, una fotografía importante, aunque yo no aparezco en ella. La he examinado bastantes veces y sin duda siguen faltándome datos, pero me parece que he podido reconstruir de manera fiable el relato previo. La foto es en blanco y negro, por lo que no se ha amarilleado como tantas otras fotos de la época. Se realizó en La Habana, en enero de 1969, cuando yo tenía algo más de tres años. ¿Quién tomó la foto? No lo sé, aunque sospecho de alguien muy concreto. Mi padre se ve muy joven, como los otros tres fotografiados. Salvo uno que tiene ya bastante alopecia, los otros llevan los flequillos y las patillas propias de la época. El escenario es La Rampa, una de las calles más famosas de La Habana. El motivo, un famoso congreso cultural internacional al que asistieron más de cuatrocientos artistas e intelectuales de todo el mundo. Mi padre dijo a mi madre que no podía perderse un acontecimiento así y logró llegar a La Habana después de una odisea aeronáutica que incluía escalas en Madrid, París y México. Con él viajaban otros dos de los fotografiados, Santiago Uría y Ferran Garibay, recién licenciados por la universidad. Los tres llegaban con el carnet del partido bien escondido; mi padre, incluso, había pasado por la cárcel una temporada larga por motivos políticos, antes de que yo naciera. No fue una experiencia muy violenta, al parecer, y resultó bastante similar en muchos sentidos al servicio militar. Incluso acabó forjando una cierta amistad con uno de los policías que le arrestaron, un tal Revilla, y llegó a conocer a su familia e intimar con el hijo mayor, que también eligió la profesión de policía, ya en tiempos de la democracia. Uría y Garibay, sin embargo, consiguieron siempre evitar la cárcel, a pesar de que eran mucho más agresivos y fanáticos en sus discursos. Uría, de hecho, era en aquellos tiempos un radical prosoviético, con modales y exabruptos bastante stalinistas, que iba a Cuba algo preocupado por la deri61 pablo sánchez va original de los cubanos y dispuesto a defender a ultranza a la Unión Soviética frente a cualquier heterodoxia insular. El cuarto de la foto es un poeta cubano del cual no he podido averiguar aún hoy si sigue vivo o está muerto o simplemente des-existe, un tal Octavio Fernández. La foto los muestra entusiasmados y leales, incluso triunfalistas. Sin embargo, mi padre volvió muy preocupado. –No tiene buena pinta, Carme –le debió de decir mi padre a mi madre–. Estos cubanos son luchadores, más que nosotros, la verdad, y han hecho grandes cambios, pero no sé cuánto tiempo los podrán sostener. Se acabaron las bro mas; viven en estado de guerra y quizá pronto será imposible aguantar ahí. Los americanos, qué cabrones, están presionando mucho y la muerte del Che apenas la están empezando a digerir en la isla. Pero lo peor es lo de dentro. El enemigo interior. Algunos ya murmuran, te confiesan en susurros que la situación se está volviendo complicada y que empiezan a tener miedo. ¿Una revolución cultural a la manera china? Quizás… La verdad, no sé si creerles. No creo que Fidel sea así. Oh, tenías que haber visto a Fidel… Es impresionante, visto de cerca, El Caballo, le llaman. La gente le adora, te lo juro. Pero luego, en voz baja, dicen que no hay comida porque toda la comida iba a nosotros, los turistas. Dicen que los cubanos hacen colas de horas para conseguir un trozo de pizza. Pero es lo mejor que nos queda, a pesar de todo. Habrá que defenderlo, pase lo que pase. No podemos ceder ahora, después de tanto esfuerzo. Es lo que quieren ellos. Ya sabes, ellos. Octavio Fernández les había hablado, con una paranoia convincente, de las verdades cotidianas del país, muy distintas del ambiente eufórico e intelectualista que se vivía en los hoteles donde se alojaban los participantes 62 la vida póstuma del congreso, y en el que fluía una camaradería multilingüe llena de mojitos y citas a autores como los de la biblioteca de mi padre. El poeta cubano vivía con miedo desde que un día se atrevió a decir que el Líder Máximo de su país le parecía un hombre muy atractivo. No le había sucedido nada grave todavía, pero estaba teniendo muchos problemas para publicar sus poemas y había tenido que recurrir a revistas españolas y francesas que no estaban muy bien vistas en la isla. Quería que mi padre le ayudara a publicar en España un libro de cuentos en el que pensaba satirizar algunas de las decisiones políticas de los últimos años. Mi padre lo consultó con sus dos amigos y pensaron que era mejor abstenerse de contribuir a lo que podría ser un pequeño escándalo. El libro, que yo sepa, nunca salió a la luz. El poeta fue poco a poco desapareciendo de la vida social y literaria, perdido en un remoto pueblo de la otra punta de la isla al que llegaban con dificultad las llamadas telefónicas. No me sorprendería que siguiera así hoy, en ese limbo. Uría y Garibay presumieron de los mismos ideales durante bastantes años más, disculpando errores o simplemente negándose a admitirlos. Pero en realidad ya habían creado en el barrio gótico de Barcelona una librería que les daba unos aceptables beneficios. Uría vendió su parte unos años después y empezó a montar negocios por su cuenta. A mediados de los ochenta era inequívocamente millonario. Era el dueño de la discoteca Olimpo, aquella en la que, a principios de esa década, un incendio provocó más de sesenta muertos por la ausencia de salidas de emergencia. Pero nunca llegó a ser juzgado ni a pagar ninguna indemnización. Otro tipo, que no era en realidad el dueño pero había aceptado firmar algunos papeles, sí fue condenado. Garibay, que siempre fue rico por su familia, empezó una carrera política que le llevó a ser alcalde de su pueblo natal, cerca de Tarragona, y luego diputado por otro partido muy distinto al de su militancia juvenil. Tanto él como Uría dejaron de venir a mi casa y sus nombres dejaron de ser mencionados amablemente. En ese punto mi madre y mi padre estaban de acuerdo. Además, en una de esas últimas visitas, siendo yo ya adolescente, mi padre y Garibay se recriminaron hechos y actitudes y se acusaron de todo tipo de traiciones. Garibay negaba haber sido nunca comunista y decía que en todo caso él sólo había sido un antifranquista compañero de viaje de algunos comunistas. 63 pablo sánchez –Me parece muy bien que cambies de opinión, e incluso que renuncies a los ideales que compartimos. Pero no te permitiré que mientas. Tú llegaste a reunirte con las Brigadas Rojas, con los montoneros y con la olp. No me jodas. Sí, también con la Brigadas Rojas, lo sé perfectamente. Mi padre no siguió ninguno de los dos caminos tomados por sus amigos. Se pasó muchos años en una especie de zona de nadie, discutiendo en todas las direcciones, como si su escepticismo fuera ya incontenible pero él mismo aún no se hubiera dado cuenta. Aún volvió a intentarlo, unos años después, cuando decidió otra vez marcharse para irse ahora a la nueva Nicaragua, comprometido a impartir clases gratuitas de filosofía para jóvenes estudiantes. Aguantó sólo tres meses por culpa de una brutal infección. ¿Hay alguna relación entre lo que esa antigua fotografía caribeña esconde, que es lo realmente importante por detrás de la imagen, y la angustia crónica de mi padre por el tiempo y el absoluto? No me cabe ninguna duda. José Ángel Arranz, que estudió con los Escolapios, creyó en Dios al menos hasta los 20 años, y sus primeros poemas lo demuestran sin lugar a dudas; después creyó en Marx hasta los 40. El último tercio lo pasó a la intemperie, en la zozobra constante de la búsqueda de respuestas, experimentando por caminos a veces esotéricos y extravagantes, alérgico tanto al pragmatismo de unos como a la codicia desmemoriada y cínica de tantos otros. Supongo que un tipo normal se hubiera dedicado simplemente a su esposa y a sus hijos, y, aunque sólo fuera por cansancio biológico y desasimiento, hubiera olvidado cualquier mesianismo para dedicarse a la tarea sencilla de madurar y envejecer cuidando de los suyos. Pero, para lo bueno y para lo malo, mi padre podría ser considerado un soñador, es decir, algo así como un neurótico tierno aunque al borde de la locura. Decidió que ese destino de padre era demasiado previsible y que era necesaria todavía alguna resistencia, más exactamente una resistencia que tuviera la forma y la intensidad de un rapto creador o místico, o quizá de un viaje a los infiernos. Nosotros, su familia, pagamos esa decisión de muchas maneras. Debo decir que Uría y Garibay no asistieron al velatorio (tampoco habían ido a visitarlo al hospital, de hecho). Garibay, al menos, llamó por teléfono para dar el pésame. Uría no dio señales de vida, aunque sí lo volví a ver unos cuantos años después. Ya entonces Garibay había renunciado a su 64 la vida póstuma cargo político después de que saliera a la luz en la prensa su correspondencia con Toni Negri, el filósofo italiano vinculado durante algún tiempo a las Brigadas Rojas. 5 El mejor amigo de mi padre en los últimos años fue sin duda Alfons Puigdevall, notario que cumplió la función de albacea de su legado. Creo que se conocieron precisamente a raíz de algún tema administrativo relacionado con el hotel de la familia. A diferencia de tantos otros amigos y examigos, llenos de ensueños y obsesiones, inconformes y maniáticos, Puigdevall era un hombre tímido y sensato, muy apegado, como buen notario, a lo inmediato y a lo práctico, y extrañamente soltero. Era también un lector incansable; sin embargo, a diferencia de casi todo el entorno de amigos de Padre, parecía incapaz de pasar de la curiosidad al fanatismo en ningún orden de la vida. Aunque yo ya había abandonado en esos años la casa familiar del pequeño jardín, y sólo pasaba de vez en cuando para saludar a mi madre, me lo encontraba con frecuencia en el comedor, en plena conversación con mi padre. Yo solía evitar de manera inequívoca y un poco grosera entrar en esas conversaciones, que normalmente giraban en torno a temas culturales y artísticos. Me limitaba a hacer algún comentario trivial sobre el clima o el hotel o la familia y los dejaba solos. Intuyo que Puigdevall se sentía violento por mi actitud desdeñosa, pero, tan pulcro como era, jamás me lo llegó a expresar. Pero en una ocasión sí nos quedamos a solas mientras esperábamos al Genio, y el notario empezó, didácticamente, a intentar mediar entre nosotros y suavizar nuestra relación padre-hijo, que entonces atravesaba una de sus peores etapas. –José Ángel es, te lo digo con sinceridad, un hombre excepcional. No creo que haya nadie en España que esté a su nivel intelectual; por eso precisamente recibe tantos ataques, porque hay muchos que quieren impedir que se le conozca como merece. A veces pienso que si hubiera nacido en París o en Nueva York sería reconocido en todo el mundo y le veríamos a menudo en televisión. Su ambición, su sana ambición, quiero decir, es extraordinaria. Si supieras cuáles son sus proyectos… Es maravilloso escuchar cómo habla de ellos, qué entusiasmo demuestra. Tiene planes increíbles, ilimitados, 65 pablo sánchez asombrosos, propios de alguien único. Cosas que a nadie más se le podrían ocurrir. Podrían parecer disparates, pero no: él consigue que te los creas, que compartas la fe inmensa que tiene. Si uno sólo de esos planes sale bien, realmente conseguirá hacer algo grande y se hablará de él durante el futuro. Yo le ayudaré en todo lo que pueda, Max. Gracias a él he comprendido que hay algo más importante por lo que luchar. Le ayudaré; te lo prometo, Max. Puigdevall no quería ser artista ni intelectual, pero era evidente que admiraba a mi padre. Había leído prácticamente todos sus libros, e incluso había desgastado los ejemplares con múltiples anotaciones y relecturas. Por supuesto, en presencia de él, mi padre tenía el ego bien alto y no mostraba su lado más melancólico y pesimista. Pocas veces el notario tuvo que aguantar los ataques de angustia de mi padre y casi nunca vio su profunda debilidad ojerosa, sus silencios de tristeza espesa. La muerte de mi padre le abrumó, sin duda, tanto o más que a los miembros de la familia. Recuerdo su rostro apenado y no puedo evitar compararlo con la sorprendente quietud que mostró mi padre en sus últimos momentos. Pero había un factor más en la reacción de Puigdevall. –No sabes la que me ha caído encima. Su testamento es más largo que sus memorias. Pensé que bromeaba y espontáneamente le di un abrazo. –Max, tenemos que proteger su legado –dijo–. Hay mucho en juego, más de lo que pensamos. Su legado es una obra impresionante. Verdaderamente impresionante. Mucho mejor que lo que hizo en vida. En aquel momento, su legado, que yo imaginaba sólo como una aburrida montaña de papeles desordenados, no me importaba lo más mínimo. Recuerdo, sin embargo, otras preocupaciones de aquel día: las palabras nunca pronunciadas entre él y yo, la certeza de mi propia muerte no inminente pero sí inevitable, la sorprendente culpabilidad de haber menospreciado la obsesión de mi padre por algo que, efectivamente, se había cumplido, es decir, su propia muerte. Mi madre –no es extraño– demostró mucha más fortaleza que yo y también que Gloria. Atendió a todo el mundo con una amabilidad cansada pero eficaz, incluso cuando llegó al velatorio la Otra, es decir, la mujer a la que supuestamente mi padre había querido más que a ella, o de otra forma, no lo 66 la vida póstuma sé. Fue Puigdevall, actuando casi como un portero, quien le avisó de su llegada, en catalán, que era la lengua en la que hablaban entre ellos: –Prepárate, la loca va a venir, Carme. Ya sabes que es capaz de cualquier escena. –No hará nada, tranquilo. Y si lo hace, nos aguantaremos. No hizo nada, ni siquiera lloró. Nos dio besos en la mejilla y formuló un pésame de lo más convencional, pero consiguió, no sé si con la aprobación tácita de mi madre, quedarse unos segundos a solas con el féretro de mi padre. Debo decir que, en conjunto, todo en aquel entierro fue bastante tranquilo, y estoy seguro de que se debe también a la versátil eficacia de Puigdevall. Mi madre insistió más de una vez, ante diferentes personas, que José Ángel Arranz había muerto en paz y que siempre supo que su vida no sería muy larga. Sé que a Gloria no le gustaron esos comentarios conformistas, pero yo me limité a entenderlos como un buen principio para un periodo de duelo. Al final, José Ángel Arranz había decidido ser, efectivamente, incinerado. Mi madre recibió la urna y la guardó en el comedor de nuestra casa de Sants cuando regresamos a la casa después de toda la ceremonia. Me dio a mí el libro de condolencias para que lo guardara en algún lugar adecuado y yo lo dejé en la primera mesa que encontré. Dos días después, la urna ya no estaba y mi madre no quiso decir nada acerca de lo que había hecho ella. –Eso queda entre tu padre y yo. Gloria y yo no quisimos discutir. Supusimos que mi padre había previs67 pablo sánchez to un lugar único y especial para diseminar las cenizas, y que era un lugar sólo compartido por marido y mujer. Los hijos podríamos y quizá deberíamos habernos enfadado, pero creo que ambos estábamos ya bastante cansados de tanta muerte y tanto ritual. Optamos por respetar el que parecía último capricho de mi padre. Lo que sí se guardó en la casa fue el libro de condolencias. Apenas le presté atención en el velatorio, y de hecho tardé varios meses en hojearlo. Lo hice por casualidad y casi con disgusto, después de que se me hubiera caído al suelo de forma accidental. Mientras pensaba qué otra ubicación encontrarle, pasé algunas páginas. Recuerdo que deseché un posible juego, quizá entretenido pero quizá también obsceno o macabro: identificar todas las firmas. Igualmente se me ocurrieron algunas reflexiones sobre ese extraño objeto que es el libro de condolencias, una especie de diario de un solo día escrito después de muerto. Un libro que, en realidad, nadie o casi nadie lee. Yo, sin embargo, lo leí de forma involuntaria y encontré lo que menos podía esperar. Un único mensaje escrito entre tanta firma. Un mensaje inolvidable cuya letra no pude identificar: “José Ángel, ojalá estés ya en el Infierno y te quedes ahí eternamente.” 68 Cinco poemas L uis V icente de A guinaga twist del tiempo y el espacio Un lugar. Un lugar donde yo no estuviera. Donde yo no estuviera ni de chiste. París, por decir algo. Plutón, sin ir más lejos. Alguien. Alguien que alcance a distinguir a la distancia entre dos medios y un entero. Anémona, la hermana de Desdémona. Demencia, la hermana de Clemencia. Un día. Y todos los minutos de la víspera. 69 Un día. Y toda la maquinaria del crepúsculo. Un día. Y una noche. Y otro día. atardecer en lo de marcos Alma mía: si por un tiempo te creíste inmune a la belleza de los almanaques, de las tarjetas de San Valentín, de los fotomurales alpinos o toscanos, ríndete hoy, pues la evidencia desarma tus razones, hunde tus argumentos. El sol poniente, rojo como un hígado, incendia el mar durante un largo instante que registra una hilera de fotógrafos. Los niños menosprecian el portento mientras, penando en círculos, el paria universal vende alhajas de plástico, pan dulce, camisetas. El verano es tenaz, robusto y categórico, pero también ingenuo, sin malas intenciones. 70 ¿Quién eres tú para juzgarlo? Al agua le complacen los reflejos; al cielo no le angustia repetirse; al sol, después de todo, le interesas, alma mía. memorias tropicales Desperté y vi a mi madre rociando insecticida en las recámaras y a mi padre, con las manos abiertas, golpeando las paredes o esparciendo en el aire palmadas asesinas. Vi después a mi abuela esgrimiendo cojines como armas, enormes las pupilas detrás de los anteojos. En la noche furiosa de mosquitos todos, por una vez, me protegieron. 71 mi primer millón Lo que haga cada quien con su fortuna, con sus bancos, con sus diamantes engastados en intimidantes metales, con sus islas en Grecia o el Caribe, con la piel del esclavo y con el alma de la esposa esposada y el paquidermo en taxidermia es cosa suya, centavo por centavo asunto suyo, lingote por lingote su Fort Knox, excepto si los ruidos del dinero, el temblor permanente del dinero, la sed con intereses del dinero y demás porcentajes, y demás resplandores lo enmudecen, lo acallan, lo fulminan y entonces vengo yo, sin que nadie lo advierta, y entonces yo me quedo con los bancos y entonces para mí es el paquidermo y entonces para mí son los diamantes y entonces la fortuna es toda mía. 72 dramatis personæ Los anfitriones van de un lado a otro. Él observa el reloj. Ella estruja una manta de cocina. Son tu padre y tu madre. Entra tu hermano, el primogénito, con dos viejos amigos de la infancia. Llegan tu esposa y tus dos hijas: la menor, en piyama; la mayor, abrazando una pelota. Conforme pasa la velada, tu jefe, tus vecinos, tus compañeros de trabajo se sientan a la mesa, comen ruidosamente y hacen chistes impregnados de alcohol y mala sangre. Por último, ya pasadas las 12 de la noche, se abre una puerta y apareces y al instante comprendes, por un silencio abrupto apenas desmentido por toses y risitas, que no tienes papel en esta obra. 73 74 Una noche en la selva B laise C endrars Traducción de Armando Pinto –¡Buenos días! –¡Vaya, si es Cendrars! ¡Jean, es Cendrars! ¡Ven rápido! La mujer de mi amigo había gritado mi nombre. La campanilla eléctrica seguía sonando arriba de mi cabeza pues me había quedado parado en el umbral de la tienda y mantenía la puerta abierta. Detrás de mí bufaba el gran automóvil que me había transportado desde Cherbourg y cuyo escape zumbaba todavía. Estaba en París. Llegaba de Brasil. Tenía el manuscrito de mi último libro en la mano. La cabeza aún llena de los rumores del viaje, los riñones sacudidos por los baches del camino, el cuerpo mal equilibrado sobre la tierra firme después de días y semanas sobre una marejadilla que me hacía de pronto falta, en el corazón la sonrisa de las mujeres entrevistas, reencontradas, besadas rápidamente tras la puerta de un camarote o definitivamente perdidas en el puente de las embarcaciones; enfebrecido, inquieto, con la impaciencia de volver a partir, estaba de pie en el umbral de esta librería a la que pasaba siempre en primer lugar cuando desembarcaba en París. Jean se precipitaba ya desde la trastienda derrumbando una pila de libros amarillos, me estrechaba entre sus brazos; yo no había puesto orden en mis ideas, ni sabía qué iba a decirle. Y sin embargo contaba con él… –Por fin estás aquí. ¿De dónde vienes? ¡Te creía aún en América! ¿Por ø blaise cendrars 75 blaise cendrars qué no escribes jamás? ¿Estás satisfecho por lo menos? ¿Has podido trabajar? ¿Cómo van tus asuntos? ¡Dios, vaya que tienes buen aspecto! Jean me agobiaba. Yo me sentía incómodo. No sabía cómo responder a su tierna efusión. En efecto, yo jamás escribía. Mis amigos nunca sabían dónde estaba yo. No tenía el hábito de hacer confidencias. Y además soy un hombre penoso, intransigente conmigo mismo, como todos los solitarios. Jean es un amigo confiable, tolerante, tranquilo. Yo soy exasperante. Tengo siempre buen aspecto cuando regreso de países cálidos en los que engordo como un cerdo. No puedo evitarlo. Además, este buen aspecto, este exceso de buena salud, es un tormento más; como la mayoría de mis contemporáneos, yo no sabía qué hacer; sin saber emplearla y sin saber cómo gastarla, usaba la vida por las dos puntas, y la usaba inútilmente. Además –¡esta confesión me cuesta!– este buen aspecto, esta tez bronceada, cocida y recocida al sol, esta sangre generosa que me afluía fácilmente al rostro, ocultaba la palidez de un hombre desesperado. Como un loco, vivía pendiente de un rostro que adoraba secretamente y en el cual clavaría gustoso un cuchillo. Esas imágenes me atormentaban. Ese día estaba particularmente desmoralizado. No podía más. Nada marchaba, todo se había desmoronado entre mis manos, además era yo el que había hecho todo mal a propósito, con plena conciencia, de improviso. Estaba enamorado y descontento. Enamorado de una boca que me atormentaba desde hacía meses y descontento conmigo mismo, como siempre. Y además no tenía un centavo. Una vez más regresaba con las manos vacías de ese gran blof de las Américas, había hecho fortuna y lo había perdido todo. Una vez más, venía de agitarme inútilmente durante meses y meses, recorriendo kilómetros por decenas de miles, subiendo a trenes, cambiando de barcos, sobrevolando pueblos desconocidos sin tener ganas de descender o, por el contrario, dejando el ruido de las hélices por el de los ventiladores, entraba como con un viejo traje a una nueva ciudad para hacer poco nuevo y trocar de nombre. 76 una noche en la selva ¡Vaya broma! Ganar dinero, arriesgar estúpidamente la vida, jugar a las cartas, inventar una marrullería, provocar un mundo de enemigos, sufrir un mal conocido, tener celos, casarse, tener un chiquillo, beber, comer, beber, armar sociedades, armar jaleos nocturnos, especular, jugar a la ruleta, fastidiarme, endeudarme, sablear a todo mundo, pasar la noche en cualquier lugar y luego huir en el último momento dejando detrás media docena de amantes locas, negocios magníficos, gente maravillada, una mujer que llora, frases de sufrimiento, un paquete de libros, a menudo mucho dinero y siempre un estallido de risa son para mí placeres agotados hace mucho tiempo, que ya no tengo y que marcan. Y si yo tenía la apariencia de mantener todavía ese estado de risa, es que lo había ganado (o que él me había ganado) en el frente, y cuando la sacudía o la ponía delante como una sonaja o una vieja medalla sucia, era por pura vanidad e infantilismo, si es que no era un tic nervioso. (Y sin embargo, tenía amigos que necesitaban de mi risa para vivir en países lejanos en los que aún resuena. Y es heroísmo de mi parte y a la vez mentira cuando cedo a su demanda y los sorprendo, los divierto, los distraigo, como un ilusionista.) De esos años excesivos de mi juventud, furiosa, apasionada, enfebrecida y de un romanticismo aventurero, no me ha quedado más que la necesidad insaciable de cambiar de aires y trasplantarme. He aprendido lenguas extranjeras para perderme mejor y romper con mis hábitos y mis gustos. Si me desplazo sin razón, es para perder pie. Yo puedo fraternizar con no importa qué pueblo de la tierra, comunicarme con no importa qué ser humano, del civilizado más sutil al más obtuso de los salvajes, compartir sus ideas, adoptar sus prejuicios, ceder a todas las exigencias de sus prácticas sociales y sus tradiciones; qué alegría, qué orgullo, pero también ¡qué vergüenza cuando descubro que reculo todavía frente a tal plato obsceno o que aquella bebida inquietante me hace vomitar! ¡Qué larga reeducación de los intestinos y de las papilas de la lengua no presupone acostumbrarse a esa cocina picosa o esa comida escrofulosa de los vagones-restaurantes! Todo tiene una repercusión en nosotros. Yo soy tan supersticioso como un pigmeo, como un bachi-buzuk, como un bororo y estoy tan lleno de “represiones” como el psicoanalista recién llegado. Yo, el hombre más libre del mundo, reconozco 77 blaise cendrars estar siempre atado por alguna cosa, y que la libertad, la independencia, no existen, y me desprecio tanto como puedo al mismo tiempo que me alegro de mi impotencia. Sólo la acción libera. Ella desata todo. Es por eso que yo tomo parte y partido en todo, si bien no creyendo en nada. Permitirse todas las libertades con el mundo no es algo propio del rebelde, del disoluto, sino del libertino; no del epicúreo que disfruta del momento y que es fácilmente saciado y corrompido, pero si de una voluptuosidad que invade lentamente esta esclerosis: la desesperación. Todo es vanidad. Este sol. Este desprecio. –Eso no se rechaza. –Sírvame otro vaso. Los licores fuertes insensibilizan el paladar, no el espíritu. Cada vez más me doy cuenta de que yo he practicado siempre la vida contemplativa. Soy una especie de brahmán a la inversa, que se contempla en la agitación, que se entrena y que desprecia la vida con todas sus fuerzas. O el boxeador y su sombra desencadenado y de sangre fría, que golpea en el vacío y se estudia. Qué virtuosismo, qué equilibrio, qué calma en la aceleración. Después, él necesitará saber encajar los golpes con la misma tranquilidad. Yo los sé encajar y es con serenidad que me fecundo y que me destruyo, en breve, que actúo en el mundo, y no tanto para gozar como para hacer gozar (son los reflejos de los demás lo que me divierte, no los míos). La serenidad no puede alcanzarse más que por un espíritu desesperado y, para ser desesperado, hace falta haber vivido mucho y amar todavía el mundo. Yo, por mi parte, amo tanto el mundo y la acción que apuesto que el día de mi muerte (si no muero de una muerte violenta y tengo tiempo de agonizar un poco), entraré por fin a la política para involucrarme en la reglamentación de la vida de los hombres. Mientras espero, no espero nada. 78 una noche en la selva Yo desprecio todo. Yo actúo. Yo revoluciono. La poesía no vale un pedo y yo aprecio más a un nuevo rico que a un intelectual. Como los horticultores, estoy listo a intervenir y dirigir, alterar, desviar, perturbar los misterios de la concepción y crear nuevas variedades y subvariedades de sentidos (de flores monstruosas y sin perfume.) Si, después de su infancia, la humanidad hubiera tenido tanta comezón en la espalda como en la punta del pene, las alas habrían terminado por desplazar sus hombros. Si no ha sido así, es porque en lugar de concentrarse en un plan superior, un aéroplan, la vida intelectual se ha venido a desplegar alrededor del sexo, donde se ha vitrificado o esmaltado como la esfera de una brújula, y es el pene el que señala el norte o gira como una aguja enloquecida. El sexo sólo actúa. Él entra, sale, crea, procrea, ilógico, absurdo, lleno de caprichos y de contradicciones, despreciando la vida y la muerte, desordenando. ¿Hay una concepción filosófica más completa y más absoluta del desprecio de la vida que la acción? La acción directa. La acción que dispara. Ella brota de las contingencias, con desinterés y egoísmo. Ninguna ideología la puede prever, ni adoctrinar, ni domar. Desde el origen es la obra de un loco y permanece irrefutable hasta sus últimas consecuencias. Entonces, ¿el día que Dios creo el mundo tenía epilepsia? ¿Y es por altruismo que el hombre inventó la pólvora –el polvo del cañón, el polvo de arroz– y, dicen, se puso a escavar las entrañas de la tierra? En la historia, todos los grandes hombres de acción fueron terribles comedores de hombres porque despreciaban la vida con soberbia. Yo, que no ambiciono ningún papel, me limito a hacer autodafés. Así lo indica mi nombre. cendrars Tout ce que j’aime et que j’étreins En cendres aussitôt se transmue…, como sostenía mi amigo Ludwig Rubiner, quien pretendía haber encontrado el origen de mi nombre en estos versos, según creo, de Nietzche: Un dalles wird mir nur zur Asche / Was ich liebe, was ich fasse. 79 blaise cendrars A lo que le respondí, riéndome de esa etimología pragmática: “Y Blaise viene de brasa. Confusión de la R –und L– laute, Herr profesor Botafogo. Yo me hago con el fuego.” O uno puede adorar el fuego pero no respetar indefinidamente las cenizas; es por ello que atizo mi vida y entreno mi corazón (y mi espíritu y mis testículos) con el atizador. La flama brota. Pero, en verdad, yo no espero nada. Lo juro. Y doy como prueba el amor y esta gran pasión que vivo. (Una última pose, pero para mí solo.) No espero nada de lo que amo, pero todo lo que no amo me espera. Y lo acepto. Es por ello que yo no me presto jamás, pero me doy y me distribuyo gratuitamente. Ahora tengo 40 años. Es, hoy más que nunca, la edad de las conversiones y de las crisis. Pero también es la edad en la que el hombre comienza a ocuparse de su cuerpo, en la que teme por sus articulaciones, en la que vigila su comer y beber, en la que tiene miedo de tener vientre, y hace ejercicio todas la mañanas, gimnasia sueca, metódicamente, religiosamente, con fe. ¿Es un nuevo sentimiento religioso que se despierta en mis contemporáneos para elevarlos trascendentalmente a las zonas afirmativas del bienestar? Los felicito por ello, aunque lo hayan adoptado muy tarde. Para mí, cuya formación moral es totalmente deportiva, no tengo más que el gusto del riesgo e ignoro todo de la religión como se puede ignorar todo de la química orgánica. Yo no temo las caídas, ni los brazos rotos, ni los accidentes, ni las catástrofes, pues la búsqueda de bienestar es mezquina, y la edad y la satisfacción propia es mezquina. Yo no tengo miedo de hacer vientre, pues lo que me infla a mí, y me infla como a un eunuco, y me deforma la voz, es la castidad; ¿es por eso que no la practico y me enfrento a todas las mujeres, sin segundas intenciones, sin profilaxis, pues no me importa el bienestar, la salud e incluso la vida? Yo arriesgo todo a una bagatela. Yo apuesto. Apuesto a ese juego idiota sin pies ni cabeza. Apuesto todo. ¿Para ganar qué? 80 una noche en la selva No hay nada qué ganar. ¡Qué suerte! En fin, así soy. Cuando digo que estoy desesperado, que todo me da igual, que no espero nada, no me compadezco, no poso, no me doy golpes de pecho, no quiero conmover, no suelto una nueva mentira. “Desesperanza. Pérdida de la esperanza”, dice el Pequeño Larousse, y esta definición me bastaría si no fuera porque está impregnada de sentimentalismo, como todos los demás comentarios de ese diccionario en torno a ese artículo están llenos de aflicción y de lamento, de condolencias y de desolación. ¿Por qué? ¿Por qué apiadarse del hombre que ha perdido la esperanza? ¿Es que una pérdida no puede ser un bien, como la pérdida del apéndice por ejemplo, el apéndice vermiforme o ileocecal? Y la esperanza, ¿no será la apendicitis del alma?, es decir, ¿una inflamación, una virtud hoy inútil, dañina, peligrosa y de la que hay que saber desembarazarse lo más rápido posible en caso de crisis? ¡Pum! Un corte de bisturí. Se hace en pocos segundos. Y tres puntos de sutura pueden conservar la sonrisa. O se puede someter uno a la operación antes de la crisis; en tal caso el desesperado, inmunizado y prevenido, es un hombre que jamás habrá conocido la esperanza: Desesperar: desconocer la esperanza. Pero la desesperanza puede igualmente ser una ciencia, de la simple curiosidad, incluso del último estado de la sabiduría… Etc. Naturalmente, todas estas ideas no me pasaban por la cabeza cuando Jean me interrogaba. Yo portaba estos aforismos en el fondo, impresos en mis tripas, y si me destripase no encontraría ni buenos ni malos augurios. No me ocupo en saber qué me va a suceder, ni en qué me voy a volver. Estoy 81 blaise cendrars satisfecho con saber que uno no puede salir de su piel, ni siquiera mutilándose. Es por eso que todo me da igual, sufrimientos, dolores, alegrías, penas, embriagueces, y que quisiera llegar a soportar con la misma indiferencia la pobreza y la riqueza, el bien y el mal, la inteligencia y la estupidez. La indiferencia es el estado del espíritu más difícil de alcanzar, de defender y de conservar. Yo soy muy sensible, cualquier cosa me conmueve, mi espíritu se pone fácilmente en marcha, avanza, pedorrea y después, como un motor, sufre sacudidas. Caigo entonces al fondo de mí mismo, me hundo y obtengo placer con los retornos vertiginosos de la conciencia cuando dejo de respirar y me ahogo. La vida desfila a toda velocidad, como un viejo filme vuelto a pegar, lleno de roturas, de huecos, de escenas ridículas, de personajes al revés, con títulos pasados de moda para detenerse de pronto sobre una sola imagen, que no es siempre la más bella, pero que se vuelve luminosa a fuerza de atraer la atención. Es absurdo, pero así es. Así, durante este último viaje a Brasil, yo venía de disfrutar durante seis meses del lujo, de la comodidad, de la publicidad, de la velocidad, de la promiscuidad, del juego, de la inestabilidad, del buen humor, de la actualidad, de las luces que ofrece en profusión y gratuitamente el ensamblaje científico del mundo moderno, el día en que, abandonando mi pequeño Ford en la sabana, descubrí esa picada a través de la selva virgen, ese sendero terrible que habría de desembocar en una boca, una boca de mujer, no la boca de mi pasión ataviada por la costurera del teatro, sino la boca de una mujer elegante que mordisqueaba su lápiz labial, una boca roja, sencillamente tu boca, Virginia. A propósito, ¿por qué partí, por qué dejé ese palacio de São Paulo desde donde veía, por la ventana de mi cuarto, las idas y venidas de tres muchachitas por el jardín? Ellas venían varias veces al día y a horas fijas a exponerse a mis ojos bajo un enorme ficus blanco. Yo les mandaba besos. Ellas reían, se sacudían, se abrazaban para burlarse de mí. Me irritaba. Inclinado en mi balcón, con el torso desnudo, atrapaba los golpes de sol para comunicarme con ellas por los aires. 82 una noche en la selva Les hacía signos y las veía reírse, sin poder nunca dirigirles la palabra, ni escuchar esa risa de jovencitas llegar hasta mí, separados como estábamos por los ruidos de la ciudad, de los extractores que se vaciaban, la cadencia multiplicada de los carpinteros, el bufido de las furgonetas, el rebato de los martillos neumáticos, las descargas y tronidos de la maquinaria norteamericana que explotaban y percutían en esa infernal nube de cascotes que envolvía siempre el centro de São Paulo, en el que demolían incesantemente para construir a razón de una casa por hora o de un rascacielos por día. En esta ciudad proteica que desconoce la Liga del Silencio poseíamos los cuatro un maravilloso secreto y nos amábamos, como se besa uno por teléfono, sin nunca decirnos nada. Una, sobre todo, debía pensar mucho en mí, pues se aparecía un buen cuarto de hora antes que las demás. Hacía corriendo el perímetro del jardín, jugaba con un pequeño perro blanco de Tenerife, se ponía a la vista, adoptaba poses, observaba a hurtadillas si yo la miraba, después se ocultaba a medias detrás del tronco del ficus, se asomaba furtivamente y me enviaba millones de besos, rápido, rápido, antes de la llegada de sus hermanas. Un día se animó a hacerme señas de que la alcanzara a la puerta de su casa. Yo no fui ese día sino la tarde siguiente, pues no quería tener un asunto con una sola, sino abrazarlas a la vez a todas ellas. Y al día siguiente partí al interior. No, no fueron esas tres muchachitas las que me hicieron partir (mi partida pareció una huida, no dije nada en el hotel en el que dejé todas mis cosas), sino que hacía ya bastante tiempo que había prometido ir a ver a un amigo perdido en algún lugar del Rio-das-Garças, al final del mundo, es por eso que compré un Ford. Subí a mi Ford, estibé algunos tambos de gasolina, puse a mi lado, sobre el asiento, mi 45, ese revólver Colt que alcanzaba dos mil metros, de un tiro tan preciso como el de una carabina y cuya bala detenía a quemarropa a un bribón y lo paraba en seco, y me puse en marcha. No, antes de ponerme en marcha, me aseguré de tener mi manuscrito conmigo, el manuscrito de ese libro que no llegué a terminar y que llevaba conmigo a todas partes desde hacía muchos años… ¡Ah! He aquí por qué partí, por qué abandoné todo, por qué me sentía descontento conmigo mismo, por qué era incapaz de emprender con provecho cualquier cosa, por qué había perdido mi tiempo, por ese manuscrito 83 blaise cendrars que ahora entregaba en Francia, terminado por fin, que tenía entonces en las manos y que me habría de sacar de apuros… –Jean, toma el libro. –¡No! Es el… es el… –Sí, es el manuscrito de Dan Yack. –¿De Dan Yack? –Sí, de Dan Yack y de las Confessions. –¡No es posible! ¡Ah, tú sí que eres bueno, Blaise, sí que eres gentil! ¡Y lo has terminado así como así, sin prevenirme! Jean no lograba contenerse. Me abrazaba, reía, entusiasmado. –¡Mariette! –gritó–. Ven a ver, tengo el manuscrito de Dan Yack. Blaise lo terminó. Pasamos a la trastienda. Ahí Jean se instaló en su escritorio y ojeaba febrilmente mi manuscrito. –Es estupendo. Es increíble, mira. Lo sabes, es tu mejor libro. Haré una edición fabulosa. Y Jean me miraba con sus magníficos ojos sonrientes. –¡Pero tú no dices nada! –Me reprocha. –¿Y qué quieres que te diga? –¿No estás contento? –Joder, sí, estoy brutalmente contento de haberlo terminado. –¿Entonces? –Nada, que me he hastiado. Ya no quiero oír hablar de ese libro. Me disgusta. Además, ¿quieres saber mi opinión? Es un fracaso. –Vamos, vamos, todos ustedes son iguales. No te desanimes. Yo haré mi trabajo. Será un éxito. –¿Tú crees? Te digo que no vale nada este libro. Además… –Viejo, tú divagas. Yo te digo que será un éxito. Mira, ¿cuántos crees que debemos tirar, 40 mil? Bien, yo tiraré cien. –Pero tú estás loco, Jean. No se trata sólo de tirar, se trata de vender y te digo que este libro es un fracaso. Devuélvemelo. –¡Ah, no! ¡Ya lo tengo y lo conservo, después de tanto tiempo que te has hecho desear! ¡Tú por lo menos tienes talento! Te digo que tiraré cien mil. Es el mejor libro del año. 84 una noche en la selva –¡Pero si no lo has leído! –No hace falta, lo sé y tengo olfato. Tú no sabes nada. Mira, lo he abierto al azar. Este pasaje sobre el chisme de los indios, el… el, ¿cómo lo pronuncias?, es por aquí…, el… –El guesquel, página 115. –Sí, eso es, el guesquel; es un hallazgo, viejo. ¡Gran puerco, vas a recibir muchas cartas de mujeres! –Pero si no es ningún descubrimiento. El guesquel existe. Hay por lo menos uno en el museo del Trocadero. En 1909, cuando estaba en la Patagonia… –Sí, lo sé. Esos indios cabrones tienen un montón de chismes para coger con sus mujeres. Pero, dime, ¿tienes muchos cacharros parecidos en tu libro? –Sí y no. Depende… Por ejemplo, tengo una descripción del ampalang y una teoría nueva sobre la mutilación de los pies de las chinas, en la que sostengo que esa mutilación tenía un fin erótico. Cuento también una historia asombrosa sobre el prepucio de Cristo… –¿Sobre qué? Pregunta Jean, frotándose las manos. –Sobre el prepucio de Cristo. La cuestión ya ha sido planteada. Se trata de saber si ese pedazo de piel de un pequeño niño judío, cortado en el momento de la circuncisión, sigue participando de la inmortalidad del hijo de Dios y si al momento de la resurrección Jesús estaba físicamente íntegro. Y en ese caso, ¿en qué estado ha encontrado su prepucio, infantil o adulto? –No, ¿está en tu libro? –Sí, encontré esa historia en un libro alemán, cuyo autor, un sacerdote defenestrado, murió loco. –¿Y después? –Vamos, no te voy a contar mi libro. –Sería inútil, lo voy a leer esta noche. Mañana se va con el impresor. En ocho días las pruebas, ¡y haré un lanzamiento! Puedes contar conmigo. Hace años que me preparo. ¿Vienes a cenar a la casa? –No, no estoy libre. –¿No estás libre? –No, parto esta noche. 85 blaise cendrars –¡Ah, no! Faltaba más. Mira, viejo, nada de bromas, ¿eh? Te necesito en este momento, ya no te suelto más. –Escucha, Jean, hablemos seriamente. Debo partir esta noche. No será largo. Te juro que regreso en ocho días. No habrá retrasos con las pruebas. Además, tú puedes corregir el primer juego y yo no veré más que el segundo para darte el tírese. Sabes bien que nunca hago correcciones de autor. Un libro terminado es un libro acabado, yo nunca lo retoco. –Es cierto. ¿Y se puede saber a dónde vas? –Voy a España, de ida y vuelta, de prisa. Te juro que no me quedaré más de ocho días. –¿Una historia de amantes, eh? –Sí y no. Voy a una boda. ¿Puedes prestarme tu teléfono? Mientras hablo por teléfono, Jean se sumerge en mi manuscrito. … –¿Bueno? Gutenberg 11-98… … –¡Bueno! ¿El garaje Édimbourg? ¿Ah, eres tu Alfred? ¿Está Maurice?... de parte de M. Cendrars…, sí. … –¡Bueno! Buenos días, monsieur Maurice. … –Sí, gracias, todo bien. … –Llego en este momento. … –No, no de Nueva York, de América del Sur, de Brasil. … –Sí. … –No, los negocios son difíciles. … –Ya sabe, en todas partes es lo mismo. … –Sí. 86 una noche en la selva … –Tiene usted razón, la crisis… … –Naturalmente… … –…el desplome del precio del caucho tanto en América como en Inglaterra. Pero dígame, Monsieur Maurice, podría… … –Seguro, sí, ponga tención, lo pondré en contacto con el jefe de servicios del City Bank. Quisiera pedirle… … –No hay de qué. ¿Tiene usted todavía en el garaje mi pequeña Ballot azul? … –No hace falta. ¿Está en buenas condiciones? … –Quisiera partir esta noche, la necesito sólo por ocho días. … –No, necesito mi Ballot o el dos litros de Buneau-Varilla, es para ir a España. … –No importa, está en Londres; pero prefiero mi Ballot a su Bugatti, debido al tríptico… … –Tengo los papeles de esos dos coches, deme entonces la Ballot, la devolveré en ocho días. … –Así es, gracias. Dígale a Alfred que la llene, pasaré por ella a las 4 de la mañana. … –Sí… bien… Entendido… Hasta luego… Saludos a Loulou… … –Naturalmente. … 87 blaise cendrars –Puede telefonearle de mi parte, Mr. Smith es un amigo… … –Sí, él tiene la escritura. … –Hasta luego… … –No lo entretengo más. Mi seguro aún está vigente. Adiós, Monsieur Maurice. –Vaya, Jean, sí que son bárbaros estos marchantes de autos. –¿Qué pasa? –Es mi mecánico. Le dejé mi coche para que lo vendiera y él lo ha vendido sin haberlo vendido y pone dificultades para prestármelo ocho días. A propósito, ¿en qué quedamos nosotros? –¿? –Sí, quiero decir, ¿puedes darme cincuenta mil francos? –¿Cincuenta mil? ¡Pero estás loco! –Escúchame, Jean, bien sé que me has adelantado bastante dinero. Pero ahora tienes mi libro en la mano y, como te empeñas en querer tirar cien mil, puedes hacer que lleguen los billetes. Eso no es tan difícil. Si quieres, me divertiré haciéndote mi publicidad. No me hagas llevar mis cuentas. Necesito de inmediato cincuenta mil francos. ¿Puedes dármelos o no? –Creí que habías ganado montones de dinero en América. –Escucha, Jean, no te ocupes de mis negocios en América. No cuento con nada, ni un cheque. No te engaño. Pero como siempre has sido muy gentil, te doy mi próxima novela. –¿De qué se trata? –Escucha, primero envía a alguien al banco. Es sábado, van a cerrar. –¿Pero realmente tienes necesidad de cincuenta mil? –Pues claro, viejo, si no, no te los pediría. Le debo pagar al chofer que 88 una noche en la selva me trajo de Cherbourg, algunas pequeñas cuentas en los bares, y luego me hacen falta treinta billetes para ir a España. –¡Treinta mil para ocho días! –Dios mío, sí, por lo que sube la peseta no es caro. –¿Y si no te los doy? –Me mato. –¡Te quieres reír! –No, es serio, ya te he dicho que necesito ver a una mujer. –¿No ibas a una boda? –Bueno, sí, pero para una boda hacen falta dos. –¿Entonces tú te casas? –Puede ser. Jean me mira con curiosidad… –Escucha, Blaise, tendrás tus cincuenta mil francos. Mariette los irá a traer al banco, ¿tienes cinco minutos, no? Pero deja de hacerte el misterioso, si no creeré en un chantaje. Es… es… La sangre me subió al rostro. –¡Jean! ¡Cállate! ¡No, no es ella! Vas a ver... además tú no la conoces… o puede ser que sí… una vez vine con ella a tu librería… es una Grande de España, una mujer muy elegante, la mujer más bella del mundo… ¿No te acuerdas? –No. –Imagínate que me mandó un cable. Sí, mira, lo recibí en el fin del mundo en Brasil. Se casa con un mexicano, riquísimo, un desagradable jugador de Polo… –¿La amas? –¡Claro que no! Pero tengo miedo de perder a una amiga… –Cómo te complicas inútilmente la vida. –Pero no comprendes, Jean, que fui yo quien cultivó a esta mujer. Me ocupo en enseñarle desde hace años a gozar de la vida y a no ser víctima de los prejuicios de su educación, de su medio, de su riqueza. No sabes lo inteligente que es, no instruida, inteligente. De esa inteligencia natural, evidente, que es el fruto de un conjunto de dones más que la flor de un espíritu demasiado decorado, que es toda intuición y no razonamiento, equilibrada 89 blaise cendrars y libre. Tiene eso que los místicos llaman la Gracia. Y luego Virginia se casó con un clubman, un idiota, un tipo que yo conozco, una vieja fusta, un enclenque, un… –¿Y es por eso que quieres matarte? –¿Pero no comprendes, Jean, que mediante ese telegrama Virginia me pide auxilio? –¿Tú crees? –Estoy seguro, debe sentirse desesperada. –¿Es joven? –No, es una mujer divorciada. –Entonces, ¿por qué te inquietas? –Precisamente porque soy inquieto. Imagínate que ella tenía como marido a un viejo verde, una especie de bota de vino que no se vacía nunca y que se subió sólo tres veces a su cama para desahogarse y decirle injurias. –¿Y no la tocó? –No, jamás, por eso ella pudo obtener su divorcio en Roma. –Todo eso –me dice Jean– me suena a novela. Deberías escribirla, o mejor no, no sería de Cendrars sino de Bourget. Sin embargo tú sabes de esas historias y de esa gente. Anda, dichoso Blaise. Espera, voy a hacer tu cheque. Aunque se defiende, Jean está impresionado por mi historia. Mientras sale para enviar a su mujer al banco, yo vuelvo a sentirme como un león enjaulado. Mentí sin mentir. Hay algo de verdad y de mentira. Es verdad que Virginia se casa; pero yo quiero su boca antes, esa boca roja que me impedía dormir en la selva, esa boca más ardiente que el fuego del campamento… –Entonces, ¿me das tu próxima novela? Es Jean que regresa. –Sí. –¿De qué trata? –Es una extensa novela en varios volúmenes, Notre pain quotidien, algo que en mi mente es el equivalente a los Misérables, de Victor Hugo, pero los miserables no serán de una sola clase social, sino de todas las clases sociales. Quiero contar cómo se gana el pan la gente, el pan de todos los días. Es un tema magnífico pero muy difícil de abordar si lo quiere uno agotar; sobre 90 una noche en la selva todo porque lo pienso muy grande, muy vasto, concebido a la moderna, de un modo completo y sin piedad. Cómo se gana la gente el pan en una ciudad moderna de hoy. Tomo un inmueble en París, un gran edificio de departamentos (conozco uno en el que viví hace mucho) y escribo, como lo haría de un hormiguero, la monografía de cada uno de sus habitantes, su vida, sus trabajos, sus desengaños, sus amores, sus complicaciones, en breve, todo lo que hacen, todo lo que se ven obligados a hacer para ganarse el pan y tener qué comer, después del propietario y la portera, a la mujer de la vida del entrepiso y al poeta del altillo, pasando por todos los habitantes de los otros pisos, el tendero de abajo, el burócrata del tercero, las criadas, el chofer en el patio, incluso la gente que entra y sale, los vecinos, el final de la calle, la otra calle (pues es un edificio en la esquina), el panadero del barrio, la comisaría, la alcaldía, todo mi pequeño mundo en su casa y perdido en la ciudad. Todo manejado simultáneamente y extendiéndose por varios años pasando por dos épocas muy distintas, como antes y después de la guerra. ¿Qué te parece? Es necesario que todo se tome sobre la marcha y que se desprenda de mi libro una atmósfera de misterio y de ferocidad, como si reportara hechos jamás vistos y jamás observados. –Oye, Blaise, ya tengo ganas de leer ese libro. Apresúrate a escribirlo. –Mi pobre viejo, hacerlo me llevará dos o tres años. Sobre todo porque lo quisiera directo, rápido, neto y preciso, y sobre todo desprovisto de literatura. Lo veo muy bien ilustrado con fotos. Tengo ya muchos personajes en la cabeza. Mariette regresa del banco con la plata. –¿Es verdad, Cendrars, que partes ya? Yo quiero mucho a Mariette, es una mujer fuerte, pero también es una de las mujeres más dulces que he conocido, es como un tazón de leche, y además tiene un hijo muy lindo. Charlamos un poquito mientras Jean cuenta el dinero. –A propósito –me dice Jean al tenderme un paquete de billetes de banco–, ¿qué tiene de nuevo Dan Yack? ¿El tema? ¿Un episodio? ¿Un hecho sobresaliente? Es necesario que piense ya en la publicidad y en mover los diarios. Mientras me embolsaba los billetes, le respondí: –Nunca le pidas a un autor que te cuente o te resuma su libro. No llega91 blaise cendrars rá a nada, porque sólo lo que no ha logrado lo mantiene. Todo lo que puedo decirte de Dan Yack es que es un libro con numerosos puntos de aterrizaje y aún mayor número de caídas. En suma, no hay más que un solo personaje y todo sucede en su cabeza. Es lo que explica las deformaciones de la visión y lo deshilvanado de su relato. Para el público, lo que hay de realmente nuevo en mi novela y de lo que estoy pasablemente orgulloso es que no hay una sola escena de amor. –¿Cómo, no hay amor en tu novela? ¡Ah, no, mi viejo, eso no funciona! ¡Me hace falta una escena de amor! –Pero, Jean, es posible que Cendrars tenga razón –dijo Mariette. –Cendrars tiene razón, Cendrars tiene razón, tú tienes criadas, tú, ¿entonces no te importa eso? ¿Tú tienes que oír a esos cascarrabias cuando vienen aquí a exigir novelas de amor? Y las mujeres, son las mujeres las que leen hoy, ¿y qué les voy a decir yo, si no hay amor en ese libro? Yo voy a tirar cien mil, Blaise puede muy bien hacer un esfuerzo, qué diablos. Puede agregar un capítulo sobre el amor, lo puede hacer por mí. De pronto me sentí completamente lejano a mis amigos. Toda la fatiga del viaje me cayó encima. Me sentí incapaz de discutir. –Entendido, Jean, tendrás lo que quieres. Te haré un capítulo sobre el amor. Escucha, tengo una idea, toma nota. Te haré un capítulo sobre el amor de las ballenas. Es algo inédito, nadie jamás ha hablado de eso. Imagínate que la ballena macho tiene un balénas, una vaina ósea que sostiene su aparato genital, tiene un balénas que pesa 900 kilos en un adulto, y la ballena hembra, Mariette, esta hendida transversalmente y no a lo largo como todas las demás hembras del mundo. Te haré un capítulo formidable. Es una promesa. Te lo envío dentro de tres días. Puedes anunciarlo. Me despido. Mariette no sabe si me estoy burlando de ellos; en cuanto a Jean, estaba en la gloria. –Tú eres un as, Blaise. ¿Entonces puedo anunciarlo? ¿Me lo mandas en tres días? ¡Qué maravilloso eco haré que suene en los diarios! Me dejé caer en los cojines de mi automóvil. Tenía la sensación de una gran derrota. Le explico al chofer de Cherbourg que me llevé al garaje de la rue d’Édimbourg; pero antes de partir, Jean abre la portezuela. 92 una noche en la selva —Toma, mira, se me olvidó mostrártela. ¡Está muy bien, sabes! –¿Qué es? —Puedes quedártela. Nos vemos. Hasta pronto. No te eternices en España. Jean cierra la portezuela. El chofer parte. El coche arranca salpicando a los transeúntes. Llueve. Me gusta esta lluvia de París. La necesito, yo que vengo de pasar seis meses sin una gota de lluvia. Ese clima seco y caliente del planaltino brasileño es maravilloso, pero esta lluvia le provoca placer al viejo europeo que soy yo. Estiro las piernas. Enciendo un cigarro. Las calles que conozco desfilan en confusión. Querido París. Me asomo por costumbre para ver la hora en el parque Monceau. ¿Ya acabarían las obras del túnel de Batignolles? De ahí damos vuelta en la calle d’Édimbourg! ¡Pare! Salto del coche. –¡Hola, Alfred! ¿Cómo te trata la vida? Alfred, descalzo, está a punto de lavar un gran Farman. –¡Ah! ¡Monsieur Cendrars! Deja su tarea para venir a estrecharme la mano. La sonrisa de Alfred es graciosísima. Siempre me pone de buen humor. Alfred tiene una boca de alcancía, dos gruesos labios en bisel y dos veces más dientes que de rigor, dientes enormes, espaciados, dispuestos en abanico y casi horizontalmente. –Vamos a tomar un trago, Alfred, viejo jacaré. ¿No sabes qué es un jacaré? Es un cocodrilo brasileño. –¡Ah! Nos tomamos una botella, Alfred, el chofer de Cherbourg y yo, después regresamos al garaje. Me ocupo de inmediato de la pequeña Ballot. Subo mis tres valijas. Me pongo a mano con el chofer de Cherbourg y estoy a punto de poner a zumbar mi motor cuando ese buen hombre regresa. Le grito: –Qué, ¿no estas contento con tu propina? La Ballot retumba y ahúma. Exceso de aceite. Oigo: –…principesco… agradezco… documento… ¡Qué de rimas! –¡Dáselo a Alfred! 93 blaise cendrars Y yo sigo acelerando el motor. Funciona bien. Qué bella modulación, estridente, aguda, y huele a aceite de ricino. Apago el motor. –Y bien, Alfred, ¿qué te entregó el viejo hermano? Es el rollo de papel de Jean que había olvidado en el coche. Lo desenrollé y leí: blaise cendrars, dan yack, 100e édition. ¡La cubierta de mi libro, en rojo y negro, impresa por adelantado! Le doy mis últimas instrucciones a Alfred y salgo a la calle a pie. París. Una vez más estoy en París, en París donde conozco a tanta gente, pero en donde a menudo no deseo ver a nadie. Pinche literatura. Bajo por la rue de Rome. ¿Qué haré mientras llega la hora de partir? Tengo mucho y nada que hacer. Debo poner atención en no ir a la calle a donde todo mi ser me empuja, no merodear frente a una casa que conozco demasiado, no levantar los ojos a una ventana a la que quiero romperle los vidrios, ni subir una escalera de cuatro en cuatro, pero saber tener paciencia hasta la noche para tomar mi lugar como todo el mundo en el teatro, tener paciencia, yo, el más impaciente de los hombres. Voy al baño. Me arrastro hasta un peluquero en la plaza del Théâtre Français. Entro a muchos cafés. Evito los lugares donde me conocen y las calles donde podría reencontrarme y herirme a mí mismo. Fantasmas de mi juventud, de mi pasado, años próximos o lejanos irreflexivamente perdidos, noches blancas, ojos, lenguas, manos, acciones, palabras, que en cada regreso a París son mortales para aquel que ha vivido apasionadamente ¡y que todavía ama con pasión! Cada vez es la misma cosa, no puedo entrar a París sin retroceder en mi vida, retroceder como se hunde uno en un cementerio. Los buenos recuerdos me vuelven injusto y los malos me enternecen. Entonces voy, voy descubriendo nuevos clubes a cada paso, clubes donde los jóvenes me miran mientras silban y donde los más jóvenes me sablean un cigarrillo o un coctel. Todo ello me parece espantosamente anticuado y sin embargo ahí aprendo el último aire de moda, matando el tiempo sin preocuparme de mis trabajos, sin darle signos de vida a nadie. Tengo demasiados domicilios para querer volver a mi casa, el único lugar que no cambia jamás 94 una noche en la selva de propietario. Pero, ¡ay!, pronto no sabré a dónde ir, ya habré inaugurado todos los nuevos bares… iré a cenar con Pompon esta noche… Estoy en la terraza del Café de la Paix, perdido entre una muchedumbre de extranjeros que miran desfilar a París. Miro pasar a mis amigos por la calle… Parto esta noche. Pompon es esta pequeña francesa (el ser más puro, más transparente, más frágil, más cristalino que he conocido) que se dispara un tiro de revólver en el vientre para matar el fruto de sus amores el día en que, abandonada por su amante (un hombre joven de una de las familias más importantes de Estados Unidos que después hizo carrera en la política municipal de Nueva York), se da cuenta de que está encinta. Algunos amigos y yo (todos apasionados del basquetbol en el que la conocimos), nos habíamos ocupado de ella en esa trágica circunstancia y como, algunas semanas más tarde, yo debía partir a Roma, donde haría cine por cuenta de una compañía inglesa, llevé a Pompon conmigo, curada pero inconsolable. Jamás he visto sufrir a un ser humano más que esta pequeña muchachita. Y sufrir en silencio. Duramente. Por lo tanto, yo no la abandonaba. A pesar del intenso trabajo y las innumerables decepciones de mi nuevo trabajo de director de cine, en cuanto tenía un minuto libre la iba a buscar y cada vez que podía disponer de media jornada –yo luchaba contra los desengaños a punta de gratificaciones, había siempre algo que no funcionaba, un decorado que no estaba listo, me cortaban la luz, no tenía el amperaje para las escenas nocturnas, los trajes no habían llegado, pues boicoteaban un 95 blaise cendrars poco mi trabajo, como es costumbre en todo estudio italiano con un director de cine francés, lo que me daba en compensación algunas distracciones, o si no, se las debía a Dourga, la danzante hindú, mi intérprete principal, que a menudo no podía rodar, enferma como estaba de una misteriosa enfermedad que le “veteaba” los senos, los hombros, la parte baja del rostro como con lápiz labial, marcas pálidas que aparecían en negro en los acercamientos para arrebatarle todos sus medios, placas, enrojecimientos, atolones sanguinolentos que yo no lograba borrar a pesar de mi esmero, los maquillajes ingeniosos, mi iluminación amañada, todo un juego de pequeños granos ardientes que desfiguraban su orgulloso perfil oriental (pobre Dourga, había utilizado raudales de coquetería y de entereza para burlar su enfermedad y atormentarme, sin hablar de todo el dinero que perdía cada día que ella no trabajaba. ¿Qué quedaba de su belleza? La infeliz habría de morir poco tiempo después de haber terminado mi película, La Vénus noire, ¡y yo destruí su filme an tes de dejar Roma!)–, así que cada vez que podía disponer de media jornada llevaba a Pompon en la Minerva puesta a mi disposición, un auto tan largo como un coche-cama, y recorríamos los dos la campiña romana. No me gustaba dejarla sola, también, de cualquier forma, cenábamos todas las noches juntos, ya sea en las inmediaciones del estudio, del otro lado del hipódromo, o en las pequeñas fondas del centro, ruidosas, llenas de humo, olorosas a chipolata, o al otro extremo de la ciudad, en ese restaurante famoso, I Castelli dei Cesari, donde el pollo a la pimienta estaba muy bien logrado, el Est-Est-Est frío al gusto, la vajilla cascada, los manteles manchados de vino y la elegante clientela romana en mangas de camisa. El despechugamiento tan general en Italia es particularmente perceptible en Roma, donde las ruinas, como los hombres, yacen desabotonados al sol, toman la siesta en la yerba rala, y no llegan, incluso bajo el más majestuoso de los claros de luna (más ridículo y más teatral que realmente grandioso para un hombre habituado a los proyectores de los estudios, un millón de bujías “Sunshine”), a hacer olvidar la pobreza que los carcome, ni su fatídica dejadez. Aquí todo se hace polvo, está enfermo, sucumbe a un lento empujón. Los escupitajos del Corso, así como las voces de los hombres que juegan a la morra en la noche en el Coliseo, son más signo de una vitalidad agotada que simple incuria del Senado. 96 una noche en la selva Es la raza misma la que está mortalmente afectada, se corrompe en este clima; su estancamiento es un estado de languidez, un estado de delectación morbosa, un estado timorato, no una inclinación natural a la indolencia que deja libre curso a cierta fantasía que se podría tomar felizmente como un simple desorden o una forma honesta de simple vivir (como los negros de Bahia, esa Roma negra); es el efecto de una malévola y posesiva melancolía, causada por una enfermedad endémica, el paludismo. Roma no es más grande hoy, está afligida de elefantiasis. Todo ahí parece paralizado de estupor. Ved esos monumentos que se tambalean. Ved esa campiña húmeda, fétida, rugosa, cubierta como un mendigo, ese gran cuerpo entregado al abandono, acribillado de marcas de viruela o hinchado como por bolsas de pus, este rey leproso expulsado fuera de las murallas, tendido de través en todas las avenidas, que entrega por sus llagas la leche de la Antigüedad, que mancilla su corona, que refleja su máscara leonina en el Tíber, que deja colgar sus manos enfermas en todas las fuentes y cuya exhalación emponzoña la naturaleza. Él gime. Las campanas resquebrajadas y su tañer doliente llega de la ciudad y sube al aire con la voz del rebaño que se conduce al matadero y el claxon de los taxis nocturnos. Todo sangra en el sol que se pone. El cielo huele el sudor, el carnero ardiente, la valeriana. Se enrojece y de ahí cae el óxido, la ceniza, el polvo de azufre, el zumo de la belladona, un gran escalofrío y la fiebre, con los ojos verdes como limones. Las ranas se despiertan al mismo tiempo que las estrellas y los aromas amargos del ajenjo. Es Nerón transformado en sapo quien busca una mujer encinta para venirse en su boca. La primera que llegue. Él espera. Se embosca en los alrededores de una fuente donde las jóvenes campesinas cuyo vientre se redondea, las prostitutas de cuarteles, las viejas esclavas violadas, los primeros cristianos chiflados tienen costumbre de venir a beber. 97 blaise cendrars ¿Cuál será su presa y su nodriza? Él mira la luna que se ensombrece y sueña. Sueña en esa boca llena de agua en la que va a venirse. La mujer tendrá un estremecimiento de terror, un espasmo de asco, hará esfuerzos desesperados por vomitarlo. Él se apresura, se desliza para dejarse caer en su vientre. La mujer se desvanece sin lograr expelerlo. Cuando ella recobra el sentido, ha perdido el espíritu. Embarazo psicológico. Nerón no se aparta, exhala. Sueña en el triste feto al que ha usurpado su lugar, sueña en el pequeño con cuya piel se ha cubierto, del que se nutre, al que ingiere. El vientre de la mujer se tensa. Nerón. Él ha querido correr el riesgo, conocer esta voluptuosidad extrema de morir dentro del vientre de una mujer anónima o de matar a su madre de imitación antes de volver voluntariamente al mundo. Él espera tranquilamente su hora. Operación cesárea que será practicada desde el interior por un recién nacido que ya ha vivido. El Anticristo. Roma revienta al dar a luz. La Cruz tiende sus brazos entumecidos en el aire, está obligada a descender profundamente bajo tierra para enraizarse y consolidarse. La ciudad eterna no se halla en sus monumentos de mármol y de bronce, por el contrario, en sus catacumbas que se derrumban. El ombligo del universo es un agujero; no es una cúpula sino una cueva. Es necesario dejarse llevar, abandonarse, dejarse arrastrar por la propia gravedad para alcanzar el centro del mundo y contemplar, no las momias imputrescibles de los emperadores, ni las máscaras apologéticas de los papas, sino más bien el rostro ardiente de los hechiceros que gravitan en las llamas. Sólo la Roma de las sibilas, sólo la Roma de los demonios, sólo la Roma de los nigromantes ha sido grande, de una grandeza subterránea y nocturna, puede ser la obra de un topo ocelado, pero ciertamente es la obra de un topo ciego, enterrado y escondido, y todo 98 una noche en la selva lo que se ha parado orgullosamente en la superficie ha sido secretamente abatido por esta bestia. Aquí todo se agrieta, todo se hunde, se deteriora, se erosiona, se descascara, se vuelve polvo, forma un montículo de escombros, y, bajo ese depósito, van y vienen las bestias sagaces, las bestias sedosas, las bestias mágicas que ruedan sus excrementos en bolitas. Extranjero, si tú quieres vivir no engullas jamás la hostia ni el catecismo, mordisquea en cambio una de estas bolitas negras de las que ignoras los ingredientes y la farmacopea, y que son un afrodisiaco terrible, un filtro mortal de amor, un veneno que paraliza la inteligencia. Entonces actuarás como en La légende dórée, sacrificando todo, excepto tu acto. Tu acto está lleno de consecuencias. Para ti y para alguien más. No es forzosamente un acto de fe. ¡Qué importa! No tengas miedo de caminar en las tinieblas o de resbalar en la sangre. Nunca sabe uno lo que ha hecho, nunca sabe uno a dónde va. La vida es peligrosa. Nuestro chofer tocó el claxon al volver a la ciudad. Al pasar bajo el gran lampadario de la Piazza del Popolo, vi de pronto a Pompon aparecer bajo la luz para volver enseguida a la noche y así sucesivamente, a todo lo largo del Corso y de la via Tritone, ponerse de relieve y llenarse de sombras en cada parada bajo cada lámpara de arco voltaico. Según la rapidez del coche, yo tenía a veces varias imágenes de Pompon en blanco y negro que persistían simultáneamente con mayor o menor duración en mi pupila, como si yo la hubiese advertido a través de un obturador desajustado. O si no, era yo quien no lograba avanzar tan rápido. Sin embargo, cuando la había dejado en su hotel e ido a mi habitación o vuelto al estudio, yo no conservaba de ella más que una imagen: la de una muchachita que se consumía de desesperación. ¿Por qué se volvió insoportable? ¿Quería hacerse mal o era el remordimiento lo que la atormentaba? Tendría que haberla amado para rescatarla; pero nunca tuve el valor de 99 blaise cendrars jugar esa comedia. Yo no sentía por ella más que una inmensa piedad fraternal (y es eso lo que Pompon jamás me perdonó). Durante nuestros paseos en coche jamás nos dirigíamos la palabra. Yo cargaba con ella como uno porta un libro al pasear (es una presencia muerta que puede dar color o animarte un momento); uno no se siente obligado a leerlo. Ahora me hago acompañar por un perro, es menos inquietante, al libro lo puedo lanzar fácilmente por la portezuela. Pompon se mantenía hermética, ferozmente callada. Estaba sola en el auto, endeble y todavía un poco pálida, recogida sobre ella misma, sin un adorno, sin una pañoleta que flotara, clara, precisa, propia, de punta en blanco, de una elegancia sobria y tal vez un poco dura bajo su pequeño sombrero perfilado como la tapa de un radiador. Inmóvil en su esquina, desaparecía en la profundidad de la carrocería del automóvil como una perla en un joyero. ¿En qué pensaría, con la mirada perdida en el camino y las manos reposando en su vientre? Su cabeza siempre un poco inclinada a la izquierda. Se dejaba llevar. Jamás se quejaba cuando el chofer iba muy rápido. A veces, cuando topábamos con un obstáculo, la veía tensarse, morderse los labios. Tal vez su vientre le dolía con los baches y ella pensara en el hueco, en ese pequeño hueco que la bala del revolver le había perforado para matar al fruto de sus entrañas… No lo sé. Jamás desacomodaba sus piernas cuidadosamente extendidas. Yo la admiraba. En el restaurante, por el contrario, yo tenía el derecho de verla más cerca. El chianti, el grignolino, el falerno (todo el vino que yo bebía en Roma me permitía liberar la enorme suma de trabajo que realizaba cotidianamente y de conservar el ánimo luego de la debacle final) me ponían de buen humor. Yo miraba a Pompon directo a los ojos. Ella no podía desviar la cabeza. La tenía. Veía su cuello hundirse. Un tic imperceptible hacía temblar su mentón. Sus labios se avivaban. Sus mejillas se volvían incandescentes. Veía 100 una noche en la selva sus dientes húmedos descubrirse, su frente testaruda que se aproximaba a la mía. La veía debilitarse y resistir, pero no llegaba a cerrar los ojos… bajo sus párpados tensos observaba sus pupilas que se reblandecían, que se endurecían, que se empequeñecían para alejarse, que se agrandaban como para pedir socorro…, el color de sus ojos se empañaba…, una gota de sudor bajaba por sus sienes… Le tomaba la mano. –¿Entonces, Pompon, va todo mejor? –Sí… no... eres tan gentil, Cendrars, perdóname, no puedo hablar. –¿Qué puedo hacer por ti, Pompon, pequeña? –Nada, nada… Ella estaba inquieta, presta a salvarse, palpitante como un cierva. –¡Ah!, si tan sólo pudiera llorar –suspiraba. Se tomaba la cabeza. Su pie me rozaba. Ella enloquecía de pensar que yo fuera a interrogarla. Entonces desvié mis ojos. En efecto, casi siempre era imposible hablar. Pedí una nueva botella de vino. ¡Dios mío, sí que es difícil acudir en ayuda de otro ser humano! Comencé un nuevo plato. Hubiera querido hacerle comprender que nada de lo que ella experimentaba me era extraño. Para qué, es el eterno malentendido, ningún sentimiento se comparte, la emotividad no más que la sensación, la palabra no más que un beso. No estamos hechos para vivir en sociedad. No se tienen semejantes. Está uno siempre solo. Yo bebía una grappa. Pelaba una fruta. Bromeaba en napolitano con el mesero. Cuando hube comido y bebido, la miré sonriendo y le extendí la mano. No hay como los desgraciados para ser egoísta y desafiante. Pompon había recobrado su calma, su dolor, su mortificación. Estaba más ausente que nunca, tan lejana que pasó un buen rato antes de responder a mi sonrisa y extenderme su mano, indecisa. Esa mano estaba helada. –Vamos, Pompon, haz un esfuerzo, bebe ese vaso, te hará bien. Es un vino famoso que tiene el sabor de la uva y de la tierra calcinada, que crece al pie del Vesubio… Yo insistía, hablaba. Pompon se dejaba llevar. Llené varias veces su vaso, pues adoro a las mujeres que beben. Ella lo hacía con gracia, con 101 blaise cendrars condescendencia, para complacerme, con mucho temor al principio y sin jamás perder su aire de madona opacada, pero tan triste… incluso cuando le cogía el gusto. –¿Te gustaría acompañarme al es tudio? Sabes, tengo unas escenas con un elefante esta noche. Se llama Romeo, es tan cariñoso como ladrón. Somos ya muy amigos; me escucha más que a su domador. Ven conmigo, Pompon, será divertido. ¿No? No, ella no quería ir a ningún lado ni ver a nadie y, sobre todo, no frecuentar el estudio que ella imaginaba lleno de mujeres. Es verdad que yo estaba rodeado de mujeres, de princesas, de marquesas, de esposas de generales, de oficiales, de soldados, de huérfanas y de novias, de enfermeras y de actrices, de bailarinas, de obreras, de dependientas, de dactilógrafas, de estudiantes, de mujeres escandalosas y de jóvenes madres que tenían hambre, de gordas, de flacas, de niñas, de viejas, de bellezas raras, de francos adefesios, de pequeñoburguesas e incluso de una enana que tenía barba de zapador. ¡Hombre afortunado! Yo era el Monsieur que hacía cine. Yo encontraba declaraciones, proposiciones, ofrecimientos de servicios, solicitudes de empleo, boletines de higiene, diplomas de honor entregados por institutos de belleza de Berlín y Viena, viejos pasaportes, sobres con una dirección, tarjetas de visita, de citas, ramos de flores, pequeños regalos, mechones de cabello, recetas de maquillaje, fotografías, desnudas y vestidas, con o sin medidas, recortadas en sobres transparentes o cuidadosamente montadas en vidrio, certificados de buenas costumbres, currículos, cartas escandalosas, dinero, ruegos, amenazas, con el portero del hotel, en mi buró, en mi coche, en mis bolsillos, en mi sombrero, bajo mi abrigo, en mi asiento, en mi cajón de ropa interior, en mi baúl, en el excusado, en mi cama, en mi bañera, en la embajada, en el banco, en el estudio, en casa de los raros 102 una noche en la selva amigos que yo frecuentaba en la agencia Cook, en la redacción de los diarios, en el telégrafo, en la oficina postal, en París y Londres desde donde me los hacían llegar, en las librerías, con los proveedores, las costureras, las peinadoras, los vendedores de accesorios, en el laboratorio, en el departamento de contabilidad, en la caja, bajo una factura, en las manos de los ayudantes, carpinteros, electricistas, pintores, en los camerinos de los artistas, con las ayudantes del vestuario, en la sala de proyección, a la vista sobre el piano, como separador de mi guion, ¡e incluso en un billete prendido con alfileres en mi espalda! Cada hombre que encontraba tenía por lo menos una mujer que colocar, una hermana, una prima, una amiga, una conocida, su sirvienta o su amante, que había tenido una desgracia “y que es muy inteligente, ¿sabe usted?”, y todos aquellos que no conocía o con quienes no tenía tratos, me telefoneaban directamente para anunciarme el descubrimiento de una nueva estrella. Cuando colgaba, era la mujer del conmutador misma que me hablaba para decirme: “Ed anch’io voglio girar, caro Signor.” Como yo no era orgulloso y quería que todos tuvieran su oportunidad (yo mismo hacía cine para ganar dinero. Ganar dinero debe hacerse con alegría y sin envidias, si no no valdría la pena tener tantas preocupaciones y echarse tantas responsabilidades a la espalda. Nunca he podido comprender por qué los hombres de negocios se toman tan furiosamente en serio y son tan tristes, al punto de que sus reuniones se parecen más a los sínodos de los pastores prestantes, sufren rigurosamente del estómago y se ponen a legislar la vida de los hombres, en vez de una reunión de vividores a punto de revolucionar el mundo jugando a las cartas, apostando y lanzando y aceptando numerosos desafíos; especular, manejar negocios, hacer publicidad, abordar con claridad los problemas que trasforman el aspecto secular de un país, crear nuevas necesidades hasta en el más lejano de los pueblos, imponer nuevos productos, influir en la elegancia y la higiene de millones de gentes, trastornar ideas y costumbres, rodearse de los bellos juguetes de la técnica moderna, ejercer un prestigio mundial es un gran deporte, qué diablos, un deporte al aire libre, a la luz del día, no hay ninguna razón para poner cara de hipócrita ¡ni querer ponerse el viejo capirote de los penitentes para reservarse un lugar junto al becerro de oro! A Dios gracias, ya no hay lugar para la francmasonería; a final de cuentas, el dinero es impuro, no hay ni una sombra de duda; ¡pero es muy 103 blaise cendrars divertido, hoy que es libre y pertenece a todos!), yo respondía a todo mundo y, expidiendo en el correo convocatorias por centenas, encontraba todavía el tiempo (pues el tiempo es muy elástico cuando no se aburre uno) para entrelazar mi jornada de trabajo con una hora veinticinco que yo despachaba en fracciones de minuto para recibir a alguien, alguien en particular. Charlar un cuarto de segundo con una mujer y un momento de reposo. Tres palabras bastaban, un guiño, un poco de amabilidad. ¿Para qué fatigarse? Con un céntimo de organización en su trabajo y un poco de buena voluntad, uno puede siempre reservarse una apariencia de descanso, incluso bajo la peor lluvia de fuego. ¡Y qué profundos descubrimientos humanos no hacía yo! No, yo no caía de la luna. Yo saltaba de mi trabajo y caía sobre mis pies. Se había ido la luz. Los electricistas cambiaban los carbones. Un artista aprovechaba para resaltar su maquillaje. Los operadores recargaban los magazines de película. Pum, pum, pum, se clavaban clavos. Se cambiaban los decorados. Se preparaba un largo zoom sobre terciopelo. Se alistaba una nueva iluminación depurada. Yo saltaba de mi trabajo para caer de lleno en la realidad. Detrás de un bastidor me esperaba una jovencita temblorosa y confusa. O una vieja chocha recubierta con un caparazón de joyas de bisutería que me enviaba gotas de saliva bajo sus anteojos de teatro. O una pobre bailarina con un traje prestado. O una morfinómana de duelo. Una gran mujer morena. Una mantenida. Una provocativa joven con ojos de noche. Una abuela que me ofrecía a sus pequeñas y que las pellizcaba solapadamente en la espalda para que se mantuvieran derechas. Una boxeadora. Una mujer que debía tener cáncer de seno. Prostitutas. Una tonta. Una mariposa. Una vaca. Una pequeña arpía rabiosa y muchachas lindas por millares. Ninguna servía. ¡Fling-flash! Con descargas de magnesio en los ojos yo las desnudaba instantáneamente. Ahora bien, si las mujeres están siempre dispuestas a dejarse desnudar, ¿cuál es aquella que consentiría rodar moralmente desnuda? Todas esas mujeres posaban. Todas se habían puesto sus vestidos más bonitos para venir a verme: aquella se había estirado los cabellos, aquella se ocultaba las orejas, todas llevaban la boca convencionalmente en corazón (las mujeres en Italia em104 una noche en la selva pleaban por lo general un colorete pésimo y un número y medio demasiado grueso); pero yo no registraba sus encantos, sus seducciones, sus adornos, sus pretensiones –como objetivo yo tenía el de descubrir su personalidad. –¡Luces! ¡Se rueda! ¡Muéstreme su labio leporino, señorita, y usted pie equinovaro, cogee! No hay ninguna razón para que uno no desenrede desde hoy en la pantalla la compleja madeja de un personaje humano como uno torna a acelerar la germinación, el crecimiento, la plenitud, la floración y la muerte de las plantas. El objetivo está listo para almacenar la configuración, la constitución, la constelación más íntima de las células. Con una iluminación lateral a la millonésima, llegaría incluso a sorprender la saturación de la micela como el teleobjetivo ha llevado ya a nuestra puerta el drama de las manchas solares. ¿Por qué no asiría la vida cerebral al natural, las reacciones químicas del cerebro, el baño de plata de la asociación de imágenes, la sub o sobreexposición de una idea forzada y las maravillas del flujo del subconsciente, el revelador? Son las muchachitas, las deportistas, las mujeres de mundo, las profesionales, las estrellas, quienes han matado al cine. Las costureras, las peluqueras, los pintores. Los comanditarios, los guionistas, los esnobs. Todos aquellos que quieren algo sorprendente o sensacional, o que quieren ver alguna cosa y conseguirla por su dinero. Cada cuánto una humilde sirvienta que lava la vajilla sin pensar en nada es más fotogénica, a condición de que se deje sorprender a sus espaldas por el objetivo, que todas las penosas transformaciones de una Mary Pickford que no llega a olvidarse a pesar de los cincuenta mil voltios que la ciegan. Yo cambiaría a todas las vedettes del mundo por un animal en la pantalla, pues no es el individuo el que vemos con nuestros ojos, sino la raza con toda su ingenuidad y clase. No es la ropa ni las joyas, ni la corona histórica de la reina lo que hay que filmar, sino sus endometrios o la úlcera que roe su alma o su languidez insatisfecha o su ansia de satisfacciones o esa insoportable espera que constituye nueve de cada diez veces la vida de las mujeres. 105 blaise cendrars La grandeza del cine está en sus sorpresas, su gracia, en su correspondencia entre lo irreflexivo, lo inerte, lo indescifrable, lo informe (los pintores no tienen aún ninguna idea de esto) y los aspectos más conocidos (los pintores dirían que los más plásticos) de la existencia. Todo está a otra escala y en otro plano. La mirada es un vegetal, el corazón es un animal y el rostro humano se clasifica entre los minerales. El papel del cine en el futuro será el de redescubrirnos a nosotros mismos, mostrarnos a nosotros mismos, hacernos ver a nosotros mismos, hacer que nos aceptemos a nosotros mismos sin rencor y sin disgusto, tal como somos, hombres con la vida de nuestros ancestros y la de nuestros hijos en nosotros, sin fingimientos, ajenos a cualquier convención, en plena fatalidad, en pleno atavismo, en pleno devenir, como las bestias locas o buenas o razonables o tontas. Mientras a la astrología le ha tomado siglos bosquejar los horóscopos, las líneas de las manos, la interpretación de los sueños, las protuberancias del cráneo, la forma de las uñas, las fórmulas mágicas y códigos del corazón, las evocaciones negras de la sensibilidad, la conjuración de los sentidos, los fantasmas de la imaginación, el simbolismo del espíritu, las analogías del lenguaje, la colosal insaciabilidad de los deseos, el cine está listo para entregarnos la clave del futuro. Su única justificación es arrancarnos la piel y mostrarnos desnudos, despellejados, desollados, bajo una luz más helada que la que cae de la estrella del ajenjo. Es la evidencia misma, siempre inconfesada, que él pone de relieve. El hombre. Tal como es. La única realidad. No es suficiente con hacer acrobacias o saber nadar, o haber batido marcadores de altitud y de velocidad en aeroplano o en motocicleta, o tener un guardarropa bien surtido, o ser la protegida de un banquero, o tener buenos senos para ser fotogénica. Para ser fotogénico hay que tener buena pinta, personalidad, un ser secreto y vivir en comunión íntima con la verdad de su alma. Parece que un día le respondí a un joven esteta que me preguntó qué 106 una noche en la selva era la fotogenia: “La fotogenia, Monsieur, es una palabra cu-cu-rododendro, ¡pero es un gran misterio!” Pero todo es un misterio y cu-cu-rododendro hoy día, los fonógrafos, la ciencia, los telescopios que bombardean las torres de marfil, las danzas negras, Henry Ford, el metro, el avión, las aseguradoras de vida, las rentas vitalicias, el inglés en veinticuatro lecciones, los traslados, los veraneos, todo lo que diariamente está a la venta en los diarios, los libros que se publican, los crímenes políticos, los asesinatos, los descubrimientos, las exploraciones, los inventos, el cubismo, el arte tolteca, el Génesis, la historia de la Atlántida. Sabemos muchas cosas, tenemos muchas cosas, todo es demasiado fácil, a modo, viajamos demasiado rápidamente al pasado, al futuro, arriba, abajo, a la izquierda, a la derecha, oblicuamente, tengo bajo los ojos, hojeando distraídamente una revista ilustrada, la fotografía de la nebulosa amorfa N.G.C. 8992 Cygni, sé a dónde ir a ver el cerebro de Goethe en un frasco, todo se ha vuelto demasiado indoloro para que el hombre no tropiece a fin de cuentas consigo mismo y se quede inmóvil, una linda mañana, mientras anuda su corbata. Una mirada al espejo. ¡Qué revelación! No, ¿soy yo? ¿Eso? ¡Luces! ¡Se rueda! Con los ojos abiertos de par en par, estás inclinado sobre un pequeño espejo biconvexo, tus dedos crispados revientan un punto negro que te brota de la sien. Zoom. Nadie te ve. ¡Se rueda! ¡Luces! ¡Es el cine! Una nada en las tinieblas, una mosca que se pega a la pantalla, caballos salvajes en el fondo de los ojos, los cabellos al viento, cien mil hombres como hojas de hierba, tus manos agrietadas como cráteres lunares con el intestino grueso bajo la uña, ¿soy yo, eso, todo eso? –¡Eres tú! –Pero no me reconozco–. ¡Por fin! Mira, pero mira bien, el objetivo te ha inflado tan completamente que tu rostro es como un absceso. Eres tú. Es la enfermedad. Es la enfermedad que es la vida. 107 blaise cendrars La podredumbre viviente. Las manchas solares. Los pensamientos son, tal vez, las manchas solares de la materia gris. Eres tú la vida. Tú mismo. Tú. La novedad de hoy. Revelación. Te conoces. Misterio ¡Comunión! Eres tú. Esa sangre espesa, esta flor sufriente, ese diamante como un ballet. Esa sonrisa llena de paradas y de sacudidas como la circulación en una gran ciudad, esta nueva sombra en la luz, ese núcleo, esa ojera, ese trazo negro, esa grieta en el análisis espectral, esa alubia, eres tú. No vaciles más, ¡muévete! Estás muerto, ¡muévete! Estás enrollado en espiral, ¡relájate! Vas a llegar un día a la verdad del cine. ¡Muévete! ¡Salta! ¡Aparca en la matriz! Ya no es M. Un Tal, eres tú. Ya no es Mme Una Tal, eres tú. Tú, tú mismo, tú, anónimo como eres para ti mismo, vivo, muerto, muerto viviente, escaramujo, angelical, hermafrodita, humano, demasiado humano, animal, vegetal, mariposa rara, residuo de crisol, raíz del arco voltaico, sonda en el fondo del abismo, dos aletas, un evento, mecánico y espiritual, lleno de engranajes y de oraciones, aeróbico, termógeno, ion, dios, autómata, embrión, foca con peyote en los ojos. Eres tú, tú en el instante. Eres tú, tú en la eternidad. En pleno devenir. Eres tú en la persistencia. En la historia del universo la existencia de seres vivientes es sólo una fase, fugitiva, de la que no conocemos su duración. En comparación con la duración de la vida de los hombres, el origen de la vida se pierde en el pasado geológico del mundo e incluso los restos fósiles más alejados están lejos 108 una noche en la selva de acercarnos a los orígenes. El final de la vida se pierde igualmente en el futuro de los tiempos… Mira, el tiempo, eres tú, la vida, eres tú, tú eres la duración. Efímera como siempre, ¿no te reconoces? ¡En fin! Eres tú, hoy. Ah, si Pompon lo hubiera querido, qué drama, qué dramas (en singular o en plural), no hubiera yo rodado ¡y rodado con ella! Yo la hubiera puesto bajo las luces del estudio, la hubiera mantenido dentro del campo del aparato, la hubiera plantado al final del proyector como uno prende con alfileres un insecto y hubiera apuntado a ella todos mis objetivos, el Dallon Telephoto 170 que te capta un individuo y lo ata bruscamente como con un lazo, el Dallmeyer 120 que lo engaña, lo droga y lo transforma en paciente, el B&L Tessar 100 que lo duerme como con cloroformo y lo desanima, el Carl Zeiss Matched 75 que corta y descuartiza los músculos, el Verito 50 que araña y pellizca los nervios, el Ultrastigmate 28 que colorea los pensamientos y el Goerz Hypar 12 que compenetra insensiblemente a su víctima para sustituir su personalidad. Entonces, interviniendo a toda prisa con mi Akeley Camera, como un cirujano armado con su bisturí o un verdugo chino con su gran sable, practicar grandes tomas panorámicas incisivas sirviéndome con habilidad de difusores, depuradores, de un juego angular de lámparas y de iluminadores mecánicos, habría sabido exponer rápidamente a la luz, exteriorizar, la desesperanza de Pompon. A ella eso le habría hecho bien, como si se hubiera desembarazado de un quiste; habría podido volver a vivir, a disfrutar de la vida (en cualquier caso, habría podido ganar montones de dinero y, quizás, volverse rápidamente célebre, lo que no le hubiera impedido sufrir, pero no egoístamente, y de otra cosa.) Yo le decía a menudo: –Pompon, si quisieras, serías mejor que Lilian Gish (la Gish de Broken Blossoms) o que la Louise de Fazenda (la mujer más prodigiosa revelada por la pantalla). 109 blaise cendrars Pero Pompon, obstinada en su pesadilla, no quería oír hablar de cine; entonces, al ya no poder soportar su mutismo, su humor pesado y triste, y queriendo a toda costa hacer algo por ella, para sacarla, divertirla, distraerla, la instalé en una tienda en vía Veneto, una boutique de modas, Au Chapeau de Paris, boutique moderna que fue pronto lugar de reunión de todas las romanas elegantes. Recoger pequeños fieltros bonitos, combinar, matizar cintas suaves, parecía hacer feliz a Pompon, pero eso no iba a durar. El día de la entrada de los fascistas a Roma, un camisa negra de la tropa que desfilaba en via Veneto se apartó de las filas para venir a derrumbar de un golpe de porra la vitrina de la pequeña boutique francesa. Pompon fue escalpada por el cristal que le cayó en la cabeza. Cuando salió de la enfermería, Pompon estaba desfigurada. Un fragmento de vidrio le había surcado perpendicularmente la frente, la nariz, los labios, el mentón. Tenía la cara de un bulldog. ¿Qué podía hacer yo? Habiéndola llevado a París, le hice un hijo a fin de probarle que aún era bella y deseable. Pero Pompon no fue engañada por mi compasión. Tenía horror de mi caridad, le cogió tirria a mi afección y todo lo que yo podía hacer por ella la humillaba y encolerizaba. Todos los días había ataques de locura, escenas extravagantes, y cuanto más me armaba yo de paciencia, de bondad, más la exasperaba. Ella se desmandaba hasta injuriarme. Inmediatamente después del parto, Pompon desapareció y no me dio jamás señales de vida. Partió llevándose a nuestro hijo, el cual, de todos los míos, era el que más se me parecía. … … Después Pompón se convirtió en una artista apreciada; yo seguí llamándola Pompon… …. Yo recordaba todo ese breve pasado (qué de cosas ese año, Pompon, la muerte de Dourga, la quiebra de la Banca di Sconto, la destrucción de mi última película, la pérdida de mi primer millón ganado después de la guerra, y, por carambola, dos, tres viajes consecutivos a América, un trabajo intenso durante años, toda clase de empresas, de altas, de bajas, la pérdida de mi segundo millón ganado con mucho esfuerzo, etc., etc., sin hablar de mis li110 una noche en la selva bros que no escribía), yo veía todo eso al subir la escalera, turrón, conchas, estuco, de ese gran inmueble moderno que habita hoy Pompon en la avenida Victor Hugo. Yo limpiaba las bancas en cada descanso, fumaba un cigarrillo, me sentaba en los escalones. Tengo tiempo, el taller de Pompon está en el octavo. ¡Qué horror de estudio nuevo-estilo-decorativo, nuevo, con sus muñecas y sus espejos! Cuando entré, tuve la sensación de que iba a resbalarme y caer, pues entraba de lleno en una pesadilla, y tenía ganas de tirarme por la ventana. Pero no hay ventanas con Pompon, la ventana ha sido reemplazada por un espejo inmenso que refleja los otros espejos y duplica las inmundas muñecas suspendidas que se balancean y tiemblan entre las bombillas encendidas gracias a una corriente de aire que viene no sé sabe de dónde y que te hiela a pesar de las bocas de calor, los radiadores y las brûle-parfums. Es en este soplo que llega tal vez de las mesas giratorias, es dentro de ese decorado espantosamente desnudo, es delante de esos espejos que multiplican por centenas de miles su cabeza de perro que Pompon imagina y confecciona, con toda clase de pedazos de tela, de tejidos, de piel de zapa, de crines, de pelo humano, las muñecas que le han dado renombre. Nadie sube jamás a su casa, excepto el gran modisto de Champs-Élysées atraído por sus muñecas, que han hecho su éxito, quien la ha lanzado y que le encarga a Pompon personajes parisienses en serie… Tengo tiempo de fumar todavía otro cigarrillo. Un cigarrillo es la duración del trayecto en autobús desde Bagnolles a la estación Montparnasse; es, cuando las cosas funcionan, cinco o seis páginas en la máquina de escribir; es, cuando uno está inspirado, un poema completo, a veces no es ni un verso; es, a bordo, repantingarse al sol, es una buena etapa a caballo, es un golpe de chispas en avión descubierto, es la pausa cuando uno va a 140 en auto, es matar los mosquitos en la piragua, es lo que más te falta ante el acecho de un tigre. Un cigarrillo. ¡Esos viejos scaferlati! Había hecho viajes a la costa acechando el paso de los trasatlánticos franceses, subido a bordo, hecho el viaje de Santos a Rio, y en seguida de Rio a Santos, únicamente para reabastecerme de cigarrillos azules ordinarios, durante mi última estancia en Brasil, cuando fuma111 blaise cendrars ba tanto que siempre estaba desprovisto. ¿Qué representaban para mí entonces esos cigarrillos que duraban noches enteras sin calmar mi insomnio? Yo fumaba en mi hamaca, otros solitarios fumaban y se balanceaban en las hamacas a cielo abierto al punto de que en la noche estrellada espesas volutas nebulosas rodaban por momentos sobre los campos de caña de azúcar. La música de los negros llegaba por arrebatos desde las colinas. Los mulos de la plantación contaban lentamente el tiempo: había uno que relinchaba cada hora. Había algunos raros gritos de los rapaces nocturnos, cortos golpes de brisa en los eucaliptos, la huida a trote de un tatú, un fuerte olor a savia. Una serpiente, a cuya hembra habíamos matado en el día, venía a merodear por el jardín y siseaba intermitentemente. Yo encendía un cigarrillo (era siempre el mismo), a la intemperie enciende uno cigarros. Después llegaba el alba. Yo corría a lanzarme a la piscina, desnudo, mientras la parvada de cotorras ruidosas caía sobre los cultivos. Otros pájaros se despertaban en las higueras silvestres, en los árboles de Cuaresma, en la selva, chirriaban, piaban. Una sabia silbaba sobre el grueso brote de una palma. Yo iba a buscar las piñas que habían madurado durante la noche… ¡O, mi amor! No pronuncio tu nombre. Eres tú quien habla. Yo vendré al teatro a escucharte esta noche. Detrás de las candilejas tu voz me llegará cargada de noche y de estrellas, te escucharé declamar versos como durante mis largos insomnios brasileños… y seré capaz de encender mecánicamente un cigarrillo y balancearme como en una hamaca en mi butaca de orquesta… entonces el guardia me expulsará y yo saldré, como me sucede a menudo, sin decir nada… … Además, parto esta noche… El ascensor dorado sube lentamente con un bello pájaro en la jaula. Lo sigo con los ojos. Contra los barrotes, una mujer alisa sus plumas, su pico, su sonrisa. En cada piso, cuando ella pasa, los pekineses ladran desde los tapetes de los departamentos. El ascensor desciende vacío, yo lo detengo al pasar y subo directamente a la casa de Pompon. 112 Cuatro poemas D aniel B encomo mañana con kabir , mañana con eshleman Un moscardón como un puño de brea soporta en su equilibrio el aire y su espinazo de turquesa hacia un costado al hado al interior del ojo vertederos de palabras sulfatadas con múltiples reptiles en su orilla asoléandose. Un estatus de desfase entre el sopor y el éxtasis auriñaciense se diluye en vapores de metano que ascienden a la mesa del banquete donde un gremio de ascetas con cabezas escalpadas 113 devoran cada uno el cerebro fresco del otro. El ojo del insecto deforma las preguntas mientras un tarahumara escupe esta canción como balas de cobre. auroras , arpegios En el ojo catarata de la luz sonríen algunos maxilares dispuestos en un código de barro. Si la respiración se condensa en un pulmón de yegua lleno de preguntas: Si nos han montado afuera un teatro para iluminar nuestro esófago. Si nos han catapultado de la hipnosis hacia el asco por puro efecto doppler. Como un matraz olvidado en el mechero. El humo sin sublimar. Como el humo que no, 114 por la misma razón en que el pino se contrae un momento tras chocar con un cable de la empresa de energía. Y todas las aves que están sobre su línea sobre su, claudican en dos o tres arpegios, auroras de cloro. la foto y el gong Como pensar el rayo bruto que escurre por los nudillos o el aro de luz negra en lo caucásico del iris aturdidos por un gong que nunca pasa o pasa lo latente a lo rotundo: venir hundidos en lo baobab de la baba de lo mismo atrayente sin o sin 115 un arduo masticar entre flexiones radiaciones citoplasmas muertos de una tanka en un vasodilatador en un esbozo constrictor al borde del estómago el mosto que hierve y se hace lenguaje agujas ácido en los tobillos que se quiebran lentamente al desplegarse lejos del resplandor de otro molar deseante. Algo se levanta cada día de una foto carcomida en el aire de hace más de ochenta años. ecos distintos Pensabas no ocupar el poema con la idea de poema. Era una Somalia en trámites de arborescencia. Era la intención desoxidar un tanque de guerra 116 por las ruinas de otra ciudad con emergencia nuclear. Era prioridad lamer distintos ecos que emitía una caja negra olvidada por error junto a una línea de producción: la toma de cordura peleó con una geoda por la escasa iluminación de un rayo ultravioleta. Quizá era el momento de partir para buscar un refugio lamer una pupila de flamingo o tramitar una tarjeta de hierba medicinal. 117 La incertidumbre que viene desde dentro R osana R icárdez Abro los ojos. Sigo acostada. Al parecer todo está igual, apacible. Son las diez de la mañana de un verano normal. Normal, traducido, es rutina. Lo cierto es que prefiero los días de verano. La grisaille sólo se me da por dentro. Me levanto. De ti no se sabe nada aún. Las cortinas, delgadas y gruesas, derecha e izquierda, están cerradas. Deseo que así permanezcan un rato más. Como de costumbre, corro una del par. Al momento, veo en la terraza a una mujer haciendo alguna forma de tae kwon do o arte marcial que asumo oriental y, por supuesto, desconozco. Sigue en la terraza. Ni siquiera me pregunto si la dejaste entrar, quizá porque se me hace irreal. Sigue ahí levantando los brazos, moviendo las piernas, girándolas, haciendo con ellas círculos en el aire. El metro y medio de terraza es espacio suficiente, se mueve con soltura. El sofá-cama de 118 afuera parece no entorpecer su actividad. Se pasea de un lado a otro. La bicicleta estática tampoco le estorba. Mucho menos el zapatero. Me espabilo. Comienzo a hacer mis cosas. ¿A qué me refiero? No lo sé. A hacer la cama, supongo. En lugar de orear las sábanas, decido cambiarlas. Coloco el juego verde que tanto me gusta. Ella sigue ahí pero intento olvidarla. Voy al baño, lavo mi cara, me agarro el cabello. Salgo del cuarto hacia la cocina. Hago mi jugo. Todavía hay kiwi, espinaca y lechuga suficiente para hacerlo. Lo tomo lentamente. Las cortinas del ventanal aún están corridas. La izquierda nunca la muevo, así es que veo a la mujer a través de la derecha. Sigue ahí. ¿Cómo llegó?, me pregunto. ¿Es real? El ruido que hacen los albañiles en los edificios en construcción es estruendoso, como de costumbre. La zona crece. A pesar de estar rodea- la incertidumbre que viene desde dentro dos ya de construcciones, siempre hay lugar para más. Hubiera pensado que en un décimo piso las cosas escapan, que uno puede escapar de ellas, del ruido cotidiano. Dentro y fuera. El ruido de los autos y el de los niños en el colegio de la contraesquina del edificio se revela de pronto. Sin música en el departamento, el ruido es perfectamente perceptible aun con las ventanas cerradas. No me atrevo a abrirlas. Ella sigue ahí. Parece no verme. Cuando la veo, Ella no. Cuando Ella me ve, yo no. Para esta hora ya muero de hambre. Desayuno: pan tostado con tomate, con albahaca seca, aceite de oliva y un poco de sal. También té verde. Me pierdo dentro. Cuando regreso, Ella parece buscarme con la mirada. No hago caso. Sigo sentada en el comedor, de un metro cuadrado, madera dura y oscura. Parece buscarme con la mirada: se acerca a la ventana, como cuando uno quiere ver a través de los vidrios polarizados. La toca. Me he resistido a abrir, hasta ahora que reacciono: me levanto. Abro. Pensó que no había nadie en el lugar. Comienza a hablar. Comienza a trabajar. Limpia. Primero va al baño. Sigue con la alfombra del cuarto, después la de la sala y los sillones, en escuadra, sólo separados por un librero de 60 centí- metros de ancho por 40 de fondo y 154 de alto. ¿Cómo lo sé? Es lo que mido. Yo me ausento constantemente. Me vuelvo a perder. Regreso. No con la misma facilidad. Esta vez su presencia me obliga. Intuyo algo extraño en Ella. Pronuncia palabras raras, quizás en la que es su verdadera lengua. Pareciera hija de migrantes asiáticos, piel tersa pero oscura, quizá mezcla de mapuche. Piernas delgadas y cortas pero torneadas, fuertes. Se vuelve verde y me asusto. Pienso que es producto de mi imaginación. Estoy nerviosa. De la nada aparece un niño. ¿Suyo? No lo sé. Ambos comienzan a hacer cosas extrañas. Mueven objetos. El niño apareció. De hermoso semblante; sin nada de cabello, como me gustan, de piernitas gordas y firmes. No le calculo más de diez meses. Usa pañal y sólo lleva una camisetita blanca sin mangas. También se vuelve verde. Ella sigue ocupada, aunque no puedo verla. El lugar se oscurece. Le reclamo. Ella no es normal, quiere hacerme daño. Se enfurece y ambos, al unísono, me lo hacen. Intentan volverme loca. ¿Cómo llegó hasta ahí? Sólo me interesa Ella. Intento hacer memoria pero todo se ha borrado. Tú la trajiste, ahora recuerdo. Días atrás trajiste a 119 rosana ricárdez alguien para hacer la limpieza de estos metros cuadrados. Yo no podía. Me enfurezco contra ti. Como siempre, es tu culpa. Ha retomado el trabajo. El lugar sigue oscuro. Como cuando cierro las cortinas, esas verdes que adoro. El mal es contra ti, contra todos los que lleguen a entrar. El mal es contra ti e intento impedirlo. Preparan una pócima o algo similar, no sé qué. Me siento mareada pero estoy lúcida. Me aferro a ello. Estoy lúcida. Ella es verde y vuela. El niño y Ella comienzan a hacer círculos en el aire, despegados del suelo, vuelan en círcu los. Observo. Vuelan encima de mí. Vuelan en la sala. Vuelan. Has llegado y todo ha vuelto a la normalidad: Ella a la limpieza, el niño al tapete. Poco a poco todo se vuelve verde para mí. Comienzo a desesperarme porque sé que esto va a estallar de un momento a otro y siento la responsabilidad de salvarnos. ¿Por qué la metiste? ¿En qué momento sucedió? Sigo nerviosa. Llega más gente a casa. Mi mamá simpatiza con Ella también. Le relato lo sucedido y comienza a sospechar. Cada vez me cuida más, intenta protegerme. Tampoco me cree, más bien sospecha de mí. Pero Ella, ella, Ella actúa de manera normal. Y ahora pienso, ¿qué es la normalidad? La cabeza 120 me da vueltas. En ese momento llegas. Desde entonces el niño comienza a hacerme guiños. Mi mamá, tú y no sé quién más van a la recámara. Los guiños continúan. No ha cesado de hacerlo desde que llegaron. Lo tomo, comienzo a golpearlo. Lo azoto contra el piso. Continúo. Intento asfixiarlo pero no puedo. Ella observa. Lo azoto contra el suelo, le aprieto la panza, le saco el aire, intento asfixiarlo de nuevo, golpeo su rostro con ira. Ustedes acuden inmediatamente. Me culpan. Ella sale a la terraza, el niño está en perfectas condiciones. Nosotros no podemos salir. Ella comienza a hablar en esa lengua extraña. Comienza a volar. No sé cómo logra quitar el techo, la especie de plafón que cubre la terraza cede sin chistar. Arranca todo con rabia y vuela. El niño la sigue. Se ponen verdes y dan vueltas. Reaparece mi mamá e intenta salvarme de la bruja. Es tu culpa, tú la metiste en la casa. Todos me miran y me recriminan, pero yo no le abrí la puerta. Intento rehacer los hechos desde que desperté; se los relato y se dan cuenta de cuánta verdad hay en ellos. El vómito verde no es casual. Sus cabezas, que giran todavía, tampoco. Tengo miedo. Hoy cumplimos tres años intentando tener un bebé. Dos poemas N oé B lancas B lancas seré el silente Entre la multitud seré el silente y tu nombre, en mis labios, una excusa; ya no más fruta al sol, ya no más música, sino, entre el pedregal, pájaro sucio. Y en el lunar la luz que se carcome; la mancha en el sillón que un trapo cubre; la sílaba en el muro que se amusga cada vez que el farol se vuelve nube. Por el halo esa tarde en tu sonrisa y el crucero en el hueco de tu mano, por la danza y el sol en tu rodilla y tu espalda y el pan y el dispensario. Por el pezón almado y otro siempre, por haber erizado la esperanza 121 y apoyarse en la tarde de la puerta, por creer, por crecer, liquen y rama. Aquí yace el botón desmigajado, la banqueta asediada y muerta a pasos; aquí cruje una luz vuelta una injuria, ventana que la piel opaca, inculpa. Seré este manotazo en la penumbra, la llave que se pudre en la maceta, la tarde que se cierne en cada vuelo, y, entre la multitud, el que no increpa. para este sol Para este sol que duerme y hormiguea, que se arrastra, cual álamo a la orilla de la calle, yo estaba destinado. A pesar de la rosa y la esperanza, de la risa tostándose en agosto, a pesar de la sal y las gaviotas, y el pan abierto alumbrándose en las manos. Para este hablar en ocre, entre bemoles, 122 he venido, que las tardes enrama. Para este no florear. Para este sol conocido por cardos y banquetas, desgastado de lluvias y crepúsculos estirándose entre furias y ojos suspirosos, persiguiéndolo el cacao, el cascalote, estaba destinado. Aquí, jardín de tardes, pastor de baladas y humaredas; como al viento el aullido, como al hambre el enjambre, me destiné, he venido, con la piel y la risa y la garganta. No obstante el ánima, el nido, la mazorca, sin embargo la fruta y su mentira. No obstante el mar, la espuma, el mar, la espuma… Aquí, farol de danzas y alabanzas, he venido. Como a la piel la sal. Y al sol el ala. 123 Un rastro de animales muertos F ernando de L eón Sentada en una fosa séptica, con base de ladrillo y un tablón de madera con un agujero donde posar el trasero, la mujer hacía muecas de asco por el olor de sus propias heces. Sus dedos no dejaban en paz el sintonizador de la radio de baterías, pues nada de lo que escuchaba resultaba de su agrado. Era una mujer madura, rozando el medio siglo, pero con la fuerza física de alguien de 30 años. Había crecido y vivido en el esforzado campo; madrugando y teniendo que recorrer distancias largas, ya fuera para ir a los establos por leche, al río por agua o al pueblo por víveres. Era viuda desde hacía diez años y sus hijos, que habían emigrado a la ciudad, la visitaban una vez al mes o le marcaban al teléfono celular que nunca sabía cómo contestar pero que siempre mantenía con batería llena. Terminó por apagar la radio al no encontrar nada interesante. Su mirada se perdió en el silencio, más allá de la alta ventana sin cristal que ventilaba aquel sitio. De repente sintió algo. Entre el techo de teja y las vigas de madera algo se movió. Al principio no pudo distinguir su figura y, cuando lo logró, le pareció un insecto enorme, del tamaño de un perro que pendía del techo. Era como una tripa con cuatro patas de rama y pequeñas pezuñas que se columpiaba. Pensó que el extraño animal no tenía rostro hasta que advirtió que estaba con la cola hacia ella, pero su cabeza, en el otro extremo de su cuerpo de tripa, no se volvió a mirarla. Luego de un movimiento furtivo la bestia se quedó quieta, como hacen precisamente los insectos cuando quieren pasar inadvertidos. Ella se asustó, aunque su rostro severo no manifestó miedo alguno. Tomó papel higiénico y procedió a limpiar su trasero sin dejar de mirar al animal 124 un rastro de animales muertos en el techo, arrojando las porciones de papel usadas al fondo de la fosa. Si su curiosidad no hubiera quedado cautiva por la presencia de aquella extraña creatura, hubiera arrojado las habituales paladas de cal a la fosa para evitar que el mal olor del excremento perdurara; no obstante, apenas subió sus pantaletas y bajó su falda, agarró la pala para protegerse y, sin dejar de mirarlo, intentó tumbar al animal, que medio gruñó y medio graznó, pero que no volteó a ver a la mujer que le pegaba en las patas traseras con el filo de la pala. La bestia comenzó a avanzar hacia la ventana. Debía ser un animal pesado pues en su balancear desacomodaba un poco las tejas que rozaba y crujía la viga de la que pendía. Al llegar a la ventana intentó un salto algo torpe pero logró caer del otro lado donde había un gallinero. La mujer escuchó el golpe entre las hojas y pensó que a continuación comenzaría el escándalo entre las gallinas, como cuando un tlacuache se mete a robar los huevos, aunque sólo hubo silencio. Sin soltar la pala salió y rodeó el baño hasta llegar al pequeño gallinero. Todavía alcanzó a ver la parte trasera del flaco cuerpo del animal y las patas descolgándose de la red de metal que cercaba e irse entre la maleza con grandes zancadas. Las siete gallinas estaban muertas y la mujer no podía comprender cómo las había matado tan rápido y sin aparente violencia. Aquel raro animal había dejado a su paso un claro rastro de muerte: pájaros, lagartijas, ratas, ardillas y –lo más triste– su querido perro Tuca. Simplemente había caído muerto al paso de la bestia. Por eso, y sin preguntarse la razón por la cual ella seguía viva tras el encuentro con aquel ser, la mujer metió comida en una mochila, tomó la pistola calibre 22 que perteneció a su difunto marido, la caja de balas, el teléfono celular, el chal más grueso que encontró y un cayado que le servía en sus caminatas por el campo, cerró todas las puertas de su casa y se encaminó tras la bestia. Creyó que la impulsaba un natural deseo de revancha, pero muy pronto se sintió emocionada de haber visto algo que nunca antes, en su considerablemente larga vida, había visto. Y deseaba averiguar lo que era. Después resolvería si lo mataría o no; por ahora lo importante era darle alcance y atraparlo. Su difunto marido hubiera ido directo a los libros, que tenía muchos, y alguno sin duda explicaría a qué especie pertenecía aquello que vio y diría lo que come y cada cuánto se aparea, explicaría con detalle la razón por la cual mataba con tanta facilidad a los que se topaba a su paso, incluso habría 125 fernando de león en aquellas páginas alguna nota al margen sobre cómo cocinar a un animal así para que resultara un platillo suculento. La mujer vivía convencida de que los libros que atesoró su marido todo lo explicaban: todo. También le quedaba claro que ella tenía sus propios métodos para conocer el mun do y era persiguiéndolo, atrapándolo, interrogándolo cara a cara. Cuando tuviera a la bestia en sus manos, sabría de ella lo que hubiera que saber, directamente, sin haber utilizado un libro como intermediario. Era una mu jer obstinada. Poco antes del mediodía emprendió la persecución, primero entre huertas y trepando por pequeñas cercas de piedra o abriendo puertas de alambrado con púas que funcionaban bien contra el ganado suelto, pero que no detendrían a un animal del tamaño de un perro como el que perseguía, ni tampoco a una mujer de edad avanzada que había crecido por aquellas veredas. Por momentos tuvo la impresión de que le perdía el rastro, pero sucedió varias veces que cuando estuvo a punto de perder la esperanza y de convencerse de que lo que estaba haciendo no tenía sentido, encontraba un animal muerto a su paso y esa era la señal irrefutable de que seguía por el camino correcto. Esta mezcla de serpiente con gallo y patas de insecto gigante no podía dejar de matar lo que encontraba a su paso, era como si estuviera maldito, porque matar sin querer era una maldición. Lejos de darle alcance, de saber remotamente lo que era aquel animal, la mujer comenzó a sentir lástima por él. Pero dejó la lástima de lado y se convenció de que un animal así de dañino debía ser cazado y se sintió emocionada de ser ella quien lo estuviera persiguiendo. 126 un rastro de animales muertos Caminó a paso lento y constante hasta que sintió hambre y sed. Sólo entonces se detuvo media hora a comer y reposar. Luego continuó porque veía venir la noche, se encontraba en medio de la nada, a campo abierto y sin un refugio a la vista. En otra época no le hubiera temido a la noche en despoblado, pero ya no era la mujer resistente al frío que solía ser. Ahora los huesos le dolían de madrugada, aunque sabía muy bien lo que tenía que hacer y, una vez que encontró el lugar adecuado para encender una fogata, comenzó a juntar leña. La noche cayó demasiado pronto y demasiado negra. No se veía ni la luna. Ya había juntado algo de leña pero no la suficiente para pasar toda la noche, así que se encontró de pronto en la incómoda y hasta peligrosa situación de juntar ramas secas a tientas. Sus ojos aún no se acostumbraban a la poca luz que debía haber cuando su mano tocó algo frío y escamoso, como una tripa gorda, que se alejó al tacto haciendo ruido entre las hojas y la mujer escucho un chillido que nunca antes había escuchado: una especie de siseo carrasposo. Ella se quedó quieta, impactada, tratando de ubicarla con el oído: estaba ante ese animal raro que mataba todo lo que encontraba, pero a ella no la había picado ni nada. No lograba verlo por la densa oscuridad aunque sabía que estaba ahí, escuchaba sus pisadas como de gallina, y ese ruido extraño que emitía, lastimero y terrible. La mujer intentó sacar de su mochila la pistola pero, antes de encontrarla, escuchó a la bestia alejarse. Su mano cambió la búsqueda y encontró los cerrillos. Encendió uno para saber dónde había quedado su montoncito de leña y se apuró a prender su fogata. Al calor del fuego no se sintió más tranquila, el mismo crepitar del fuego parecía ocultar ruidos de movimientos en su entorno. Ahora sí encontró y empuñó la pistola. Reconoció entonces que se encontraba asustada y que sería imposible dormir así. Con los nervios de punta comenzó a sentir que los párpados la aplastaban, que todo su cuerpo estaba a punto de desmoronarse y que así era completamente vulnerable. Hasta un gato montés o un puñado de ratas de campo podían hacer un festín con su cuerpo cansado y dolorido. ¿Por qué exponerse así? ¿Por qué no se quedó en casa y llamó a alguno de los cuatro policías que había en el pueblo? Si un ladrón hubiera entrado en su casa a robar, si un temblor de tierra le hubiera destruido parte de la casa, lo habría 127 fernando de león hecho. Dar parte, buscar ayuda, salir y caminar a casa de la vecina y decirle “Cómo ve, me robaron” o “¿Sintió fuerte el temblor?” Pero no había pasado eso, había visto una serpiente con patas que parecía insecto gigante, matándole todo el gallinero. Era tan fácil que la llamaran loca y, para ella, no había nada peor. A su madre, ahora difunta, la habían llamado loca toda su vida y no era verdad, pero en los pueblos así es la gente con los diferentes, con los excéntricos. Si te notan raro te empiezan a llamar loca pero si tu rareza les incomoda te empiezan a decir poseída por el diablo y en un descuido te acaban linchando. A su mamá no la lincharon pero a la menor provocación la llamaron loca y ahora ella no iba a dar pie a habladurías. El animal que vio era extraño, sólo eso, extraño, y no iba a quedarse con la duda de lo que era. Cuando cayó en la cuenta notó que reflexionaba con los ojos cerrados y que eso era casi soñar, pero hubo un ruido entre la maleza repetidamente y no lograba atender a esa alerta. Era como una alarma de hojarasca disparada en su cabeza diciendo “algo se aproxima” pero su cuerpo no reaccionaba. Cuando logró abrir los ojos ya tenía al responsable del ruido delante de ella y saberlo la estremeció. –No se asuste –dijo el hombre que estaba ahí, parado. Portaba un rifle pero no la amenazaba, su tono de voz era amable–. Soy el doctor Tario. Vengo acá cada verano, a unos doscientos metros de aquí está mi cabaña, vi la luz de su fogata y quise saber si no era un conato de incendio. Créame, ya ocurrió antes por culpa de campistas descuidados. Pero ahora que la veo no creo que sea usted descuidada. Dígame, ¿qué hace aquí a esta hora? La mujer se mantuvo callada, aunque el sueño se le había espantado. Tenía que pensar una respuesta rápido. No iba a permitir que este desconocido la considerara una loca persiguiendo a un animal único y extraño. –Yo me llamo Julia. Vivo a un día de camino, hacia el poniente. Un animal mató a mi perro y mis gallinas. Me enojé tanto que tomé la pistola y salí a buscarlo, pero me ganó el entusiasmo pues me agarró la noche sin estar muy preparada. Por eso la fogata y el temor de que me atacara si me dormía. –No la culpo. A mí también me llenaría de rabia que me mataran a mi mascota, si tuviera una. Escúcheme, Julia, aunque usted ahora no me conoce, le pido que acepte mi hospitalidad y no pase la noche aquí. Es peligroso y hace frío. Ande, venga conmigo. 128 un rastro de animales muertos –Es usted muy amable, pero… Julia quedó pasmada cuando se percató de la silueta de serpiente y patas de gallo que se movía con la destreza de una iguana por una rama gruesa, no distante de la cabeza del doctor Tario. Éste se percató del azoro que embargaba a la mujer y de reojo vio el animal que colgaba por encima de él. Sin dudar, se abalanzó hacia Julia, derribándola, casi cubriéndola al tiempo que gritaba: “¡No lo mire!” Le tapó los ojos con una mano mientras con la otra trataba de sujetar a la espantada mujer. Tario también cerró sus ojos con rigor y se quedó tirado encima de Julia mientras le decía al oído con voz desesperada pero firme: –Disculpe que me comporte tan extraño pero confíe en mí, Julia, y por lo que más quiera no abra los ojos. Si no lo miramos no nos hará nada. No es un animal acostumbrado a morder o a rasgar, pero nos matará en un instante si lo miramos a los ojos. La mujer, tirada y con la mano de aquel hombre sobre sus ojos, sintió algo que la llenó de terror: las callosas garras sobre su brazo y su pierna izquierda, el peso del animal, la frialdad de su piel rozando su mejilla mientras los olfateaba. Había que descontar que el doctor Tario estaba encima de ella, cubriéndola, y que él debía tener las otras patas del animal sobre su espalda y sobre su cabeza. –No se mueva –murmuró Tario. Una de las garras del animal arañó su espalda y no pudo evitar gemir de dolor. El animal hacía un ruido raro, como un ronroneo metálico, explosivo, un crepitar alternado con un siseo grave, como el que hacen los árboles altos al ser estremecidos por el viento. Se quedaron quietos y dejaron de sentir sus feroces patas encima. Oyeron cómo se alejó con velocidad pero haciendo crujir las hojas. Cuando ya no escucharon sus pasos el doctor Tario abrió los ojos, levantó la cabeza y, al comprobar que ya se había ido, ayudó a Julia a levantarse. Sin decir más apagó la fogata que Julia había prendido y tomó a la mujer del brazo llevándola por un sendero oscuro. –Venga conmigo. Necesitamos ir a un lugar seguro. Julia caminó obediente sintiendo un repentino consuelo: el de estar metida en una situación extraña, porque extraño había sido el comienzo, extraño el 129 fernando de león animal; pero luego la persecución se había tornado algo normal y lo normal es desconcertante cuando uno persigue algo extraordinario. La cabaña del doctor Tario era pequeña: dos habitaciones y un baño. La sala, el comedor y cocina juntas, en un salón equipado con chimenea. El decorado era nulo. Todo el espacio lo ocupaban cuatro libreros atiborrados de libros de todo tipo de temas. El doctor Tario puso agua en la tetera y encendió el quemador. Llevó dos tazas a la mesa a la que Julia esperaba sentada sin decir palabra, observando al hombre que preparaba el té: antes no pudo verlo bien a la luz de la fogata y aunque al principio le pareció joven, no lo era tanto. Notó algunas arrugas en su cara y un par de mechones de canas que asomaban de su sombrero. Lo creyó joven por su alta figura, pero ahora que lo miraba con atención estaba un poco encorvado. –Lo que le pedía. Aquello de no verlo a los ojos –dijo finalmente el doctor– es porque ese animal es un basilisco. Julia arrugó la frente: –¿Eso mató mis gallinas, mi perro, los pájaros en el huerto? –Eso mata todo lo que se encuentra a su paso. El basilisco vive en el desierto, crea el desierto. No sé qué hace ese animal por acá, pero seguirlo ha sido algo muy peligroso para usted, Julia. –¿Pero cómo mata? –Con la mirada. Julia no pudo evitar una sonrisa de incredulidad. –Incluso una persona como yo, que no ha leído tantos libros, sabe que eso no es posible. –Claro, si va a los libros encontrará leyendas: que el basilisco nació de la sangre de Medusa, cuando Perseo la decapitó. Que es una mezcla de gallo con serpiente que envenena el agua donde abreva y que es capaz de matar con una mirada, pero que su sangre posee la capacidad de sanar a una persona al borde de la muerte. Lo consideramos un animal mitológico porque toda noticia sobre él viene casi siempre de libros de mitología, pero dígame, en realidad, ¿por qué no habría de existir un animal como el basilisco? ¿No es extraño el elefante? ¿No es formidable la jirafa? ¿Qué problema hay con una serpiente que tiene patas de ave y que se mueve como una mantis del tamaño de un lobo? 130 un rastro de animales muertos –Bueno, tal vez el animal en sí no es el problema, el problema es creer que se puede matar con una simple mirada. La tetera comenzó a silbar. El doctor Tario se levantó en silencio y caminó hacia la estufa. Regresó para verter dos chorros de agua hirviendo en las tazas que estaban sobre la mesa. Por fin dijo: –No es que la mirada mate en sí; sino que la muerte ocurre cuando la mirada se efectúa. Julia, aunque suena extraño, vivir es, para cada uno de nosotros, un patrón de comportamiento, el más arraigado que existe, eso llamado instinto de supervivencia no es más que un patrón antiquísimo, pero un patrón al fin; y la muerte también es otro patrón de comportamiento, uno que, cuando se activa, dejamos de vivir instantáneamente. Claro, ese patrón, ese programa es el que menos quisiéramos activar, pero la mayor parte de nuestro comportamiento, la más elemental y profunda, se efectúa en un nivel neuronal imposible de modificar. Pues bien, el basilisco no es la muerte misma, pero casi, porque ese animal raro y bestial es en realidad el interruptor que activa nuestro engrama neural de la muerte: si lo vemos a los ojos y hace ese ruido extraño que escuchamos esta noche, la suma de imagen y sonido nos pone en “modo” sin vida. No podemos evitarlo, está configurado así en la parte del cerebro más animal, la que compartimos con los lagartos y que perdura en todo ser vivo. No importa si somos más reflexivos o inteligentes que un perro o una gallina, al ver al basilisco a los ojos caeremos muertos. –Doctor Tario, ¿usted ya sabía de la existencia de los basiliscos? ¿O está inventando todo esto nada más para impresionarme? El doctor sonrió, desconcertado, pues no esperaba en ese momento 131 fernando de león aquel sutil gesto de coquetería. Pero lo pasó por alto y dijo con su acostumbrada seriedad: –Sabía de ellos, pero sólo en su hábitat natural, el desierto. Hace días, cuando llegué aquí y los lugareños me dijeron de una enfermedad que asolaba a todos los animales de este rumbo, pues todos caían muertos sin razón alguna, imaginé que un basilisco estaba extraviado. –¿Está usted –preguntó consternada– diciendo que ver ese animal de frente y cuando gime es, en su conjunto, un golpe de impresión que mata? ¡Qué triste que muera quien te mire! –Descansemos un poco, Julia. Mañana pensaremos con mayor claridad qué hacer. Durante esa noche Julia reconoció un sentimiento diferente: ya no era la convicción del cazador o la ira de la víctima. Era una desazón que comenzaba a ponerla en lugar del animal y a sentir cierta misericordia por él. Hubiera soñado con el poderoso basilisco si no la hubiera despertado un par de balazos. Se levantó rápido, vestida, tal como había dormido y salió de la habitación. En la sala se topó de frente con el doctor Tario, quien también se dirigió a la puerta. Afuera el sol y el aire frío borraron de golpe la somnolencia que los obnubilaba. Caminaron sin saber lo que buscaban y se toparon con el cuerpo sin vida de un lugareño. Tario tocó el cañón de la escopeta tirada junto al cadáver y supo, por el calor, que aquel hombre acababa de disparar. Entonces escucharon el mismo siseo terrible que habían escuchado la noche anterior y corrieron inmediatamente de regreso a la cabaña. Estaban a menos de quince metros de la puerta y Tario había ido repitiéndole a Julia “no mires atrás, no mires atrás”, pero justo antes de entrar a la cabaña Julia se detuvo y miró hacia atrás. –¡No! –gritó el doctor. Pero Julia no cayó fulminada y le dijo a Tario –Mire. Tario se volvió y vieron al basilisco sobre el cadáver: su cuerpo era flaco, cubierto de algo amarillo que no era fácil de discernir si eran plumas o escamas, tenía cuatro patas que parecían ramas y con la cabeza baja, en 132 un rastro de animales muertos la que pudieron distinguir una cresta de gallo, devoraba los ojos del muerto. Antes de que levantara su mortal mirada entraron a la cabaña. –Les come los ojos –murmuraba Tario, sorprendido. –¿Qué vamos a hacer? –Julia, no podemos quedarnos aquí. Tenemos que atrapar ese animal y llevarlo a donde pertenece, a donde no hace daño. –¿Llevarlo? ¿Vivo? ¿A dónde? –Al desierto. Y ya sé cómo lo atraparemos. Tario abrió una alacena en la que lo mismo había vinos, licores y frasquitos de gotero con medicina. Escogió uno de entre los últimos y lo puso sobre la mesa. Luego esculcó en un baúl hasta encontrar un par de lentes gogles para nadar. Finalmente encontró una resistente costalilla que se abría y cerraba aflojando o tirando de dos cordones. –Por favor, Julia, siéntese con la cara mirando al techo y abra los ojos. Ella obedeció como una paciente ante un médico. –Las gotas que le estoy poniendo son para dilatar la pupila. Esto permitirá que vea pero muy borroso por una hora. Ahora le pondré estos gogles de nadador como protección. Yo haré lo mismo. Ver borroso nos permitirá que la imagen del basilisco sea incompleta y vaga. Esto debe bastar para que en nuestra mente no se active el engrama de la muerte. Yo haré lo mismo y estaremos listos. –¿Pero si no vemos con claridad cómo vamos a atrapar algo tan escurridizo? –Porque él vendrá a nosotros. Seremos la carnada. Mejor dicho: nuestros ojos serán el anzuelo. Salieron dando tumbos, tocando los muros y levantando los pies para no tropezar. Caminaron diez metros y se quedaron parados. –Cuando escuche el siseo de la bestia, quiero que se deje caer fulminada al suelo –dijo Tario a Julia. El silencio reinaba en aquel paraje, un silencio terrible porque toda la vida alrededor se había escapado o había muerto. Un hedor letal iba y venía como arcángel en Egipto. De repente, el siseo. Julia cayó. Tario hizo un par de movimientos repentinos como si fue133 fernando de león ra un pistolero acorralado y al siguiente siseo cayó al lado de Julia. Con el corazón acelerado y el cuerpo lleno de adrenalina, sintieron los pasos del basilisco. Julia estaba muerta de pánico, pero aguantó incluso al sentir el peso del animal encima de ella y una garra aplastándole un seno. Cuando el basilisco se agachó para picotear el ojo izquierdo de Julia se topó con el plástico de los gogles y, en ese momento, Tario se giró incorporándose para abrazar al basilisco. Por un momento rodaron abrazados los tres por el polvoriento suelo. Tario sujetó al basilisco de sus garras delanteras mientras Julia intentaba ponerle la costalilla como capucha. Cuando lo logró ajustó la capucha y con verdadera habilidad la amarró con un nudo ciego que el animal nunca podría quitársela de su cabeza de gallo por más que la empujara con sus patas. Sólo entonces lo soltaron. El animal corrió chocando contra todo hasta cansarse y quedar tirado resoplando. Julia y Tario se quitaron los gogles y se quedaron sentados esperando a que pasara el efecto del dilatador de pupila. Después todo fue relativamente fácil. Le amarraron las patas delanteras y traseras al basilisco y lo subieron a la cajuela de la camioneta del doctor Tario. Julia no dejaba de acariciar el lomo del extraño animal para calmarlo. Ahora sabía que lo amarillo de su piel eran plumas y no escamas. Ella no dejaba de pensar que nunca había visto algo tan extraño y en el fondo tan hermoso y terrible: la imagen de la muerte. Era como ver un eclipse o, si cabe, acariciar un eclipse. El basilisco sentía algo que nunca había sentido antes, el contacto con algo vivo. Todo aquello que se le acercaba se moría y sólo conocía la textura de los cadáveres. Para el basilisco también era la experiencia más rara de su vida. 134 un rastro de animales muertos Manejaron casi cuarenta horas, sin detenerse, alternando el volante para poder llegar a la zona desértica más adecuada. Era de noche cuando lo soltaron. Repitieron el procedimiento de la pupila dilatada y los gogles para protegerse y cortaron con una navaja el nudo de la capucha. El basilisco restregó el lomo contra Julia como un gato complaciente y luego se alejó. Tario y Julia regresaron a la camioneta a esperar que pasara la dilatación pupilar. –No es culpa del basilisco que nosotros caigamos muertos al verlo –dijo Tario. –Debe ser horrible la vida de un basilisco, tan solitaria. –“Fuego soy apartado y espada puesta lejos”, escribió Cervantes en labios de una mujer tan hermosa que era acusada de matar de amor con la mirada. Creo que puedo imaginar la soledad del basilisco. –Yo también, dijo Julia. En ese momento Tario sintió que Julia le sujetó la mano y él no la soltó. 135 Cuatro poemas M atías S erra B radford lentos, de a uno, en la nieve. Hay gestos de santo que nadie comprende. Él quería pasar la Navidad con el viento. Lo mismo decir la nieve y su restauración de lo cristalino. Jugaba al autómata a cuerda bajo el ojo de una nube tuerta. Nada le había dado tanto como la nieve. El invierno era una isla que se lo había dado todo. Árboles hundidos en la nieve. Árboles contados. Árboles que hubiera querido firmar. Se le han ocultado los libros, caídos en el forro de un abrigo. Inviernos escandinavos, trasplantados. Ya quisiera poder contar lo sucedido entre esos libros y el abrigo y la lámina de hielo y los copos más lentos a la altura de los ojos y los pasos dados con una nuez en un puño. daba pasos 136 cada día qué había sucedido con su nombre. Nunca acentuaba los nombres en la sílaba grave. Uno de sus entretenimientos más constantes era imaginar a los demás adivinando la hora. Su especialidad eran la cobardía del torero acompañado y las teorías para cosas inútiles. Vivía de eso, de saber quién es quién. Dios lo está esperando con el cuchillo y el tenedor en la mano. Una mano le alcanza. quería saber de poemas por encargo. Al final atravesé un bosque con una mesa a cuestas. Arriba de la mesa iba un animal haciendo equilibrio. No puedo nombrarlo, no lo veía. Era lector de mesas. Me alentaba a seguir. Desconocerlo una temporada 137 era el único modo de avanzar. Su ruego se sobreentendía: pasarles a las cosas desde más alto, actuar indiferencia frente a sus compatriotas. Mostrarles que era dueño de mesa y de hombre mudo. se cierra en un puño. Iba a escribir “noche” y escribió “novela”. Llovió por un tiempo tan corto que no le dio margen a pensar nada. La presión del viento en la ventana: un recuerdo. La repartición de las piedras entre los niños. El botín como de fósiles entre arqueólogos oportunistas. Las cosas aparecen una última vez antes de desaparecer. el tiempo 138 Prosas F ebronio Z atarain el bautista Nadie puede matarme excepto yo. Si me quejara ante Dios porque alguien me hizo daño, sería porque en verdad nunca he estado ante Él y estaría destruyéndome en ese preciso instante. Mi vida no está en manos del soldado que me cortó la cabeza para que fuese dada a una bailarina. Yo no la perdí. La habría perdido si no me hubiese sabido responsable de mi destino. Mi cabeza aún está en mi cuerpo, y cuando quiero hablar con Dios, camino cuesta abajo, al río, y lavo mi rostro en él. lázaro El llamado me llegó desde muy lejos. Hice caso omiso y seguí avanzando en la niebla. Me agradaba la frescura que acariciaba mi cuerpo. De repente, escuché un ruido como de una bandada de abejones y una fuerza me jaló, me metió en un túnel y me devolvió a la cueva donde me habían metido hacía cuatro días. La piedra ya había sido removida y la luz me pegaba en los pies vendados. Confundido me levanté y caminé hacia afuera. 139 febronio zatarain judas Cuando el maestro dijo la sentencia, en los doce rostros habitaba la duda. ¿Qué me costaba quedarme callado? ¿Quién me dijo que el preguntar me salvaba de tal carga? Por mi lengua fui vedado del descanso eterno. pedro Yo me creía capaz de morir por su palabra, por eso le corté una oreja a un siervo de Caifás. Mas cuando andaba merodeando el templo y me enteré de la deshonra que le esperaba ante su pueblo, me acobardé. ¿Por qué en vez de preguntarme no me acuchillaron tres veces? No hay en mí las lágrimas necesarias para lavar esta culpa. el centurión Verdaderamente este hombre era justo, y apenas terminaba de decir la frase cuando el hijo del publicano salido de no sé dónde se me acercó preguntándome: Qué te convenció de ello. Lo que salió de su boca. Y qué fue lo que salió de su boca. En el momento que caía el mazo sobre los clavos de sus pies, por encima de sus gemidos, se escuchó: Padre, perdóname porque no saben lo que hacen. Luego, los soldados echaron suerte sobre su túnica y el pueblo escarnecía de él: Tú, el que derribas el templo, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres el Rey de Israel, desciende ahora de la cruz; a otros salvó y a sí mismo no puede salvar. Y mientras se burlaban y meneaban sus cabezas, vinieron tinieblas sobre toda la tierra y cerca de la hora nona exclamó con gran voz: Dios mío, Dios 140 prosas mío, por qué me he desamparado.Y uno de los que se reía dijo: A Elías llama. Y he aquí, el velo del templo se rasgó y las piedras se hendieron. Entonces, clamando de nuevo a gran voz, dijo: Padre, en mis manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró. pablo Iba camino a Damasco cuando sentí que toda la luz del mundo se me metía en los ojos. He visto caballos desbocados en el corazón del hombre y he visto también que para domarlos he de edificar la Iglesia. 141 Oda al significado R obert P insky Versión de Inmaculada Pérez Parra Funesto y deseado, Salvador, sentenciador. En una alegoría antigua portarías un alfabeto encadenado de símbolos: Ansata Banda Cruz. Dragón, Entallada figura que guarda un relieve sagrado Jaspeado cine de legendaria Mente, Desnudo ónfalo perforado Por plumas de rima o sentido, como la torah: nonato Vena de voluntad, xenófilo ode to meaning // Dire one and desired one, // Savior, sentencer– // In an old allegory you would carry / A chained alphabet of tokens: // Ankh Badge Cross. / Dragon, / Engraved figure guarding a hallowed intaglio, / Jasper kinema of legendary Mind, / Naked omphalos pierced / By quills of rhyme or sense, torah-like: unborn / Vein of will, xenophile / 142 Anhelante del Cero. Desconfiado te cortejo. Vacilante Te busco la cara, leo Que el cuchillo de Crusoe Apestaba a ti, que para mancillarte El soldado hace al rabino escupir en la torah. “Ahogaré mi libro”, dice Shakespeare. Caminante ahogado, muerto que regresa. Después de que mi madre perdiera la cabeza, se volvió Más que nunca tu declarada enemiga. Hablaba A veces como un poeta o crítico de cuarenta años después. O hablaba del mundo como Tersites habló de los héroes, “Creo que se han tragado unos a otros. Me reiría tanto de ese milagro.” Tú también en la risa, ángel guerrero: Tu casco el zodiaco: empenachado de estelas Tu lanza el dedo del mendigo apuntando a la boca Tu talón plantado en la serpiente Formulación Yearning out of Zero. // Untrusting I court you. Wavering / I seek your face, I read / That Crusoe’s knife / Reeked of you, that to defile you / The soldier makes the rabbi spit on the torah. / “I’ll drown my book” says Shakespeare. // Drowned walker, revenant. / After my mother fell on her head, she became / More than ever your sworn enemy. She spoke / Sometimes like a poet or critic of forty years later. / Or she spoke of the world as Thersites spoke of the heroes, / “I think they have swallowed one another. I / Would laugh at that miracle.” // You also in the laughter, warrior angel: / Your helmet the zodiac, rocket-plumed / Your spear the beggar’s finger pointing to the mouth / Your heel planted on the serpent Formulation / 143 Tu cara un vapor, el anillo de humo de cigarro que corona a Bogart mientras él tuerce el gesto. Tú no en las palabras, ni siquiera Entre las palabras, sino torcedura, Hendidura, trastorno. Tú trastornado incluso en el hielo ártico, Incluso en el fondo oscuro del océano, incluso En la carne celular de una piedra. Gas. Telaraña. Mis amigos del póquer Cuestionan tu presencia En un poema mío, pasándose la revista Unos a otros. No la piedra y no las palabras, tú Como un velo sobre la lápida de Arturo, El pasaje de los Proverbios que eligió Cuando estaba muy mal para enseñar Y aún bastante bien para leer, yo estuve Al lado del maestro artesano Deleitándolo día tras día, siempre Your face a vapor, the wreath of cigarette smoke crowning / Bogart as he winces through it. // You not in the words, not even / Between the words, but a torsion, / A cleavage, a stirring. // You stirring even in the arctic ice, / Even at the dark ocean floor, even / In the cellular flesh of a stone. / Gas. Gossamer. My poker friends / Question your presence / In a poem by me, passing the magazine / One to another. // Not the stone and not the words, you / Like a veil over Arthur’s headstone, / The passage from Proverbs he chose / While he was too ill to teach / And still well enough to read, I was / Beside the master craftsman / Delighting him day after day, ever / 144 presente en su presencia —tú Un velo consolador de distracción sobrevolando a Arturo moribundo actuando en el hospital, Manoseando la Biblia, confuso por la medicación, Siempre cortejando tu presencia, Y tú la prognosis, Tú en la tos. Gesticulador, ¿cuándo es tu espuela, tu nube? Tú en los rituales de aeropuerto de saludos y partidas. Procesador, ¿quién te demanda? Campana en la puerta. Tela de araña puente de hierro. Capa, video, aroma, remordimiento, ¿cuál es tu silencio electo, dónde estaba tu semilla? ¿Qué es la Imaginación sino tu hijo perdido nacido para darte a luz? Funesto. Deseado. Salvador, sentenciador. At play in his presence –you // A soothing veil of distraction playing over / Dying Arthur playing in the hospital, / Thumbing the Bible, fuzzy from medication, / Ever courting your presence, / And you the prognosis, / You in the cough. // Gesturer, when is your spur, your cloud? / You in the airport rituals of greeting and parting. / Indicter, who is your claimant? / Bell at the gate. Spiderweb iron bridge. / Cloak, video, aroma, rue, what is your / Elected silence, where was your seed? // What is Imagination / But your lost child born to give birth to you? // Dire one. Desired one. / Savior, sentencer– // 145 Ausencia, O presencia siempre presente: Deja que te desprecien los que nunca pasaron hambre en tu escasez. Si me Atrevo a despreciar Tu arpa de sombras saboreo aceite de ajenjo y de motor, cubro mi Cabeza de cenizas. Eres la herida. Tú sé la medicina. Absence, / Or presence ever at play: / Let those scorn you who never / Starved in your dearth. If I / Dare to disparage / Your harp of shadows I taste / Wormwood and motor oil, I pour / Ashes on my head. You are the wound. You / Be the medicine. 146 La vigilia de la aldea Perder una mujer F ernando M ontenegro Haruki Murakami, Hombres sin mujeres, Tusquets, Barcelona, 2015, 272 p. La historia comienza cuando un hombre pierde a una mujer. Según cuenta Heródoto, los conflictos entre persas y griegos, que habían conseguido relacionarse comercial y culturalmente de modo más o menos armonioso hasta entonces, surgen a partir del plagio de Ío, hija de Ínaco, quien, confundida entre la muchedumbre que frecuentaba el puerto de Argos, se vio repentinamente tomada por navegantes fenicios que enfilaron hacia Egipto para negociarla como una mercancía cualquiera. Por supuesto, Ío es sólo la primera de varias mujeres que habían alimentado la discordia entre griegos y persas. A ella le siguen Europa, Ea y, por supuesto, Helena de Esparta. Hasta allí, nada nuevo. Excepto que Heródoto, casi furtivamente, desliza el siguiente comentario: “robar mujeres es a la verdad cosa de hombres injustos, pero afanarse por vengar a las robadas es de necios, mientras no hacer ningún caso de éstas es propio de sabios, porque bien claro está que, si ellas no lo quisiesen, nunca las robarían’’. Resulta muy interesante que en medio de este mundo dominado por los apetitos de los hombres, Heródoto encuentre esta suerte de contrapeso femenino en su capacidad de abandonar, en su voluntad de desaparecer. Las mujeres que se van, ya sea porque se han escapado con los troyanos o porque han muerto mordidas por una serpiente, dejan tras de sí un vacío insondable. Incluso si esa desaparición es torpe e involunta ria como la de Ío o calculada como la de Helena, el resultado parece ser igual de catastrófico. Perder una mujer es un tema que ha logrado llenar más páginas que cualquier otro en la historia de la literatura y, aun, en la historia de la humanidad, por más aparatoso que esto pueda sonar (ciertamente a Heródoto este tema no le pareció menor). El último libro del escritor japonés 147 Haruki Murakami, Hombres sin mujeres, pone el dedo en la llaga. Esta colección de siete relatos, que conmemora en su título el libro homónimo de Ernest Hemingway, ha sido recibido con algún entusiasmo por parte de la crítica internacional. Hay que decir que este volumen ha sido publicado en inglés como The men without women, para diferenciarlo de aquél de Hemingway que vio la luz en 1927. La mayoría de estos relatos ya había sido publicada por separado en algunas revistas en inglés como el New Yorker a lo largo de los últimos nueve años y había recibido, en su momento, algunas buenos comentarios por parte de los lectores anglosajones. Afortunadamente para los hispanohablantes, menos propensos a aquella lec tura atomizada de las revistas culturales, los cuentos se pudieron leer por vez primera en un solo volumen causando, a mi modo de ver, un efecto aún más grato del que se esperaba. Digo esto porque hay cuentos que se pueden leer juntos, por ejemplo “Drive my car” y “Kino”. La verdad es que el libro, como unidad, permite distinguir zonas comunes entre los relatos, sin que dependan unos de otros y sin que, de ningún modo, se comparta más que el escenario, que en la mayoría de casos es Tokyo (aunque aparecen otros poblados), y el hecho de que observamos a hombres cuyo único rasgo en común es que, por una u otra razón, han perdido una mujer. Los personajes están vinculados mediante una 148 sórdida solidaridad plagada de silencios, de elucubraciones y de máscaras. Ése es el espacio (o zona) al que me refiero, y en la que el lector está también depositado. Prefiero usar el término solidaridad y no complicidad, porque la complicidad implica siempre el conocimiento profun do del otro, de sus secretos, y éste no es necesariamente el caso de Hombres sin mujeres. Lo que se comparte aquí es la pérdida, si es que la pérdida es algo que se pueda compartir. Murakami pa rece decirnos que sí, que quizá sólo el luto que resulta de la desaparición de alguien querido puede realmente acercar a las personas, más allá del papel que éstas hayan jugado en esa historia particular; incluso si se trata de dos desconocidos o de dos rivales, como se lee en el primer relato del volumen, “Drive my car”: “Mientras bebían un whisky de malta en el bar, sentados a una mesa algo apartada, Kafuku comprendió una cosa: Que Ta katsuki seguía sintiéndose atraído por su mujer [la mujer del primero]. Parecía que todavía no había logrado asumir el hecho de que estuviera muerta y de que su cuerpo hubiera sido incinerado y convertido en huesos y cenizas. Ka fuku comprendía sus sentimientos. Las lágrimas asomaron a los ojos de Tatsuki varias veces mientras compartían sus recuerdos. A tal punto que uno sentía el impulso de tenderle la mano (…) Y de nuevo pensó que la mano que acababa de estrechar había acariciado el cuerpo desnudo de su mujer.” Javier Marías recuerda que hasta el siglo xv existía en lengua inglesa una palabra que denominaba la relación entre dos hombres que compartían una mujer o, que en todo caso, se la disputaban. La palabra es ge-licgan y Marías la ha traducido como conyacente. Ésta es la relación que existe entre ambos personajes del cuento citado, una dinámica que se repite en el último relato, “Hombres sin mujeres’’, el cual empieza con una llamada en medio de la madrugada y que se lee así: “Mi mujer se suicidó el miércoles de la semana pasada y, en cualquier caso, pensé que debía comunicárselo.’’ Como se podrá adivinar, el que llama es un marido engañado que encontró pertinente informarle a su conyacente que la mujer que solían tener en común y que, acaso, ambos amaban, se había quitado la vida y que entonces su relación podía darse por terminada. Uno de los aspectos interesantes de este libro es el que Murakami re-localice el sentido de la pérdida, por lo menos en estos dos cuentos. Trata de observarla cuando el doliente ocupa un lugar mar ginal y tal vez secreto en la vida de quien ha partido o desaparecido. Las pompas que sobrevienen a cualquier muerte suelen estar destinadas casi con exclusividad a los más allegados, al ma rido en este caso, aunque también a los hijos, a los padres y los amigos más cer canos. Nunca aquel que amó en secreto es objeto de solidaridad alguna, aunque sea éste el que más difícil se las pueda ver con aquella ausencia. Éste es un gesto clave en la obra de Murakami, desde Sputnik mi amor pasando por Tokio blues: la mirada oblicua sobre la pérdida, una mirada que, por cierto, permite rodearla, afrontarla desde otros flancos aunque sea para comprobar su inconmensurabilidad, aunque siga siendo incomprensible. Quizás el relato que de manera mani fiesta revela este procedimiento es “Un órgano independiente’’. El cuento habla de un solitario y elegante cirujano plástico, relativamente joven, quien antes de conocer a la mujer cuya partida reclamaría su vida descreía tajantemente del enamo ramiento, del matrimonio, y se restringía a mantener relaciones más bien breves y casuales con todo tipo de mujeres: solteras, casadas o divorciadas. Daba lo mismo.1 El 1 Sin duda, se trata de un personaje de la novela realista japonesa que tuvo en una de sus cumbres a Yasunari Kawabata. Estas novelas, por lo común, tratan de hombres solitarios en medio de la ciudad industrial que descreen de las instituciones tradicionales, entre ellas el matrimonio, y absorbidos por el aparato ideológico capitalista que en Japón empezaba a explotar después de la Segunda Guerra Mundial. Resulta muy interesante el destino de este personaje en este relato, que termina en un estado de descomposición, como si Murakami anunciara también el fin de una tradición que puso la literatura japonesa en el radar de los lectores occidentales. Para entender la relación entre literatura e ideología en Japón, véase Tsurimi Shunsuke, Ideología y literatura en el Japón moderno, El Colegio de México, México, 1980. 149 abandono de aquella última mujer, que decidió escaparse con un tercer amante, lo llevó a realizar la dramática y sospechosa hazaña de dejarse morir de hambre en su habitación. Se abandonó a la cama de su lujoso departamento en Tokio y se dedicó a desaparecer físicamente, como había visto que les ocurría a los prisioneros en los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial a causa del hambre. Todo esto es contado por un narrador, más o menos desconfiable, que admite no saber lo suficiente del personaje a quien sólo conocía porque compartían el mismo gimnasio y ocasionalmente una copa de whisky. Volviendo al tema del desplazamiento, éste se observa de manera muy clara en este cuento gracias a lo que nos revela el narrador. Según éste, no existe ninguna explicación racional para que su fugaz compañero de ejercicio haya tomado tan drástica medida. Lo único que dice recordar es que en sus últimas conversaciones el difundo había repetido: “Últimamente no dejo de pensar en qué demonios soy.’’ Esa mirada en apariencia objetiva del observador externo, y que posiblemente podría explicarse con mayor calma lo acaecido, queda también atónita ante la pérdida, sin respuesta disponible, sin nada más que el relato de lo sucedido. En las últimas líneas del relato nos dice: “Por ese motivo, es decir, para no olvidarme del doctor Tokai, escribo estas líneas’’, como si de antemano supiera que no hay nada expli150 cable respecto a un pérdida. Nos desplacemos a donde nos desplacemos, parece proponer Murakami, la pérdida funciona como un espacio negativo y vacío que no podemos aprehender, ni busca nuestra comprensión; nos condena a una suerte de luto imposible, tal como lo escribía Hölderlin. Esta imposibilidad del luto, este vacío incomprensible, ha sido todo un tema en la literatura de Murakami. Me parece, sin embargo, que vale la pena usar estos cuentos para indagar en ello y observar cómo el autor las ha puesto en funcionamiento narrativamente. Yo llamaría a la técnica narrativa que utiliza la estética del rechazo,2 para utilizar un concepto que la crítica norteamericana Doris Sommer ha diseñado para leer autores a los que denomina particularistas (menores, para un término más familiar). Para la autora, resulta interesante que en algunas de las obras que más hemos discutido en el siglo xx aparezca esta estética del rechazo como una especie de resistencia ante los lectores eruditos que pretenden entender el texto más que los propios autores. Me parece pertinente encontrar algún ejemplo de aquello en Murakami, sobre todo como réplica a quienes lo leen sólo como un autor pop, fácil y completamente vendido al mercado editorial. Hay algo de verdad en esto último. El japonés es, en definitiva, un autor Véase Doris Sommer, Abrazos y rechazos: cómo leer en clave menor, fce, México, 2005. 2 que tras haber vendido millones de copias con sus novelas y gozar de una popularidad creciente en todo el mundo hace sospechar a más de un erudito sobre su talento. Sin embargo, para Sommer, la posibilidad del rechazo debe surgir jus tamente a través de un movimiento de aproximación y, éste, de una suerte de seducción que el texto infringe en el lector erudito que, incapaz de desviarse de sus convicciones estéticas y políticas, asume el juego hermenéutico y cae en las trampas que le tenían preparado. Hasta donde puedo observar, Mura kami nos rechaza cada vez que intentamos comprender el texto, para usar el término que la hermenéutica filosófica nos ha impuesto en los últimos sesenta años. Nos rechaza, no obstante, una vez que nos ha seducido con los fetiches más queridos de la cultura occidental, como los Beatles o Woody Allen o el jazz, objetos que sin duda (por otro lado) también son muy apreciados por el autor y la cultura de la cual proviene. Una vez insertos allí, cómodos, es cuando nos habla del suicidio, de la muerte, del dolor, de la pérdida. Y lo hace, empero, sin pretender embaucarnos en explicaciones falsamente inteligentes, en trampas intelectuales que marean a los lectores excesivamente deseantes de jugar ajedrez sin que el autor quiera. No concede Murakami se creto alguno de lo que aun para él, el dueño de esos personajes, le resulta inaccesible. Podemos encontrar varios pasajes en los que nos encontramos frases como esta: “Ella me lo ocultó, como es obvio, pero yo simplemente me enteré. Contártelo me llevaría una eternidad [y no lo cuenta].’’ En este fragmento, Muraka mi mantiene a salvo el secreto de la historia, no termina de decirnos lo que, en esta cultura del chisme y del morbo, nos resulta irresistible de querer conocer: cómo se enteró de que le estaban poniendo el cuerno. Se lo guarda para sí, le pide al lector una distancia con el texto, le plantea un espacio de negociación (o de vacilación) en donde este último no puede buscar, si está sano, más explicaciones de las que ya se encuentran en el texto. A mi modo de ver, tal detalle que, como dije, se repite en casi todos los relatos de este volumen, sea quizá parte del atractivo que ha tenido entre cierta crítica que empezaba a creer que Mu rakami ocupaba ya un lugar en la lite ratura New Age y el turismo intelectual. Quizás hay allí un sentimiento de impo tencia ante estas narraciones que provocó las reacciones de asombro y suspensión, como la del crítico de Babelia, Carlos Zanón: “Queremos que siga hablando, que no acabe nunca, no concebimos tragedia peor que nos deje a medias y no volverla a ver.”3 Zanón se está refiCarlos Zanon, “Murakami y los botones mal abrochados” en Babelia, 9 de marzo de 2015, url: http://cultura.elpais.com/cultura/ 2015/03/03/babelia/1425398965_783247.html 3 151 riendo al que considera el mejor relato de la selección: “Sherezade”. En efecto, es un relato que nos deja queriendo más: Sherezade (que no es su verdade ro nombre) es una mujer que, tras acostarse con el narrador, le cuenta historias que terminan repentinamente y que se quedan siempre incompletas. El narrador queda ávido de un clímax que lo concluya todo con fuegos artificiales: lo único que le queda, como al lector, es la imagen de la mujer yéndose en su Mazda azul y la incertidumbre de si volverá a verla alguna vez. Esta sensación a la vez de asombro y de frustración es, según mi punto de vista, también consecuencia del género del libro. Creo que el hecho de que estemos leyendo cuentos y no una novela ha provocado que esta nueva lectura de Murakami sea tan poderosa como lo ha sido. Las novelas, según me lo dijo alguna vez Guillermo Espinosa, tienen demasiado entretenimiento, nos hacen perder de vista muchas veces lo que vuelve importante a un texto. El cuento, siempre más económico y discreto, parece ir al punto sin extravagancias estructurales y sin la anestesia que suponen las cada vez más pomposas junglas retóricas de los novelistas, del propio Murakami, entre muchos de ellos. El catedrático francés Tsurumi Shun suke ha contado que Lafcadio Hearn, un reportero descendiente de padre irlandés y madre griega que vivió en Japón durante las últimas décadas de su vida y fue conocido por aglomerar en varios 152 volúmenes una serie de cuentos populares japoneses, hacía que su esposa, la hija de un samurai empobrecido y errante (un ronin, como se autodenomi na Kitaru, el personaje del relato “Yesterday”), le contara noche a noche los cuentos que ella se sabía de memoria y que lo enamoraron.4 Hacía que se los volviera a contar como si detrás de ellos pudiera encontrar algún secreto. El cuento está, sin duda, más próximo a las culturas no occidentales y tiene al mismo tiempo la función de entender los secretos del mundo y de guardarlos. Pero está también más próximo a las personas, más allá de la cultura a la que se pertenezca. Cualquiera puede contar una historia. Cualquier hombre puede contar la historia de cómo ha perdido a una mujer, porque cualquiera puede perderla y eso, parece decirnos Murakami, es algo que conviene jamás olvidar (sobre todo en este país): “Convertirse en un hombre sin mujer es muy sencillo: basta con amar locamente a una mujer y que luego ella se marche a alguna parte. En la mayoría de los ca sos (como bien sabrás), son taimados marineros quienes se las llevan. Las seducen con su labia y las embarcan deprisa hacia Marsella o Costa de Mar fil. Prácticamente nada podemos hacer frente a ello. También es posible que ellas mismas acaben quitándose la vida, sin haberse relacionado con ningún ma rinero. Frente a eso tampoco podemos 4 Tsurumi Shunsuke, Op. cit., p. 7. hacer nada. Ni siquiera los marineros pueden (…) En eso consiste perder a una mujer. Y en ocasiones perder a una mujer supone perderlas a todas.” Demasiado futuro J uan C arlos R eyes Carlos A. Aguilera, El imperio Oblómov, Renacimiento, España, 2014, 234 p. El imperio Oblómov desborda la idea tradicional de novela: es una exposición, una instalación; mejor, una puesta en escena teatral cuya parodia nos sonroja. No es aquello que, con vacíos eufemismos, nos hemos dado a la tarea de llamar “pena ajena”: no. Es el flagelo más propio que pudiéramos imaginar, porque ahí nos reconocemos, porque en sus páginas leemos sueños tan escondidos como propios; madres odiadas por días, meses o años; padres a los que hemos querido dar un tiro en la cabeza; sillones ocupados cuyo espacio juramos que nos corresponde por pura justicia; imperios efímeros y superfluos que, de tan diminutos, dan lástima. Leemos una parodia cuyo germen de realidad nos estremece de risa y espanto. Conforme avanzaba en la lectura del texto de Aguilera, más me imaginaba recorriendo una casa llena de cuartos vacíos en los que habría veintidós cuadros colgados, escenas suspendidas en las que se vería a un grupo de hombres cazando, a una mujer subida en una caja de madera predicando a gritos fuera de una iglesia, una torre en construcción, el retrato de un niño tuerto. Cada vez que uno se acercara a la pintura, podría tocarla y ésta se revelaría viva al mostrar un episodio aleatorio de la historia de un imperio en construcción y decadencia simultáneas. Mi lectura de Carlos A. Aguilera (La Habana, 1970) comenzó por Teoría del alma china, libro que aún considero la muestra más alta de un impecable oficio. Co-editor y colaborador de la revista de literatura y política Diaspora(s) entre 1997 y 2002, es sin duda una figura clave para entender la literatura de la diáspora cubana de la segunda mitad del xx y este incipiente siglo xxi. Ha escrito poesía, teatro, ensayo, cuento y novela. Sus libros, no fáciles de conseguir, son Clausewitz y yo, Discurso de la madre muerta, Teoría del alma china, Das Kapital, Retrato de A. Hooper y su esposa, y El imperio Oblómov. Para quien así lo desee, será de fácil acceso algo del material del autor reunido en la estupenda antología Ratas, líquenes, insectos, polímeros, espiroquetas: grupo Diáspora(s). Antología (1993-2013), de Jorge Cabezas Miranda, publicada en 2014 por Cabezaprusia, o también una edición de Clausewitz y yo que la editorial independiente La Cleta Cartonera está por publicar. Por si alguien se lo pregunta, o el puro nombre Oblomov resuena ya en su 153 mente lectora, Aguilera afirma en una entrevista que su novela no tiene nada que ver, de no ser por el título, con Oblomov, novela rusa de mediados del xix escrita por Ivan Goncharov. Oblomov es una de las grandes novelas sobre la apatía del hombre superfluo, una dura crítica en tono satírico a la nobleza rusa de la época zarista. El autor cubano plantea que el título no pasa del homenaje, aunque a mí me parece que es una especie de “contra-novela”, una respuesta casi. Si en Oblomov pasa poco y el personaje tarda decenas de páginas en decidir si se levanta de la cama mientras acepta que todo le ha sido dado sin tener que luchar o trabajar por ello, en El imperio Oblómov el personaje principal hace todo lo contrario: nada le es dado. Marcado por una maldición casi diabólica –en palabras de su propia familia–, le es impuesta la creación de un imperio paneslavo que se transforma en epítome de lo funesto, un reinado donde, como en el dicho, tuertos como él son reyes. Para llevarlo a cabo, deberá pasar por innumerables penurias ante escopetas, internados, zorros, maestras de patriotismo y civilidad, su propia madre, y un dios que –a menos de que se encuentre practicando foxtrot en un sanatorio psiquiátrico– estará siempre en su contra. El texto entero es una parodia de diversas realidades que se cruzan y mezclan sin que te percates del todo de las constantes inflexiones entre narradores, tiempos, lugares o personajes. Aguilera 154 construye una narración con decenas de recursos estilísticos que hacen tan patente su oficio como un humor negro y ácido sólo permitido al que parodia con los pies al borde del abismo con ganas de asomarse para sentir el vértigo. Dice en ese tono el último de los Oblómov, recordando los desfiles militares del Internado: “Me recordó aquella otra amenaza que repetía nuestra profesora de patriotismo, lengua y civilidad en el Internado, tirando sus pasitos de prima ballerina hacia delante y alisándose la papada: ‘O aplauden o les rompo el futuro’.” En varios pasajes, los diversos narradores –un narrador personaje en primera y tercera persona, así como un narrador externo pero juicioso– le hablan directamente al lector: “Empiezo a contar desde el principio y ya se enterarán”, dice el Tuerto Oblómov, el personaje principal y más pequeño de una dinastía que recorre generaciones para terminar con este mesiánico cuasi niño rodeado de santones deformes intentando construir una torre encargada por la más grande de las falsas santas, mamushka, su madre, que grita discursos mesiánico-religiosos frente a la iglesia a punto del desmayo. Lo delicioso de estas secciones, en el libro, es que parecen secciones de extáticas obras de teatro: notas para pausas dramáticas, indicaciones de tra zo escénico o registro actoral en los diálogos: “Pausa para poner los ojos en blanco”, “Tono de desespero”, “(Pausa para echarse un mechón de pelos hacia atrás)”, “Pausa para reírse sola”. Son también muy notorias las suspensiones en la narración que Aguilera hace a lo largo del libro para, capítulos después, retomar el asunto o, en algunos casos, simplemente dejarlo olvidado entre las páginas. Anota, por ejemplo: “Voluntad y poder pueden ser, como ya veremos, paños muy delicados”; o, en varias ocasiones: “como veremos más adelante”. Parte de lo que más llamó mi atención sobre el estilo de la narración es el que aparentemente existe, y recurro a la “apariencia” porque sus huellas son pocas, un presente explícito desde el que se narra. Por ejemplo: “Así que ahora regresemos al Internado. Después continuaremos hablando de este asunto. Es de noche.” ¿Es esta una pista sobre el momento único de lo narrado (imaginado)? ¿Es que, como para Conrad en El corazón de las tinieblas, el tiempo para contar está corriendo apresurado como en un reloj de arena? El funesto evento que vaticina la decadencia del imperio Oblómov es un simple accidente de cacería: “Es decir, una cuantas gotas de aceite de menos, unos cuantos zorros de más, y la vida de ‘el peor de los Oblómov’ cambió.” Ahora Tuerto, el menor de los Oblómov, es signo de abominación. Víctima de “la enfermedad única del ojo único... la enfermedad-hueco” que no sólo lo con denará a él sino a toda su familia: personajes tan ridículos como mesiánicos. El hecho se considera accidente por muy poco tiempo para después mutar a una maldición. Es bien sabido que el zorro como figura es, desde la Edad Media, considerado “símbolo frecuente del diablo”, tal vez por ello mamushka Oblómov asume a su familia maldita por el mismísimo demonio y recurre a una vida ridícula de religión y odio con tal de que su hijo “el Tuerto, Oblómov Satanás, Oblómov Polifemo, Oblómov Ojito de Serpiente, Oblómov el Hueco...” logre construir el imperio que lo reivindique todo. “Oblómov el Tuerto, como empezaba a runrunearse en su entorno más íntimo, era un elegido. Y contra los elegidos no hay nada que hacer.” Esta enfermedad-deformidad-maldición-destino es testigo y causa de un retrato familiar espeluznante y paródico a la vez. Y la familia es un micro universo que se fragmenta en la búsqueda de un imperio que una la cultura eslava y demuela de una vez por todas las absurdas costumbres y tradiciones llegadas del temible y desconocido Este. En las primeras líneas del prólogo queda muy claro: “Ahora hablemos de mi odio hacia el Este, de mi odio a todo lo que simboliza el Este, de mi odio a cualquier recuerdo de esa época. Les advierto que será una historia larga.” Y es larga porque intenta contarlo todo, porque intenta mostrar a una familia obsesionada con “mantener la raza”, con imponer la “biología blanca”. Su madre se lo ha dicho, y el más pequeño de los Oblómov lo cree con toda seguridad: “yo debía proteger a la raza, que para ella significaba ante todo conser155 var a cal y canto la sangre y la familia”. Pero la parodia de Aguilera no perdona a una familia con ideas tan insensatas: el “Gran Oblomov” es la estirpe de un general alsaciano y una hemofílica húngara, su hijo –padre del tuerto– “rompió con toda la rama celta de su árbol genealógico”, la bisabuela Oblómovina “se había enamorado de un gitano de circo y había abandonado un día a su marido y a sus cinco hijos bajo un aguacero”. El retrato que hace Aguilera de la familia Oblómov dibuja un árbol genealógico que comienza con individuos que se hicieron leyendas, como el “Gran Oblómov”, para terminar con varios “santones” deformes bajo la tutela del manco Kiril Kirilov, a quien ellos mismos violan con todo tipo de instrumentos para placer del último, el más pequeño, el más maldito, el nunca amado, el siempre mesiánico, el tuerto Oblómov. Y así, “fundar una humanidad que pudiera salvarse a partir de sus defectos: el cáncer, la idiotez, el no-ojo, el tumor, la hepatitis...” No puedo evitar que esta realidad paródica y alucinante construida por Aguilera me recuerde a su compatriota Reinaldo Arenas, uno de los escritores cuya obra más disfruto y respeto. En tono menos lúdico que el de Arenas, Aguilera logra también que la irracionalidad de las acciones que muestra vayan escalando casi geométricamente. La comedia humana que retrata se vuelve cada vez más delirante a cada página que avanza la novela y los per156 sonajes son cada vez más expuestos, humillados, exhibidos en su estupidez y locura disfrazadas de misticismo y grandilocuencia. Aunque también hay pasajes inmensamente divertidos por satíricos, por mostrar una falsa insolencia ante algo que únicamente molestaría a los personajes. Los que más disfruté fueron los relacionados con ese divertidísimo dios al que los enfermeros de un psiquiátrico –que tal vez sólo existe en los sueños de Oblómov y Kirilov– le avientan de vez en vez alguna salchicha mientras ensaya sus pasos de baile. “Me pondré a ensayar mi foxtrot y por cada paso que aprenda le abriré un hueco en los pulmones, por sólo gritar y no atreverse al final a nada, por haber destripado durante años al inservible de su marido.” Ese mismo dios que se muestra como un náufrago que ha perdido la razón en su soledad, y que puede ser ridículo y poderoso: “Para eso era dios y los rayos solares le salían directamente del culo. Sí, como usted oye: en forma de ángeles y demonios; del culo.” Y la risa vuelta desconsolada mueca continúa: “Descubrí que los seres humanos no éramos más que la imagen y semejanza de los pliegues de su culo. ¿Entiende usted? La imagen y semejanza del hueco por donde este falso dios con sus falsas preguntas y su falsa ley hace caca.” Como una nota más sobre el logrado y a ratos desbocado estilo de Aguilera me remito al capítulo diez de la novela, uno de los más exquisitos del libro: primero se remite a olores con una repetición sintáctica muy singular: “Penicilina: El hospital olía a penicilina”, “Ladrillo: El hospital olía a ladrillo”. Formol, carbón, para después, hacia el final, cambiar al formato de una obra de teatro: personajes, diálogos, indicaciones, trazo escénico. Desde Teoría del alma china, Aguilera hace uso de la presencia constante de un discurso político armoniosamente entretejido entre sus textos sin importar el género del que se trate, y El imperio Oblómov no es la excepción. A pesar de que el narrador pide que “(recordemos que esto sucede en mil ochocientos y pico)”, la novela ocurre en un tiempo y lugar que no es ninguno, pero tampoco –como lo diría el lugar común– todos. El escenario es una mezcla de lugares, de tiempos y personajes que logran la parodia del artista, del gobernante, del dictador, de la revolu ción siempre inconclusa y a la venta del mejor postor, como apunta Bertholdo, desquiciado médico jorobado que atiende a mamushka en un hospital para tuberculosos. Aguilera apunta en una entrevista: “es decir, [ocurre] ahí donde la historia, la literatura, el canon e incluso lo político pierde peso, el peso que la vida y cierto status quo le han dado, para convertirse en risa, carcajada agónica. Y digo agónica porque no concibo ninguna escritura que a la vez no se ahogue en su propia risa, que no delire”. Para muestra de otra potente y descabellada sátira sobre el asun- to, recomiendo infinitamente el video sobre su poema “Mao”, que se puede encontrar fácilmente en Internet. Además de ser visualmente muy atractivo, el texto, y la manera en la que el propio Aguilera lo lee, podrían resumir parte de su poética y la relación que guarda con su natal Cuba, pero también con cualquier lugar o dictador que intente disfrazar al otro como exiliado, fugitivo, migrante, como un alejado otro con el que nada nos une y con el que todo nos es irremediablemente ajeno. El propio Aguilera dice en entrevista con el Nuevo Herald: “[La novela] no responde a ningún territorio real, o histórico completamente definido, sino que toma y (ficciona) varios espacios para construir su propia situación.” Después de ver a su madre tuberculosa perder la razón bajo los cuidados de Bertholdo, médico jorobado y obsesionado con las muñecas de tamaño natural y la parafernalia bélica, Oblómov el Tuerto comienza la construcción de la torre que será el centro de su imperio: “En ese lugar, Kirilov, me esperaba el zorro que me disparó en el ojo y me dijo: Éste es el Este, el único Este, el Este exacto. El único lugar en donde el Es te existe. Todo lo que te han dicho hasta ahora es mentira. Olvídalo. El Este está aquí, señalando un puntico color azufre sobre la tierra. Y en ese lugar es donde vamos a levantar nuestra torre.” Una torre que, como signo, ha representado la idea de elevarse por encima de la norma vital o social, una “escala en157 tre la tierra y el cielo, por simple aplica ción del simbolismo del nivel para el cual altura material equivale a elevación espiritual”, una especie de transformación espiritual. Un enorme grupo de “cojos, enanos, sonámbulos, epilépticos, imbéciles, sifilíticos” con un bufón como rey. Todo se reduce a una alucinante obra de teatro, a un paródico escenario en el que nadie sabe sus papeles, en el que todos equivocan sus diálogos, en el que los monólogos son confundidos con indicaciones, donde el libreto se traduce como realidad, un tiempo en el que durante los intermedios se actúa, actores hablando mal de sus compañeros tras bambalinas, directores pateando y escupiendo a quien se deje, tramoyistas con los papeles estelares. “Lo demás, ya lo sabemos todos. Es la historia de un imperio. La historia de un tuerto, una familia, una zona, una medicina, una ob sesión.” Lo demás, ya lo sabemos todos, es la historia de todos. Lecciones perrunas de un moralista intempestivo R icardo D onato Leonardo Da Jandra, Filosofía para desencantados, Atalanta, España, 2014, 144 p. Rememorando a Tomás de Aquino, en una de sus más espléndidas cavilaciones, Michel de Montaigne traza una ana 158 logía inquietante: que el amor desmedido a la sabiduría puede tornarse un vicio tan pernicioso para el alma como la abominable lujuria del incesto. Además de exhortarnos a copular de manera católica y atemperada, sin variar de dama, postura ni abertura, el barón rampante de Saint-Michel desaconseja, en su estimable texto “De la moderación”, el extremado afecto hacia la virtud y el conocimiento: “en exceso, la filosofía esclaviza nuestra natural libertad y nos desvía, mediante una importuna perspicacia, del camino hermoso y llano que nos ha trazado la naturaleza”. Lejos de equivocarse, las palabras de Montaigne resultaron proféticas: tras un prolongado e incontinente amorío epistemológico, en su querer inmoderado por traer hacia la luz la verdad oculta del fenómeno (la aletheia griega o el “des-ocultamiento de lo ente”, en palabras de Martin Heidegger), la razón filosófica moderna acabó por contagiarse de una logo-disentería tan violenta y ardorosa que de ella ya no queda más que un puro hueso. Pero el malestar –más bien agonía– tiene su razón de ser: la filosofía ha co metido hybris, excediéndose en una verborrea ininteligible, pomposa y mareadora, que nada más de leerla a uno le entran ganas, siguiendo el ejemplo de Heráclito de Éfeso, de enterrar la cabeza en el estiércol, sin mencionar a los pocos filósofos cuya teoría redunda en una praxis concreta y consistente, transformadora de la realidad. A la Filosofía para desencantados ha bría que concederle el acierto de habernos recordado la necesidad de cultivar un quehacer filosófico más desinteresado y honesto, acorde al sentido común y que dé respuesta a la existencia cotidiana. Lo suyo es el ejercicio de una filosofía práctica, materialista (no de materia física, sino de contenido vital: inhalt, en alemán) y contestaria; un “hablar con franqueza” (Michel Foucault dixit) acerca de los desequilibrios materiales existentes, socio-económicos, que envilecen las relaciones humanas; la búsqueda, no de una verdad eterna e inmutable, sino de un perfeccionamiento espiritual que deje atrás el anhelo de un saber animado por el deseo de poder. A contracorriente del saber oscuro, académico y teorizante de la rumia filosófica en boga, estamos ante un ensayo de ética perruna, intempestiva e iniciá tica, fiel condiscípula de las efusiones tonificantes del cynosargo y la stoá ate nienses, aquellos espacios de la antigüedad helénica en donde cínicos y estoicos enseñaban el arte de vivir a la manera de los dioses: con alegría desenfadada, practicando un saber insobornable, autárquico y soberano. Del mismo modo que los sabios perrunos (kynicos/kynos: perro) de antaño, sabedores de la descomposición del Espíritu (el Geist hegeliano en términos de “actualidad” y ser de una época), Da Jandra lanza su aullido-carcajada con una doble intención: por un lado, revi- talizar el potencial crítico, transformador, del discurso filosófico y, por otro, desnudar las hipocresías, los excesos, las contradicciones y las mezquindades que aquejan a la civilización occidental. La tan anhelada congruencia socrática entre vida y pensamiento lo acreditan: redomado Diógenes selvático, vivió en una reclusión autoimpuesta por casi tres décadas en las bahías vírgenes de Cacaluta (Huatulco, Oaxaca), sin ninguna comodidad moderna, cultivando la “utopía mínima”, al lado de su pareja, la pintora Agar García. Desterrado de su paraíso tropical, de retorno a la gran Babilonia, Da Jandra nos ha entregado durante la última década un puñado de obras sui generis (Distopía, La almadraba, Zoomorfías), hermanadas en el sentido de la condena radical del “ego animalizado” y soberbio, depredador de la naturaleza y el prójimo, que define a nuestra época. Filosofía para desencantados no es la excepción: un oráculo manual para uso de las jóvenes generaciones acerca del autodominio, la humildad y el arte de vivir, cuya prosa edificante, enciclo pédica y prístina, de ágil lectura (no es necesario ser un docto en la materia para comprenderlo) está teñida de una belicosidad jovial no exenta de ironía. Desde las primeras páginas, el también autor de Entrecruzamientos desen vaina la espada y combate las diversas corrientes filosóficas modernas (racionalismo, idealismo, marxismo, psicoanálisis) arremetiendo contra el método 159 que, en cierto sentido, las unifica: la dialéctica de la lucha y la oposición, intrínseca al saber racionalista y negativo, depurador de la diferencia. No dar pie a lo negativo, es decir, al proceso de autoafirmación de la identidad que sólo sabe ver oposiciones y antagonismos por doquier; rechazo de la duda escéptica y la dialéctica superadora (recuérdese el triple significado de la aufhebung alemana: conservar-abolir-superar) del saber moderno, que tras siglos de negaciones y desmitificaciones ha terminado por desencantarlo todo: “Lo último que nos queda cuando ya no creemos en nada es el falso consuelo de la razón desilusionada, la fría y desolada intemperie del escepticismo.” Más adelante sus estocadas se hunden en el no menos enrevesado lomo de la filosofía contemporánea (analítica, her menéutica, posestructuralista), pero esta vez para hacer añicos el fundamento que anuda a sus distintas corrientes: el llamado giro lingüístico (linguistic turn) o la mistificación secular del logos (“el lenguaje es la casa del ser”, según la célebre frase de Heidegger) como condición de posibilidad (a priori) de cualquier indagación acerca del mundo. Frente a la divinización del “logotauro”, Da Jandra reivindica el primado de la existencia, del obrar y el padecer en libertad del hombre, más allá de los afanes deterministas, lógico-cuantitativos, de las ciencias duras y la filosofía analítica: “La manifestación de lo absoluto no se da ni puede darse en el 160 lenguaje; toda racionalización lingüística es defectiva”, advierte aquí; “La medida de la verdad la da la experiencia, no la lógica”, sentencia allá. Allí, entre líneas, degustamos la robustez ahumada de Marx y su undécima tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo, lo que hace falta es transformarlo”; los aromas discretos, templados, del úl timo Schelling: “No existe el Ser porque exista el pensamiento, al contrario, el pensamiento debe su existencia al Ser”; la consistencia ligera, diurética, del nominalismo de Ockham: “El universal es un signo instituido voluntaria mente, no sustancia alguna”; y la solera afrodisiaca, libertina, de la escuela cínico-estoica: “La virtud reside en los hechos sin necesitar de muchas palabras ni conocimientos.” Un lector familiarizado con la regurgitación académica adivinará en sus argumentos el influjo de los materialismos positivos, afirmadores de la “alegría de la vida”, así como de las éticas refutadoras e insolentes que han combatido la impostura e incongruencia práctica de todo idealismo charlatán y flatulento –por aquello del flatus vocis, a decir del nominalismo medieval. Lo novedoso, lo emoliente, de Filosofía para desencantados, es la pulcritud de su prosa, la naturalidad didáctica, desenvuelta, con la que el filósofo le habla al lector no especializado en estos temas, sintetizando milenios de disputas intelectuales: “Historia y mito, individuo y sociedad, masculino y femenino (…) no son –ni deben ser– contrarios sino complementarios. Lo positivo y lo negativo no son propiedades ónticas, es decir, de lo existente como objetividad, sino atribuciones –entiéndase lenguaje– que el sujeto hace a las cosas.” Desenfundada su doble navaja crítica (del método y el lenguaje), Da Jandra despliega su propuesta, primero, desmenuzando el “egocentrismo” moderno responsable de la decadencia de la cultura occidental, abocada a la conquista desenfrenada del goce y la “autoconservación, autoperpetuación y autogratificación” del ego animal: “Todos los imperios pasan inevitablemente por un origen evolucionario, una grandeza volitiva y una caída ominosa (…) la caída ocurre indefectiblemente cuando el ciudadano da la espalda a la naturaleza y al cosmos para dedicarse a la optimización del goce (…) La insensibilidad actual ante el daño y el sufrimiento ajenos es consecuencia de un deseo compulsivo de ser feliz (…) de llegar a los límites del placer a través de las funciones oral y genital. Y tenemos que enfatizarlo: ninguna civilización ha sido tan digestiva y genital como la nuestra.” Satisfacer nuestra oralidad y genitalidad desaforada, gozar como bestias antes de que el sistema nos conduzca al “matadero” es, en su opinión, el único fin de la “conciencia estabulada” (“falsa conciencia ilustrada”, inmune a la crítica ideológica, diría Peter Sloterdijk), hipóstasis del individuo nar- cisista y arrogante, obsesionado con la autogratificación de las funciones bajas, pre-edipicas, del cuerpo: fornicar, tragar, gruñir, gozar, excretar. Es probable que un lector sensible se sienta regañado, pues en su disección de la dinámica egocéntrica (fase por la que atravesamos, caracterizada por la “muerte de Dios”, la divinización del placer y las voluptuosidades del cuerpo) se palpa un tono de reproche que, por momentos, resulta sermoneador, anacrónico y moralizante. No debe sorprendernos, el ideal de cultura y sociabilidad humana que su autor encumbra es otro: es el mundo grie go, el de la filosofía platónica y la praxis aguerrida de los cínicos. De ahí el carácter intempestivo y provocador de su ensayo que, en un segundo momento, plantea el tránsito hacia un sociocentris mo o “modo de existencia ética”: “Cuan do el individuo racional supera la doble determinación digestiva y genital, la autogratificación se convierte en búsqueda de la verdad, la autoperpetuación en búsqueda de la belleza y la autoconservación en búsqueda de la bondad: la razón egocéntrica cede su lugar a la razón sociocéntrica. La triada platónica –verdad, belleza, bondad– no puede ser considerada como una abstracción inexperienciable, sino como la base incondicional de todo filosofar.” Llegados a este punto, Da Jandra no cesa de abominar de la mendacidad de los partidos políticos, sindicatos, medios de comunicación, intelectuales y 161 gobernantes corruptos que se reproducen como larvas en los simulacros de democracia de hoy en día, pero sobre todo aborrece el utilitarismo pragmático y la tecnocracia de libre mercado que diluyen los pilares públicos (Estado, de rechos, tradiciones) y privados (propiedad, familia, religiosidad) que sostienen la civilidad. Desde su perspectiva, toda la “mise ria” y “anti-heroicidad” del egocentris mo nace como consecuencia de un doble desprecio: por un lado, de la espiritualidad religiosa (en tanto corpus de valores, creencias y principios morales que dotan de sentido y regulan la conducta de las personas), y por otro, de la ética y la educación familiar, cimientos aglutinantes de la comunidad política y de los ideales de igualdad, justicia y empatía con el otro. No en balde, en un tercer capítulo, Da Jandra invita a repensar la utopía: el cosmocentrismo sería el último escalafón de la evolución humana, “apertura de una conciencia total”, conciliadora de la razón egocéntrica (bastión del conocimiento verdadero) y la sociocéntrica (fuente de toda eticidad y sapiencia práctica), pero dentro de un orden cósmico más elevado y perfecto que, “sin dejar de ser racional y pragmático sea al mismo tiempo moral y espiritual (…) inconcebible sin la mediación de la filosofía”. Hay que decirlo: en su determina ción por integrar y armonizar los conte nidos antagónicos de la ciencia (hechos), 162 la filosofía (significados) y la religión (valores), Da Jandra sucumbe a las tentaciones del idealismo totalizador al trazar puentes –algo quebradizos– entre la metafísica de Platón y Giordano Bruno, pasando por el último Wittgenstein y el empirismo analítico de Hillary Putnam, hasta llegar a propuestas tan disímiles entre sí como el pensamiento de Jean Gebser y la física teórica de Leonard Susskind o Werner Heisenberg, por mencionar algunos ejemplos. Y si bien el filósofo procede con cautela al matizar las diferencias entre la espiritualidad religiosa y el fanatismo dogmático de la iglesia institucionalizada, tan envilecida por los intereses egoístas del lucro y el poder político, es innegable el tufillo a teodicea hegeliana (arte + religión + filosofía = La Ciencia o Saber Absoluto) que desprenden las últimas páginas de su ensayo. Con seguridad, los “idiotas verificables” que para todo exigen “pruebas irrefutables” de la realidad de lo divino se verán escandalizados con su fórmula para conquistar la virtud: “1) conocerse a sí mismo; 2) conocer a los demás; y 3) conocer a Dios (…) la máxima perfección a la que puede aspirar una criatura finita e imperfecta”. Pero si la conciencia nihilista y de sencantada (“desdivinizada”) logra sortear este desliz metafísico, afín a los “estadios en el camino de la vida” de Kierkegaard (siendo la fe y la religión el modo de existencia auténtica), sus palabras se revelarán entonces como un cosco- rrón formativo y necesario encaminado a espabilarla de su letargo zombi-consumista-enajenante. Cuenta la anécdota que, cuando se le preguntó a Platón su opinión acerca de Diógenes de Sínope, contestó que le había parecido un “Sócrates furioso”. Habría que decir lo mismo de Leonardo Da Jandra: estamos ante una especie de “Rorty enloquecido” (severo y muy atinado, por cierto, es el diálogo crítico que el autor mantiene con la filosofía pragmática de John Rawls y Richard Rorty) que, lejos de sumarse al desencanto sacrílego del mundo, nos incita a cuestionar la irracionalidad, la injusticia y la soberbia del orden imperante de las cosas. Quizá no sería del todo descabellado imitar el ejemplo de nuestro “Rorty enloquecido” iniciando y reeducando a nuestros jóvenes –y de paso a tanta vaca endiosada que deambula en facultades y academias– bajo los vigorizantes y heterodoxos métodos de la pedagogía cínica. Y así, frente al excesivo amor a la sabiduría del aprendiz de filósofo, frente a sus desmesuradas preguntas (¿por qué el ser y no más bien la nada?, ¿cuál es la esencia del lenguaje?), deberíamos responder colgándoles un arenque hediondo en el cuello, machacando huevos ante su incrédula mirada, o bien aplicando en sus necias cabezotas, atiborradas de fraseología grandilocuente, un par de rotundos bastonazos. Habría que responder con la gracia y el donaire de los sabios perrunos y de Leonardo Da Jandra, con desparpajo, joviales, rabiosos, a dentelladas. Viejos trucos A lejandro B adillo Luis Jorge Boone, Cavernas, Ediciones Era, 2015, 116 p. Conocí el trabajo de Luis Jorge Boone (Coahuila, 1977) gracias a la lectura de su novela Las afueras, publicada en 2011, y que reseñé en estas mismas páginas. Resalto dos características que me lla maron la atención de ese libro y que se repiten en el volumen de cuentos Cavernas: fragmentación y una prosa que busca construir un estado de ánimo, sentimientos que tienen mucho de añejo y de romántico. En Las afueras hay una sensibilidad que se reafirma conforme avanzan las historias antes que una trama que cautive por sus enroques, cruces o aprendizajes en el camino. La fragmentación involucra voces, puntos de vista y cortes en el tiempo; la sensibilidad recuerda los artificios utilizados por la novela romántica: hombres sumidos en la desesperación, sometidos a un amor idealizado y no correspondido. La novela, en términos generales, me atrajo por crear una atmósfera antes que una serie de aventuras fáciles pero, 163 al mismo tiempo, me pareció forzado el lenguaje con el que se describe a los personajes, un lenguaje lleno de adjetivaciones y descripciones que llevan el texto a un terreno irreal, demasiado vaporoso, que inmoviliza las acciones en un discurso de efectos impostados. Geney Beltrán Félix, quien también reseñó la novela, apuntó que Las afueras “presenta historias de desamor y pérdida, pero esas experiencias se fosilizan y a la distancia, en la memoria del lector, devienen un objeto añejo, propio para la contemplación en la vitrina de un museo”. No podría estár más de acuerdo. Cavernas es un libro que se decanta por la fragmentariedad y por la utilización de un gran número de estructuras narrativas. Incluso se podría decir que cada cuento pertenece a un subgénero distinto y se escribe con una estructura con ingredientes que no se vuelven a repetir. Por esta razón es difícil hacer una valoración general del libro: algunos textos logran cumplir sin demasiados problemas con su propósito gracias al subgénero al que pertenecen, por ejemplo los cuentos de fantasmas; otros, un poco más experimentales, necesitan un lector que sea cercano a sus códigos y temática. Un libro de cuentos que salta de tema en tema hace pensar, también, en una prosa distinta para cada pieza o, al menos, una intención de estilo diferente, sin embargo el lenguaje de Luis Jorge Boone se mantiene sin muchos cambios a lo largo del 164 libro. Considerando estas característi cas nada desdeñables, me detendré, para ilustrar al lector, en los cuentos que pueden servir de referencia para sopesar, según mi lectura, sus yerros y virtudes. “El jardín interior”, perteneciente a la primera parte del libro titulada “Con el frío abrazo de tu espectro”, es, a mi juicio, una de las piezas más endebles del volumen. La historia cuenta la llegada de un hombre, violonchelista para más señas, a un departamento que acaba de alquilar. En los primeros párrafos del cuento se conoce la apuesta del autor: un ambiente opresivo que no llega al terror y una sensualidad que se concentra en Praga, una mujer que aparentemente no sobresale de entre un grupo de prostitutas en un bulevar y que se entrega al protagonista sin mayores preámbulos ni conquistas. Después, entre visiones oníricas y decorados pesadillescos, aparece otra mujer, vestida de negro, que lo observa en silencio desde un jardín interior. Aquí me permito citar la descripción que hace el autor de esta segunda mujer para ejemplificar mis reticencias sobre la manera en que se describe y se cuenta: “Era hermosa: su boca delgada, su piel blanquísima. Sus ojos eran el origen de la enferma luz que la rodeaba.” El cuento está repleto de fragmentos como éste, que vuelven las escenas inmateriales, elementos cuya sugerencia es tan explícita, tan redundante, que parecería que estamos leyendo alguna obra del más clásico ro- manticismo. En los párrafos siguientes del cuento, el músico sigue atormentado por la visión de esta mujer espectral y, antes del final, en el clímax con Praga, en medio del sexo y de una violencia apenas contenida, atestigua el encuentro de las dos mujeres que convoca relámpagos y el cierre del telón como si estuviéramos en la función de un teatro. Un vistazo general nos muestra que estamos frente a un cuento con claras influencias de la narrativa gótica y de terror. Sin embargo, no hay una apropiación de estos subgéneros para transformarlos, parodiarlos o reinterpre tarlos: lo que tenemos es una imitación de modelos que se explotaron una y otra vez hasta dejarlos como objetos de una época, monumentos a una sensibilidad que, me parece, ha sido superada. Apenas hay una tímida variación con la voz del conserje que, rompiendo el transcurso lineal del relato, cuenta sin mucha trascendencia su trabajo y el momento en que le alquila el departamento al músico. En este cuento –como en otros del libro– las mujeres tienen que ser perfectas, fantasmales, pálidas y bellísimas. Los hombres deben ser aventurados, en perpetuo conflicto con el arte, víctimas de sus ensoñaciones y bordeando los límites de la locura. El escenario para estos protagonistas tiene que ser un decorado onírico en el que luchan la fantasía y la vigilia. Como resultado tenemos un cuento que, más que encandilar, genera escepticismo e, incluso, cansancio. ¿Cuántas veces no hemos leído la misma historia? ¿Cuántas mujeres irreales, seductoras, son anzuelos para que los hombres caigan en el abismo? Es como pintar un bodegón: hay técnica y una correcta utilización de colores y trazos, pero el modelo a seguir no aporta ningún sello distintivo y se limita a navegar en márgenes seguros, territorios que ya han sido recorridos por innumerables autores. Mejor fortuna corre el cuento “El hombre que recorre el acueducto”, que pertenece a la tercera sección: “Ni el péndulo, ni la arena, ni el átomo, ni el sol.” Aquí tenemos, con todas las de la ley, un cuento de fantasmas. Un aparente turista escucha la narración de una leyenda colonial y, paulatinamente, se convierte en protagonista de la historia que le cuentan. Deja mejor sabor de boca porque la construcción es más precisa, utiliza una vuelta de tuerca para sorprender al lector y evita un final ambiguo. Sin embargo, y sin afán de ser reiterativo, se repite la poca ambición para abordar el cuento. No hay un solo elemento que mueva la historia a un terreno distinto a la historia de fantasmas tradicional. ¿Qué sentido tiene escribir narrativa si los textos parecen salidos de una imprenta de hace varias décadas? De entre el catálogo de temas también hay espacio para la ciencia ficción: “Momentos no humanos de la tercera guerra mundial”, que pertenece a la segunda sección: “Últimas, verdaderas, irrefu tables teorías acerca de la extinción de 165 la raza humana”. En este relato, conta do en primera persona, nos enteramos de la lucha de la humanidad, en un tiempo indefinido, contra algunas criaturas pri mordiales que pronto se revelan habitan tes del universo creado por H.P. Lovecraft. El protagonista-testigo, desde un punto ubicado fuera de la atmósfera terrestre, cuenta la batalla entre humanos e invasores. Después nos dice que forma parte de un grupo de colonizadores humanos que huyen del devastado planeta Tierra para refugiarse en Marte. En el cierre del cuento confiesa que él invocó a las criaturas monstruosas a través del legendario Necronomicón, pero que algo salió mal. El cuento, en su estructura, es bastante predecible y eso quita tensión dramática a la historia. El autor empieza contando la tragedia de la raza humana y, a partir de ahí, tenemos una prolija descripción de los monstruos y todos los desastres que ocasionan en la Tierra. No hay nada nuevo en el entramado narrativo exceptuando el conjuro, sin embargo este elemento tampoco tiene fuerza pues, desde el inicio, somos testigos del desfile de monstruos lovecraftianos que se acumulan hasta saturar varios párrafos. Otro de los puntos en contra es la voz que cuenta. Si la primera persona –el “yo” que narra– puede crear un ámbito íntimo, confesional, que ayuda a la verosimilitud, aquí este recurso está desperdiciado porque el protagonista, más que contar, declama: no hay secuencias que muestren gradualmente la derrota de los humanos, 166 sólo existe el discurso del hombre a salvo en una estación espacial que describe con minucia los poderes devastadores de los monstruos primigenios. No hay punto de quiebre y el texto completo se basa en la reiteración de frases y efectos que pretenden construir una atmósfera de inquietud y de terror pero que parecen meras imitaciones de Lovecraft sin llevar más allá el ejercicio. En los buenos textos de fantasía o de ciencia ficción la anécdota siempre permite una mirada que supera la superficie: en Crónicas marcianas los astronautas de Ray Bradbury viajan a Marte para descubrir, en realidad, un espejo en el que se muestran las miserias y peligros de la civilización humana. Stanislav Lem utiliza en Solaris, su novela más conocida, el truco del viaje espacial para mostrarnos los fantasmas que nos rondan cuando nos aferramos al pasado. En las historias de Cavernas hay una primera intención, demasiado evidente, que aborta, casi de inmediato, cualquier interpretación que no sea el artificio plano y llano. Cavernas es una colección de historias que, además del relato de los hechos principales, busca consolidar los frutos de una atmósfera planteada. Sin embargo la atmósfera, por sí misma, deserta de cualquier viso de originalidad y, lo más contraproducente de todo, se basa en un lenguaje que comunica muy poco para un lector que busca algo más que una retórica que, en los conceptos que construye, roza el lugar común. Otro factor es que la intención de los cuentos es muy plana, es decir, cuenta historias sin ofrecer diálogo o una participación más activa del lector que sólo tiene que descifrar mecanismos demasiado anunciados. Me parece loable que, en tiempos en que muchos libros de cuentos buscan una estructura llena de vasos comunicantes (mismos personajes, contextos, escenarios y géneros), Luis Jorge Boone apueste por cuentos de estilos diferentes que lo mismo abordan el realismo que la fantasía, el terror o la ciencia ficción. No obstante, y aquí debo apuntar que esta consideración es la más subjetiva de todas y no es fácil de demostrar, creo que algunos cuentos apuntan a meros ejercicios, recetas que hacen demasiado evidente su andamiaje. Es claro que los grandes temas han sido tocados desde la antigüedad y que, aparentemente, cualquier trama que escojamos repetirá, en mayor o menor medida, algún tópico o arista visitada por los escritores que nos antecedieron. Sin embargo, la labor del escritor es buscar resquicios en esa muralla en apariencia impenetrable para resignificar. ¿Las herramientas para hacerlo? La alegoría, el humor o la parodia, entre muchas otras. En caso contrario, nos quedamos con una interpretación de miras cortas o, en el mejor de los casos, repitiendo clichés como el amor idealizado, el artista y las musas que deben ser convocadas, entre tantos otros. La sensación que deja Cavernas es la de visitar textos escritos con corrección y esmero en las descripciones, pero que se contenta con muy poco. Me parece que, en un mundo editorial en que la literatura mexicana debe luchar con best sellers llenos de mensajes reciclados, se debe buscar algo más que historias bien contadas. Cloaca mexicana J osé S ánchez C arbó Enrique Serna, La doble vida de Jesús, Alfaguara, México, 2014, 342 p. Un síndico municipal, Jesús Pastrana, con una trayectoria intachable, se convierte en candidato para la alcaldía de Cuernavaca y cierra su campaña ganando la elección. Con esta sencilla trama, Enrique Serna plantea una tesis y encadena una serie de situaciones y problemas que debe enfrentar y resolver su protagonista-candidato que, como anuncia el título, lleva una doble vida, que va más allá de lo público y lo privado. La existencia más o menos apacible de Jesús Pastrana, con una relativa estabilidad familiar, emocional y económica, fruto del compromiso, el trabajo, la perseverancia y los estudios, sufre una transformación radical al participar en la campaña electoral. El mayor atributo público de Pas167 trana, sin capital político, simbólico ni económico heredado, es la honestidad y la voluntad de denunciar la corrupción de funcionarios público aunque sean de su mismo partido. La austeridad es otro principio fundamental en su corta carrera política, por ello prefiere trasladarse en un viejo Tsuru, a pesar de la presión social y familiar. Su proyecto político-social básicamente consiste en “crear un verdadero Estado de derecho” y concretar “la revolución legalista que el asesinato de Madero dejó trunca”. La primera acción como candidato consiste en impulsar la formación de grupos urbanos de autodefensa. Durante su campaña encara y lucha, pero termina adoptando algunos de los principios supremos de la esfera política mexicana: traición, mentira, corrupción, enriquecimiento, injusticia, impunidad, amenaza, violen cia, venganza, crimen. En resumen, Jesús Pastrana es un excéntrico entre los políticos que es normalizado. Por lo demás, al igual que sus colegas simpatizantes u opositores, Jesús sueña con escalar posiciones: presidencia municipal, gubernatura, senaduría y la presidencia. La vida privada de Jesús tampoco está exenta de conflictos, problemas marita les y dilemas sexuales. Está casado con Remedios, hija de una familia acomodada de Cuernavaca, una mujer ambi ciosa, pesimista, incrédula, fanática del ejercicio y descuidada en su arreglo personal. Ella, como la bruja que representa, le reclama a Jesús que por cul168 pa de su obsesiva integridad y su falta de pericia para relacionarse, no tienen una mejor posición económica. El estoico hombre más o menos ha sabido sobrellevar esta situación, pero con lo que no puede es con el hecho de que Remedios no sea “la hembra caliente y desinhibida” que Jesús desea. Por estos motivos, dice el narrador, a Jesús, en “el frente político y en el frente doméstico, sus enemigos lo atacaban por el mismo frente”. La otra vida de Jesús también incluye el ámbito de la intimidad. Mientras dedica sus esfuerzos a sortear y resolver las dificultades que se le presentan tanto en lo público como en lo privado, descubre su homosexualidad, reprimida durante décadas, cuando conoce y se enamora perdidamente de Leslie, un travesti que se prostituye en la calle. Para Jesús es “una encantadora damisela con buenos modales” que reúne los atributos físicos y sentimentales ausentes en su esposa Remedios. Leslie, al contrario, es cariñosa, coqueta, seductora, y su “culo es un exprimidor de jugos, un vórtice turbulento que absorbe la savia del universo”. En el capítulo titulado precisamente “Anagnórisis”, Jesús decide divorciarse y formalizar su relación con Leslie, no sin antes haber sufrido una etapa en la que dudó sobre su preferencia sexual, negar y aceptar, y en la que reflexionó sobre las implicaciones morales y sociales que su decisión traería. Decide instalarla en un bonito departamento pero se abstiene de hacer pública su relación; el temor al escarnio de la opinión pública y a que su carrera política se derrumbe son determinantes. La doble vida de Jesús es una infame crónica de las relaciones entre políticos y narcotraficantes que a diario encontramos publicadas en medios de información nacional e internacional. Por su elevado grado de referencialidad, hasta cierto punto la novela podría pasar como periodismo literario pero Serna y la editorial se cuidaron de no presentarla así. Muchos de los acontecimientos relatados han aparecido en notas informativas, editoriales y reportajes de largo aliento pero son modificados, mezclados y condensados en la novela. Por el nivel de coincidencia con algunos hechos, incluso podrían retratar situaciones específicas que vivieron los morelenses en elecciones pasadas. Para evitar una posible lluvia de demandas por difamación, optó por modificar los nombres de las autoridades implicadas y, por lo tanto, protegerse así bajo la manida frase de que cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Los nombres son distorsionados hasta un punto que no dejen de referir a la realidad. Estos son los burdos casos de personajes de la novela llamados Andrés Couturier (ex candidato del pad), presidente Salmerón, Matilde Urióstegui (célebre periodista radiofónica) así como de los partidos Acción Democrática (pad), Institucional Revolucionario (pir), Democrático Revolucionario (pdr) o Ambientalista (pa). En este tenor también alude al secre- tario de Gobernación fallecido de forma misteriosa en un avionazo. Otras operaciones portadoras del hedor de la política mexicana incorporadas en la trama de la novela son las que vinculan a funcionarios públicos con el crimen organizado; el tráfico de información; las maletas llenas de dólares; los videos de reuniones entre políticos y narcos grabados en la clandestinidad; los políticos prófugos de la justicia tras ser acusados de tener nexos con el narco o por enriquecimiento ilícito; los ajustes de cuentas; así como la participación de las fuerzas de seguridad pública y los grupos criminales en golpizas, desapariciones, mutilaciones, secuestros, asesinatos, exposición de cuerpos-mensajes ejecutados… La novela critica esta realidad y plantea la tesis de que la descomposición del sistema político, cual cáncer, es incurable y se propaga en toda aquella persona que intenta revertirla. También de que el tabú de las relaciones homosexuales no ha sido superado, mientras que la impunidad se naturaliza. Jesús Pastrana es prueba de ello. Una cantidad considerable de textos ha abordado los problemas sociales de la realidad mexicana con propósitos y estrategias diversas y un alcance que va más allá del plano estético. La literatura y los escritores están determinados por innumerables acontecimientos de índole política, social e incluso natural. En este sentido, la situación del país en estas últimas décadas ha afec169 tado a la literatura que ha tocado temas como el de la violencia y la corrupción ligadas a la política y los grupos criminales. La doble vida de Jesús pretende denunciar este tipo de deleznables prácticas, el problema es que tal intención se pone en entredicho cuando desacierta con la propuesta narrativa. La descomposición política y social es abordada por Serna a través de una estructura asociada a la literatura de entretenimiento y la espectacularidad que ha sido explotada hasta el cansancio por la televisión. No cuesta trabajo leer La doble vida de Jesús como un sui generis guión de telenovela. Cumple con los elementos esenciales como son la traición, la venganza, el amor y el soft porno entre personajes buenos y malos y hasta heroicos, como podría ser la intervención de último minuto de las fuerzas de la Marina-Armada hacia el final. En cada uno de los veintiocho capítulos, Serna plantea de forma mecánica una o dos intrigas que son desarrolladas y resueltas al término de ellos no sin antes abrir otras para atrapar el interés del lector. Además, la novela termina por decepcionar, sobre todo en los capítulos finales y el desenlace, cuando recurre a una espectacularidad que linda con lo inverosímil. Por otra parte, cabe aclarar que no se trata de un posible culebrón de corte tradicional sino de uno liberal e inclusivo. El papel protagónico no lo asume la típica pareja integrada por una mujer y un hombre, pertenecientes a distintas clases sociales, sino un polí170 tico homosexual honesto y una travesti adicta hermana de un famoso narco que aparentemente combaten no sólo los prejuicios sociales sino contra sus propios principios y vicios. La doble vida de Jesús, desde esta pers pectiva, antes que exponer y criticar aspira a entretener, sin lograrlo. Pero no importa, a la editorial le pareció una fór mula rentable y espectacular, y como tal se encargó de venderla. Basta imaginar que la siguiente nota de la contraportada es leída por un experimentado locutor: La doble vida de Jesús, “un thriller político de vertiginosa tensión, y al mismo tiempo, una novela de amor loco donde la moral de las apariencias se derrumba frente al huracán del deseo”. Y uno se pregunta: ¿vertiginosa tensión?, ¿novela de amor loco?, ¿la moral de las apariencias se derrumba?, ¿el huracán del deseo? Poco, muy poco cierto. En cambio, La doble vida de Jesús termina por derrumbarse cuando la mercadotecnia está por encima de la literatura; cuando nuestra desbordada cloaca mexicana termina siendo una forma de entretenimiento; y cuando se ejerce la crítica sin autocrítica. Zizek y lo acontecimental E duardo S abugal Slavoj Zizek, Acontecimiento, Sexto Piso, México, 2014, 181 p. Desde hace al menos dos décadas Slavoj Zizek ha desarrollado un tipo de reflexión filosófica que podría inscribirse en eso que Michel Foucault llamó ontología de la actualidad (del presente) y que podríamos rastrear desde Hegel hasta la escuela de Frankfurt, pasando desde luego por el demoledor metafísico por excelencia: Nietzsche. Esa forma de reflexión supone, en efecto, pensar la actualidad en el sentido más literal, es decir, lo que en este momento, aquí y ahora, se ha convertido en un acto. El grito de guerra de los fenomenólogos había sido el de “a las cosas mismas” y, cuando Sartre anunció a mediados del siglo xx que se podría hacer filosofía del coctel que tenía en la mano mientras conversaba en un bar, abrió las puertas de par en par para el análisis fenomenológico de todo cuanto nos rodeaba, las cosas claro, pero también el amor de pareja, la miseria obrera, los presos políticos, la humillación de los judíos o de los colonizados, el tercer mundo y sus rebeliones, los deportados, la Revolución. Sin embargo, aunque Zizek parece un firme continuador de esa línea de refle xión, no se queda en ningún momento en el análisis de las cosas mismas, desde el punto de vista fenomenológico, sino en las operaciones ideológicas y de pensamiento que permiten que algo sea pensado, visto, nombrado o constituido: su interés está del lado de los acontecimientos, del lado de lo que él llama lo acontecimental, ese momento en el que un efecto parece exceder sus causas, ese momento o ese punto en el que algo surge en el hueco que deja un efecto separado de su causa, ese algo nuevo que aparece es inesperado y debilita la aparente condición de equilibrio que lo precedía. Zizek, en Acontecimiento, nos plantea siete formas de aproximarse filosóficamente a la noción de acontecimiento, en una suerte de recorrido nómada, un viaje con paradas y transbordos, como si uno deambulara como un flâneur dentro de una red de trenes. Este vagabundeo, rico en referencias políticas, históricas, cinematográficas, literarias y de la cultura popular, se plantea como un itinerario del pensamiento que recorrerá siete estaciones o paradas, que funcionan de alguna manera tal y como funcionaba el concepto de serie de Gilles Deleuze en Lógica del sentido, en donde los acontecimientos siempre cre cían por los bordes, como un vidrio, y se oponían al régimen de las cosas. Aunque Zizek cita muy poco a Deleuze (apenas le dedica un par de páginas en este texto), tiene una deuda intelectual evidente con el filósofo francés al plantear el acontecimiento como un devenir y no como un estado de cosas: Heráclito y no Parménides. 171 La gran guía teórica que aparece (como en casi todos los planteamientos del filósofo esloveno) es la de Jacques Lacan. Prácticamente podría leerse la obra de Zizek como una relectura ideológica de las teorías lacanianas, en donde el psicoanálisis aparece una vez más como herramienta crítica y de interpretación de la cultura. Aquí la idea ya clásica de los tres órdenes lacanianos, el conocimiento articulado simbólicamente e ignorado por el sujeto, el estadio del espejo, el tercero traumático, así como la idea de marcas fantasmáticas, o la célebre dictadura del deseo, van delineando todo el tiempo el discurso de Zizek. La primera de las siete paradas explora el acontecimiento como una definición (o, mejor dicho, una redefinición) después de haber destruido una supuesta identidad con determinados atributos. En ese sentido esta idea guarda conexión con la estrategia de Jaques Derrida en torno a la deconstrucción, entendida como un desmontaje de un logos que se autodefine como central en un principio. Para Zizek, que no habla de descentramiento o deconstrucción, sino de redefinición, el puro acontecer entendido así puede ejemplificarse con la estratagema del melancólico que tra ta un objeto que en realidad todavía posee plenamente como si ya lo hubiera perdido. De ahí que Melancolía, la película de Lars Von Trier, le sirva como metáfora de la operación filosófica que implica esta primera aproximación al acontecimiento. Nuevamente echa mano 172 de Lacan para explicar cómo una ficción simbólica puede responder a la obliteración total de un marco simbólico previo a la pérdida de un marco fantásmico. La “cueva mágica” que construye el personaje de Justine en aquella película, previo a la catástrofe, es una forma de materializar el Significante Maestro que pone orden en una situación caótica. En la segunda parada el acontecimiento aparece como una felix culpa, es decir como una caída feliz, una suerte de ruptura o quiebre respecto a un determinado curso de las cosas, un curso que se ha asumido como normal. Aquí Zizek recurre a Sören Kierkegaard, filósofo y teólogo danés para quien el cristianismo era la primera y única religión del Acontecimiento: “el único acceso a lo Absoluto (Dios) es mediante nuestra aceptación del acontecimiento único de la encarnación como un suceso histórico singular”. Que Cristo resucite es un milagro y, sin duda, un Acontecimiento, o el Acontecimiento, pero Zizek, fiel a su gusto por jugar el papel de abogado del diablo, relativiza el binomio moral tradicional de bien y mal, preguntándose si en efecto hay algo previo a la Caída desde la que uno cae, y responde que no, que es la Caída misma la que crea eso desde lo que caemos. En ese sentido, Satanás (en tanto ángel caído) sería tanto más necesario que Cristo, puesto que crea el cielo o el paraíso desde el cual hemos caído. El Bien surgiría no cuando seguimos nuestra naturaleza sino cuan- do luchamos contra ella. En palabras de Zizek, “el Acontecimiento definitivo es la Caída misma, la pérdida de una unidad y armonía primordiales que nunca existieron, que no son más que una ilusión retroactiva”. El modelo que le sirve aquí para ejemplificar esto no es el cine sino la cosmología cuántica, modelos científicos como la teoría del Big Bang y la ruptura de simetría. El acontecimiento es pues la Caída misma, ese algo que surge cuando el equilibrio se destruye. La tercera parada entiende el acontecimiento de una forma más radical: coincidiendo con la vacuidad del Nirvana, Zizek se vale de una rápida lectura (bastante libre) del budismo, y se pregunta si es posible “¿Vivir siendo nadie?”, es decir, si en efecto uno puede realizar la Iluminación o alcanzar el Nirvana, la vacuidad total. Para Zizek “el budismo proporciona una acontecimen talización subjetiva del cognitivismo científico”, pues tanto el naturalismo científico moderno como el budismo rechazan el Yo y, por consiguiente, también rechazan la libertad y la responsabilidad. De esta manera el Acontecimiento sería pensarlo como un no-acontecer total, que para Zizek es imposible. La cuarta y quinta paradas son las más complejas y necesitarían otro libro cada una, por eso ambas incluyen apartados ramificados que Zizek denomina transbordos. La cuarta parada contiene tres transbordos que corresponden a los tres acontecimientos de la filosofía o momentos de locura: Platón, Descartes y Hegel. El primero, relacionado con el mundo de las ideas, es criticado por su incapacidad de reconocer la condición acontecimental plenamente inmaterial de las ideas. Para Zizek, “lo Absoluto es un Acontecimiento puro, algo que sencillamente ocurre-desaparece antes inclu so de que aparezca completamente”. El segundo le sirve a Zizek para transitar del cogito cartesiano al sujeto postraumático: un sujeto reducido a una forma de subjetividad sin sustancia, una “materialización” histórica del cogito. Los ejemplos aquí saltan de un capítulo de Alfred Hitchcock presenta a la mirada de las personas diagnosticadas como autistas. El tercero explica la aportación que supuso el concepto de Absoluto en Hegel, que no añade ninguna dimensión más profunda, sino que incluye una ilusión subjetiva en la misma verdad objetiva. La verdad es temporal y acontecimental, dice Zizek, para referirse a algo que seguramente Hegel sólo hubiera referido, dentro de su esquema dialéctico, como fáctico o histórico. En Hegel, explica Zizek, el acontecimiento consistiría en el proceso de algo que deviene, que no acontece estrictamente. En este punto, creo que recurrir a la lectura de Hegel que hizo Deleuze le hubiera evitado caer en la trampa, pues justamente el acontecimiento es un acontecer en infinitivo y no una sucesión de actos. La quinta parada es el corazón del libro, la más lacaniana y, por lo mismo, la más zizekiana. También consta de tres trans173 bordos, relacionados con los tres aconte cimientos del psicoanálisis (lo Imaginario, lo Simbólico y lo Real). Lo interesante de esta parada es el empalme que realiza Zizek de los tres órdenes lacanianos con lo que él llama tríada shakespeariana, conformada por el lunático, el amante y el poeta. A partir de El sueño de una noche de verano Zizek rastrea lo que Lacan llama el “gran Otro”, la dimensión Simbólica, e indaga cómo lo Real sólo se muestra como un residuo de algo, pues “sólo puede discernirse en sus huellas, efectos o consecuencias”. En esta parada con sus tres transbordos, Zizek intenta responder a la pregunta que él mismo se formula: “¿Qué es un acontecimiento imaginario, un aconte cimiento real, un acontecimiento simbólico?” Los ejemplos y metáforas son ricos, densos y heterogéneos: van desde el encuentro traumático con la Cosa divina hasta el abyecto video viralizado en la red de “Ganman Style” como señal del colapso de la civilización y del milagro del amor sexual a las óperas de Wagner. La sexta parada toma como eje central la Revolución Francesa, entendida como el Acontecimiento de la historia moderna. Aquí el filósofo utiliza su tono más pesimista y explica por qué ese Acontecimiento emancipador se está deshaciendo poco a poco, y termina por concluir que estamos ante una especie de desacontecimentalización. Ante este panorama decadente que Zizek ejemplifica con el tema de la Tortura, parece necesaria y urgente la sép174 tima y última parada. Esta última parada es política, funciona como coda y al mismo tiempo como duda revolucionaria y un dejo profético con cierta dosis (quizás involuntaria) de esperanza. En ella, Zizek nos recuerda que “un Acontecimiento es un punto de inflexión radical, que es, en su auténtica dimensión, invisible”. Después de aconsejar que hay que renunciar al mito del Gran Despertar, y de redefinir la noción de política como odio organizado, aventura una última aproximación de acontecimien to que tiene que ver con la transformación por completo del campo simbólico den tro de las relaciones sociales e ideológicas que, afirma, puede ocurrir “sin destruir necesariamente a nadie o nada”. Al final del libro, y en una pequeña nota al pie, Zizek avisa que ha omitido deliberadamente dos nociones de Acontecimiento: la que propone la filosofía analítica desde Wittgenstein hasta Davidson, y la que expone la física subatómica contemporánea. Sin embargo hay otra omisión que no menciona y que parece, al menos, sospechosa. La teoría sobre la muerte de lo real por lo hiperreal, que Jean Baudrillard llamó la cultura del Simulacro, así como el análisis de la cultura popular y de los mass media que el filósofo francés expuso en Las estrategias fatales (1983) y Pantalla total (1997), parecen constituir un discurso interlocutor cómplice en todo momento, como si Zizek estuviera conversando con Bau drillard o incluso repitiéndolo, haciendo eco de muchas de sus ideas. Lo asom- broso es que nunca lo cita ni lo menciona. Las teorías y hasta el estilo irónico de Baudrillard surcan como una gran marca fantásmica todo el texto de Slavoj Zizek. El libro, que se plantea como una nueva y lúdica aportación crítica a los estudios sobre la cultura, más desde el análisis lacaniano que desde el neomar xismo o la filosofía pura, además de ser atractivo per se, no sólo por la talla del autor sino por la vigencia de sus polémicas reflexiones, resulta además interesante para los lectores que quieran comprender la obra pasada de Zizek y profundizar en ella, pues en este viaje de siete paradas y seis transbordos hay también una re-visitación del autor a los temas y obsesiones (tratados como variaciones) que siempre le han apasionado, divertido y atormentado. Así, paradójicamente, este último libro de Zizek podrá funcionar como introducción a Zizek para aquellos que no lo hayan leído antes, y arrojar luz sobre ciertos conceptos claves que el filósofo viene trabajando desde El sublime objeto de la ideología. Amor de un solo nombre F rancesca D ennstedt Mario Muñoz y León Guillermo Gutiérrez (comps.), Amor que se atreve a decir su nombre, Universidad Veracruzana, Xalapa, 2014, p. 303. Desde el boom editorial de El vampiro de la colonia Roma, y con la emergencia de una nueva identidad gay a mediados de los setenta, el género ha sido una cuestión más o menos visible en la literatura mexicana. Hace casi dos décadas se publicó De amores marginales (1996), la primera antología de cuentos mexicanos de tema gay. No sólo es una de las primeras antologías en tener como eje central una identidad marginal, sino que Mario Muñoz hace evidente la vastedad del material literario disponible así como la urgencia de estudiar el género como una categoría de análisis en relación a la literatura. De amores marginales es un libro único que funciona como testigo y catalizador de su época: su publicación no sólo rompe con el silencio motivado por el episodio devastador del sida sino que representa, como el mismo Muñoz señala, un acto de resistencia ante la nueva ola conservadora de mediados de los noventa. Quiero decir que De amores marginales es un libro marcado por su tiempo y Amor que se atreve a decir su nombre es, ante todo, el atinado proyecto de re-visitar y re-editar esta antología que, desde 175 hace tiempo, no se consigue en librerías. Toda antología busca definir su propio corpus canónico. A mi parecer, uno de los puntos más atinados del trabajo de Muñoz, y ahora de León Guillermo Gutiérrez, es precisamente la selección de cuentos: el lector se topa con los nom bres clásicos de la llamada literatura gay –Luis Zapata, Luis González de Alba o José Joaquín Blanco– y, a la vez, aparecen nombres de escritores poco conocidos como Dolores Plaza o Fidencio González Montes. Los cambios en esta selección no son muchos: dos nombres se eliminan –Jorge Arturo Ojeda y Héctor Domínguez Ruvalcaba–, en la segunda antología se cambia el texto “Tu bella boca rojo carmesí”, de Ana Clavel, por “Su verdadero amor” y el libro pasa de tener dieciséis cuentos a veinticinco. La mayoría de estos nuevos textos corresponde a cuentos publicados después de 1996 y, de nuevo, los compiladores mantienen el espacio de escritores ya consagrados –Eduardo Antonio Parra e Ignacio Padilla– abriendo un hueco considerable a otros nombres. De las voces nuevas, vale la pena mencionar el cuento “Gatos pardos”, de Iris García, en el cual se narra la historia de Martín Flores Romero, director de Averiguaciones Pre vias de la Procuraduría, quien, junto con el comandante Chucho el Loco, es tá investigando el asesinato de cinco pinches putos. El detalle está en que a Martín Flores le gustan los putos: “Flores se mete en el asiento trasero del 176 coche. Chucho el Loco ya sabe lo que sigue: hacer de catador tocando las verijas de las putas, hasta encontrar una con huevos que le guste a su jefe. ‘Es el arte de hacerse pendejo’, piensa el Loco, porque Flores, sobre todo borracho, tiene ojo clínico para detectar a las vestidas. El loco está allí para asegurarle al licenciado, contra las evidencias, que son hembras de veras.” Si bien es cierto que este personaje puede volverse cliché –el típico macho que no puede reconocer ni la posibilidad de acostarse con otros hombres–, el manejo del lenguaje no sólo literario sino machista hacen de “Gatos pardos” uno de los mejores ejemplos de la literatura gay que se escribe en la actualidad. Por las razones antes mencionadas, en Amor que se atreve a decir su nombre se propone un canon de cuentos de tema gay, pero el cuidado puesto en la selección revela las atinadas intenciones de los compiladores: más que proponer una lista exhaustiva o definitiva, estos nombres son una invitación a seguir leyendo literatura gay. Ahora bien, el cambio más notorio es el propio título de la antología: De amores marginales. 16 cuentos mexicanos se convierte en Amor que se atreve a decir su nombre. Antología del cuento mexica no de tema gay. A primera vista, este cambio puede parecer acertado porque se declara que tanto la literatura como la identidad gay están fuera del clóset. Al mismo tiempo, es importante notar la decisión de utilizar la palabra gay porque así se demuestra que el sujeto homosexual se produce discursivamente: no se elige la palabra homosexual por su carga peyorativa y por sus implicaciones patológicas sino que se escoge una palabra que automáticamente sitúa al lector después de los setenta, en la visible y organizada emergencia de nuevas identidades. Dejando de lado el hecho de que la selección de cuentos parece indicar que ni en literatura lo gay se atreve a mostrarse libremente, que la puerta del clóset sigue entreabierta, es importante preguntarse cuáles son las implicaciones de trazar una antología siguiendo la línea de una política identitaria particular: hombres que tienen sexo y aman a otros hombres. Y al hacerlo, ¿quién está siendo excluido y cuáles son las implicaciones de dicha exclusión? ¿Qué política se esconde de trás de la tarea de antologar cuentos de tema gay? ¿Se puede sostener esta decisión si se piensa como una estrategia política? Y si lo es, la pregunta que permanece es estrategia política para quién. Con políticas identitarias me refiero a la tendencia de utilizar una identidad personal como base teórica para la construcción de comunidades coherentes y visibles socialmente. En este caso lo gay, entendiéndose en términos meramente masculinos, funciona como la base para construir y dar a conocer la literatura gay mexicana. Básicamente, quiero poner en cuestión esta decisión porque implica la exclusión no sólo de otras sexualidades marginadas como les bianas o transexuales sino que la antología parece enfocarse en cierto tipo de gay, curiosamente en aquel que sigue defendiendo su posición de macho y rechazando a todo aquel que no se le parezca. Para este punto, me parece pertinente pensar en el cambio del texto de Ana Clavel que mencioné anteriormente. Es fácil imaginar que la modificación puede deberse a cuestiones de calidad literaria, pero ambos textos cumplen con las exigencias del género, incluso podría afirmar que “Tu bella boca rojo carmesí” es un cuento más interesante simplemente porque la historia es menos trillada: Carlos saca provecho de las salidas de sus hermanas y madre para vestirse con sus ropas y salir a la calle a ser admirado. Quiero decir que lo que parece ser diferente es precisamente la representación de la identidad gay. En “Tu bella boca rojo carmesí” no está claro si a Carlos le gusta dormir con otros hombres –lo gay en la antología parece definirse a través de con quién se acuestan los personajes– o si solo disfruta ponerse vestidos de mujer. A diferencia de Carlos, los personajes de “Su verdadero amor” definen su identidad no sólo porque se acuestan con hombres sino por su condición de machos. Es inevitable pensar que esta historia está más en sintonía con el resto del libro que el cuento de Carlos. Mis sospechas giran en torno al hecho de que pareciera que los compila dores prefieren abrir el espacio para 177 identidades más estereotípicas de lo gay –aquellas atrapadas entre ser un macho o rebajarse a ser mujer, un puto– en lugar de poner en cuestión por qué esta representación es la típica y por qué es necesario seguirla alimentando. Entiendo que en una sociedad machista, donde además hay pocos lectores, es más fácil hacer visible la literatura gay y vender un libro que mantiene los códigos de lo femenino y de lo masculino: un libro que representa a lo gay como hombres que aspiran a ser mujeres –ese sexo débil, tenebroso y, por supuesto, despreciable– y, por ende, necesitan reafirmar su masculinidad. Cabe mencionar que uno de los pocos cuentos, si no es que el único, que problematiza la identidad gay más allá de hombres que aspiran a ser mujeres, es “El alimento del artista”, de Enrique Serna. Sin embargo, temo que lo que pese más, en este caso, sea el nombre del autor y no el acto de romper con la línea de la antología. En fin, esto necesita ser contestado y más aún si se piensa en las palabras con las que Muñoz cierra su prólogo: “Persistir en una actitud insu misa, pese a la comercialización de los sentimientos y de los cuerpos, es la difícil tarea que la literatura gay cumple en la contracultura nacional”. Para permanecer insumiso es necesario reconocer la identidad como múltiple y problemática, que escapa a una definición fija. La difícil tarea parece que radica en reconocer que, al fijar dicha identidad, el sujeto silenciado/invisibilizado 178 puede ser, simultáneamente, un sujeto opresor que silencia y excluye. ¿Por qué no se incluyen lesbianas o transexuales en Amor que se atreve a decir su nombre? Se me ocurren dos posibles respuestas. Primero, la antología implícitamente sigue una lógica separatista, es decir, aboga por entender el lesbianismo como algo diferente de la homosexualidad masculina. Segundo, las razones son meramente comerciales, una estrategia de venta. Es curioso notar que Muñoz hace referencia únicamente a este último punto y reconoce que si las prácticas homosexuales generan repudio (aquí habla específicamente de finales de los noventa), lo suscita más el lesbianismo. Por ende, el lector infiere que el lesbianismo sigue siendo totalmente marginal y que, por el bien mayor –¿de quién?, ¿de los hombres gay?, ¿de la literatura gay?, ¿de las ventas?–, las lesbianas fueron excluidas de la antología. En cuanto a la lógica separatista tan defendida en los ochenta por escritoras como Monique Wittig, deja de tener sentido cuando se piensa el géne ro como performance pero también como estrategia política puesto que se basa en tensiones, en crear relaciones adversas que se sostienen al borrar al otro. Además, en un país donde la lesbiana sufre doble marginación, ser mujer y elegir un género fuera de la norma, antes de escribir su propia historia necesita el espacio para hacerlo. Me parece bastante difícil aceptar que la respuesta sea la exclusión de lesbianas y demás identidades queers con la esperanza de que trabajen en una especie de antolo gía queer cuando Muñoz reconoce, de manera implícita, que difícilmente habría el espacio para que se trabaje en dicho proyecto. En México, el movimiento lgtb fue encabezado por Nancy Cárdenas y es triste reconocer que en pleno 2014 la literatura gay se empeña en ser no sólo masculina sino patriarcal al borrar a las lesbianas y otras identidades. En fin, tenemos que repensar las prácticas basadas en políticas de exclusión. En el caso de la literatura, la tarea es poner en cuestión categorías como literatura gay. Amor que se atreve a decir su nombre, al elegir una categoría esencialista como marco, no sólo sigue estas dinámicas sino que refuerza la misma estructura de poder que pretende cuestionar al fortalecer el binarismo ser un macho o ser un puto. No podemos saber segura o definitivamente si Amor que se atreve a decir su nombre está contribuyendo a la confirmación o desestabilización del machismo y a la exclusión o inclusión de sexualidades marginales, pero si podemos agotar todas las posibilidades hasta encontrar mejores respuestas. Una posible respuesta es una antología sin un género “correcto”, una antología más queer. Ya en 1997, en el canónico ensayo “Ojos que da pánico soñar”, José Joaquín Blanco imaginó una comunidad de amantes más radicales, una minoría que no necesitaría hacer de la identidad la base de la resistencia: “Homosexualidades, heterosexualidades y otros membretes desaparecerán entonces”. Diecisiete años después, da pánico reconocer que proyectos como Amor que se atreve a decir su nombre se empeñan en probar lo contrario. La tarea es seguir cuestionando, voltear las cosas hasta encontrarles una nueva cara. Si en De amores marginales Muñoz sospechaba del regreso de los fantasmas del moralismo y conservadurismo, en Amor que se atreve a decir su nombre no cabe duda de que están ahí y, más que fantasmas, son monstruos de carne y hueso: el empeño en separar lo gay de otras sexualidades marginadas o, peor aún, pensar lo gay en términos fijos que se traducen en la dicotomía macho/puto, son algunos ejemplos. Pero no basta con ahuyentar a los monstruos, hay que combatirlos si se quiere eliminarlos de una vez por todas. En Amor que se atreve a decir su nombre la identidad gay no sólo tiende a seguir patrones machistas y patriarcales sino que falla porque no logra reconocerse dentro del mismo sistema que pretende poner en jaque. 179 180 181 182