tesis - Orden Jurídico Nacional
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INSTITUTO TECNOLÓGICO AUTÓNOMO DE MÉXICO EL PROCEDIMIENTO DE REFORMA CONSTITUCIONAL A LA LUZ DE LOS PRINCIPIOS DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA: UNA ALTERNATIVA PARA SU CONTROL EN SEDE JUDICIAL TESIS QUE PARA OBTENER EL TÍTULO DE: LICENCIADA EN DERECHO PRESENT A PATRICIA DEL ARENAL URUETA MÉXICO, D.F. 2010 “Con fundamento en los artículos 21 y 27 de la Ley Federal del Derecho de Autor y como titular de los derechos moral y patrimonial de la obra titulada “El procedimiento de reforma constitucional a la luz de los principios de la democracia deliberativa: una alternativa para su control en sede judicial”, otorgo de manera gratuita y permanente al Instituto Tecnológico Autónomo de México y a la Biblioteca Raúl Bailléres Jr., autorización para que fijen la obra en cualquier medio, incluido el electrónico, y la divulguen entre sus usuarios, profesores, estudiantes o terceras personas, sin que pueda percibir por tal divulgación una contraprestación.” Patricia del Arenal Urueta ___________________________ Fecha ___________________________ Firma Con amor, A mis padres, A mi hermana, A Jorge. AGRADECIMIENTOS Es imposible mencionar los nombres de todos los que han contribuido en mi crecimiento profesional. A todos ellos quisiera agradecer sinceramente, pero de modo especial: A mis padres, porque cualquier logro personal encuentra explicación en su esfuerzo y apoyo. A la doctora Francisca Pou Giménez, por cada una de sus observaciones y por el tiempo que invirtió en la dirección y mejora de este trabajo. Al doctor José Ramón Cossío Díaz, por su confianza como jefe y sus enseñanzas como profesor. Especialmente, debo agradecer los valiosos y estimulantes comentarios que compartió conmigo respecto a las ideas que sostengo en esta tesis. A él también debo la posibilidad de haberme acercado, desde mis primeros semestres, a la dimensión práctica de la materia constitucional, lo que para mí ha significado una experiencia invaluable, por la que siempre le estaré agradecida. A todos mis profesores del ITAM. Con especial gratitud, a Víctor Blanco y a Franz Oberarzbacher, por abrir mis ojos a los temas que ahora me apasionan. Al doctor Jorge Cerdio, por escuchar y orientar mis primeras inquietudes sobre el tema que ahora presento. Pero, sobre todo, agradezco a Miguel Sarre, por determinar el rumbo que habrán de seguir mis aspiraciones profesionales y, más que nada, por su inspiración. Sin sus clases simplemente no entendería el Derecho como hoy lo hago, ni defendería lo que hoy defiendo. A él debo (y seguiré debiendo siempre) más de lo que aquí podría expresar. Al licenciado Miguel Sánchez Frías, por permitirme madurar profesionalmente a través de nuestros siempre apasionantes diálogos en la Corte. También es necesario agradecer a mis amigas y amigos. A las tres más especiales, Alejandra González, Daniela Calleja y Gabriela Lara, por su incondicional cariño y ayuda en absolutamente todas mis preocupaciones. Agradezco a todos mis compañeros de la Corte, por sus múltiples atenciones. En particular, a Omar Hernández y a Eugenio Velasco, por sus consejos cargados de empatía en el difícil transcurso de esta investigación. Finalmente, agradezco Jorge Cabrera, simplemente por ser el impulso que hoy me permite presentar este trabajo. INTRODUCCIÓN ................................................................................................. 1 CAPÍTULO I. EL MECANISMO DE REFORMA CONSTITUCIONAL EN CONTEXTO ....................................................................................................... 11 1. Rigidez constitucional: entre la permanencia y el cambio.............................. 11 2. La solución del dilema en la práctica ............................................................ 24 A. Flexibilidad ............................................................................................ 26 B. Procedimiento agravado .......................................................................... 28 C. Variación en grados de rigidez ................................................................ 30 D. Petrificación parcial ................................................................................ 31 E. Petrificación total .................................................................................... 33 3. La dificultad del cambio: respuestas más allá del texto.................................. 33 A. Tipología de límites a la reforma ............................................................. 35 B. La pregunta de los límites en la jurisprudencia comparada ....................... 37 a. Estados Unidos de América ................................................................. 38 b. Alemania............................................................................................. 44 c. La India ............................................................................................... 48 d. Colombia ............................................................................................ 52 e. México ................................................................................................ 59 CAPÍTULO II. EL CONTROL JUDICIAL DE LAS REFORMAS: DEFENSAS Y CRÍTICAS .......................................................................................................... 69 1. Posiciones a favor del reconocimiento de límites implícitos al objeto de reforma constitucional ..................................................................................... 70 A. La obra del poder constituyente como única manifestación de la soberanía popular ........................................................................................................ 70 B. Los principios legitimadores del constitucionalismo como presupuestos lógicos inderogables .................................................................................... 75 C. Interpretación estructural: método que permite identificar y justificar la existencia de límites al objeto de la reforma ................................................. 81 2. Algunas razones para el escepticismo ........................................................... 83 A. ¿Es el poder constituyente originario el auténtico reflejo de la soberanía popular? ...................................................................................................... 83 B. ¿Queremos adoptar una concepción material de la Constitución? ............. 95 a. Problemas sobre los criterios de identificación y jerarquización del derecho. .................................................................................................. 99 C. ¿Aplica al control de la reforma constitucional la objeción contramayoritaria del judicial review? ................................................................................... 112 a. La calidad democrática de las resoluciones judiciales ......................... 113 b. El autogobierno como fundamento de la apertura al cambio constitucional ............................................................................................................. 124 CAPÍTULO III. APLICACIÓN DE LA TEORÍA DEL CONTROL PROCEDIMENTAL AL PROCESO DE REFORMA CONSTITUCIONAL....... 137 1. Los invitados al debate y la teoría alternativa de Ely y Nino ........................ 139 A. John Hart Ely: el juez como árbitro que vela por la limpieza de los canales políticos. ................................................................................................... 141 B. Carlos Santiago Nino: el juez como vigilante de las condiciones de la democracia deliberativa ............................................................................. 145 2. Las objeciones a la teoría alternativa .......................................................... 153 A. La teoría de Ely no da cuenta de la importancia del diálogo como transformador de preferencias .................................................................... 154 B. La lectura procedimental de la Constitución es una lectura forzada......... 156 C. El control del procedimiento democrático también implica valoraciones sustantivas ................................................................................................. 158 3. La teoría aplicada al procedimiento de reforma constitucional .................... 163 A. Los principios subyacentes al procedimiento y su control judicial .......... 164 B. Los principios subyacentes a la rigidez constitucional ............................ 174 a. El sinsentido del constitucionalismo sin calidad democrática .............. 177 C. Un catálogo de principios ...................................................................... 182 a. Jeremy Waldron................................................................................. 182 b. Amy Gutmann y Dennis Thompson ................................................... 184 c. Carlos Santiago Nino ......................................................................... 186 D. La protección constitucional del proceso democrático en el orden jurídico mexicano................................................................................................... 188 E. Los criterios de la Suprema Corte en materia de proceso legislativo: una aproximación a la propuesta....................................................................... 193 F. Una propuesta metodológica .................................................................. 198 CAPÍTULO IV. ALGUNAS OBJECIONES Y SUS POSIBLES RESPUESTAS 221 1. El reto cultural: transitando hacia la no politización de la justicia ................ 222 2. El alcance de la teoría ................................................................................ 225 A. Las precondiciones de la democracia y su imperfección ......................... 226 B. La oportunidad para deliberar: su insuficiencia como parámetro de control ................................................................................................................. 230 C. El problema de la circularidad de la justicia procedimental .................... 231 D. Razones y buenas razones ..................................................................... 233 CONCLUSIÓN ................................................................................................. 243 BIBLIOGRAFÍA ............................................................................................... 247 INTRODUCCIÓN «…puede decirse que hay un problema cuando los diputados votan sin saber el contenido de lo que votan; que hay un problema serio si un representante cambia de opinión (como obviamente puede hacerlo) sin decirle a la ciudadanía, con una mano en el corazón, por qué lo hizo;[…] que discutir implica estar abierto a aprender de aquel con quien discutimos; que una democracia constitucional no debe tolerar nunca el abuso de la fuerza, así se trate, por supuesto, de la fuerza abrumadora, estrepitosa, aplastante de los números.»1 En 1920, William L. Marbury escribía: “the power to amend the Constitution was not intended to include the power to destroy it”.2 En fechas más recientes —específicamente, en septiembre de 2008— el Tribunal Pleno de la Suprema Corte mexicana ha suscrito la frase casi literalmente, apuntando que: “el poder de reforma tiene la competencia para modificar la Constitución, pero no para destruirla”. El argumento de Marbury —ahora retomado por nuestra Corte— tiene historia. De hecho, ésta se remonta hasta Vattel, quien en 1874 se preguntó cómo es que el poder de reforma puede destruir aquellos supuestos constitucionales que constituyen su propio fundamento y razón de ser, si su título y autoridad descansan en la Constitución.3 Desde entonces, el debate entre los defensores de estas posiciones y quienes no admiten límites al objeto de la reforma constitucional, no ha cesado. La importancia del problema permite 1 Gargarella, Roberto, “Un papel renovado para la Corte Suprema. Democracia e interpretación judicial de la Constitución”, http://www.cels.org.ar/common/documentos/gargarella.pdf, (última consulta: 13 de agosto de 2010). 2 William L. Marbury, “The Limitations upon the Amending Power”, en Harvard Law Review 33 (1920). La obra es citada por Pedro de Vega en La reforma constitucional y la problemática del poder constituyente, 1ª edición, Tecnos, México, 1985, p 238. 3 Cfr, Ibidem, p. 237 1 entender por qué. Por ejemplo, Pedro de Vega ha señalado que el tema de los límites es uno de los centros de referencia en los que la racionalidad del ordenamiento constitucional democrático se pone a prueba consigo misma.4 Pero es necesario aclarar sobre qué versa la controversia de los límites al objeto de la reforma. Podría decirse que ésta se suscita con motivo de dos posturas que ofrecen respuestas antagónicas a las siguientes preguntas: ¿es el órgano reformador de la Constitución un poder limitado en el sentido de que carece de potestad para enmendar determinados contenidos constitucionales? En caso de que lo sea, ¿tienen los tribunales potestad para invalidar el resultado de una reforma constitucional? A pesar de que la afirmación recién acuñada por nuestro máximo tribunal es clara, sigue teniendo sentido preguntar cuál es su postura frente a estas interrogantes pues, como explicaré en el primer capítulo de esta investigación, la respuesta no es del todo clara. En parte, esto se debe a que en el caso que ameritó el pronunciamiento citado —el amparo en revisión 186/2008—, la Corte tenía una encomienda específica: resolver si el juicio de amparo era o no procedente contra una reforma constitucional (cuestión que respondió afirmativamente). Con esto, la Corte únicamente determinó que el específico reclamo de los quejosos —mediante el cual impugnaban la constitucionalidad del penúltimo párrafo del apartado A) del artículo 41 constitucional5— podía ser considerado en sede judicial. No obstante ello, es claro que la resolución contiene afirmaciones con base en las cuales podría suponerse que el máximo tribunal de nuestro país, al igual que otros tribunales constitucionales del mundo, suscribe la tesis de que el poder reformador no puede derogar determinados 4 Cfr, Ibidem, p. 221 La reforma impugnada data del 2007 y, entre otras cosas, establece que los partidos políticos por ningún motivo pueden contratar o adquirir, por sí o por terceras personas, tiempos en cualquier modalidad de radio o televisión y que ninguna otra persona física o moral, sea a título propio o por cuenta de terceros, puede contratar propaganda en radio y televisión dirigida a influir en las preferencias electorales de los ciudadanos, ni a favor o en contra de partidos políticos o de candidatos a cargos de elección popular. 5 2 contenidos constitucionales y que es su encomienda garantizar que ello no ocurra.6 Para aproximarnos a la comprensión de la relevancia que tendría un pronunciamiento semejante, podemos comenzar formulando algunas preguntas muy básicas acerca de la materia puesta a debate. Una de las formas más atractivas de hacerlo puede ser la que utilizó un jurista estadounidense, Walter F. Murphy, al plantear importantes argumentos a favor del control sustantivo de la reforma constitucional. Estos argumentos serán objeto de análisis a lo largo del trabajo; sin embargo, desde ahora es pertinente hacer eco de una de sus principales preocupaciones, por ser ésta coincidente con las inquietudes que motivan el presente trabajo. Dicho autor nos invita a imaginar la siguiente situación: en un país que atraviesa por una gravísima crisis económica y política, llega un carismático líder que promete prosperidad a cambio de la abolición de la democracia constitucional. Nos dice: …Let us assume that the charismatic leader would persuade the people and/or their duly elected representatives to effect, with fastidious observance of every prescribed procedure for amendment, a constitutional transformation to a neartotalitarian dictatorship of some sort. Political participation might continue, but only of the kind and with the results the leader would deign to permit. All “rights” of individuals would tarnish into privileges…7 6 Aunque el criterio de la Corte no es definitivo, la resolución a la que aludimos ha traído repercusiones. Según informa Pedro Salazar, a raíz de esta determinación, al menos una Jueza de Distrito ―la titular del Séptimo Juzgado de Distrito del Centro Auxiliar de la Segunda Región, con sede en San Andrés Cholula― determinó conceder un amparo promovido contra el penúltimo párrafo del apartado A) del artículo 41 constitucional. Para una crítica a esta resolución véase, Salazar, Pedro, “Una Corte, una Jueza y un réquiem para la reforma constitucional electoral” en Democracia sin garantes. Las autoridades vs. la reforma electoral, Córdova Vianello Lorenzo y Salazar Ugarte Pedro (coords), Instituto de Investigaciones Jurídicas, México, 2009. 7 Murphy, Walter, “Merlin´s Memory, the Past and Future Imperfect of the Once and Future Polity” en Responding to Imperfection, the Theory and Practice of Constitutional Amendment, Levinson, Sanford (ed.) Princeton University Press, New Jersey, 1995, p. 174 3 Enseguida se pregunta Murphy, ¿podría una mayoría aceptar una transformación así? Y dice: “the answer is obvious: Of course they can”.8 Pero añade: “May a people who accepted constitutional democracy democratically or constitutionally authorize such a political transmutation? May the new system validly claim to draw its authority from the consent of the governed?”9 Su enfática respuesta es no. La sola posibilidad de que una reforma con tales características pudiera generarse, demostraría —para Murphy— que la idea según la cual el poder de reforma constitucional es ilimitado, no satisface determinadas pretensiones de justicia, mismas que históricamente se han entendido como esenciales a la lógica del constitucionalismo; entre ellas, por ejemplo, la limitación del poder estatal. La preocupación de Murphy parece tener fundamento por lo siguiente: si una reforma constitucional como la descrita lograra emitirse, parecería difícil —casi trágico— aceptar su validez en sede judicial por la única razón de que el órgano de reforma ha emitido una votación mayoritaria en su favor. Cualquier ciudadano disidente — que quisiera gozar de determinados derechos y de voz y voto— estaría haciendo valer una objeción legítima al preguntar cómo es que pudo emitirse una reforma constitucional tan claramente contraria a sus auténticos y duraderos intereses; sobre todo, si los autores de la misma supuestamente debían actuar en representación de tales exigencias. Este ciudadano disidente estaría asumiendo una posición razonable al preguntar por qué debe obedecer tal reforma, por qué está vinculado a su cumplimiento si no la consiente. Además, estaría justificado que preguntara por qué el órgano reformador de la Constitución destruyó, de un plumazo, las costosas conquistas históricamente libradas a favor de los valores de la democracia constitucional. Estos cuestionamientos pondrían en tela de juicio la 8 Ibidem, p. 175 Esta situación no es tan ajena a la historia mundial reciente. Como explica José Ramón Cossío Díaz, el mismo Hitler fue capaz de llegar al poder e instaurar el régimen nazi, a través de vías jurídicas ordinarias e incluso respaldado por una amplia mayoría del electorado. Para un análisis detallado, véase Cossío Díaz, José Ramón, Cambio Social y Cambio Jurídico, primera reimpresión, Miguel Ángel Porrúa, México, 2006, pp. 17-23 9 4 legitimidad de la enmienda y, con esto, el órgano que generó la reforma se haría acreedor de desconfianza. Pero ¿qué remedios debe encontrar esa desconfianza? ¿Es pertinente mirar a la rama judicial con la esperanza de que reivindique los derechos que en nuestro ejemplo hipotético fueron arrebatados por un órgano irreflexivo e irresponsable para con sus representados? Podría pensarse que un apasionado defensor de la protección constitucional de los derechos no dudaría un momento en permitir tal reivindicación. Sin embargo, el problema presenta mayores dificultades. Si nuestro apasionado defensor es sensato, no podrá dejar de considerar las otras tantas preguntas que genera la posibilidad de controlar materialmente una reforma con base en textos —como, pongamos por caso, el mexicano— que no establecen (al menos expresamente) limitantes al poder de enmienda. Por ejemplo, —se preguntaría nuestro defensor— ¿cómo distinguir cuáles son los contenidos constitucionales que, por su jerarquía superior, permitirían invalidar una reforma cuya aprobación fue lograda mediante la votación supermayoritaria exigida por el artículo 135 constitucional? ¿No es ya suficiente muestra de consenso, aceptación y legitimidad el que la reforma haya sido aprobada por un número tan extenso de votos? En caso de aceptar la existencia de valores cuya derogación está implícitamente prohibida ¿qué haría a los tribunales especialmente sensibles para poder identificarlos? ¿Acaso tendría la Corte legitimidad democrática para invalidar una reforma constitucional? En caso de que la tuviera, ¿los órganos de representación popular —las legislaturas y el Congreso— podrían hacer algo para superar el criterio de la Corte? ¿Quién tiene la última palabra? Ante tales cuestionamientos, nuestro defensor podría intuir que, sin importar cuán deseable es que la Constitución impida enmendar los principios de la democracia constitucional, aún queda por demostrar (desde el terreno de lo jurídico) cómo es que la Constitución misma autoriza el rechazo judicial de una reforma abiertamente restrictiva de derechos y libertades. 5 Las reflexiones de nuestro individuo imaginario giran en torno a las mismas ideas con las cuales la Corte ha dialogado en los últimos años. El criterio de nuestro máximo tribunal al respecto no ha sido del todo uniforme. De hecho, la resolución a la que antes hacía referencia representa un importante cambio en su doctrina. Antes de ella, la Corte había sido relativamente clara y consistente en manifestar su negativa a cuestionar la validez de una enmienda constitucional por vicios ajenos al procedimiento. Lo que es importante notar es que, hasta ahora, la Corte parece haber presupuesto que sólo existen dos posibles formas de control que se excluyen entre sí. Éstas consistirían en (i) determinar que ciertos contenidos constitucionales están exentos del poder de revisión, mismos que ella —como tribunal constitucional de la Nación— podría identificar y, en su caso, reivindicar; y (ii) determinar que el único control legítimo a la reforma constitucional es aquél que versa sobre el procedimiento, lo que se traduce en una mera verificación de que la votación supermayoritaria exigida por el artículo 135 constitucional ha sido alcanzada a través del procedimiento allí establecido. La doctrina ha entendido que los primeros son límites materiales y los segundos formales. Desde ahora conviene replantear esta nomenclatura en la medida en que, considero, es poco precisa e incompleta y sólo ha contribuido a creer que las posiciones anteriormente señaladas constituyen un dilema irrenunciable. Por tanto, a partir de ahora se hablará de “límites materiales al objeto de reforma” para señalar aquellos que se refieren a los contenidos constitucionales que no se puede derogar o superar; y se hablará de “límites al procedimiento” para referir a aquellos que determinan el modo de creación de la enmienda. Puesto de modo más claro: si se propone abandonar esa nomenclatura es porque resulta insatisfactorio entender que todos los límites materialmente ricos únicamente atañen al objeto de la reforma. Así, la presente investigación nace por esta inquietud; es decir, nace al creer que las posiciones antes mencionadas constituyen un falso dilema. Como argumentaré a lo largo de las siguientes páginas, pienso que hay razones de peso para rechazar la tesis según la cual 6 nuestro tribunal constitucional tiene facultades para revisar los méritos sustantivos de una enmienda constitucional. También considero que hay motivos para rechazar la postura de que la revisión de regularidad del procedimiento se reduce a la mera verificación del cumplimiento de las reglas explícitamente contenidas en el artículo 135 de nuestra Constitución. Esto no basta para legitimar un resultado cuyo fin es vincular a la ciudadanía y limitar las decisiones de las mayorías. Después trataré de proponer lo que, considero, es una alternativa a la cual podría apelar nuestro máximo tribunal al abordar la cuestión de los límites a la reforma —razonamiento que, según pretendo, salva varias de las inquietudes que nuestro entusiasmado defensor planteaba para sí mismo—. Desde ahora podemos esbozar algunas intuiciones que orientan hacia esa hipótesis. Supongamos por un momento que nuestra práctica constitucional nos permitiera afirmar lo siguiente: toda enmienda constitucional es el resultado de un proceso democrático, inclusivo, genuinamente representativo de los intereses de una colectividad, transparente e imparcial. Si esta afirmación estuviera respaldada por la realidad, ¿realmente encontraríamos deseable que 11 ministros ―no responsables frente al electorado― estuvieran en posibilidad de invalidar el resultado de ese proceso? Hay elementos de peso para suponer que ello no es algo deseable. En esencia, la objeción encuentra sustento en el significativo déficit democrático que caracterizaría un fallo judicial capaz de invalidar, sin orientación textual, la voluntad de un acto de política constituyente. Sin embargo ¿toda la justicia relativa al tema de la reforma se agota en el escrutinio de su resultado?, ¿No podrían intervenir los jueces para fortalecer aquello que normalmente genera desconfianza respecto de los procedimientos mediante los cuales se crean normas constitucionales? La hipótesis de esta investigación es que las exigencias que determinan cómo debe crearse una norma —específicamente una norma constitucional— no sólo se ocupan de establecer reglas formales que versan, por ejemplo, sobre el número de órganos que deben intervenir y sobre el número de votos por el que la decisión 7 debe estar precedida. Su justificación reside en principios constitucionales que determinan la forma democrática y representativa de gobierno. Cuando se ha afirmado que la Corte tiene potestad para revisar la regularidad del procedimiento de reforma constitucional, se ha omitido analizar si tal ejercicio podría consistir en algo más que un mero conteo de votos. Esto es, si los presupuestos que dan legitimidad democrática al proceso son materialmente ricos y complejos, ¿qué impedimento hay para que la Corte revise la presencia de estos elementos como condición de validez del acto reformatorio? Si uno se toma en serio la idea de que cualquier proceso de decisión en el marco de una democracia debe estar precedido por ciertas condiciones, entonces sí es cierto que el acto reformatorio exige algo más de lo que Murphy denominaba “la fastidiosa observancia de todos los requisitos expresamente prescritos para activar el proceso de enmienda”. Así, una tercera posibilidad, aún no explorada por nuestro máximo tribunal, sostendría que es admisible optar por admitir un control judicial encargado de velar por estos aspectos. En otras palabras, mi intención es analizar si el procedimiento de reforma constitucional ―integrado por los actos concretos que el órgano facultado despliega durante la creación de la norma― es enjuiciable a la luz de esos principios constitucionales que aseguran el autogobierno y el deber de efectiva representación. La hipótesis de este trabajo es que esta clase de control es especialmente pertinente para el problema de la reforma constitucional. Es decir, que en momentos de política constituyente, nuestro texto constitucional obliga al órgano de reforma constitucional (en adelante: ORC) a adoptar un punto de vista imparcial y a representar efectivamente a la colectividad por cuyos intereses está llamado a velar. De igual forma, mi intención es argumentar que nuestro tribunal constitucional cuenta con la legitimidad necesaria para fungir como árbitro en este proceso que debe caracterizarse por su calidad superior. Ya que hemos avanzado en las inquietudes e intuiciones que caracterizan a este debate, conviene preguntar qué relevancia tiene el 8 que esta investigación se proponga participar en él. El interés nace porque hoy, en México, se están presentando las condiciones que obligan a la Suprema Corte a resolver si hay límites implícitos al objeto de reforma constitucional. En otras palabras, hoy la Corte enfrenta la tarea de resolver si existen contenidos constitucionales a los que la misma norma fundamental les confiere el carácter de indisponibles o inderogables. Ella deberá aclarar si las afirmaciones alcanzadas en la última sentencia —que, como veíamos, hablan de límites al ORC en sentido fuerte— tienen el carácter de obiter dicta, o si constituyen el principio de una evolución jurisprudencial tendiente al control sobre el objeto de reforma. Como se sabe, el tema de los límites al poder de reforma constitucional ha sido objeto de un intenso debate tanto en la teoría como en las distintas sedes de control constitucional en el mundo. En general, podemos distinguir dos grandes perspectivas desde las cuales suele abordarse la discusión: la primera plantea las cosas desde la óptica de un hipotético constituyente, es decir, de quien crea y determina el modo en que la Constitución ha de regular su propio cambio. Aquí lo que se discute es cuál de todas las posibles formas de prever este cambio (si es que se decide prever) es la mejor. La segunda aproximación es propia del intérprete constitucional, esto es, de quien trabaja con un conjunto de normas a las que considera una constante en la ecuación. Las respuestas que arrojan los estudios de quienes trabajan desde esta perspectiva varían enormemente, pues cada Constitución presenta sus propias peculiaridades. Sin embargo, respecto de aquellos textos que dejan lugar para la interpretación —y éstos son los que ahora interesan— la discusión básicamente gira en torno a las posibilidades de control que sobre los límites debe (o no) tener el juez constitucional. Este trabajo se aproximará al problema desde la segunda óptica. Para ello, debemos identificar el margen de maniobra que el texto autoriza al intérprete. No buscamos derrotarlo sino trabajar con sus actuales virtudes o imperfecciones, cualesquiera pudieran ser éstas. Partiendo de estos márgenes, encontramos un sinfín de argumentos aplicables a la zona de penumbra (frente a la que 9 queremos ver si estamos), que se orientan hacia posiciones realmente dispares: a favor y en contra de tesis que admiten o niegan la posibilidad, la necesidad o la deseabilidad de controlar jurisdiccionalmente los límites del poder de revisión constitucional, ya sea que éstos versen sobre sus modos de actuación o sobre los contenidos de su voluntad. En el primer capítulo trataré de identificar los grandes ejes de la controversia. Para ello remitiré al contexto práctico y teórico del cual se nutre el problema de la reforma constitucional. Mi pretensión en el segundo capítulo será analizar algunas posiciones que, desde la teoría constitucional, defienden la existencia de límites al objeto de la reforma. Concretamente, identificaré tres grandes líneas argumentativas cuyas fallas —me parece— conducen a adoptar una posición escéptica respecto a esta clase de control. Ante la insatisfacción que dichos tales posicionamientos generan, pasaré al tercer capítulo en el que, básicamente, analizaré la viabilidad de un control judicial al procedimiento de reforma que profundice y ponga el acento en las condiciones que dotan de legitimidad al modo en que las normas son creadas. Dado que en la teoría constitucional existen posturas significativas que propugnan esta clase de control ―posturas como la de John Hart Ely y la de Carlos Santiago Nino― la específica pregunta que abordaremos es si estas soluciones, originalmente pensadas para el control judicial de la ley, aplican para el problema de la enmienda constitucional. Al concluir que esto es posible, plantearé las bases metodológicas que, considero, pueden guiar la argumentación de un fallo judicial cuya litis implique resolver sobre la validez de un procedimiento de reforma constitucional. Es decir, la idea de este último apartado es analizar cómo es que nuestro máximo tribunal podría acercarse a la aplicación de las orientaciones teóricas analizadas previamente. Finalmente, en el cuarto y último capítulo, intentaré dar respuesta a potenciales objeciones relacionadas con la adopción de la propuesta. 10 CAPÍTULO I. EL MECANISMO DE REFORMA CONSTITUCIONAL EN CONTEXTO Para comprender el funcionamiento del mecanismo de reforma constitucional en México, conviene dar cuenta del trasfondo teórico que le subyace. Sólo así podemos participar informadamente en el debate que versa sobre sus límites. Para ello, también es necesario comparar las características de nuestro mecanismo de reforma con las de los procedimientos establecidos en algunas constituciones de otras naciones. Con ese propósito en mente, será útil dar cuenta del texto que los fundamenta. Pero como el problema no se solventa desde ahí, también es necesario dar cuenta de su tratamiento jurisprudencial, especialmente el dado por aquellos tribunales que sí han hecho pronunciamientos claros respecto a los límites de la enmienda. A final de cuentas, la intención es que, a partir de la contextualización práctica y teórica del tema, podamos ver nuestros particulares problemas bajo una luz un tanto más clara. 1. Rigidez constitucional: entre la permanencia y el cambio ¿Qué nos dice el texto constitucional acerca de sus propias posibilidades de modificación? De acuerdo con el artículo 135, para que la Constitución pueda ser reformada o adicionada se requiere que el Congreso de la Unión acuerde dichas modificaciones por el voto de las dos terceras partes de los individuos presentes y que éstas sean aprobadas por la mayoría de las legislaturas de los Estados. Dicho artículo literalmente dispone: Artículo 135.- La presente Constitución puede ser adicionada o reformada. Para que las adiciones o reformas lleguen a ser parte de la misma, se requiere que el Congreso de la Unión, por el voto de las dos terceras partes de los individuos presentes, acuerden las reformas o adiciones, y que éstas sean aprobadas por la mayoría de las legislaturas de los Estados. El Congreso de la Unión o la Comisión Permanente en su caso, harán el 11 cómputo de los votos de las Legislaturas y la declaración de haber sido aprobadas las adiciones o reformas. Lo primero que este artículo nos permite concluir es que la Constitución mexicana protege o asegura “rigidez constitucional”.10 En la doctrina constitucional se tiene claro que una Constitución puede calificarse de rígida cuando el procedimiento que prevé para su propia transformación es más complejo que el establecido para la creación de leyes ordinarias.11 Decimos que nuestra Constitución cumple cabalmente con esta condición porque exige la implementación de un mecanismo agravado para la válida emisión de cualquier enmienda constitucional. Utilizamos el calificativo “agravado” porque la norma exige una supermayoría compuesta por dos terceras partes de los presentes del Congreso de la Unión y la mayoría de las legislaturas de los Estados —mecanismo que supera en complejidad al previsto para la emisión de las leyes ordinarias por parte del Congreso de la Unión y de cualquier legislatura estatal12—. 10 Como se sabe, la clásica distinción entre constituciones rígidas y flexibles es creación de James Bryce. El título de su obra, escrita a principio del siglo XX, es Studies in History and Jurisprudence, Oxford. 1901, I; apud. Guastini, Riccardo, Estudios de teoría constitucional, trad. de Miguel Carbonell, 1ª edición, Fontamara, México, 2001, p. 179. 11 Las opiniones de diversos autores permiten concluir que hay un claro consenso respecto al significado de este concepto, pues todos parten de la distinción inicialmente establecida por Bryce: la rigidez constitucional se da cuando los principios, derechos e instituciones previstos por la Constitución sólo pueden ser modificados a través de procedimientos de revisión agravados. (Cfr, Ferrajoli, Luigi, “Democracia constitucional y derechos fundamentales. La rigidez de la Constitución y sus garantías”, en La Teoría del derecho en el paradigma Constitucional, Ferrajoli Luigi, Moreso José Juan, Atienza Manuel, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, Madrid, 2008, p. 91). Además, puede verse Ferreres, Víctor, Una defensa de la rigidez constitucional, en Doxa: Cuadernos de Filosofía del Derecho, núm. 23 (2000), p. 29; y De Vega, Pedro, op. cit, p. 41. 12 El procedimiento es más difícil con respecto al que se sigue tanto para la emisión de leyes federales como locales porque (i) exige la participación de órganos parlamentarios de estos dos órdenes jurídicos; y (ii) requiere la votación de una mayoría calificada en el Congreso de la Unión (órgano complejo a su vez integrado por la Cámara de Senadores y de Diputados), mientras que la emisión de leyes federales sólo requiere la aprobación 12 Aquí, cabe llamar la atención a que, por lo escueto de la regulación del trámite procedimental, en la práctica se ha entendido que el mecanismo de creación de leyes previsto por los artículos 71 y 72 constitucionales aplica supletoriamente en todo lo no previsto por el artículo 135 para el caso de la enmienda constitucional. El resultado de ello es un procedimiento cuyos pasos específicos son: 1. La iniciativa que pueden enviar el Presidente de la República, los integrantes de cualquiera de las dos cámaras del Congreso de la Unión o cualquiera de las legislaturas estatales, se discute y aprueba en ambas Cámaras (la de Diputados y la de Senadores), de conformidad con los supuestos establecidos en el artículo 72 Constitucional y con la mayoría establecida en el artículo 135 del mismo ordenamiento — dos terceras partes de los individuos presentes en la sesión respectiva—. 2. La última Cámara en aprobarlo remite el proyecto de decreto a cada una de las legislaturas de los Estados. 3. Cada una de las legislaturas de los Estados, en sus respectivos periodos de sesiones, aprueban o desechan el proyecto de decreto y remiten el comunicado respectivo a la Cámara que lo hizo llegar. 4. Una vez que se tiene la mayoría de las aprobaciones de las legislaturas locales, la Cámara respectiva, en caso de estar en periodo ordinario de sesiones, o la Comisión Permanente en los recesos, realiza la declaratoria de reforma constitucional. mayoritaria precedida por el mecanismo de discusión sucesiva previsto en el artículo 72 constitucional. 13 5. Finalmente, el Presidente de los Estados Unidos Mexicanos promulga y ordena la publicación del decreto de reforma en el Diario Oficial de la Federación.13 Esta dificultad comparativa entre creación constitucional y creación legislativa demuestra algo que ya es obvio: en nuestro sistema, las normas constitucionales integran un conjunto de postulados no disponibles para el legislador ordinario. En este sentido, Pedro de Vega ha señalado que una de las funciones del procedimiento de revisión constitucional —vía por la cual el poder constituyente manifiesta explícitamente la intención de proteger el ideal de rigidez— es la de ser una institución básica de garantía, donde el principio en resguardo no es otro que el de supremacía constitucional.14 El punto es indiscutible: la distinción jerárquica entre ley ordinaria y Constitución no tendría cabida si la transformación de ambas pudiera lograrse a través del mismo procedimiento. En otras palabras, la Constitución sólo puede ser entendida como la norma suprema si su carácter vinculante no está condicionado al arbitrio de un poder al cual ella misma está llamada a limitar. En igual sentido, Guastini explica que gracias a la condición de rigidez podemos atribuir supremacía a la Constitución, lo cual significa que ésta ocupa tal lugar en un doble sentido: las normas constitucionales no pueden ser modificadas por la ley y la conformidad de ésta con las primeras se vuelve condición de su validez.15 A su vez, Ferrajoli considera que la rigidez —como rasgo estructural de la Constitución16— impone al legislador dos tipos de 13 Esta es la información que la Cámara de Diputados provee a la solicitud que le fue formulada a través de su portal de transparencia el día 4 de mayo de 2010, con el folio registrado con el número 4148. 14 Cfr. De Vega, Pedro, op. cit. p. 67. Más adelante abundaremos sobre el resto de las funciones que dicho autor identifica. 15 Cfr, Guastini, Riccardo, op. cit, p. 182 16 Cfr, Ferrajoli, Luigi, op. cit, “Democracia constitucional y derechos fundamentales. La rigidez de la Constitución y sus garantías” p. 92. Al respecto añade: “…las constituciones son rígidas por definición”. 14 garantías, las cuales corresponden a la doble naturaleza de los derechos fundamentales (en su calidad de expectativas negativas y positivas).17 Las garantías negativas consisten en la prohibición de derogar. Las garantías positivas obligan a aplicar lo que las normas constitucionales disponen.18 Desde esta perspectiva, las normas sobre reforma constitucional son, para el teórico italiano, garantías negativas de la rigidez, pues excluyen toda reforma o sólo la permiten mediante procedimientos más gravosos que los previstos para las leyes ordinarias.19 Decir que la Constitución está llamada a limitar al poder legislativo ordinario significa que ella, en realidad, tiene como vocación restringir los contenidos de la voluntad de las mayorías, pues en las democracias constitucionales el legislador funge como su representante. Ahora bien, ¿a qué valores o pretensiones responde este diseño? ¿Por qué en los momentos históricos de los cuales se nutre el constitucionalismo se pensó que éste era un modelo deseable o adecuado? Con el fin de delinear los fundamentos de su propia postura y desde un punto de vista crítico, Juan Carlos Bayón muestra que un importante sector de la filosofía moral y política contemporánea justifica el constitucionalismo a partir de considerar que es el diseño 17 Cfr, 97 Ibidem; p. 97 19 Ferrajoli esencialmente distingue cuatro alteraciones que el paradigma de derecho constitucional trae consigo: (i) “cambian las condiciones de validez de las leyes, dependientes ya no sólo de la forma de su producción sino también de la coherencia de sus contenidos con los principios constitucionales”; (ii) cambia “el estatuto epistemológico de la ciencia jurídica, a la que la posible divergencia entre constitución y legislación confiere un papel ya no sólo exclusivamente explicativo, sino crítico y proyectivo en relación con su propio objeto”; (iii) “se altera el papel de la jurisdicción, que es aplicar la ley sólo si es constitucionalmente válida”; (iv)“la subordinación de la ley a los principios constitucionales equivale a introducir una dimensión sustancial, no sólo en las condiciones de validez de las normas, sino también en la naturaleza de la democracia”. Véase: “Pasado y Futuro del Estado de Derecho”, en Estado de derecho. Conceptos, fundamentos y democratización en América Latina, Carbonell Miguel, Orozco Wistano, Vázquez Rodolfo, (coords.) 1ª edición, Siglo XXI editores, en coedición con el Instituto de Investigaciones Jurídicas y el Instituto Autónomo de México, 2002, pp. 192 a 194 18 15 exigido por una determinada concepción de los derechos básicos o fundamentales, según la cual, éstos son límites infranqueables al procedimiento de la toma de decisiones por mayoría.20 Bayón encuentra que tal concepción se identifica con lo que Garzón Valdés bautizara el “ideal del coto vedado”. Éste, afirma Bayón, puede resumirse diciendo que los derechos básicos retiran ciertos temas de la agenda política ordinaria para emplazarlos en una esfera intangible.21 Haciendo eco de las inquietudes usualmente generadas por esta tesis, el mismo Bayón nos recuerda que el constitucionalismo aún tiene una “espinosa cuenta pendiente”22 con la llamada “objeción contramayoritaria”.23 Esto es, el constitucionalismo aún tiene que 20 Garzón Valdés, Ernesto, “Representación y democracia”, en Derecho, Ética y Política, Garzón Valdés, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993, pp. 631-650, apud, Bayón, Juan Carlos, “Derechos, Democracia y Constitución”, Portal: Doxa, Edición digital: Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2008,http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/12925071916700495109213/d iscusiones1/Vol1_05.pdf, (fecha de consulta: 15 de marzo de 2010, pp. 65-66). 21 Cfr, ibidem, p. 65. Al respecto, Bayón agrega que de acuerdo con esta concepción, “la idea de los derechos suele definirse a partir de la concurrencia de dos rasgos. Se entiende, en primer lugar, que los derechos básicos son límites a la adopción de políticas basadas en cálculos coste-beneficio, lo que es tanto como decir que esos derechos atrincheran ciertos bienes que se considera que deben asegurarse incondicionalmente para cada individuo, poniéndolos a resguardo de eventuales sacrificios basados en consideraciones agregativas. En segundo lugar, […] los derechos básicos constituyen límites infranqueables al procedimiento de toma de decisiones por mayoría, esto es, que delimitan el perímetro de lo que las mayorías no deben decidir, sirviendo por tanto frente a éstas –utilizando la célebre expresión de Dworkin— como vetos o cartas de triunfo”. 22 Cfr, ibidem, p. 67. 23 La “objeción contramayoritaria” tiene su origen en la obra de Alexander Bickel, The Least Dangerous Branch: The Supreme Court at the Bar of Politics, New Haven, Yale University Press, 1962, pp. 16 ss, apud, Bayón, op. cit. p. 67. Bayón resume el sentido de dicha de objeción en los siguientes términos “es sabido que esa objeción adopta dos formas fundamentales. La primera apunta a la idea misma de primacía constitucional, ya que si la democracia es el método de toma de decisiones por mayoría, la primacía constitucional implica precisamente restricciones a lo que la mayoría puede decidir. Y la segunda, que afecta al control jurisdiccional de constitucionalidad, consiste en preguntar qué legitimidad tienen jueces no representativos ni políticamente responsables para invalidar decisiones de un legislador democrático. En suma: si como ideales 16 justificar por qué es válida la restricción de la toma de decisiones mayoritarias si, como ideales morales, se parte no sólo de los derechos, sino también del valor de la democracia.24 Aunque no nos ocuparemos de identificar exhaustivamente las distintas respuestas que estas interrogantes han recibido, vale la pena repasar brevemente algunos de los argumentos más recurrentes. Desde la perspectiva de algunos teóricos como Luigi Ferrajoli o Ronald Dworkin, entre otros, el constitucionalismo no supone un costo para la democracia, sino que —muy por el contrario— debe entenderse como una exigencia que deriva de los presupuestos de ésta. Ferrajoli literalmente afirma: …cualquier concepción de la soberanía como potestas legibus soluta está en contradicción con no sólo con la idea de democracia constitucional sino con la idea misma de democracia, que se ha revelado histórica y lógicamente incompatible con la existencia de poderes soberanos o absolutos, incluida la omnipotencia de la mayoría del pueblo o de sus representantes.25 Con esta reflexión como premisa, Ferrajoli concluye que existe un nexo estructural entre constitucionalismo y democracia; puntualiza: “para que un sistema político sea democrático es necesario que se sustraiga constitucionalmente a la mayoría el poder de suprimir o limitar la posibilidad de que las minorías se conviertan a su vez en mayorías”.26 Este autor agrega que ello se logra a través del establecimiento de límites y vínculos que conforman lo que él mismo ha llamado “la morales se parte no sólo del de los derechos, sino también del valor de la democracia, entonces el camino hacia el constitucionalismo es quizá menos llano de lo que parece”. 24 Bayón, Juan Carlos, op. cit, p. 68 25 Ferrajoli, Luigi, op. cit, “Democracia constitucional y derechos fundamentales. La rigidez de la Constitución y sus garantías”. p. 84 26 Ibidem, p. 85 17 esfera de lo no decidible”.27 Es útil mencionar cuáles son los fines que este autor adscribe a una Constitución: Una Constitución no sirve para representar la voluntad común del pueblo, sino para garantizar los derechos de todos, incluso frente a la voluntad popular. […] El fundamento de su legitimidad, a diferencia de lo que ocurre con las leyes ordinarias y las opciones de gobierno, no reside en el consenso de la mayoría, sino en un valor mucho más importante y previo: la igualdad de todos en las libertades fundamentales y en los derechos sociales, o sea en derechos vitales conferidos a todos, como límites y vínculos, precisamente, frente a las leyes y los actos de gobierno expresados en las contingentes mayorías.28 Otra importante respuesta deviene del argumento del precompromiso y de las llamadas “estrategias Ulises”.29 De acuerdo con esta postura, el atrincheramiento constitucional está justificado por el valor de las circunstancias en que se adoptan las cláusulas respectivas. Bayón sintetiza esta idea (aunque para desafiarla posteriormente) del siguiente modo: …lo que nos sugiere esta forma de argumentación es que es racional que una comunidad, en los momentos en que reflexiona colectivamente con mayor seriedad y altura de miras, decida incapacitarse para tomar ciertas decisiones que sabe que pueden tentarla en sus momentos menos brillantes y que, a la larga, lamentaría haber tomado.30 De acuerdo con esta idea, si la decisión del constituyente goza de una calidad superior a la que caracteriza a las decisiones del legislador ordinario, entonces está justificado que la primera funcione como 27 Idem. Ferrajoli, Luigi, op. cit, “Pasado y futuro del estado de derecho”, p. 203. 29 El entendimiento de estas estrategias ha sido desarrollado por Jon Elster, en Ulysses and the Sirens: Studies In Rationality and Irrationality, Cambridge, New York, Cambridge University Press, 1979, apud. Bayón, Juan Carlos, op. cit, p. 78. 30 Ibidem. p. 77 28 18 límite material de las segundas. Se supone que este dualismo —dice Bayón— bastaría para reconciliar la primacía constitucional con el ideal democrático. Ahora bien, con independencia de las razones que se quieran adoptar para justificar el constitucionalismo lo cierto es que, al menos alguna de ellas, ha de ser pertinente para explicar nuestra práctica jurídica. Es decir, si el constituyente originario se decantó por el ideal de rigidez, entonces, se puede suponer que esto ocurrió —en el mejor de los casos— porque adoptó conscientemente alguna de esas tesis o, al menos, porque mostró aquiescencia respecto de ellas. Esta es una conclusión que, sin embargo, no puede dejarnos tranquilos cuando lo que se pretende es entender cabalmente para qué sirve un mecanismo de reforma con las características del mexicano. Si el Constituyente de 1917 únicamente hubiera querido arrebatar del dominio del legislador ordinario la posibilidad de cambio, le hubiera bastado con establecer una norma que vedara toda posible modificación constitucional. Con ello, los temas constitucionales se hubieran extraído por completo del terreno de lo discutible, asegurando su incondicional supremacía de una vez por todas. No obstante, la realidad nos demuestra que esta condición de agravamiento máximo nunca ha sido considerada un fin al cual debamos aspirar. Por eso, como indica Pedro de Vega, el procedimiento de reforma constitucional está llamado a cumplir dos finalidades adicionales al aseguramiento de la supremacía; a saber, permitir la adaptación de la Constitución a la realidad histórica y garantizar la continuidad jurídica del Estado.31 En cuanto a esta última función (la de aportar estabilidad), Víctor Ferreres argumenta en un sentido semejante. Se pregunta por qué debe ser rígida una Constitución y —con respecto a la parte que establece la estructura y relaciones de los diversos órganos del estado32— responde: 31 32 Cfr, De Vega, Pedro op. cit, p. 67. Cfr, Ferreres, Víctor, op. cit, p. 29 19 …dada la existencia de una pluralidad de sistemas razonables de gobierno, y dada la necesidad de estabilizar uno de ellos para que la vida política pueda desenvolverse de manera ordenada, es conveniente que la Constitución opte por uno de estos sistemas. La rigidez constitucional asegura entonces la estabilidad de la opción elegida. Es más importante tener establecida una determinada estructura de gobierno, que la mayoría parlamentaria de cada momento no puede alterar, que mantener abierta la posibilidad de discutir y votar constantemente cuál es la mejor estructura de gobierno con la que dotar al país.33 Entonces, el agravamiento del procedimiento no sólo tiene por objeto retirar ciertos temas de la agenda política que una mayoría adopta; también busca evitar el costo que implica la continua redefinición de la estructura orgánica de los poderes del estado. Pero el mismo Ferreres nos recuerda que si bien la rigidez implica dificultad para reformar, también implica reformabilidad.34 Ésta, la apertura al cambio, responde a una preocupación que se remonta hasta los orígenes del constitucionalismo francés y norteamericano. Si bien en un principio se llegó a considerar que la obra del constituyente significaba tan importante triunfo que no debía someterse a cambio alguno, después se esgrimieron distintos argumentos para hacer ver que esto no iba sino en detrimento de la estabilidad misma del Estado constitucional.35 En efecto, ya desde entonces se entendió que la legitimidad democrática de la Constitución podía frustrarse en el momento en que los valores y pretensiones por ella recogidos chocaran con los de las futuras generaciones y éstas no pudieran hacer algo al respecto. Pedro de Vega señala que, en atención a esta preocupación, los primeros constituyentes entendieron que “la Constitución no podía ni debía 33 Idem. Cfr, ibidem, p. 40 35 Cfr, De Vega, Pedro, op. cit, pp. 58-60. 34 20 tampoco entenderse como una ley eterna”.36 Sobre esto, él mismo opina: Porque las Constituciones necesitan adaptarse a la realidad, que se encuentra en constante evolución, porque su normativa envejece con el paso del tiempo y porque la existencia de lagunas es un fenómeno obligado, que deriva de la compleja e inabarcable realidad que con ellas se pretende regular, su modificación resulta inexorable. 37 En el mismo sentido, Fix-Zamudio y Valencia Carmona indican que si bien los preceptos constitucionales no pueden ser volátiles, ni fugaces, también es cierto que las normas primarias no son entelequias y deben, por tanto, ir al paso de los cambios sociales y políticos.38 Desde esta óptica, se vuelve necesario autorizar la enmienda. Sólo así es posible que la decisión de elevar una norma al rango supremo permanezca y permita su adaptación a las circunstancias de cada momento. Así, la norma originalmente establecida, aunque posteriormente modificada, perdura a la vez que goza de legitimidad. En síntesis, la rigidez tiene una pretensión compleja: busca asegurar supremacía, estabilidad y reformabilidad. Pero ¿cuáles son las relaciones que existen entre estas tres funciones? Lo dicho hasta ahora permitiría afirmar que la estabilidad y la reformabilidad se han pensado como funciones complementarias e inherentes al mecanismo de reforma; sin embargo, podrá ya intuirse que, en realidad, ellas no son la pareja perfecta. El pleno o absoluto funcionamiento de ambas significa su recíproca anulación. Es decir, una pretensión absoluta de permanencia choca, por razones lógicas, con la apertura al cambio. Así, quien diseña las formas y alcances del cambio constitucional se coloca frente a una tensión entre dos de sus aspiraciones: puede favorecer la intención de dificultar la 36 Idem. Ibidem p. 59. 38 Cfr, Fix-Zamudio Héctor y Valencia Carmona Salvador, Derecho Constitucional Mexicano y Comparado, segunda edición, Porrúa-UNAM, México, 2001, p. 101. 37 21 transformación de algunos (o todos los) postulados constitucionales y retirarlos de aquello que las mayorías son capaces de modificar válidamente, o bien, puede facilitar su enmienda en aras de que la norma fundamental sea capaz de responder, incondicionalmente, a las pretensiones y los valores que suscriben aquellas personas a quienes debe regir. En el primer caso, la petrificación incluso puede ser absoluta. Aquí, los contenidos de la Constitución permanecen intactos en los términos originalmente adoptados, lo que implica sacrificar, radicalmente, cualquier posibilidad de enmendar el error. Por el contrario, si en el segundo caso se opta por no establecer trabas significativas a la acción de transformar, se termina cediendo en términos de estabilidad, o sea, se pierde en la protección de temas que fueron y continúan considerándose fundamentales. Como se ve, existen buenas razones para procurar la operatividad de ambas funciones (estabilidad y reformabilidad), pues los escenarios extremos sacrifican bienes de gran valía. El problema es que ellas tienden hacia direcciones opuestas, por lo que si se pretende su conciliación no queda más remedio que relativizar sus alcances y buscar un punto óptimo de equilibrio entre ambas. Alguna debe ceder espacio a la otra. De lo contrario, no pueden sobrevivir concurrentemente. En pocas palabras, el cambio debe ser difícil pero no imposible. Donald S. Lutz describe este fenómeno con suma claridad al sostener que los sistemas que buscan garantizar la supremacía constitucional parten de una pretensión común: lograr un punto de equilibrio entre la dificultad y la facilidad con las cuales debe ser posible el cambio constitucional.39 En sus palabras: The assumptions underlying the amendment idea require that the procedure be neither too easy nor too difficult. A process that is too easy does not provide enough distinction between 39 Lutz, Donald. S, “Toward a Theory of Constitutional Amendment”, en Responding to Imperfection, the Theory and Practice of Constitutional Amendment, Levinson, Sanford (ed.) op. cit, pp. 237-240. 22 constitutional matters and normal legislation, thereby violating the assumption of the need for a high level of deliberation and debasing popular sovereignty. One that is too difficult, on the other hand, interferes with the needed rectification of mistakes, thereby violating the assumption of human fallibility and preventing effective recourse to popular sovereignty. 40 Aunque refiriéndose a la materia de derechos y libertades, Ferreres también ilustra este dilema al señalar que: …la rigidez constitucional puede parecer excesiva si las mayorías parlamentarias actuales consideran que determinada decisión adoptada en el pasado en materia de derechos y libertades es errónea. […] Por otro lado, la rigidez constitucional puede parecer insuficiente si creemos que los individuos son titulares de ciertos derechos morales que el Estado debe reconocer, y es por esta razón por la que los recogemos en la Constitución…41 Como se ve, lo que está en juego no es otra cosa que el grado ideal de rigidez que debe tener una Constitución. Se entiende que éste debe ser capaz de salvaguardar ese delicado equilibrio entre el auténtico atrincheramiento de determinados contenidos (esto es, su efectiva indisponibilidad para el legislador ordinario) y la factible transformación de aquello que deja de ser valioso para una comunidad. La dificultad de hallar ese fino equilibrio (donde ambos fines se maximizan al mayor grado posible) tiene su explicación en un dilema moral bastante antiguo pero aún vigente. Ferraloji lo explica señalando que el grado de rigidez que debe atribuirse a una Constitución y, en particular, a los diferentes tipos de normas constitucionales, plantea problemas similares a los que suscita la relación entre democracia política y derechos fundamentales.42 40 Ibidem, p. 240. Cfr, Ferreres, Víctor, op. cit, p. 29 42 Cfr, Ferrajoli, Luigi, op. cit, “Democracia constitucional y derechos fundamentales. La rigidez de la Constitución y sus garantías”, p. 93 41 23 Explica que, al respecto, desde siempre se han contrapuesto dos tesis, una que llama “garantista” y otra “democrática”. En sus palabras: La primera, sostenida por Benjamín Constant, defiende la no modificabilidad de al menos algunos principios que el poder constituyente ha establecido como fundamentales. El argumento que justifica esta afirmación es que no existe ningún poder constituido superior al poder constituyente y que éste se agota, en realidad, con su ejercicio. La segunda tesis se remonta a Sièyes y mantiene que el poder constituyente puede modificar, en cualquier momento, cualquier principio constitucional.43 Si la forma de resolver el dilema sigue siendo objeto de discusión en la teoría y la filosofía del derecho, no debería sorprendernos que los distintos diseños constitucionales que encontramos en el mundo confirmen la complejidad de este disenso. 2. La solución del dilema en la práctica El conflicto se pretende resolver de tan distintas maneras que, en realidad, los escenarios a los que antes hacíamos referencia (absoluta inmodificabilidad y flexibilidad) constituyen los polos opuestos de una amplia gama de posibilidades intermedias. Es decir, existe todo un abanico de intensidades a partir de las cuales se puede manifestar la agravación. De tal manera que, por lo pronto y a nivel formal, el cambio constitucional puede calificarse como posible o imposible y, dentro de la primera categoría, como fácil o difícil —subcategorías que a su vez admiten importantes matices—. Tomando en cuenta lo anterior, el siguiente esquema muestra algunas escalas de rigidez en un movimiento progresivo hacia el máximo posible de atrincheramiento: 43 Idem. 24 5) Petrificación total: nada puede cambiar 4) Petrificación parcial: algunos contenidos no pueden cambiar Significa que hay cláusulas de intangibilidad o límites explícitos al objeto de reforma constitucional. El cambio (parcial o total) está absolutamente vedado. 3) Distintos grados de agravación en función de la cláusula por reformar 2) Procedimiento agravado La complejidad varía en función de diversos factores: integración del órgano encargado de la reforma, participación popular, tipos de mayorías exigidas y condiciones temporales en la ejecución del procedimiento. Todo cambio permitido, aunque diferentes grados dificultad. 1) Flexibilidad No hay distinción entre el procedimiento de creación constitucional y el de creación legislativa está con de Como se ve, las tres categorías intermedias (2, 3 y 4) concilian de mejor modo los alcances de dos condiciones antagónicas: el cambio y la permanencia. Dado que la escala es progresiva, es claro que estas tres categorías se pueden presentar combinadas entre sí. Los extremos 5 y 1, en cambio, constituirían ejemplos de condiciones absolutas. Vale la pena hacer referencia a algunos mecanismos de reforma constitucional que representan ejemplos de estas categorías y hablar muy brevemente sobre su significado. 25 A. Flexibilidad No es fácil determinar si actualmente existen modelos constitucionales a los cuales podamos calificar de flexibles. Esto, por dos razones. En primer lugar porque, como afirma Pedro de Vega, es un hecho que “hoy la práctica totalidad de las Constituciones son Constituciones rígidas”.44 Al respecto añade que “el establecimiento de un procedimiento especial de reforma para la normativa fundamental y, la consiguiente distinción a nivel formal que del mismo deriva entre la ley constitucional y la ley ordinaria, constituye una especie de axioma de la conciencia jurídica universal”.45 Por ello, si encontramos modelos que ameriten ser calificados como flexibles, ello será la excepción. Pero aún encontrándolos —y aquí se perfila la segunda razón de la dificultad— no es claro si hoy por hoy tiene sentido hablar de constitucionalismo sin rigidez46 o de constituciones flexibles.47 Riccardo Guastini entiende que la noción de flexibilidad describe la práctica de aquellos países en los que las relaciones entre la Constitución y las demás leyes están reguladas por el principio de preferencia de la norma sucesiva, es decir, la más reciente en el tiempo48; así, —afirma— “si la Constitución es flexible, una ley […] que contenga disposiciones contrastantes con la Constitución vale no como violación, sino como revisión, o reforma, de la Constitución misma”.49 44 De Vega, Pedro, op. cit, p. 50. Idem; además menciona que: “en lugar de distinguir entre Constituciones rígidas y flexibles, como en los umbrales del siglo hacía Bryce, de lo que realmente habría que hablar ahora sería de Constituciones con mayor o menor grado de rigidez”. 46 Para Ferrajoli, por ejemplo, las constituciones son rígidas por definición; entiende que la rigidez no es una garantía, sino un rasgo estructural de la Constitución. Op. cit, “Democracia Constitucional y derechos fundamentales. La rigidez de la Constitución y sus garantías” p. 92. 47 La flexibilidad es la contracara de la rigidez en el sentido de que una Constitución flexible es aquella que puede ser legítimamente modificada, derogada o abrogada por el órgano legislativo mediante el procedimiento legislativo ordinario de formación de leyes. Cfr, Guastini, Riccardo, op. cit, p. 182. 48 Idem. 49 Idem. 45 26 Queda claro que esta descripción corresponde a una práctica como la inglesa. Como señala Pedro de Vega, “es indudable que la Constitución inglesa, en cuanto Constitución no escrita, es una Constitución, por definición, flexible. También es evidente que como lema fundamental del ordenamiento constitucional inglés aparece el consagrado por Blackstone en el siglo XVIII, según el cual, el Parlamento tiene un poder absoluto y sin control”.50 Sin embargo, este mismo autor nos invita a desafiar la idea según la cual los principios de supremacía y rigidez están absolutamente ausentes en el prototipo de Constitución flexible — tradicionalmente simbolizada en la Constitución de Inglaterra—51. Para De Vega constituye un error pensar que, incluso en este sistema, la flexibilidad es absoluta. Piensa que “probablemente lo más correcto es suponer que en Inglaterra también se dan ciertas formas de rigidez”52. Esto se debe, explica, a que el Parlamento no prescinde de la opinión pública, pues a través de los petitions, los meetings, la prensa, etc., el pueblo expresa y crea sus ideas sobre el ordenamiento constitucional, actuando, indirectamente, como una especie de poder constituyente tácito.53 De acuerdo con este estándar, Pedro de Vega tendría que aceptar calificar de rígido a cualquier sistema en el que la reforma de los postulados fundamentales requiera la implementación de un procedimiento cuya complejidad sea —de facto o de iure— superior con respecto a aquélla que caracteriza a la emisión de normas secundarias. Su argumento está vinculado con el grado de rigidez efectiva de una Constitución. Es decir, se relaciona con la respuesta a la pregunta de qué tan complicado es, fácticamente, el cambio constitucional en una determinada práctica. Esto abre algunos interrogantes, tales como ¿de qué depende la rigidez efectiva? ¿Tiene ésta mayor trascendencia en la cultura 50 De Vega, Pedro, op. cit, p. 51 Cfr, ibidem, p. 52. 52 Ibidem, p. 51 53 Cfr, idem, p. 51 51 27 jurídica de un país que la rigidez formal?54 El autor que cito no llega a contestar estos planteamientos pero ayuda a ver que el grado de rigidez formal de una Constitución puede no corresponder con la seriedad con la que realmente se asume el cambio constitucional en esa práctica. Este es un problema en el que me enfocaré más adelante. Por ahora basta decir que la flexibilidad no es un adjetivo que sirva para describir a la mayoría de los modelos constitucionales y que, incluso cuando ello es factible —como en el caso de la Constitución inglesa—, los matices se imponen. B. Procedimiento agravado Decir que un proceso de enmienda constitucional es agravado no aporta mucho para realmente entender las condiciones que determinan la operación del cambio. Esto se debe a que el grado de rigidez formal es un concepto relacional, esto es, se determina en función de su comparación con el procedimiento legislativo ordinario. Y si esto es cierto —si la tarea de agravar sólo se trata de inventar un mecanismo de enmienda más difícil que el ordinario— naturalmente se cuenta con un amplísimo acervo de elementos que permiten satisfacer tal condición. En el artículo “Toward a Theory of Constitutional Amendment”, Donald S. Lutz elabora un índice para la estimación de la dificultad del proceso de reforma.55 En éste identifica más de 70 acciones posibles que, incluso combinadas, pueden dar lugar a la iniciativa y aprobación de una reforma constitucional. Afirma que ellas prácticamente abarcan las combinaciones de todo proceso de reforma en el mundo, con lo cual este índice cumpliría la función de mostrar todas las estrategias de agravación hasta ahora existentes. 54 Planteando la misma problemática, Fix-Zamudio y Valencia Carmona señalan que la rigidez no depende exclusivamente del procedimiento que se sigue para una reforma. La Constitución inglesa —explican— resulta más rígida que muchas flexibles, y a la inversa existen muchas Constituciones rígidas que en la realidad se vuelven bastante flexibles. Cfr, Fix-Zamudio y Valencia Carmona, op. cit, p. 103. 55 El índice está en las páginas 258 y 259 de Lutz, Donald S., op. cit. 28 Estas posibles acciones que —con ánimo de exhaustividad identifica Lutz— pueden clasificarse en función del momento al cual están referidas (iniciativa, discusión o aprobación), en razón de los órganos que intervienen y del número de votos que las preceden. Entre los órganos cuya integración exige el universo de prácticas que examina, están los siguientes: ejecutivo, legislaturas unicamerales, legislaturas bicamerales, múltiples legislaturas estatales (tratándose de la reforma a la Constitución federal), una o más convenciones y órganos especialmente constituidos o electos para efectos de la reforma. Por lo que hace a la composición de las votaciones que deben preceder a la reforma, Lutz se topa con ejemplos de todas las clases de mayorías (simples, absolutas y calificadas) e incluso la exigencia de unanimidad. A su vez, las normas de reforma pueden requerir la integración de todas estas votaciones en distintos momentos y la actuación de los diversos órganos en más de una ocasión. Incluso puede exigirse la mediación de elecciones entre votaciones y, por supuesto, la participación popular vía referéndum. Como se ve, en verdad resulta complejo agrupar en tipologías generales a las distintas acciones que pueden dar lugar a una reforma y sus respectivas modalidades. Sin embargo, la sistematización lograda por Lutz nos permite conceder razón a Pedro de Vega cuando, con apoyo en criterios de clasificación aportados por algunos constitucionalistas, abstrae e identifica los factores que afectan la agravación constitucional. Menciona los siguientes: la especificidad del órgano encargado de actuar la reforma, la participación popular, el tipo de procedimiento más o menos complejo en relación al procedimiento legislativo ordinario y la continuidad o discontinuidad temporal en las diversas fases procesales.56 Así, podríamos decir que estos son los factores jurídico-formales de los cuales depende el tono en el que la agravación del cambio constitucional puede aparecer. 56 Cfr, De Vega, Pedro, op. cit, p. 95. 29 C. Variación en grados de rigidez Esta condición se caracteriza por asignar diferentes grados de rigidez entre los preceptos de una misma Constitución; es decir, su encomienda consiste en asegurar una agravación más robusta para la reforma de determinadas cláusulas constitucionales que —resulta obvio— se consideran más importantes. En estas condiciones, la dificultad de la reforma también se determina por su relación con el nivel de complejidad requerido para la reforma de leyes ordinarias. Pero aquí se requiere una distinción: para que la condición se cumpla, deben existir por lo menos tres niveles de agravación. Éstos son: el previsto para leyes ordinarias, el previsto para la transformación de la mayoría de las normas constitucionales y el correspondiente al procedimiento especialmente agravado, este es, el que precisamente condiciona la reforma de los contenidos más intensamente atrincherados. ¿Qué ejemplos prácticos encontramos de este modelo? El caso de la Constitución española es emblemático. A diferencia de lo que ocurre en otras prácticas en donde se opta por congelar algunas cláusulas constitucionales, el poder constituyente español de 1978 consideró que debía hacer especialmente difícil la reforma de aquellas disposiciones contenidas en el Título Preliminar, el Capítulo 2.º, la Sección 1.ª del Título I y el Título II.57 La especial dificultad reside en que la reforma de estas disposiciones requiere, en un primer momento, que se proceda a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara del Congreso, y a la disolución inmediata de las Cortes. Posteriormente, las Cámaras elegidas deben ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que debe ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras. Una vez que la reforma es aprobada por las Cortes Generales, debe someterse a referéndum para su ratificación.58 57 En estas partes de la Constitución encontramos la consagración de los valores del ordenamiento, la definición de la fórmula política, la consagración de los derechos fundamentales y las libertades públicas, entre otras cuestiones. 58 Véanse los artículos 68 y 167 de la Constitución española. 30 D. Petrificación parcial Esta categoría designa aquella práctica en la que encontramos cláusulas de intangibilidad o límites expresos a lo que el poder de reforma puede alterar. Pedro de Vega entiende que el establecimiento de cláusulas pétreas en los textos constitucionales es una tendencia generalizada del constitucionalismo del presente —tendencia que iniciara en el siglo XX, sobre todo, en los textos posteriores a la Segunda Guerra Mundial—59. A su entender este fenómeno no se presentó en el constitucionalismo del siglo XIX porque la moral burguesa se identificaba con la neutralidad ideológica y el formalismo. Por la nitidez que arroja, vale la pena citar un extracto de su razonamiento: …el giro copernicano que en el constitucionalismo supone la ruptura histórica del formalismo burgués, se traducirá, entre otras cosas, en el hecho de que sean las propias Constituciones quienes, en un mundo social fragmentado en intereses irreconciliables, definan y establezcan los propios supuestos en que descansa su legitimidad. […] A partir de ese momento se abre el camino para que las Constituciones asuman la difícil misión de consagrar, en un orden social descompuesto y con contradictorias pretensiones, los principios básicos en que el acuerdo común resulta obligado para poder establecer un mínimo orden de convivencia. Se configuran de este modo zonas exentas a la discusión social y a la acción de cualquier poder constituido, incluido, naturalmente, el poder de reforma...60 En cuanto a las implicaciones jurídicas que las cláusulas pétreas traen consigo, este mismo autor explica que su garantía constituye el reconocimiento que el derecho positivo hace de la diferencia entre poder constituyente y poder de reforma.61 Utilizando la terminología 59 Cfr, De Vega, Pedro, op. cit, p. 246-247 Ibidem, p. 254 61 Cfr, Ibidem, p. 255 60 31 de Hauriou, añade, estas cláusulas conforman la “supralegalidad constitucional”.62 Con ellas “se hace posible declarar la existencia de normas constitucionales inconstitucionales”.63 Ahora, ¿qué constituciones prevén esta clase de agravación? Entre muchas otras, cabría mencionar a las de los siguientes países: Italia, Francia, Grecia, Portugal, Noruega, Estados Unidos —con una garantía del Pacto Federal64— y Alemania. De acuerdo con el artículo 139 de la Constitución italiana y con el 89 de la Constitución francesa, la forma republicana de gobierno no puede ser modificada vía reforma constitucional. Por su parte, el artículo 110 de la Constitución griega también prohíbe modificaciones a la forma de gobierno (en su caso, una república parlamentaria), pero además confiere intangibilidad a diversas cláusulas vinculadas con los derechos individuales.65 El artículo 112 de la Constitución noruega protege una prohibición en términos mucho más amplios; específicamente habla de la inadmisibilidad de alterar el espíritu de la norma suprema. Igualmente llama la atención el caso de la Constitución portuguesa que, en su artículo 290, habla expresamente de límites materiales a la revisión constitucional y para identificarlos formula diversos principios, entre los cuales destacan: la separación de las Iglesias y el Estado, el principio de apropiación colectiva de los medios principales de producción y de los sueldos, así como de los recursos naturales y la eliminación de los monopolios y de los latifundios; la planificación democrática de la economía; el sufragio universal, directo, secreto y periódico en la designación de los titulares electivos de los órganos de soberanía, de la regiones autónomas y de 62 Cfr, Ibidem, p. 256 Idem. 64 Así entiende Pedro de Vega a la cláusula prevista en el artículo V de la Constitución norteamericana según la cual, Ningún estado, sin su consentimiento, puede ser privado de su igual sufragio en el Senado. Cfr, op. cit, p. 260. 65 Cabe llamar la atención que, de acuerdo con el punto 6 de ese mismo artículo, no se admite revisión alguna de la Constitución antes de haber expirado el lapso de cinco años desde el final de la revisión anterior. 63 32 la administración local, así como el sistema de representación proporcional; el pluralismo de expresión y organización política, incluyendo los partidos políticos; el derecho a la oposición democrática; y el control de la constitucionalidad por acción o por omisión de normas jurídicas. En el caso de Alemania, el artículo 79.3 prohíbe la modificación de la Constitución en lo relativo a la división de la Federación en los Länder, la participación de éstos en el proceso legislativo y los principios establecidos en los primeros 20 artículos, entre los cuales están: el respecto a la dignidad humana, el principio de fuerza normativa de los derechos humanos y la consagración de varios de ellos. E. Petrificación total No se cuenta con ejemplos de constituciones que prohíban el cambio respecto de toda la Constitución. La tesis de la absoluta inmodificabilidad podría acuñarse tratándose de aquellas constituciones que no previeran un mecanismo para su reforma.66 No obstante, también es cierto que ese silencio podría —como indica Guastini— interpretarse tanto en el sentido de que significa absoluta flexibilidad como absoluta petrificación.67 3. La dificultad del cambio: respuestas más allá del texto El mecanismo que nos interesa poner en contexto es el mexicano. El marco teórico apenas expuesto permite lanzar las siguientes conclusiones respecto del mismo: si omitimos hacer un balance sobre 66 Cfr, Guastini, Riccardo, op. cit, p. 180. Ahora, los ejemplos de este silencio únicamente están representados en constituciones que existieron en el pasado. Pedro de Vega indica que éste fue un supuesto generalizado en Europa bajo el sistema de constituciones otorgadas o pactadas. Algunos ejemplos que este autor menciona son: las Cartas francesas de 1815 y 1830, el Estatuto Albertino de Italia de 1848 y en la Constitución española de 1876. Véase, De Vega, Pedro, op. cit, p. 83. 67 Cfr, ibidem, pp. 180-182. 33 la rigidez efectiva de nuestro sistema68 y nos guiamos por un concepto meramente formal, podremos advertir que la Constitución mexicana, al no contar con límites expresos (o cláusulas de intangibilidad explícitas) pero sí con un procedimiento agravado, se encuentra en un punto intermedio en el que —al menos por lo que el texto arroja— todas las normas constitucionales son igualmente alterables.69 De todas las posibles intensidades en las que la dificultad del cambio puede representarse, la Constitución mexicana se colocaría en un rango intermedio-bajo.70 Sin embargo, esta es una conclusión parcial. Para identificar el grado de rigidez de nuestra Constitución aún es necesario responder cuáles son los límites que enfrenta el poder de reforma constitucional. Ya descartamos la presencia de límites expresos; por ende, lo que interesa aquí es analizar qué hay de los implícitos. Antes de intentar una respuesta, es necesario hacer algunas distinciones. 68 Para un análisis sobre la profusión de reformas constitucionales en México, véase el apartado de la obra de Fix-Zamudio y Valencia Carmona, antes citada, que titulan “La reforma profusa mexicana: Cuantificación de las reformas y criterios sobre ellas”. Op. cit, pp.108-113. 69 Como mero dato histórico es interesante señalar que el constitucionalismo mexicano no desconoce a las cláusulas de intangibilidad. Así, el artículo 171 de la Constitución de 1824 establecía que jamás se podrían reformar los artículos “que establecen la libertad e independencia de la nación mexicana, su religión, forma de gobierno, libertad de imprenta y división de poderes supremos de los estados”. 70 Resulta interesante ver que Lutz asigna un valor de 2.55 a la dificultad del proceso de reforma constitucional mexicano, donde 5.60 es la cifra más alta del rango (representando el caso de Yugoslavia) y 0.80 es el valor más bajo (representando el caso de Austria). Este estudio se basa en textos constitucionales previos a la publicación de la obra en 1995. A la luz de las cifras presentadas por este autor, el procedimiento de reforma constitucional mexicano presentaría un grado intermedio de dificultad. Las cifras que el autor extrae derivan del mismo análisis que realiza sobre todas posibles acciones que la Constitución puede exigir para accionar el procedimiento de reforma, donde a mayor número de condiciones, mayor dificultad. 34 A. Tipología de límites a la reforma De acuerdo con la teoría predominante, cuando hablamos de límites podemos estar refiriéndonos a dos clases de ellos: se habla de límites al procedimiento (también denominados “límites formales”)71 cuando se apela a las reglas que determinan el quién, cuándo y cómo; esto es, a las restricciones que norman la manera en que el ORC puede actuar. Se habla, en cambio, de límites al objeto de reforma (también denominados “límites materiales”) cuando se apela al qué no puede modificarse; esto es, a los contenidos que, se asume, no están bajo el control y la potestad de dicho órgano.72 A su vez, estos dos tipos de límites pueden estar implícita o expresamente protegidos. Con esto, tenemos las siguientes cuatro combinaciones posibles: límites expresos de contenido; límites expresos sobre las formas de actuación; límites implícitos de contenido; límites implícitos sobre las formas de actuación. Para cada una de estas combinaciones podríamos encontrar posiciones que afirmen o nieguen su existencia. No es difícil imaginar las razones del escepticismo asociado al concepto “límites implícitos”. Pero también encontramos posturas escépticas respecto a las cláusulas explícitas de intangibilidad, de acuerdo con las cuales ni siquiera puede afirmarse que tales postulados son jurídicamente insuperables.73 Por lo que hace a los límites que versan sobre la materia de la reforma, la doctrina ha establecido lo que ya puede considerarse una clásica tipología, de acuerdo con la cual, estas restricciones pueden 71 Como se verá más adelante, el núcleo de esta investigación radica, precisamente, en cuestionar la tradicional concepción de esta categoría. 72 Este criterio diferenciador entre procedimientos y materia no es el único que se ha utilizado en la doctrina al hablar de límites a la reforma. Sin embargo, sí es el único relevante para los fines de esta investigación. Así por ejemplo, Fix-Zamudio y Valencia Carmona hablan de límites temporales (para referir a las normas que establecen un plazo en el cual no se permiten las reformas) y de límites circunstanciales (para referir a los textos que exigen el cumplimiento de una condición para permitir la reforma). Cfr, FixZamudio y Valencia Carmona, op. cit, p. 105-106 73 Es imposible ocuparse aquí de este debate, pero para entender sus coordenadas véase, De Vega, Pedro, op. cit, pp. 255 ss. 35 dividirse en tres categorías binarias. Por su tradición e importancia doctrinaria, vale la pena reproducirlas: (i) Límites absolutos y límites relativos. Los primeros son aquellos que se consideran insuperables, ya sea porque con ese carácter están expresamente plasmados en la Constitución o porque se deducen implícitamente de la misma.74 Los segundos son sus opuestos: la disposición constitucional que los contiene puede ser superada. Para efectos de esta tesis, la categoría resulta superflua en la medida en que si encontramos límites implícitos (de contenido o de forma), ellos necesariamente tendrían que ser no superables siempre que se les entienda como jurídicamente vinculantes. Resolver este problema requeriría abordar una discusión que rebasa los fines de esta investigación. (ii) Límites heterónomos y autónomos. Los primeros son aquellos que tienen origen en fuentes externas al sistema (a diferencia de los segundos)75. En otras palabras, los límites autónomos son impuestos por el propio ordenamiento constitucional. Ellos típicamente se refieren a aquellas disposiciones que, desde otros ordenamientos, delimitan la potestad del órgano de reforma.76 Ahora, el problema acerca de si nuestro sistema puede nutrirse de una fuente abiertamente extra-constitucional ocupará nuestra atención más adelante. (iii) Límites expresos o no expresos (o implícitos). Ya abundamos sobre el significado de los primeros. Respecto a los segundos, encontramos dos sub-categorías adicionales: a) Límites implícitos (en estricto sentido): se deducen del texto constitucional mediante técnicas interpretativas tales como la 74 Cfr, Guastini, Riccardo, op. cit, p. 189 y De Vega, Pedro, op. cit. p. 243. Cfr, De Vega, Pedro, op. cit. p. 241 76 Cfr, De Vega, Pedro, op. cit, pp. 240-242. 75 36 interpretación extensiva, la teleológica, la sistemática, la 77 analógica, entre otras. b) Límites lógicos: son los límites que necesariamente derivan del concepto mismo de Constitución y/o de reforma constitucional; 78 son universales. Posteriormente profundizaremos sobre el significado de estas categorías. B. La pregunta de los límites en la jurisprudencia comparada En el caso de México, ¿qué límites encuentra el órgano de reforma constitucional? Sin duda, encuentra un primer límite en sus modos de actuación; es decir, debe ceñirse a las reglas que los establecen. A reserva de ampliar esta explicación más adelante, hasta aquí podemos acordar que lo anterior es cierto porque hablamos de un órgano constituido, lo cual significa que sus modos de actuación no dejan de estar determinados y especificados constitucionalmente. Ahora, en cuanto a los límites que se refieren a la voluntad del poder de reforma —o que versan sobre los contenidos que caen bajo su dominio— hemos insistido en que el texto es omiso en este sentido. Sin embargo, la elaboración doctrinaria a la que hacíamos referencia evidencia que el objetivo de esta investigación —analizar las condiciones del cambio constitucional en nuestro país y sus posibilidades de control— no podría verse satisfecho con un enfoque meramente textual sobre el problema. Nadie esperaría que así lo fuera. Las condiciones del cambio son, de facto, construidas a partir de un diálogo entre el juez constitucional y el texto. El entendimiento que el primero hace del segundo es determinante para efectos de establecer cuál es el estatus que guarda el potencial de transformación en un determinado país. Como hicimos en los párrafos anteriores, antes de analizar el caso mexicano echaremos un vistazo al contexto que nos rodea. De 77 78 Cfr, Guastini, Riccardo, op. cit, p. 189 Cfr, Idem. 37 este modo, haremos breve referencia a los pronunciamientos más relevantes que sobre la materia han realizado distintos tribunales constitucionales del mundo. Sin duda, esto implica abordar un problema más complejo que el de la sola existencia de los límites; a saber, el referido a las posibilidades de control judicial sobre los mismos. Aceptar que hay límites no significa que éstos necesariamente deban o pueden ser objeto de control por parte de un órgano jurisdiccional. No obstante, es un hecho que en la praxis su reconocimiento siempre ha tenido origen en sede judicial. De ahí la importancia de aproximarse a los pronunciamientos de esta rama. La gran pregunta alrededor de la cual han girado los distintos desarrollos jurisprudenciales que analizaremos podría resumirse de la siguiente manera: ¿es posible someter a control judicial de constitucionalidad una reforma constitucional y/o su procedimiento? En caso afirmativo ¿cuál es el fundamento para ello? A continuación veremos qué respuesta han proporcionado los tribunales constitucionales de Estados Unidos de América, Alemania, la India, Colombia y, por supuesto, México.79 a. Estados Unidos de América El artículo V establece dos distintos tipos de procedimiento para operar la reforma —procedimientos que pueden utilizarse indistintamente—. Éstos son: 1) el que requiere que dos tercios de las 79 Obviamos la explicación de por qué analizaremos la jurisprudencia mexicana. Por lo que hace a la selección del resto de los países, es necesario decir que ella obedece a la relevancia de los pronunciamientos que sus respectivos tribunales constitucionales han hecho y a las peculiaridades que presenta el diálogo entre los mismos y el texto constitucional sometido a interpretación. La relevancia de los fallos a los que haremos referencia es incuestionable en la medida en que ellos han ocupado la atención de buena parte de los estudiosos del tema, tales como Kemal Gözler, Elai Katz y Walter Murphy. Por lo que respecta a la jurisprudencia de Alemania, la India y Estados Unidos, haremos mención de los mismos precedentes que Kemal Gözler relata (véase Gözler Kemal, Judicial Review of Constitutional Amendments. A Comparative Study, Ekin Press, Bursa, 2008) por tratarse del estudio de derecho comparado más actualizado (hasta abril del 2007) que sobre la materia fue posible hallar. 38 legislaturas estatales llamen a una Convención para proponer una reforma80; y 2) el que puede iniciar el Congreso, siempre que las dos terceras partes de ambas cámaras lo consideren necesario. El procedimiento de reforma norteamericano también es rígido en tanto exige la votación favorable de tres cuartas partes de las legislaturas de los Estados, separadamente o por medio de convenciones reunidas en tres cuartos de los mismos, según el Congreso haya propuesto uno u otro modo para la ratificación. Ya se había indicado que el artículo V de la Constitución norteamericana no establece más límites de contenido que el referido a lo que Pedro de Vega llamaba “el pacto federal”. Como dato histórico puede mencionarse que en 1861, el Congreso discutió ampliamente la propuesta de incorporar a la Constitución una nueva cláusula intangible, misma que prohibía al Congreso abolir o interferir con la esclavitud. De acuerdo con Elai Katz, esta propuesta de enmienda — ampliamente conocida como la enmienda Corwin— pretendía evitar una Guerra Civil; sin embargo ésta estalló después de que apenas tres estados pudieran ratificarla. 81 Ahora bien, antes de analizar los distintos casos que se han presentado ante la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos, cabe destacar que, en realidad, el tema de los límites a la transformación constitucional ha tenido una presencia mucho más intensa en el debate político y académico de este país que en su foro judicial. Consecuentemente, han sido muy pocas las ocasiones en que esta materia ha llegado hasta la mesa del más alto tribunal de dicha nación. Veamos algunas. 80 Como dato de interés cabe notar que este método nunca ha sido utilizado. Cfr, Katz, Elai, “On Amending Constitutions: The Legality and Legitimacy of Constitutional Entrenchment”, en Colum. J.L. & Soc. Probs, núm. 29, Invierno 1996, p. 13 81 39 Hollingsworth v. Virginia (1798)82 En este caso, la parte demandante argumentaba que la enmienda XI a la Constitución no había sido adoptada de conformidad con el procedimiento reglado por el artículo V de la Constitución porque no había sido sometida a consideración del Ejecutivo. La Corte rechazó el argumento diciendo que el Presidente no tenía nada que ver con la propuesta o adopción de enmiendas a la Constitución. Lo relevante del caso es que constituye el primer precedente en el que la Corte norteamericana responde a un planteamiento sobre la regularidad del procedimiento que precede a la enmienda constitucional. El asunto revela —dice Kemal Gözler, recordando a Walter Dellinger83— que en Estados Unidos el control judicial del procedimiento de reforma tiene un fundamento más antiguo que el control judicial de las leyes. Hollingsworth v. Virgina fue fallado en 1798, mientras que Marbury v Madison lo fue en 1803. National Prohibition Cases (1920)84 En esta serie de casos —7 asuntos que fueron designados bajo el mismo rubro— se combatía la validez de la XVIII enmienda a la Constitución estadounidense. Ésta constituyó el sustento de la política que fue instaurada en los años 20 con el fin de prohibir la manufactura, transportación y venta de alcohol. Los diversos demandantes esgrimieron argumentos que iban dirigidos tanto a combatir la validez sustantiva de la enmienda como a cuestionar la regularidad del procedimiento. La Corte lanzó 11 conclusiones, muy precisas, sobre los puntos sometidos a su consideración, entre ellas destacan las tres siguientes: 82 3 U.S. 378 Dellinger, Walter ,”The Legitimacy of Constitutional Change: Rethinking the Amendment Process”, en Harvard Law Review, 386, 403 (1983), apud, Gözler, Kemal, op. cit, p. 29. 84 253 U.S. 350 83 40 La mayoría de dos tercios de cada cámara del Congreso que exige el artículo V, no se refiere al voto de dos tercios de toda la legislatura, sino al de los miembros presentes. No deben aplicarse las disposiciones sobre referéndum que las constituciones estatales prevén. La prohibición de manufactura, venta, transportación, importación y expropiación de licores embriagantes destinados al consumo, cae dentro del poder de enmienda previsto en el artículo V de la Constitución. Así, sin analizar si cabía hablar de límites materiales al objeto de la enmienda, la Corte concluyó que la reforma impugnada ya era parte de la Constitución. Dillon v. Gloss (1921)85 En este caso también se combatían aspectos relacionados con la validez de la XVIII enmienda. El señor Dillon había sido arrestado y consignado por violar la norma que prohibía la transportación de bebidas embriagantes —The National Prohibition Act—. Para combatir la orden que le negaba el habeas corpus solicitado, Dillon impugnó la validez del plazo de siete años que la propia enmienda establecía como tiempo máximo para su ratificación. La Corte negó la razón a Dillon al considerar que el Congreso tenía plenas facultades para, dentro del límite de lo razonable, señalar un plazo definitivo para la ratificación por parte de los Estados. Afirmó, además, que el plazo de siete años previsto para la enmienda en cuestión, efectivamente era razonable. 85 256 U.S. 368 41 United States v. Sprague. (1931)86 En este asunto, los demandantes señalaban que la XVIII enmienda a la Constitución sólo podía ser aprobada por vía de una convención — segundo método previsto en el artículo V para la reforma constitucional—; y que, al haber sido aprobada por el método a cargo del Congreso, la reforma debía invalidarse. Al respecto, la Corte señaló que la elección del método de ratificación quedaba a total discreción del Congreso, sin importar si la reforma versaba sobre las relaciones propias de la maquinaria estatal o sobre materias que afectan a la libertad de los ciudadanos. Esto es, la Corte señaló que la materia sobre la que versaba la reforma resultaba irrelevante para efectos del método elegido. De nuevo, la Corte mostró total deferencia al órgano de revisión constitucional. Colleman v Miller (1939)87 Es probable que este sea el caso más interesante que, para efectos de la presente investigación, haya fallado la Corte de Estados Unidos. Esto se debe a que fue resuelto con base en un criterio que aún tiene una importancia significativa en la jurisprudencia norteamericana, según el cual hay cuestiones políticas (“political questions”) que no admiten ser dirimidas en sede judicial. Los hechos del caso son estos: en 1924, el Congreso había propuesto una reforma a la Constitución conocida como “The Child Labor Amendment”. La propuesta establecía que el Congreso tendría la facultad de limitar el acceso al trabajo de las personas menores de 18 años de edad. En 1925, el estado de Kansas rechazó la reforma. Pero 12 años más tarde —en 1937— tal estado se retractó y ratificó la enmienda. Tal determinación era sin duda relevante porque la propuesta de enmienda aún no gozaba de la votación mayoritaria de los Estados exigida por el artículo V. 86 87 282 U.S. 716 307 U.S. 433 42 El caso llegó hasta la Corte porque algunos miembros del Senado de Kansas atacaron la validez de dicha ratificación. Decían que este órgano no podía ratificar una enmienda que antes había rechazado. También alegaban que el acto carecía de validez porque había transcurrido un lapso de tiempo irrazonable desde que la enmienda se había sometido a consideración de la legislatura de Kansas y que, por tanto, la propuesta había perdido su vitalidad. La Corte rechazó estos dos argumentos. Señaló que las cuestiones relacionadas con el efecto de un rechazo previo y con el lapso de tiempo trascurrido desde la puesta en consideración de la reforma, eran estrictamente políticas y no justiciables. El fallo trasciende, precisamente, por esta distinción. Pero, ¿cómo sabemos, de acuerdo con esta sentencia, cuándo se está ante una cuestión estrictamente política? Al respecto, la Corte argumentó: In determining whether a question is of the political category, so as not to be justiciable, the appropriateness under our system of government of attributing finality to the action of the political departments, and the lack of satisfactory criteria for a judicial determination, are dominant considerations. Más allá de la pertinencia de establecer que la cuestión planteada por algunos miembros del Senado de Kansas era, efectivamente, un tema que no podía ser guiado por parámetros judiciales, el criterio para diferenciar entre lo político y lo justiciable parece poco fino. Dentro de la categoría “political questions”, al menos en los términos con que fue delineada en este caso, cabe prácticamente todo.88 John Vile explica que este criterio comenzó a tener un desarrollo significativo a 88 El voto concurrente emitido por el justice Hugo Black (al que se adhirieron otros) es aún más radical en este punto. Al respecto, dicho justice llega al extremo de decir que cualquier cuestión relacionada con la reforma constitucional debe entenderse como no justiciable, esto es, como una cuestión política. Al respecto, critica la opinión mayoritaria por considerar que dejaba abierta la posibilidad de someter algunas cuestiones sobre la reforma a un posterior control judicial. A su juicio, ni el proceso ni mucho menos el resultado, admiten interferencia judicial, pues el artículo V sólo concede poder al Congreso en este respecto. 43 partir de este precedente en 1939. Sin embargo, la doctrina de la distinción entre lo justiciable y lo político se mantiene, dando lugar a diversas críticas por parte del círculo académico.89 Al menos por ahora, lo que nos interesa es ver que la distinción ha funcionado para dejar ciertas cuestiones sobre la reforma constitucional exentas de control judicial, incluso en el país que más se ha destacado por tener un fuerte activismo por parte de esta rama. b. Alemania90 Caso Southwest (1951)91 Esta es la primera gran decisión de la Corte Federal Constitucional de Alemania.92 Es por ello que Elai Katz la denomina “Germany´s Marbury v. Madison”.93 El caso es conocido por más de una razón pero, especialmente, porque el Tribunal planteó su teoría sobre la coherencia interna y la unidad estructural de la Constitución. Por la importancia de las palabras empleadas por la Corte, conviene reproducirlas: A constitution has an inner unity, and the meaning of any one part is linked to that of other provisions. Taken as a unit, a constitution reflects certain overarching principles and fundamental decisions to which individual provisions of the Basic Law are subordinate. 94 89 Para una análisis sobre las piezas que componen el debate, vid. Vile, John R, Contemporary Questions surrounding the Constitutional Amending Process, Praeger, 1993, pp- 23- 38. 90 No está de más recordar que de acuerdo con el artículo 79.3 de la Ley Básica de la República Federal Alemana de 1949, hay ciertas materias que no pueden ser modificadas. 91 I BVerfGE 14,32 (1951). 92 Cfr, Kommers, Donald P., The Constitutional Jurisprudence of the Federal Republic of Germany, 2a edición, Duke University Press, London, 1997, p. 45. 93 Cfr, Katz, Elai, op. cit, p. 9. 94 Cfr, Kommers, Donald, op. cit, p. 46. 44 La Constitución representa, según esta doctrina, una unidad de valores y cada disposición está subordinada a la misma. La realización de un valor constitucional no puede producirse a expensas del otro; ellos deben armonizarse y, en caso de conflicto, ponderarse.95 En ese mismo fallo, y con base en las premisas mencionadas, la Corte incorporó lo que hoy se conoce como su doctrina de la “reforma constitucional inconstitucional” (“Unconstitutional constitutional amendment”). En este primer fallo, lo que en realidad hizo la Corte fue compartir el criterio que la Corte Constitucional de Baviera había pronunciado en 1950.96 En éste señalaba que no era conceptualmente imposible entender que una disposición constitucional podía ser nula, pues determinados principios eran tan fundamentales que debían entenderse como vinculantes para el órgano de reforma. Donald Kommers y Kemal Gözler concuerdan en que esta doctrina únicamente fue incorporada con el carácter de obiter dicta.97 No obstante, sería inadecuado dejar de reconocer su peso e importancia, pues como veremos más adelante, este precedente desarrolla las premisas sobre las que se erige uno de los más sólidos argumentos a favor de reconocer la existencia de límites implícitos a la materia de la revisión constitucional. Caso del artículo 117 (1953)98 En este caso, —también con el exclusivo carácter de obiter dicta—99, la Corte sustentó y dotó de fuerza persuasiva a su fallo al hacer acopio de conceptos como “higher-law principle of justice”, “supra-positive basic norms”, “natural justice”, “fundamental postulates of justice”, “norms of objective ethics”. Al respecto, dicho tribunal agregó que si una disposición de la Ley Fundamental violara cualquiera de estos conceptos, ella debía declararse inválida. Este caso es relevante en la 95 Idem, Ibidem; p. 542 97 Idem; y, cfr, Gözler, Kemal, op. cit, p, 83 98 P. BVerfGE 3, 225 (1953). 99 Cfr, Gözler, Kemal, op. cit. p. 86 96 45 medida en que se tradujo en la confirmación de la doctrina, insertada en el caso Southwest, sobre posibles vicios de inconstitucionalidad en normas constitucionales. Debe notarse que los conceptos utilizados en este fallo son aún más abstractos que los del primero. Caso Klass (1970)100 En este caso se juzgó la validez de una reforma al artículo 10 de la Ley Fundamental que limitó el derecho a la privacidad de las telecomunicaciones. Básicamente, la reforma permitió limitar la privacidad de las comunicaciones en algunos casos y remplazó el control judicial de la legalidad de las medidas de vigilancia por una especie de control parlamentario.101 Ante la Corte se alegó que estas restricciones violaban el principio fundamental de dignidad humana, de separación de poderes y el estado de derecho (todos éstos inmutables de acuerdo con el artículo 79. 3 de la Ley Fundamental de Alemania). ¿Qué dijo la Corte? Que la reforma no violaba tales principios, que la vigilancia realizada por una agencia nombrada por el Congreso era garantía suficiente y que el artículo 79.3 debía ser interpretado restrictivamente porque era una excepción a la regla y no podía desincentivar la activación del mecanismo de reforma cuando era necesario emplearlo. Gözler deja ver que la intención de la Corte fue fijar la postura de que los límites establecidos por dicha disposición debían ser interpretados en sentido literal o restrictivo.102 Caso “Land Reform I” (1991)103 En este caso, la Corte debía enjuiciar la validez material de la incorporación constitucional de una cláusula del Tratado de la Reunificación Alemana de 31 de Agosto de 1991 al artículo 143.3. 100 BVerfGE I, (1970). Cfr, Gözler, Kemal, op. cit, p. 56. 102 Ibidem; p. 58. Cabe apuntar que este caso fue llevado al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el cual llegó a la misma conclusión. 103 BVerfGE 84, 90 (1991). 101 46 Esta cláusula establecía que la propiedad expropiada y colectivizada en la zona de la ocupación soviética entre 1945 y 1949 no sería restituida a sus propietarios originarios.104 La Corte concluyó que no había violación a las cláusulas de intangibilidad previstas por el artículo 79.3 porque las expropiaciones habían sucedido entre 1945 y 1949, época en la cual la Ley Fundamental no había entrado en vigor; añadió que los ciudadanos alemanes no estaban protegidos contra los actos de un Estado extranjero.105 Caso “Land Reform II” (1996)106 En este caso se impugnaba la misma norma que en el asunto anterior; no obstante, los peticionarios modificaron su argumento. Ahora señalaban que se violaba el principio de igualdad porque a pesar de que no era posible restituir la propiedad respecto de las expropiaciones efectuadas antes de la entrada en vigor de la Ley Fundamental (1949), sí lo era respecto a las posteriores. La Corte, sin embargo, ratificó la validez de la norma. Sostuvo que ella no violaba los principios inmutables contenidos en el artículo 79.3 y que, además, el principio de igualdad no caía dentro de esta lista de postulados inderogables.107 Caso “Acoustic Surveillance of Homes” (2004)108 En este caso se juzgaba la validez de la reforma al artículo 13.3 de la Ley Fundamental. Esta norma actualmente permite que el fiscal, previa autorización judicial y por un tiempo fijo, emplee medios técnicos para vigilar acústicamente los presumibles hogares de quienes son acusados por la comisión de un delito grave. En la impugnación se argumentaba que esta limitación al derecho a la privacidad violaba el principio de dignidad humana. La Corte nuevamente rechazó el argumento señalando que la norma no 104 Cfr. Gözler, Kemal, op. cit, p. 59 Ibidem, p. 60. 106 BVerfGE 94, 12 (1990) 107 Cfr. Gözler, Kemal, op. cit, p. 61 108 I BvR 2378/98 y I BvR 1084/99. 105 47 vulneraba el principio de inviolabilidad de la dignidad humana protegido por la Ley Fundamental. 109 Pero aclaró que, en situaciones donde existieran indicios de que el derecho a la dignidad humana pudiera violarse, el uso de la vigilancia acústica no podía ser autorizado por vía legislativa.110 Este último fallo permite concluir que la Corte alemana nunca ha invalidado una reforma constitucional con base en los principios intangibles que su Constitución establece expresamente. Sus pronunciamientos más relevantes sobre la posibilidad de admitir la inconstitucionalidad de una reforma fueron alcanzados con fines meramente persuasivos; esto es, a la manera de un razonamiento obiter dicta. No deja de llamar la atención que esta Corte, contando con una norma expresa que le permite invalidar una reforma aprobada por el procedimiento por ella previsto, nunca lo haya hecho. Incluso, cuando dicho tribunal enfrentó la posibilidad de invalidar determinadas reformas en las que sí se limitaban ciertos derechos (el derecho a la privacidad, sobre todo) optó por una interpretación — válgase la expresión—pro reforma. c. La India Desde 1967, la Suprema Corte de la India ha establecido que su Constitución contiene límites implícitos al objeto de la reforma que son infranqueables. 111 Sin duda, estamos frente al tribunal constitucional más activo en lo que a esta materia concierne. Como lo ha planteado Katz: “the amendment limitations cases in India reflect a struggle between the judiciary and the legislature over the Marbury 109 Cfr, Gözler, Kemal, op. cit, p. 64 Para una traducción al inglés del comunicado de prensa oficial que este tribunal emitió sobre este asunto, puede consultarse: http://archiv.jura.unisaarland.de/lawweb/pressreleases/lauschangriff.html (última consulta 5 de julio del 2010). 111 El artículo 368 de la Constitución hindú –disposición que regula el procedimiento de reforma a la Constitución— no establece cláusulas pétreas. 110 48 questions: Who has the ultimate authority to interpret the constitution?”112 Veamos a qué obedece tal aseveración. Golaknath v State of Punjab (1967)113 En este caso, se reclamaba la constitucionalidad de la enmienda 17 a la Constitución, la cual significaba una profunda transformación del régimen agrario y de la tenencia de la tierra. Es por ello que la principal pregunta que se sometió a consideración de la Corte fue si las reformas constitucionales podían reducir o limitar los derechos fundamentales protegidos en la parte III de la Constitución —parte en la que precisamente se concentra el régimen de protección de tales derechos—. La Corte de India dijo que no; es decir, que los derechos fundamentales no podían ser reducidos (abridged) o arrebatados por medio del procedimiento de reforma constitucional. Aseveró que una enmienda a la Constitución cae dentro del concepto de ley, por lo que al estar ésta sujeta a control de constitucionalidad, también podía estarlo la primera. Kesavananda Bharati v State of Kerala (1973)114 En este caso, la Corte se retracta expresamente del criterio que había plasmado en Golaknath v State of Punjab en el sentido de que la enmienda constitucional cae dentro del concepto “ley”. Apenas a 6 112 Cfr, Katz, Elai, op. cit, p.10. Katz parece sugerir que el activismo judicial de esta Corte no puede leerse aislando el contexto político que imperaba en la India durante los años en los que tales pronunciamientos fueron emitidos. De acuerdo con este autor, la Corte jugó un papel importante para restar efectividad a algunos de los actos mediante los cuales Indira Gandhi, primera ministra de la India de 1966 a 1977, pretendía usurpar el poder del Parlamento. Según narra, a partir de 1975, tras la invalidación —mediante una reforma constitucional— de una determinación judicial que condenaba a Gandhi por actos de corrupción durante una elección en la que contendía para continuar con el cargo, la Corte mostró un mucho mayor activismo al controlar las enmiendas y de esa forma contener la acción que consideraba antidemocrática. 113 1967 AIR 1643. http://judis.nic.in/supremecourt/helddis.aspx. Última consulta 15 de mayo de 2010. 114 1973 AIR 1461 49 años de distancia, la Corte literalmente dijo que esa doctrina era errónea y debía ser superada. También afirmó que los derechos fundamentales podían ser adicionados, alterados y repelidos. En su lugar introdujo una nueva doctrina: la llamada “doctrina de la estructura básica”. De acuerdo con este nuevo fallo, la Constitución no puede ser reformada en su estructura básica, esto es, en su identidad. Así, la Corte determinó lo siguiente: “The power of amendment under Article 368 does not include power to abrogate the Constitution nor does it include the power to alter the basic structure or framework of the Constitution”. Pese a su extensión, vale la pena citar el siguiente extracto del razonamiento: The elements of the basic structure are indicated in the preamble and translated in the various provisions of the Constitution. The edifice of our Constitution is built upon and stands on several props, remove any of them, the Constitution collapses. […] A Constitution is a living system. But just as in a living, organic system, such as the human body, various organs develop and decay yet the basic structure or pattern remains the same with each of the organs having its proper function, so also in a Constitutional system the basic institutional pattern remains even though the different component parts may undergo significant alterations. For it is the characteristic of a system that it perishes when one of its essential component parts is destroyed. Finalmente, ante la obligada pregunta sobre el contenido de la estructura básica, la Corte afirmó que no se trataba de un concepto vago, pues sólo hacía falta tener en mente el contexto histórico, el preámbulo y el proyecto general de la Constitución para entender cuál era ésta. Añadió que sus contenidos no podían ser catalogados, sino tan sólo ilustrados; entre ellos encontró a la forma de gobierno republicana, la justicia social económica y política, la libertad de consciencia, de expresión y la igualdad de estatus y de oportunidad. 50 Pero añadió que el hecho de que no pudiera formularse una lista completa de tales límites, no era un argumento para decir que éstos no existían. Aquí cabe hacer un paréntesis. Después de todas estas decisiones, en 1976, el Parlamento hindú introdujo la reforma número 42 a la Constitución, cuyo específico propósito fue extirpar la posibilidad de nuevos pronunciamientos que invalidaran reformas constitucionales. 115 Para ello, añadió dos cláusulas (la 4 y la 5) al artículo 368. Éstas expresamente señalaban, respectivamente, que ninguna reforma constitucional (incluyendo cualquiera relativa al apartado en el que se consagran los derechos fundamentales) podía ser cuestionada ante una Corte, bajo ningún argumento y que —para que no quedara duda alguna— se declaraba que el poder del Parlamento para enmendar la Constitución era ilimitado.116 ¿Cuál fue la reacción de la Corte frente a esta situación? Minerva Mills Ltd v. Union of India (1980)117 Sin duda, este es el fallo más radical que se haya registrado en la historia del desarrollo jurisprudencial sobre los límites al poder de enmienda constitucional. Y lo es porque, en pocas palabras, la Suprema Corte de la India invalidó la reforma constitucional que le prohibía invalidar reformas constitucionales. Aquí la Corte refrendó su doctrina de la estructura básica y llegó a la conclusión de que un poder de revisión limitado es una de las características básicas de la Constitución. Añadió que las nuevas cláusulas del artículo 368 demolían los pilares sobre los que descansaba el preámbulo de la Constitución. El siguiente extracto del fallo es sumamente ilustrativo: 115 Cfr, Gözler, Kemal, op. cit, p. 92 El texto de la Constitución hindú puede hallarse en la siguiente dirección http://confinder.richmond.edu/confinder.html. Última consulta: 21 de abril de 2010. 117 1980 AIR 1789 116 51 No constituent power can conceivably go higher than the skyhigh power conferred by clause (5), for it even empowers the Parliament to […] abrogate the democracy and substitute for it a totally antithetical form of Government. That can most effectively be achieved, without calling a democracy by any other name, by a total denial of social, economic and political justice to the people, by emasculating liberty of thought, expression, belief, faith and worship and by abjuring commitment to the magnificent ideal of a society of equals. The power to destroy is not a power to amend. […] Indian Constitution is founded on a nice balance of power among the three wings of the State namely, the Executive, the Legislature and the Judiciary. It is the function of the Judges, may their duty, to pronounce upon the validity of laws. If courts are totally deprived of that power, the fundamental rights conferred upon the people will become a mere adornment because rights without remedies are as writ in water. A controlled Constitution will then become uncontrolled. […] The nature and quality of the amendment introduced […] is, therefore, such that it virtually tears away the heart of basic fundamental freedoms. A la fecha, este fallo constituye la última palabra en la materia: las cláusulas entonces declaradas inconstitucionales aún conservan tal estatus. d. Colombia Quizás la jurisprudencia de la Corte Constitucional de Colombia es la que más se aproxima a las propuestas que serán objeto de nuestra atención más adelante. Esto se debe a una específica razón: dicho tribunal ha generado los criterios más ricos en términos de control al procedimiento. Sin embargo, esta Corte también acepta el control material del objeto de reforma a través de lo que ha llamado “la 52 doctrina del juicio de sustitución”118. El desarrollo jurisprudencial de la Corte en ambos aspectos es extenso y complejo. Trataré, por tanto, de exponerlos de modo breve, enfocándome únicamente en los pronunciamientos que han propiciado el establecimiento de la doctrina. 119 Doctrina sobre el juicio de sustitución. (Sentencia C-551 de 2003 y Sentencia C-1040 de 2005) La propia Corte colombiana ha descrito y sintetizado la evolución de su doctrina en esta materia. Ella misma da cuenta de los precedentes y criterios de mayor importancia siguiendo la siguiente estructura: En la Sentencia C-551 de 2003, la Corte señaló que “el poder de reforma, por ser un poder constituido, tiene límites materiales, pues la facultad de reformar la Constitución no contiene la posibilidad de derogarla, subvertirla o sustituirla en su integridad”. En este fallo, la Corte no entró al fondo del asunto pero sí adelantó las bases que posteriormente darían lugar a la doctrina del “juicio de sustitución”. De acuerdo con ellas, el poder de reforma definido por la Constitución colombiana está sujeto a límites competenciales; que por virtud de esos límites competenciales, el poder de reforma puede reformar la Constitución pero no puede sustituirla por otra integralmente distinta u opuesta; que para establecer si una determinada reforma a la Constitución es, en realidad, una sustitución de la misma, es preciso tener en cuenta los principios y valores del ordenamiento constitucional que le dan su identidad; que sólo el constituyente primario tendría la posibilidad de producir una 118 Esta clase de control ha resultado altamente controvertida en virtud de que el artículo 241 de la Constitución colombiana de 1991, al establecer restrictivamente las facultades de la Corte Constitucional, dispone que a ella le toca decidir sobre las demandas de inconstitucionalidad que promuevan los ciudadanos contra los actos reformatorios de la Constitución, cualquiera que sea su origen, sólo por vicios de procedimiento en su formación. 119 A la fecha, la Corte colombiana cuenta con un vasto acervo de casos vinculados con esta problemática. Véanse las sentencias: C-1200/03, C-313/2004, C- 1048/05, C740/2006, C-153/07, C- 187/07, C-216/07, C- 293/07, C- 427/2008, C-757/08, C-588/09. 53 sustitución de tal naturaleza; que la Constitución no contiene cláusulas pétreas ni principios intangibles y, por consiguiente, todos sus preceptos son susceptibles de reforma por el procedimiento previsto para ello.120 En la Sentencia C-1040/05, la Corte da cuenta de este precedente, entre otros, y —en lo que parece un ejercicio de abstracción de los mismos— fija de una vez cuáles son los principales puntos de su doctrina. Entre los más relevantes están los que la Corte enuncia en los siguientes términos: La especificidad del juicio relativo a la competencia del reformador radica en que, en éste, la Corte se circunscribe a estudiar si el reformador sustituyó la Constitución, sin que por ello efectúe un control material ordinario del acto acusado. El concepto de sustitución refiere a una transformación de tal magnitud y trascendencia, que la Constitución anterior a la reforma aparece opuesta o integralmente diferente a la que resultó después de la reforma, al punto que ambas resultan incompatibles. Las sustituciones pueden ser totales o parciales; ambas están prohibidas cuando vulneran un eje definitorio de la identidad de la Constitución. El concepto de sustitución se distingue de otros con los cuales no puede confundirse, tales como los de intangibilidad e irreversibilidad o afectación y vulneración de contenidos, los cuales aluden a juicios materiales de las reformas constitucionales que escapan a la competencia de la Corte Constitucional. La aplicación del método para identificar sustituciones en ningún caso puede conducir a volver irreformables normas de la Carta de 1991 porque ella no contiene normas pétreas ni principios intangibles. Toda ella es reformable, más no sustituible. 120 La Corte plasma este esquema en la sentencia C-1040/05 54 Las diferencias fundamentales que distinguen al juicio de sustitución del juicio de intangibilidad y del juicio de violación de un contenido material de la Constitución, residen en que la premisa mayor del juicio de sustitución no está específicamente plasmada en un artículo de la Constitución, sino que es toda la Constitución entendida a la luz de los elementos esenciales que definen su identidad. El único titular de un poder constituyente ilimitado es el pueblo soberano. En 1991 el poder constituyente originario estableció un poder de reforma de la Constitución, del cual es titular, entre otros, el Congreso de la República que es un órgano constituido y limitado por la propia Constitución y, por tanto, sólo puede ejercer sus competencias de manera limitada. El Congreso, aun cuando reforma la Constitución, no es el detentador de la soberanía que “reside exclusivamente en el pueblo”, el único que puede crear una nueva Constitución. El método del juicio de sustitución exige que la Corte demuestre que un elemento esencial definitorio de la identidad de la Constitución de 1991 fue reemplazado por otro integralmente distinto. Para construir la premisa mayor del juicio de sustitución es necesario (i) enunciar con suma claridad cuál es dicho elemento, (ii) señalar, a partir de múltiples referentes normativos, cuáles son sus especificidades en la Carta de 1991 y (iii) mostrar por qué es esencial y definitorio de la identidad de la Constitución integralmente considerada. Luego, se habrá de verificar si (iv) ese elemento es irreductible a un artículo de la Constitución, —para así evitar que éste sea transformado por la propia Corte en cláusula pétrea a partir de la cual efectúe un juicio de contradicción material— y si (v) la enunciación analítica de dicho elemento esencial definitorio no equivale a fijar límites materiales intocables por el poder de reforma, para así evitar que el juicio derive en un control de violación de algo supuestamente intangible. Una vez cumplida esta carga argumentativa por la Corte, procede 55 determinar si dicho elemento esencial definitorio ha sido (vi) reemplazado por otro —no simplemente modificado, afectado, vulnerado o contrariado— y (vii) si el nuevo elemento esencial definitorio es opuesto o integralmente diferente, al punto que resulte incompatible con los elementos definitorios de la identidad de la Constitución anterior. Éste es el criterio que la Corte ha aplicado en los últimos años. El último pronunciamiento relevante del que se tiene registro se contiene en la sentencia C-141/2010, en el que la Corte declaró inexequible121 la Ley 1354 de 2009, por medio de la cual se convocaba a un referendo constitucional y se sometía a consideración del pueblo un proyecto de reforma constitucional. Ésta proponía que el artículo 197 de la Constitución quedara en los siguientes términos: “Quien haya sido elegido a la Presidencia de la República por dos períodos constitucionales, podrá ser elegido únicamente para otro período”. Aquí, la Corte Constitucional reiteró su jurisprudencia en relación con los límites del poder de reforma de la Constitución, insistiendo en que el poder constituyente derivado tiene competencia para reformar la Constitución, pero no para sustituirla. Para declarar la inconstitucionalidad del decreto que convocaba al referéndum, la Corte señaló que éste desconocía algunos ejes estructurales de la Constitución Política, como el principio de separación de los poderes y el sistema de frenos y contrapesos, la regla de alternación y períodos preestablecidos, el derecho de igualdad y el carácter general y abstracto de las leyes.122 Con este fallo, la Corte cerró la posibilidad 121 En Colombia, la declaratoria de inexequibilidad de una norma equivale a la declaratoria de inconstitucionalidad. De acuerdo con el artículo 243 de su Constitución, ninguna autoridad puede reproducir el contenido material del acto jurídico declarado inexequible por la Corte por razones de fondo, mientras subsistan en la Carta las disposiciones que sirvieron para hacer la confrontación entre la norma ordinaria y la Constitución. 122 Así lo relata el comunicado de prensa número 9, publicado en el portal de internet de la Corte colombiana. Véase: 56 para un tercer mandato del Presidente Uribe. Estándares del control procedimental de la Corte colombiana. Como decíamos, la Corte Constitucional de Colombia ha construido un estándar rico en principios a partir de los cuales considera admisible juzgar la validez de un procedimiento. En palabras de la Corte, el proceso de formación de las leyes está inspirado en varios postulados básicos: …el principio de las mayorías, el principio de participación política y el principio de publicidad, a través de los cuales se busca garantizar que la ley sea la expresión de la mayoría parlamentaria, adoptada con el pleno respeto de los derechos de las minorías a participar y expresar su opinión en condiciones de libertad e igualdad, y mediante un procedimiento abierto y público, de cara a la sociedad y al país.123 Para este tribunal, el principio de las mayorías parte de suponer que las decisiones del parlamento tienen que reflejar la voluntad del sector mayoritario presente en la respectiva sesión. Actúa, además, como una garantía del principio de representación, pues la aprobación y validez de las medidas legislativas depende de que sean más sus partidarios que sus detractores y así quede consignado en las distintas votaciones a que deban ser sometidas. En la sentencia C-145/94, la Corte advirtió la importancia de la protección de los derechos de las minorías parlamentarias, señalando que "sólo hay verdadera democracia allí donde las minorías y la oposición se encuentran protegidas a fin de que puedan eventualmente llegar a constituirse en un futuro en opciones mayoritarias, si llegan a ganar el respaldo ciudadano necesario”. En la sentencia C-008 de 2003, la Corte explicó que el debate mismo es un derecho de las minorías representadas en el Congreso, http://www.corteconstitucional.gov.co/comunicados/No.%2009%20Comunicado%2026 %20de%20febrero%20de%202010.php#_ftn1 (última consulta 20 de agosto de 2010). 123 Sentencia C-1040/05 57 con el cual: “se busca asegurar a éstas la oportunidad de participar plenamente en la toma de decisiones, exponiendo libremente sus ideas y opiniones en torno a un determinado asunto, sin que corran el riesgo de ser ignoradas, desplazadas o desconocidas por las mayorías representativas”. El principio de publicidad —añade la Corte— busca asegurar que se den a conocer oportunamente a los miembros del Parlamento y de la sociedad en su conjunto, el contenido de los proyectos, las sesiones, discusiones, votaciones y, en general, todo lo relacionado con el trabajo legislativo que se adelanta en las Comisiones y Plenarias del Senado y la Cámara. En cuanto al principio de la participación política parlamentaria, se instituye como una exigencia previa a la toma de decisiones, orientada a asegurar a todos y cada uno de los miembros del parlamento su derecho a intervenir activamente en el proceso de discusión y elaboración de las leyes, y de manera especial, a garantizar el derecho de aquéllos que hacen parte de las minorías a expresar sus opiniones en forma libre y voluntaria. Al respecto, la Corte literalmente añade: En los regímenes democráticos, el mecanismo mediante el cual se llega a la formación y determinación de la voluntad del legislador en cada fórmula legal concreta, debe estar abierto a la confrontación de las diferentes corrientes de pensamiento. […] La importancia del debate radica fundamentalmente en el hecho de que, por su intermedio, se permite madurar la decisión definitiva […] En otras palabras, busca, por una parte, garantizar el examen de los parlamentarios sobre las distintas propuestas sometidas a consideración, dando oportunidad de que incidan en la posición individual que van asumir, y por la otra, permitir también la valoración colectiva, en torno a las ventajas y desventajas que se van a derivar de la decisión por adoptar. 124 124 Sentencia C-760 de 2001. 58 Al respecto, finalmente la Corte ha aclarado que, a su entender, sólo cuando no se brindan las condiciones para que el debate tenga lugar, la decisión que se adopte en el seno de las Cámaras no tiene validez. De acuerdo con esto, la legitimidad del debate parlamentario depende, primordialmente, de que sus integrantes tengan la oportunidad de deliberar o debatir. Por último, la Corte advierte que, a su entender, los procedimientos no tienen un valor en sí mismos y deben interpretarse teleológicamente al servicio de un fin sustantivo.125 Ello constituye lo que denomina el principio de instrumentalidad de las formas e implica que no todas las infracciones reglamentarias pueden considerarse irregularidades irrelevantes; ello sólo acontecerá —entiende la Corte— en la medida en que no vulneren ningún principio ni valor fundamental, ni afectan el proceso de formación de la voluntad democrática en las cámaras. e. México Respecto al caso mexicano, como se ha advertido, caben dudas sobre si realmente tenemos precedentes contundentes. Esto se debe a que frente a la pregunta de si hay límites al objeto de reforma constitucional susceptibles de control constitucional, en un primer momento la Corte literalmente dijo que ellos sí existían respecto al procedimiento (amparo en revisión 1334/98) y, posteriormente, que definitivamente no los había, ya sea en el fondo o la forma (controversia constitucional 8/2001). La ambigüedad se acentúa con el hecho de que, más recientemente, el Pleno de la Corte se pronunció en el sentido de que, en acciones de inconstitucionalidad, el procedimiento de reforma o adiciones a la Constitución no era una materia susceptible de ser controlada126 —este medio de control constitucional, como se sabe, se 125 Sentencia C-872 de 2002. Así resolvió el Tribunal Pleno al analizar, en el 2008, la Acción de Inconstitucionalidad 168/2007 y su acumulada 169/2007, promovidas por los partidos políticos Convergencia y Nueva Alianza. El asunto se falló por mayoría de siete votos de 126 59 caracteriza por requerir un análisis abstracto de constitucionalidad—. Sin embargo, respecto al juicio de amparo han operado otros razonamientos. Al respecto, ya se adelantaba, la Corte ha emitido un criterio —plasmado en el amparo en revisión 186/2008— en el cual permite que tales procedimientos (y quizás sus resultados) sean objeto de control constitucional. A continuación haré una síntesis de los fallos más importantes en la materia: Amparo en Revisión 2996/96 En este caso, el quejoso (Manuel Camacho Solís, ex regente del Distrito Federal) se dolía del procedimiento mediante el cual se había reformado la base segunda, inciso C, segundo párrafo del apartado I, del artículo 122 constitucional —disposición que le imposibilitaba contender como candidato para ocupar el cargo de Jefe de Gobierno del Distrito Federal en futuras elecciones—. Específicamente, la reforma estableció los requisitos para acceder a dicho cargo, entre los cuales estaba el de no haber ejercido anteriormente el cargo de Jefe de Gobierno del Distrito Federal con cualquier carácter.127 La Corte no entró al fondo del asunto, esto es, a revisar si asistía o no razón al quejoso en cuanto a las violaciones que aducía contra la reforma, pues lo que en este momento revisaba era el auto por medio del cual un Juez de Distrito había desechado por notoria los Ministros Margarita Beatriz Luna Ramos, José Fernando Franco González Salas, José de Jesús Gudiño Pelayo, Mariano Azuela Güitrón, Sergio A. Valls Hernández (Ponente), Olga Sánchez Cordero de García Villegas y Presidente Guillermo I. Ortiz Mayagoitia. Los Ministros Sergio Salvador Aguirre Anguiano, José Ramón Cossío Díaz, Genaro David Góngora Pimentel y Juan N. Silva Meza votaron en contra, por estimar que las acciones de inconstitucionalidad son procedentes y reservaron su derecho para formular votos particulares. La Señora Ministra Luna Ramos y los Señores Ministros Franco González Salas, Gudiño Pelayo y Presidente Ortiz Mayagoitia formularon salvedades respecto de las consideraciones relativas a la posibilidad de que el procedimiento de reformas constitucionales sea susceptible de control jurisdiccional. 127 Esto constituía un problema para el quejoso porque la porque él había fungido como Jefe del Departamento del Distrito Federal de en el período comprendido del primero de diciembre de 1988 a noviembre de 1993. 60 improcedencia la demanda interpuesta por el quejoso. Al respecto, el Tribunal Pleno concluyó que dicho auto era ilegal porque el procedimiento de reforma constitucional sí era susceptible de control por medio del juicio de amparo. Las conclusiones de la Corte fueron, literalmente, las siguientes: 1) En la legislación mexicana no existe disposición expresa que prohíba el ejercicio de la acción de amparo en contra del proceso de reformas a la Carta Magna; 2) Es innegable que los tribunales de la Federación están facultados para intervenir en el conocimiento de cualquier problema relativo a la violación de derechos fundamentales. 3) La función primordial, encomendada al Poder Judicial de la Federación por el artículo 103 constitucional, es la de resolver controversias por leyes o actos de la autoridad; 4) Las entidades que intervienen en el proceso legislativo de una reforma constitucional, que en ejercicio de sus atribuciones secuenciales integran el órgano revisor, son autoridades constituidas, en tanto que se ha determinado que tienen tal carácter las que dictan, promulgan, publican, ordenan, ejecutan o tratan de ejecutar la ley o el acto reclamado; 5) No obstante que el resultado del procedimiento reclamado hubiere quedado elevado formalmente a la categoría de norma suprema, es impugnable a través del juicio de amparo.128 Amparo en Revisión 1334/98 En este asunto, la Corte revisaba el nuevo fallo que, en acatamiento de su anterior resolución, había emitido el Juez de Distrito al resolver la demanda interpuesta por el Señor Camacho Solís. Esta vez, el quejoso impugnaba ante la Corte la resolución mediante la cual el 128 En este asunto, el Pleno falló por mayoría de seis votos de los Ministros Aguirre Anguiano, Azuela Güitrón, Castro y Castro, Góngora Pimentel, Gudiño Pelayo y Silva Meza. En contra: los ministros Díaz Romero, Ortiz Mayagoitia, Román Palacios, Sánchez Cordero y Presidente Aguinaco Alemán. 61 Juez había sobreseído el juicio de amparo por considerar que, dado que las elecciones de 1997 ya habían acontecido, no había posible reparación que ameritara entrar al análisis de fondo. Al respecto, la Corte confirmó que el juicio de amparo era un control adecuado para el procedimiento de reforma y determinó que, contrario a lo estimado por el Juez de amparo, sí procedía el análisis de su constitucionalidad. No obstante, la Corte resolvió negar el amparo al quejoso al estimar que sus argumentos acerca de posibles violaciones procesales resultaban infundados en virtud de que el ORC había actuado de conformidad con sus facultades.129 La controversia contra la reforma en materia de derechos indígenas (2002) El 6 de septiembre de 2002, el Pleno de la Suprema Corte determinó que la controversia constitucional 82/2001 —interpuesta contra el proceso que dio lugar a la reforma constitucional en materia de derechos y cultura indígenas de 2001— resultaba improcedente. En este caso, la parte actora —representada por el Síndico Municipal del Ayuntamiento de San Pedro Quiatoni, Tlacolula, Estado de Oaxaca— argumentaba que el proceso del cual había derivado esa reforma era irregular y que esto obedecía a que la Comisión Permanente, al momento de realizar el cómputo de las votaciones emitidas por las legislaturas de los Estados, no había tenido a la vista el total de ellos, pues le había bastado con tener diecisiete votos a favor y siete en contra. Para sustentar que este actuar significaba una violación al art 135 constitucional, la parte actora apelaba a lo dispuesto por el Convenio 169 Sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes (adoptado por la Organización Internacional del 129 Esta vez, el Pleno resolvió el asunto por unanimidad de once votos, de los Ministros Sergio Salvador Aguirre Anguiano, Mariano Azuela Güitrón, Juventino V. Castro y Castro, Juan Díaz Romero, José Vicente Aguinaco Alemán, José de Jesús Gudiño Pelayo, Guillermo I. Ortiz Mayagoitia, Humberto Román Palacios, Olga María Sánchez Cordero, Juan N. Silva Meza y Presidente Genaro David Góngora Pimentel 62 Trabajo). A su juicio, los principios protegidos por este instrumento no habían sido atendidos en el proceso de reforma del que se dolía, a pesar de que —alegaba— los mismos resultaban vinculantes para el estado mexicano desde la ratificación del Convenio el 5 de septiembre de 1990. Es relevante destacar que dicho instrumento exige a los gobiernos vinculados por el mismo que asuman la responsabilidad de desarrollar, con la participación de los pueblos interesados, una acción coordinada y sistemática para la protección de sus derechos (artículo 2.1). Además, de acuerdo con el artículo 6.1, inciso a), cada vez que los gobiernos pretendan prever medidas legislativas o administrativas susceptibles de afectar directamente a dichos pueblos deben consultarles mediante procedimientos que califica de apropiados; en particular, a través de sus instituciones representativas. Por su parte, el artículo 6.2 ordena que las consultas llevadas a cabo en aplicación del convenio deben efectuarse de buena fe y con la finalidad de llegar a un acuerdo o lograr el consentimiento acerca de las medidas expuestas. Con estos principios como fundamento, la parte actora planteaba que la violación radicaba en que la reforma no había estado precedida por un proceso sistemático y coordinado de consulta con los pueblos indígenas, tal como dichos artículos lo exigían. “No hubo una discusión seria” —puntualizó—. Finalmente, la parte actora señalaba que, a diferencia del producto final, los contenidos originales de la iniciativa de reforma que el Ejecutivo Federal había presentado al Congreso sí contaban con la aprobación indígena, al ser producto de un “proceso sistemático de diálogo, consulta, negociación, consensos y acuerdos realizados desde 1994, entre el Gobierno Federal y el EZLN y al contar con la aprobación del Congreso Nacional Indígena y las representaciones y organizaciones indígenas”. En pocas palabras, el Municipio actor apuntaba que el órgano de reforma debió apoyarse en los Acuerdos de San Andrés Larráinzar, mismos que eran sustento de lo que consideraba un verdadero acuerdo y una consulta seria a los pueblos indígenas. 63 Ya decíamos que el Pleno resolvió que la controversia era improcedente y, por tanto, no analizó los argumentos hechos valer por la parte actora. Pero ¿qué dijo para justificar su decisión? En resumidas cuentas expresó que la controversia constitucional no era un medio de control adecuado para impugnar el proceso que da origen a una reforma constitucional; pero aún fue más allá y señaló que el procedimiento de enmienda no era susceptible de ningún control por vía jurisdiccional. Para respaldar estas conclusiones, el Pleno apeló a los tres siguientes argumentos: 1) El órgano al cual se le imputa el acto reclamado —el poder de revisión constitucional— no está incluido entre los entes de cuyas controversias puede conocer la Corte, en términos del artículo 105, fracción I, de la Constitución. 2) No debe entenderse que las reformas constitucionales (o el proceso que les da origen) se incluyen en el término “disposiciones generales” al que alude el artículo 105, fracción I, de la Constitución cuando se refiere a aquello sobre lo que puede versar una controversia constitucional. Para el Pleno, —dijo— dicho término se refiere a las leyes ordinarias, a reglamentos (federales o locales) e incluso a los tratados internacionales que los entes enunciados en el artículo 105, fracción I, emitan; pero no comprende otra cosa. 3) Si bien la parte actora impugna la invalidez del proceso de reforma, tales vicios no podrían desvincularse de su objeto; a saber: la declaratoria de reformas de algunos preceptos de la Constitución Política. El Pleno además puntualizó que el acto soberano por excelencia es la creación de una Constitución, el cual técnicamente no es revisable por un órgano distinto del reformador, a menos que el propio texto regulara esa revisión. También señaló que el procedimiento de reformas y adiciones regulado en el artículo 135 constitucional no es susceptible de control por vía jurisdiccional, “ya que lo encuentra en 64 sí mismo.” Con este precedente, la Corte dejó atrás las consideraciones que había sostenido en el amparo en revisión 2996/96 acerca de la procedencia del juicio de amparo por impugnaciones sobre vicios procedimentales.130 Amparo en revisión 186/2008 La introducción a la presente investigación comenzó haciendo referencia a algunas de las afirmaciones contenidas en este fallo. Como se recordará, su litis únicamente versó sobre la posibilidad de impugnar una reforma constitucional en juicio de amparo. La Corte resolvió que ello era posible. Por tanto, lo único concluyente de este fallo es que modifica la conclusión plasmada en la controversia constitucional 82/2001 y sólo por lo que hace al juicio de amparo; es decir, parece definitivo que nuestro máximo tribunal se considera competente para conocer de impugnaciones al procedimiento de reforma constitucional hechas valer a través de este específico medio de control de constitucionalidad.131 El Pleno de la Corte hiló su argumento a partir de 5 concretas preguntas; a saber: 130 Así lo resolvió el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, por mayoría de ocho votos de los Ministros Juventino V. Castro y Castro, Juan Díaz Romero, José Vicente Aguinaco Alemán, José de Jesús Gudiño Pelayo, Guillermo I. Ortiz Mayagoitia, Humberto Román Palacios, Olga Sánchez Cordero de García Villegas y Presidente Genaro David Góngora Pimentel; los Ministros Sergio Salvador Aguirre Anguiano, Mariano Azuela Güitrón y Juan Silva Meza votaron en contra, y porque se declarara procedente pero infundada la controversia constitucional. 131 Pedro Salazar Ugarte ha sido especialmente crítico de esta decisión. Este autor considera que la Corte ofreció una respuesta interesada al autofacultarse para controlar la validez de las reformas constitucionales. Señala que los ministros procedieron a interpretar el silencio constitucional (la ausencia de una norma que establezca la facultad de la Corte para controlar la reforma) como una autorización para incrementar sus poderes. A su entender, el argumento rompe frontalmente con el principio de legalidad. Cfr, Salazar Pedro, op. cit, p. 37. 65 1) ¿Existe en la ley de amparo una norma que prohíba expresa o implícitamente la procedencia del juicio de amparo en contra de alguna reforma constitucional? 2) ¿Cuál es el carácter del poder constituyente permanente, revisor o reformador de la Constitución? 3) Si el poder reformador de la Constitución es limitado, ¿esa limitación implica que existen medios de control constitucional sobre los actos del poder constituyente permanente, revisor o reformador de la Constitución? 4) Si el poder reformador de la Constitución no se identifica con el poder constituyente soberano e ilimitado del pueblo, entonces ¿puede ser considerado como una autoridad emisora de actos potencialmente violatorios de garantías individuales? 5) ¿En el caso concreto existe algún planteamiento relativo a la posible vulneración de garantías individuales relacionadas con el procedimiento de reforma? La primera pregunta fue contestada en sentido negativo: “no existe una norma constitucional o legal que prohíba expresamente la procedencia de un juicio de amparo contra un decreto de reformas de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos”. La segunda interrogante también fue contestada sin reticencias: el poder de reforma es un órgano constituido y limitado. Esta pregunta fue ocasión para de una vez analizar el significado de límites implícitos y explícitos a la reforma constitucional. Al respecto se dijo: Los límites implícitos formales resultan, en su proyección normativa, perfectamente delimitables en las disposiciones reguladoras del procedimiento de reforma. En cambio, los materiales son más difíciles de identificar en tanto que se corresponden con un número más o menos variable de contenidos que se suponen aceptados como base axiológica del Estado (la esencia de los derechos fundamentales, el principio 66 democrático, la división de poderes, el poder constituyente del pueblo, entre otros). Posteriormente, para dar fuerza persuasiva a la respuesta afirmativa que se da la tercera pregunta, el Pleno afirmó: Las posibilidades de actuación del Poder Reformador de la Constitución son solamente las que el ordenamiento constitucional le confiere. Asimismo, lo son sus posibilidades materiales en la modificación de los contenidos de la Constitución. Esto último, porque el poder de reforma tiene la competencia para modificar la Constitución, pero no para destruirla. Las preguntas 4 y 5 recibieron la misma respuesta: el poder reformador de la Constitución es potencial emisor de actos violatorios de garantías individuales. Finalmente se consideró que el quejoso merecía la concesión del amparo. Sin embargo, como ya se había advertido, ésta se otorgó para el exclusivo efecto de revocar el auto por medio del cual el Juez de Distrito había desechado la demanda de garantías (por considerarla notoriamente improcedente).132 ¿Qué quiere decir esto? Que aún no se sabe, con exactitud, si las consideraciones que nuestro tribunal plasmó en esa sentencia acerca de la inadmisibilidad de destruir la Constitución, cumplen una función meramente persuasiva (a la manera de obiter dicta) o si ellas efectivamente constituyen la base a partir de la cual será posible invalidar reformas constitucionales por virtud de los méritos sustantivos de su contenido. Si la cuestión aún no está resuelta parece más que pertinente preguntar ¿es adecuada la postura que permite semejante control material? 132 Así resolvió el Tribunal Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación por mayoría de seis votos de los Ministros: Aguirre Anguiano, Cossío Díaz (ponente), Góngora Pimentel, Sánchez Cordero de García Villegas, Silva Meza y Presidente Ortiz Mayagoitia. Los Ministros Luna Ramos, Franco González Salas, Gudiño Pelayo y Valls Hernández votaron en contra y se reservaron su derecho para formular votos particulares. 67 68 CAPÍTULO II. EL CONTROL JUDICIAL DE LAS REFORMAS: DEFENSAS Y CRÍTICAS El propósito de este capítulo es ubicar las rutas argumentativas que la teoría constitucional nos invita a transitar para abordar el problema de los límites implícitos al poder de enmienda. Decimos que las rutas provienen de la teoría constitucional porque ese es el lugar desde el cual se ha explorado, con la mayor abstracción posible, todas las posibles soluciones, incluso las ya alcanzadas por los tribunales constitucionales en los diversos fallos a los que hemos referido. Antes de comenzar con la exposición de las posturas, es necesario aclarar una cuestión. Una cosa es argumentar que los límites implícitos existen y otra, muy distinta, afirmar que ellos deben o pueden ser objeto de control constitucional por parte de un órgano jurisdiccional.133 Alguien podría afirmar lo primero y negar lo segundo sin incurrir en ninguna clase de contradicción, pero no a la inversa, pues quien acepta la justiciabilidad de los límites, lógicamente acepta su existencia. Esta tesis busca situarse en el contexto de un problema real que sí tiene que ver las posibilidades de control judicial, por lo que resulta de mucho mayor interés un razonamiento dispuesto a llegar hasta el segundo extremo. Por tanto, éste será el interlocutor con el que dialogaremos. Así, a lo largo de los próximos párrafos será irrelevante distinguir entre uno y otro argumento, pues las posiciones teóricas a favor de la existencia de los límites implícitos constituyen el acervo que proporciona una repuesta al tribunal que opta por reconocerlos. El 133 En este sentido, Kemal Gözler parece distinguir ambos argumentos diciendo que la competencia de un órgano jurisdiccional para controlar la reforma depende de la tradición en la que nos coloquemos. Considera que, al menos en la tradición europea de control constitucional, la única forma en que la adjudicación judicial de tales límites podría tener lugar es si, y sólo si, hay una norma que expresamente establezca una competencia para ello. De otra forma, considera que esa operación sería abiertamente inadmisible y producto de la arbitrariedad. En cambio, señala que una tradición como la norteamericana, caracterizada por un fuerte activismo judicial, tal control tiene sentido. Cfr, Gözler, Kemal, op. cit, pp. 12-13. 69 lector debe recordar, no obstante, que la precisión es relevante porque quienes dan vida a las aportaciones teóricas a las que haremos referencia no llegan (o al menos no con explicitud) a defender el control al objeto de reforma tratándose de constituciones que no establecen cláusulas de intangibilidad. 1. Posiciones a favor del reconocimiento de límites implícitos al objeto de reforma constitucional Empecemos entonces a ubicar los argumentos que fundamentan la idea según la cual, existen contenidos constitucionales implícitamente infranqueables. Identifico tres grandes líneas de argumentación, cada una de las cuales señala lo siguiente: (i) la obra del poder constituyente es la única y auténtica manifestación de la soberanía popular, por lo que el ORC no puede subrogarse en él; (ii) los principios legitimadores del constitucionalismo son presupuestos lógicos inderogables; (iii) la interpretación estructural de la Constitución permite identificar y justificar la existencia de límites al objeto de la reforma. Para efectos de claridad en la exposición, presentaré estos argumentos en su estado puro, lo cual no quiere decir que sean incompatibles o que se excluyan entre sí. Por el contrario, sus respectivos defensores suelen adoptarlos concurrentemente. A continuación pretendo describirlos para después detenerme en algunas críticas que, considero, nos deben orientar hacía una posición escéptica respecto de su aceptación. A. La obra del poder constituyente como única manifestación de la soberanía popular La gran interrogante de la cual se ocupa este argumento es si el poder que ejerce el constituyente originario es igual, en magnitud y forma, al que detenta el órgano de reforma constitucional. Como se ve, el argumento tiene como punto de origen la ya clásica distinción entre poder constituyente y poder constituido —distinción que, recordemos, 70 ha servido a la Corte Constitucional de Colombia para afirmar el deber de no sustitución de la Constitución—. Antes de analizar a detalle las premisas sobre las que descansa este argumento, conviene sintetizarlo. De acuerdo con él, la vocación del ORC es modificar la norma suprema, misma que encarna la expresión de la voluntad soberana, pero su potestad como órgano no se identifica con los contenidos de ésta, tan sólo la representa. Por tanto, cuando se pregunta por el alcance de su poder, en tanto órgano constituido, debe responderse que carece de autoridad para modificar los fundamentos de la voluntad a la cual se debe. En otras palabras, decir que no hay límites al objeto de reforma es admitir el detrimento del principio de soberanía popular, pues implica conceder al ORC la facultad de subrogarse en el ejercicio de esa soberanía, siendo que él mismo es quien está limitado por sus contenidos. Ahora bien, para comprender el desarrollo que da sustento a esta conclusión, es adecuado retomar la postura de Pedro de Vega, por ser el autor que con mayor vehemencia —me parece— lo ha explicado. Así, con el propósito de hacer comprensible la racionalidad que subyace al mecanismo de reforma constitucional y analizar las posibilidades de su amplitud, De Vega remite a lo que, considera, son los dos pilares fundamentales sobre los que descansa la estructura del Estado constitucional; a saber: el principio político democrático — según el cual corresponde al pueblo el ejercicio indiscutible del poder constituyente134— y el principio jurídico de supremacía constitucional —conforme al cual se considera que la Constitución es lex superior que obliga a gobernantes y gobernados por igual—.135 Tras asociar las ideas de Rousseau con el primer pilar y las de Montesquieu con el segundo, nuestro autor señala que entre estas dos corrientes ideológicas subyace una contraposición ineludible. Ella deviene de una pugna entre la idea de que el pueblo debe ejercer su soberanía directamente (sin intermediarios) y la idea de que la Constitución es el documento en el cual se plasma esa voluntad 134 135 Cfr, De Vega, Pedro, op. cit, p. 15 Idem 71 soberana, por lo que ni gobernantes ni gobernados pueden pretender su usurpación. Es decir, —agrega De Vega— la idea de Constitución, en cuanto mecanismo limitador del poder, carece de todo fundamento en el ámbito de la democracia de la identidad, donde el poder del soberano (ejercido directamente por el pueblo) es por definición ilimitado.136 Si optamos, en cambio, por el establecimiento de un gobierno limitado —el gobierno de la Constitución— indefectiblemente renunciamos a la posibilidad de ejercer directamente esa soberanía. Por ello, para este autor, con la renuncia a la democracia de la identidad, la soberanía popular (expresada en el acto constituyente originario) hereda su lugar al principio de supremacía constitucional, esto es, a la soberanía del derecho137. Pedro de Vega reafirma su idea diciendo: El evidente triunfo de la praxis política de la democracia representativa frente a la democracia de la identidad, y la consiguiente aparición de la teoría constitucional, más que obedecer al desarrollo del principio político democrático, a lo que en realidad responde es a la amputación y a la negación más rotunda de sus consecuencias en el terreno de la práctica.138 Así, la derrota de la democracia de la identidad indica que el poder constituyente ha de entenderse como la única manifestación histórica de la soberanía popular y de cualquier poder ilimitado. De Vega dice: “en la medida en que el poder constituyente realiza su obra, y desaparece como tal, con él se extingue y desaparece también el dogma de la soberanía popular”.139 Esto obedece, nos explica, a que uno de los ejes ideológicos más importantes en los movimientos revolucionarios del siglo XVIII, se basó en entender que la voluntad 136 Ibidem, p. 17 Ibidem, p. 228 138 Ibidem, p. 17 139 Ibidem, p. 20 137 72 del pueblo era superior a la de los gobernantes y que, por ende, la primera debía limitar a la de los segundos. La inquietud de supeditar las actuaciones de los gobernantes a la voluntad del pueblo tomó forma y cuerpo definitivo en la redacción del documento supremo —documento limitador de todo ulterior ejercicio del poder—.140 A partir de ese primer momento fundacional, las relaciones entre gobierno y gobernantes habrían de operar siempre por medios constitucionales y, por tanto, toda ulterior expresión de poder habría de tener a esa voluntad soberana —obra constituyente— como único fundamento legitimador.141 Pero ¿cómo responde esta posición a la inevitable necesidad de adaptar la Constitución a las circunstancias actuales? Para el argumento que analizamos, la pregunta genera un dilema desgarrador. El cambio es inevitable. Por tanto, para operarlo se cuenta con dos opciones: o se regresa a la lógica de la democracia de la identidad en el sentido de permitir que la voluntad popular pueda cambiarlo todo, o bien se favorece el principio de supremacía constitucional, dejando toda posibilidad de transformación en manos de la misma norma suprema. Pedro de Vega presenta el apuro en que dicha interrogante pone al constitucionalismo: … o se considera que la Constitución como ley suprema puede prever y organizar sus propios procesos de transformación y de cambio, en cuyo caso el principio democrático queda convertido en una mera declaración retórica, o se estima que, para salvar la soberanía popular, es al pueblo a quien le corresponderá siempre, como titular del poder constituyente, realizar y aprobar cualquier modificación de la Constitución, en cuyo supuesto quien se verá corrosivamente afectada será la idea de supremacía.142 La respuesta del constitucionalismo, nos diría Pedro De Vega, es clara: se favorece el principio de supremacía y toda posibilidad de 140 Ibidem, p. 25 Idem. 142 Ibidem, p. 21 141 73 cambio queda en manos de un órgano constituido y, por ende, supeditado a la Constitución. Y ¿qué órgano debe ser éste? La lógica ya descrita nos indicaría que el poder legislativo ordinario no puede operar ese cambio porque la Constitución nace para limitarlo. Por ende, la solución consiste en facultar a un órgano específico para proponer y aprobar el cambio constitucional, eso sí, exigiendo mayor dificultad para ello. Pero ―y aquí viene lo esencial― este poder de reforma, al estar reglado y ordenado en la Constitución, sigue siendo un poder limitado, “lo que quiere decir que la actividad de revisión no puede ser entendida nunca como una actividad soberana y libre”.143 Esta conclusión todavía no resuelve tan claramente hasta qué punto debe entenderse que dicho órgano está supeditado a la voluntad plasmada en el acto constituyente. Decir que el órgano de reforma es un poder limitado por la norma suprema es una afirmación ambigua, esto es, puede significar al menos dos cosas: que ese poder está limitado (i) por las formas de su ejercicio (el cómo puede modificar), y/o (ii) por los contenidos de su voluntad (el qué puede modificar). Pedro de Vega claramente se decanta por sostener ambas implicaciones. La siguiente afirmación no admite equívoco alguno: “la destrucción de la Constitución es tarea que no corresponde al poder de revisión, sino al poder constituyente”.144 En resumidas cuentas, el razonamiento que da sustento a esta conclusión se construye a partir de las siguientes premisas: el orden constitucional originario emana de una autoridad soberana (el poder constituyente) y el poder de revisión, como todo poder constituido, es un poder limitado, cuyo modo de actuar ha de tener fundamento en la Constitución. Ahora, si la obra del poder de revisión está destinada a formar parte del orden constitucional y a obtener, con ello, el mismo rango formal que el resto de las cláusulas no reformadas ¿cómo debemos entender el significado de la reforma constitucional? ¿Qué tan amplia puede ser ésta? 143 144 Ibidem, p. 65 Ibidem, p. 69 74 Si afirmamos que la cláusula reformada puede contravenir la lógica general del documento, afirmaríamos que el poder constituido puede ir más allá de lo dicho por la autoridad que lo legitima y fundamenta ―el poder constituyente―. Para el argumento expuesto, esto es un sinsentido: la reforma no puede ir más allá de la original expresión de la soberanía popular. Todo poder constituido necesariamente está limitado por aquél al cual debe su existencia. Esto es, el órgano de reforma constitucional está supeditado a la lógica de la que recibe su competencia. B. Los principios legitimadores del constitucionalismo como presupuestos lógicos inderogables A la luz de este segundo argumento, la necesaria existencia de límites implícitos al objeto de la reforma se deduce a partir de los supuestos que definen y legitiman a la Constitución.145 En palabras de Pedro de Vega, los límites al objeto de reforma se entienden como “una exigencia de la lógica derivada del propio concepto político de Constitución”.146 Riccardo Guastini plasma este razonamiento —que, por cierto, sujeta a crítica— en los siguientes términos: revisar la Constitución existente (sin alterar su identidad material o axiológica) es diferente a modificar su “espíritu”, esto es, alterar, perturbar o subvertir los valores ético-políticos que la caracterizan.147 Continúa: “reforma e instauración constitucional se distinguen, entonces, no bajo un perfil formal —por el hecho de que una adviene en forma legal y otra de forma ilegal, extra ordinem— sino bajo el perfil sustancial”.148 Por su parte, Pedro de Vega —éste sí como férreo defensor de la postura— explica: 145 Ibidem, p. 273 Ibidem, p. 268 147 Cfr, Guastini, Riccardo, op. cit, p. 36 148 Idem. 146 75 Cuando […] se entiende que el concepto de Constitución no es un concepto político y axiológicamente neutral y, en consecuencia, cualquier acción de reforma ha de verse limitada por el sistema de valores que el propio ordenamiento jurídico, en cuanto aparato formal, tiene la misión de proteger, la posibilidad de destrucción del Estado constitucional con el simple ejercicio de la legalidad se convierte en una hipótesis irrealizable. 149 Guastini explica que esta doctrina se basa en una concepción sustancialista de la Constitución. De acuerdo con ella, la Constitución es “una totalidad coherente y conexa de valores ético-políticos”. En otras palabras, el concepto designa a un conjunto de normas con determinada identidad axiológica.150 Es por eso que, bajo esta óptica, la operación de reforma no puede calificarse de constitucional cuando aniquila uno de esos principios. Desde esta concepción “la defensa de la Constitución no implica la defensa abstracta y neutral de un conjunto de normaciones jurídicas, sino, ante todo, la defensa de unos valores materiales que son los que, justamente, el sistema constitucional intenta proteger”.151 Quizás dentro de esta corriente también podríamos colocar la ya clásica doctrina de las “decisiones políticas fundamentales” creada por Carl Schmitt. En su teoría, éstas no pueden ser alcanzadas por la competencia, necesariamente limitada, del órgano de reforma, pues constituyen la Constitución en su verdadero sentido, la obra principal del Poder Constituyente.152 Sumándose a la teoría de Schmitt, Jorge 149 De Vega, Pedro, op. cit, p 294. En contraposición a dicha concepción sustancialista está la que el mismo Guastini llama formalista. En sus palabras, de acuerdo con ésta: “una Constitución no es más que un conjunto de normas. […] un conjunto (cualquier tipo de conjunto) se identifica — extensionalmente— por la simple enumeración de los elementos que lo componen”. Cfr, Guastini, Riccardo, op. cit, p. 36 151 De Vega, Pedro, op. cit, p. 249 152 Cfr, Schmitt, Carl, Teoría de la Constitución, Madrid, 1934, apud, Schmill, Ulises, “Una función del orden constitucional: el poder y el órgano reformador de la Constitución” en Revistas Derecho Público Mexicano V, Instituto Autónomo de México, número 5, septiembre de 2003. 150 76 Carpizo señala que estas decisiones fundamentales —a las cuales él también entiende como irreformables— constituyen la estructura, base y contenido principal de la organización política, pues sobre ellas descansan todas las demás normas del orden jurídico.153 Pero ¿cuáles son los principios o valores que este razonamiento identifica como fundamentales y, por tanto, inmutables? La respuesta no es del todo clara y así lo admiten los defensores de la tesis. Esa dificultad se prueba por lo menos con advertir que la conclusión a la cual han llegado doctrinarios y tribunales constitucionales no es uniforme. Con independencia de ello, también es cierto que sí podemos identificar tendencias y lugares comunes. Todo parece apuntar que dichos supuestos legitimadores se han identificado, al menos prima facie, con tres grandes aspectos: la consagración de los derechos, el principio de división de poderes y la forma democrática de gobierno.154 Estos principios conforman la identidad axiológica de la norma fundamental; o sea, sobre ellos se asienta el paradigma de Constitución que se ha tenido desde hace más de 200 años. En efecto, tan profundas y antiguas son las raíces del paradigma que ya en 1789, el artículo 16 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano establecía que “toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no está asegurada ni la separación de poderes establecida, no tiene Constitución”.155 Pedro de Vega coincide: Si la existencia de la Constitución depende de la garantía de los derechos y del establecimiento de la división de poderes, quiere decirse que cualquier reforma atentatoria contra alguno de esos dos principios tendría que interpretarse, necesariamente, no 153 Carpizo, Jorge, La Constitución mexicana de 1917, décima edición, Porrúa, México, 1997, p. 121 154 Aunque para hacer valer distintas posiciones, prácticamente todos los autores que hemos referido toman en cuenta estos valores e instituciones. 155 Véase http://www.juridicas.unam.mx/publica/librev/rev/derhum/cont/30/pr/pr23.pdf (última consulta: 20 de marzo de 2010). 77 como una modificación del ordenamiento constitucional, sino como una auténtica destrucción de mismo. 156 ¿Hay algo de esta concepción sustancialista de la Constitución que recuerde al iusnaturalismo? Posteriormente intentaremos responder a esto, pero desde ahora es útil decir que esta doctrina — específicamente la que está bajo la pluma de Pedro de Vega— trata de maniobrar con el problema diciendo que la deducción de los límites tiene que operar al margen del iusnaturalismo racionalista y que un razonamiento así sólo tiene sentido mientras apele a los supuestos que, para la conciencia jurídica y política de nuestro tiempo, definen y legitiman el concepto de Constitución.157 Tras hacer esta afirmación, dicho autor sostiene: “puesto que, tanto los derechos fundamentales como la división de poderes, han perdido su condición de dogmas, ni aquellos ni ésta podrá seguir concibiéndose como barreras infranqueables a la revisión constitucional”.158 Como se ve, esta cita revela un poco de ambigüedad (si no contradicción) en la posición personal de este autor. Para conciliar su afirmaciones podríamos entender que aquello de lo cual está en contra es que se apele a esos contenidos en su calidad de dogmas pero no en su calidad de valores fundamentadores del constitucionalismo. Sin embargo, la ambigüedad se mantiene y creo que está asociada con la difícil carga argumentativa que debe soportar quien afirma la existencia de límites destinados a restringir o condicionar lo que el derecho positivo puede contener. Por tanto, es fácil apreciar que este argumento puede resbalar hasta conducir a una posición iusnaturalista en su versión negadora de la tesis de las fuentes sociales del derecho. Pero más tarde regresaré sobre el tema. Por ahora es suficiente con destacar que, no obstante la ambigüedad, este autor encuentra dos principios cuya inmutabilidad considera incontrovertible: el de supremacía constitucional (del cual derivan los límites implícitos formales) y el de soberanía popular (del 156 De Vega, Pedro, op. cit, p. 268 Cfr, ibidem, p, 273. 158 Idem. 157 78 cual derivan los límites implícitos materiales). Este segundo principio constituiría, según tal posición, un límite material universal a la reforma constitucional. Walter Murphy coincide casi en términos idénticos al decir que, si bien existe gran dificultad en asentar los principios sobre los que se basa la democracia constitucional —mismos que en su teoría funcionarían como límites al poder de reforma— es indiscutible que bajo ningún motivo podría reformarse la esencia misma de la democracia.159 Vale la pena citar su opinión en este sentido: “a people could not legitimately use democratic processes to destroy the essence of democracy —the right of others, either of a current majority or minority or of a minority or majority of future generations, to meaningful participation in self government—”.160 Ahora, por lo que específicamente se refiere al texto constitucional mexicano, también encontramos intentos doctrinarios dirigidos a identificar tales postulados básicos. Jorge Carpizo, por ejemplo, entiende que las decisiones fundamentales de la Constitución mexicana pueden dividirse en materiales y formales. Con las primeras identifica a la soberanía, los derechos humanos, el sistema representativo y la supremacía del poder civil sobre la Iglesia. En las segundas coloca a la división de poderes, el federalismo y el juicio de amparo.161 Como se puede apreciar, existe toda clase de intentos doctrinarios por identificar estos límites. Incluso encontramos posiciones como la de un autor irlandés, Roderick O´Hanlon —citado en la obra de Gözler162— que no duda en incluir dentro de esta lista, a lo que considera el derecho del feto a la vida. Así, en la literatura jurídica y en los fallos constitucionales será fácil encontrar disidencia sobre el punto, pero la tesis que exponemos no necesita comprometerse con ninguno de ellos para seguir 159 Murphy, Walter, op. cit, p. 179 Idem. 161 Cfr, Carpizo, Jorge, op. cit, p. 123 162 O’Hanlon, Roderick, “The Judiciary and the Moral Law”, 11 Irish Law Times, 129, 130 (1993), apud, Gözler, Kemal, op. cit, p. 81 160 79 proponiendo algo. Es decir, esta tesis aún puede sostener que, con independencia de cuáles sean los principios rectores del constitucionalismo, es un hecho que, si queremos seguir conduciéndonos bajo su lógica, ellos deben permanecer intactos. Finalmente, para dar más luz a los fundamentos de esta línea argumentativa, es útil referir al concepto “fraude constitucional”, que Pedro de Vega emplea. A su entender, éste refiere al fenómeno que produce “la utilización del procedimiento de reforma constitucional para, sin romper con el sistema de legalidad establecido, proceder a la creación de un nuevo régimen político y un ordenamiento constitucional diferente”.163 Naturalmente, este autor recuerda al nacional-socialismo como el retrato más significativo de lo que puede posibilitar la ausencia de límites al objeto de la reforma. Al respecto nos recuerda que “Hitler consiguió el poder, implantó la más execrable dictadura y aniquiló la estructura constitucional de la República de Weimar, apelando a la propia legalidad de la Constitución de 1919”.164 Retomando: el argumento central de esta posición puede ser fraseado en los siguientes términos: las constituciones siempre han respondido a un determinado conjunto de valores y principios. Éstos funcionan como sus supuestos legitimadores. Si la lógica del constitucionalismo depende de esos valores, ¿cómo es posible admitir su reforma sin que la lógica misma perezca? ¿Cómo es posible alterar el material a partir de cual se ha construido el edificio constitucional sin que éste se desmorone frente a nuestros ojos165? ¿Es posible cambiar los fundamentos de la lógica constitucional mientras dicha transformación opera bajo su propio resguardo? Quien mantiene el argumento nos contestaría que nada de ello es posible. Desde esta óptica, los principios fundamentales constituirían el entretejido mismo de la Constitución, esto es, aquello que la hace ser lo que es. A menos que deseemos cambiar su esencia, ellos no podrían ser modificados. 163 De Vega, Pedro, op. cit, p. 291. Ibidem, p. 292 165 La alegoría con el edificio constitucional coincide con lo que ha sostenido en este respecto la Corte Constitucional de la India. 164 80 Para remitir a un ejemplo práctico, podríamos remitir a la jurisprudencia desarrollada por los respectivos tribunales constitucionales de la India y Colombia, pues a mi entender sus argumentos podrían colocarse en esta posición. Aunque la Corte colombiana no acepta que en su orden existan cláusulas implícitas de intangibilidad (pues señala que los límites a la reforma más bien están dados por la exigencia de no sustituir a la Constitución actual) la distinción parece un tanto artificial. Precisamente, esos principios o contenidos cuya modificación o eliminación implicaría una sustitución de la Constitución, son los que reciben el nombre de “límites implícitos al objeto de reforma”. ¿Por qué? Simplemente porque las dos notas que los distinguen son que ellos no están escritos, por lo que se deducen de los valores que dan identidad a la Constitución, y que el ORC no tiene competencia para rebasarlos. Así, con independencia del método que se elija para llegar a la conclusión —identificación de una “estructura básica” en la Corte hindú o “juicio de sustitución” en Colombia— al final, no estamos sino frente a contenidos que el máximo tribunal entiende como infranqueables por constituir la lógica sobre la cual se edifica la Constitución misma. C. Interpretación estructural: método que permite identificar y justificar la existencia de límites al objeto de la reforma Aquí nos referimos al tipo de interpretación alcanzada por la Corte Constitucional de Alemania (Bundesverfassungsgericht) en el caso Southwest al que antes hicimos referencia.166 Walter Murphy es quien la designa como “interpretación estructural”.167 El argumento que subyace a esta posición podría resumirse así: la estructura constitucional ha de leerse como un todo, debe 166 Como se recordará, las palabras literales de la Corte Constitucional alemana fueron: “Taken as a unit, a constitution reflects certain overarching principles and fundamental decisions to which individual provisions are subordínate”, apud, Murphy, Walter, op. cit, p. 177 167 Idem. 81 interpretarse a la luz de un propósito común, sus partes deben estar en congruencia con el mismo. Así, cuando una norma producto de una reforma constitucional contradice ese fin común, ella debe tenerse como inválida. La sustancia que arroja la lectura de un fin común constituye el fundamento a partir del cual pueden invalidarse las reformas constitucionales que le son contrarias. Considero que este argumento puede distinguirse del que anteriormente comentábamos (el relativo a los principios legitimadores del orden constitucional) en la medida en que su función específica es armonizar los valores de una determinada Constitución. La doctrina del Tribunal alemán, entiendo, no obliga aceptar que estamos vinculados por un único paradigma axiológico, cuya función sería fijar lo que amerita recibir el calificativo de “constitucional”, sino que únicamente pretende maximizar la armónica estructura de un determinado orden constitucional; esto, mediante la identificación y elevación de un específico entramado de valores que a la postre serviría como fundamento para invalidar otras disposiciones. A esto se debe el que la doctrina haya distinguido entre aquellos límites lógicos (los que necesariamente derivan del concepto mismo de Constitución y/o de reforma constitucional) y los límites implícitos contingentes a cada Constitución (esto es, los que se deducirían a partir de distintas técnicas de interpretación como la extensiva, teleológica o sistemática, entre otras).168 Sin embargo, para afirmar ambas clases de límites se requiere partir de una acepción sustancialista de la Constitución —de acuerdo con el rótulo que señalara Guastini—. Ya sea que hablemos de cualquier Constitución en abstracto o de una Constitución específica, aceptar que ambos límites existen implica reconocer que esa Constitución necesaria y lógicamente excluye la reforma de los postulados que la “hacen ser”. Es decir, cualquiera de las dos tesis — la de los límites lógicos o la de los límites implícitos en estricto sentido— está dirigida a ser aplicable a toda Constitución que, como 168 Cfr, Guastini, Riccardo, op. cit, p. 189. 82 la nuestra, proteja determinados principios abstractos capaces de dotar a todo el sistema jurídico de una determinada identidad sustantiva. Por ello, cuando como en el caso se da esta condición, deja de tener mucho sentido distinguir entre ambas líneas argumentativas. Quizás solamente cabría señalar que la doctrina del Tribunal alemán expresamente sugiere la adopción de un determinado método interpretativo —específicamente, el que favorece la coherencia y la integridad— para deducir tales límites sustantivos. Mientras que la segunda pone el acento en los contenidos y las razones para negar la transformación. Esto deja ver que, en realidad, hablamos de dos caras del mismo argumento. 2. Algunas razones para el escepticismo Habiendo descrito las posturas defensoras de los límites implícitos al objeto de reforma, podemos abordar las críticas que, me parece, deben llevar a rechazar su control en sede judicial. Para ello, dedicaré un primer apartado al problema sobre la distinción entre poder constituyente y poder de revisión. Aquí trataré de enfocarme en las razones que nos dicen por qué no debemos sobredimensionar la relevancia del primer momento constituyente. Después identificaré las dudas que rodean tanto a la tesis de los límites lógicos como a la de la interpretación estructural. Enseguida, buscaré trazar un argumento que, a mi entender, por sí mismo refuta las tres líneas argumentativas antes descritas y que versa sobre las desventajas de aceptar un control judicial capaz de zanjar, definitivamente, controversias y desacuerdos morales tan fundamentales como los que subyacen a una reforma constitucional. Veamos. A. ¿Es el poder constituyente originario el auténtico reflejo de la soberanía popular? Como se recordará, de acuerdo con el argumento que a continuación pretendo objetar, la potestad del poder constituyente originario no 83 admite ser igualada a la de un órgano constituido. Para abordar el problema, podemos comenzar planteando dos objeciones en forma de preguntas: (i) ¿es cierto que el mecanismo de reforma constitucional fue pensado como un método cuyo objeto no debía (o podía) tener una amplitud equivalente a la de la voluntad soberana plasmada en el acto constituyente? En otras palabras, la calidad democrática que aparentemente caracteriza a la decisión constitucional originaria ¿desaparece por siempre una vez que su contenido es plasmado en el documento supremo?; y (ii) a la luz de nuestro actual entender de la democracia, ¿realmente podemos afirmar que el acto constituyente descansó sobre méritos cualitativos capaces de conferirle el estatus de una decisión insuperable? ¿Qué tanta legitimidad democrática tiene realmente esa primera expresión de la soberanía popular (a la que tanta fuerza le confiere el argumento que objetamos)? Comencemos por la primera pregunta. Decíamos que Pedro de Vega —defensor del punto a cuestionar— es categórico en negar que la expresión de soberanía popular realizada por el poder constituyente pueda ser igualada por el ORC. Como se recordará, en su teoría, la potestad constituyente simplemente no puede efectuarse a través de representantes. Al respecto nos dice que la lógica del Estado constitucional implica que el poder constituyente se coloque como fuerza externa al sistema, una vez que la Constitución ha sido aprobada, y que permanezca aletargado y oculto mientras la mecánica constitucional funciona.169 A su entender, igualar el poder constituyente al ORC vulnera gravemente el principio democrático de soberanía popular porque con ello —aquí De Vega cita textualmente a G. Berlia— “los elegidos dejan de ser los representantes de la nación soberana, para convertirse en los representantes soberanos de la nación”.170 Entonces, el argumento supone que la auténtica expresión de 169 170 Cfr, De Vega, Pedro, op. cit, p. 142 G. Berlia, apud, De Vega, Pedro, op. cit. 231 84 soberanía corresponde al momento de la promulgación de la Constitución y a ningún otro. Una vez que se aceptan las premisas ofrecidas por el autor, es inevitable compartir su conclusión. Es decir, si uno conviene con él en que el dogma de la soberanía popular se extingue al mismo tiempo en que el poder constituyente finaliza su obra, entonces será fácil aceptar que el poder de revisión no puede identificarse con éste y, por tanto, la amplitud de su voluntad simplemente estará restringida por la que caracteriza al primero. Pero ¿podemos cuestionar las premisas de las que el argumento parte? Me parece que sí. Cuando Pedro de Vega nos habla de ese momento fundacional al cual le concede un peso inigualable, no está haciendo sino una lectura teórica de la ideología que históricamente imperó durante el mismo. En esa medida, caben los desacuerdos y, por tanto, resulta interesante notar que otras aportaciones doctrinales difieren con su lectura. La posición de Donald S. Lutz es una de ellas. Al analizar la institucionalización del procedimiento de reforma constitucional que ocurrió entre 1776 y 1780 en el sistema norteamericano, dicho autor señala que ese proceso descansó sobre cuatro premisas fundamentales: el principio de soberanía popular, el entendimiento de la naturaleza humana como imperfecta pero educable, la eficacia del proceso deliberativo y la distinción entre legislación ordinaria y la materia constitucional.171 Hasta aquí, ambos autores coinciden en que los principios de soberanía popular y de supremacía constitucional fueron piedras angulares en la creación del Estado constitucional y en el establecimiento de un mecanismo de enmienda. No obstante, Lutz enriquece los elementos integradores de la ideología base e introduce la idea de que los framers norteamericanos además comprendieron que el ser humano es falible y que es capaz, sin embargo, de aprender de esas experiencias fallidas.172 Lutz precisa que la institucionalización del procedimiento de reforma constitucional 171 172 Cfr, Lutz, Donald. S, op. cit. p. 239 Idem. 85 obedeció no sólo a la necesidad de adaptarse a las circunstancias cambiantes, sino también a la de compensar por los límites de la comprensión y virtud humana.173 Por lo que respecta a la tercera característica —la eficacia del proceso deliberativo—, Lutz señala que los norteamericanos entendían a la Constitución, no como el medio más eficiente para llegar a decisiones colectivas, sino como la forma de llegar a las mejores decisiones posibles en busca del bien común en una situación de soberanía popular.174 Pero, sobre todo, ese procedimiento de reforma tenía la vocación de remitir a un momento de soberanía popular equivalente al que había caracterizado al acto constituyente. Al respecto, concluye: In sum, the amendment process invented by the Americans was a public, formal, highly deliberative decision-making process that distinguished between constitutional matters and normal legislation, and returned to roughly the same popular sovereignty as that used in the adoption of the constitution.175 ¿Por qué decíamos que este argumento apunta hacia una dirección distinta de la que antes revisábamos? A diferencia de Pedro de Vega, Lutz entiende que, según la ideología que imperó en la creación del Estado constitucional, la soberanía popular de la cual se había nutrido la actuación del poder constituyente no debía dejar de proyectarse con toda su posible intensidad a la hora de la enmienda constitucional. A su entender, el proceso de reforma fue concebido como un instrumento que exige regresar, del modo más fiel y cercano posible, a la calidad de ese primer consenso popular. Esta concepción sobre el origen del procedimiento de reforma constitucional tiene implicaciones muy distintas a las que se siguen de una teoría como la de Pedro de Vega —implicaciones que, claro está, inciden sobre la respuesta que deba darse a la pregunta sobre los 173 Ibidem, p. 240 Idem 175 Idem 174 86 límites al objeto de la reforma constitucional—. De Vega es contundente al señalar que para los poderes constituidos es inviable ejercitar competencias constituyentes,176 lo cual no sólo debe entenderse en un sentido formal. Quizás él admitiría, con Lutz, que cuando el cambio es necesario, al menos debe ir precedido de un profundo consenso. Sin embargo, a su entender, los órganos representativos serían incapaces de lograr un consenso realmente fiel a la soberanía popular. Lutz, en cambio, luce más optimista al respecto. Además, este autor entiende que la ideología detrás del mecanismo de reforma se nutre, por igual, del principio de supremacía constitucional y del entendimiento sobre la falibilidad humana. Pedro de Vega, por el contrario, favorece el primer principio en todo momento. Evidentemente, esta disidencia conduce a entender de un modo muy distinto la magnitud que caracteriza al poder de reforma. Las diferencias que aprecio entre estos autores sirven para ver que la sola distinción entre poder constituyente y poder constituido no es capaz de zanjar las genuinas diferencias entre quienes mantienen que la voluntad u objeto del poder de reforma tiene límites infranqueables y quienes opinan lo contrario. Como se ha demostrado, la diferencia es teóricamente controvertida. No hay un hecho histórico que conspicuamente nos deje ver quién tiene la razón; es decir, no hay ningún dato que pudiera revelar si el ORC fue concebido como un poder que podía y/o debía actuar como un poder soberano. Ahora, aunque lo hubiera, ello no constituiría razón alguna para seguir vinculados a esa explicación. Por tanto, el único criterio que tenemos para optar por una u otra, debe integrarse por argumentos que respondan a porqué hoy es deseable (o no) que el ORC retome esa 176 Incluso, refiriéndose al proceso revolucionario americano, dicho autor afirma que “al no considerarse a ningún órgano representativo (ni siquiera a las propias Convenciones convocadas para elaborar los proyectos de Constitución) depositarios de la soberanía, que permanece en el pueblo, y al exigirse por ello la ratificación popular para cualquier actividad constituyente, es claro que no existe resquicio alguno para que los poderes constituidos, sin violentar la lógica institucional del sistema, puedan operar con carácter soberano”. Cfr, De Vega, Pedro, op. cit, p. 36. 87 soberanía en el sentido más amplio de la palabra (esto es, pudiendo modificar todo). Así, cabe preguntar: el hecho de que el ORC sea un órgano constituido que está vinculado (como lo está) por las normas que regulan su modo de actuación, ¿implica que es incapaz de responder a los intereses de las personas a las que rige en el presente? No veo las razones para contestar afirmativamente. Pienso que, más bien, tiene sentido afirmar todo lo contrario, esto es, que el ORC puede (pero sobre todo que debe) atender efectivamente a la voluntad de sus actuales representados. De acuerdo con el argumento que objeto, la materia susceptible de revisión necesariamente está limitada. De no ser así, nos dice, estaríamos negando la intención original del constitucionalismo: limitar al poder mismo mediante el acto constituyente. Pero ese razonamiento es poco orientador, pues injustificadamente supone que el constituyente originario quería limitar toda manifestación de poder. Esto es, omite tomar en cuenta que el propio mecanismo de reforma constitucional pudo haber nacido para no limitar una parcela del poder. Se pudo haber plasmado la vigencia de una reserva de soberanía popular en el mismo documento. El hecho de que el constitucionalismo nazca con el fin de limitar a los gobernantes no dice nada acerca de por qué, a la hora de hacerse necesario el cambio, debe entenderse que los representantes son incapaces de recrear esa misma calidad que caracterizó la primera decisión constituyente. Tampoco es claro por qué se presume que son incapaces para modificar cualquier decisión que en el presente se entiende equivocada —como ya decía Lutz—.177 177 Alguien podría decir que el argumento de Pedro de Vega no llega al extremo de sugerir que tal capacidad no existe y que su intención únicamente es señalar por qué teóricamente el poder constituyente no puede confundirse con un poder constituido. Esto no sería convincente, pues —además de que esa sola distinción es un tanto obvia— su preocupación última es mostrar que el ORC no es nada más que un representante de la voz constituyente y que, como tal, cualquier modificación que haga de la norma fundamental debe no trastocar los presupuestos ideológicos de aquélla. 88 El punto a destacar es el siguiente: concurrir con una opinión como la de Pedro de Vega o la de la Corte Constitucional de Colombia, impone la carga de argumentar por qué es válido entender que esa primera voluntad constituyente es indefinidamente vinculante. Decir que sólo lo es en los aspectos fundamentales no dice mucho, pues hemos visto que cualquier tema constitucional puede recibir tal caracterización. Incluso en lo fundamental debería existir la posibilidad de cambiar lo que a un conjunto de personas libres, que se rigen a sí mismas, ya nos les parece adecuado para su vida. ¿Por qué las generaciones del presente deben estar atadas a la voluntad del pasado? Más tarde regresaremos sobre estas preguntas. Ahora debemos incursionar en la segunda de las objeciones que anunciábamos en relación con el argumento de la distinción entre poder constituyente y poder constituido. Ella nos invita a preguntar si, bajo nuestros estándares actuales, es posible entender que los momentos de política constituyente originaria realmente estaban legitimados democráticamente. Quienes defienden la idea de que el ORC no puede subrogarse en la auténtica voluntad soberana (voluntad que, según el argumento, se manifestó en un momento histórico irrepetible: el momento constituyente) no contestan otra serie preguntas que, me parece, son obligadas. Por ejemplo: ¿por qué es razonable considerar que la manifestación más fiel de la voluntad del pueblo ocurrió en un momento histórico en el cual sólo determinados miembros de la sociedad tenían derecho a ser escuchados? En otras palabras ¿qué razón justifica considerar que, hoy por hoy, debemos seguir vinculados por la voluntad de un grupo cuya conformación estuvo basada en criterios elitistas? Al respecto, Carlos Santiago Nino comenta que el argumento usual de identificar a las constituciones históricas con la expresión más alta de la voluntad del pueblo es erróneo, pues la mayoría de ellas no fueron sancionadas por un procedimiento democrático genuino.178 178 Cfr, Nino, Carlos Santiago, La Constitución de la democracia deliberativa, Gedisa, Barcelona, 1997, p. 271 89 En sus palabras: “Consideremos las constituciones de Estados Unidos y Argentina, sólo una fracción de la población, en su mayoría hombres blancos y ricos, participaron en el proceso constitucional”.179 Así, nos dice Nino, nadie podría seguir sosteniendo seriamente que tales procedimientos y, probablemente los que precedieron a la mayoría de las constituciones vigentes, gozan de credenciales democráticas aceptables.180 La exclusión de la participación de la mujer en tales procesos, de minorías raciales, entre otros vicios, no deja lugar a dudas de que la tan defendida legitimidad democrática de la Constitución debe cuestionarse seriamente. En el mismo sentido, John Vile ha criticado a Walter Murphy por aseverar que en la adopción de la Constitución, la gente renunció a su autoridad para violar la dignidad humana mediante cualquier procedimiento ulterior. Vile sugiere que esto sería especialmente paradójico tomando en cuenta que los procesos constituyentes mismos fueron adoptados en momentos en los cuales se violaba la dignidad personal. Literalmente lo pone así: “It is doubtful that the existing Constitution was itself written and adopted in such a convention. Surely, the Constitution permitted a number of practices —including slavery and the disenfranchisement of women— that are today clearly recognized as violations of such human dignity”.181 Pero el argumento que nos impide tener a la voluntad del poder constituyente como reflejo fiel de la soberanía popular (actual o pasada) puede ampliarse. En este punto es obligado hacer referencia a la crítica que Roberto Gargarella ha lanzado con el fin de revelar que las instituciones del sistema representativo, imperante hasta nuestros días, fueron diseñadas conforme a presupuestos elitistas.182 Si para 179 Idem. Cfr, Nino, Carlos Santiago, Fundamentos de derecho constitucional. Análisis filosófico, jurídico y politológico de la práctica constitucional, Astrea, Buenos Aires, 1992, p. 688. 181 Vile, John, “The Case against Implicit Limits on the Constitutional Amending Process” en Responding to Imperfection, the Theory and Practice of Constitutional Amendment, Levinson, Sanford (ed.), op. cit, p. 201 182 Gargarella, Roberto, Crisis de la Representación Política, 1ª edición, Distribuciones Fontamara, México, 1997. 180 90 Pedro de Vega el triunfo de la democracia representativa significaba el fundamento para afirmar la existencia de límites a la materia de la reforma —porque entendía que el momento constituyente reflejaba la única e irrepetible expresión de soberanía popular— para Gargarella, ese triunfo obedece a la imposición de un sesgo contramayoritario que con injustificado éxito permeó en las mentes de los framers norteamericanos. De acuerdo con su crítica, el momento fundacional del sistema político representativo —momento que históricamente se remonta a las discusiones constitucionales que tuvieron lugar en Estados Unidos en el siglo XVIII— fue operado bajo un prejuicio fundado en la idea de que había males vinculados con la participación de las mayorías en el Parlamento.183 De esta forma, el conjunto de instituciones que hasta nuestros días prevalece (no sólo en Estados Unidos, por supuesto, sino en México y en muchos otros países que importaron el modelo institucional de esa nación) responde a un diseño guiado por ese prejuicio. Pero hay un contexto histórico que explica este fenómeno. Al respecto, Gargarella nos narra que las discusiones de las que se nutre el Constituyente de 1787 no pueden leerse sin dar cuenta de los hechos posteriores al fin de la guerra independentista que Estados Unidos emprendió contra Inglaterra. La crisis económica que heredó la nueva Nación afectó a millones de comerciantes, cuyo único remedio para salir del propio endeudamiento fue hacer exigible, a través de la vía judicial, los créditos de los cuales eran acreedores. Esto afectó a las clases más desventajadas de la sociedad, las cuales no tuvieron más remedio que reaccionar a través de presionar a las legislaturas locales. La incipiente representación de las mayorías, la infiltración de estas voces populares en las leyes, generó temor entre los ideólogos de la época.184 El resultado fue un modelo pensado para evitar la tiranía 183 Cfr, ibidem, p. 10 ¿Quiénes respaldaron esta posición? Los grandes pensadores de la época (Alexander Hamilton, George Washington, Theodore Sidgwick) que se sumaron al descontento generado por el incipiente poder que las legislaturas estatales parecían conceder a las 184 91 de las mayorías facciosas sobre las minorías —diría Madison—. Pero lo grave de esto, indica nuestro autor, radica en que el concepto de “minorías” no fue utilizado para referir a los grupos desventajadas o sin poder, sino sólo a los grupos numéricamente minoritarios. En suma, Gargarella sugiere que el diseño de las instituciones representativas —diseño que, debe insistirse, aún tiene amplia vigencia— es el producto de una coyuntura económica, en la cual, la clase política dirigente, conformada por las élites de la aristocracia, se encontraba gravemente afectada por los deseos y reclamos de la mayoría. Si esto es cierto, si las élites fueron quienes recibieron mayor atención al momento de escribir, delinear y justificar esas instituciones, tendríamos una razón más para ser escépticos respecto a la aparente legitimidad democrática de esa primera voluntad. En virtud de todo ello, no queda sino preguntar: ¿qué sentido tiene apelar a la voluntad única e irreformable del pueblo —digna de un respeto casi sacramental— si ella es, en realidad, el producto histórico de una élite? Parece que ninguno. ¿Es razonable pensar que un nuevo consenso puede ser un reflejo más fiel y real de nuestros intereses actuales? ¿Sirven de algo todas las conquistas logradas hasta ahora para lograr una mayor e igual participación en las decisiones políticas? Responder negativamente es casi un absurdo. Así, quien afirma que la voluntad del poder constituyente originario puede vincularnos indefinidamente solamente porque ella nace para limitarnos, debe poder argumentar en qué se basa legitimidad de ese poder histórico. Creo que no hay manera de argumentar esto de un modo acorde con nuestros actuales estándares democráticos. La apelación a la legitimidad de un consenso popular es un misticismo. En el mismo sentido Nino opina que las nociones a las mayorías. Sin embargo, para Gargarella, fue Madison quien con mayor éxito y destreza argumentativa defendió la idea de que el gobierno debía evitar, a toda costa, la presencia del peor de los males: las facciones entendidas como las mayorías. (Ibidem, p. 47) En voz de Gargarella: “era opinión de todos los constituyentes, federalistas y antifederalistas, que las mayorías estaban incapacitadas para autogobernarse; y que todas sus deliberaciones, inevitablemente, tendían a la adopción de decisiones facciosas (apasionadas, irracionales)”. (Ibidem, p. 26). 92 que frecuentemente se alude para legitimar el aparente origen democrático de la Constitución —tales como el “pueblo” o la “nación”— no son sino una abstracción, cargada de emoción, que en ningún sentido es auténticamente representacional.185 Ya advertíamos que este autor cita los ejemplos de Argentina, su país natal, y de Estados Unidos. Pero creo que el caso de México no es una excepción. Fue hasta 1953 que las mujeres ejercieron por primera vez su derecho al voto en elecciones federales y habría mucho que cuestionar respecto a la efectiva representación de los sectores más vulnerables de la población a lo largo de nuestra historia política. Piénsese, por ejemplo, en la representación indígena, que sólo hasta el 2001 recibió protección constitucional seria.186 Además, es curioso notar que desde que México adquiere el estatus formal de una Nación independiente, fue necesario acudir a conceptos que, como señalábamos, podrían calificarse de ficticios, tales como “nación” y “soberanía popular”. Todo esto, para legitimar el nuevo orden político que se instauraba. Esta es la opinión de François-Xavier Guerra y, aunque su descripción corresponde a un momento histórico distinto al de la promulgación de la Constitución que hoy nos rige, no es exagerado afirmar que ella retrata cada episodio de nuestra vida nacional. Sus palabras son tan adecuadas al tema general de esta crítica, que sería un error no citarlas: Lo que existía era una sociedad del Antiguo Régimen con enclaves señoriales, comunidades campesinas con sus autoridades tradicionales, una iglesia que era, a la vez, el primer 185 Cfr, Nino, Carlos Santiago, op. cit, Fundamentos de derecho constitucional, p. 684 Hasta antes de la reforma de 2001, lo único que la Constitución establecía con referencia a los derechos de los pueblos indígenas estaba recogido en el artículo 4, que disponía: Artículo 4o.- La Nación mexicana tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas. La Ley protegerá y promoverá el desarrollo de sus lenguas, culturas, usos, costumbres, recursos y formas específicas de organización social, y garantizará a sus integrantes el efectivo acceso a la jurisdicción del Estado. En los juicios y procedimientos agrarios en que aquellos sean parte, se tomarán en cuenta sus prácticas y costumbres jurídicas en los términos que establezca la ley. 186 93 cuerpo de una sociedad estamental y un instrumento de poder real. ¿Quién era el “pueblo”? Se compone de aquellos que han adquirido un baño de cultura moderna, los electos, las élites ilustradas, las que “piensan” y se piensan como “voz de la nación” […]; lo componen también los jefes insurrectos, los que han demostrado con la acción armada que ellos son el pueblo que actúa. Ambos son los actores reales del poder político moderno, el “pueblo” real, aquel por quien y para quien se hacen las constituciones. 187 Ahora, evidentemente no es el lugar para evaluar los orígenes democráticos de la Constitución de 1917, ni de las que le precedieron. Ni podríamos simplemente afirmar que nuestra Constitución es ilegítima en términos democráticos. Eso implicaría desconocer la influencia e importancia del ideario social con el que se comprometieron algunos miembros del Congreso Constituyente de 1917 —ideario que, desde determinado punto de vista, pretendía el reacomodo de las elites—. 188 El punto que aquí me interesa destacar es más simple: progresivamente, se han abierto puertas que facilitan la participación política de grupos históricamente desventajados y, por tanto, no es insensato pensar que hoy la democracia en México es un tanto más madura, o más incluyente, al menos en ese sentido. Con esta razón basta para sostener que el contenido de nuestra tan aclamada “voluntad constituyente” admite ser cuestionada. 187 Cfr. Guerra, François Xavier, México: del antiguo régimen a la Revolución, trad. Sergio Bravo, 2ª reimpresión, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 195 188 Para un análisis detallado acerca del entendimiento de la Constitución para el Constituyente de 1916-1917, véase el segundo capítulo de la obra “Cambio Social y Cambio Jurídico”, antes citada, de José Ramón Cossío Díaz. 94 B. ¿Queremos Constitución? adoptar una concepción material de la Es momento de explorar las críticas que pueden formularse contra el argumento de que la enmienda constitucional encuentra límites lógicos derivados de los propios fundamentos del constitucionalismo. Es cierto, sin duda, que resultaría infértil intentar entender el constitucionalismo sin dar cuenta de la base axiológica sobre la que éste se edifica. Es incontestable que ciertos valores configuran el rostro de la democracia constitucional —modelo paradigmático de gobierno en las sociedades actuales— y que esto tiene un peso enorme que no admite ser soslayado a la hora de delinear nuestra idea de Constitución. No obstante, de esta obviedad no se sigue lógicamente que si hoy optáramos por variar nuestra concepción sobre tales valores o sobre la forma en que entendemos las relaciones entre los poderes, la noción jurídica de Constitución quedaría vaciada. Por tanto, dimensionar el justo peso que corresponde a este conjunto de valores no nos lleva (al menos no en automático) a aceptar que su falta de protección jurídica es demostrativa de la ausencia de una Constitución. Parece necesario plantear cuál es el estatus de esos valores: ¿está tácitamente prohibida (en sentido deóntico jurídico) su derogación, o sólo pertenecen al campo de la moral y/o de la política189? ¿Es adecuado suponer que, siempre que este paradigma sea adoptado, del mismo se desprende una prescripción jurídica universal acerca de lo que una Constitución debe contener? Únicamente aceptando que tal prescripción existe, podríamos decir que no toda reforma operada desde el mecanismo autorizado por la propia Constitución es digna de ser calificada como constitucional. 189 En este sentido, Ulises Schmill menciona que el poder de reforma encuentra muchos límites de carácter político y moral pero ninguno jurídico. Consultar “Una función del orden constitucional: el poder y el órgano reformador de la Constitución” op, cit. p. 115. 95 La tesis que pongo bajo la lupa permite hacer esto, es decir, permite condicionar el uso del adjetivo “constitucional” según estemos (o no) frente a una norma cuyo contenido se ajusta a lo que determinados principios prescriben. En otras palabras, no todas las normas emitidas de conformidad con el mecanismo de reforma constitucional, previsto en el artículo 135, ameritarían recibir (por ese sólo hecho) el calificativo de “constitucionales”. Ahora bien, una consideración así puede sustentarse en dos premisas que deben abordarse de modo diferenciado. Éstas dirían que: (i) una norma sólo puede calificarse de constitucional si se ajusta con el paradigma político o moral que nos informa acerca de lo que la Constitución es; o (ii) la misma Constitución (en su aspecto no escrito) nos dice que hay límites protegidos del poder de revisión, los cuales pueden deducirse remitiendo a la identidad axiológica del paradigma de Constitución. La diferencia entre estas dos tesis radica en que la primera estaría dispuesta a condicionar la identificación del derecho (específicamente, de las normas creadas por el ORC) a su correspondencia material con determinados juicios morales (extrajurídicos) o con el contenido del derecho natural. La segunda tesis, en cambio, afirma que el mismo derecho positivo implícitamente prescribe que la lógica general del sistema constitucional no puede ser rebasada. De acuerdo con esta última posición, los principios que integran esa lógica, al no ser derogables, gozan de superioridad frente al resto de las cláusulas constitucionales, pues la idea es que sean aptos para fundamentar la invalidación de normas que no se ajusten con sus contenidos. Dado que esa superioridad no deviene de un criterio formal, ello sólo podría identificarse con base en los criterios sustantivos que caracterizan al sistema.190 190 La diferencia es sutil pero en la doctrina es posible distinguir estas dos líneas argumentativas. Walter Murphy se inscribe en la primera línea al apelar a principios de justicia natural, vid. op. cit, p. 177-187. Por su parte, Pedro de Vega, sostiene que los principios inderogables deben hallarse en el exclusivo ámbito del derecho positivo. El problema de este autor es que termina siendo ambiguo al respecto. Específicamente, la oscuridad se denota cuando expresamente renuncia a incursionar en el debate que le 96 La primera tesis no requiere de mayor aclaración y tampoco de mucha refutación. Para rechazarla sólo tendríamos que ocuparnos de regresar a los fundamentos más básicos del positivismo jurídico que aún tienen vigencia y peso. Específicamente, habría que regresar a los fundamentos de la tesis de las fuentes sociales del derecho, según la cual, los sistemas jurídicos constituyen “no realidades inmutables, sino históricas, cuyo contenido es establecido y modificado por actos humanos”.191 Pero, como dicen Atienza y Ruiz Manero, esta no es una tesis discutida seriamente por nadie.192 Es por esto que, para estos autores, ella resulta un tanto irrelevante.193 Y es cierto, si nos tomamos en serio (como ya parece difícil dejar de hacerlo) que el derecho es obra humana y que no estamos condicionados por una voluntad o fuerza ajena a nuestra propia voluntad, no parecerá un reto refutar la primera versión del argumento sobre los límites lógicos. Ya no es un desafío serio refutar a quien afirma que una norma no puede ser calificada como constitucional si no se ajusta con lo que se entiende como intrínsecamente justo o bueno, pues sólo la voluntad humana determina el significado que ha de adscribirse a esos calificativos y, por tanto, siempre hablamos de consensos o convenciones sociales. Esto deja ver que, en realidad, lo complejo no radica en argumentar que los límites lógicos son inadmisibles cuando se les entiende como límites derivados de un dogma acerca de la verdad ayudaría a llevar su argumento a un puerto más seguro: omite explorar si los principios y valores que entiende como legitimadores del ordenamiento constitucional, tienen una dimensión exclusivamente política o también normativa. Literalmente dice: “no merece la pena discutir si los principios y valores legitimadores del ordenamiento constitucional forman parte de la realidad jurídica y tienen una evidente dimensión valorativa, o, por el contrario, operan simplemente como elementos metajurídicos en el orden político e ideológico”. (op. cit, p. 285). Para dar congruencia a su teoría acerca del sinsentido jurídico que resultaría de entender al ORC como un órgano ilimitado, considero que estaría a obligado a decir que sí estamos frente a elementos jurídico-normativos. 191 Atienza, Manuel y Ruiz Manero, Juan. Dejemos atrás el positivismo jurídico. Isonomía: Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 27 (octubre 2007), México: Instituto Tecnológico Autónomo de México, p. 14 192 Idem. 193 Idem. 97 moral natural o evidente para la razón. Si así se les entendiera, sería bastante simple explicar por qué no debemos aceptarlos. Sin embargo, el argumento de los límites lógicos puede ir en una línea mucho más sofisticada. Esta versión más robusta partiría, como ya identificábamos en la tesis (ii), de que en el mismo derecho positivo se encuentran límites axiológicos al poder de reforma constitucional. Considero que el problema que subyace a esta segunda versión ha recibido un tratamiento un tanto oscuro por parte de la doctrina que se decanta por la tesis de los límites lógicos. Es decir, esta corriente no se las ha ingeniado para resolver, de modo contundente y satisfactorio, por qué desde el derecho positivo (como quería Pedro de Vega) sería posible determinar jerarquías entre normas constitucionales, esto, necesariamente con base en criterios no formales, como lo es el peso moral de la norma cuya superioridad se propugna. La tesis abre preguntas bastante complejas tales como: ¿cuál es el criterio de identificación del derecho que debe aceptarse para admitir una teoría como esa? ¿Cuál es la relación entre los criterios últimos de identificación del derecho y la moral? ¿Cómo se determinan las jerarquías normativas en un sistema jurídico? ¿Es posible detectar la supremacía de una norma con base en un criterio ajeno a su procedimiento de creación? El hecho de que la teoría de los límites lógicos no dé cuenta de estos problemas constituye una de sus debilidades, pues a sus lectores les toca reconstruir y hacer hipótesis sobre la postura que sus defensores tendrían respecto a cada de una de esas preguntas. Y la respuesta es obligada porque no es extraño que, en la praxis, las jerarquías normativas tiendan a ser identificadas únicamente con base en un criterio formal; esto es, con base en el rango de las normas con las que se trabaja. Por eso, parecería que los defensores de la tesis de los límites lógicos tendrían la carga de demostrar que es posible superar esta usual comprensión y manejo de las relaciones de supra y subordinación entre las normas del sistema. A continuación esbozaré una posible ruta argumentativa con el único afán de clarificar si la tesis puesta a consideración tiene sentido a la luz de las herramientas analíticas aportadas por la teoría del derecho. Vayamos por pasos. 98 a. Problemas sobre los criterios de identificación y jerarquización del derecho. Analizar cómo se determinan las jerarquías normativas requiere entender de qué depende la pertenencia de una norma al sistema y, por ende, cuál es el fundamento de su validez. Como es ampliamente conocido, para Hans Kelsen, una norma es superior a otra cuando fundamenta su validez.194 Y fundamenta su validez cuando la norma superior establece los procedimientos de creación de la norma inferior. Para la teoría pura, la relación entre normas jurídicas superiores e inferiores es dinámica (no estática, como sería típico en los sistemas morales). ¿Qué quiere decir esto? Para Moreso y Vilajosana, un sistema normativo es dinámico si, y sólo si, está estructurado por “relaciones genéticas”, de acuerdo con el criterio de legalidad. En sus palabras, éste “establece la siguiente relación entre dos normas N1 y N2, que llamaremos RL: N2 tiene la relación RL con N1 si y sólo si N1 ha autorizado a un órgano O la creación de N2 y O ha creado N2”.195 Por su parte, el sistema normativo estático estructura las relaciones jerárquicas entre sus normas con base en un criterio de deducibilidad. De nuevo, en voz de estos autores: “el criterio de deducibilidad establece la siguiente relación entre dos normas N1 y N2, que llamaremos RD: N2 tiene la relación RD con N1 si y sólo si N2 es una consecuencia lógica de N1”.196 De acuerdo con Kelsen, los sistemas jurídicos se distinguen de los morales en que las relaciones de jerarquía de los primeros se 194 Ruiz Miguel, Alfonso. “El principio de jerarquía normativa”, en Revista Española de Derecho Constitucional, Año 8. Núm. 24. Septiembre-Diciembre 1988 http://www.cepc.es/rap/Publicaciones/Revistas/6/REDC_024_135.pdf, última consulta: 20 de abril 2010. 195 Moreso, J.J, Vilajosana, J.M, Introducción a la teoría del derecho, Marcial Pons, Colección Filosofía y Derecho, Madrid, 2004, p. 97 196 Idem. 99 determinan con base en el criterio de legalidad.197 En cambio, en los sistemas morales, a partir de normas consideradas autoevidentes, es posible inferir otras normas que son sus consecuencias lógicas.198 Los sistemas dinámicos —nos recuerdan dichos autores— se caracterizan porque sus primeras normas únicamente establecen los hechos productores de normas, únicamente confieren autorización para dictar normas.199 Retomando: en la teoría kelseniana, el criterio que determina la validez de las normas es meramente formal. Una norma es válida si es creada mediante los procedimientos previstos para su creación por la norma superior. Por esto se ha afirmado que, para Kelsen, el problema de correspondencia material entre dos normas de distinta jerarquía también puede entenderse como un problema de forma, pues si el procedimiento de creación de la norma inferior está previsto por la norma superior, ello implica aceptar que los contenidos de esta última no pueden ser reformados mediante el procedimiento que ella misma prevé para la creación de una norma inferior. Ahora, si compartiéramos la explicación kelseniana, en su forma más simple,200 tendríamos que concluir que la teoría sujeta a examen (la de los límites lógicos a la reforma) yerra: la norma que emite el ORC sería válida con tan sólo haber sido creada de acuerdo con los procedimientos que para ello establece la Constitución. Esto, porque (bajo esta lógica) el único referente objetivo para fundamentar la validez de una norma es, como se ha insistido, el ajuste con las normas sobre su producción jurídica. Aceptar las relaciones dinámicas, no estáticas, entre las normas nos colocarían inexorablemente en esta posición. 197 Debe notarse que, de acuerdo con los autores a los que hemos referido, Kelsen no niega la posibilidad de que ambos criterios (el de legalidad y el de deducibilidad) puedan ser combinados en un mismo sistema normativo. 198 Cfr, Moreso, J.J et. al, op. cit, p. 97. 199 Cfr, Idem. 200 Esto es, sin controvertir la lectura que por lo menos Moreso y Vilajosana hacen. 100 Para Kelsen, no tendría sentido el que los jueces dijeran que existen jerarquías entre normas del mismo rango formal201, pues no habría ningún criterio (distinto a la moral) para identificar esas normas aparentemente superiores. Con ello, se perdería el fundamento objetivo de la validez de las normas y se regresaría a la concepción estática del derecho en la que éste es incapaz de regular su propia creación y en el que sus contenidos se tendrían por válidos en virtud de su ajuste con principios morales. No podríamos distinguir el derecho que es del que debe ser; pues el derecho que es vendría determinado por juicios subjetivos de moralidad ―cosa a la cual, Kelsen claramente renuncia―. Pero cabe preguntar si el criterio que Kelsen suministra para la identificación de las jerarquías normativas es del todo convincente. Sabemos que éste ha sido ampliamente criticado y, por tanto, no podríamos confiar en que el problema ha sido resuelto tan pacíficamente a favor de la inadmisibilidad de la tesis de los límites lógicos. Alfonso Ruiz Miguel, al tratar el específico problema del principio de la jerarquía normativa, ha analizado los puntos débiles de Kelsen en ese sentido. En primer lugar, nos dice, el criterio de la fundamentación de la validez es insatisfactorio como concepto explicativo o justificatorio de la jerarquía normativa. Esto se debe a que, literalmente tomado, el criterio diría que una norma fundamenta su validez en la norma que se refiere a su creación, tengan ambas el rango formal que tengan.202 De tal suerte que el criterio no permite admitir la posibilidad ni la necesidad de regular los casos de conflicto entre una norma formalmente superior que recibe su fundamento de validez de una norma formalmente inferior.203 Un fenómeno así se contradice con los niveles jerárquicos de los sistemas jurídicos existentes.204 Por tanto, concluye Ruiz Miguel, ese sólo criterio sería 201 A menos, claro está, que el mismo ordenamiento, desde una norma superior, hiciera tal distinción. 202 Cfr, Ruiz Miguel, Alfonso, op. cit, p. 144 203 Ibidem, p. 148. 204 Cfr, ibidem, p. 145 101 inadecuado para explicar las relaciones de jerarquía entre las normas e incluso para explicar la pirámide normativa de Kelsen. Es por esto que el jurista austríaco también recurre —aunque de modo un poco ambiguo, según Ruiz Miguel— al criterio del rango formal, de acuerdo con el cual “la norma superior es el fundamento de validez de la inferior no sólo por regular su modo de creación […] sino también, y sobre todo, porque tiene capacidad o fuerza para regularlo […] es decir, por su rango formal superior”.205 Este criterio implica que “la norma X, que otorga competencia a un órgano para dictar una norma Z, ha de tener previamente la capacidad de conferir aquella competencia”.206 Pero el problema de este otro criterio, puntualiza Ruiz Miguel, es que no explica la autentica razón de la jerarquía de una norma con respecto a otra. En sus palabras: “es el rango jerárquico superior de una norma lo que permite fundamentar formalmente la validez de otras normas y no el fundamento formal lo que permite explicar o justificar la jerarquía normativa”.207 Esto nos deja tan mal parados como al principio, pues el problema que queríamos resolver era, precisamente, el relativo a la explicación de por qué una norma puede ser superior, igual o inferior a otra, más no cómo se manifiesta ese rango.208 En otras palabras, a Kelsen le haría falta contestar por qué una norma X puede establecer los procedimientos de creación de la norma inferior Y; o por qué una norma X puede otorgar competencia a un órgano Z para dictar Y. Para salvar el problema, habría que recurrir a un significado mínimo y tautológico del principio de jerarquía normativa, mismo que rezaría: “un determinado tipo de norma es superior, igual o inferior a otro cuando es considerado en el sistema jurídico en cuestión, explícita o implícitamente, como formalmente superior, igual o inferior”.209 Entonces, apunta Ruiz Miguel, “el principio de jerarquía 205 Ibidem, p. 146 Ibidem p. 147 207 Ibidem p. 148 208 Cfr, idem. 209 Idem. 206 102 normativa recibe su razón de ser jurídica de su prescripción, explícita o implícita, por determinadas normas jurídicas”.210 Pero esta conclusión abre nuevas interrogantes: si la jerarquía de una norma se explica porque así lo prescribe otra norma, falta saber cómo se fundamenta la capacidad de esta última para conferir el estatus jerárquico. Sabemos que la cadena de validez kelseniana (determinada a la manera de una pirámide que ha de leerse ascendentemente) encuentra un tope. Éste es el de la norma fundante básica —norma última y suprema a la vez— que no se pone sino se presupone. El criterio de superioridad jerárquica estaría previsto en ella. Pero también sabemos que aquí es donde Kelsen se enfrenta con sus más duros críticos. En este punto se perfila la teoría Hart que nos dice que los criterios últimos de la jerarquía normativa, al igual que los relativos a la pertenencia de las normas del sistema, son, en último término, consuetudinarios.211 Ruiz Miguel pone el problema así: “el hecho de que una Constitución diga que ella misma es la norma suprema no puede ser la razón de tal rango jerárquico, a no ser que asuma la validez y la superioridad de la propia Constitución”.212 Así, como también nos recuerda Josep Aguiló, Hart se encargó de mostrar que, para considerar que la Constitución es efectivamente existente, basta con ver que los tribunales y funcionarios del sistema identifican el derecho con arreglo a los criterios que ella suministra.213 Este es el terreno de la “regla de reconocimiento”, la cual en su teoría es la regla secundaria que nos dice qué es derecho en un determinado sistema y cuáles son los criterios que determinan su estructuración. Así mismo, sirve para reconocer o identificar las reglas primarias de 210 Ibidem, p. 149 Cfr, ibidem, p. 150 212 Idem. 213 El mismo Aguiló apunta que para Kelsen el tema de la existencia del Estado estaba vinculado con la efectividad y la capacidad de imposición política. A diferencia de Hart, Kelsen consideraba que el derecho podía tener cualquier contenido porque cualquier contenido era susceptible de ser impuesto. Cfr, Aguiló Regla, Josep, La Constitución del estado constitucional, Palestra editores, Editorial Temis, Lima, Bogotá, 2004. p. 31. 211 103 obligación.214 Pero ella no contiene un criterio supremo, sino uno último. Esto es, ella proporciona criterios para la determinación de validez de otras reglas, pero no está subordinada a criterios de validez jurídica propios.215 Esta regla secundaria no es válida o inválida, sino que es usada o no.216 Con esto, Hart independiza el criterio que determina cuál es la norma suprema del ordenamiento, del criterio que identifica qué es derecho (como Kelsen no lo hizo). Y con esto permite demostrar que el último criterio de reconocimiento —constituido por un hecho social o por una costumbre— explica, en cada sistema, cuál es la regla suprema. En efecto, Hart es enfático en señalar que la regla de reconocimiento suministra los criterios de validez de las normas pero ella no es, en sí misma, una norma superior, pues refiere a otro criterio de validez superior como lo es la Constitución o la ley.217 En palabras del jurista inglés, estamos frente a un criterio supremo cuando las reglas identificadas por referencia a él son reconocidas como reglas del sistema incluso cuando contradigan reglas identificadas por referencia a otros criterios. Mientras que estamos frente a un criterio último cuando, con base en él, una norma no se reconoce si contradice las reglas identificadas por referencia al criterio supremo.218 Apelar a la “regla de reconocimiento” permite a Ruiz Miguel concluir que los criterios últimos del sistema no proceden de las normas en sí, sino de su aceptación práctica.219 Además, el criterio que determina la jerarquización normativa de un sistema se identifica porque es el criterio efectivamente usado. Es por eso que Ruiz Miguel finaliza su trabajo diciendo: 214 Hart, H. L.A, El Concepto de derecho, trad. Génaro Carrió, 2ª edición, Abeledo Perrot, Buenos Aires, p. 125 215 Cfr, ibidem, p. 133. 216 Cfr, ibidem, p 135 217 Ruiz Miguel, Alfonso, op. cit, p. 152 218 Cfr, Hart, H.L.A, op. cit, p. 132 219 Cfr, Ruiz Miguel, Alfonso, op. cit, p. 151 104 …tras haber intentado mostrar que determinados criterios son sólo manifestaciones y no razones del principio de jerarquía normativa, siendo la única razón aceptable, en último término, la aceptación de la práctica del sistema del criterio de que un tipo de norma es superior, inferior o igual, podría ocurrir que tal práctica manejara precisamente tales manifestaciones como razones o criterios últimos.220 Como se aprecia, este autor nos lleva, por fin, a una conclusión crucial: si la regla de reconocimiento sólo se basa en una costumbre o en un hecho social, entonces ella puede decir que la jerarquización normativa del derecho puede depender de X, es decir, puede remitir a cualquier principio de jerarquía normativa. Así, prácticamente podría llevarnos a reconocer tanto un criterio kelseniano como uno —valga la expresión— anti-kelseniano. Para efectos de la pregunta que aquí interesa responder, lo que hasta ahora podemos concluir es que esta misma paradoja podría conducir a aceptar la existencia de una regla de reconocimiento que dijera: “derecho es lo que la moral diga que es”; o bien “derecho es lo que los principios sobre los que descansa el constitucionalismo digan que es”. Una regla de reconocimiento con este contenido permitiría identificar jerarquías al interior de una norma del mismo rango formal, incluida la Constitución. Ella no haría depender la validez de las normas del solo hecho de que fueran creadas a partir de las reglas que establecen sus formas de producción. Esta regla de reconocimiento — que tendría su origen en una convención o práctica social vigente— estaría remitiendo, como criterio de identificación del derecho, al contenido de una voluntad anónima o difusa, generada por la dialéctica de la historia. En resumen: al regresar a las nociones básicas de la teoría de Hart, se ve que no hay ningún impedimento que llevara a negar la posibilidad de identificar jerarquías —con base en criterios morales o valorativos— entre normas del mismo rango formal. De hecho, como se sabe, su teoría abre espacios significativos a un positivismo más 220 Ibidem, p.153 105 suave o incluyente. Esta clase de positivismo,221 nos dicen Moreso y Vilajosana, supone que la determinación de aquello que es derecho no necesita depender de su adecuación moral y, sin embargo, sí puede depender de ella de un modo contingente.222 Un fenómeno así puede deberse ―aseguran― a la presencia de preceptos jurídicos que incorporan conceptos morales o que requieren de la argumentación moral para ser aplicados.223 En conclusión, ciertos presupuestos básicos de la teoría del derecho no refutan de modo contundente (al menos no aún) que la regla de reconocimiento es apta para remitir a la moral como criterio de identificación del derecho. Conforme se desdibuja la línea divisoria entre el derecho y la moral que con tanta claridad pretendía trazar Kelsen, también van perdiendo peso las razones que nos llevarían a afirmar, sin más, que es inadecuado hablar de jerarquías basadas en razones materiales. Ahora bien, con base en lo anterior ¿podríamos concluir que la tesis de los límites lógicos a la enmienda constitucional es adecuada? No. Hasta aquí sólo he concluido que afirmar su existencia no es un sinsentido jurídico, siempre que la regla de reconocimiento del sistema de que se trata los reconozca. Concretamente, llego a esta conclusión al notar que no hay nada en el concepto “regla de reconocimiento” que impida hacer del conjunto de fundamentos morales y políticos de la Constitución, la norma suprema del sistema. Ello, a pesar de que tales fundamentos no tengan origen en un proceso jurídico de creación normativa capaz de ser activado por una expresión unitaria de la voluntad. El lector podrá preguntar a qué se debe el desarrollo de un argumento que intenta dar cauce a lo que la presente investigación 221 Como es de esperarse, al interior de estas teorías existen particularidades y disidencias. Por ahora, sólo remitimos a una nota mínima que parece no estar controvertida. Para un debate sobre el tema, véase Bautista Etcheverry Juan, El debate sobre el positivismo jurídico incluyente. Un estado de la cuestión, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2006. 222 Cfr, Moreso, J.J. op. cit, p. 199 223 Cfr, idem. 106 sujeta a crítica. Bueno, ello obedece a que es necesario denunciar que las razones para rechazar la identificación de jerarquías normativas a partir de criterios morales, no son tan obvias como muchas veces se piensa. Es decir, la controversia no se resuelve de un modo tan pacífico como muchos teóricos asumen. En este sentido, Kemal Gözler se muestra satisfecho con la conclusión del rechazo tras sólo advertir lo siguiente: The theory of the existence of the hierarchy between constitutional norms is baseless. This theory […] is deprived of positive legal value. As a result, this theory is […] untenable without accepting the existence of natural law. […] The fact that a constituent power did not preclude some constitutional provisions from being amended means that it empowered the amending power to modify all provisions of the constitution. Similarly, the fact that a constituent power prohibited the amendment of only some constitutional provisions means that it allowed the amending power to modify all provisions of the constitution, except the amendment of those which are prohibited. 224 Del mismo modo, Ulises Schmill parece suponer que es una obviedad entender que la reforma constitucional tiene límites de todo tipo (políticos, sociológicos e incluso éticos) pero nunca jurídicos.225 Sin embargo, esto sólo es una obviedad cuando se parte de una teoría como la de Kelsen. Mientras que, partiendo de una teoría como la Hart y, aún más desde los postulados del positivismo incluyente o de teorías que admiten movilidad entre principios, las cosas se ven menos difíciles. No pretendo demostrar que la tesis de que existen límites lógicos es correcta al superar los filtros conceptuales que impone la teoría del derecho. Más bien, mi intención solamente es señalar que el camino no es tan llano como pareciera y que tampoco es tan obvio que la tesis de los límites pugna con ciertas categorías irrenunciables. La 224 225 Gözler, Kemal, op. cit, p. 76 Cfr, op. cit, p. 115 107 duda que quisiera resolver no es si la tesis de los límites lógicos es plausible. Me parece que, prima facie, lo es. La pregunta interesante es, más bien, si la práctica mexicana cuenta con una regla de reconocimiento que diga “derecho es lo que los principios legitimadores del constitucionalismo dicen que es”. La respuesta a esta pregunta sólo podría contestarse mediante la observación de la práctica; esto es, constatando si los tribunales y demás operadores jurídicos de facto reconocen semejante contenido en la regla de reconocimiento. Dado que no contamos con un solo fallo por parte de nuestro tribunal límite (la Suprema Corte) que invalide una disposición de rango constitucional, por considerar que contraviene los principios del constitucionalismo, parecería acertado suponer que nuestra regla de reconocimiento no dice algo así. Sin embargo, existe otra forma de entender el contenido de la regla de reconocimiento que también sirve para fundamentar la tesis de los límites lógicos y que es sensible al hecho de que la pregunta requiere ser contestada con algo que trascienda a la mera verificación de lo que ocurre en la práctica.226 Veamos: si el contenido de la regla de reconocimiento se identifica, de modo preponderante, por el uso que de ella hacen los tribunales, no parecería exagerado o desacertado afirmar que los tribunales mexicanos consideran que el contenido de nuestra regla es: “derecho es lo que la Constitución dice que es”. Pero, como el mismo Hart acepta, la regla de reconocimiento puede padecer de una periferia abierta por vicios del lenguaje —del mismo modo en que lo hacen el resto de las normas en su teoría—. Siendo esto así, ¿hay indicios de que nuestra propia regla de reconocimiento sea susceptible de padecer ese problema? Pienso que sí. El problema residiría en el hecho de que existen diversos conceptos del término “Constitución”. Guastini nos informa al respecto. De acuerdo con este autor, el término “Constitución” puede ser usado en el lenguaje jurídico y 226 Ningún tribunal en el mundo se ha sentido satisfecho con atender este problema a partir de un ejercicio de constatación empírica que analice lo que, de hecho, ocurre en la práctica, lo cual parece razonable porque ellos mismos son los actores principales que determinan su contenido. 108 político con una multiplicidad de significados. Él identifica al menos 4 acepciones. En sus palabras, éstas son: (i) el término “Constitución” denota todo ordenamiento político de tipo liberal; (ii) el término “Constitución” denota un cierto conjunto de normas jurídicas, grosso modo, el conjunto de normas —en algún sentido fundamentales— que caracterizan e identifican a todo ordenamiento; (iii) “Constitución” denota un documento normativo que tiene ese nombre, es decir, es un código más que se especializa en determinadas materias; (iv) “Constitución” como fuente diferenciada por sus características formales.227 Cada una de estas concepciones merece su explicación aparte. Aquí sólo interesa notar la contradicción que existe entre la primera y la segunda. La primera predica que la “Constitución” es un ordenamiento en el que la libertad de los ciudadanos, en sus relaciones con el Estado, está protegida mediante técnicas de división de poderes.228 Evidentemente, este concepto no es política ni moralmente neutro.229 Por otro lado, entender a la Constitución sólo como un conjunto de normas fundamentales es algo propio, nos dice Guastini, de la teoría general del derecho. Desde este punto de vista, “una Constitución es tal, con independencia de su contenido político (liberal, iliberal, democrático, autocrático, etcétera.)”230 La ambigüedad con la que Guastini demuestra que puede usarse la expresión “Constitución”, definitivamente permite pensar que la regla de reconocimiento de nuestro sistema jurídico —como la de cualquier otro— es propensa a tener una zona de penumbra o, si se quiere, un núcleo de significado realmente controvertido. Si entendemos a la Constitución en un sentido sustancialista, una reforma que viole su sustancia, no será considerada una reforma perteneciente al sistema. Mientras que si entendemos a la Constitución como un concepto que se define extensionalmente, es decir, por el conjunto de normas que la integran y no por la calidad de sus contenidos, 227 Cfr, Guastini, Riccardo, op. cit, p. 23-24. Cfr, idem 229 Cfr, ibidem, p. 27 230 Idem. 228 109 entonces, toda reforma creada de conformidad con las normas sobre su producción jurídica sería válida. Ambas concepciones pueden generar sistemas capaces de mantener una lógica interna coherente. En esa medida, la pregunta de nuevo es ¿por cuál debemos optar? Ello dependerá, me parece, de la respuesta que reciba una nueva interrogante: ¿Qué órgano puede definir los contornos de esa textura abierta de la regla de reconocimiento? Es decir, ¿quién puede identificar cuál es la acepción del concepto “Constitución” que, de hecho, se usa o que debe usarse? Hart nos guía un poco en esto. A su entender, la existencia de la regla de reconocimiento se muestra en que las reglas particulares son identificadas, ya por los tribunales u otros funcionarios, ya por los súbditos o sus consejeros. Pero, agrega, cuando lo hacen los tribunales, ello tiene un especial estatus revestido de autoridad en mérito de lo establecido en otras normas.231 ¿Quiere decir esto que los tribunales son quienes prácticamente dan contenido a la regla última de identificación del derecho? De acuerdo con Atienza y Ruiz Manero, esto no sería así. Ellos explican que el especial énfasis que Hart pone en los tribunales para resolver los problemas de textura abierta (incluidos los de la regla de reconocimiento) no implica que ellos actúen como una autoridad edictora. Sin embargo, sí significa que la aceptación que hacen de la regla implica que ellos mismos reconocen que tienen el deber de aplicarla.232 De este modo, el uso que los tribunales hacen de ella sería una especie de síntoma indicativo de que ése es el criterio de identificación del derecho y de jerarquización normativa —síntoma cuya autoridad supera a cualquier otro—. Pues bien, esto no resuelve mucho, pues dentro del mismo tribunal supremo pueden haber legítimas dudas acerca de cuál es la acepción de “Constitución” que nuestra práctica utiliza. Por tanto ¿qué debe ocurrir cuando se presenta una controversia judicial real que los 231 Cfr, Hart, H.L.A, op. cit, 126-127. Cfr, Atienza, Manuel y Ruiz Manero, Juan, Las piezas del derecho, Teoría de los enunciados jurídicos, 2ª edición actualizada, Ariel Derecho, España, 2004, p. 174 y 175 232 110 tribunales sólo pueden zanjar definiendo los contornos de esa textura abierta? Ésta es la pregunta que se presenta cuando un tribunal debe decir si la norma suprema de su sistema es la Constitución entendida en su acepción sustancialista o en su acepción formal. Y es la misma pregunta que debe atenderse cuando se reclama la inconstitucionalidad de una reforma constitucional. Para esa interrogante, de nuevo, no hay una respuesta contundente. Sin embargo, Hart sí llega a afirmar que hay ciertos casos en los que la incertidumbre en lo que la regla de reconocimiento prescribe, puede ser resuelta por los tribunales.233 Literalmente, llega a afirmar que cuando no están en juego cuestiones sociales tan vitales, “es posible que se acepte sin protestas una pieza muy sorprendente de creación judicial de derecho relativa a las propias fuentes de éste”.234 Bajo esta lógica podría afirmarse que los tribunales sí pueden decir que la regla de reconocimiento de nuestro sistema realmente debe expresarse así: “derecho es lo que la Constitución dice que es, donde “Constitución” es un conjunto normativo cuya identidad axiológica es inviolable”. ¿Es ésta una buena idea? El dilema es el siguiente: o dejamos que las reglas sobre producción normativa fijen qué debe entenderse por “Constitución” u optamos por un significado que, aunque determinado convencionalmente, es producto de una voluntad anónima y difusa incapaz de expresarse unitariamente. Es cierto que el uso convencional del término “Constitución” es capaz remitir a lo que una comunidad concibe como su esencia —en este caso, según se alega, a los fundamentos legitimadores—. Pero la definición de esa esencia no estaría sujeta a la potestad de la convención misma, es decir, ésta no la crearía volitivamente, tan sólo sería aquiescente respecto a sus contenidos, mismos que —se entiende— aceptaría como vinculantes para sí. Ahora, lo que para once ministros —en el caso de la Suprema Corte mexicana— pudiera resultar verdadero en el presente, pudiera 233 234 Cfr, Hart, H.L.A, op. cit, p. 184 Ibidem, p. 190 – 191. 111 no ser tan claro en el futuro. Así las cosas, ¿sería adecuado que los jueces pensaran que el mejor entendimiento del término “Constitución” es el sustantivista? O ¿sería mejor que los jueces optaran por remediar la textura abierta de la regla de reconocimiento en un sentido favorable a la posición kelseniana? En este supuesto, la regla de reconocimiento diría: “derecho es lo que la Constitución dice que es, dónde Constitución se define extensionalmente por el número de normas que se crean de conformidad con los procedimientos para ello establecidos”. La Constitución sería el criterio supremo, con referencia al cual el resto de las normas del sistema deberían predicar su validez. Aquí la validez de las normas inferiores no sólo dependería de que ellas fueran creadas de acuerdo con los procesos de producción que establecen las superiores, sino además estaría en función de su correspondencia material con la Constitución. Pues bien, creo que existen buenas razones para considerar que es más adecuado adoptar esta última acepción de la Constitución. De forma concreta, pienso que la gravedad de no hacerlo obedece a tres problemas entrelazados pero distinguibles; a saber: (i) que el método para identificar los contenidos constitucionales supremos carece de cualquier base textual; (ii) que existe un déficit en las credenciales democráticas del sujeto que los identifica, esto es, del juez constitucional; (iii) que los efectos de un fallo judicial invalidatorio de una reforma constitucional minan buen parte del espacio que debería pertenecer al terreno democrático, donde las decisiones del presente siempre pueden superarse en el futuro. Pero veamos estos problemas a detalle. C. ¿Aplica al control de la reforma constitucional la objeción contramayoritaria del judicial review? Como había anunciado al principio del apartado que nos ocupa —el de las objeciones al control judicial de los límites implícitos al objeto de reforma— esta parte final tiene el propósito de hallar aquel conjunto de razones que pudieran guiar, de una vez por todas, hacia ese escepticismo en el que, considero, debemos posicionarnos. Estas 112 razones serán divididas en dos sub-apartados: el primero, que versará sobre la objeción contramayoritaria al control judicial de las decisiones parlamentarias; y el segundo, que tendrá como fin explicar por qué el principio del autogobierno lleva a rechazar una determinación judicial que nos ata de manos hacia el futuro. Empecemos. a. La calidad democrática de las resoluciones judiciales De acuerdo con John Vile, los problemas que ha enfrentado la teoría del control constitucional de la ley para intentar dar contestación a la objeción contramayoritaria, aumentan exponencialmente cuando hablamos de la posibilidad de un control respecto a la reforma constitucional. Sus palabras literales son: “Whatever difficulties judges may now face invalidating laws in the absence of clear constitutional language would be geometrically compounded if courts sought to invalidate validly ratified parts of the Constitution itself”.235 Antes de saber si asiste razón a Vile en este punto, es necesario entender a profundidad en qué consiste el problema de la “objeción contramayoritaria al control de las decisiones parlamentarias”. Jeremy Waldron es un referente obligado. Como se sabe, Waldron es un tenaz crítico y opositor del control judicial de la ley. En su ensayo “The Core of the Case Against Judicial Review”, 236 busca —como el nombre de la obra lo dice— desafiar los argumentos sobre los que descansa la defensa institucional del judicial review. Su específico propósito consiste en dejar a un lado los argumentos que justifican o desacreditan la práctica con base en sus contingentes éxitos o fallas; desea enfocarse en los problemas que atañen a su diseño o estructura. Su argumento procede del siguiente modo: para empezar, nos invita a suponer que juzgamos la justificación del control judicial en 235 Vile, John, op. cit, The Case against Implicit Limits on the Constitutional Amending Process, p. 212 236 Waldron, Jeremy, “The Core case against judicial review”, 115 Yale L.J 1346, abril, 2006. 113 una sociedad en la cual, tanto el parlamento como los tribunales, funcionan o pueden funcionar del mejor modo posible. Se trata de contrastar ambas instituciones observándolas desde su mejor luz. En este ideal, cuando ellas resuelven desacuerdos sobre derechos, lo hacen tomándose su tarea en serio y argumentando responsablemente.237 En un escenario así, en el que ambas corporaciones se comprometen con atender adecuadamente a las confrontaciones ideológicas que se les presentan, uno debe preguntarse —invita Waldron—: ¿por qué podría considerarse que un juez es mejor que el Parlamento para solventar conflictos de tal naturaleza y tengan la última palabra al respecto? Para adoptar una respuesta, nos sugiere, primero tenemos que entender cómo se explican (o a qué se deben) los desacuerdos que se generan entre los participantes de una contienda. En su teoría, ellos no deben entenderse como el producto de una batalla entre sus detractores y sus defensores,238 sino como el resultado de una comprensible confrontación entre distintas visiones e ideologías lealmente sostenidas por quienes participan.239 No hablamos de desacuerdos maniqueos. Hablamos de las distintas formas en que un postulado moral puede ser entendido o apreciado. Al respecto opina: Generally speaking, the fact that people disagree about rights does not mean that there must be one party to the disagreement who does not take rights seriously. No doubt some positions are held and defended disingenuously or ignorantly by scoundrels (who care nothing for rights) or moral illiterates (who 237 La sociedad de la que Waldron quiere hablar presenta 4 características; a saber: (i) las instituciones democráticas funcionan de un modo razonablemente adecuado, incluyendo legislaturas representativas elegidas sobre la base de un voto adulto universal; (ii) las instituciones judiciales también funcionan de un modo razonablemente adecuado, sobre una base no representativa y con el objeto de resolver litigios o casos individuales, aplicando el estado de derecho; (iii) la mayoría de los miembros de la comunidad (y la mayoría de sus gobernantes) están comprometidos con los derechos individuales y de las minorías; y (iv) los desacuerdos sobre los derechos se generan de modo auténtico y de buena fe. (Cfr, ibidem, p. 8) 238 Cfr, Ibidem, p. 11 239 Ibidem, p. 12 114 misunderstood their force and importance). But I assume that in most cases disagreement is pursued reasonably and in good faith. Ahora, los resultados de esas confrontaciones —plasmados en las normas sobre cuyos alcances se desacuerda— necesariamente derivan de algún procedimiento. Por tanto, dice Waldron, resulta absolutamente merecido que nos preocupemos por explicar dónde reside la justificación de los procedimientos que se utilizan para zanjar tan razonables y profundas discordias. La gran pregunta que debe responderse es si el resultado del primer procedimiento (el debate parlamentario) puede o no ser cuestionado por considerar que un ulterior y definitivo procedimiento (la invalidación judicial de la ley) es mejor.240 Para elegir el mejor diseño institucional tenemos dos clases de razones; a saber: razones que tienen que ver con el resultado (“outcome-related reasons”) y razones que tienen que ver con el proceso (“process related reasons”). En el primer grupo de razones, el procedimiento tiene un fin instrumental. Se modela con miras a llegar hacia mejores resultados.241 En cambio, en el segundo grupo de razones buscamos el valor que, en sí mismo, ofrece un determinado procedimiento. El propósito de Waldron es mostrar que, por ambas clases de razones, el control judicial de la ley es un peor procedimiento que el parlamentario. Respecto a las razones vinculadas con el resultado, entiendo que Waldron sugiere lo siguiente: el control judicial de la ley enmascara los desacuerdos sustantivos sobre derechos con tecnicismos jurídicos que nos impiden resolver los desacuerdos a partir de una discusión moral libre, capaz de atender el más amplio y rico acervo de razones. 240 Juan Carlos Bayón lo pone de modo clarísimo: “para sostener que la última palabra sobre el contenido de los derechos no ha de corresponder al legislador no basta con alegar que las credenciales democráticas de los parlamentos son imperfectas y que las de los jueces constitucionales no son nulas: lo que habría que mostrar es que las de éstos son mejores o más fuertes que las de aquéllos, algo que difícilmente puede ser aceptado”. (Bayón, Juan Carlos, op. cit, p. 92) 241 Cfr, Waldron, Jeremy, op. cit, p. 16-27 115 Si el juez no puede separarse libremente de las normas (muchas veces formuladas en términos notablemente abstractos) y de los precedentes, es claro que a la hora de resolver tan profundos desacuerdos tendrá que actuar de acuerdo con esos frenos institucionales que, por buenas razones, rigen su actuar. Waldron lo pone así: “judicial review […] does not […] provide a way for a society to focus clearly on the real issues at stake when citizens disagree about rights; on the contrary, it distracts them with sideissues about precedent, texts, and interpretation”.242 La libertad y la amplitud deliberativa que permiten las asambleas, parecen indicarnos que éstas son órganos más aptos para la resolución de cuestiones sustantivas. Si diseño fue pensado, precisamente, para lograr una adecuada representación de los intereses de los afectados por una determinada decisión. Y, sobre todo, ellas no están vinculadas por las decisiones que hicieron en el pasado: pueden desafiarlas argumentativamente en cualquier momento posterior.243 Los jueces, en cambio, trabajan para dar fin a las disputas con base en un texto probablemente muy antiguo, adoptado en condiciones en las cuales era imposible prever toda la clase de conflictos morales que actualmente nos inquietan.244 Al respecto, Waldron añade que lo que termina ocurriendo cuando las cosas deben ser debatidas con referencia a un texto, es que las palabras adquieren vida propia y se convierten en fórmulas utilizadas obsesivamente para plantear todas las cuestiones que se quieren decir sobre el derecho en cuestión.245 242 Sobre este mismo punto, dicho autor cita a Christopher L. Eisgruber, quien dice: “too often judges attempt to justify controversial rulings by citing ambiguous precedents, and […] veil their true reasons behind unilluminating formulae and quotations borrowed from previous cases”, Eisgruber, Constitutional Self-Government , 2001, apud, Waldron, Jeremy, op. cit. p. 21 243 Cfr, Waldron, Jeremy, op. cit, p. 18 244 Por las mismas razones, Waldron refuta la idea de que las decisiones judiciales basan sus determinaciones en un texto que, en sí, goza de las suficientes credenciales democráticas como para irradiar legitimidad política a las primeras. 245 Cfr, ibidem, p. 19. Aquí cabe notar que Waldron toma a la práctica norteamericana como centro de referencia; pero este fenómeno es, sin duda, aplicable a la práctica mexicana. Es un hecho notorio y evidente que la mayoría de los planteamientos de 116 Los jueces no se aventuran a esgrimir argumentos morales para confrontar directamente la cuestión y se aferran a sus textos porque están preocupados por cuidar su propia legitimidad para pronunciarse sobre tan controvertidos aspectos.246 Aquí, vale la pena citar lo que, considero, es una síntesis que el mismo Waldron hace de su argumento: Courts are concerned about the legitimacy of their decisionmaking and so they focus their “reason giving” on facts that tend to show that they are legally authorized –by constitution, statute, or precedent– to make the decision they are proposing to make […] Distracted by these issues of legitimacy, courts focus on what other courts have done, or what the language of the Bill of Rights is, whereas legislators –for all their vices– tend at least to go directly to the heart of the matter.247 Ahora, la segunda clase razones —“process-related reasons”— buscan dar respuesta a la pregunta de por qué un determinado ente ha de tener legitimidad para afectar la vida de personas que no consienten el contenido de sus decisiones. Y dice Waldron, si de legitimidad política se trata, no cabe duda de que el Parlamento está en mejores condiciones que cualquier juez. Ello se debe a lo siguiente: (i) el juez no es elegido mediante elecciones en las cuales la opinión de cada ciudadano cuenta por igual; y (ii) la regla de la mayoría que el Parlamento utiliza, busca dar el mayor peso posible a cada opinión a la vez que les otorga un valor equivalente. La estructura parlamentaria favorece la realización de dos conceptos en los que vale la pena fijar constitucionalidad en México siguen basando su pretensión en una alegada violación de los artículos 14 y 16 constitucionales (esto es, en términos de exigir una debida motivación y fundamentación y/o el respeto por las “formalidades esenciales del procedimiento”). Tampoco es muy difícil advertir lo cómodo y familiar que este tipo de argumentos le resultan al juez constitucional mexicano a la hora de dirimir las cuestiones más controvertidas sobre derechos. 246 Cfr, ibidem, p. 20 247 Ibidem, p. 21 117 la atención; estos son: igual voz e igual autoridad decisoria.248 La composición orgánica de cualquier tribunal carece de estas cualidades. Para rematar, Waldron identifica algunos argumentos adicionales que recurrentemente son esgrimidos en favor del judicial review. Así, —explica— muchas veces se ha dicho que los jueces velan por que las decisiones parlamentarias no se conviertan en decisiones tomadas por la tiranía de una mayoría; pero si entendemos que estamos frente a una tiranía siempre que las personas sean privadas de sus derechos, entonces debemos aceptar que este es un riesgo latente en cualquier disputa sobre los mismos. Es decir, todo proceso es falible y los jueces no están exentos de tomar decisiones tiránicas.249 Por otro lado, a quienes encuentran que la legitimidad de los jueces reside en su deber de vigilar el precompromiso asumido por el pueblo en momentos de lucidez, Waldron contesta que, ante un nuevo entendimiento del contenido de ese compromiso, no hay ninguna razón para seguir sosteniendo su anterior concepción.250 Antes de concluir su argumento, Waldron adelanta lo que cualquiera podría objetarle: necesitamos pensar en el judicial review de las leyes del mundo real, esto es, de las producidas por las legislaturas que merecidamente han ganado nuestra desconfianza. Nuestro autor contesta diciendo que, en primer lugar, no es cierto que esté pensando en situaciones utópicas o ideales. Para que se cumpla con la condición, basta que los parlamentos de los que habla, estén explícitamente orientados a la consecución de resultados democráticamente legítimos, que estén organizados de tal forma que puedan satisfacer este principio y que estén haciendo un esfuerzo razonable para llegar a ello.251 Cuando la condición no se cumple, quizás habría una situación particular que permitiera el control judicial de las decisiones parlamentarias —sugiere Waldron—. Éste sería el caso en que se advirtiera la existencia de prejuicios contra 248 Ibidem, p. 23 Cfr, ibidem. p. 28 250 Cfr, ibidem, p. 26 251 Idem. 249 118 determinadas minorías, en una medida tal que su participación en los procesos ideados para protegerlas fuera abiertamente coartada.252 He citado y referido extensamente la opinión de Waldron porque considero que sus argumentos constituyen la piedra angular sobre la que hoy se sostiene la “objeción contramayoritaria” al judicial review. Si ésta ha de tomarse en serio, como creo que debe ser, entonces resulta obligado remitir a todas esas las razones que, con ánimo de exhaustividad, nos presenta este autor. Y creo que Waldron logra su propósito. Nos obliga a cuestionar muy seriamente la legitimidad de la invalidación de las leyes por parte de los órganos judiciales y a concluir, al menos prima facie, que ella es insuficiente.253 Sin embargo, hay un argumento adicional a favor del control judicial de la ley del que Waldron se ocupa de modo muy escueto y al cual expresamente le concede poca importancia.254 Según este razonamiento, el control judicial de la ley se justificaría —junto con otras razones que desde mi punto de vista sí son refutadas por Waldron— porque el pronunciamiento mediante el cual el juez invalida una ley por ser contraria a la Constitución no constituye la última palabra; es decir, porque existe un mecanismo de reforma constitucional (si es que existe) que permite superar ese precedente y devolver el control último al seno del órgano propiamente representativo (en este caso, el seno del órgano de reforma constitucional). De acuerdo con él, el juez realmente no tiene la última palabra —cuestión que constantemente aqueja a Waldron— porque la reforma constitucional permite una reacción institucional y democrática frente 252 En este punto, Waldron está refiriéndose expresamente a la teoría del control judicial de Ely, inspirada en una nota al pie del fallo Carolene Products. Esta teoría ocupará toda nuestra atención más adelante, por tratarse de la propuesta (junto con la de Carlos Santiago Nino) sobre la que se sostiene esta investigación. 253 Decimos prima facie por la excepción que parece salvar al finalizar su exposición. 254 En un párrafo Waldron señala que, a pesar de que la posibilidad de enmienda se mantenga, lo cierto es que se elevan o se refuerzan los requisitos que para activar dicho mecanismo se requiere. Así, quien preguntara por la justificación de esa dificultad habría que reconducirlo a los argumentos que, a su vez, intentan justificar el control judicial de la ley, cosa que Waldron entiende superada. Cfr, op. cit, p. 27 119 al fallo judicial. La inquietud tiene su historia. Alexis de Tocqueville la puso en los siguientes términos: Si en Francia los tribunales pudiesen desobedecer las leyes, fundándose en que las consideran inconstitucionales, el poder constituyente se hallaría realmente en sus manos, ya que ellos serían los únicos que gozarían del derecho de interpretar una Constitución cuyos términos nadie puede cambiar. Vendrían a desplazar a la nación y dominarían a la sociedad al menos tanto como la debilidad inherente al poder judicial les permitiese. En cambio, en América, donde la nación siempre puede, modificando su Constitución, reducir a los magistrados a la obediencia, no hay que temer semejante peligro.255 Actualmente, Víctor Ferreres ha desarrollado la defensa de este argumento y da cuenta del mismo en los siguientes términos: “El tribunal tampoco tiene la última palabra a la hora de interpretar la Constitución. Por ello, el proceso político democrático puede reaccionar de varios modos ante una sentencia que invalida una ley. Una vía es la reforma constitucional”.256 En esta misma línea, John Vile señala: One of the reasons that judicial review is accepted is that judgments of the courts can be reversed through the amendment process. Moreover, the potential impact of the amendment process on the courts cannot be measured merely by counting those few occasions when it has been directly utilized, since the possibility may have deterred court decisions in other areas as well.257 Considero que este argumento es central y debe tomarse muy en serio. De hecho, cuando Waldron critica al control judicial de 255 Alexis de Tocqueville, La Democracia en América, Vol. 1, decimotercera reimpresión, Fondo de Cultura Económica, México, 2005, p. 108. 256 Ferreres, Víctor, “Justicia Constitucional y Democracia”, en Teoría de la Constitución. Ensayos escogidos. Carbonell Miguel (comp.), 3ª edición, Porrúa-UNAM, México, 2005, p. 303 257 Vile, John, op. cit, The Case against Implicit Limits on the Constitutional Amending Process, p. 191 120 constitucionalidad de la ley, parte del presupuesto de que son los jueces quienes tienen la última palabra al decidir las cuestiones controvertidas. Waldron supone que esto es cierto porque, a su entender, el mecanismo de reforma constitucional, en tanto mecanismo agravado que frecuentemente requiere el voto de una supermayoría, no es un método legítimo. Esto, a su entender, porque viola el principio de igualdad política según el cual todos los votos deben tener el mismo peso. En esa medida, consideraría Waldron, activar ese mecanismo tampoco es otorgar la última palabra al proceso democrático. Ahora, de cualquier forma no hay que olvidar que su campo de estudio pertenece a una tradición jurídica (la norteamericana) en la cual la rigidez efectiva de la Constitución es, sin duda, altísima.258 Por tanto, en ese contexto no es una exageración decir que los jueces constitucionales sí son quienes, de facto, tienen la última palabra. Pero ¿qué hay de prácticas, como la nuestra, en que la rigidez efectiva de la Constitución es bastante baja259? ¿Tiene en nuestro contexto más peso el argumento de Ferreres? Intuyo que sí. No obstante, para conceder plena razón habría que hacer un balance de otras razones y también analizarlas a la luz de objeciones como las de Waldron. Evidentemente, ésta no es la materia que ahora nos ocupa. A nosotros nos concierne el control judicial sobre la reforma constitucional, no sobre la ley. Queremos saber si el control judicial de la reforma es o no la última palabra y si, en caso de que la sea, cuenta con legitimidad. Así, si retomamos el argumento anterior, parecería que esto último debe contestarse en sentido negativo: aquello que permitía salvar el control judicial de la ley no resulta aplicable para la reforma. 258 Prueba contundente de ello es que la Constitución norteamericana ha sufrido apenas 27 enmiendas desde su ratificación hace más de dos siglos. 259 Esta afirmación no se basa en una mera intuición. Al 27 de abril de 2010, la Constitución mexicana ha sido reformada 501 veces, en sus 93 años de vida. Véase: http://www.diputados.gob.mx/LeyesBiblio/ref/cpeum.htm, última consulta 27 de abril de 2010. 121 Pensemos que la Suprema Corte mexicana dijera hoy que las normas creadas de conformidad con el artículo 135 constitucional no tienen validez por ese único hecho sino que, además, necesitan ajustarse con los principios legitimadores del constitucionalismo. Ya vimos que no hay ningún impedimento lógico-jurídico para que la Corte hiciera semejante pronunciamiento. Pero, de ser el caso, ella estaría fijando, de una vez por todas, los criterios supremos de nuestro orden jurídico; estaría vedando la posibilidad de que el derecho regulara su propia creación con respecto a ellos. ¿Hasta cuándo? La experiencia de la Corte Suprema de la India indicaría que, probablemente, hasta la emisión de una nueva Constitución o tras una revolución de por medio. Una determinación judicial que invalida una reforma constitucional nulifica toda posibilidad de emplear un mecanismo ulterior de decisión democrática para modificarla. Cuando no hay más canales institucionales para reaccionar, ni instancias a las cuales acudir para remediar una decisión seriamente deficitaria en términos democráticos, pareciera importante rechazar la posibilidad de la clase de control que permite llegar hasta ahí. Si los argumentos de la objeción contramayoritaria sirven casi contundentemente para derribar la justificación del control judicial respecto de la ley, por mayoría de razón deberíamos estar convencidos de que tal institución no es adecuada para enjuiciar la validez de reformas constitucionales. Alguien podría objetar estas razones diciendo que, de aceptarse el control al objeto de reforma, el tribunal constitucional no necesariamente estaría actuando arbitrariamente o con base en valoraciones subjetivas sobre el contenido de los elementos más básicos del constitucionalismo. Se diría que el juez estaría actuando como un mero traductor de la voluntad constituyente y que no es él, sino la Constitución misma la que traza sus propios límites. A este argumento habría que contestarle lo siguiente: Dado que la redacción constitucional generalmente se presenta en términos bastante abstractos y, dado que las jerarquías entre normas constitucionales no están expresamente distinguidas (al menos no en la Constitución mexicana), es una evidencia que cuando los 122 jueces controlan los méritos sustantivos de una reforma constitucional realizan una interpretación carente de guías textuales claras que, por si fuera poco, tiene amplísimos alcances. En un primer momento, el intérprete tiene que encontrar el fundamento que le permite elevar determinados principios al rango supremo y, posteriormente, tiene que identificarlos. Son dos pasos distintos y ninguno es sencillo. En este sentido, es innegable que los jueces sí resuelven problemas y desacuerdos morales. Por tanto, resulta falso decir que ellos actúan como meros traductores de la autentica voluntad que subyace al documento constitucional original. John Vile de nuevo muestra su escepticismo respecto a semejante ejercicio: “If so-called non interpretative judicial review (based on extraconstitutional sources) is problematic and controversial, the prospect of enthroning the judiciary to rule against the Constitution is especially troubling”.260 Ahora, el hecho de que las Constituciones sean redactadas en términos especialmente abstractos no constituye, en ningún sentido, uno de sus defectos. Por el contrario, comenta Ferreres, precisamente es esta condición la que permite predicar la justificación del atrincheramiento constitucional y de su adjudicación judicial. El uso de términos amplios permite que tanto los tribunales como los parlamentos, generen criterios transformadores que posibiliten mantener viva su legitimidad. Vale la pena citar la opinión de Ferreres en este sentido: Las cuestiones relativas a derechos y libertades deben estar sujetas permanentemente a la posibilidad de una nueva deliberación pública democrática. Por ello, la expresión constitucional de tales derechos y libertades debe ser relativamente abierta y abstracta a fin de que sea cada generación la que reinterprete su significado a la luz de las nuevas realidades y las nuevas convicciones formadas a lo largo de un proceso de deliberación pública cerrado. La generación 260 Vile, John, op. cit, The Case against Implicit Limits on the Constitutional Amending Process, p. 201 123 que elabora o reforma una Constitución que es considerablemente rígida debe ser consciente de esta exigencia democrática.261 Así, parece desacertado considerar que el control sobre la materia reformada, no implica que los jueces efectúen valoraciones o determinado (vía interpretación) los alcances de los derechos. El lenguaje abstracto de la Constitución así lo requiere. Ello no es un problema, sino su principal virtud (nos dice Ferreres) siempre y cuando exista la posibilidad de una reacción democrática frente al dicho del juez. El control que analizamos coarta desde sus raíces cualquier posibilidad así. Si la Corte invalida una reforma constitucional por sus méritos sustantivos definitivamente tiene la última palabra en el asunto. Con tal actuar, veta o imposibilita la admisión de ciertos contenidos al sistema jurídico. Dicho de otro modo, la Corte resuelve las disputas sobre los derechos de un modo que no admite un posterior ajuste por parte de una corporación parlamentaria. El juego de los precedentes, la interpretación y la necesidad de frenar la amplitud del debate ahí donde acaban las letras de la norma (o sus parámetros conceptuales más o menos próximos), constituirían la base hermenéutica sobre la que se definirían los presupuestos últimos de nuestro sistema. b. El autogobierno como fundamento de la apertura al cambio constitucional El problema específico que ahora procede abordar es el de por qué es deseable que la Constitución se entienda como una norma abierta al cambio o por qué es importante que no exista una “última palabra”. Puesto de otra forma, queremos analizar qué motivos hay para dar razón a John Vile cuando afirma: “Not only is the Constitution an imperfect document; it is also evolutionary, with amendments and changes in interpretations designed to reflect the development of 261 Ferreres, Víctor, op. cit, “Justicia Constitucional y Democracia”, p. 289. 124 refined public opinion”. 262 En un sentido similar, aunque a fin de sostener otro punto, Víctor Ferreres afirma: “el significado de la Constitución no se establece de una vez para siempre: es el producto de una conversación abierta a todos, y es objeto de una búsqueda sin término”.263 Antes que nada, tiene que quedar claro por qué el control a la enmienda constitucional sí significa el dictado de una última y definitiva palabra. Veamos: cuando un tribunal resuelve el dilema sobre los límites implícitos a su favor, está sentando los criterios definitivos con referencia a las cuales deberá predicarse la validez de cualquier norma futura. Todas las normas que de ahí en adelante pretendan pertenecer al sistema deben guardar correspondencia material con el criterio supremo identificado o creado (según lo que se quiera entender) por la Corte. En este escenario, si la palabra del tribunal constitucional es tomada en serio —como creo que tiene que tomarse— entonces, ella sí es la última. Es decir, si la Corte dijera que el orden jurídico mexicano no puede —bajo ningún motivo o consideración— incluir el contenido X, el Parlamento no estaría sino desafiando su autoridad al decir que X sí debe integrarse. Alguien podría alegar que esto no es necesariamente cierto porque el ORC puede posteriormente prohibir al tribunal constitucional que determine la existencia de tales límites. Pero ya no constituye un caso de laboratorio que el tribunal constitucional invalide la norma que, a su vez, le impide invalidar una reforma por sus méritos sustantivos. Ahí está el ejemplo de la India para indicarnos que si el orden entre los poderes ha de procurarse, el Parlamento seguramente terminará cediendo frente al tribunal máximo. Si no lo hace (cosa que también es posible) entonces la pretensión de arrogarse la última voz puede ir hasta el infinito y generar un insoportable debilitamiento para ambas instituciones. 262 Vile, John, op. cit, The Case against Implicit Limits on the Constitutional Amending Process, p. 201 263 Ferreres, Víctor, op cit. “Justicia Constitucional y Democracia.” p. 303 125 El punto que preocupa no es el hecho de que la Corte pueda transformar la Constitución y que, incluso, tenga un rol activo en ello. De hecho lo hace cuando controla la constitucionalidad de las normas secundarias del sistema. Ello es incontestable.264 El problema se da no cuando la Corte es un factor más de transformación, sino cuando es el factor que decide en última instancia cuáles son los criterios que no se pueden transformar; es decir, cuando se admite que un solo órgano — mucho peor un órgano contramayoritario sin contrapeso— tiene competencia para cerrarle la puerta a posibles transformaciones futuras.265 Y ¿por qué es importante permitir el cambio? en el primer apartado hacíamos referencia a las razones por las cuales, históricamente, el constitucionalismo permite la reforma de la norma fundamental. Veíamos también que algunas prácticas lo permiten con grandes dificultades y otras con mayor laxitud. Decíamos que esta apertura a la transformación respondía a la preocupación de los primeros constituyentes de que la Constitución perdurara en el tiempo sin perder legitimidad, esto, para evitar la formación de una brecha entre los deseos e intereses de las generaciones futuras y los contenidos constitucionales. Pues bien, ahora es momento de dar cuenta de las razones que nos permiten afirmar que esta apertura al cambio no sólo tiene el valor instrumental que el argumento anterior le confiere. Ella, por el 264 Dando cuenta de la importancia de este fenómeno, John Vile, dice que la Constitución puede modificarse por tres distintas vías: el artículo V de la Constitución (el procedimiento de reforma); por el poder judicial y por las ramas electas, esto es, el poder legislativo y el ejecutivo. De esta forma, Vile nos ayuda a apreciar que el cambio no sólo opera desde las trincheras a las que tradicionalmente remitimos y que, también en este escenario, la división de poderes y el sistema de pesos y contrapesos tiene pertinencia. Cfr, Constitutional Change in the United States. A comparative study of the Role of Constitutional Amendments, Judicial Interpretations, and Legislative and Executive Actions. Praeger, 1994. p. 73. 265 Aquí conviene destacar algo que parece obvio pero que se puede pasar por alto: cuando se niega la posibilidad de controlar el objeto de reforma, el ORC tampoco termina teniendo la última palabra. La integración de las asambleas futuras tiene plena potestad para redefinir los contenidos constitucionales y revertir las decisiones del pasado. 126 contrario, es valiosa en sí misma, pues es fruto del respeto por la idea según la cual, cada individuo tiene derecho a gobernarse a sí mismo y, por tanto, no tiene por qué estar atado al decir de sus antepasados. A continuación, trataré de reconstruir algunas líneas argumentativas que defenderían la inmutabilidad de ciertos contenidos constitucionales, al negar que semejante congelamiento ocasione un detrimento en los principios democráticos. Esto, a fin de identificar sus debilidades a la luz del marco teórico que ya hemos revisado. Primer argumento: la calidad democrática del momento originario (o, si se quiere, de cualquier otro momento fundacional) da suficiente legitimidad para sostener que ciertas decisiones alcanzadas en esas condiciones no deben ser rebasadas.266 Para refutar este argumento sólo hace falta recordar que esa pretendida calidad democrática es altamente cuestionable. Tratándose de constituciones considerablemente antiguas, podemos decir que las condiciones históricas en las que se generaron dejan mucho que desear conforme a nuestro actual estándar de lo democrático. Respecto a constituciones no tan antiguas, cabría decir prácticamente lo mismo. Si nuestro concepto de lo democrático es progresivamente incluyente ¿cómo es que la calidad democrática del proceso de ayer es mejor que la de hoy? No hay ninguna razón para afirmar algo así. Vile opina en el mismo sentido: “more recent constitutional provisions are presumptively in closer accord with the consent of the 266 En palabras de Nino, la teoría de Ackerman (que podrían inscribirse dentro de esta corriente) intenta justificar la legitimidad democrática de la Constitución sobre la base de una concepción dualista de la misma, basada en una distinción entre momentos de política constitucional y de política ordinaria. El primer momento, referido a la forma más alta de la política, se da en raros momentos en los que la gente habla a través de un proceso de considerable debate y movilización. Para Ackerman, esto ocurrió en Estados Unidos primordialmente en tres momentos: el proceso de sanción de la Constitución, la reconstrucción que siguió a la guerra civil y el New Deal. En momentos de política ordinaria, el pueblo no habla directamente, por tanto su legitimidad democrática decrece. Nino, Carlos Santiago, op. cit. Fundamentos de derecho constitucional, p. 689 127 governed than conflicting with earlier provisions”.267 En todo caso, la calidad democrática de una decisión es una condición contingente; puede darse o no: no está necesariamente asociada a la idea de “proceso constituyente”. Entonces, tal calidad no puede presumirse, tan sólo constatarse o exigirse como un ideal. Siendo esto así, ¿por qué habríamos de aceptar que la decisión expresada por una generación ya extinta puede vincular a las generaciones del presente? Suponiendo que ella fue legítima en su momento ¿no perece esta calidad con el paso del tiempo? Es cierto que hay un valor en lo que otras generaciones han dicho y las lecciones que se han aprendido de la historia, pero ese valor no es lo suficientemente intenso como para afirmar su incondicionada y permanente protección. Si ya no se cree en las razones o en la justificación que dieron origen a un determinado postulado, no hay ningún motivo por el cual ellas no puedan ser removidas y superadas por nuevas razones. Parece haber algo verdaderamente despótico en afirmar que las leyes y decisiones de los antepasados pueden controlar a los vivos. Thomas Jefferson fue especialmente enfático en este punto, al grado en que sostenía que la Constitución debía ser reemplazada cada veinte años.268 Permitir que cada persona decida lo que le conviene para su propia vida deriva del respeto al principio de autonomía individual, que si se extrapola al campo de la política —como no puede ser de otro modo— se manifiesta como el principio del autogobierno. Si hay algo de valioso en su respeto, entonces debemos afirmar que las 267 Vile, John, op. cit, The Case against Implicit Limits on the Constitutional Amending Process, p. 201 268 Jefferson literalmente sostuvo: “Each generation is as independent as the one proceeding, as that was of all which had gone before. It has then, like them, a right to choose for itself the form of government it believes most promotive of its own happiness; consequently, to accommodate to the circumstances in which it finds itself, that received from its predecessors; and it is for the peace and good of mankind that a solemn opportunity of doing this every nineteen or twenty years, should be provided by the constitution.” Citado en Vile, John, The Constitutional amending process in American political thought, Praeger, New York, 1992, p. 66 128 personas no tienen por qué aceptar las conclusiones morales de una generación extinta, ni siquiera porque algunos (los jueces, quizás) estén auténticamente convencidos de que esas conclusiones son la verdad o que son las mejores conclusiones posibles en atención de nuestro real bienestar. Un juez incluso podría pensar que conoce las preferencias reales de los otros mejor que ellos mismos. Pero un auténtico respeto por el principio de autogobierno nos lleva a afirmar, con Carlos Santiago Nino, que cada persona es el mejor juez de sus propios intereses.269 Segundo argumento: Si se acepta que los derechos de las minorías —consagrados constitucionalmente— deben defenderse de tal forma que ninguna decisión mayoritaria (o incluso supermayoritaria) pueda cercenarlos, entonces debe vedarse toda posibilidad de que ellos sean superados por consensos. Este argumento recuerda algunas de las ideas más importantes que Luigi Ferrajoli ha sostenido. Como se sabe, para él, los derechos constituyen la esfera de lo indecidible. 270 La idea tiene una fuerza significativa: nos invita a reconocer que la justificación de los derechos no reside en un consenso mayoritario o incluso en uno supermayoritario. Es decir, ellos tienen una justificación moral intrínseca. Pero el uso de la palabra “indecidible” tiene su peso y por ello hay que hacer algunas distinciones; esto es: podríamos estar convencidos de que semejante justificación existe y no por eso estaríamos obligados a promover el congelamiento (o lo indecidible) de los derechos. ¿Por qué? Porque si concedemos razón a Waldron en su visión sobre los desacuerdos, tendremos que reconocer que, al final, el contenido mismo de los derechos es irremediablemente generado por consensos, ya sea que éstos los genere un parlamento o 269 Cfr, Nino, Carlos Santiago, La Constitución de la democracia deliberativa, op. cit. p. 77 270 Cfr, Ferrajoli, Luigi, Derechos y garantías. La ley del más débil, quinta edición, traducción de Perfecto Andrés Ibáñez y Andrea Greppi, Trotta, Madrid, 2006, p. 24. 129 los miembros de un tribunal. Incluso, mantener la vigencia de una decisión del pasado es, a la vez, una decisión en sí. En otras palabras, pese a que hay decisiones que pueden tener una justificación moral intrínseca, su permanencia necesariamente es decida por alguien y a través de un procedimiento determinado. Por tanto —atendiendo al problema de la reforma constitucional— si aceptamos que la toma de decisiones es irrenunciable, la pregunta que debemos formular es, más bien, ¿cómo podemos llegar a mejores resultados (a esperar que no sean tiránicos)? ¿Es la interpretación judicial el mejor camino? O ¿sería mejor optar por la decisión de una asamblea abierta a la deliberación pública? Me parece que esta última pregunta debe contestarse afirmativamente. Los jueces no están exentos de la desconfianza que inspira un órgano parlamentario. Como dice Waldron, en cualquier proceso se juega la posibilidad de llegar a resultados que puedan considerarse ejemplos de una decisión tiránica. En el mismo sentido y ubicándose en el contexto mexicano, Pedro Salazar opina: En lo personal no entiendo por qué la desconfianza a los representantes populares no vale también para los miembros del Poder Judicial. Sobre todo en un contexto, como el mexicano, en el que los jueces y los magistrados son personajes invisibles por no decir opacos. Nadie los conoce, ni puede exigirles cuentas. A los diputados y senadores, por lo menos, los elegimos periódicamente en un contexto de elecciones competidas.271 Si lo que nos preocupa es que los derechos de las minorías sean protegidos, ¿no deberíamos enfocarnos en las exigencias que configuran un proceso auténticamente democrático? Esto, en vez de juzgar la corrección de un resultado a la luz de razones últimas, no sujetas a la dinámica del cambio. Quizás no deberíamos preocuparnos tanto por entender que los derechos constituyen la esfera de lo indecidible, sino en ver cómo 271 Salazar, Pedro, op. cit, p. 47. 130 mejoramos la ruta decisoria. Es decir, debemos fijarnos más en las vías para evitar malos resultados, que en dar el carácter de inmutable a lo que se sigue considerando un buen resultado. Así, el problema de la aserción de Ferrajoli es que omite tomar en cuenta que quizás no es tan malo que todo sea decidible por consensos, siempre y cuando hablemos de consensos maduros y reflexivos, donde las cuestiones más fundamentales pasen por un filtro procesal al cual pudiéramos conferir una alta dosis de legitimidad. Esta preocupación será objeto de nuestra atención en el siguiente capítulo. Tercer argumento: No hay ninguna razón para superar las conquistas del constitucionalismo (división de poderes, consagración de derechos, forma republicana de gobierno). La Constitución puede ser reformada, pero no en sus aspectos esenciales. Evidentemente este argumento no es sino una ampliación del segundo. Esta línea argumentativa no sólo está pensando en la protección de las minorías sino, sobre todo, en toda la lógica y el diseño del Estado constitucional. La pregunta, por tanto, es: ¿por qué respecto de estas piezas del constitucionalismo tan altamente valoradas también debe admitirse el cambio? Algún defensor de la tesis de los límites lógicos podría afirmar que la adaptación es adecuada para cierto tipo de contenidos constitucionales, pero no para los valores sobre los que el sistema se sustenta, tales como los que idearon las instituciones del sistema representativo, por ejemplo. Pero, de nuevo, aquí lo que se tiene que probar es por qué esas instituciones o valores fundamentadores deben seguir rigiendo en el supuesto de que dejaran de ser compartidos. Ya vimos por qué tal insistencia parece no tener justificación. Para Gutmann y Thompson, entender que cualquier decisión es provisional es importante por dos razones. Literalmente, las indican del siguiente modo: 131 First, in politics as in much of practical life, decision-making processes and the human understanding upon which they depend are imperfect. We therefore cannot be sure that the decisions we make today will be correct tomorrow, and even the decisions that appear most sound at the time may appear less justifiable in light of later evidence […] Second, in politics most decisions are not consensual. Those citizens and representatives who disagreed with the original decision are more likely to accept if they believe they have a chance to reverse or modify it in the future. And they are more likely to be able to do so if they have a chance to keep making arguments.272 Una decisión judicial como la que se ha tratado de criticar, se informa por el temor de que pueda existir una reforma abiertamente tiránica. Este temor es, sin duda importante, pero no podemos nada más fijarnos en este peligro; debemos ver también que la posibilidad de abrir el cambio a reformas estructurales no es algo negativo. Esas reformas podrían incluso llegar al grado de generar mecanismos de democracia directa y mitigar la fuerza de las instituciones propias de la democracia representativa. Como se recordará, Gargarella vehementemente logra demostrar que muchas de esas instituciones fueron creadas con un sesgo contramayoritario, lo cual se proyecta hasta nuestros días como un mal que impide un desarrollo más adecuado de la participación y una representación más fiel a los intereses de la gente. En pocas palabras, la justificación moral de algunas instituciones —tales como un poder legislativo bicameral, los mecanismos de veto legislativo por parte del Ejecutivo o el mismo control judicial de la ley— no es tan obvia. Habrán muchos que no estén convencidos por un argumento como el de Gargarella, pero lo que sí es innegable es que su crítica tiene, en sí, un peso que nos indica, de modo bastante claro a mi entender, que no hay razones para proteger verdades inmutables y que la justificación 272 Gutmann, Amy y Thompson, Dennis, Why Deliberative democracy? Princeton University Press, New Jersey, 2004, p. 6 132 de esas instituciones que tanto hemos procurado reforzar, todavía tienen una cuenta pendiente que saldar. Retomando: además de que las objeciones planteadas en este apartado están estrechamente vinculadas entre sí, parecen llevarnos a la conclusión de que las decisiones humanas deben estar sujetas a cambio porque ellas son falibles. Si esto es así, ¿cuál debería ser nuestra concepción de “Constitución”? La idea de que una norma constitucional debe reunir ciertas propiedades materiales para ser válida, parece alejarnos del ideal al cual quería acercarnos el positivismo jurídico y que aún tiene relevancia; a saber: devolver a la voluntad humana, actual y presente, el control sobre los juicios morales que jurídicamente le vinculan. Esta aportación descansa en una específica tesis epistemológica acerca de la forma en que es posible llegar a resultados moralmente acertados. En efecto, si Kelsen puso tanto énfasis en la necesidad de entender que el derecho es una obra humana (sujeta a cambios) es en gran parte porque su misma ideología lo hacía un escéptico respecto a la posibilidad de encontrar respuestas morales correctas. El jurista austríaco sostenía: Si hay algo que la historia del conocimiento humano puede enseñarnos, es la inutilidad de los intentos de encontrar por medios racionales una norma de conducta justa que tenga validez absoluta, es decir, una norma que excluya la posibilidad de considerar como justa la conducta opuesta. Si hay algo que podemos aprender de la experiencia espiritual del pasado es que la razón humana sólo puede concebir valores relativos, esto es, que el juicio con el que juzgamos algo como justo no puede pretender jamás excluir la posibilidad de un juicio de valor opuesto. La justicia absoluta es un ideal irracional…273 Para ponerlo en términos más simples, si Kelsen hubiera estado convencido de que podemos llegar a resultados correctos y justos, 273 Kelsen, Hans, ¿Qué es la Justicia?, trad. Ernesto Garzón Valdés, Fontamara, México, 1991, p. 8, apud, Blanco, Víctor, “Los límites de la justicia”, en Isonomía, núm. 2 (abril 1995), México: Instituto Tecnológico Autónomo de México, p. 137 133 entonces no hubiera puesto tanto hincapié en concebir al derecho como un sistema normativo regido por relaciones dinámicas, es decir, por relaciones que hacen de ese sistema un generador de su propio cambio. Sin embargo, no necesitamos compartir el escepticismo moral de Kelsen para concluir que su esquema continúa siendo valioso, específicamente en lo que se refiere a ese entendimiento dinámico de las relaciones normativas. Podemos seguir prefiriendo una regla de reconocimiento que identifique como norma suprema aquella cuya modificación puede ser activada siempre que un conjunto de voluntades humanas así lo requieran. Ello, en lugar de una norma que recibe su contenido de una serie de valores cuya voluntad creadora es particularmente difusa y donde el derecho sería incapaz de suministrar un remedio procesal para modificarlos. Importa la posibilidad de cambio no porque se acepte que el escepticismo moral de Kelsen es adecuado, sino porque se rechaza su opuesto; a saber: la tesis según la cual, las verdades morales son inmutables. Entre un extremo y otro hay un largo camino y no es necesario comprometerse con una ubicación para sostener que la apertura a la adaptación es un valor importante. Para cerrar este capítulo hace falta decir que las objeciones que aquí se han explorado sólo pueden tener fortaleza o peso en la medida en que funcionen de modo conjunto. Es decir, he señalado lo que, considero, constituye un conjunto de argumentos que, operando al mismo tiempo, deberían ser suficientes para demostrar que el control judicial sobre el objeto o la materia de la reforma está injustificado. La intención era demostrar que, hasta ahora, el debate teórico no ha generado razones contundentes en este sentido, pues todas ellas admiten contraargumentos razonables. La conclusión es que el control judicial sobre la materia de la reforma genera lo siguiente: la última palabra sobre un problema delicado, que debería zanjarse al interior de un órgano sujeto al control de la sociedad, recae (por el contrario) en un órgano que carece de las suficientes credenciales democráticas para ello. Las críticas que estudiábamos están comprendidas en ese mismo enunciado. El problema no es sólo que un órgano tenga la última 134 palabra, sino que ese órgano sea uno que carece de las suficientes credenciales democráticas. El problema no es sólo que un órgano sin las suficientes credenciales democráticas interprete los valores fundamentales del orden constitucional y sea un efectivo factor del cambio, sino que tenga la última palabra sobre la cuestión. 135 136 CAPÍTULO III. APLICACIÓN DE LA TEORÍA DEL CONTROL PROCEDIMENTAL AL PROCESO DE REFORMA CONSTITUCIONAL En el capítulo anterior habíamos concluido que el núcleo de la objeción al control sobre el objeto de la reforma radica en que permite que los desacuerdos sobre los derechos sean dirimidos por un órgano que carece de legitimidad suficiente para decidir, de una vez por todas, sobre su contenido y alcance. Como ya hemos visto, hay quienes no están de acuerdo con semejante conclusión. Alguien como Murphy podría apuntar: ¿cómo sería posible admitir (o tener por válida) una reforma que expresamente renuncia a la democracia constitucional como forma de gobierno? ¿Cómo sería posible decir que, mientras los requisitos formales hayan sido cumplidos a la letra, no nos queda más que acatar ese resultado? Murphy le diría al formalista274: usted no está tomando en cuenta que el puntual y cabal cumplimiento de los requisitos formales previstos para el cambio constitucional no legitiman una reforma tan monstruosa como aquella que expresamente prohibiera a los ciudadanos gozar de derechos, por ejemplo. El formalista diría: quizás no, pero el derecho no prevé otro mecanismo de creación constitucional que no consista en el cumplimiento de esos requisitos. La creación jurisprudencial no es admisible. El valor que subyace a la aplicación del derecho positivo escrito, prima sobre cualquier reivindicación judicial de los derechos. Además —añadiría un formalista más flexible — esas reglas, por lo menos, nos dicen cómo podemos cambiar el derecho y nos da control sobre ello, no lo delega a un juez que, en principio, no puede distanciarse de un precedente que lo ata de manos injustificadamente. ¿Qué contestaría alguien como Murphy o Pedro de Vega? Probablemente continuarían refutando la corrección moral de la 274 Es conveniente aclarar que el uso que aquí hago de la palabra “formalista” no tiene un sentido peyorativo. Ella sólo pretende representar a aquel interlocutor especialmente preocupado por el cumplimiento de las reglas del procedimiento. 137 reforma que imaginamos pero, además, podrían añadir un argumento que sí debería dejar a los formalistas con serios cuestionamientos sobre la razonabilidad de su posición. Aquellos podrían decir que la norma que da rigidez a la Constitución está pensada, precisamente, para dificultar el cambio de postulados tan fundamentales como los derechos por abrogarse y que la reunión de una supermayoría es un requisito formal incapaz de dar cuenta de todas las pretensiones subyacentes al ideal del atrincheramiento. Este último argumento deja ver que hay algo sobre lo que ambas posiciones podrían coincidir. Quizá ninguno de nuestros debatientes —dos sujetos razonables— estaría dispuesto a cuestionar la validez jurídica de una reforma constitucional que fuera creada a través de un procedimiento democráticamente legítimo; es decir, uno que, incontestablemente, derivara de un auténtico consenso de la mayoría y donde el punto de vista de las minorías fuera tomado con toda la seriedad y consideración posibles. En este escenario difícilmente podrían asustarnos conclusiones que, alcanzadas desde el cubículo personal de un filósofo, tuvieran la seria intención de combatir la validez jurídica de esa enmienda. El sustancialista quizás aceptaría: es cierto que si la reforma es resultado de un proceso legítimo —auténticamente democrático— la posición personal de un individuo sobre su corrección moral, no constituye más que eso, es decir, una posición personal. Por tanto, admitiría que es posible disentir del resultado de la reforma desde el plano moral, pero no desde el jurídico. Ambos sujetos coincidirían porque lo que inquieta al sustancialista es que se haya llegado a un resultado que considera injusto mediante un procedimiento que pudiera calificarse de tiránico. Y en este punto lleva la razón: es cierto, sin duda, que la aplicación de las reglas formales no excluye la posibilidad de generar un procedimiento de tal carácter. Un órgano puede llegar a la votación supermayoritaria exigida por la Constitución con independencia de que el procedimiento sea, de facto, democrático o tiránico. Ahora bien, ante la presencia de una reforma tiránica (en su proceso y en su resultado), quizás el sustancialista admitiría que, 138 precisamente, lo que le preocupa es que haya bastado con la negociación de una supermayoría parlamentaria para lograr un resultado a todas luces contrapuesto con los intereses de la sociedad a la que dicha transformación vincula. Y probablemente añadiría que esto prueba la necesidad del control judicial sobre la materia reformada porque la realidad está protagonizada por la negociación arbitraria entre los partidos políticos al interior de las asambleas, no por el desarrollo de procedimientos auténticamente deliberativos, abiertos a todas las voces. Dado que éstos —señalaría— no son sino una utopía, es inadecuado partir de esa base. Es sobre este último punto que disiento con el personaje que he llamado sustancialista. Es cierto que hay razones para dudar de la capacidad de los órganos políticos para llegar a una deliberación suficientemente sofisticada como para legitimar cualquier resultado. Comparto que la gran cantidad de acciones que realiza esta clase de órganos revela que no son proclives a ello. Sin embargo ―y esta es la pregunta sobre la que gira esta investigación― si en ello radica el problema de la desconfianza, ¿por qué no pensar en mecanismos exclusivamente llamados a corregir tales deficiencias? ¿Es posible pensar que aquí los jueces constitucionales sí tienen legitimidad para intervenir en aras de fortalecer y exigir un actuar procedimental más apegado al ideal deliberativo? ¿Hay un fundamento jurídico que permita tal intervención? 1. Los invitados al debate y la teoría alternativa de Ely y Nino Hasta el momento, en nuestro debate imaginario sólo han participado dos personajes hipotéticos con ideas antagónicas: el formalista, que sostiene (por diversas razones) que los jueces no pueden ni deben calificar los méritos sustantivos de una reforma constitucional, mientras ésta haya sido emitida de conformidad con las reglas que explícitamente norman el procedimiento de reforma275; y el 275 Cabe dar cuenta de que existe una postura dispuesta a ir un tanto más lejos. Un ejemplo podría ser la expresada por el Ministro Fernando Franco González Salas en el 139 sustancialista, que afirma que los tribunales constitucionales sí están en posición de invalidar un enmienda opuesta a un conjunto de valores insertos en el orden constitucional.276 Pero este debate está incompleto. Si uno retoma los cuestionamientos sobre la justificación del control judicial de la ley (como ya lo hacíamos al hablar de la postura de Waldron) se dará cuenta de que muchas de las objeciones hechas en el marco del debate, aplican y dan luz al problema que ahora analizamos.277 Al interior de esa controversia compite una posición más y, por cierto, una que tiene una enorme presencia en la teoría constitucional. Se trata de la posición que justifica la intervención judicial en el control de las leyes siempre que éste consista en un ejercicio de vigilancia sobre la suficiencia democrática de los procedimientos que les dan origen. Puede decirse que John Hart Ely, con su obra Democracia y desconfianza,278 fue el fundador de esta corriente, misma a la que Carlos Santiago Nino se sumó en diversos escritos. voto particular que formuló en relación con el amparo en revisión 186/2008. A su entender, a falta de facultades expresas, la Corte no puede ni siquiera intervenir en la revisión de la regularidad del procedimiento. Esta opinión, sin duda interesante, no parece ser ya una posibilidad decisoria para la Corte, pues la actual mayoría de sus miembros la ha rechazado expresamente. Por ello, aunque ella requiere un contraargumento sólido, en este momento no ocupará nuestra atención y sólo nos referimos a una posición como la de Ulises Schmill, según la cual, el control de regularidad del procedimiento sí es posible. 276 La posición de Pedro de Vega podría ubicarse en estas filas, aunque esta clasificación no deja de ser problemática, pues como veíamos su postura es un tanto ambigua. Pese a la contundencia de todas las afirmaciones que hemos citado, llega a decir: “innecesario es advertir que la ausencia de cláusulas de intangibilidad en nuestro ordenamiento impide el que quepa plantear cuestión alguna de inconstitucionalidad material. El control jurídico de la reforma se circunscribe, como no podía ser de otra manera, a los aspectos formales”. Op. cit, p. 302. 277 Vile, diría —por ejemplo— que esos cuestionamientos se presentan exponencialmente al hablar sobre la reforma constitucional. 278 Ely, John Hart, Democracia y desconfianza. Una teoría del control constitucional, trad. Magdalena Holguín, Siglo del Hombre editores, Universidad de los Andes, de Derecho, Colección Nuevo Pensamiento Jurídico, Santa Fe, Bogotá, 1997, p. 292. 140 La pregunta que ahora nos toca resolver es si esta teoría procedimental del control constitucional resulta aplicable para la revisión del proceso que precede a la enmienda constitucional. De ser el caso ¿por qué? ¿En qué medida? y ¿cómo? Antes de intentar una respuesta, revisemos qué sostienen estas teorías. A. John Hart Ely: el juez como árbitro que vela por la limpieza de los canales políticos. Tras objetar las dos corrientes de control constitucional predominantes en su tradición jurídica (intepretativism y non-interpretativism279), John Ely se pregunta ¿son éstas las únicas posiciones viables para la defensa de la Constitución? Contesta negativamente convencido de que esto constituye un falso debate y para demostrarlo remite a la Corte Warren como muestra adecuada de la alternativa.280 Ely dice que si bien buena parte de las sentencias de este período estuvieron animadas por una preocupación en torno a los problemas de debido proceso (en los específicos ámbitos penal y administrativo), lo cierto es que, sobre todo, se mostró una inquietud seria respecto al debido proceso en un sentido más amplio, es decir, en el proceso de expedición de leyes que rigen a la sociedad.281 Vale la pena referir el literal entendimiento de este autor sobre el actuar de dicha Corte: 279 Como su nombre lo indica, la corriente denominada interpretativism indica que los jueces deben ir más allá de texto constitucional para aplicarlo adecuadamente. Ely cuestiona esta postura porque la considera antidemocrática al permitir que los jueces impongan los valores que consideran son fundamentales. La tesis del non interpretativism diría justamente lo contrario a la primera: que los jueces no deben ir más allá de la explicitud constitucional. Ely asegura que esta posición es errada porque la Constitución está redactada en términos tan abstractos que sería iluso creer que el texto o los debates del constituyente pueden resolverlo todo. La crítica a estas dos posiciones se contienen en los tres primeros capítulos de la obra. Vid, pp. 17 y ss. 280 Cfr, Ely, John Hart, op. cit, p. 99 281 Cfr, ibidem, p. 98 141 Otras Cortes han reconocido la conexión que existe entre tal actividad política y el adecuado funcionamiento del proceso democrático: la Corte Warren fue la primera en actuar seriamente con base en él. […] Ciertamente se trató de sentencias intervencionistas, pero tal intervencionismo no estuvo animado por el deseo de parte de la Corte de vindicar algunos valores sustantivos particulares, que hubiese determinado como importantes o fundamentales, sino más bien por el deseo de asegurar que el proceso político —que es donde propiamente se identifican, pesan y ajustan tales valores— estuviese abierto a personas de todos los puntos de vista en condiciones que se aproximaran a la igualdad.282 Ely aclara que el actuar de la Corte Warren en realidad estuvo precedido por la ya clásica nota a pie de página número 4 del fallo que resolvió el caso Carolene Products en 1938. En ella, el Justice Harlan Fiske Stone señala que el escrutinio de constitucionalidad de las leyes quizá requiere especial atención cuando el prejuicio contra ciertas minorías discretas e insulares tiende a menoscabar seriamente la operatividad de los procesos políticos en los que debe confiarse su protección.283 Es en esta nota donde Ely realmente obtiene inspiración. A su entender, ella indica que una función adecuada para la Corte es asegurarse de que los canales de participación y comunicación política se mantengan abiertos.284 A su entender los dos grandes temas de Carolene Products se refieren a la participación en el siguiente sentido: …nos piden que no nos ocupemos únicamente de determinar si este valor sustantivo o aquel es de especial importancia o es fundamental, sino más bien si la oportunidad de participar, bien sea en los procesos políticos mediante los cuales se identifican 282 Idem, Cfr, ibidem, p. 100 284 Cfr, idem. 283 142 y ajustan valores, o en los ajustes a los que han llegado tales procesos, ha sido indebidamente coartada.285 Una de las piezas clave en la teoría de este autor es su noción sobre el gobierno representativo. Es crucial entender que, para él, los creadores de la Constitución norteamericana concebían a la “representación” como un concepto mucho más rico del que ordinariamente se le adscribe.286 Desde entonces, nos dice Ely, el concepto descansaba en la premisa de que todo ciudadano tenía derecho a igual respeto y, por tanto, su debida representación debía estar en función de ella. 287 Obviamente Ely alude a una concepción histórica de la representación para convencernos de que nuestra teoría actual debe ser extendida. Refiere que la ampliación se compromete con un concepto de acuerdo con el cual, el representante no sólo debe separar sus intereses de los que le son propios a la mayoría de sus electores, sino también debe hacer una distinción entre los intereses de la coalición mayoritaria y los intereses de las diferentes minorías.288 Esto, nos dice, “no significa que los grupos que constituyen a las minorías de la población nunca podrán ser tratados menos favorablemente que el resto, pero sí impide el que se niegue su representación”.289 Adoptar esta concepción de representación —entendida por Ely como “representación virtual”290— implica entender que sus operadores no sólo tienen el deber de atender y cuidar los intereses de su electorado, sino también los de todos a quienes perjudica la decisión por aprobar. Este autor agrega que la clave está en vincular constitucionalmente los intereses de la minoría con los intereses de los grupos que detentan el poder.291 285 Ibidem, p. 101 Cfr, ibidem, p. 102 287 Cfr, ibidem, p. 103 288 Cfr, ibidem, p. 107 289 Ibidem, p. 107 290 Ibidem, p. 109, Al respecto dice que esta noción implica la protección de personas geográficamente distantes y la de aquellos que, siendo representados en sentido técnico, están en una situación funcional de impotencia. 291 Cfr, idem. 286 143 ¿Cuál es el fundamento con el que Ely opera? La lectura procedimental que hace de la Constitución norteamericana. Esta lectura lo conduce a concluir que la Constitución contempla dos grandes temas: “la consecución de un proceso político abierto a todos en base de igualdad, y la consiguiente aplicación del deber de los representantes de mostrar igual atención y respeto tanto por las minorías como por las mayorías”.292 ¿Qué lugar tiene el juez en todo esto? Él vigila que se haya logrado la representación virtual. Es el árbitro que, sin garantizar la justicia del resultado, interviene para vigilar que durante el proceso no se concedan ventajas injustas a un grupo por encima de otro. Ellos deben vindicar el mal funcionamiento del proceso, el cual ―en voz de nuestro autor― se actualiza cuando: 1) quienes detentan el poder bloquean los canales de cambio político o se aseguran de permanecer en el poder y excluir a los demás o 2) cuando aunque a nadie se niegue en realidad voz o voto, los representantes comprometidos con una mayoría efectiva sistemáticamente colocan en desventaja a la segunda minoría, por simple hostilidad, o por negarse prejuiciadamente a reconocer una comunidad de intereses y, al hacerlo, niegan a aquella minoría la protección suministrada por un sistema representativo a otros grupos.293 Así, Ely busca justificar la manera en que los tribunales pueden controlar la injustificada exclusión del proceso político de las minorías. Ahora, Ely evidentemente se tiene que enfrentar con el problema de resolver cómo es que el juez puede detectar la ausencia de participación de una minoría en un proceso. Obviamente no puede ser a partir de un resultado que genere un trato desigual a esa minoría, pues eso nos haría regresar, precisamente, a las circunstancias que Ely quería objetar: la imposición de valores por parte del juez constitucional. Aunque este es el punto más frágil de su posición (más adelante veremos por qué), entiendo que este autor resuelve el problema diciendo que lo que se debe garantizar, no es un trato igual 292 293 Ibidem, p. 125 Ibidem, p. 130 144 en el resultado, sino que los intereses de esas personas sean tomados en cuenta en el proceso legislativo.294 Un proceso inválido sería aquél que negara participación política a un grupo con base en un prejuicio inaceptable. Aquí vale la pena traer a cuento la síntesis que realiza Víctor Ferreres sobre el significado de este concepto en la teoría de Ely. Advierte que los prejuicios inaceptables se entienden como los que “tienen un número de contraejemplos sustancialmente mayor de los que el legislador parece haber previsto. Esos estereotipos inaceptables distorsionan el proceso de toma de decisiones, lo que convierte en sospechosa la distribución de beneficios y cargas a las que se llega como resultado”.295 El juez está frente a una categoría sospechosa —que amerita el escrutinio— cuando el legislador otorga un trato diferenciado a grupos considerados como minorías discretas e insulares.296 No obstante, una ley con tales características se mantiene si las distinciones que contempla encuentran soporte en razones aceptables y no en meros prejuicios.297 Contra la teoría de Ely se han lanzado muchas críticas y sin duda debemos abordarlas. Pero antes de ello, debemos dar cuenta de los argumentos que hace valer Carlos Santiago Nino para defender el control judicial procedimental. Adelanto que, a mi entender, su versión cuadra la teoría de un modo mucho más satisfactorio. B. Carlos Santiago Nino: el juez como vigilante de las condiciones de la democracia deliberativa Este teórico argentino comparte la idea según la cual los jueces no son sujetos legítimos para invalidar las decisiones del legislador democrático. Sin embargo, introduce tres importantes excepciones. 294 Así lo entiende Víctor Ferreres cuando explica la teoría de Ely, en su ensayo “Justicia Constitucional y Democracia” op. cit, p. 253. 295 Ibidem, p. 254. 296 Cfr, idem. 297 Cfr, Ibidem, p. 255 145 Una de ellas es, precisamente, el control judicial sobre el procedimiento.298 Antes de ahondar en ello es necesario explicar en qué radica, según Nino, la ilegitimidad del control judicial de la ley. En síntesis, deriva del hecho de que, a su juicio, el mejor método para alcanzar soluciones morales correctas es el diálogo que precede a la decisión colectiva y no la reflexión individual que un grupo de jueces ―no responsables política y electoralmente― pudieran lograr. Nino da soporte a esta visión tras argumentar extensamente por qué la democracia deliberativa es el mejor modelo de democracia. Para empezar, el objetivo de Nino es encontrar una teoría democrática compatible con los derechos y a la vez capaz de superar lo que él llama “la paradoja de la superfluidad moral del derecho”. Esto significa que está buscando una teoría capaz de proveer razones para actuar de conformidad con los productos que arrojan los procesos democráticos. A su entender, no todas las teorías sobre la democracia cumplen con el objetivo. Para hacer la distinción, nos habla de dos grandes familias. En la primera encontramos al conjunto de visiones para las cuales el proceso democrático supone que los intereses y preferencias de la gente —incluso cuando sean autointeresadas y moralmente censurables— deben tenerse como hechos dados. Bajo estas visiones, la democracia no trata de modificar las preferencias y los intereses de la gente en una dirección moralmente virtuosa.299 En esta primera familia tenemos el elitismo, el utilitarismo, el consensualismo y el pluralismo. 298 Las otras dos se refieren a: (i) el caso en que el juez está ante una norma que únicamente versa sobre problemas de moral autorreferente. Para Nino, el juez puede invalidar un resultado que no verse sobre moral intersubjetiva porque sólo en esta clase de temas se requiere la deliberación de una decisión colectiva. (ii) el caso en que el juez está frente a problemas vinculados con la aplicación de lo que llama la Constitución histórica. Aquí Nino entiende que, en determinadas prácticas, es necesario preservar algunas condiciones de la Constitución histórica a efecto de que éstas no colapsen. (Cfr, Nino, Carlos Santiago, La Constitución de la democracia deliberativa, op. cit, pp. 273282). 299 Cfr, ibidem, p. 101 - 102. 146 La segunda categoría se integra por visiones para las cuales la virtud de la democracia yace, precisamente, en la incorporación de mecanismos que transforman las preferencias y las inclinaciones de las personas.300 En voz del propio Nino, la segunda familia de teorías se caracterizaría por creer que “existe la posibilidad de dar razones objetivas respecto de la moralidad de ciertos resultados y que el proceso democrático mismo ayuda a determinar el resultado moralmente correcto”.301 Tenemos tres grandes teorías en este segundo rubro: la teoría de la soberanía popular, el perfeccionismo y las asociadas con el enfoque dialógico.302 Después de refutar a la primera familia —porque ninguna de las concepciones que la integran aspira transformar los intereses de la gente de un modo moralmente aceptable— y las dos primeras subcorrientes de la segunda303, Nino considera que la mejor teoría de la democracia puede encontrarse al interior de la categoría identificada con el “enfoque dialógico”. Así, para él la visión más satisfactoria de la democracia es, como ya advertíamos, la democracia deliberativa. Su argumento, en muy resumidas cuentas, parte de la siguiente base: la esfera de la moral está interconectada con la de la política. Esto quiere decir que, para que las decisiones políticas nos provean de razones para actuar, ellas deben estar justificadas moralmente, es decir, deben constituir las mejores respuestas posibles a los problemas que pretenden resolver. Pero ¿cómo sabemos cuál la mejor respuesta posible? John Rawls y Jürgen Habermas han intentado dar respuesta a esta pregunta. Para el primero, nos dice Nino, una forma adecuada de 300 Cfr, idem. Idem, 302 Cfr, ibidem, 103 y ss. 303 Nino rechaza la teoría de la soberanía popular por considerar que la justificación de la democracia que provee, no reconoce el contrapeso que el reconocimiento de los derechos individuales le opone a la democracia misma. (Cfr, ibidem, p. 137). Respecto al perfeccionismo, Nino lo rechaza al advertir que existe una tensión entre éste y la idea liberal de autonomía personal, entendida como “garantía de la libertad de perseguir cualquier plan de vida que no perjudique a terceros y proscripción de la interferencia estatal en esa elección”. (Ibidem, p. 140). 301 147 llegar a un juicio de moralidad es la reflexión individual. De acuerdo con dicha posición, un juicio moral es verdadero cuando deriva de un principio aceptado en la posición originaria o siempre que sea aceptado bajo condiciones de imparcialidad, racionalidad y conocimiento de los hechos relevantes.304 Por ello tendríamos que ver en la teoría de Rawls un acomodamiento recíproco de principios generales e intuiciones particulares.305 Ahora, Nino nos advierte que Rawls sí concede cierto peso al intercambio de opiniones entre personas, pero en realidad nunca es explícito respecto a si el diálogo es o no, un mecanismo adecuado para arribar a soluciones correctas.306 Del lado opuesto tenemos a Habermas, quien expresamente crítica a Rawls por suponer que la imparcialidad puede satisfacerse cuando la persona que formula juicios morales asume, en forma ficticia, la posición de los involucrados.307 Habermas se declara en contra de una visión moral monológica y, en cambio, le apuesta al diálogo real y efectivo basado en un esfuerzo cooperativo.308 Con base en estas corrientes, Nino distingue tres posibles tesis epistemológicas a las cuales identifica como E1, E2 y E3. La primera representa la posición de Rawls, la segunda su propia posición y la tercera la de Habermas. Veamos. De acuerdo con E1: “El conocimiento de la verdad moral se alcanza sólo por medio de la reflexión individual. La discusión con otros es un elemento auxiliar útil de la reflexión individual pero, en definitiva, debemos actuar ineludiblemente de acuerdo con los resultados finales de ésta última”. Tenemos después a la tesis E2, cuyo contenido debemos trascribir por ser la que sustenta la hipótesis de esta investigación: 304 Cfr, ibidem, p. 156 Idem, 306 Cfr, ibidem, p. 160 307 Cfr, ibidem, p. 164 308 Cfr, ibidem, p. 164 305 148 La discusión y la decisión intersubjetivas constituyen el procedimiento más confiable para tener acceso a la verdad moral, pues el intercambio de ideas y la necesidad de ofrecer justificaciones frente a los otros no sólo incrementa el conocimiento que uno posee, sino que ayuda a satisfacer el requerimiento de atención imparcial a los intereses de todos los afectados. Sin embargo, esto no excluye la posibilidad de que a través de la reflexión individual alguien pueda tener acceso al conocimiento de soluciones correctas, aunque debe admitirse que este método es mucho menos confiable que el colectivo, debido a la dificultad de permanecer fiel a la representación de los intereses de otros y ser imparcial.309 Finalmente, nos queda la tesis E3, misma que —en palabras del propio Nino—puede resumirse del siguiente modo: El método de la discusión y decisión colectiva es la única forma de acceder a la verdad moral, ya que la reflexión monológica es siempre distorsionada por el sesgo del individuo a favor de su propio interés o el interés de la gente cercana a él debido al condicionamiento contextual y a la dificultad insuperable de ponerse uno mismo en la situación del otro. Sólo el consenso real logrado después de un amplio debate con pocas exclusiones, manipulaciones y desigualdades es una guía confiable para tener acceso a los mandatos morales. Pues bien, como decíamos, Nino adopta la segunda posición, a la cual llama “constructivismo epistemológico”. Él mismo dice que se trata de una posición intermedia entre Rawls y Habermas. Veamos por qué. Por un lado, concuerda con Habermas en que la sola reflexión individual es incapaz de ilustrar nuestro camino hacia las verdades morales y que, tomada en sí misma, conduce a un elitismo moral, a un anarquismo filosófico o a una dictadura iluminada. Nino pregunta: si nosotros mismos podemos encontrar la verdad moral ¿qué sentido tendría obedecer a una autoridad? ¿Por qué no confiar mejor en nuestras propias intuiciones? A falta de una respuesta satisfactoria, 309 Ibidem, p. 161 149 coincide con la crítica de Habermas en el sentido de que la tendencia a la imparcialidad se logra a través de la discusión colectiva real; esto es, a través de un proceso ampliamente deliberativo en el que todos los potencialmente afectados pueden hacerse escuchar. Ahora bien, nuestro autor expresamente se coloca en un punto intermedio entre Habermas y Rawls porque la posición del primero tampoco le parece la panacea. Ella conduce, a su juicio, a un populismo moral, donde cualquier posición puede considerarse correcta por el solo hecho de ser respaldada por una mayoría.310 A diferencia de Habermas, Nino considera que la práctica social del discurso moral no es el único método (aunque sí el mejor) y, en este punto, cede un poco a Rawls. Señala que la reflexión individual sí es un medio que puede orientarnos al conocimiento de la moral (aunque no es el mejor). Advierte que no descartar de una vez por todas al individualismo epistemológico, ofrece una ventaja muy importante; a saber: permite reabrir la discusión que dio lugar al resultado de una decisión colectiva.311 Nino concluye este episodio de disputa diciendo: El procedimiento de la discusión y decisión colectivas constituido por el discurso moral (incluso por su sucedáneo imperfecto, el sistema democrático de toma de decisiones) es el método más confiable de aproximación a la verdad moral. Sin embargo, no es el único. Es posible, aunque generalmente improbable, que a través de la reflexión individual una persona pueda representarse a sí misma adecuadamente los conflictos de intereses y pueda llegar a una conclusión correcta e imparcial. Es concebible que un individuo aislado alcance conclusiones más correctas que las que fueron alcanzadas a través de la discusión colectiva. Esta posibilidad explica la contribución que cada uno puede hacer a la discusión y por qué un individuo puede legítimamente pedir que la discusión sea reabierta.312 310 Cfr, ibidem, p. 165 Cfr, ibidem, p. 164 312 Ibidem, p. 165 311 150 Habiendo explicado lo anterior, queda mucho más claro por qué Nino está en contra del control judicial de la ley: a su modo de ver, el origen no democrático de los jueces genera que sus decisiones carezcan del valor epistémico que sí tiene el proceso colectivo. De nuevo, sus palabras literales merecen nuestra atención: La perspectiva usual de que los jueces están mejor situados que los parlamentos y que otros funcionarios elegidos por el pueblo para resolver cuestiones que tengan que ver con derechos, parece ser la consecuencia de cierto tipo de elitismo epistemológico. Este último presupone que, para alcanzar conclusiones morales correctas, la destreza intelectual es más importante que la capacidad para representarse y equilibrar imparcialmente los intereses de todos los afectados por la decisión.313 Para Nino, el desvanecimiento del mito según el cual el juez es un técnico o un científico (o de que el juez únicamente se limita a apelar a la ley o a la Constitución sin valorarla), obliga a indagar los fundamentos de su pretendida legitimidad para controlar los méritos sustantivos de una decisión alcanzada por vía democrática. El innegable hecho de que los jueces recurren a principios básicos de moralidad social, hace que surja “con cada vez más intensidad la pregunta de quién es un juez para sustituir al pueblo en general y a sus órganos más directamente representativos”.314 En este sentido, Nino añade que resulta inadecuado creer ―como Dworkin lo hace― que el control judicial de la ley es justificable en la medida en que permite que el proceso político conserve, en su exclusivo dominio, la fijación de las políticas que establecen objetivos colectivos, mientras que la tarea de los jueces se limita a aplicar los principios que establecen derechos. Para el teórico argentino, la distinción es inaceptable y artificial porque implica entender que los derechos no tienen injerencia en los 313 314 Ibidem, p. 260 Nino, Carlos Santiago, op. cit, Fundamentos de derecho constitucional, p. 683 151 aspectos de política pública. En la medida en que los derechos requieren la implementación de actuares tanto negativos como positivos por parte del Estado, no hay nada que no esté impregnado por ellos y, por tanto, no habría ningún aspecto jurídico en el que un juez no pudiera inmiscuirse.315 Se podrá apreciar que la posición de Nino es semejante a la de Jeremy Waldron en el sentido de que ambos suponen que el mejor método para llegar a una decisión es la discusión colectiva, pues es la vía en que mejor se pueden representar los intereses de todos los afectados y, por tanto, también es la más respetuosa de la democracia. La crítica de Waldron al judicial review es más completa porque, además de ofrecer razones vinculadas con la mejor manera de llegar a resultados morales correctos (razones que él llamaba “outcome-related reasons”), buena parte de su trabajo va destinada a establecer por qué hay razones no instrumentales (“process-related reasons”) para aceptar que el método democrático es el mejor. Sin embargo, Nino ofrece una propuesta alternativa que da mucha mayor luz para salir del problema. ¿Cuál es ésta? Admitir, sin reticencias, que los jueces sí pueden ejercer control sobre el procedimiento democrático.316 Veamos los detalles de su propuesta. El procedimiento democrático, nos dice Nino, está regulado por un determinado conjunto de disposiciones cuyo diseño debe responder a algún fin. Es decir, ninguna de ellas es gratuita. Y ¿cuál es ese fin? ellas están diseñadas para maximizar el valor epistémico del proceso; esto es, para generar procesos que nos permitan llegar del mejor modo posible a verdades morales. 317 Ahora, ese valor tampoco se da en automático ni puede predicarse de cualquier procedimiento. La calidad epistémica del procedimiento depende de los siguientes factores: 315 Cfr, Idem. Waldron, se recordará, apenas sugería muy algo oscuramente que esta posibilidad de control podría analizarse en aquellos casos que no cumplieran con los 4 supuestos de los que él partía. 317 Cfr, Nino, Carlos Santiago, op. cit, La Constitución de la democracia deliberativa, p. 273 316 152 La amplitud de la participación en la discusión entre aquellos potencialmente afectados por la decisión que se tome; la libertad de los participantes de poder expresarse por sí mismos en una deliberación; la igualdad de condiciones bajo las cuales la participación se lleva a cabo; la satisfacción del requerimiento de que las propuestas sean apropiadamente justificadas; el grado en el cual el debate es fundado en principios en lugar de consistir en una mera presentación de intereses; el evitar las mayorías congeladas; la extensión en que la mayoría apoya las decisiones; la distancia en el tiempo desde que el consenso fue alcanzado; y la reversibilidad de la decisión.318 ¿Quién debe constatar que estas condiciones estén presentes en los procedimientos de creación normativa? Nino sostiene que el juez lo puede hacer, pues su función es —también a la manera de Ely— la de un árbitro del proceso. Teniendo presente esta solución o alternativa al judicial review es hora de preguntar si resulta aplicable (o no) al control del procedimiento de reforma constitucional. La hipótesis central de este trabajo es que esta pregunta debe contestarse afirmativamente. Algún optimista podría pensar que no hay necesidad adicional de argumentar en este sentido, pues si se aceptan las premisas y propuestas de Ely o de Nino en lo que respecta al control judicial de la ley, de inmediato ellas serían aplicables al caso del procedimiento de reforma constitucional. Sin embargo, la respuesta no es nada obvia porque contra esta alternativa de control, se han esgrimido severas críticas que, sin duda, hacen que la argumentación deba ampliarse mucho más. 2. Las objeciones a la teoría alternativa Las críticas que a continuación identificaremos han sido formuladas con especial referencia a la teoría de Ely. Sin embargo, vale la pena dar cuenta de ellas una vez que hemos analizado la teoría de Nino 318 Ibidem, p. 272 153 porque su versión permite responder, me parece, a varios de esos cuestionamientos. No debe olvidarse, sin embargo, que en realidad Nino expresamente dice seguir la teoría de Ely. Por ello, sí hay puntos de la crítica que resultarán aplicables para ambos. No obstante, por ahora únicamente retomaremos las críticas que nos permiten depurar un poco la teoría para, posteriormente, ver si su aplicación al control judicial del proceso de reforma es plausible. En síntesis, estos son los cuestionamientos: A. La teoría de Ely no da cuenta de la importancia del diálogo como transformador de preferencias Si bien muchas objeciones contra la teoría de Ely son igualmente aplicables a la teoría de Nino, la que ahora nos ocupa definitivamente no lo es. Cass Sunstein la formula en el siguiente sentido. La teoría de Ely, nos dice, es insatisfactoria en la medida en que no da cuenta de las implicaciones del principio de imparcialidad. Esto significa que si el juez constitucional pretende generar procesos legítimos, es necesario que haga algo más que vigilar la apertura de los canales políticos a las minorías cuya falta de participación se alega.319 Así, para Sunstein, la intervención del juez debe darse, no porque haya una posición minoritaria excluida de la competencia política, sino porque la deliberación del proceso falla.320 Ely no repara en las virtudes del procedimiento para modificar las preferencias, pues considera que son exógenas al mismo.321 El problema de ello, continúa Sunstein, es que Ely llega a la conclusión contraria porque parte de una visión pluralista de la democracia, a la cual debe adherirse para no aceptar un concepto sustancial de la misma, tal como el que implica el de la democracia deliberativa. Al poner tanto 319 Cfr, Sunstein, Cass R., The partial Constitution, Harvard University Press, 1993, p. 27 320 321 Cfr, ibidem, p. 144 Cfr, idem. 154 énfasis en su escepticismo hacia un control judicial basado en nociones sustantivas, se ve forzado a no darle este significado a la democracia, pues de hacerlo, terminaría socavando su propia teoría.322 Podrá verse, entonces, que la crítica de Sunstein en realidad está dirigida a cuestionar la teoría democrática en la que, a su entender, Ely se posiciona: el pluralismo político. De acuerdo con la objeción, Ely únicamente estaría preocupado por salvaguardar el acceso de las minorías al proceso para que sus preferencias sean agregadas. Pero no pone cuidado en decir que esas preferencias, tanto de mayorías como de minorías, deben ser transformadas a partir de razones morales. Sunstein controvierte tal posición porque considera que la transformación de las preferencias a partir de la argumentación moral es uno de los pilares sobre los que se sostiene la democracia norteamericana. Entonces ¿qué efecto tiene la crítica de Sunstein? Pues que si uno se separa de una teoría democrática no sustantiva (como la del pluralismo político) y acepta una versión sustantiva de la misma, entonces el control judicial del procedimiento tendrá que entenderse como una tarea que necesariamente implica valoraciones y juicios de moralidad. Parece que la teoría de Nino supera esta objeción. A diferencia de Ely, él basa su propuesta en el valor de la deliberación o en la moralización de las preferencias a través del diálogo. Entre las condiciones que a su juicio hacen democrático a un proceso está, precisamente, la de permitir el diálogo abierto a todos los participantes. Concretamente: en las virtudes del diálogo colectivo reside el valor epistémico del procedimiento. La tendencia de éste hacia la imparcialidad es el valor que justifica su primacía. Las preferencias no son exógenas al proceso, sino que ahí adquieren su forma. Una de las principales premisas de Nino es que la democracia debe ser entendida desde un punto de vista moral, pues sólo así se justificaría como un medio para llegar a resultados con autoridad 322 Cfr, ibidem, p. 143. 155 suficiente para vincularnos. Sólo así, nos dice, se logra superar la paradoja de la superfluidad del gobierno. Por tanto, él expresamente supone que la actividad del juez no puede desarrollarse sin interpretaciones axiológicas. Es claro que, incluso en el control del procedimiento, el juez estaría realizando una labor que admite ser calificada como sustantiva. Si Nino logra convencer, entonces salva la objeción de Sunstein sin mucho problema. Y si no, al menos sí demuestra contundentemente que la teoría procedimentalista del control constitucional no necesita comprometerse con una visión puramente procedimental de la democracia. Es decir, quien sustenta la primera no tiene porque rechazar una idea sustantivista de la democracia. A mi parecer, esta es la nota que distingue a Nino de Ely — misma que resulta mucho más atractiva para efectos de la propuesta final de esta investigación—. Acogerla abre, sin embargo, diversas preguntas tales como ¿por qué si el juez puede valorar aspectos sustantivos referidos a la calidad del proceso deliberativo, no puede hacer un contraste de validez sustantiva entre una norma constitucional y una inferior? Pero esta es una crítica distinta, misma que revisaremos al final de este apartado. B. La lectura procedimental de la Constitución es una lectura forzada De acuerdo con esta crítica, la teoría de Ely parte de una falsa premisa; a saber: que los contenidos de la Constitución están especialmente dirigidos a la protección de los procesos y no a valores sustantivos específicos. Es cierto que Ely dedica gran parte de su obra a argumentar que la mejor lectura que podemos hacer de la Constitución323 es 323 Si bien Ely se refiere en todo momento a la Constitución norteamericana, es claro que su postura puede universalizarse, con los debidos matices. Esto obedece a que, en realidad, él opta por hacer una lectura procedimental de cualquier Constitución que proclame un gobierno representativo y que se ocupe de resguardar el acceso a un proceso equitativo. 156 estrictamente procedimental y que sus cláusulas más destacadas en realidad tienen tal vocación. En otras palabras, para él las partes importantes de la Constitución no están orientadas a hacer un ajuste o balance de valores sustantivos, sino que abrumadoramente se ocupan de pretender garantizar la equidad procedimental.324 Ely literalmente llega a sostener que “preservar valores fundamentales no es propiamente una función constitucional”.325 En objeción a esto, Ferreres sostiene que Ely yerra al considerar que el tema general de la Constitución de Estados Unidos es la protección de estructuras y procesos.326 Para acreditar el error, nos dice, basta con observar que dicha Constitución incluye diversas cláusulas que protegen derechos sustantivos. Nos dice: “Ely tiene que hacer verdaderos juegos malabares para poder argumentar que la mayoría de las cláusulas del Bill of Rights se refieren exclusivamente a procedimientos”.327 No abundaré mucho sobre esta crítica por dos motivos. En primer lugar porque mi intención es analizar la posibilidad de aplicar la teoría del control procedimental al específico campo de la reforma constitucional. Esto importa porque el supuesto que nos ocupa es el de una Constitución (la mexicana) que no contiene cláusulas de intangibilidad; por tanto, podemos suponer que la justicia de los procedimientos es el último límite de la reforma. Esto, claro está, partiendo del convencimiento de que el control judicial al objeto de reforma no es legítimo. Ahora bien, con esto no quiero decir que mi entender de lo “procedimental” —incluso aplicado al problema de la enmienda— es semejante al de Ely. Por el contrario, bajo el esquema de Nino, esa lectura debería ser rica en contenidos sustantivos. Así, el segundo motivo por el que considero que esta crítica no incide significativamente en la aceptación del control procedimental, es el mismo por el cual el argumento de Sunstein tampoco incidía. Es decir, 324 Cfr, Ely, John Hart, op. cit, p. 112 Ibidem, p. 113 326 Cfr, Ferreres, Víctor, op. cit. “Justicia Constitucional y Democracia”, p. 257 327 Idem. 325 157 las premisas que sostienen esta alternativa de control no pugnan con una teoría sustantiva de la democracia como la de Nino. Para éste, los derechos son precondiciones de la calidad epistémica del proceso.328 Por ello, podemos mantener la defensa de ese control y no aceptar la lectura que Ely hace de la Constitución. C. El control del procedimiento democrático también implica valoraciones sustantivas De acuerdo con esta crítica —quizás la más poderosa— si las teorías procesalistas querían evitar que los jueces realizaran un control sustantivo y así abandonar la injustificada imposición de sus preferencias, fallaron en su propósito. Para esta objeción, controlar el procedimiento es una tarea de índole tan sustantiva como la que se efectúa cuando el juez invalida una norma porque su contenido contradice la Constitución. Esto se debe a que la participación en los procesos es un valor en sí. Y si la validez del proceso depende de su satisfacción, estamos en las mismas condiciones que inicialmente se querían evitar. Para el argumento contramayoritario, ambas posturas serían insatisfactorias porque los jueces estarían imponiendo injustificadamente sus preferencias y valores. Si esto es así ¿de qué sirve una propuesta que no salva, precisamente, lo que quería evitar? Y sobre todo, ¿de qué sirve la propuesta si termina por limitar la acción de los jueces con base en una premisa (absolutamente contestable) sobre la supuesta primacía de la regla democrática sobre los derechos? 328 Aquí se abre otro flanco crítico hacia la teoría del control procedimental. Vale la pena anunciarlo aunque será objeto de nuestra atención una vez que se haya precisado cómo es que esta clase de control pudiera resultar aplicable al procedimiento de la reforma constitucional. La crítica sostiene que un control de semejante naturaleza, que entiende a los derechos como precondiciones mismas de la democracia, podría ampliarse al grado de condicionar la validez de un proceso a la protección más efectiva de todos los derechos. Por ejemplo, podría decirse que una decisión no fue logrado en condiciones democráticas (y que, por tanto, el procedimiento es inválido) porque los ciudadanos que votaron por quienes los representaron en tal decisión no gozan del derecho a la educación. 158 Víctor Ferreres formula esta crítica de un modo especialmente esclarecedor. Para Ely, nos recuerda Ferreres, un juez debe asegurarse de que lo que ha motivado a una mayoría a aprobar una ley, no son meros prejuicios, sino razones aceptables.329 El problema viene cuando Ely intenta mantener su enfático rechazo a una situación en la cual el juez termine por imponer sus propios valores a la hora de juzgar si determinada exclusión es injustificada. A propósito Ferreres pregunta: “¿cómo puede el juez distinguir entre prejuicios y razones aceptables, si no es a través de de una teoría sustantiva?”330 Agrega que esto pone a Ely en un dilema: “si recomienda al juez que se abstenga de valorar la cuestión sustantiva de fondo, diluye el derecho a no ser discriminado; si, por el contrario, desea que el juez proteja este derecho con fuerza, no tiene más remedio que aceptar que el juez entre a valorar la cuestión sustantiva”.331 Sunstein también ataca este específico punto de la teoría de Ely diciendo lo siguiente: “any theory of the role of constitutionalism cannot simply point to the existence of politically disadvantaged groups, or of prejudice, as if these were simply brute facts. Any claim of disadvantage, of prejudice, or of insufficient influence is a valueladen one requiring defense”.332 De esta forma, el énfasis con el que Ely apuesta a la neutralidad judicial termina por socavar su propia pretensión inicial: inmunizar el control de la imposición de valores subjetivos. Ferreres puntualiza: “si se considera objetable que el juez imponga a la mayoría sus convicciones personales en cuestiones controvertidas, entonces debería rechazarse cualquier tipo de control judicial de la ley en materia de derechos, pues también la participación política es controvertida”.333 Pues bien, considero que esta objeción puede contestarse desde la teoría de Nino. ¿Por qué? Las razones por las cuales Nino se 329 Cfr, Ferreres, Víctor, op. cit. “Justicia Constitucional y Democracia”, p. 256 Ibidem, p. 255 331 Idem. 332 Sunstein, Cass R., op. cit, p. 144 de 333 Ferreres, Víctor, op. cit. “Justicia Constitucional y Democracia”, p 267 330 159 decanta por la objeción contramayoritaria son distintas a las de Ely y en esa medida logra generar, a diferencia de éste último, una postura internamente consistente. El problema es este: Ely parte de que cualquier análisis valorativo por parte del juez implica, en sí mismo, la injustificada imposición de sus valores —preferencias subjetivas que, además, suelen estar sesgadas—. Como indican sus críticos, esta concepción de Ely sobre la forma en que el juez se aproxima a su objeto, lo deja entre la espada y la pared, pues le resulta imposible proveer un criterio satisfactorio capaz de guiar al juez hacia la identificación de procesos coartados en términos de representación. Para confirmar que Ely parte de esta visión, basta con ver algunas de sus afirmaciones: “la experiencia nos demuestra que de hecho habrá un sesgo sistemático en la opción judicial de los valores fundamentales, como es de esperarse, a favor de los valores de la clase media alta profesional de la que proviene la mayor parte de los abogados y jueces y, dicho sea de paso, de los filósofos morales”.334 Además, al hablar sobre la lista de valores que la Corte suele consagrar como fundamentales, Ely indica que se trata de una lista que los lectores de su libro no tendrán dificultar en identificar: libre expresión, libre asociación, educación, libertad académica, privacidad del hogar, autonomía personal, incluso el derecho de la mujer a no ser encerrada en un papel estereotipado de lo femenino.335 Y agrega: “pero hay que ver a los teóricos de los derechos fundamentales dirigirse a la puerta apenas se mencionan el empleo, la alimentación o la vivienda: estos son importantes, ciertamente, pero no son fundamentales”.336 Las conclusiones de Ely al respecto llaman profundamente la atención; sin embargo, ellas sustentan la ilegitimidad de los jueces a partir de un enfoque un tanto contextual. Es decir, su objeción no sirve para tribunales que sí ponen un importante énfasis en la protección de 334 Ely, John Hart, op. cit, p. 80 Cfr, idem. 336 Ibidem, p. 81 335 160 derechos sociales y económicos como los que él refiere. En ese sentido, Ely parece partir de una generalización apresurada, no necesariamente fundada, acerca de la actividad judicial. En cambio, Carlos Santiago Nino no sustenta su objeción contra el poder de los jueces en el presupuesto de que ellos únicamente velan por sus propios intereses y que necesariamente tienden a la parcialidad. Por el contrario, él parte de que la reflexión individual desplegada por la rama judicial puede resultar un medio epistemológico adecuado para llegar a conclusiones sobre la verdad moral. Se recordará que, en este punto, Nino disiente con Habermas. Considera que si bien la reflexión individual no es un mejor método que la decisión colectiva, ella sí puede ser valiosa para reabrir las discusiones. Incluso, es por esta razón —nos dice— que cualquier teórico o filósofo del derecho puede aportar criterios y juicios sobre la verdad moral. Desde esta posición, Nino defiende una intervención intensa y significativa por parte del juez —intervención que no prescinde de consideraciones sustantivas—. No obstante, en su modelo, el juez nunca será el sujeto legitimado para zanjar las controversias sobre los derechos; esto es, para tener la última palabra sobre ellas. No es que el juez esté en mejor posición para detectar distorsiones en el proceso democrático, sino que —como cualquier otro individuo que disiente con un resultado— el juez es capaz de considerar, a partir de la reflexión individual, si un proceso es legítimo o no. Es por ello que este autor deja una invitación abierta al juez para que determine, como cualquier otro ciudadano disconforme lo haría, si las condiciones que dan ese valor epistémico al proceso se presentaron o no. Este ejercicio necesariamente es sustantivo y versa sobre análisis de valores; sin embargo, la diferencia es que tiene una dirección específica: no sirve para invalidar la norma que es emitida en condiciones no democráticas, sino que su naturaleza es sólo unidireccional. Para Nino esto significa que el activismo del juez se justifica en la medida en que siempre está dirigido a ampliar el 161 proceso democrático, a requerir más participación, más libertad de las partes, más igualdad y más argumentos.337 En la teoría de Nino, el juez promueve las condiciones que dan valor epistémico al proceso, pero no inválida o expulsa normas por considerar que su contenido no se ajusta con determinado orden de valores. El juez no busca la justicia del resultado, busca la justicia del proceso. Tanto el control de correspondencia material entre una norma superior y una inferior, como el control del procedimiento democrático requieren, como bien apunta la objeción, de una actividad eminentemente valorativa. La diferencia que, a nuestro entender, hace inválido al primer ejercicio y válido al segundo, radica en los efectos que producen. La promoción de las condiciones epistémicas de la democracia no puede nunca generar un veto de contenidos. Sobre este punto, Nino trae a colación la posibilidad de generar una práctica de reenvío que permita a los jueces devolver la norma al órgano representativo (condicionar su validez), para efectos de que el proceso sea reabierto y la discusión generada, ahora sí, en condiciones que le confieran legitimidad. Ely, por el contrario, asegura que cuando un juez está en presencia de un proceso no representativo ni participativo, no puede devolver el producto (la norma) al mismo órgano que la primera vez se condujo de modo prejuiciado, pues no hay ninguna razón para suponer que la segunda ocasión será diferente.338 A su juicio, los legisladores tienen intereses creados para mantener las cosas como están, mientras que los jueces pueden fungir como terceros imparciales, a la manera de aquel que previene la creación de monopolios o del árbitro que en una contienda deportiva procura la justicia del partido. Es decir, de acuerdo con Ely, los jueces sí tendrían legitimidad para invalidar las normas producto de un proceso caracterizado por un déficit democrático. 337 Cfr, Nino, Carlos Santiago, op. cit, La Constitución de la democracia deliberativa, p. 274 338 Cfr, Ely, John Hart, op. cit, p. 150 162 Pero con estas afirmaciones Ely devuelve mucho poder al juez o, al menos, mucho más del que inicialmente estaba dispuesto a concederle. Entonces, el círculo que Ely no logra quebrar es el de los efectos de un fallo judicial. Si la conciliación entre neutralidad judicial e identificación de prejuicios es insalvable, la teoría se cae cuando el juez debe definir la disputa, sin posibilidad de sugerir o convocar a la reapertura de la discusión colectiva. No obstante, como apunta Nino, los jueces sí están en condiciones de velar por la calidad del procedimiento democrático cuando no tienen la última palabra: su intervención es unidireccional. Siempre está enfocada a pedir más argumentos, más justificación, pero no a cerrar la controversia. Esto mismo justificaría que el juez estuviera en posibilidad de juzgar, con base en principios sustantivos, la calidad de un proceso. Una vez que hemos advertido las anunciadas falencias de la teoría de Ely y lo que, me parece, son las respuestas que sin esa intención ofrece Nino, por fin estamos en condiciones de preguntar si la teoría del control del procedimiento es o no aplicable a la revisión del proceso de reforma constitucional. 3. La teoría aplicada al procedimiento de reforma constitucional El apartado anterior nos lleva a la siguiente conclusión: la teoría del control procedimental sólo se justifica cuando entiende que la labor del juez consiste en promover la generación de aquellas condiciones que dotan de legitimidad al procedimiento democrático y, por tanto, cuando permite el reenvío de la norma al parlamento. Como decíamos, las críticas a la postura de Ely no dejan sin sustento una idea primordial; a saber: que el juez no tiene legitimidad para invalidar una norma creada mediante un procedimiento democráticamente legítimo. Sin embargo, sí la tiene para revisar que esas condiciones que dan legitimidad a cualquier decisión colectiva sean satisfechas. Pues bien, el argumento de este trabajo es que la teoría del control al procedimiento (en su versión más sofisticada, 163 específicamente, la sostenida por Nino) resulta perfectamente aplicable al control del procedimiento de reforma constitucional. La idea es que la Corte puede enjuiciar la validez de este proceso a la luz de un estándar cuyo fin sea verificar la existencia de aquellas condiciones que —de acuerdo con la Constitución misma— deben preceder a toda decisión que pretenda ser considerada democrática y, por ende, perteneciente al sistema. Sabemos cuáles son esas condiciones por lo que determinados principios constitucionales nos dicen acerca del modo en que las decisiones colectivas deben tomarse en una república democrática y representativa. A continuación intentaré respaldar las premisas que guían hacia esta conclusión. A. Los principios subyacentes al procedimiento y su control judicial De acuerdo con las conclusiones ya alcanzadas, el juez constitucional está perfectamente legitimado para identificar distorsiones en el proceso de deliberación a la luz de principios; más concretamente, a la luz de la dimensión sustantiva de la democracia. Sin embargo, para traducir esto a un lenguaje más familiar habría que retomar algunas distinciones que nos han guiado en el análisis del capítulo precedente. Veamos. Todo control de constitucionalidad puede versar sobre contenidos o bien sobre procedimientos; esto es, la materia u objeto que se puede someter a análisis es 1) el resultado de un proceso o 2) el proceso mismo. Si se admite el control del primer objeto (el producto), el juez no tiene más remedio que analizar sus méritos sustantivos con base en un conjunto de valores que, en el caso de la ley, devienen de la Constitución y, en el caso de la enmienda constitucional, devendrían de principios quizás supraconstitucionales o de una fuente cuyo rango y contenido aún se discuten. Ahora bien, respecto al segundo objeto de control (el procedimiento), es necesario hacer algunas distinciones más. Los métodos ortodoxos indican que todo control que versa sobre los procedimientos no implica otra cosa que la realización de un mero 164 contraste entre las reglas que textualmente disponen las formas de creación de la norma inferior —la composición del órgano competente, las mayorías exigidas para la aprobación de la norma y las actuación de los órganos en las fases que le dan origen— y los actos de aplicación directa de esas normas —los hechos del proceso que realizan quienes lo conducen—. Por lo que se refiere a la revisión del procedimiento de reforma constitucional mexicano, encontramos algunas posturas doctrinarias que admiten este método. Así, por ejemplo, Ulises Schmill ha observado que “el sentido del artículo 135 constitucional es que las reformas a la Constitución se lleven a cabo conforme al mismo artículo y aquellas que no sean regulares no deben ser vistas como reformas válidas”. 339 A juicio de este autor, es claro que el órgano de revisión constitucional sólo tiene competencia para conducirse en términos de lo que la Constitución misma establece. A su entender, cualquier rebasamiento de tales facultades constituiría una violación de los artículos 14 y 16 constitucionales, en tanto vulneraría la garantía de legalidad.340 En un sentido similar, Felipe Tena Ramírez sostiene que una reforma constitucional se puede declarar inconstitucional, “no por incompetencia del órgano idóneo del artículo 135, sino por haberse realizado por un órgano distinto a aquél o por haberse omitido las formalidades señaladas por dicho precepto”.341 Pero ¿quién ha de tener por no válida una reforma irregular? Schmill contesta que, en realidad, cualquiera (autoridades, órganos del Poder Judicial de la Federación o gobernados) puede asumir esa 339 Schmill, Ulises, op. cit. p. 122. Ídem. 341 Cabe anotar que este autor opta por considerar que el Poder Constituyente Permanente —como él lo designa— es un poder ilimitado. Su conclusión parte de dos premisas: (i) que el artículo 39 de la Constitución establece que el pueblo mexicano tiene en todo momento el derecho de alterar o modificar la forma de gobierno; y (ii) que el único mecanismo admisible para ejercer ese derecho y hacer factible la transformación, es el previsto por el artículo 135 constitucional. (Tena Ramírez Felipe, Derecho Constitucional Mexicano, trigésimo novena edición, Editorial Porrúa, México, 2007, p. 60.) 340 165 posición; pero quien lo haga, debe afrontar el riesgo de lo que en última instancia decidan los tribunales.342 Para este autor, las reglas que establecen el cómo modificar la Constitución son facultades del orden constitucional que se caracterizan por establecer, autorreferencialmente, su propio modo de creación. Los actos que despliegan los integrantes del órgano complejo ORC pueden entenderse como actos de aplicación directa de la Constitución. Así, porque la fuerza normativa de ésta no está en entredicho, tales actos deben ajustarse a sus mandatos. Cualquier irregularidad formal podría ser inspeccionada en sede judicial.343 La posición de Schmill se sustenta en la idea (kelseniana, por cierto) según la cual, para que las normas del sistema puedan reputarse válidas es necesario que ellas sean emitidas de acuerdo con los procedimientos que para su creación establece una norma superior. Por tratarse del procedimiento de reforma constitucional, estaríamos hablando, no de una norma superior, sino de la propia Constitución haciendo autoreferencia (en sentido prescriptivo) al modo en que su transformación resulta posible. Así, una norma integrante del conjunto normativo “Constitución” regula la conducta del órgano que tiene competencia para modificar ese mismo conjunto. El hecho de que el ORC tenga esa capacidad transformadora, no lo exenta de estar sometido al mandato que establece sus facultades y tampoco hace que éste adquiera un carácter superior con respecto al resto de las cláusulas constitucionales.344 342 Schmill, Ulises, op. cit. p. 122 Una posible objeción a esto podría señalar que la Constitución mexicana no establece norma alguna que otorgue competencia a la Corte para ejercer semejante control. Este es el argumento que esgrime el Ministro Fernando Franco en el amparo en revisión 186/2008 y, básicamente, supone la necesidad de un facultamiento expreso. 344 Schmill es enfático en señalar que, contrario a lo que ha pensado Alf Ross, la norma que establece el procedimiento de reforma constitucional no es superior con respecto al resto de las normas del ordenamiento y ella misma puede ser objeto de reforma. Gracias a la distinción de los ámbitos temporales de validez de las normas, podemos entender que es perfectamente posible modificar la norma que establece el procedimiento de reforma porque ella es apta para normar la conducción del proceso que, precisamente, se 343 166 Ahora bien, esta postura ha sido desarrollada bajo la idea de que los procedimientos prescritos en la Constitución se reducen a un conjunto de reglas que se aplican a la manera de todo o nada y cuyos contenidos son susceptibles de ser identificados textualmente. No es que Schmill (o la Corte, cuando lo ha aceptado) lo digan expresamente, sino que más bien no se preguntan si es posible entender a la noción “procedimientos de creación” en un sentido más amplio; específicamente en uno que esté integrado por principios. ¿Es esto viable? La pregunta es pertinente cuando comenzamos a ver que las reglas sobre la modificación constitucional no constituyen fines en sí mismas, sino que están al servicio de determinados principios y buscan maximizar determinados valores. Waldron nos orienta al respecto. Tomando la distinción hartiana entre reglas secundarias (reglas de cambio) y reglas primarias, Waldron se pregunta si sólo respecto a la segunda clase de normas es posible hablar en términos de principios, tal como Dworkin lo ha hecho al trabajar su teoría sobre la integridad. ¿Tiene sentido pensar que también las normas que gobiernan la confección de la ley están gobernadas por principios? Waldron responde afirmativamente y nos dice: The legislative process —like any political process— ought to be understood not just in reference to the secondary rules that happen to constitute it and govern it, but also in reference to the relationship between those rules and deeper values and principles that explain why the rule governed aspects of process are important to us. Another way of putting this is to say that the secondary tier of a legal system —what Hart called the secondary rules— comprises not only rules but principles as well.345 destina a ello; esto, con independencia de que el resultado se traduzca en su propia desaparición. (Schmill, Ulises, op. cit. p. 123 en adelante). 345 Waldron, Jeremy, “Legislating with Integrity”, 72 Fordham, L. Rev, 2003-2004, p. 376 167 Waldron convence de nuevo. Si tenemos reglas que determinan el cómo ha de cambiar una norma, ello se debe a algo. No son superfluas. Así, para este autor, un principio tiene la función de explicar por qué tenemos las reglas que tenemos y cómo es que ellas realmente son cumplidas de modo adecuado a los fines que aspiran. Con este argumento, Waldron echa mano de la noción de “integridad” desarrollada por Dworkin —de ahí el nombre de su ensayo— y refiere que los principios del acto legislativo sirven para indicarnos cuándo estamos frente a un actuar que corresponde con ese ideal. En este sentido, Waldron agrega: “what I mean to emphasize is that we do have something in our law, besides the rules themselves — some legal principles, in the Dworkinian sense […]— to which we can refer when we express our dissatisfaction with these arrangements or when we debate with one another about how to make things better”.346 Para mostrar que no estamos frente a un argumento que nos resulte tan ajeno, Waldron recuerda algunos ejemplos de prácticas en las cuales es frecuente que se juzgue la validez de procesos a la luz de principios. Para ello, remite a los juicios penales en los que ―nos dice― típicamente utilizamos principios para dirimir si una persona es culpable por la comisión de un delito. Las normas que establecen el debido proceso están en función de diversos valores de gran profundidad acerca de lo que consideramos un mecanismo justo para el conocimiento de la verdad. No hay duda de que esta analogía es pertinente para el caso mexicano. Si uno mira el todavía llamado “capítulo de garantías individuales” de la Constitución, podrá advertir que buena parte de ellas están consagradas a delimitar las formas y procesos en que resulta válido imputar culpabilidad penal a una persona. Se procura que el medio epistemológico utilizado por el Estado para llegar a la verdad, sea razonable y acorde con los límites de la lógica. Las reglas de los códigos procesales en realidad son la especificación de esos principios señalados a nivel constitucional. Nuestra forma de entender el proceso penal a la luz de principios ni siquiera es original o 346 Ibidem, p. 381 168 novedosa, sino que ella es explícita y de larga tradición. No es en vano que expresamente aludamos al principio de presunción de inocencia o al de defensa adecuada, entre otros, cuando estamos frente a casos cuya legalidad y constitucionalidad se ubica en zona de penumbra. El punto a destacar es, como dice Waldron, que estamos más acostumbrados de lo que creemos a juzgar ciertos procesos a la luz de una compleja y profunda base de valores. Al respecto, advierte: …as we frame the rules of courtroom procedure, we have these underlying values in mind; and it is not unrealistic or naive to say those values should also determine the spirit in which we conform our behavior, and the spirit in which we demand that others conform their behavior, to the rules.347 A mi entender, este mismo ejercicio puede hacerse cuando preguntamos por la validez de los modos de creación de las normas constitucionales. Tanto en este caso como en el relativo a los procesos judiciales ordinarios, una noción integral del proceso no se agota en el contenido de las reglas escritas (en palabras de Waldron: “the black letter rules of procedure”).348 Hay que ir más allá de su explicitud y preguntar cuál es el fin que ellas buscan, para qué existen y a qué valores obedecen. De acuerdo con esta noción de integridad aplicada al proceso de creación de una norma, podríamos decir que el mero cumplimiento de las reglas escritas no es garantía alguna de que los valores subyacentes al proceso se han satisfecho. Y tampoco es garantía alguna de que tales reglas fueron cumplidas de un modo sensible a los fines que persiguen los diseños jurídicos de esos procesos.349 Ahora bien, Waldron no llega decir que su argumento podría llevar a admitir un control judicial procedimental basado en principios. Quizás esto se debe a su escepticismo frente a la 347 Ibidem, p. 377 Cfr, idem. 349 Cfr. Ibidem, p. 378 348 169 intervención judicial en cualquier aspecto que implique valoraciones. Sin embargo, Nino nos ha hecho ver que tal control puede justificarse. Así, la idea que me propongo desarrollar a continuación, propone un control que juzga la validez del proceso por sus méritos sustantivos. En otras palabras, la materia sujeta a escrutinio judicial no es otra cosa que un conjunto de actos de aplicación directa de la Constitución, pero sujetos a un estándar eminentemente valorativo. La distinción es de suma importancia porque las expresiones “control material” y “control formal” son típicamente usadas de modo ambiguo. En efecto, decir que un control es material, puede querer decir dos cosas: que el juez aborda el objeto de análisis asumiendo que éste debe ser resuelto con base en pautas valorativas —que actúan como fundamento del control— o bien puede referirse a que la materia de la norma es lo que se somete a examen, específicamente, un contenido. Decir que un control es formal, puede querer decir que sólo versa sobre la verificación de las reglas que explícitamente condicionan la validez350 de un resultado institucional, o bien, que el intérprete adopta una actitud textualista, literal, restrictiva. Para clarificar la posición que aquí se defiende, se muestra el siguiente esquema. De acuerdo con él, contamos con dos criterios para clasificar el control judicial: (i) en función del objeto que se controla y (ii) en función del modo en que ese objeto se controla. CRITERIOS PARA CLASIFICAR EL CONTROL JUDICIAL (I) DEPENDIENDO DEL OBJETO (I) DEPENDIENDO DEL MODO EN QUE SE CONTROLA QUE EL OBJETO SE CONTROLA Actos de aplicación directa del Verificando la mera aplicación de procedimiento de creación normativa reglas El resultado del proceso Con base en principios 350 Validez entendida en el sentido kelseniano; esto es, como “forma específica de existencia de las normas jurídicas.” 170 El esquema anterior muestra que el objeto sujeto a control constitucional puede analizarse tanto desde una actitud restrictiva en cuanto al entendimiento de los alcances de las normas constitucionales, como desde una perspectiva guiada por principios sustantivos. Es el intérprete quien elije el camino. Para diluir la ambigüedad asociada con los términos “material” y “formal”, es necesario aclarar que el tipo de control que aquí se concibe como el más apropiado para nuestro caso resulta de la combinación de las casillas con fondo negro. Hablamos de un control que se traduce en la evaluación del procedimiento de creación constitucional a la luz de los principios que autorreferencialmente (es decir, desde la misma Constitución) nos indican cómo deben crearse las decisiones fundamentales de nuestro régimen. Se controlan actos de aplicación directa de la Constitución que versan sobre las formas de creación; todo ello, bajo la idea de que éstas están inspiradas en principios cuyo adecuado cumplimiento permite condicionar la validez de los primeros. Hablamos, por tanto, del contraste entre el procedimiento ideal (el que jurídicamente debe ser) y el real, el ejecutado y realizado por el ORC en los hechos. Estas dos clases de control al procedimiento no se excluyen entre sí. Por el contrario, pueden complementarse sin que el intérprete incurra en inconsistencia lógica alguna. Por ejemplo, un tribunal puede revisar si la votación supermayoritaria exigida por el artículo 135 ha sido alcanzada pero, a la vez, considerar que no obstante la satisfacción de este requisito textual, ello no es razón suficiente para tener por válido el procedimiento en cuestión. Ahora, ¿cómo es que los principios del procedimiento son aptos (al igual las reglas) para prescribir autorreferencialmente la forma en que una norma debe crearse? Esta pregunta nos obliga a retomar, aunque sea de modo breve, algunas de las principales posiciones teóricas acerca del papel que han jugado los principios en la teoría del derecho. La discusión en torno a los principios (iniciada por Dworkin en los años 70´s para rebatir el positivismo de Hart) ha logrado consolidar la idea de que, tanto ellos como las reglas, son normas 171 jurídicas que guían la conducta de sus destinatarios.351 Inicialmente, Dworkin refería que una regla se distinguía de un principio en que ella era aplicable a la manera de todo o nada, mientras que el principio no, pues su función era proporcionar razones que hablaban a favor o en contra de una determinada decisión y, de esta forma, se caracterizaban por admitir lo que se conoce como la “dimensión del peso o la importancia”.352 La relevancia de esta aportación teórica fue de tal magnitud que a la fecha contamos con una amplia diversidad criterios para clasificar los principios y para distinguirlos de las reglas. Por ejemplo, con respecto a la clasificación de los principios, Atienza y Ruiz Manero distinguen entre principios en sentido estricto y directrices (ambos pueden tener un carácter permisivo, o bien, de mandato); principios explícitos e implícitos; principios secundarios y primarios. Por lo que hace a la distinción entre una regla y un principio, estos autores también ofrecen criterios. A su entender, un principio se distingue de una regla en que sus condiciones de aplicación no constituyen un conjunto finito o cerrado. Además, las reglas están destinadas a evitar la ponderación en el razonamiento jurídico, pues imponen sus obligaciones o prohibiciones de manera concluyente, no prima facie (a diferencia de los principios). 353 Sin embargo, para efectos de esta investigación, son dos las concepciones sobre la noción de principio (a mi entender, perfectamente compatibles e incluso complementarias) que resultan más útiles; a saber: (i) la concepción de Waldron que ya habíamos referido, según la cual, los principios explican la razón de ser de las 351 Al respecto, Robert Alexy señala que tanto las reglas como los principios pueden concebirse como normas y que, en todo caso, de lo que se trata es de una distinción dentro de la clase de las normas. (Cfr, Alexy, Robert, Derecho y Razón Práctica, traducción de Manuel Atienza, tercera reimpresión, Distribuciones Fontamara, México, 2006, p. 9) 352 Ibidem, p. 10. 353 En este sentido, vid. Atienza et al, op. cit, Las piezas del Derecho. Teoría de los enunciados jurídicos, pp- 24 y ss. 172 reglas, su ratio; y (ii) la concepción de Robert Alexy, quien los entiende como mandatos de optimización. De acuerdo con este teórico, los principios son normas que ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible.354 Ellos pueden ser cumplidos en diversos grados y la medida ordenada de su cumplimiento no sólo depende de las posibilidades fácticas, sino también de las jurídicas.355 Ahora, ¿por qué decimos que este entender es especialmente útil para esta investigación? Porque, vistos en este sentido y de acuerdo con Moreso y Vilajosana, los principios establecen, mediante normas constitutivas, determinadas dimensiones de los estados de cosas ideales, que el mundo debe tener para ser conforme a Derecho.356 Así, la teoría de Alexy indicaría que los principios jurídicos “obligan a hacer aquello que es necesario para que los estados de cosas ideales se realicen en la mayor medida posible”.357 Para efectos de nuestro caso, podríamos concluir que los principios obligan al ORC a hacer aquello que es necesario para producir el estado de cosas ideal: maximizar las condiciones que dotan de capacidad epistémica al proceso de enmienda y, por ende, de legitimidad. No puede excluirse, sin embargo, la idea de que, a nivel de control constitucional y de razonamiento judicial, los principios permiten introducir elementos de deliberación capaces de condicionar la validez de un acto a algo más que la mera aplicación (a manera de todo o nada) de las reglas que establecen sus modos de creación. De cualquier modo, no es necesario comprometerse con una única acepción de la noción de principio jurídico. Lo que aquí interesa destacar es que resulta posible juzgar la validez del proceso con sensibilidad hacia el entramado de fines y pretensiones en los cuales se inspiran las reglas que lo determinan.358 354 Cfr, Alexy, Robert, op. cit, p. 13 Idem. 356 Véase, Moreso y Vilajosana, op. cit, p. 91. 357 Idem. 358 Contra esto, alguien podría alegar que la posibilidad de cuestionar la calidad de los procesos con base en los valores que idealmente los integran y dan sentido, pugna con 355 173 Dos grandes preguntas se abren como consecuencia de esta afirmación: (i) ¿cuáles son esos principios?; y (ii) ¿cómo es que pueden integrar un estándar apto para rechazar la validez de procesos que no se apeguen a ese estado ideal de cosas? Éstas son las dos preguntas que a continuación debemos enfrentar. B. Los principios subyacentes a la rigidez constitucional Si se acepta, con Waldron, la idea de que existen principios que explican la racionalidad detrás de las reglas procedimentales, debe admitirse que la regla de rigidez no es la excepción. Hablar de los valores que inspiran a la rigidez tiene como propósito mostrar por qué debemos tomarnos con tanta seriedad el proceso de enmienda; así, ellos funcionan como razones para aceptar el resto de los principios procedimentales de los que posteriormente hablaré. Pues bien ¿a qué fines o valores atiende la agravación del proceso de reforma? En el primer capítulo dábamos cuenta de algunas de las distintas racionalidades que han tratado de explicar el por qué del atrincheramiento. Entonces concluíamos que la rigidez se entendía como la fórmula ideal para mantener un delicado balance entre apertura al cambio y estabilidad de los contenidos más importantes. Pero dificultar el cambio se explica por diversas preocupaciones e intenciones. Al menos por lo que se refiere al procedimiento de una pretensión central sobre las funciones que los procesos democráticos están llamados a cumplir. Esta objeción indicaría que, dado que tales procesos deben resolver cuestiones sustantivas esencialmente controvertidas, su configuración debe prescindir de las mismas. El argumento se inclinaría por considerar altamente valioso que las reglas sean aplicadas a la manera de todo o nada, sin introducir consideraciones sustantivas, pues de otra forma ―nos diría― cederíamos un espacio a la arbitrariedad que supone el manejo de principios. El problema que encuentro en esta crítica es que omite ver que ella misma requiere fundarse en un valor para poder ser sostenida, quizás la seguridad jurídica. Esto nos pondría en el problema de determinar qué valor debe prevalecer ¿el máximo fortalecimiento de la seguridad jurídica o el de la justicia de los procedimientos? Dilucidar esto requeriría aproximarse al problema desde una perspectiva ajena a los límites de este trabajo. 174 reforma previsto por la Constitución mexicana, la exigencia de una supermayoría en el Congreso y de un consenso mayoritario en los Estados, no es gratuita. Hay intenciones que se aprecian conspicuamente. Por ejemplo, hacer de los derechos fundamentales un conjunto de postulados no disponibles para el legislador ordinario se debe, claramente, a la intención de frenar las decisiones de una potencial mayoría tiránica. La idea es que, si se entiende que las legislaturas ordinarias representan a la voluntad mayoritaria, hay ciertos principios que, ni aún con su consenso, deben poder ser modificados. Es por eso que, con frecuencia, el terreno constitucional es entendido como un área imparcial, donde los derechos de mayorías y minorías cuentan por igual. Como se recordará, Ferrajoli advierte que el fin de una Constitución no es expresar la voluntad de las mayorías sino, precisamente, aquello que ellas no pueden decidir. De igual forma, el hecho de atrincherar la estructuración del poder político con miras a una pretensión de equilibrio, se vincula con la intención de no permitir que el legislador ordinario pueda superar esos frenos y contrapesos que, justamente, están llamados a limitar su actuar. Por otro lado, parece evidente que la exigencia de una supermayoría en el Congreso de la Unión y la participación de los Estados, no sólo obedece a la intención de reunir el voto de los órganos representativos de los ámbitos local y federal, sino que, sobre todo, busca un consenso especialmente profundo por parte de todos los gobernados a quienes la norma por emitir deberá vincular. Es decir, busca dar participación a todos los órganos representativos de la sociedad a fin de que esa decisión sea su producto. Así, Donald Lutz parecía darnos una lectura adecuada acerca de los fines de la rigidez constitucional. Se recordará que, como quedó expuesto en el primer capítulo, una de sus principales tesis es que el mecanismo de reforma constitucional se concibió como un instrumento procesal llamado a regresar, del modo más fiel posible, a la voluntad popular que motivó el acto constituyente originario. A la luz de esta lectura, la rigidez procura generar procesos capaces de 175 retornar a esa calidad democrática que tanto se ha utilizado para legitimar los frenos de origen contramayoritario que se aplican a las decisiones del legislador ordinario. En una república democrática y representativa —una república como la que México aspira ser, en términos del artículo 40359 — no tiene sentido que el legislador ordinario esté limitado por determinados postulados constitucionales si esa restricción no proviene de la auténtica y actual voluntad del representado o si ella se logra irreflexivamente. De ahí la pertinencia de poner especial énfasis en la exigencia de una representación lo más impoluta posible. Por tanto, la pretensión de dificultar la generación de una decisión no es superflua. Con ello se procura evitar que esos postulados puedan reformarse, alterarse o eliminarse solamente porque sí, es decir, sin respaldo argumentativo. Su transformación amerita, cuando menos, calibrar las razones por las cuales fueron tenidos en tan alta consideración en el pasado. La intención de dificultar el cambio es precisamente la de exigir la superación argumentativa de esas razones primarias. Así, el grado ideal de rigidez debe ser uno que, de facto, genere un nivel de dificultad proporcional a la intensidad con la cual se valoró, en un determinado momento histórico, los bienes cuya enmienda se pretende en el presente. Una reforma legítima (sensible a los fines de la rigidez) exige la más alta deliberación. Esto significa que el ORC necesita disponer del más rico acervo de argumentos morales y de datos empíricos. El proceso ha de buscar, como bien decía Nino, moralizar las preferencias de los individuos. Lograr el grado ideal de rigidez que tanto pretendían los arquitectos de la Constitución sería una quimera si nuestra única guía 359 Art. 40.- Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, federal, compuesta de Estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior; pero unidos en una federación establecida según los principios de esta ley fundamental. 176 para ello lo constituye un criterio meramente cuantitativo; es decir, si validamos un proceso y le otorgamos el carácter de legítimo sólo porque logró el número de votos que la norma exige. En un proceso no deliberativo, ni siquiera una votación unánime es capaz de indicar que las decisiones cuentan con el auténtico respaldo de la población. Si el voto se negocia, en vez de ganarse con argumentos, no vale nada. Ahora bien, de modo concreto, me interesa analizar las relaciones entre la justificación del constitucionalismo y la calidad democrática que se espera de la Constitución. a. El sinsentido del constitucionalismo sin calidad democrática La justificación del constitucionalismo no puede prescindir de la legitimidad que se espera de cualquier acto de política constituyente, ya sea el de reforma o el originario. Si se admite que los contenidos constitucionales son aptos para limitar la voluntad mayoritaria (en una democracia que supone el respeto por el autogobierno), es porque se parte de la premisa de que ellos gozan de un origen cualitativamente superior al que, se presume, tiene la decisión legislativa ordinaria. Puesto de otra forma, si un contenido constitucional es capaz de limitar a las decisiones mayoritarias no es porque el primero sea el resultado de una decisión precedida por más votos que las segundas, sino porque ese incremento de votos debería indicar la existencia de un consenso más profundo, más amplio y quizás más democrático. Precisamente, el dualismo y la teoría del precompromiso justifican el constitucionalismo por considerar que su calidad democrática es superior a la del resto de las decisiones políticas. En voz de Juan Carlos Bayón, este argumento puede resumirse del siguiente modo (cabe anotar que él no lo suscribe): Es racional que una comunidad, en los momentos en que reflexiona colectivamente con mayor seriedad y altura de miras decida incapacitarse para tomar ciertas decisiones que saben que pueden tentarla en sus momentos menos brillantes y que, a 177 la larga, lamentaría haber tomado. En suma, ver la vida política de una comunidad como una sucesión de decisiones de calidades diferentes nos proporcionaría una razón para sostener que las de calidad superior (constituyentes) sí pueden trazar límites no removibles por decisiones posteriores de calidad inferior (de política ordinaria); y ese dualismo bastaría —se supone— para reconciliar la primacía constitucional con el ideal democrático. 360 Bayón comenta que este argumento ha sido tomado desde el campo de los estudiosos de la racionalidad individual, mediante las conocidas “estrategias Ulises”361. ¿Qué indican éstas? En sus palabras: Las estrategias Ulises son […] formas de asegurar la racionalidad de manera indirecta: mecanismos de precompromiso […] o auto-incapacitación preventiva que adopta un individuo en un momento lúcido consistentes en cerrarse de antemano ciertas opciones para protegerse de su tendencia previsible a adoptar, en momento de debilidad de la voluntad o racionalidad distorsionada, decisiones “miopes” que sabe que frustrarían sus verdaderos intereses básicos duraderos. Y lo que nos sugiere es que la comunidad necesitaría una constitución por las mismas razones que Ulises necesitaba sus ligaduras.362 Ahora bien, Bayón asegura, y creo que con razón, que la estrategia del precompromiso “presupone de modo arbitrario que los momentos en que se aprueban o reforman las constituciones son siempre de mayor calidad que los de legislación ordinaria”.363 Agrega que la calidad deliberativa del proceso —factor que lo revestiría de legitimidad democrática— es enteramente contingente.364 En esa medida, para 360 Con este párrafo Bayón pretende sintetizar la postura de autores como Bruce Ackerman y Gustavo Zagrebelsky, op. cit, p. 77 361 Cfr, ibidem, p. 78 362 Idem. 363 Cfr, Idem. 364 Cfr, Idem. 178 este autor, tales estrategias fallan en justificar adecuadamente el constitucionalismo. Con la intención de superar algunas críticas a la teoría del precompromiso, José Juan Moreso sugiere que atar las manos de las legislaturas futuras podría justificarse, no porque ellas sean menos racionales que las asambleas constituyentes, sino porque éstas suelen usar una gran cantidad de deliberación para alcanzar un consenso sobre las materias de la cultura básica política.365 Y agrega, siguiendo a la teoría de Ackerman sobre el dualismo366, que en los momentos de política ordinaria esa deliberación no siempre está presente. Como se ve, el constitucionalismo necesita apelar a la calidad de la decisión que le precede. El problema es que resulta falaz afirmar que tal calidad puede predicarse de todas las constituciones por el solo hecho de que en algunos momentos claves del constitucionalismo estuvo presente. Es decir, tal presunción de legitimidad no guarda una conexión lógica con el concepto de Constitución y, por tanto, no necesariamente está fundada en la realidad. En todo caso, ella se presenta de modo contingente. Por otro lado, la justificación del control constitucional judicial de la ley también necesita echar mano de la calidad democrática que debe respaldar cualquier norma llamada a servir de fundamento invalidador. En este sentido, Bayón nos recuerda que desde Marbury v. Madison, la justificación del judicial review necesita el argumento de que “cuando los jueces invalidan decisiones de un legislador democrático no ponen de ninguna manera su propio criterio por 365 Moreso, José Juan, “Derechos y Justicia Procesal Imperfecta”, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, p. 43, 2008http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/12925071916700495109213/di scusiones1/Vol1_03.pdf, última consulta 17 de mayo de 2010. 366 En un ensayo titulado “Higher Lawmaking”, Ackerman trata el problema del sentido que debemos darle al dualismo y dice: “During periods of constitutional politics, the higher law making system encourages the engaged citizenry to focus on the fundamental issues and determine whether any of the proposed solutions can gain the considered support, and therefore the accompanying political legitimacy, of a mobilized majority”. Vid. “Higher Lawmaking” en Responding to Imperfection, the Theory and Practice of Constitutional Amendment, Levinson, Sanford (ed.) op. cit, p. 66 179 encima del de éste, sino que se limitan a hacer valer frente a aquellas decisiones las más fundamental voluntad democrática del constituyente”.367 Ahora bien, el propósito de este apartado no es encontrar una razón convincente para justificar el constitucionalismo o el control judicial de la ley, sino simplemente mostrar que, para mantener los caminos de justificación más recurrentes (lo cual sí es un reto que ha de tomarse con seriedad), tenemos que poner atención en cómo robustecemos la teoría que dota de legitimidad a los procesos de reforma. Es decir, tenemos que dejar de presumir ingenuamente que existe una calidad superior detrás de esas decisiones fundamentales y empezar, más bien, a procurarla. No cabe duda de que si el constitucionalismo pretende estar justificado —y con esto me refiero a un constitucionalismo que, como quería Nino, nos dé razones para actuar— su legitimidad tendrá que residir en la auténtica calidad democrática de las decisiones de política constituyente (originario o no) y no en una ficción teórica. La irreflexiva presunción de que esa calidad deriva automáticamente de la rigidez constitucional parece estar plenamente contradicha con la realidad. Sin embargo, ello no quiere decir que aquél no sea un ideal al cual podamos y debamos aspirar. Bajo esta óptica, la rigidez podría entenderse en un sentido ya no descriptivo, sino sobre todo prescriptivo. Es decir, como un ideal sustantivo que debe orientar los cursos de actuación de los actores que integran el órgano de transformación constitucional. Creo que esta parece ser también la intuición de Bruce Ackerman cuando habla sobre la amplitud del poder que deben tener los políticos para trasformar las normas del sistema; al respecto dice: “If they wish to revise preexisting constitutional principles, they must return to The People and gain the deep, broad and decisive popular 367 Bayón, Juan Carlos, op. cit, p. 68 180 support that earlier moments won during their own periods of arduous institutional testing”.368 Si esta aspiración tiene un carácter deóntico (y ella tiene sustento en nuestra Constitución) entonces los jueces constitucionales, en vez de conformarse con presumir la calidad democrática de una decisión emitida en condiciones de rigidez, podrían comenzar a delinear las exigencias que orienten a su efectiva consecución. Se insiste, no hace falta mucha argumentación para aceptar que la lucidez que supuestamente caracteriza a los momentos de política constituyente —con base en los cuales se legitima la inmunización de ciertos contenidos frente al legislador— es, en muchos casos, una idealización que, no obstante, puede convertirse en un criterio guía capaz de informarnos cuándo estamos frente a un proceso legítimo. La inquietud por buscar que las reglas formales sean cumplidas de un modo sensible a los fines de la rigidez, es crucial para este trabajo por lo siguiente: hemos referido que dos de los más grandes exponentes de la tesis de los límites lógicos de la reforma constitucional (Pedro de Vega y Walter Murphy) reflejan un importante, y quizás fundado, temor por el hecho de considerar válida una reforma constitucional que, por el mero cumplimiento de los requisitos procesales, sea capaz de destruir principios básicos del constitucionalismo (consagración de derechos y división de poderes). Hemos insistido una y otra vez que ellos tienen razón en que el mero cumplimiento de esas reglas no da la legitimidad que esperamos de una reforma constitucional. La presunción de lucidez del momento constituyente (y de transformación constitucional) pierde su sustento cuando, en la práctica, se aprecia que las decisiones más fundamentales pueden ser tomadas de modo poco democrático, poco representativo, poco justificado, pero con un estricto apego a lo que Waldron llamaba “the black letter” de los procedimientos. Si la desconfianza por esa reforma constitucional que traiciona postulados de gran valía se debe a 368 Ackerman, Bruce, op. cit, p. 65 181 la falta de un actuar democrático por parte de nuestros representantes, ¿por qué no remediar desde ahí (y sólo desde ahí) el problema? Retomando: los valores de la rigidez confirman la idea de que el proceso de enmienda debe concebirse como un medio que busca llegar a los mejores resultados morales posibles. A continuación pretendo exponer cuáles son los principios que otorgan esa calidad epistémica y cómo es que están protegidos constitucionalmente. En primer lugar, presentaré la lista de principios que ofrecen Waldron, Nino y los coautores Gutmann y Thompson. Después intentaré identificar aquellos que nuestro orden constitucional protege. C. Un catálogo de principios a. Jeremy Waldron. Waldron nuevamente incursiona en nuestra discusión. Esta vez recurrimos a él para dar cuenta de los principios procedimentales que identifica. Éstos, nos dice, determinan el quién debe participar, el espíritu con el que debe hacerlo y las varias formas de cuidado que deben tomarse durante este proceso tan importante. No todos los postulados que ofrece este autor son útiles para la tarea que esta tesis enfrenta (o al menos no como están planteados por nuestro autor). Por ejemplo, el “principio de igualdad política” es muy importante por lo que pretende, pero no lo es en la medida en que sólo admite la regla de mayoría (pues ya contamos con un modelo de votación específico para efectos de la enmienda constitucional). Otro problema es que no todos los principios que Waldron enuncia son susceptibles de control. Por ejemplo, la seriedad con la que un legislador asume su tarea no es controlable per se. Tan sólo lo es en la medida en que ella se manifiesta a través de los actos que el legislador despliega durante la conducción del proceso, por ejemplo, mediante la argumentación que sostenga. Por tanto, de su postura sólo destacaré aquellos principios que, considero, son susceptibles de dar pautas al juez constitucional; a saber: la publicidad y la transparencia en el proceso de confección de 182 la ley, el deber de cuidado al legislar (en su específica manifestación objetiva), el deber de representar efectivamente los intereses de los potencialmente afectados, el principio de respetar y dar debido espacio al disidente, el principio de receptividad y el de igualdad política. En síntesis, éstos son:369 1) El principio de hacer explícita la actividad legislativa (“principle of explicit lawmaking”). De acuerdo con éste, cuando una norma es creada o reformada, ello debe hacerse de forma expresa y por una institución públicamente dedicada a esta tarea. La publicidad, explica Waldron, es importante para la comunidad porque le indica qué es lo que se está haciendo en su nombre.370 La gente no debería estar bajo ningún tipo de malentendido acerca de cómo funciona su gobierno.371 2) El principio del deber de cuidado al legislar. Éste obliga a otorgar importancia a los intereses y las libertades que están en juego en el desarrollo de la tarea legislativa; obliga a que ésta se ejerza con responsabilidad y con base en una teoría solida acerca de qué es lo que hace a una mejor legislación.372 3) El principio de representación. Éste requiere que la norma sea creada en un foro que dé voz a los potencialmente afectados y que reúna información sobre todas las opiniones e intereses relevantes de la sociedad. El postulado está asociado con el hecho de que el diseño institucional de las asambleas esté orientado a lograr una integración plural y numerosa, capaz de representar una significativa variedad de puntos de vista.373 369 Waldron, Jeremy, “Principles of Legislation”, en The Least Examined Branch, editado por Richard W. Bauman y Tsvi Kahana, Cambridge University Press, New York, 2006, p. 18 370 Cfr, Ibidem, p. 22. 371 Cfr, Idem. 372 Cfr, Ibidem, p. 23 373 Cfr, Ibidem, p. 25 183 4) El principio del respeto al desacuerdo. Este principio exige ver a los desacuerdos no como una desventaja o un mal al interior de las asambleas; sino como una característica positiva, inherente a la constitución de las mismas, que favorece la oportunidad de escuchar todos los puntos de vista rivales.374 Entre los requerimientos concomitantes de este principio está el que Waldron llama “loyal oposition”. Éste exige que los disidentes no sean estereotipados como subversivos o desleales. La leal oposición no es solamente un tema de libertad de expresión —apunta Waldron—. Quien se opone a un determinado consenso debe poder ser escuchado y debe poder probar su habilidad persuasiva. 5) El principio de deliberación receptiva. Gracias a este principio sabemos que el debate implica voluntad para ser persuadidos por cualquier punto de vista hecho valer en la asamblea. Así, todas las opiniones deben estar abiertas a la reelaboración, a la argumentación, a la corrección y a la modificación.375 En pocas palabras, este principio supone que existe la posibilidad de que la gente cambie de parecer tras escuchar argumentos.376 b. Amy Gutmann y Dennis Thompson La teoría de estos autores resulta relevante para esta investigación porque, aunque no especifican los principios que deben inspirar la manufactura de la ley, sí buscan delinear aquellos inherentes a la teoría de la democracia deliberativa. Éstos, obviamente, determinan a los primeros y su relevancia radica en que son especialmente útiles para ser empleados en la etapa justificativa de un fallo judicial. 1) El deber respaldar las decisiones con razones. De acuerdo con nuestros autores, el deber de justificar una posición con argumentos morales —deber que, por cierto, es igualmente exigible para 374 Cfr, Ibidem, p. 26 Cfr, Ibidem, p. 27 376 Cfr, Idem. 375 184 gobernados y gobernantes— deriva de la idea según la cual las personas debemos ser tratadas como agentes autónomos que participan en el gobierno de su sociedad. Exigir que una medida esté sustentada en razones deriva del respeto recíproco entre las posiciones disidentes.377 A diferencia de las teorías agregativas de la democracia, la que nos ocupa no ve a los intereses o las preferencias de las personas como hechos dados, sino que promueve su transformación por vía de la argumentación. La forma en que dicha exigencia se cumple es, precisamente, a través de la deliberación. Ésta, entendida como la justificación púbica de la toma de decisiones,378 hace legítimo que el representante posteriormente defienda la corrección de las medidas tomadas en nombre de la colectividad.379 Cuando un representante se niega a proveer esa justificación, trata al ciudadano como objeto de una legislación paternalista y no como alguien a quien le debe una honesta rendición de cuentas.380 2) El proceso genera resultados vinculantes. Para estos autores, hacer conciencia de este hecho permite entender que la deliberación no cumple un fin en sí mismo: los resultados de ese proceso están llamados a vincular a entes dignos de respeto.381 El postulado obliga a tomarse con seriedad la tarea de generar resultados que disciplinan, coercitivamente, las conductas humanas. 3) El proceso debe ser accesible a todos. Esta idea indica que las razones que se den para respaldar una medida deben ser comprensibles para todas las personas a quienes ella va destinada. Su conocimiento debe, por tanto, ser público. 382 377 Gutmann, Amy et. al, op. cit, p. 4. Ibidem, p. 45 379 Idem, 380 Idem, 381 Idem. 382 Ibidem, p. 4-5 378 185 4) El proceso de toma de decisiones debe ser dinámico. El proceso deliberativo siempre deja abierta la posibilidad de continuar dialogando.383 Todas las decisiones son provisionales.384 Este principio se basa en la idea de que los seres humanos solemos equivocarnos, tomar decisiones erróneas o entender deficientemente los problemas morales que nos aquejan.385 c. Carlos Santiago Nino Ya hemos presentado el argumento de este autor en torno al control procedimental. Pero falta revisar, con mayor precisión, cuáles son las específicas condiciones que, a su entender, otorgan calidad epistémica al proceso. Veamos: 1) La imparcialidad. Nos dice el autor argentino que “si todos aquellos que han participado en la discusión y han tenido una participación igual de expresar sus intereses y justificar una solución a un conflicto, ésta será, muy probablemente imparcial y moralmente correcta siempre que todos la aceptan libremente y sin coerción”.386 Este requerimiento de imparcialidad puede cumplirse en distintos grados. De acuerdo con Nino, la práctica informal de la discusión moral es un medio más apto que el procedimiento democrático (sucedáneo de la primera) para satisfacerlo íntegramente. Ello se debe a que él requiere la introducción de un límite de tiempo para finalizar la discusión y la necesidad de votar.387 No obstante esta desventaja, la democracia sí puede introducir elementos que permiten satisfacer, en el mayor grado de lo posible, la condición de imparcialidad. Para ello se requiere que todos los participantes en la discusión justifiquen su propuesta frente al resto. Dice Nino: “si sus intereses 383 Ibidem, p. 7 Ibidem, p. 6 385 Ibidem, p. 10 386 Nino, Carlos Santiago, op. cit, La Constitución de la democracia deliberativa, p. 166. 387 Cfr, Ibidem, p. 167 384 186 son puestos sobre la mesa, ellos deben demostrar que son legítimos”.388 Adicionalmente, se requiere que todos los participantes tengan la misma oportunidad de hacer valer sus posiciones morales ante el foro público al que se somete la propuesta. 2) La igual representación de los intereses de los otros. Para la concepción de democracia deliberativa que este autor construye, la representación es un mal necesario.389 La intermediación de un representante en el proceso de discusión colectiva trae aparejada varios males, entre ellos, la posibilidad de que el funcionario anteponga sus propios intereses al manejar un negocio que le es confiado, o bien, la posible falta de conocimiento de los intereses reales de quien representa. Pero la representación es inevitable. Por ende, debemos pensar cómo es que este arreglo institucional puede minimizar esos males que trae consigo. Para Nino, el representante tiene el deber de tomar en cuenta tantos intereses como sea posible.390 Si esta idea es asociada con lo dicho acerca del principio de imparcialidad, queda claro por qué el funcionario tiene el deber de representarse, con la mayor sensibilidad posible, no sólo la opinión de sus electores, sino también la de todos aquellos que se verán afectados por sus decisiones. 3) La inclusión de las minorías en el proceso. Nino es claro en señalar que el proceso político debería incluir como ciudadanos completos a todos aquellos cuyos intereses estén en juego en un conflicto.391 Así, una minoría particular no puede permanecer siempre aislada como consecuencia de que los demás la abandonen mediante un proceso de negociaciones.392 388 Cfr, Ibidem, p. 171 Cfr, Ibidem, p. 183 390 Cfr, Ibidem, p. 184 391 Cfr, Ibidem, p. 186 392 Cfr, Ibidem, p. 177 389 187 D. La protección constitucional del proceso democrático en el orden jurídico mexicano Lo que a continuación pretendo analizar es si la Constitución mexicana protege postulados cercanos a los principios que nuestros autores identifican. Veamos. En términos de los artículos 39 de la Constitución, el poder público dimana del pueblo y se instituye para su beneficio. El pueblo, nos dice la norma, tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno. El artículo 40 constitucional confirma que nuestro régimen de gobierno es el de una república democrática y representativa. Estas cláusulas exigen que todas las decisiones logradas en el marco de la Constitución, sean autogeneradas por los gobernados. Somos nosotros quienes elegimos cómo regir nuestra vida en sociedad, quienes tenemos derecho a darnos nuestras leyes y los representantes son, por tanto, funcionarios al servicio de estas preferencias e intereses. Tomar en cuenta nuestra opinión del modo más responsable y serio posible es, por tanto, una obligación. Pero ¿cómo es que se integra ese “pueblo” que tiene derecho a ejercer el gobierno por vía de sus representantes? El artículo primero de la Constitución parece especialmente ilustrativo. De acuerdo con éste, queda prohibida toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, el género, la edad, las discapacidades, la condición social, las condiciones de salud, la religión, las opiniones, las preferencias, el estado civil o cualquier otra que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas. ¿Qué indica esta protección para efectos de nuestro trabajo? La Corte, al ejercer el control que hemos referido, podría advertir que, en términos de ese principio, queda prohibido utilizar cualquier criterio de discriminación establecido en el artículo 1º para efectos de negar el acceso a la participación política. Es decir, la Corte podría concluir que no es constitucionalmente admisible excluir la voz de las personas que se identifican con alguno de los criterios vedados por ese 188 postulado. Si todos somos igualmente dignos para la Constitución, todos tenemos derecho a que nuestros intereses sean tomados en cuenta con la misma seriedad. Por tanto, este principio que, en términos generales protege la igualdad entre las personas, ahora es útil en su específica faceta de garante de la igualdad política. Por ende, una lectura adecuada del concepto “pueblo” al que se refiere el artículo 39 constitucional consiste en entender que se refiere a “todos los que somos dignos de la misma consideración y respeto”. Hasta aquí, podemos advertir que la representación no sólo debe ser efectiva (estar al servicio de los intereses reales de la ciudadanía) sino sobre todo inclusiva. Esto implica que el representante debe tomar en cuenta la opinión de todos aquellos que, en términos del artículo 1º, merecemos la misma participación en los asuntos que nos afectan por igual. Ahora bien, de acuerdo con Nino, el principio de autonomía personal —protegido por nuestra Constitución en los artículos 39 y 40— fundamenta el principio de imparcialidad.393 Se recordará que, de acuerdo con éste, el congresista debe representarse para sí mismo qué es lo que está en juego para los gobernados. Diría Nino: …la asunción de un punto de vista moral —la asunción de imparcialidad— requiere que nos pongamos nosotros mismos en el lugar o “en los zapatos” de otros seres humanos, lo cual implica poseer la facultad intelectual de la imaginación y el 394 atributo emocional de la simpatía humana. El representante debe ser sensible a este ideal. Asumir un punto de vista imparcial implica no poder apelar a un argumento inspirado por meras inclinaciones egoístas. Si esto es cierto, entonces este principio obliga a no ignorar las posiciones de los disidentes, de las minorías e incluso de las mismas mayorías cuando son ignoradas por la imposición de élites minoritarias. 393 394 Cfr, Ibidem, p. 166 Cfr, Ibidem, p. 176 189 La mejor manera para no ignorar las posiciones de los otros es dialogando con ellos, permitiendo la más libre y profusa expresión de sus ideas. Si el deliberante ha de asumir un punto de vista imparcial, debe estar dispuesto a intercambiar opiniones con receptividad y, por supuesto, a modificar su defensa cuando ella es rebatida por los argumentos que le son ofrecidos. Por otro lado, el adecuado ejercicio del derecho otorgado por el artículo 39 (el de ejercer nuestra soberanía) supone saber qué es lo que se decide en nuestro nombre. Es decir, como apuntaba Waldron, el respeto por el autogobierno implica que debemos saber, con claridad, cómo es que los delegados para ello están ejerciendo ese poder. Si realmente somos dueños de todas las transformaciones que se promueven, debemos conocer su explícito contenido. Esto indica que la Corte también está en posibilidad de encontrar un fundamento para la protección constitucional del principio de publicidad del proceso. Ahora ¿cuál es la razón por la cual nos importa la composición de las asambleas, las reglas sobre partidos, las reglas y principios que rigen las elecciones? De acuerdo con el artículo 41, la renovación del poder legislativo debe realizarse mediante elecciones libres, auténticas y periódicas. Como se ve, los órganos creadores de normas generales deben ser elegidos directamente por los gobernados a través de contiendas cuya caracterización no prescinde de valores sustantivos. Esto no puede tener otro fin que el de generar la mayor proximidad posible entre la efectiva y libre elección de la ciudadanía y la encomienda a cargo de su cuerpo de representantes. De ahí que, desde nuestra práctica, tenga sentido dar razón a Nino cuando puntualiza que la representación debe concebirse como “una delegación para continuar la discusión a partir del punto alcanzado por los electores durante el debate que condujo a la elección de representantes”.395 En términos del mismo artículo 41 constitucional, los partidos políticos tienen como fin promover la participación del pueblo en la vida democrática, contribuir a la integración de la representación nacional y, como organizaciones de ciudadanos, hacer posible el 395 Cfr, Ibidem, p. 184 190 acceso de éstos al ejercicio del poder público, de acuerdo con los programas, principios e ideas que postulan y mediante el sufragio universal, libre, secreto y directo. Este entramado de valores confirma la idea de que las formas de organización política al interior de una asamblea —incluidas las formas más específicas, como la constitución de grupos parlamentarios, comisiones, junta de coordinación política, mesa directiva, entre otros órganos secundarios— sólo se justifican en tanto sirven a los intereses de los representados. Por otro lado, los dos sistemas de elección de representantes que contempla nuestra Constitución (principio de representación proporcional y de mayoría relativa) están protegidos con el objeto de generar órganos cuya composición refleje, del modo más fiel posible, la real composición del país en cada ámbito de gobierno. El número de integrantes que conforma a los distintos órganos representativos tiene la misma vocación.396 Con tales principios, además, se busca dar un lugar digno y significativo a los partidos que representan el voto de algunas minorías y se busca amputar la posibilidad de que una mayoría partidista pueda absorber el espacio y la agenda legislativa. Al respecto, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha entendido que el sistema de mayoría relativa expresa como característica principal fincar una victoria electoral por una simple diferencia aritmética de votos en pro del candidato más favorecido. Éste, nos dice la Corte, permite la identificación del candidato y, además, propicia el acercamiento entre candidato y elector. Mientras que la representación proporcional, obedece al principio de asignación de curules por medio del cual se atribuye a cada partido o coalición un número de escaños proporcional al número de votos emitidos en su favor. Agrega: …la introducción del principio de proporcionalidad obedece a la necesidad de dar una representación más adecuada a todas las 396 Por ejemplo, en términos del artículo 116 de la Constitución, el número de representantes en las legislaturas de los estados deberá ser proporcional al de habitantes de cada uno. 191 corrientes políticas relevantes que se manifiestan en la sociedad, así como para garantizar, en una forma más efectiva, el derecho de participación política de la minoría y, finalmente, para evitar los efectos extremos de distorsión de la voluntad popular, que se pueden producir en un sistema de mayoría simple. 397 En vista de todo ello, una respuesta adecuada a la pregunta anteriormente formulada podría ser que todo este universo de protecciones constitucionales (y sus especificaciones en ley) nace para que las decisiones emitidas por los representantes tomen en cuenta una significativa diversidad de criterios y puntos de vista. Lo mismo puede decirse acerca de las distintas formalidades plasmadas en las reglas orgánicas que administran las competencias de nuestras asambleas: las reglas que rigen los debates, la formación del orden del día, las convocatorias a las sesiones, la formas de votación, la maneras de computar la votación misma, las reglas de formación de comisiones, de estudio y análisis legislativo, los requerimientos relativos a los tiempos que deben mediar entre el sometimiento de una propuesta y su divulgación interna, entre muchos otros aspectos. Todas estas condiciones promueven la generación de un debate serio, reflexivo, inclusivo y transparente. Sumergirse en el vasto océano de todos los candados constitucionales y legales orientados a la generación de resultados más justos y procedimientos más inclusivos, es una tarea que excede a los fines de esta investigación. Sin embargo, es un hecho que su exhaustiva ubicación no haría sino reforzar la condición de protección jurídica que reciben las precondiciones del procedimiento democrático.398 El lector puede observar que, de hecho, las disposiciones constitucionales a las que hasta ahora hemos apelado cumplen una función de complementariedad recíproca. Juntas, y sólo 397 Al respecto véanse las consideraciones de la acción de inconstitucionalidad 9/2005. No está de más recordar que hablamos de precondiciones porque estos principios están puestos antes de que el proceso genere resultados. En ese sentido, lo disciplinan y limitan. 398 192 así, conforman el entramado valorativo que nos permite responder afirmativamente la pregunta que encabeza este apartado. E. Los criterios de la Suprema Corte en materia de proceso legislativo: una aproximación a la propuesta En los últimos años, el Pleno de la Suprema Corte mexicana ha plasmado criterios de gran importancia que, sin duda, sientan la base sobre la que puede descansar la línea argumentativa aquí sugerida. El gran precedente que cambia el entendimiento de los procesos de producción normativa en el seno de la Corte es la acción de inconstitucionalidad 9/2005.399 En ella, el Pleno de la Suprema Corte de Justicia —al deber juzgar la validez de un proceso que culminó con una reforma al artículo 17 de la Constitución del Estado de Aguascalientes—400 estableció una serie de principios que, en sus términos, deben guiar el ejercicio de evaluación de su potencial invalidatorio. A entender de la Corte, la equidad en la deliberación parlamentaria apunta a la necesidad de no considerar automáticamente irrelevantes todas las infracciones procedimentales producidas en una tramitación parlamentaria que culmina con la aprobación de una norma mediante una votación que respeta las provisiones legales al respeto. Con esta idea, la Corte genera un estándar mediante el cual el ejercicio de juzgar un proceso, no queda reducido a la detección de 399 La ponencia del asunto estuvo a cargo del Ministro José Ramón Cossío Díaz. El mismo se resolvió por mayoría de seis votos de los Ministros Aguirre Anguiano, Cossío Díaz, Gudiño Pelayo, Ortiz Mayagoitia, Valls Hernández y entonces Presidente Azuela Güitrón. Los Ministros Luna Ramos, Díaz Romero, Góngora Pimentel, Sánchez Cordero y Silva Meza votaron en contra. 400 El Partido Revolucionario Institucional promovió la acción de inconstitucionalidad por considerar, esencialmente, que la reforma al artículo 17 de Constitución Política del Estado de Aguascalientes transgredía los artículos 52, 53, 54 y 116, fracción II de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos porque no se mantenía la proporción del sesenta por ciento de mayoría relativa y cuarenta por ciento de representación proporcional en la integración del Congreso del Estado de Aguascalientes, provocando así, una sobre-representación de un partido político. 193 vicios procedimentales estrictamente referidos al incumplimiento de las reglas cuya aplicación se determina a la manera de todo o nada. Por su trascendencia para esta tesis, vale la pena citar íntegramente el criterio emitido en aquella ocasión: PROCEDIMIENTO LEGISLATIVO. PRINCIPIOS CUYO CUMPLIMIENTO SE DEBE VERIFICAR EN CADA CASO CONCRETO PARA LA DETERMINACIÓN DE LA INVALIDACIÓN DE AQUÉL. Para determinar si las violaciones al procedimiento legislativo aducidas en una acción de inconstitucionalidad infringen las garantías de debido proceso y legalidad contenidas en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y provocan la invalidez de la norma emitida, o si por el contrario no tienen relevancia invalidatoria de esta última, por no llegar a trastocar los atributos democráticos finales de la decisión, es necesario evaluar el cumplimiento de los siguientes estándares: 1) El procedimiento legislativo debe respetar el derecho a la participación de todas las fuerzas políticas con representación parlamentaria en condiciones de libertad e igualdad, es decir, resulta necesario que se respeten los cauces que permiten tanto a las mayorías como a las minorías parlamentarias expresar y defender su opinión en un contexto de deliberación pública, lo cual otorga relevancia a las reglas de integración y quórum en el seno de las Cámaras y a las que regulan el objeto y el desarrollo de los debates; 2) El procedimiento deliberativo debe culminar con la correcta aplicación de las reglas de votación establecidas; y, 3) Tanto la deliberación parlamentaria como las votaciones deben ser públicas. El cumplimiento de los criterios anteriores siempre debe evaluarse a la vista del procedimiento legislativo en su integridad, pues se busca determinar si la existencia de ciertas irregularidades procedimentales impacta o no en la calidad democrática de la decisión final. Así, estos criterios no pueden proyectarse por su propia naturaleza sobre cada una de las actuaciones llevadas a cabo en el desarrollo del procedimiento legislativo, pues su función es ayudar a determinar la relevancia última de cada actuación a la luz de los principios que otorgan verdadero sentido a la existencia de una normativa que discipline su desarrollo. Además, los criterios enunciados siempre deben aplicarse sin perder de vista que la regulación del procedimiento legislativo raramente es única e invariable, sino que incluye ajustes y modalidades que responden a la necesidad de atender a las vicisitudes presentadas en el desarrollo de los trabajos parlamentarios, como por ejemplo, la entrada en receso de las Cámaras o la necesidad de tramitar ciertas iniciativas con extrema urgencia, circunstancias que se presentan habitualmente. En este 194 contexto, la evaluación del cumplimiento de los estándares enunciados debe hacerse cargo de las particularidades de cada caso concreto, sin que ello pueda desembocar en su final desatención.401 Estas consideraciones indican que nuestro argumento no sólo es viable sino que se acerca, en gran medida, a los criterios que la Corte ya está construyendo poco a poco respecto al control del procedimiento legislativo. La Corte colombiana, como se recordará, también ha incursionado en semejantes términos —ésta sí en el terreno de la enmienda constitucional—. Sin embargo, el estándar logrado por ambos tribunales constitucionales debe fortalecerse. Tanto la Corte de Colombia como la de México han dicho que, para garantizar el debido respeto al debate parlamentario, basta con que se haya generado la oportunidad para generarlo. De acuerdo con la Primera Sala de la Suprema Corte, si en un determinado caso no se lleva a cabo un debate activo o no se esgrime alguna objeción, pero finalmente se genera la aprobación respectiva, es evidente que se ha cumplido con las formalidades del procedimiento legislativo previsto por el artículo 72 constitucional. Literalmente ha dicho que “el texto constitucional no exige que la discusión de las modificaciones por parte de la Cámara de Origen se traduzca en una acción positiva de debate activo a través de oradores, dictámenes, etcétera, sino que ésta se pronuncie (aprobando o desaprobando, por mayoría de votos) respecto a las modificaciones realizadas por la Cámara Revisora”.402 401 Los datos de localización de esta tesis aislada son: tesis P. L/2008, Novena Época, instancia: Pleno, fuente: Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, XXVII, Junio de 2008, página: 717. Su número de registro es 169,437. 402 Este razonamiento se contiene en la tesis de rubro: AUTOMÓVILES NUEVOS. EL PROCESO LEGISLATIVO QUE ORIGINÓ EL DECRETO DE REFORMAS AL ARTÍCULO 8o., FRACCIÓN II, DE LA LEY FEDERAL DEL IMPUESTO RELATIVO, PUBLICADO EN EL DIARIO OFICIAL DE LA FEDERACIÓN EL 26 DE DICIEMBRE DE 2005, NO VIOLA EL ARTÍCULO 72, INCISO E), DE LA CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE LOS ESTADOS UNIDOS MEXICANOS. Sus datos de localización de esta tesis son: Novena Época, Instancia: Primera Sala, Fuente: Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, XXVII, Junio de 2008, Tesis: 1a. XLIX/2008, Página: 389. No. Registro: 169,549. El precedente es el amparo en revisión 195 Cuando este criterio es aplicado al problema de reforma constitucional resulta equivocado. Éste se olvida de la idea según la cual, la justificación de cualquier decisión que pretenda vincular a entes libres, debe ser pública, explícita y transparente. Este principio se transgrede cuando, por más intenso que sea el “debate”, la decisión resultante no encuentra al menos una razón que la justifique. Un procedimiento auténticamente deliberativo no es aquel que se contenta con la apasionada retórica de buenos oradores. Lo que debe exigirse —y sí como un actuar positivo por parte de los órganos productores de normas— es que deliberen públicamente el cambio que promueven, que esgriman todos los pros y contras que una determinada posición puede tener, que calibren sus efectos negativos y positivos en el modus operandi de la sociedad, que se posicionen — como decía Nino— en los zapatos del más afectado por la medida a tomar, que asuman la idea de que ellos pueden estar algún día en esas condiciones. Este deber positivo es congruente con los fines que pretende una reforma constitucional. Como ya indicábamos, hay muchas razones por las cuales el ORC está obligado a procurar las mejores respuestas posibles. Entre ellas está la idea de que los momentos de política constituyente tienen la vocación de generar consensos cualitativamente superiores a los que se requieren para la toma de decisiones mayoritarias, pues el contenido de estas últimas está limitado por el resultado que emana de los primeros. Cuando lo que está en juego son las decisiones más fundamentales de un orden jurídico, las que más legitimadas deben estar, entonces el ORC sí tiene por qué dar cuenta de todo el debate que suscita una posición. Puesto de otra forma: dado que los temas que son colocados en la agenda de un constituyente (originario o no) necesariamente son moralmente controvertidos, la exteriorización de su inherente polémica es sólo la consecuencia lógica de tomarse esos asuntos con seriedad. El desacuerdo que justificadamente se espera de 150/2008, fallado el 16 de abril de 2008, por unanimidad de cinco votos. Ministro ponente: José Ramón Cossío Díaz. 196 una decisión así, debe ser efectivamente ejecutado. La polémica parlamentaria es obligada porque, en la práctica informal de la discusión moral, es una realidad. Parece que en el caso de la reforma, la negociación entre las fuerzas políticas no es un valor que deba primar. Festejar el alcance de acuerdos logrados tras puertas cerradas, mediante la transferencia recíproca de cargas y beneficios, más bien luce como un despropósito para el caso de la creación constitucional. En ésta, el debate debe ser explícito y debe ser flexible; esto es, debe permitir el diálogo, permitir numerosas intervenciones, siempre estar al servicio de los argumentos. Esto, no obstante, necesariamente ha de generar algún retraso en la agenda pública. Pero ¿es esto un problema? Quizás no. La enmienda no requiere del mismo dinamismo que muchas veces sí puede requerir la aprobación de leyes ordinarias. Esto es, la reforma constitucional nace para generar consensos especialmente profundos, pero sobre todo capaces de lograr resultados morales lo suficientemente abstractos como para permitir la adaptación constitucional vía transformaciones legislativas y criterios judiciales. Esto quiere decir que el detalle en el paisaje normativo de la Constitución no algo que deba buscarse, pues la idea es que ella permita creación normativa a su alrededor. Retomando: la Corte mexicana ya está generando las bases de una doctrina afín a las intenciones que aquí han sido plasmadas. No obstante, para construir un estándar adecuado a los fines del procedimiento de reforma constitucional, nuestro más alto tribunal tiene que superar la idea de que carece de herramientas para conocer cuándo está ante una deliberación suficiente. Es necesario evaluar que todos los aspectos controvertidos de una reforma hayan sido tratados con suficiente atención y respeto. Pero nuestra Corte no sólo necesitaría adaptar ese específico criterio al caso de la reforma constitucional, sino sobre todo la idea — plasmada en el amparo en revisión 186/2008— de que los límites implícitos formales de la enmienda resultan perfectamente delimitables en las disposiciones reguladoras del procedimiento de reforma. La Corte tiene que analizar cómo es que esos valores 197 procedimentales que, con claridad identifica respecto al procedimiento legislativo, son pertinentes para el control del proceso de creación constitucional y en qué forma deben adaptarse a las específicas pretensiones de éste. F. Una propuesta metodológica Hay una pregunta que hasta ahora no se ha contestado. Ya vimos por qué es jurídicamente acertado decir que el juez constitucional puede controlar vicios vinculados con la ausencia de las condiciones que, a la luz de determinados principios, otorgan legitimidad al proceso de enmienda. Ya vimos cuáles pueden ser esos principios y por qué parece razonable suponer que ellos encuentran sólida protección constitucional en el ordenamiento mexicano. Sin embargo, hace falta analizar cómo es que el juez constitucional puede detectar su transgresión dentro del marco de facultades que la Constitución le concede. A continuación pretendo explorar lo que, considero, es una forma de argumentar los fallos que nuestra Suprema Corte de Justicia de la Nación debe dictar en lo que concierne al problema de la reforma. La mejor forma para abordar esto es a través de la formulación de preguntas. ¿Cómo se identifica la norma que motiva el control? La pregunta es pertinente porque el juez constitucional no podría ejercer sus facultades sin antes conocer los límites competenciales del órgano cuya actividad quiere analizar. Por tanto, para aclarar lo que se ha dicho, es adecuado identificar ese enunciado jurídico sin el cual la propuesta carece de sustento. Entiendo que éste reza: “para que el ORC pueda modificar la Constitución debe conducirse de conformidad con el procedimiento P (donde P está configurada por una doble dimensión regulativa: la de las reglas previstas por el artículo 135 constitucional y la de los principios)”. Puesto de otra forma, este enunciado indica que, para aceptar la validez del resultado institucional (reforma constitucional) 198 generado por el ORC, es necesario que éste haya actuado de conformidad con P. 403 La exigibilidad jurídica de esta conducta se debe a algo tan simple como el hecho de que el ORC es un órgano constituido, esto es, recibe sus facultades y límites competenciales de la Constitución y, por ende, no puede rebasarlos. Revisar la regularidad de los procedimientos es una tarea con la cual nuestra tradición jurisprudencial está ampliamente familiarizada y —aunque aquí esté buscando objetar algunas de las premisas con las cuales ella suele operar— es un hecho que no puede sorprendernos la argumentación de que los órganos constituidos encuentran límites competenciales. En ocasiones, el fundamento que motiva este control —o que da lugar a la procedencia de algún medio de control constitucional, el juicio de amparo, por ejemplo— se identifica con la violación a la garantía que protege lo que típicamente se designa como “las formalidades esenciales del procedimiento”.404 Generalmente se habla de una violación a los artículos 14 y 16 —como lo hace Schmill—. 403 El enunciado que propongo está planteado en términos de lo que la teoría conoce como una regla técnica (si X quiere Y, debe hacer Z); no obstante, la norma que rige el actuar del ORC en los términos aquí propuestos es, concretamente, una norma de competencia. En la teoría del derecho, hay distintos modos de entender normas que establecen competencias. Moreso y Vilajosana enuncian tres: es posible entenderlas como normas de obligación indirectamente formuladas (Kelsen), normas permisivas (Von Wright), o como normas constitutivas (Atienza y Ruiz Manero, entre otros). Pues bien, para los primeros, la mejor forma es la tercera (Cfr, Moreso, et al, op. cit, p. 83-85) Entender a las normas de competencia como normas constitutivas significa apreciar que ellas están orientadas a calificar la validez de las normas creadas en ejercicio de esa competencia. Se enuncian así: “Si el órgano O, con el procedimiento P, dicta la norma N sobre la materia M, entonces N es válida”. Por tanto, la regla que fundamenta el control que propongo, en realidad tiene un carácter constitutivo; sin embargo, su traducción en términos condicionales da lugar a la regla técnica que hemos apuntado. En este sentido, Atienza y Ruiz Manero aceptan que toda norma constitutiva tiene una dimensión regulativa que, precisamente, puede traducirse en una norma técnica con la estructura que hemos identificado, (vid, op. cit, Las piezas del derecho, p, 90). 404 Una jurisprudencia clásica para estos efectos es la P./J. 47/95, cuyo rubro señala: “FORMALIDADES ESENCIALES DEL PROCEDIMIENTO. SON LAS QUE GARANTIZAN UNA ADECUADA Y OPORTUNA DEFENSA PREVIA AL ACTO 199 El razonamiento supone que las formalidades deben ser cumplidas por virtud del respeto al principio de legalidad y que uno no puede ser privado de sus derechos o de una protección constitucional determinada si el órgano que tiene competencia para imponer una medida restrictiva no se conduce de conformidad con los límites que el derecho (y no él mismo) ha establecido a su actuar. La idea es igualmente adecuada para efectos de esta propuesta. ¿Cuál es la materia que podría someterse al análisis judicial? Pues bien, el objeto sometido a escrutinio estaría integrado por el conjunto de actos realizados por los distintos miembros integrantes del ORC y desplegados, precisamente, con el fin de dar cumplimiento a las normas que rigen el proceso de enmienda. Entonces, el juez constitucional enjuiciaría si esos actos de aplicación de la Constitución lograron (o no) optimizar, en la medida de lo posible, la calidad epistémica del procedimiento. Es decir, el juez constitucional contrastaría las condiciones reales del proceso contra las condiciones ideales, normativamente establecidas en la Constitución. ¿Qué información requiere el juez para fallar? Él necesita conocer de hechos, tanto de los contextuales como de los actos generados por la voluntad de los asambleístas. Por ende, a nuestro entender, el juez está facultado para hacerse de todos los medios probatorios a su alcance —versiones taquigráficas de los debates parlamentarios, comunicados entre legislaturas, constancias de cómputo de las votaciones, entre otros— que le indiquen la manera en que el proceso sometido a su jurisdicción trascurrió.405 PRIVATIVO. Los datos de localización son: Novena Época, Instancia: Pleno, Fuente: Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta II, Diciembre de 1995, Página: 133 405 En este sentido, resultaría útil acudir al contenido del artículo 79 del Código Federal de Procedimientos Civiles que establece, de un modo suficientemente amplio, las facultades que posee un juzgador para hacerse del conocimiento de la verdad. Literalmente dispone: “Artículo 79.- Para conocer la verdad, puede el juzgador valerse 200 ¿Qué estándar ha de seguir la Corte para identificar las distorsiones apuntadas? Una vez que se ha reunido el material que documenta el procedimiento, la Corte podría conducirse de conformidad con los pasos que cubre el siguiente estándar: 1) El principio de imparcialidad ordena al juez a indagar si el producto del proceso está debidamente sustentado en una posición moral y no solamente en la negociación o en el dominio de las preferencias de una élite o una mayoría. Únicamente las medidas que están respaldadas por una posición moral justifican su exigibilidad en una sociedad que tiene el derecho de autodeterminarse. Así, todas aquellas posiciones que no encuentren ese sustento, pueden ser excluidas del debate. A la inversa, su inclusión en la deliberación puede dar lugar a condicionar la validez del proceso, esto, siempre y cuando —claro está— semejante fenómeno trascienda al resultado. Pero ¿cuándo estamos ante una posición moral? Recurriendo a un ejemplo, Amy Gutmann y Dennis Thompson intentan trazar la distinción entre una que lo es y una que no. ¿Por qué un argumento a favor de la discriminación racial no es una posición moral? —se preguntan—. Su respuesta es la siguiente. De entrada, algunas de las posiciones sostenidas a favor de la medida podrán ser descalificadas a primera vista (on their face).406 Por ejemplo, podríamos saber que aquellas posiciones que apelaran a razones únicamente basadas en el de cualquier persona, sea parte o tercero, y de cualquier cosa o documento, ya sea que pertenezca a las partes o a un tercero, sin más limitaciones que las de que las pruebas estén reconocidas por la ley y tengan relación inmediata con los hechos controvertidos. Los tribunales no tienen límites temporales para ordenar la aportación de las pruebas que juzguen indispensables para formar su convicción respecto del contenido de la litis, ni rigen para ellos las limitaciones y prohibiciones, en materia de prueba, establecidas en relación con las partes”. 406 Cfr, Gutmann, et al, op. cit, p. 71 201 auto interés de los que son de raza blanca,407 no sustentan ningún punto de vista moral. Sin embargo, también podríamos encontrar posiciones más complejas que pudieran parecer morales aunque en realidad no lo fueran; entre ellas estaría una que dijera algo como lo siguiente: la supremacía blanca beneficia a los negros más de lo que lo hace la equidad política y social. De acuerdo con nuestros autores, un argumento semejante también falla (aunque en una forma diferente al anterior) en poder ser calificado como una posición moral. Aunque su base no moral es muy tenue, puede apreciarse que el problema radica en que los supuestos “beneficios de la supremacía blanca” no están determinados o están tan estrechamente determinados que no toman en cuenta otras consideraciones relevantes, por ejemplo, que el derecho a una vida digna no depende de requisitos económicos.408 Por otro lado, los defensores de semejante supremacía tampoco podrían apelar a la evidencia empírica y, a la vez, rechazar todos los métodos usualmente aceptados que desafían esa evidencia.409 Otras razones podrían ser rechazadas por apelar a premisas no demostrables empíricamente (al menos no en la forma usual); es decir, siempre que, bajo los estándares típicamente utilizados, no fueran plausibles.410 En un caso así, la razón por la cual sabríamos que hablamos de posicionamientos amorales se debe a que su contenido no puede evaluarse públicamente.411 Lo mismo acontece cuando se apela a una autoridad. Esto es válido, siempre que los contenidos que emanan de esa autoridad estén sujetos a crítica o estén abiertos a la interpretación por razones públicamente aceptables.412 En síntesis, — opinan estos autores— al menos son tres los requisitos que deben reunirse para que un argumento pueda calificar como una posición moral; a saber: 407 Cfr, Idem. Cfr, Idem 409 Cfr, idem. 410 Cfr, Idem 411 Cfr, Idem 412 Cfr, Idem 408 202 (i) El argumento debe partir de una perspectiva desinteresada, capaz de ser adoptada por cualquier miembro de la sociedad, cualesquiera que sean sus particulares circunstancias (tales como la clase, la raza, el sexo). Cuando este requerimiento es satisfecho, podemos distinguir entre una razón moral y una meramente prudencial o basada en el interés propio (“self-regarding”). (ii) Cualquier premisa de la posición en cuestión que dependa de evidencia empírica o de una inferencia lógica debe, en principio, poder ser desafiada a través de los métodos generalmente aceptados. Este requerimiento asegura que los argumentos serán accesibles a otros participantes de la discusión.413 (iii) Las premisas para las cuales la evidencia empírica o la inferencia lógica no son apropiadas, no necesariamente deben tenerse por radicalmente implausibles. Aunque es difícil especificar estándares generales para determinar qué es plausible, es posible identificar creencias radicalmente imposibles porque ellas típicamente rechazan una extensa base de creencias sólidamente establecidas y ampliamente compartidas por la sociedad.414 Un ejemplo de creencia radicalmente implausible, para Gutmann y Thompson, sería el caso del argumento según el cual Dios habla literalmente a través de la Biblia para decir que la naturaleza prohíbe la mezcla entre las razas.415 Por su parte, Nino también ofrece algunos criterios que permiten distinguir las posiciones de una discusión que son genuinas de aquéllas que son falsas. Este autor pretende mostrar algunos casos obvios que, a su entender, deben rechazarse como ejemplos de las primeras. Menciona los siguientes: la mera expresión de deseos o la descripción de intereses (por ejemplo, respaldar una solución con un “eso es lo que quiero”);416 la descripción de hechos, como una 413 Cfr, Idem. Cfr, idem. 415 Cfr, Idem. 416 Cfr, Nino, op. cit, La Constitución de la democracia deliberativa, p. 171 414 203 tradición o una costumbre, que una autoridad humana ha establecido o una divinidad ha ordenado también debe ser excluida;417 la expresión de proposiciones normativas que no son generales porque los casos a los cuales se aplican se refieren a nombres propios o descripciones definidas;418 la expresión de proposiciones normativas que no puede aplicarse a casos que se diferencian del presente o sobre la base de propiedades relevantes para las proposiciones mismas; éste es el requerimiento de universalidad.419 Nino encuentra que tampoco pueden considerarse posiciones argumentadas aquellas que expresen inconsistencias pragmáticas obvias, por ejemplo, una declaración incompatible con otra realizada por el mismo sujeto en un conflicto distinto.420 Otro síntoma indicativo de que no estamos frente a una argumentación válida es el caso en que se expresan proposiciones normativas que no parecen tomar en cuenta los intereses de los individuos.421 El autor argentino también rechaza como posiciones morales aquellas que se sustentan en una falacia lógica. Pues bien, decíamos que estos criterios orientados a la identificación de un argumento moral —que no moralmente correcto— sirven para excluir determinados alegatos de la agenda pública. Para efectos de esta investigación, esto tiene dos implicaciones. La primera se da a nivel de lo que ocurre en el órgano de reforma constitucional: éste no tiene por qué incluir todos los intereses que se aleguen, sólo aquéllos que cumplan con los requerimientos antes señalados. Así, cuando decimos que el ORC debe ser receptivo de todos los intereses potencialmente afectados, no se está demandando que escuche todo lo que se autoproclame como tal. Ya veíamos que el ORC no tiene por qué escuchar el argumento de quien defiende que el otro no puede o no merece tener una opinión en el asunto. Esto 417 Cfr, Ibidem, p. 172 Cfr, Idem. 419 Cfr, Idem. 420 Cfr, Idem. 421 Cfr, Idem. 418 204 negaría el principio de que todos tenemos derecho a una igual participación en el proceso deliberativo. Semejante reducción de lo que puede someterse a deliberación no es un corte de temas, sino la exclusión de aquello que es estructuralmente no apto para ser planteado en términos imparciales. La violación se configura no sólo cuando expresamente se rechaza escuchar el punto de vista de algunos, sino también cuando se procede silenciosa y pasivamente. Ahora, no sería insensato esperar que el propio órgano deliberativo fuera capaz de rebatir aquellos alegatos que no cumplieran con los estándares de nuestros autores. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando, de facto, el órgano de reforma acepta una medida que no los satisface? La respuesta está vinculada con la segunda implicación del argumento. De acuerdo con la propuesta que aquí se quiere delinear, el juez constitucional está en posibilidad de condicionar la validez de un proceso con tales deficiencias. Trazar una distinción entre una posición moral y una que no lo es —alguien podría alegar— implica aceptar la revisión del contenido de la reforma por sus méritos sustantivos. Pero esta objeción es infundada. En el control que aquí se propone, el juez no requiere contrastar los valores constitucionales del presente, con los que aspiran ser tales en el futuro. Debemos insistir: en el control aquí defendido, el juez únicamente verifica la satisfacción de las condiciones que deben preceder a toda producción normativa que aspire al rango constitucional. Para ponerlo en términos más simples: el juez no dice “este resultado con contenido X viola el derecho a la no discriminación” —por ejemplo—; sino dice: “este resultado X fue emitido en condiciones que violan el derecho a la no discriminación y como éste es un derecho que debe respetarse en el proceso democrático (y de enmienda constitucional), porque incide en las posibilidades participación política, la validez del procedimiento puede condicionarse”. 205 Como se ve, sin importar cuál sea el contenido de la norma resultante, el juez sólo analiza que ésta sea fruto de un debate informado por argumentos accesibles a todos. Retomando el ejemplo de nuestros autores, un resultado que confiriera a la Biblia la última autoridad decisoria en asuntos controvertidos, podría dar lugar al condicionamiento de la validez del proceso. Pero ¿cómo sabemos esto? ¿Se debe a que intuimos su irracionalidad? No exactamente. Más bien se debe a que, después de echar un vistazo a la integración plural que, de hecho tiene nuestra sociedad, parecería especialmente sospechoso que los representantes del 3.5% de mexicanos que afirman no tener religión422 dijeran que ellos aceptan adoptar la palabra de la Biblia como la última autoridad. Este es un caso obvio, pero la misma violación se actualizaría en la medida en que dicho órgano omitiera tomar en cuenta la opinión de esa importante minoría. Ante un resultado que levanta tanta suspicacia ¿qué debe hacer el juez constitucional? Básicamente tendría que requerir al ORC una explicación de cómo es que la voz de los representados no creyentes se hizo escuchar en la asamblea y cómo fue contrargumentada. No es que el juez presuponga la prevalencia de una posición neutral hacia la religión, es que no puede confiar ciegamente en que el punto de vista de esa minoría —cuyas creencias son dignas de hacerse escuchar, en términos del artículo 1º constitucional— fue tomado en consideración. El ORC debe probar que así fue. Ahora, es previsible que, en el caso puesto como ejemplo, los miembros del órgano de revisión no encuentren una explicación satisfactoria.423 Esto —podría alegarse— revela que, en realidad, el 422 La cifra es del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI); ella data del 2000, por lo que en 10 años probablemente ha aumentado el número de personas que dicen no tener religión alguna. http://www.inegi.org.mx/est/contenidos/espanol/soc/sis/sisept/default.aspx?t=mrel10&s= est&c=2591, última consulta, 10 de julio de 2010. 423 Quizás la única forma en que un argumento así puede ser superado argumentativamente, una vez que ha contado la opinión de la minoría, es si los representantes de esta minoría dijeran que ella consiente renunciar a su derecho 206 control aquí propuesto no sirve de mucho para problemas más complejos en los que el órgano sí puede encontrar explicaciones racionales y que, sin embargo, devienen en resultados injustos. En el siguiente apartado, específicamente destinado a abordar las preguntas pendientes, abundaremos sobre estas cuestiones y retomaremos un ejemplo real que revela la utilidad del control aquí defendido, incluso en los casos más complejos. Por ahora, basta concluir que la clave está en entender que el ORC debe respaldar su posición (cualquiera que ésta sea) en las conclusiones de un diálogo de carácter moral. No hay diálogo moral si las opiniones que se intercambian tienen como único respaldo la imposición del poder. Cuando una persona disidente con el resultado de la enmienda pregunta: ¿por qué debo obedecerlo? El ORC no puede contestarle “porque sí”. Finalmente, cabe apuntar que, para que la Suprema Corte esté en condiciones de dar este primer paso, debe superar la larga y estable tradición jurisprudencial que, hasta hace algunos años mantenía, con respecto a los procesos de producción normativa. De acuerdo con tales criterios agotados, “el procedimiento establecido en la Constitución Federal para elaborar las leyes, no exige que se tengan que explicar los motivos que cada uno de los órganos que intervienen en ese proceso tuvieron en cuenta para ejercitar la función legislativa que tienen encomendada.” ¿Por qué? La Corte de la Séptima Época contestaba con el siguiente “argumento”: …por fundamentación y motivación de un acto legislativo, se debe entender la circunstancia de que el Congreso que expide la ley, constitucionalmente esté facultado para ello, y así, tratándose de un Congreso Local, la ley que expide estará fundada y motivada si en los términos de la Constitución Local, el Poder Legislativo está facultado para expedir esa ley. 424 (actualmente protegido) de no tener que obedecer una creencia con la que disiente. Esto abre una paradoja sobre la que se hablará posteriormente. 424 Véanse los criterios de rubro: “FUNDAMENTACION Y MOTIVACION. FORMA DE ENTENDER ESTA GARANTIA, CON RESPECTO A LAS LEYES”; “FUNDAMENTACION Y MOTIVACION DE LOS ACTOS DE AUTORIDAD 207 2) El principio de publicidad y transparencia en la confección de la reforma, obliga al juez a entender que hay un respaldo justificativo siempre que éste haya sido explícitamente formulado, pues sólo lo que se conoce puede consentirse. Si ante el juez se hace valer el argumento de que la decisión del parlamento no encuentra ese respaldo, él no puede imaginar cuál pudo haber sido la posición moral utilizada e intentar justificar, por ese camino, algo que en su momento debió ser deliberado y sujeto a crítica. La justificación debe ser explícita porque, de lo contrario, los representados estaríamos desconociendo qué es lo que se dice a nuestro nombre. A nivel de control judicial, este principio permite atender argumentos formulados a posteriori, provenientes de la reflexión individual, lo cual requiere que el juez sea hábil para entender cuándo está frente a una posición moral explicitada y cuándo no. 3) El principio de deliberación receptiva obliga al juez a no tener por válida una posición moral que, aunque sea pública, no haya refutado la posición moral efectivamente esgrimida por otros participantes del debate, o bien, una posición moral planteada ex post, precisamente, a través del litigio. Nino nos ayuda a ver que la presencia de posiciones argumentativas no genuinas no es la única forma en que un vicio procedimental puede manifestarse. La injusticia también puede devenir, a su entender, de que la posición defendida ignora hechos relevantes.425 Por ejemplo, si una posición moral es refutada por los resultados de la demostración científica, entonces, el ORC debe superar esta demostración si quiere que prevalezca su posición. Esto implica que la mejor manera en que el ORC satisface el requerimiento de la deliberación receptiva es a través de otorgar participación a LEGISLATIVA”; “FUNDAMENTACION Y MOTIVACION DE LOS ACTOS LEGISLATIVOS. LOS PODERES QUE INTERVIENEN EN SU FORMACION NO ESTAN OBLIGADOS A EXPLICARLOS”. 425 Cfr, Nino, op. cit, La Constitución de la democracia deliberativa, p. 176 208 expertos en los diversos temas sobre los cuales sus integrantes desconocen. Pero la consulta a expertos no debe ser un instrumento que lleve a generar pantallas de legitimidad, es decir, lo que ellos aporten ha de tomarse en serio y tener un efecto real en la discusión. En otras palabras, su comentario debe transformar preferencias cuando demuestren, empíricamente, tener la razón. Este requisito confirma que el proceso no puede concebirse como un medio que únicamente busca agregar preferencias. Si él está orientado hacia la consecución de las mejores respuestas posibles, entonces sí debe encargarse de generar mejor información sobre la cuestión sometida a debate. 4) El principio de representación efectiva e inclusiva obliga al juez a exigir que la deliberación esté abierta a todos los potencialmente afectados; es decir, que se les dé la oportunidad de participar. Pero no sólo eso, el juez también debe velar por que la posición de una minoría no haya sido simplemente ignorada o negociada, como dejábamos ver en el hipotético caso de la autoridad bíblica. La oportunidad de participar no sólo implica revisar que las puertas de las asambleas hayan estado abiertas a foros de debate o a la participación ciudadana. Este tipo de mecanismos de participación promueven la deliberación y permiten que más puntos de vista sean tomados en cuenta. Sin embargo, el requisito tiene implicaciones más amplias. Por ejemplo, dado que nuestra Constitución protege el derecho a la libre expresión, es necesario que éste se encuentre garantizado durante el procedimiento de enmienda. Sólo así podríamos decir que la enmienda fue producida en las condiciones democráticas que nuestro país actualmente protege. Si una persona que desea expresar su punto de vista sobre una propuesta de reforma que estima injusta es censurada, quizás esa violación es tan significativa que puede dar lugar al condicionamiento de validez de la reforma en cuestión. Esto se debe a que el derecho a la libertad de expresión puede considerarse, usando la terminología de Nino, un derecho a priori. Es decir, se trata de un postulado cuyo respeto es condición de validez del proceso mismo, pues su valor no 209 está dado por éste, sino presupuesto, en la medida en que encuentra protección constitucional.426 Finalmente, es necesario destacar que la lista de principios que inspiran este estándar no es ni exhaustiva ni definitiva. Tampoco es necesario comprometerse con el método en los exactos términos en que ha sido propuesto; podría sentarse una línea argumentativa capaz de fomentar un progresivo análisis, más profundo, sobre sus contenidos. A lo largo de estos párrafos he presupuesto que la independencia que debe caracterizar el cargo del juez constitucional —y, por supuesto, de los ministros de la Suprema Corte— los torna en sujetos ideales para exigir justificaciones cuando no las hay, para requerir la inclusión de otros puntos de vista y promover la consulta de expertos, entre otras cuestiones. Como se ve, el estándar aquí propuesto prácticamente concibe al juez como un deliberador más que, aunque participa mediante la inquisitiva formulación de preguntas, carece de poder para votar una determinada propuesta. Esto nos lleva a la última pregunta que integra el presente apartado. ¿Puede la Corte generar una práctica de reenvío? Cuando revisábamos la teoría de Nino sobre el control judicial de la ley decíamos que, a su entender, éste estaba justificado siempre que se entendiera que la misión del juez era promover las condiciones que dan legitimidad al proceso democrático. En su teoría, cuando el juez se limita a exigir una mejor deliberación por parte del órgano parlamentario actúa de un modo acorde al grado de legitimidad que posee. El estándar que antes explorábamos y acogíamos acepta todo ello, es decir, que el juez es un sujeto perfectamente apto para detectar la clase vicios que coartan las condiciones de legitimidad democrática de los procesos y para suministrar pautas que permitan al órgano parlamentario enderezarlos. La mejor manera de remediar esas fallas 426 Cfr, ibidem, p. 275 210 procesales, es generando una especie de diálogo entre el tribunal y el órgano de revisión constitucional, pues esto permitiría a la Corte conocer los defectos, identificarlos, comunicarlos al órgano parlamentario para que los subsane como condición de validez de la reforma, incluso sugiriendo remedios. El órgano de revisión constitucional tendría, por ponerlo de algún modo, derecho de réplica. Nino expone las características de un mecanismo como el reenvío desde el plano teórico427; sin embargo, no hablamos de una institución que la praxis desconozca. Héctor López Bofill reporta que el ordenamiento francés cuenta con un ejemplo institucional de interacción fluida e inmediata entre legislador y jurisdicción constitucional, que él mismo etiqueta como una especie de reenvío.428 Éste es el llamado “control a doble vuelta” y ―según la descripción de Bofill― opera del siguiente modo: cuando el Consejo Constitucional Francés declara inconstitucional una parte de una ley, el Presidente de la República puede optar entre promulgar la ley sin las disposiciones inconstitucionales que señaló el Consejo, o bien reenviarla al Parlamento para que proceda a una segunda deliberación.429 427 Roberto Gargarella también hace suya la propuesta de la técnica del reenvío. Él piensa que una solución saludable consistiría en crear un organismo distinto al legislativo, que específicamente se encargara del control de las leyes, y que estuviera compuesto por personas bien formadas, con funciones como las de apuntar los errores en el dictado de la ley o reprochar la utilización de ciertas razones en la justificación de la ley. (Cfr, Gargarella, Roberto, La justicia frente al gobierno. Sobre el carácter contramayoritario del poder judicial, Ariel, Barcelona, 1996, p. 174-177). 428 López Bofill Héctor, Decisiones interpretativas en el control de constitucionalidad de la ley, Tirant lo Blanch, Valencia, 2004, p. 186. 429 Cfr, ibidem, p. 187. El fundamento para ello residen en el segundo párrafo del artículo 10 de la Constitución francesa de 1958. La disposición dice: “El Presidente de la República promulgará las leyes dentro de los quince días siguientes a la comunicación al Gobierno de la ley definitivamente aprobada. […] El Presidente de la República podrá, antes del vencimiento de dicho plazo, pedir al Parlamento una nueva deliberación sobre la ley o algunos de sus artículos. No podrá denegarse esta nueva deliberación”. El texto en castellano de la Constitución francesa puede consultarse en http://confinder.richmond.edu/confinder.html, última consulta, 11 de agosto de 2010. 211 Bajo este esquema, la nueva deliberación no busca emitir una norma distinta a la que previamente fue considerada inconstitucional por el Consejo, sino que busca refinar o perfeccionar aquellos aspectos de constitucionalidad de la norma que más polémicos resultaron.430 Así, la segunda discusión en el Parlamento se nutre de las observaciones que realiza el Consejo, pues no puede no tomarlas en cuenta si lo que quiere es llevar la norma a buen puerto. Esta práctica encaja bien con un control como el que aquí se ha explorado. Su idea no es otra que la de pedir una nueva reflexión parlamentaria, que tome en cuenta más puntos de vista de los que fueron escuchados en un primer momento. Parece difícil encontrar alguna objeción contra un mecanismo así, que se empeña por lograr la generación de resultados con mejores respaldos argumentativos. Pero Bofill da voz a una posible crítica que se mostraría reticente respecto a su adopción. Según ésta, la continua generación de diálogo entre juez y legislador daría lugar a una parálisis en la innovación legislativa. Tratándose del caso que a nosotros nos ocupa, hablaríamos de parálisis de innovación constitucional. En este campo la crítica también es útil: identifica el potencial costo que debe asumirse al dar vida jurídica a un mecanismo con características como las del reenvío francés. No obstante, no parece suficientemente fuerte como para rechazarlo. Sin duda hay reformas constitucionales cuya urgente emisión puede resultar altamente benéfica. No obstante, la gran virtud del reenvío se mantiene y reside en permitir aquello que parece prevaler frente a la necesidad de agilizar transformaciones sobre los temas más fundamentales; a saber: desacelerar los procesos de cambio constitucional que versan sobre la transformación de postulados cuya justificación continúa siendo más sólida que aquella detrás de la norma que se quiere establecer. Ahora, aunque el mecanismo del reenvío está formalmente institucionalizado en Francia,431 la experiencia demuestra que su 430 Cfr, ibidem, p. 188-189 Bofill documenta que, no obstante, la técnica no es sistemáticamente utilizada. Cfr, op. cit, p. 186. 431 212 expresa regulación no es una condición sine qua non para dar operatividad a los efectos dialógicos de las sentencias judiciales. Así, por ejemplo, Gargarella destaca que en Colombia, la Corte Constitucional ha propuesto, de modo pionero, la creación de diversos mecanismos destinados a promover el diálogo entre poderes. Apunta que: “en casos de enorme relevancia institucional, dicha Corte ha establecido pautas y plazos, antes que impuesto soluciones concretas, con el objeto de favorecer que el propio poder político resuelva, a su criterio, tales graves conflictos”.432 Este autor destaca dos ejemplos: la sentencia ST-153 de 1998, en la que la Corte determinó que el gobierno gozaba de un período de cuatro años para remediar la situación de abusos sistemáticos cometidos por personal carcelario; y la sentencia ST-025 de 2004, en la que la Corte emplazó a las autoridades a resolver el problema de desplazamiento forzado en conflictos armados, de un modo compatible con la Constitución.433 Un asunto de sumo interés en esta materia lo constituye el caso Verbitsky, Horacio s/Habeas Corpus, fallado en el 2005 por la Corte Suprema de Justicia de Argentina.434 En este caso, la organización no gubernamental CELS435 interpuso ante el Tribunal de Casación Penal de la Provincia de Buenos Aires acción de habeas corpus, en defensa de todas las personas privadas de su libertad, detenidas en establecimientos policiales superpoblados y en condiciones de hacinamiento.436 La acción de habeas corpus requería a ese Tribunal 432 Gargarella, Roberto, “Un papel renovado para la Corte Suprema. Democracia e interpretación judicial de la Constitución” op. cit. p. 12. 433 En estos fallos la Corte colombiana ha delineado el concepto de “estado de cosas inconstitucional” para intentar dar remedio a problemas de carácter sistémico y estructural. 434 El fallo puede consultarse en la página web de la Corte Suprema de Justicia: www.csjn.gov.ar. Para consultar un análisis sobre el mismo, véase Courtis, Christian, “El caso “Verbitsky”: ¿nuevos rumbos en el control judicial de la actividad de los poderes políticos?”, en http://www.cels.org.ar/common/documentos/courtis_christian.pdf. Última consulta: 21 de agosto de 2010. 435 Centro de Estudios Legales y Sociales 436 En su demanda, el CELS daba cuenta de que la superpoblación y el consecuente hacinamiento que debían padecer las personas privadas de su libertad era la nota distintiva de las 340 comisarías que funcionaban en el territorio de la provincia de 213 que se pronunciara expresamente acerca de la ilegitimidad, constitucional y legal, del encierro de esas personas en las condiciones descritas y que ordenara el cese de esa situación.437 ¿Qué dijo la Corte argentina? En esencia, dio razón a la parte promovente y consideró que la situación presentada constituía una violación a las normas constitucionales. La sentencia es relevante por muchas razones, pero aquí basta con destacar que lo es por la amplitud de sus efectos. En su parte resolutiva, específicamente en el punto 7, la Corte ordenó encomendar al Poder Ejecutivo de la Provincia de Buenos Aires que, a través de su Ministerio de Justicia, organizara la convocatoria de una mesa de diálogo a la que debía invitar a la accionante (la organización no gubernamental CELS) y a las restantes organizaciones presentadas como amicus curie, pudiendo integrarla también con otros sectores de la sociedad civil y debiendo informar a la Corte, cada sesenta días, de los avances logrados. La Corte entendió que una solución total e inmediata a la pretensión era impracticable y que el cumplimiento de la obligación estatal requería múltiples y variadas cargas. Por tanto, pidió que se establecieran instancias de ejecución en las que, a través de un mecanismo de diálogo entre todos los actores involucrados, se pudiera determinar el modo en que podría hacerse efectivo el cese de la inapropiada detención de personas. “Las políticas públicas eficaces requieren de discusión y consenso” ―señaló―. Buenos Aires. No obstante poseer una capacidad para 3178 detenidos, alojaban 6364, según información del mes de octubre de 2001 y la situación se agrava en el conurbano, donde 5080 detenidos ocupan 2068 plazas. Además, señalaba que los calabozos se encontraban en un estado deplorable de conservación e higiene y que carecerían por lo general de ventilación y luz natural. Se alegaba que tales centros de reclusión no contaban con ningún tipo de mobiliario, por lo que toda la actividad (comer, dormir, etc.) que desarrollaban los internos debía llevarse a cabo en el piso. Del mismo modo, argumentaba el CELS que los sanitarios no eran suficientes para todos y no se garantizaba la alimentación adecuada de los reclusos, que el riesgo de la propagación de enfermedades infecto-contagiosas era mucho mayor y el aumento de casos de violencia física y sexual entre los propios internos resultaba más que significativo. 437 Cfr, Courtis, op. cit, p. 2. 214 Éstos son los efectos que potencializan las virtudes del control explorado. Pensar que la Corte puede obligar a un ente político a convocar al diálogo y a escuchar la opinión de entes especializados en la materia sujeta a litis, es precisamente lo que el mecanismo de reenvío pretende. Ahora ¿qué tan lejos están los fallos de la Suprema Corte mexicana de este tipo de pronunciamientos? Quizás no tanto. En la controversia constitucional 14/2004438 ―interpuesta por el Municipio de Guadalajara contra el decreto de Ley de Ingresos del Municipio para el ejercicio fiscal del dos mil cuatro, emitido por el Congreso de Jalisco― la Corte se enfrentó con un tema que dio lugar al establecimiento de lo que ella misma llamó un principio de “vinculatoriedad dialéctica” entre municipios y las legislaturas locales. En palabras de la propia Corte, este caso la enfrentaba con el deber de precisar de qué modo debían articularse las previsiones de los párrafos tercero y cuarto de la fracción IV del artículo 115 de la Constitución, que otorgan a los ayuntamientos la competencia para proponer a las legislaturas estatales las cuotas y tarifas aplicables a impuestos, derechos, y contribuciones de mejoras (entre otros aspectos) y a las legislaturas estatales la competencia para aprobar las leyes de ingresos de los municipios.439 Aquí, el municipio actor 438 Este asunto fue fallado el dieciséis de noviembre de dos mil cuatro, en sesión del Tribunal Pleno, por unanimidad de once votos de los Ministros Sergio Salvador Aguirre Anguiano, José Ramón Cossío Díaz (Ponente), Margarita Beatriz Luna Ramos, Juan Díaz Romero, Genaro David Góngora Pimentel, José de J. Gudiño Pelayo, Guillermo I. Ortiz Mayagoitia, Sergio A. Valls Hernández, Olga María Sánchez Cordero de García Villegas, Juan N. Silva Meza, y Presidente Mariano Azuela Güitrón. 439 El texto vigente al momento de la resolución del asunto disponía: Art. 115.- Los Estados adoptarán, para su régimen interior, la forma de gobierno republicano, representativo, popular, teniendo como base de su división territorial y de su organización política y administrativa el Municipio Libre, conforme a las bases siguientes: […] IV.- Los municipios administrarán libremente su hacienda, la cual se formará de los rendimientos de los bienes que les pertenezcan, así como de las contribuciones y otros ingresos que las legislaturas establezcan a su favor, y en todo caso: […] Los ayuntamientos, en el ámbito de su competencia, propondrán a las legislaturas estatales las cuotas y tarifas aplicables a impuestos, derechos, contribuciones de mejoras y las tablas de valores unitarios de suelo y construcciones que sirvan de base 215 denunciaba lo que consideraba una modificación unilateral por la Legislatura, en detrimento de las garantías que, a su entender, la fracción IV del artículo 115 constitucional le otorgaba en materia de regulación del impuesto predial. En esencia, la Corte estimó que la facultad de iniciativa legislativa de los ayuntamientos tenía un alcance superior al de fungir como simple elemento necesario para poner en movimiento a una maquinaria legislativa, que pudiera funcionar en adelante en total desconexión con la misma. Agregó que las legislaturas estatales sólo podían alejarse de las propuestas de los ayuntamientos si proveen para ello los argumentos necesarios para construir una justificación objetiva y razonable. En sus palabras: Si las legislaturas estatales […] modifican al aprobar las leyes de ingresos municipales las propuestas de los ayuntamientos en relación con el impuesto predial, es necesario que las discusiones y constancias del proceso legislativo demuestren que dichos órganos colegiados no lo hacen de manera arbitraria, movidos por la voluntad de sustraer injustificadamente recursos a los ayuntamientos, o impulsados por motivos que se sitúen, de algún otro modo, fuera de los parámetros legales y constitucionales o de la sana relación entre dos ámbitos normativos, el estatal y el municipal, bien diferenciados y con competencias constitucionales autónomas entre sí. En el contexto de este proceso de colaboración legislativa, exigido por los párrafos tercero y cuarto de la fracción IV del artículo 115 constitucional, la propuesta de los ayuntamientos goza de lo que podríamos llamar una “vinculatoriedad dialéctica”: la propuesta no es vinculante si entendemos por ella la imposibilidad de que la Legislatura haga cambio alguno, pero sí lo es si por ella entendemos la imposibilidad de que ésta introduzca cambios por motivos diversos a los provenientes de para el cobro de las contribuciones sobre la propiedad inmobiliaria. Las legislaturas de los Estados aprobarán las leyes de ingresos de los municipios, revisarán y fiscalizarán sus cuentas públicas. Los presupuestos de egresos serán aprobados por los ayuntamientos con base en sus ingresos disponibles. 216 argumentos objetivos, razonables y públicamente expuestos en al menos alguna etapa del procedimiento legislativo. Posteriormente, en la controversia 14/2005, promovida por el Municipio del Centro de Tabasco, la Corte ―apelando al precedente de la controversia 14/2004― estableció efectos muy precisos respecto a lo que la legislatura local debía hacer si quería que el acto impugnado (en este caso, la Ley de Ingresos para el Municipio de Centro, Tabasco, para el ejercicio fiscal dos mil cinco) se mantuviera. Sus palabras literales fueron: Este Tribunal Pleno determina que el Congreso del Estado de Tabasco, dentro del segundo periodo de sesiones que, de acuerdo con los artículos 23 de la Constitución local y 35 de la Ley Orgánica del Poder Legislativo del Estado, comprende del primero de octubre al quince de diciembre de dos mil cinco, deberá pronunciarse de manera fundada, motivada, razonada, objetiva y congruente, respecto de la iniciativa de propuesta de la actualización a las tablas de valores unitarios de suelo y construcciones que servirán de base para el cobro de las contribuciones correspondientes presentada por el municipio actor...440 Cuando la Corte mexicana ha exigido que las legislaturas locales provean motivación objetiva para apoyar sus decisiones441, se ha 440 Así lo resolvió el Pleno, por unanimidad de diez votos de los Ministros Sergio Salvador Aguirre Anguiano, José Ramón Cossío Díaz (ponente), Juan Díaz Romero, Genaro David Góngora Pimentel, José de Jesús Gudiño Pelayo, Guillermo I. Ortiz Mayagoitia, Sergio A. Valls Hernández, Olga Sánchez Cordero de García Villegas, Juan N. Silva Meza y Presidente Mariano Azuela Güitrón. 441 Al respecto, la controversia constitucional 11/2004 (presentada por la ponencia del ministro José Ramón Cossío Díaz) también es un referente obligado, pues en ella se establece que todo acto de creación de un Municipio debe estar precedido por la existencia de una consideración sustantiva y no meramente formal por parte de la legislatura estatal. Sólo así, dijo la Corte, se estima que se ha respetado la garantía constitucional de motivación en sentido reforzado. Ver la jurisprudencia P./J. 153/2005, de rubro: “MUNICIPIOS. SU CREACIÓN NO PUEDE EQUIPARARSE A UN ACTO QUE SE VERIFIQUE EXCLUSIVAMENTE EN LOS ÁMBITOS INTERNOS DE 217 acercado a generar un mecanismo de reenvío como el que hemos analizado. Básicamente, en esas ocasiones la Corte ha enviado un mensaje en el siguiente sentido: si el órgano emisor de la norma impugnada pretende su validez, debe aportar razones objetivas y públicas para respaldarla, de no hacerlo, la norma seguirá siendo inconstitucional. De esta forma, y como ya habíamos referido, la Corte mexicana ―concretamente, la de la Novena Época― no sólo ha puesto hincapié en la justicia de los resultados, sino que también ha mostrado seria preocupación por la justicia de los procedimientos. El ejercicio de devolver una reforma al órgano de revisión constitucional, exigiendo tal “vinculatoriedad-diálectica” entre sus integrantes y otros participantes, permitiría que fuera el procedimiento democrático el que tuviera esa última palabra que tanto nos ha preocupado. Aunque se condicionara la validez del proceso, el ORC siempre podría subsanar ese vicio emprendiendo una nueva deliberación que depurara las impurezas detectadas. La Suprema Corte no tendría potestad para vetar la entrada de distintos contenidos al ordenamiento jurídico, pues al final el alcance de sus facultades siempre acabaría ahí donde se generan las condiciones epistémicas que dan valor al procedimiento. Para concluir este capítulo debemos hacer un alto en el camino y dar cuenta de que, hasta ahora, hemos supuesto que nuestros actuales arreglos institucionales por lo menos permiten la implementación de la clase de escrutinio judicial defendida. Desde determinado punto de vista, esta cuestión merece un amplio análisis, en el cual uno podría analizar las particularidades que caracterizan a cada uno de nuestros medios de control constitucional, las disposiciones reglamentarias que establecen la organización de las legislaturas locales, entre muchos otros aspectos y, a partir de ahí, detectar problemas y proponer GOBIERNO, POR LO QUE ES EXIGIBLE QUE SE APOYE EN UNA MOTIVACIÓN REFORZADA”. (Fuente: Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, XXII, Diciembre de 2005, Página: 2299). 218 soluciones. Pero una línea argumentativa así supone dificultades que exceden los objetivos de esta investigación. Tan sólo considero importante mencionar que parece fundada la intuición de que algunas de nuestras instituciones no están diseñadas a tono con el ideal más sofisticado de democracia deliberativa.442 La intuición encuentra sustento en muchas razones; entre ellas, por ejemplo, que el diseño de los medios de control de constitucionalidad del orden jurídico mexicano (acción de inconstitucionalidad, juicio de amparo y controversia constitucional) admiten al menos una crítica, que frena el impacto de las virtudes que se espera que cumpla la clase de control aquí defendida. Cuando uno se pregunta qué medio de control sería el más conveniente para la propuesta, tiene que forzar un poco la respuesta y pensar cuáles de sus características son más congruentes con las finalidades que el escrutinio busca. Así, por ejemplo, las características de que sólo un órgano concentre el estudio de la cuestión y que el fallo tenga efectos generales, presentan ventajas importantes. En este contexto, la acción de inconstitucionalidad y la controversia constitucional parecerían medios ideales, pues como sabemos la Corte monopoliza su estudio.443 Con esta elección se evitaría disparidad de criterios entre los distintos órganos judiciales y la consiguiente creación de regímenes constitucionales diferenciados según la suerte de cada litigante. Cuando Pedro Salazar critica las consecuencias de la sentencia que resolvió el amparo en revisión 186/2008, hace notar ―correctamente a mi parecer― que el control sobre el objeto de la reforma en juicio de amparo es sumamente delicado. Esto, en virtud de que los “efectos relativos” que, por mandato constitucional, deben caracterizar a este medio de control de constitucionalidad, darían lugar 442 Para una exposición sobre qué instituciones promueven la implementación de la democracia deliberativa, véase el quinto capítulo quinto de la obra de Nino en La Constitución de la democracia deliberativa. 443 Además, la posibilidad de activar la controversia constitucional permitiría que los órganos representativos locales pudieran plantear litigios vinculados con su participación argumentativa en el proceso de reforma constitucional. 219 al quebrantamiento del principio de igualdad jurídica. Él lo pone así: “Ahora existe una Constitución para los amparados y otra para el resto de las personas”.444 Aunque su argumento se enmarca en las críticas que hace del control sobre el objeto de reforma, también parece tener aplicación para el argumento del que se ha ocupado esta tesis. Ahora, tampoco podemos dejar de reconocer que algunas características de este medio de control de constitucionalidad presentan grandes ventajas comparativas. Una de ellas reside en que permite el acceso directo de particulares. El ciudadano común sería el generador de las preguntas vinculadas con la legitimidad de la reforma, lo cual tiene una importancia capital para efectos de nuestro control, cuyo propósito es promover un ejercicio de creación normativa de cara al ciudadano. Sin embargo, una nueva objeción, relacionada con lo anterior, indica que el juicio de amparo no permite (al menos no todavía) un acceso afectivo a grupos o entes colectivos. En suma, aunque no es el lugar para responder qué medio de control constitucional sería el más adecuado a los fines aquí pensados, puede adelantarse que ninguno de los que tenemos es absolutamente deficiente o inadecuado. Por tanto, una cosa es decir que toda nuestra estructura institucional tiene el perfecto potencial para maximizar los fines de una democracia deliberativa y otra, muy distinta, decir que tenemos obstáculos en el diseño que hacen inviable la implementación. Ambas afirmaciones parecen extremos equivocados. La primera admite matices y la segunda parece menospreciar las virtudes de mecanismos jurisdiccionales que, hoy por hoy, sí permiten dar salida a reclamos de importancia significativa. En suma, debemos reconocer que nuestros diseños admiten una amplia mejoría si lo que se pretende es permitir, más seriamente, que el control procedimental sea implementado en su mejor versión. No obstante, ello no constituye una razón para frenar su desarrollo. 444 Salazar, Pedro, op. cit, p. 46 220 CAPÍTULO IV. ALGUNAS OBJECIONES Y SUS POSIBLES RESPUESTAS La mejor forma de cerrar el argumento que ya ha sido ampliamente presentado es planteando algunas previsibles objeciones en su contra e intentando contestarlas. Antes de abordarlas puede ser útil señalar que, probable y razonablemente, la mayor parte de las objeciones podrían estar fundamentalmente asociadas con la desconfianza que inspira aceptar una práctica con la cual no estamos familiarizados. Este es un problema que, sin embargo, trae consigo cualquier forma de innovación institucional. El control de constitucionalidad de la ley por sus méritos sustantivos, por ejemplo, se ha ido perfeccionado progresivamente, admitiendo estándares más robustos, delineando con mayor delicadeza los casos en que procede tener una actitud deferente al legislador, aceptando efectos en las sentencias cada vez más respetuosos de las decisiones por mayorías, proponiendo argumentos interpretativos más comprensibles para el ciudadano, en fin. Uno podría perderse en toda la literatura que existe al respecto. Por tanto, es obvio que el control procedimental, apenas pensado por Ely en los 80s, aún tiene muchas preguntas a las cuales contestar, muchas ocasiones potenciales para ser pulido y la necesidad de adecuarse al específico contexto en el cual se quiere aplicar. El hecho de que no estemos familiarizados con juzgar un proceso por sus méritos sustantivos (en vez de normas por sus méritos sustantivos) no puede ser la única razón para rechazar las propuestas aquí planteadas. El estándar que sugiero puede ser discutido, enriquecido o acotado, pero eso sólo puede lograrse una vez que se acepten las premisas de que éste puede ser desarrollado o de que su adopción es conveniente para tratar el problema de la enmienda a la Constitución. No podemos descartar su viabilidad a priori haciendo valer el tipo de dudas que sólo pueden despejarse una vez que éste es emprendido. A continuación pretendo identificar dos grandes clases de problemas: (i) una serie de problemas vinculados con factores 221 culturales que dificultan la implementación y (ii) una serie de problemas teóricos en los que aún no hemos profundizado lo suficiente. 1. El reto cultural: transitando hacia la no politización de la justicia A estas alturas, el lector podrá advertir que la propuesta delineada implica rechazar las premisas de una doctrina como la de la Corte norteamericana en lo referente al control de la reforma constitucional, según la cual, hay que distinguir entre cuestiones justiciables y políticas. De acuerdo con la hipótesis de este trabajo, las interacciones políticas entre los miembros de una asamblea, típicamente pensadas como absolutamente soberanas, son —muy por el contrario— actividades jurídicamente gobernadas tanto por principios como por reglas. Además, supone que este factor permite su control en sede judicial. Por tanto, desde esta óptica, lo político es justiciable. Ahora bien, esta forma de ampliar los confines de la materia que habitualmente se entiende susceptible de control judicial, trae consigo algunos riesgos. El tema que aquí nos preocupa es el que Javier Couso ha tratado como “la judicialización de la política” en democracias emergentes. Básicamente, su tesis es que la introducción prematura de procesos de judicialización de la política introduce incentivos irresistibles para que los gobiernos intervengan al poder judicial y, con ello, se genere el riesgo de obtener precisamente lo opuesto a lo que se pretende; a saber: la politización de la justicia.445 ¿Cómo saber, entonces, cuál es el grado de activismo judicial que una determinada práctica debe admitir? La clave está en el contexto político en el que funcionan las cortes. Refiriendo a la postura de Robert Kagan, Couso explica que, en ocasiones, la pretensión de promover un activismo judicial fuerte, como el 445 Cfr, Couso, Javier “Consolidación democrática y Poder Judicial: los riesgos de la judicialización de la política”, en Tribunales Constitucionales y Consolidación democrática, Suprema Corte de Justicia de la Nación, México, 2007, p. 188. 222 norteamericano, para incipientes prácticas democráticas, desconoce las explicaciones institucionales, históricas y político-culturales que no necesariamente se reproducen en otras latitudes.446 En sus palabras: …Aquellos que aceptan sin más la idea de que el activismo judicial debería ser introducido desde un principio en las nuevas democracias, no están conscientes de que incluso en el caso del país con la judicialización más avanzada del mundo, los Estados Unidos, el activismo judicial de su Corte Suprema de Justicia sólo se instaló décadas después del establecimiento y consolidación de un sistema liberal-democrático.447 Si la rama judicial en Estados Unidos ha contribuido en la formulación de políticas públicas, esto se explica por diversos factores, tales como: un alto grado de fragmentación política del sistema político, un régimen federal fuerte, un sistema presidencial de gobierno y partidos relativamente débiles.448 Por tanto, hay que hacer consciencia de que las estructuras de activismo judicial, hoy consideradas exitosas, fueron autogeneradas por sociedades en determinadas circunstancias históricas que pueden no ajustarse debidamente a las particularidades de nuestra práctica. Couso añade que en algunas democracias no consolidadas (como las de América Latina) resulta riesgoso introducir un ejercicio judicial activista que pretenda arribar al más sofisticado estadio de justicia sustantiva. Específicamente, el problema radica en que, en estos países, ni siquiera se ha arribado a una etapa en la cual pueda considerarse que el derecho es autónomo de la política. En sus términos, esos países apenas se han librado del peso legado por sistemas legales represivos e “intentan todavía consolidar un derecho con mínimos grados de autonomía respecto de la política”.449 446 Cfr, ibidem, p. 180. Ibidem, p. 181. 448 Ibidem, p. 181 449 Ibidem, p. 184 447 223 Así, existen diversos ejemplos en la historia reciente de América Latina ―nos recuerda― que demuestran casos graves de intervención política como respuesta al activo uso de facultades de control judicial. Entre ellos, menciona la intervención de Carlos Menem en Argentina para aumentar el número de jueces de la Corte a fin de asegurarse una mayoría de partidarios; la clausura de la Corte peruana por parte de Alberto Fujimori; la intervención de Hugo Chávez que obligó a la presidenta de la Corte Suprema de Venezuela a renunciar a su cargo.450 Pero ¿qué hay del caso mexicano? ¿Estamos listos para emprender una práctica que declaradamente tiende a judicializar la política? En diversos trabajos, José Ramón Cossío Díaz ha explicado cómo es que la interpretación dogmática de las normas constitucionales y la teoría constitucional de la Suprema Corte constituyó —durante un significativo periodo de tiempo— la expresión de la ideología jurídica del régimen político hegemónico que pervivió por más de 70 años.451 Entre los factores que, a su entender, generaron ese patrón de producción normativa y de interpretación constitucional están: el dominio del Partido Revolucionario Institucional en la integración de los órganos primarios de producción normativa, el predominio del titular del ejecutivo, el modo en que se impartía y reproducía el conocimiento jurídico. En este sentido, no hay duda de que México, al igual que otros países con democracias emergentes, apenas está transitando hacia la consolidación de la independencia judicial misma y de una teoría constitucional autónoma con respecto al entender de los factores reales de poder. Las condiciones de transición aún están en una etapa sensible que merece un trato delicado. De ahí que resulte sugerente aprender del caso de las cortes chilenas que, como indica Couso, han 450 Ibidem, p. 185. Del mismo autor véanse, en general: Cossío Díaz, José Ramón, Cambio Social y Cambio Jurídico, op. cit; Cossío Díaz, Bosquejos Constitucionales, Porrúa, México, 2004. 451 224 mostrado tanta renuencia a adoptar un rol activista con el fin de consolidar la larga lucha por su autonomía frente al poder político.452 Por tanto, la pregunta que nos atañe consiste en ver si un control judicial con las características que hemos apuntado permite salvaguardar ese fino equilibrio que consolida la independencia del poder judicial en nuestro país o si invita, precisamente, a los ejercicios de intervención represiva que ya han sido vistos en otras partes del mundo. La pregunta es altamente compleja y no es el lugar para resolverla satisfactoriamente. No obstante, el control procedimental de la reforma presenta algunas ventajas que, prima facie, parecen salvarlo de este riesgo al que se refiere Couso. De entrada, ya sabemos que este control tiende a preferir la no invasión del órgano de revisión constitucional mediante (i) una práctica de condicionamiento de validez del proceso; y (ii) el rechazo de cualquier posibilidad de que la Corte pueda vetar el ingreso de determinados contenidos al terreno constitucional. La judicialización de la política sigue siendo un objetivo importante, pero en un sentido más tenue que aquel que le es inherente al estadio de justicia sustantiva altamente sofisticado del que hablaba Couso. Aquí el punto es que la forma de judicialización propuesta busca, sobre todo, consolidar otro aspecto importante de la transición; a saber: la justicia de los procedimientos. Se está pidiendo avanzar en la exigencia de que la autoridad se adhiera a las reglas y principios sentados por la Constitución. Se está pidiendo avanzar en aquello que originalmente nos preocupaba y a lo que tampoco podemos renunciar; a saber: la despolitización de la justicia. 2. El alcance de la teoría Una vez que hemos revisado si las particularidades inherentes a nuestras condiciones contextuales nos permiten ejercer el control propuesto, es conveniente abordar algunos problemas pendientes que presenta la teoría y que han de ser solventados, precisamente, desde 452 Cfr, ibidem, p. 187. 225 esa perspectiva más consciente de los riesgos que supone un control activista en la consolidación de la democracia misma. A. Las precondiciones de la democracia y su imperfección De acuerdo con Gutmann y Thompson, un problema real vinculado con la teoría de la democracia deliberativa radica en que, muchas veces, las condiciones en las que se delibera no son justas. Ellos lo plantean en los siguientes términos: en un proceso de deliberación que sí reúne los estándares que la teoría le exige, también pueden existir importantes inequidades en la distribución de poder económico y político, grandes discrepancias en el acceso a los medios masivos de comunicación y vastas diferencias en el control de la información al interior de ese foro.453 Estas fallas propias de un contexto no democrático (o no idealmente democrático) no sólo están vinculadas con un problema práctico sobre si es posible o no implementar la democracia deliberativa, sino que inciden en el punto neurálgico de un problema teórico: ¿Qué tan sofisticado debe ser el estándar de control constitucional? es decir ¿cualquier condición de inequidad en el proceso debe ser rechazada por antidemocrática y llevar a su invalidez? Nino plantea este problema en los siguientes términos: Muchas de las condiciones que otorgan valor epistémico al proceso democrático involucran el contenido de los derechos individuales.454 Como veíamos, ellos pueden ser considerados derechos a priori, dado que su garantía es condición de validez del proceso democrático. Su valor no está determinado por el proceso que se analiza, sino que está presupuesto por él.455 Pero el problema estriba en que resulta muy difícil determinar cuáles son esos derechos a priori y distinguirlos de los derechos a posteriori que sí son establecidos por el proceso que, según nuestro 453 Cfr, Gutmann, et al, op. cit, p. 42 Cfr, Nino, op. cit, La Constitución de la democracia deliberativa, p. 275 455 Cfr, ibidem, p. 275 454 226 control, se juzga en sede judicial.456 Esto obedece a que el alcance de los derechos puede ser ampliado al grado de exigir acciones tanto positivas y negativas por parte del estado. No siempre es claro, por tanto, cuál es la condición de garantía que de facto se tiene respecto de un derecho a priori.457 A nivel de control judicial, esto implica aceptar que las distorsiones del proceso pueden no sólo devenir de actos que dependen de la voluntad del órgano de reforma, sino también de circunstancias culturales y de fallas estructurales del sistema cuya solución no está, al menos no en el corto plazo, en las manos de la legislatura en turno. Esto nos pone en el siguiente aprieto: …cuanto más ampliamos su calidad epistémica [la del proceso democrático] a través de la expansión de los derechos a priori para proveer bienes que aseguren la participación libre e igual, la cantidad de asuntos que podrían ser decididos, en última instancia, por el proceso democrático, decrece. 458 Puesto en otros términos: un proceso deliberativo ideal, que presuponga la garantía de determinados derechos, es un estándar tan alto que su satisfacción puede resultar inasequible y, por tanto, obligaría a condicionar la validez de todos los procesos. Ninguno de ellos estaría al alcance de nuestras expectativas. Visto el problema así, queda claro que la razón por la cual resulta tan complejo juzgar si se ha garantizado un derecho a priori es porque los males sistémicos que generalmente aquejan a una democracia emergente (la pobreza, el desempleo, bajos niveles educativos y de oportunidades) dependen de voluntades anónimas. El hecho de generar un estándar tan amplio, que presuponga la 456 Cfr. Idem. Literalmente Nino lo pone así: “Incluso bajo la teoría procesal, el alcance del control judicial de constitucionalidad sería bastante amplio, dado que las condiciones sociales y económicas de los individuos, tales como su nivel de educación, son precondiciones para la participación libre e igual en el proceso político”. (p. 275) 458 Ibidem, p. 276 457 227 satisfacción de los derechos vinculados con esos problemas, puede resultar contraproducente. Nuestro autor intenta dar una respuesta diciendo que el juez constitucional es quien debe evaluar si los vicios del sistema “democrático” son tan serios como para considerar que su confiabilidad epistémica es inferior a la que su propia reflexión es capaz de proveer. De ser el caso, él debe actuar con base en los dictados de ésta.459 Este es un serio problema para la propuesta. Sin embargo, considero que es posible esbozar las primeras intuiciones de una posible solución. Al tratar el problema referido a la exigibilidad de los derechos reconocidos por el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, Christian Courtis y Víctor Abramovich han enfatizado que la obligación de progresividad referida a los mismos, implica una prohibición de regresividad.460 Esto significa que los estados obligados a proteger tales derechos, mediante actuares tanto positivos como negativos, no pueden dar marcha atrás al nivel de satisfacción ya alcanzado. Para efectos de nuestro problema, la idea de que el actual nivel de satisfacción de los derechos (tanto derechos civiles, como sociales, económicos y culturales) no puede ser disminuido, es apta para indicar al juez hasta dónde puede exigir que un derecho a priori sea garantizado como condición de validez del proceso democrático. Dado que los principios procedimentales vinculados con los derechos a prori ―tales como la igualdad, la libertad de expresión, la de asociación, entre otros― se satisfacen de modo gradual, el juez puede ir identificando esa condición progresiva y distinguir entre exigencias razonables y utópicas.461 Pero, sobre todo, la Corte mexicana tiene la posibilidad de ir encarando ella misma esos problemas estructurales del mismo modo 459 Cfr, ibidem, 277. Abramovich, Víctor y Christian Courtis, Los derechos sociales como derechos exigibles, Trotta, Madrid, 2004, p. 94. 461 Para este tipo de cuestiones, el juez constitucional puede recurrir a estadísticas oficiales o a las observaciones de los órganos de los tratados de la ONU a los cuales México está vinculado, por ejemplo. 460 228 en que ya lo ha la Corte argentina, por ejemplo, con el caso Verbitsky. Como se recordará, los efectos de este fallo exigían la implantación de mesas de diálogo que debían buscar resolver el problema de las prisiones en Buenos Aires. Pero, sobre todo, ordenaban un específico actuar positivo por parte de distintos entes públicos en las tres ramas de gobierno, vinculados con la administración de la situación carcelaria.462 La importancia de la reforma constitucional requiere acudir a un estándar laxo. Sin embargo, el juez también debe poder identificar cuándo está frente a un problema tan complejo y enraizado en la cultura que no pueda considerarlo una precondición del proceso, pues de otra forma, estaría evitando la generación de remedios institucionales para atacar, precisamente, esos problemas estructurales. Como se aprecia, el problema de los derechos a priori es sumamente complejo: no hay una forma matemática para atenderlo. Por tanto, el juez ha de ejercer su arbitrio y ponderar, prudentemente y 462 En el fallo se establecieron los siguientes efectos: (i) que la Suprema Corte de Justicia de la Provincia de Buenos Aires, a través de los jueces competentes, debía cesar en el término de sesenta días la detención en comisarías de la provincia de menores y enfermos, así como toda eventual situación de agravamiento de la detención que importara un trato cruel, inhumano o degradante o cualquier otro susceptible de acarrear responsabilidad internacional al Estado Federal; (ii) se ordenaba al Poder Ejecutivo de la Provincia de Buenos Aires que, por intermedio de la autoridad de ejecución de las detenciones, remitiera a los jueces respectivos, en el término de treinta días, un informe pormenorizado en el que constaran las condiciones concretas en que se cumplía la detención (características de la celda, cantidad de camas, condiciones de higiene, acceso a servicios sanitarios, etc.) a fin de que éstos pudieran ponderar adecuadamente la necesidad de mantener la detención, o bien, dispusieran medidas de cautela o formas de ejecución de la pena menos lesivas.; (iii) se ordenaba que cada sesenta días, el Poder Ejecutivo de la Provincia de Buenos Aires debía informar a la Corte de las medidas que adoptaba para mejorar la situación de los detenidos en todo el territorio de la provincia; (iv) también exhortaba a los Poderes Ejecutivo y Legislativo de la Provincia de Buenos Aires a adecuar su legislación procesal penal en materia de prisión preventiva y excarcelación, así como su legislación de ejecución penal y penitenciaria, a los estándares constitucionales e internacionales. 229 con una gran dosis de sensatez, los costos y los beneficios de llegar a una u otra solución. B. La oportunidad para deliberar: su insuficiencia como parámetro de control Como se recordará, el estándar para juzgar la validez del procedimiento de reforma que la Corte Constitucional de Colombia ha empleado tan sólo requiere que el órgano de revisión haya tenido esa oportunidad efectiva de participar. La Suprema Corte llega a una conclusión semejante en su estándar referente al proceso legislativo. Pero ¿por qué es esto equivocado? En primer lugar, decir que un proceso es válido por el solo hecho de que sus participantes tuvieron la posibilidad de hablar (con independencia de si lo haya hecho), no responde a las expectativas que tenemos planteadas alrededor de su legitimidad. Esa posición lleva al absurdo de considerar que una reforma constitucional es legítima, sin importar o no, si las posiciones rivales fueron deliberadas. Ahora, el problema de tales posturas, me parece, es que conciben a lo que aquí se ha entendido como “la obligación de respaldar moralmente una posición”, como algo semejante a una prerrogativa que puede (o no) ejercer el miembro integrante de la asamblea. Esto contradice el primer principio que ordena la publicidad de las razones que sustentan una posición. Dado que los ciudadanos merecemos saber —porque tenemos el derecho de auto generar nuestras leyes y nuestra Constitución— qué se dice en nuestro nombre, no hay nada que se nos deba ocultar. Como apuntaba Waldron, la ciudadanía no puede estar bajo ningún malentendido acerca de por qué está vinculad a hacer algo. Para facilitar la comprensión de esta crítica, puede ser útil poner el siguiente ejemplo real. Cuando el municipio San Pedro Quiatoni, Tlacolula, del Estado de Oaxaca impugnó la constitucionalidad de la reforma constitucional en materia de derechos indígenas, uno de sus argumentos era que el cómputo de las votaciones de las legislaturas estatales había generado una mayoría capaz de dar por válida la 230 reforma sin que su voz hubiera sido escuchada. Obviamente, la voz que en ese caso hacía falta escuchar era la del Congreso local de Oaxaca y más allá de la importancia de escuchar la voz de este estado en particular ,cuando hablamos de una reforma en materia de derechos indígenas463, era necesario escuchar la de todos los afectados. El principio que inspiraría el rechazo de este procedimiento es aquél que indica que el debate tiene la función de transformar preferencias. La invalidez reside, bajo nuestro estándar, en que se coartó la sola posibilidad de que otras legislaturas o el Congreso de la Unión cambiaran su opinión sobre algún tema tras haber escuchado la voz de un Estado más, en este caso, el de Oaxaca. Esta es la función que cumple el debate y la deliberación y esto es lo que ha de contar. Si después de varios días de parloteo no logramos encontrar una sola razón capaz de sostener la reforma, el proceso no puede tener validez. Si la mayoría de votos exigida por el artículo 135 constitucional se reúne sin que la totalidad de las legislaturas sean escuchadas por el resto, el sentido de la deliberación queda fracturado. C. El problema de la circularidad de la justicia procedimental Si se reconoce que hay injusticia en las condiciones del proceso y eventualmente se demanda un cambio en su estructura, ¿es esto posible? Si sí ¿mediante qué proceso? Esta pregunta está relacionada con lo que Gutmann y Thompson denominan “el problema de la circularidad de la justicia”. 464 463 De acuerdo con cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) del 2005, Oaxaca es el estado con mayor porcentaje de población hablante de lengua indígena, pues cuenta con un 35.3%. Yucatán sería el segundo estado de la república con un 33.5%. Chiapas tendría el tercer lugar con un 26%. La siguiente cifra más baja sería de 19.3, en el caso de Quintana Roo. El resto de los estados tienen un porcentaje inferior a la mitad del aquél con el que cuenta Oaxaca. Sin duda, hablamos de un estado cuya voz no podía ser relegada. http://www.inegi.org.mx/est/contenidos/espanol/soc/sis/sisept/default.aspx?t=mlen02&s =est&c=3327, última consulta: 10 de julio de 2010. 464 Cfr, Gutmann, et al, op. cit, p. 42 231 Una de las principales premisas que nos permitieron rechazar la posibilidad del control al objeto de reforma constitucional se basó en considerar que la provisionalidad de las decisiones (el no constituir verdades eternas) es un valor importante. La reformabilidad de la Constitución debe ser plena, aunque sustantivamente difícil, porque el principio del autogobierno nos indica que cada generación tiene el derecho de regirse a sí misma. Ahora es necesario preguntar: si a lo largo de estas páginas se han identificado una serie de principios procedimentales que, además, son aptos para constituir la base de un control judicial, ¿cuál es el estatus de su vigencia? Es decir, ¿éstos deben regir incondicionalmente por constituir las razones que dan legitimidad al proceso? Por ejemplo, ¿es posible renunciar al autogobierno a través del autogobierno mismo? Esta es una pregunta muy compleja que, probablemente, excede los límites de la investigación. Sin embargo, los autores ya citados parecen darnos una pista. De acuerdo con Gutmann y Thompson, la circularidad puede quebrarse. ¿Cómo? Enfatizando que los principios de justicia procedimental son tan contestables como los principios de justicia sustantiva.465 La clave está en aceptar, aquí también, el principio de provisionalidad, según el cual, podemos someter a crítica cualquier medida o circunstancia, incluso aquellas que dan lugar a los principios procedimentales a los que debemos ceñirnos para llegar a conclusiones morales. Puesto de otro modo, la democracia deliberativa tiene una capacidad autocorrectiva.466 Ahora, si las condiciones que dan legitimidad al proceso pueden ser modificadas, ¿qué proceso debe utilizarse para reformarlas? ¿Puede el proceso deliberativo ser utilizado para cuestionarse a sí mismo? Concretamente, ¿debe utilizarse aquél procedimiento que ya se quiere superar? Responder afirmativamente implica aceptar que es posible hacer depender la validez de un proceso de un valor que, a su vez, quiere superarse. 465 466 Idem. Ibidem, p. 57 232 Pese a la paradoja que ello suscita, la respuesta sí va en este sentido. Las condiciones que dan valor epistémico al proceso deben ser acatadas, aunque ellas pretendan ser modificadas. Supongamos el siguiente ejemplo: en el presente rigen los principios procedimentales (X, Y, Z), pero supongamos que Y es un valor al cual se le quiere dar una nueva acepción o que, incluso, se quiere superar. Por ejemplo, Y es el fundamento que permite garantizar igualdad política a todos las personas sin distinción de raza, sexo, etc. La reforma que se promueve en esta hipótesis imaginaria invita a abandonar una definición tan amplia de igualdad como la que actualmente tenemos. Sin embargo, para que el proceso que da vida a esta reforma pudiera considerarse válido ―a la luz de nuestros actuales estándares de igualdad política― las voces que actualmente sí reciben protección, tendrían que escucharse y su contenidos refutarse (con argumentos, claro está). Es decir, para superar Y, tiene que aplicarse Y. Esto produce una paradoja, pero no podría ser de otra forma porque el proceso de discusión colectiva funciona como un medio epistémico. Antes de que éste se realice, no podemos tener por buena conclusión moral alguna porque ella, necesariamente, sería el producto de un proceso ilegítimo. Entonces, es cierto que incluso los principios procedimentales que hemos identificado deben ser considerados como provisionales — esto es, siempre sujetos a crítica—; no obstante, ellos sí deben maximizarse hasta en tanto no haya una decisión (también lograda en condiciones de calidad epistémica) que lleve a su abandono, o bien, a su reelaboración. D. Razones y buenas razones Se ha insistido en que una de las exigencias más importantes de la democracia deliberativa consiste en justificar moralmente las medidas llamadas a vincular a ciudadanos libres. En nuestro control ¿esta exigencia implica que el juez está autorizado para distinguir entre buenas o malas razones? No. 233 Semejante forma de control resbalaría en una forma de escrutinio sobre el resultado de la reforma, pues el juez estaría otorgando (implícita o explícitamente) mayor jerarquía a aquellas normas constitucionales que le guían para decir cuándo está frente a una “buena razón”. Decir que el juez puede discriminar entre un argumento moral y uno que no lo es, es autorizarlo, solamente, a excluir todo aquello que no esté sustentado en razones comprensibles y accesibles para todos. No quiere decir, en cambio, que el juez puede calificar como “moral” aquello que él considera como “moralmente correcto”. Éstas son dos cuestiones muy distintas que, sin embargo, a veces no aparecen tan claramente separadas. La ambigüedad con la que la palabra “moral” es utilizada puede conducir a graves confusiones. Para intentar aclarar estos conceptos, pongamos un ejemplo práctico que muestra cómo podría funcionar la distinción. En junio de 2008, la Constitución mexicana fue reformada en varios aspectos de su —válgase la expresión— “capítulo penal”. De acuerdo con la intención que explícitamente hizo valer el órgano de reforma, la enmienda obedeció al propósito de atrincherar constitucionalmente los principios de un modelo procesal penal de corte acusatorio. Sin embargo, la reforma se sustenta sobre una base axiológica contradictoria: consagra los principios de un modelo acusatorio (publicidad, contradicción, concentración, continuidad e inmediación) pero crea lo que, sin titubeos, debe calificarse como un régimen de excepción para la delincuencia organizada467 —régimen que, al gozar de rango constitucional, refuerza como nunca antes 467 Es por esta condición que Sales Heredia ha calificado a la reforma de bipolar (véase, Sales Heredia Renato, “La normalización de la excepción”, en ¿Qué hacer con las drogas?, Vázquez Rodolfo (compilador), Fontamara, México, 2010, pp. 155-170); mientras que Miguel Sarre, en un seminario titulado “la reforma constitucional en material penal” realizado en abril de 2008, mencionó que la reforma parecía haber sido escrita por dos manos distintas, por un lado, la de Luigi Ferrajoli, por el otro, la de un agente de la ahora extinta Agencia Federal de Investigación. 234 algunas instituciones habitualmente identificadas como propias del sistema inquisitorio—.468 Con otros estudiosos de la materia, Renato Sales Heredia ha señalado que este nuevo régimen no puede sino identificarse con lo que en la doctrina penal se conoce como “derecho penal del enemigo”, donde “el enemigo es entendido como aquel que, al no aceptar ser obligado a entrar a un estado de ciudadanía, no puede participar de los beneficios del concepto de persona”.469 Entre los aspectos más comentados y criticados de la reforma está el de la constitucionalización del arraigo.470 Como se sabe, esta medida permite que el Estado restrinja la libertad de una persona sin que ésta haya sido juzgada o siquiera consignada. La Constitución no detalla cuáles son los elementos que autorizan su imposición, pues para ello remite en parte a la ley y en parte a formulaciones abstractas, 468 En múltiples foros y debates académicos acerca de la reforma se ha denunciado la existencia de un régimen de excepción en virtud de que la Constitución Federal ahora prevé, entre otras cuestiones, que en los casos de delincuencia organizada: el juez tiene facultad para decretar el arraigo (artículo 16, párrafo octavo); el plazo en que una persona puede ser retenida por el Ministerio Público puede ser duplicado (artículo 16, décimo párrafo); las autoridades competentes pueden restringir las comunicaciones de los inculpados y sentenciados con terceros, salvo el acceso a su defensor (artículo 18, último párrafo); el juez debe ordenar, oficiosamente, la prisión preventiva. (artículo 19, segundo párrafo); las actuaciones realizadas en la fase de investigación pueden tener valor probatorio, si no pueden ser reproducidas en juicio o exista riesgo para testigos o víctimas. (artículo 20, apartado B, fracción V, segundo párrafo). 469 Aquí, Sales Heredia está citando las palabras literales de Günter Jakobs, máximo exponente y justificador de la doctrina del derecho penal del enemigo. 470 Específicamente, la polémica se suscita porque esta decisión contradice un criterio del Pleno de la Suprema Corte, según el cual la figura del arraigo es inconstitucional a la luz del régimen de libertades que la Constitución protege. En este sentido, véase la acción de inconstitucionalidad 20/2003. Adicionalmente debe decirse que el problema del arraigo ha merecido más de un pronunciamiento por parte del Comité de Derechos Humanos en el sentido de que la figura debe ser expulsada del ordenamiento. Cabe destacar que la primera recomendación se hizo cuando el arraigo todavía estaba contemplado en la ley. Véase el Informe del Grupo de Trabajo sobre las Detenciones Arbitrarias acerca de su visita a México (27 de octubre a 10 de noviembre de 2002) E/CN.4/2003/8/Add.3, párr. 50 (criticando el arraigo); Comité contra la Tortura (2006), Conclusiones y Recomendaciones CAT/C/MEX/CO/4, párr. 15 (recomendando que desaparezca la figura del arraigo). 235 tales como la existencia de un riesgo fundado de que la persona investigada pueda huir471—formulaciones que, por supuesto, serán determinadas en sede judicial o a través de la legislación secundaria. Ahora, la medida no parece realmente excepcional porque, para ser considerado un miembro de la delincuencia organizada, basta reunirse con tres o más personas para cometer delitos en forma permanente o reiterada. Por ende, como el mismo Sales ha expresado, con este régimen, las garantías clásicas del debido proceso —en este caso, la presunción de inocencia y el derecho al disfrute de la libertad personal— “se complican para quien ha tenido la mala suerte de ser imputado de delincuencia organizada”.472 Si esta reforma fuera impugnada y un juez constitucional debiera efectuar el control que aquí se ha defendido, ¿cómo tendría que conducirse? Específicamente ¿cómo sabría si está frente a una decisión respaldada moralmente? Lo primero que nuestro juez tendría que hacer es identificar cuáles son las razones que efectivamente fueron esgrimidas en cualquier fase del proceso. Aquí supongamos que algún representante —el representante A— hizo valer el argumento de que esta medida vulnera las garantías de debido proceso del sistema acusatorio, pues permite el encarcelamiento de la persona sin que se exista una acusación formal en su contra. Para responder, imaginemos que otro representante —el representante B— expresó algo como lo siguiente: “las autoridades son perfectamente aptas para distinguir (sin previo juicio) quién es un miembro de la delincuencia organizada. Por tanto, la medida no es arbitraria y no afectará a ningún inocente”. 471 La norma constitucional a la que aludimos —específicamente contenida en el artículo 16— dispone: “la autoridad judicial, a petición del Ministerio Público y tratándose de delitos de delincuencia organizada, podrá decretar el arraigo de una persona, con las modalidades de lugar y tiempo que la ley señale, sin que pueda exceder de cuarenta días, siempre que sea necesario para el éxito de la investigación, la protección de personas o bienes jurídicos, o cuando exista riesgo fundado de que el inculpado se sustraiga a la acción de la justicia. Este plazo podrá prorrogarse, siempre y cuando el Ministerio Público acredite que subsisten las causas que le dieron origen. En todo caso, la duración total del arraigo no podrá exceder los ochenta días”. 472 Cfr, Sales Heredia, op. cit, p. 158. 236 Hay muchos elementos que nos orientarían a pensar que esta afirmación debe calificarse de falaz473, pues no es posible conocer quién es un miembro de la delincuencia organizada por mera intuición o por datos presuntivos, no contrarrefutados en un juicio. Es decir — diría nuestro representante A— hasta antes del juicio no se puede saber con certeza y con formalidades racionales si un inocente está siendo afectado por la medida restrictiva de la libertad que aquí se comenta. Entonces, esta línea argumentativa puede ser desafiada y llevar a la conclusión de que se basa en una afirmación demagógica o deshonesta. El juez tendría elementos para concluir que si esa es la afirmación que sostiene la medida, hay buenos motivos para condicionar la validez del proceso que le dio origen. El juez podría advertir que el proceso no tomó en cuenta una posición moral importante que, confiablemente, sostendría cualquier persona no culpable que teme verse involucrada en una situación así. El hecho de que la afirmación que respalda la medida no dé cuenta de esta opinión es reflejo de que no todos los intereses fueron tomados en cuenta con seriedad y de que existe una posición que puede decir: “mi voz y la de muchos otros que sentimos lo mismo no contó.” En otras palabras, lo que el representante no puede negar es que la medida sí afecta derechos y que un resultado así sólo es admisible si quien actualmente es titular de los mismos, renuncia a su protección. En pocas palabras, la medida cuestionada se basa en razones claramente derrotables. Hasta ahí no habría mucho problema: de acuerdo con el argumento aquí defendido, el juez condicionaría la validez de ese proceso y exigiría una mejor argumentación por parte del órgano (o de sus miembros); esto, a fin de que tomarán en cuenta una posición que, de haber sido escuchada con seriedad en un primer momento, 473 Por ejemplo, las distintas recomendaciones de los órganos de los tratados de la ONU, los argumentos aportados por académicos en este sentido, los mismos argumentos que la Corte plasma en sus precedentes sobre el arraigo, entre otros. 237 seguramente habría cambiado opiniones, o por lo menos, merecido contrargumentación. Supongamos que ante esta determinación, el ORC insiste en promover y aprobar la reforma pero esta vez con una argumentación más robusta que afirmara algo como lo siguiente: “quizás el estado no puede saber cuándo está frente a un miembro de la delincuencia organizada sin que medie un juicio en el que las hipótesis de culpabilidad puedan ser refutadas ante un tercero imparcial. Pero es más importante asumir el riesgo de involucrar a un inocente, incluso restringir su libertad, con tal de que no haya un solo presunto miembro de la delincuencia organizada que pueda huir de la acción estatal entre el momento en que se emite una orden de aprehensión en su contra y aquel en el que se conoce su paradero”. Evidentemente, aquí ya estamos en un nivel argumentativo más completo y aparentemente auténtico, pues parte de una concepción de derecho penal que suele inclinarse por preferir el castigo del culpable que la protección del inocente. La diferencia entre una y otra posición, en última instancia, reside en la elección de la racionalidad política con la cual se concibe la justificación del actuar estatal —en su específica manifestación penal— y el grado en que resulta válida su interferencia en la vida privada de los individuos.474 Por ejemplo, Richard Posner asegura que en situaciones de emergencia —tal como la que vivió Estados Unidos tras el ataque a las torres gemelas en septiembre de 2001— la esfera de las libertades civiles (la privacidad, la libertad) deben ceder en dirección inversamente proporcional al modo en que la inseguridad va 474 Para Ferrajoli, la historia del proceso penal puede ser leída como la historia del conflicto entre dos finalidades lógicamente complementarias pero contrastantes en la práctica; estas son: el castigo de los culpables y la tutela de los inocentes. A su modo de ver, podemos caracterizar el método inquisitivo y el método acusatorio según el acento que el primero pone sobre una y que el segundo pone sobre la otra. Explica: “mientras el método inquisitivo expresa una confianza tendencialmente ilimitada en la bondad del poder y en su capacidad de alcanzar la verdad, el método acusatorio se caracteriza por una desconfianza igualmente ilimitada del poder como fuente autónoma de verdad” Ferrajoli, Luigi, Derecho y Razón. Teoría del Garantismo penal, Trotta, Madrid, 2006, p. 604 238 incrementando.475 Argumenta, además, que la mayoría de los ciudadanos prefieren sentirse más seguros de lo que prefieren sentirse más libres. Vale la pena citar su opinión: ….what the normally self-interested person wants most to do is to put his safety against your liberty. But when that is not an opinion, he will usually accept restrictions on his liberty more readily that when he will accept enhanced danger to his physical security. Moreover, the people at risk from crime and terrorism are far more numerous than those who face a higher risk of being falsely accused when protections of civil liberties are curtailed, provided that they are curtailed only modestly.476 Personalmente no estoy de acuerdo con una postura así. Miguel Sarre ha sido contundente en señalar —acertadamente, en mi opinión— que “bajo un esquema democrático, la única forma de obtener resultados en materia de seguridad pública no es con armamento muy sofisticado, ni con esquemas represivos, sino generando confianza”.477 Pero —recordando la preocupación de Waldron— lo que debe destacarse es que estamos frente a un desacuerdo honesto (que sostiene posiciones morales reales). Es decir, quien sostiene algo como lo que apunta Posner está reconociendo, expresamente, que es mejor limitar los derechos del ciudadano (de cualquiera, claro está) y someterlo a arraigo, con tal de que no haya un solo culpable en libertad antes del inicio de la averiguación previa. Quien lo sostiene está postulando cuál debe ser, a su entender, la prioridad del estado en la materia. Quien lo sostiene en un debate institucionalizado está diciendo, en representación de la voz ciudadana, que al menos la mayoría de los gobernados aceptamos 475 Posner Richard, Not a Suicide Pact. The Constitution in a Time of Emergency, Oxford University Press, New York, 2006, p. 41-43. 476 Ibidem, p. 40- 41. 477 Sarre, Miguel, “El derecho a la libertad personal como patrimonio colectivo”. Texto distribuido para la impartición del curso de derecho penal del cual es titular en el Instituto Tecnológico Autónomo de México. 239 ceder un poco en la garantía de nuestras libertades y derechos —las cartas de triunfo de las que habla Dworkin— en aras de favorecer una determinada estrategia de seguridad que obedece a determinados motivos, como por ejemplo, el de mantener la condena penal al consumo y venta de drogas.478 Lo importante es que, para efectos del control que aquí se propone, un argumento que defendiera mantener la lucha contra un mal que afecta nuestra seguridad, a costa de aceptar la derrota de las batallas por los derechos históricamente libradas, quizás sí podría ser considerado una posición moral seria. Si en el órgano de reforma se dio voz a los inconformes y si sus argumentos fueron refutados por los de la mayoría, quizás los jueces tendrían que dejar su posición personal a un lado, en caso de que ésta fuera distinta. Sólo hasta que se haya llegado a la discusión de las razones últimas, el juez podrá suponer que la reforma ha sido consentida por la mayoría. Es posible que algún lector no esté conforme con este resultado. Él podría preguntar: ¿de qué sirve el control al procedimiento que se ha delineado si éste podría permitir cualquier contenido (justo o injusto)? Hay varias cosas que contestarle: en primer lugar, no es que la propuesta admita que es posible llegar a resultados injustos a través de ella; más bien lo que hay que aceptar es que, si no es mediante una sana y legítima discusión colectiva, como la que he tratado de defender, no podemos saber (al menos, no con autoridad) cuándo estamos frente a un resultado justo. Esto se responde con las razones que ya nos ofrecía Nino para convencernos de por qué la reflexión individual no es el mejor medio para llegar a conclusiones morales aceptables. 478 Precisamente, éste es el tema que subyace a la reforma del 2008. Como indica Sales Heredia, es la guerra contra el narcotráfico, especie de la guerra contra la delincuencia organizada, la que ha servido para justificar la elevación de la reforma que flexibiliza las garantías procesales de debido proceso. Si ésta es la última razón que sustenta la medida, habría muchos motivos adicionales para cuestionar en aras de qué estamos renunciando a las garantías de debido proceso. 240 Es cierto que esto aún puede resultar un tanto desalentador. Si la justicia del procedimiento no puede garantizar la justicia del resultado ¿de qué sirve el control que se ha defendido a lo largo de estos párrafos?, ¿cuál es su ventaja? Y la duda es legítima. ¿Qué le queda al ciudadano disidente cuando el tribunal constitucional acepta la validez de un proceso, por considerar que exhibe las características de un proceso legítimo, pese a lo indeseable (indeseable para algunos, claro está) de su resultado? Pues bien, la respuesta puede ser insatisfactoria pero probablemente sea la mejor de entre las posibles: sólo cuando el representante muestra con claridad y honestidad cuál es la argumentación que está en el trasfondo de la medida aprobada, la ciudadanía puede expresar su desacuerdo con el hecho de que ese representante sostenga, en su nombre, algo que ella no aprueba. Personalmente, yo me sumaría a ese descuerdo en el caso de la constitucionalización del arraigo y de las razones que, en general, motivaron la constitucionalización de un régimen de excepción. Pero si mi posición ha sido vencida en el órgano de reforma —al haber sido contrarefutada con seriedad— por lo menos puedo estar tranquila de que fue tomada en cuenta y quizás pensaría, para mi consuelo, que ha vencido la voluntad de un mayor número de personas que sí prefieren renunciar a sus libertades en aras de obtener mayor seguridad. Pero lo importante está en observar que, mediante el sistema de elecciones, puedo castigar a quien dice algo, en mi nombre, con lo que no concuerdo. Si nadie ha defendido públicamente que consiento renunciar a mis derechos de debido proceso, no poseo ninguna herramienta (al menos no una democrática) para castigar esa premisa. Es decir, si la decisión fue producto de la negociación realizada en la oscuridad de los espacios reservados de una asamblea, entonces no puedo saber quién alegó algo en mi supuesto beneficio que no comparto. Es admisible pensar que alguien puede equivocarse al representar mis preferencias pero nunca debe permitirse que ese alguien ni siquiera haga el intento de representárselas. La línea es tenue pero está ahí. 241 Sólo cuando conocemos las razones por las cuales estamos vinculados al derecho podemos rechazarlas, suscribirlas o enmendarlas. Sólo con esa información estamos en condiciones reales de ejercer el autogobierno. 242 CONCLUSIÓN Hemos concluido que: 1. La gran pregunta que el ordenamiento constitucional mexicano hoy admite y requiere plantear es si existen límites implícitos que el poder de revisión no puede trastocar, susceptibles de control en sede judicial. 2. Esta pregunta debe ser contestada en sentido negativo. Los jueces no deberían poder controlar, sin base textual alguna, qué puede ingresar al orden jurídico mexicano porque su legitimidad democrática es más débil de la que se requiere para generar decisiones con tan amplios alcances. Semejante control va en detrimento de la idea según la cual cada generación debe poder decidir libremente —y a través de un órgano representativo— el contenido de las normas que se da para sí. 3. Si esta conclusión abre paso a un espacio de intranquilidad es porque existe una desconfianza fundada sobre el modo en que los parlamentos suelen actuar. Pero, dado que el problema se genera desde ahí, debemos pensar en procesos que sirvan para generar mejores decisiones constitucionales y debemos permitir que el juez constitucional funja como catalizador del cambio; esto, a través de ejercer un control que le permita enjuiciar los méritos sustantivos de los procesos de reforma constitucional. La idea fundamental es que estos procesos deben representar adecuadamente a todos los afectados y generar —como apunta Ferrajoli recordando a Rawls— momentos constituyentes que impliquen la auténtica colocación de un velo de la ignorancia479, donde los actores políticos se ubiquen en los zapatos de todos los 479 Cfr, Ferrajoli, “Democracia Constitucional y derechos fundamentales. La rigidez de la Constitución y sus garantías”, op. cit, p. 95. 243 potencialmente afectados, donde imaginen desconocer su eventual condición y lugar en la sociedad. 4. La implementación de esta clase de control puede presentar diversas dificultades prácticas pero su superación es posible y necesaria. El intento es obligado porque sólo así podremos avanzar en el proceso de transición democrática y acercarnos a una condición de no politización de la justicia. Para finalizar debemos destacar algunos puntos. El lector se sorprenderá al ver que la primera frase con la que introducíamos a esta investigación ―”the power to amend the Constitution was not intended to include the power to destroy it”― fue empleada por William L. Marbury con el propósito combatir la validez de la enmienda XIX a la Constitución norteamericana, que reconoció el derecho al voto de las mujeres.480 ¿Qué prueba este hecho? Es evidente que si la tesis de los límites lógicos tiene que ser rechazada, es por sus propios méritos y no por el tipo de posiciones que se hacen valer bajo su amparo. Sin embargo, el hecho nos es útil para insistir en las razones sobre por qué no es adecuado que un determinado grupo de personas no responsables políticamente (el litigante en diálogo con la Corte) sean quienes definan las cuestiones cruciales de nuestra democracia. Como dice Ely: “nuestra sociedad no adoptó la decisión constitucional de avanzar hasta el sufragio casi universal sólo para contradecirse e imponer los valores de los abogados de primera calidad sobre las decisiones populares”.481 La mejor manera de promover las condiciones que dotan de legitimidad a los procesos mediante los cuales se reforma una norma constitucional es reconociendo el carácter vinculante de aquellos 480 Es John Vile quien documenta esta circunstancia en “The Case Against the Implicit Limits”, op. cit, p. 194. La enmienda XIX literalmente dispone: “The right of citizens of the United States to vote shall not be denied or abridged by the United States or by any state on account of sex. Congress shall have power to enforce this article by appropriate legislation”. 481 Op. cit, Ely, John Hart, p. 81. 244 principios democráticos que, precisamente, determinan cómo debe crearse. Esta tesis ha intentado tomar algunas posiciones teóricas que conducen a su reconocimiento y control en sede judicial. Pero hay una pregunta que queda en pie: ¿realmente estamos en posibilidad de exigir la presencia de condiciones propias de una democracia deliberativa madura, como condición de validez de un proceso de reforma? ¿Es esto realista? Nino reconoce que el control judicial procedimental que defiende —control que sólo he trasladado al caso de la reforma constitucional— requiere de jueces con cualidades todavía más “hercúleas” de las que imagina Dworkin para sus jueces, “que van meramente en busca de una consistencia articulada entre principios y decisiones pasadas”.482 Y es cierto, no parece que identificar vicios vinculados con la calidad epistémica de un proceso sea una tarea sencilla. El juez tiene que ser apto para descubrir si detrás de una posición se encubre una pretensión autointeresada, debe ser hábil para detectar la exclusión de grupos desventajados y de intereses no escuchados. Para poder representárselos debe imprimir una alta dosis de sensibilidad en su tarea. El juez también debe saber cuándo está frente a posiciones que admiten refutación empírica. Esto lo obliga a aceptar, con sensatez, que su conocimiento no es omnicomprensivo y que, probablemente, deberá solicitar la ayuda de expertos. Pero aunque esto sea cierto, aunque el juez deba poseer gran destreza argumentativa, el gran reto que este estándar de control se plantea, estriba en exigir congresistas que presenten esas mismas características “hercúleas”. En efecto, los presupuestos con los que opera esta tesis exigen un órgano de reforma abierto al diálogo, dispuesto a ver más allá de los intereses personales de sus miembros y con una habilidad argumentativa notable. Cualquiera podría alegar que esperar semejante comportamiento por parte de nuestros representantes es (si no un disparate) una idea bastante ingenua. Podría preguntarse: ¿es adecuado pedir que los 482 Cfr, Nino, Carlos Santiago, Fundamentos de derecho constitucional, op. cit, p. 704. 245 jueces exijan lo que prácticamente se parece a un estado de maduración cultural que es ajeno a nuestra realidad y que, más bien, debería darse por sí mismo? En una de las obras que han ocupado nuestra atención Waldron se adelantaba a sus críticos —quienes planteaban algo semejante— y contestaba que su pretensión no era utópica. Comparto su respuesta: exigir procesos de creación normativa respetuosos del entramado valorativo que, de facto, está protegido en nuestras constituciones, es sólo la consecuencia necesaria de una democracia que se tome en serio el concepto de dignidad humana. En el momento en que dejemos de pensar en los parlamentos de hoy, podremos comenzar a transitar hacia un nuevo paradigma de lo que debe implicar la creación constitucional. El juez es invitado de honor en este tránsito. Así que el dilema es: o nos conformamos con el actuar absolutamente irresponsable al que injustificadamente nos tienen acostumbrados los actores políticos cuando se enfrentan con los temas que más nos duelen o, simplemente, les pedimos que se comporten a la altura de su encomienda; a saber: representar adecuadamente los intereses de millones de personas igualmente dignas y libres. Estoy convencida de que hay suficientes razones para inclinarse por lo segundo. 246 BIBLIOGRAFÍA Libros y revistas Ackerman, Bruce, “Higher Lawmaking” en Responding to Imperfection, the Theory and Practice of Constitutional Amendment, Levinson, Sanford (ed.), Princeton University Press, New Jersey, 1995. Aguiló Regla, Josep, La Constitución del estado constitucional, Palestra editores, Editorial Temis, Lima, Bogotá, 2004. Abramovich, Víctor y Christian Courtis, Los derechos sociales como derechos exigibles, Trotta, Madrid, 2004. 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