Historia de la puntuación – Beltrán Mena.
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Historia de la puntuación – Beltrán Mena.
Apuntes sobre la Historia de la Puntuación Beltrán Mena La escritura alfabética –como la polea, el reloj o la televisión– es una tecnología y tiene su historia. Esta historia puede contarse como la historia de sus piezas, su articulación y el refinamiento de su función [1]. La historia de la escritura no es sólo la historia de sus formas y su estilo –esto es, la evolución de su estética– si no la de sus funciones y la del inmenso impacto que tuvo cada una de ellas en la cultura de su tiempo y la conformación de lo que hoy somos. 1 El lenguaje es un instinto, la escritura es una técnica [2]. No podemos evitar que un niño aprenda a hablar, pero nos toma años de tedioso entrenamiento enseñarle a leer y escribir. La mayoría no lo logra. La lectura es una difícil habilidad psicomotora, un ejercicio cansador aún para los que saben leer y escribir. La mayoría de la gente, cuando puede optar, prefiere no leer. Observar a un niño que comienza a leer pone en evidencia la dificultad de esta técnica [3]. El dedo recorre el texto como se recorre un sendero difícil: se detiene, retrocede, cruza palabras pantanosas y a ratos acelera ante un recodo familiar. Cada sílaba va siendo pronunciada en sincronía con el dedo, es un reflejo neuromuscular que hay que estampar en el cerebro. No es fácil. 2 ¿Y cuál es la función de esta tecnología? La misma que la de una grabadora. Registrar el sonido. Un tipo especial de sonido: el del habla humana. Registrar, para reproducir a nuestro antojo, ese flujo que se nos escapa. Una invención económica y genial de los fenicios, que notaron que los sonidos del habla podían conseguirse combinando un par de decenas de partículas sonoras y representar cada una de ellas con un símbolo simple. REC. Con el suficiente entrenamiento, cualquier persona podía reproducir el sonido original con solo invertir el funcionamiento de la máquina. PLAY. Los sistemas silábicos e ideogramas inventados por sumerios, egipcios, chinos e hindúes, no resisten comparación frente a la economía y eficiencia de la máquina alfabética fenicia. 3 Pensar la escritura como una máquina de registro del habla [4]nos coloca en la posición adecuada –quizá la única correcta– para entender la historia de la lectura y la puntuación. Capas sobre capas de depósitos linguísticos, gramaticales y culturales nos impiden ver la escritura en su forma original. Nos cuesta imaginar que por más de 2000 años en occidente se leyera de otra manera; o que se dejaran pasar 18 siglos desde la invención de la escritura hasta que alguien inventara el signo de interrogación (o el paréntesis). Cuando los fenicios atrapan el flujo del habla en su correspondiente flujo de caracteres, no tienen claro en qué sentido debe anotarse este flujo. El habla no tiene una dirección ¿porqué habría de tenerla la escritura? Durante cientos de años, las inscripciones fenicias titubean entre izquierda-derecha y derecha-izquierda, ensayando incluso una dirección que es probablemente la más natural: el boustrofedón (“como un buey ara el campo”), que consiste en escribir hasta el margen de la piedra y “rebotar” entonces en sentido contrario, sin interrumpir el flujo continuo del habla [5]. Como si existiera un temor original, una “sensación de error”, a introducir discontinuidades allí donde lo que se oye es continuo. Esta indecisión fenicia no se resolverá sino hasta el año 800 AC en que la dirección de su escritura se estabilizará de derecha a izquierda. 4 5 Los griegos adoptan el invento fenicio, modificándolo ligeramente para acoger ciertos sonidos que les hacían falta, como las vocales. Al parecer lo adoptan antes de que la dirección de escritura se estabilice, pues ellos también dudarán por siglos antes de estabilizarse –esta vez de izquierda a derecha– en el año 500 AC. Antes de esto escribían indistintamente en cualquier dirección, incluído el boustrofedón. La mejor imagen del alfabeto como registro del habla es el hecho de que el texto fue escrito siempre como un flujo continuo, sin separación de palabras [6]. Los textos antiguos ilustran una verborrea continua. No sólo es natural escribir las palabras unidas, como se las escucha, sino que el mismo concepto de palabra no existía en Grecia hasta que la escritura fué de uso común (s. V). Las palabras, como las entendemos hoy, son criaturas del “alfabeto”. La forma natural de la escritura, como la de un cassette, es la de un registro continuo y se escribirá así por casi dos milenios. Ni Aristóteles, ni César, ni Virgilio, ni Cicerón, ni Petronio, ni Agustín separaron jamás una palabra de la otra. 6 Así como la escritura fué por mucho tiempo un registro continuo y mecánico del habla, también la lectura fué por más de veinte siglos, una experiencia muy distinta a la que conocemos hoy. Fué más bien el simple proceso contrario de la escritura. La lectura fué siempre lectura en voz alta. El entrenamiento psicomotor de la lectura consistió por mucho tiempo en establecer los reflejos entre el ojo y la lengua. En sus inicios, y por mucho tiempo, leer significó decodificar los signos en sus sonidos originales. Este libro como partitura será la metáfora cultural en occidente, reemplazando a la metáfora anterior: la palabra dictada por la musa. El libro como partitura será la forma de la lectura hasta el siglo XII, cuando un puñado de innovaciones tecnológicas lo transformen en el libro como registro del pensamiento, dando origen a la cultura escolástica a la que aún pertenecemos. 7 Algunas inscripciones y textos griegos y romanos presentan una forma primitiva de separación de palabras, el interpunctus, un punto insertado a media altura entre palabras. Pero este artilugio sólo se utilizaba con fines didácticos o en algunas inscripciones públicas [7]. Se entendía que el lector cultivado no requería de tales ayudas. Contra lo que diría el sentido común, la primera puntuación en aparecer no fué la separación de palabras, sino la separación de ideas: el párrafo. 8 Tempranamente se utilizaron elementos de diagramación para separar una idea completa de la siguiente. La forma estándar utilizada por los copistas era la literae notabiliores (letra destacada), consistente en comenzar cada nueva idea (paragraphos o capitulum), en una nueva línea, con la primera letra de la línea destacada a un tamaño mayor y colgando fuera del margen izquierdo [8]. A veces es el propio lector quién agrega con su mano el signo para indicar el inicio de una nueva idea, facilitando su posterior lectura. En el siglo I DC los lectores agregan otros signos al marcar sus libros, con el simplex ductus separan términos, indican pausas o marcan el fin de una idea. Como alternativa a utilizan a veces Para indicar pausas breves usan una tilde fina y larga. 9 Durante toda la antiguedad y hasta el siglo IV, es el lector el responsable de la puntuación de un texto, no el autor ni el copista. Así, la puntuación es una interpretación. Es además una interpretación para el discurso. El modelo cívico es el orador y buena parte de la educación está dirigida a esta habilidad. La retórica –arte y técnica del discurso– entrena la habilidad de leer, orientándola al discurso. Para imaginar la experiencia de la lectura en esta época no hay que olvidar que el texto existe para ser leído en voz alta, no hay otra forma de leer. La lectura silenciosa a la que hemos sido entrenados desde niños no existe en la antiguedad griega y romana y si bien hay evidencia indirecta pero sólida de que la lectura silenciosa se practicaba en esta época (algo más en Grecia que en Roma), esto no pasa de ser un hecho marginal y anecdótico, tal vez comparable hoy a la lectura veloz. Es conocida la sorpresa de San Agustín cuando conoce a San Ambrosio [9]: no puede creer que este pudiese leer sin emitir sonido ni mover los labios. 10 Eneida de Virgilio, copia del s V. Asterius, ha marcado su copia con puntuación de su puño y letra (flechas en el detalle). La lectura en voz alta se preparaba. La familiaridad del lector con su cultura le permitía descifrar el texto continuo, resolver sus ambiguedades gramaticales y proponer un ritmo para su lectura, lo que hacía marcando de puño y letra su copia del libro con pequeñas indicaciones discursivas [10]. Al ver un texto en scriptura continua, como el de la figura [11], su lectura nos parece un ejercicio imposible, pero un pequeño ejercicio nos permite acotar su verdadera dificultad. Liberando el texto del “ruido” y traspasándolo a una tipografía familiar, conservando únicamente su estructura [11b], podemos enfrentarnos al mismo como lo habría hecho un lector del s V. 11 11b 11c Aún así, no hablamos latín, de manera que deberemos hacer una segunda transformación, llevando ahora el texto a nuestra lengua [11c]. Esto nos revela que la lectura en scriptura continua no presenta una dificultad técnica tan grande como parecía al comienzo, a condición de cumplir con cierto requisito cultural: familiaridad con la lengua y el contenido (en este caso un trozo del evangelio de Juan). Se explica así que haya tomado tanto tiempo la invención de la separación de palabras. Para completar el paisaje mental de un hombre culto de la antiguedad, hay que recordar que su entrenamiento incluía el manejo de la memoria. Griegos y romanos llegaron a desarrollar técnicas muy sofisticadas, generalmente basadas en la construcción de un “palacio mental”, poblado de “hitos”, objetos y habitaciones a los que –en preparación para un discurso o debate público– el orador “amarraba” frases, trozos de obras clásicas, o sentencias, no para ser reproducidas literalmente, sino para echar mano de ellas cuando la ocasión lo requiriera. Esta asignación simple de un trozo de texto a un objeto, es prácticamente la única que permite un texto continuo, como el utilizado en la época. Estas técnicas caerán en desuso y serán luego redescubiertas parcialmente en la edad media, recobrando buena parte de su sofisticación en el s XII, antes de desaparecer para siempre en el siguiente, con las radicales innovaciones en el formato del libro. Volviendo a la puntuación en la antiguedad, Donatus describe en el s V un sistema de puntuación cuyos antecedentes se remontan a Alejandría (s III AC). Su sistema de distinctiones consistía en el uso de un punto situado en tres posibles alturas respecto al alto de la letra [12]. Su uso era el de articulación lógica. El punto en posición baja (subdistinctio) se usa para separar una comma o frase de sentido incompleto. El punto a media altura (media distinctio) para separar un colon, o frase de sentido completo, pero de idea incompleta. Finalmente, el punto en posición alta (distinctio), separa un periodo, es decir, una idea completa. Este método –siempre usado por el lector, no el copista– será utilizado en forma irregular en distintas épocas, ya sea en forma exclusiva o como parte de un repertorio más amplio de signos. Al acto de puntuar un libro por parte de un lector se le llamaba distinctio (distinguir). Legi et distincxi codicem (he leído y puntuado el manuscrito), escribe Asterius en su copia de Virgilio [10]. 12 En el s. IV, comenzado ya el declive del imperio romano, y en buena parte como respuesta a ello, ocurre un cambio importante en la historia de la puntuación: la técnica pasa de ser un comentario del lector, a formar parte estructural del mismo. Este cambio surge como respuesta a dos fenómenos. En primer lugar, los romanos ven amenazada su cultura por la propagación del cristianismo y por la decadencia general de la educación clásica. El latín ya no se habla igual en todos los rincones del imperio. No puede confiarse entonces en la cultura del lector para interpretar las claves de un texto. Los lectores paganos cultos hacen un esfuerzo especial al puntuar sus copias, no se limitan a unas pocas marcas para guiar la lectura y el discurso, sino que se esfuerzan en dejar claro –sin ambiguedades lógicas ni retóricas– el sentido del mismo. Estas copias “marcadas” (codices distincti) comienzan a circular, cobrando un prestigio propio. Paralelamente a esto, los cristianos toman una actitud similar, aunque por razones distintas. El ideal cristiano se aleja bastante del romano. La figura del orador y la retórica era opuesta a la lectura única que exigía la palabra revelada en la Biblia. La Escritura tiene un sentido muy preciso para el cristiano, el de verdad revelada por Dios, no una simple técnica a disposición del orador. La retórica es desprestigiada en los círculos cristianos, como un peligro de distorsión de la Escritura. 13 Jerónimo (340-420) es consciente del peligro que significa la ambiguedad en el texto y no sólo introduce técnicas para minimizarla, sino que se preocupa de que dicha interpretación corresponda a la tradición de la iglesia. Inventa una estructura de diagramación-puntuación conocida como per comma et commata [13], en la cual cada idea completa (periodo o capitulum) –no solo cada párrafo– comienza en una línea nueva, con una inicial destacada. Esto sería equivalente hoy a que cada frase lo hiciera en un párrafo. Dentro de cada frase no hay puntuación, quedando en manos del lector la extracción del significado. Este método será ampliamente adoptado, aunque estará lejos de ser universal. Reaparecerá en forma irregular hasta el s IX. Agustín, algo más joven que Jerónimo, será también firme defensor de la correcta interpretación de la escritura. Por influencia de estos autores, las copias del s IV presentan indicaciones de ciertas pausas, esta vez incluidas por el copista, seguramente a instancias del autor. 14 El papa Gregorio el Grande (fines s VI), en un intento de reorganización del imperio desde la iglesia, envía cartas pastorales con instrucciones en todas direcciones. Estas son cartas precisas, con énfasis en la claridad, reforzada por una puntuación de vanguardia, que incluye un tipo de coma que en posición alta implica pausas dentro de la oración y en posición baja significa fin de una sententia. Termina la era del orador y comienza la del libro como depositario de la palabra. Surgen monasterios por todo Europa y los libros se refugian allí [14]. San Benito funda el primero en Monte Cassino el 525, Casiodorus funda uno en Vivarium, el 540. En su Institutiones, el plan de formación que Casiodorus traza para sus monjes, el entrenamiento de habilidades para la correcta copia y lectura de textos ocupa un lugar importante. Este aspecto será central a la formación de los monjes en muchos monasterios. A pesar de ocupar un lugar central en la vida monacal, los libros no son el fin último de los monjes, sino un medio para perseguir los ideales superiores de la vida espiritual. De manera que no atribuyen importancia a la innovación tecnológica y se detiene el impulso renovador de Jerónimo, Agustín y Gregorio. Los nuevos manuscritos del s VI practicamente se limitan a marcar el periodo, vale decir, el fin de una idea, sin puntuación intermedia. La lectura y su meditación en el monasterio son una actividad sonora, lenta, “rumiante”. Las salas de lectura son un murmullo permanente, donde el monje lee y relee en voz alta los pasajes del libro, memorizando y al mismo tiempo interpretando su significado. Este muchas veces se hará evidente más tarde, antes de dormir, al repetir en el recogimiento de la celda las frases memorizadas. En esa atmósfera, la puntuación tenía poco que aportar, su ausencia era más bien un estímulo a la concentración y la interpretación de un pasaje. La innovación se detendrá hasta el s VII y VIII. Cuando reaparezca, lo hará lejos de Roma, en la frontera del imperio. Para los irlandeses, el latín es una segunda lengua, muy distinta a su lengua materna. Cuando se convierten al cristianismo deben usar el latín y lo hacen con pasión, pero ven este segundo idioma como una puerta de entrada a la religión. La consideran una lengua gráfica, un idioma del ojo más que del oido. La poca familiaridad con el latín hace que los irlandeses carezcan de las claves culturales y auditivas necesarias para identificar palabras y conceptos en los textos escritos en scriptura continua. Deben hacer una interpretación más racional de ellos, echando mano a textos clásicos de gramática, tomando así conciencia de las sílabas y las palabras. Abandonan la scriptura continua e introducen por primera vez en la historia la separación de palabras. El texto con separación de palabras más antiguo que se conserva es de fines del s VI. Los irlandeses no sólo se preocupan de separar las palabras con el fin de evitar ambiguedades (como distinguir una palabra terminada en et de la interjección et), sino que vuelven a echar mano del repertorio clásico de puntuación para hacer más evidente el sentido de las frases. Esta libertad creativa es posible debido a la percepción del latín como un lenguaje simbólico-gráfico, en oposición al irlandés, que ven como un lenguaje oral y vivo. Las evidencias en este sentido son dos. En primer lugar, cuando los irlandeses escriben en su lengua, tienden a conformar las palabras de acuerdo a la acentuación y ritmo, en cambio al separar las palabras del latín lo hacen de acuerdo a claves morfológicas. La segunda prueba es el amplio uso de abreviaciones que utilizan al escribirlo, lo que no se atreven a hacer cuando escriben en irlandés. 15 La creatividad gráfica irlandesa los lleva a extremos bastante exóticos, como la creación del diminuendo [15], una forma característicamente irlandesa de comenzar un párrafo. En ella la primera letra de un nuevo párrafo se escribe exageradamente grande y cada nueva letra de la oración se va achicando, facilitando notablemente la identificación de cada párrafo. Los escribas irlandeses veían la decoración y la puntuación como dos aspectos de la misma cosa: pistas para facilitar la comprención del texto, ambos aspectos se desarrollaron en paralelo. La decoración tomó funciones estructurales y la puntuación se hizo más decorativa. 16 Separan una sección de la siguiente decorando una página entera con una figura muy elaborada. Desarrollan la litera notabilior, destacándola notablemente del fondo de la página [16]. A veces repiten agrupaciones de signos de puntuación para rellenar el espacio en blanco al final del párrafo. En el siglo VII comienza a abandonarse la caligrafía romana (uncial, rústica y cuadrada), basada en mayúsculas y comienzan a aparecer caligrafías locales, minúsculas, basadas en estilos de uso cotidiano. Este detalle, letras menos altas y cuerpos más chicos obligan a seleccionar y precisar el conjunto de signos de puntuación para que funcionen con el estilo. Utilizan para ello una mezcla ecléctica del sistema de Donatus y los signos recomendados por Isidoro de Sevilla [17], agrupando los signos y modificando sus funciones. 17 18 Así, por ejemplo, terminan un capitulum con un (simplex ductus) dibujado en la línea de base, como nuestra coma moderna, y agrupado de uno, dos o tres (,,,) la cantidad de repeticiones indica la importancia de la pausa: ,,, equivale a un punto moderno [18]. A veces una “m” representa ,,, y una “n” representa ,, También agrupan los puntos en forma similar: de a uno, dos o tres, proporcionalmente a la pausa. Las innovaciones irlandesas se diseminan de inmediato a Inglaterra. Los anglosajones, más fieles a la tradición romana clásica, formalizaron y pusieron cierta austeridad a la creatividad irlandesa. Adoptaron con entusiasmo la separación de palabras, pero con espacios más tímidos entre ellas. Formalizaron el diminuendo, con una inicial muy destacada, seguida de una o más líneas de tamaño intermedio pero parejo, seguida del texto en tamaño normal [19]. Su fidelidad a los textos originales les llevó a recuperar las mayúsculas romanas, usándolas naturalmente para citas de la escritura dentro de un texto escrito en minúsculas insulares. Estas innovaciones se propagan al continente a través de misioneros. Un rol fundamental le tocará a Alcuino (735-804), educado en York y expuesto a la renovación gráfica insular. Alcuino se instala en Francia en el 780 y se transforma en el gran consejero de Carlomagno para su reforma educacional, litúrgica y legislativa. 19 Central a esta reforma fue el estímulo a la lectura. Carlomagno [20] atrajo a otros intelectuales a la corte y formó una valiosa biblioteca. Este renacimiento imperial generó un boom de producción de libros sin precedentes, se solicitaron textos clásicos a abadías y monasterios, que fueron reproducidos en la corte. Las innovaciones insulares se incorporaron a estas nuevas copias aunque con lentitud. La separación de palabras, por ejemplo, era menos necesaria para los franceses, cuya lengua era similar al latín y fue adoptada lentamente. En países germánicos la adopción era más útil y fue más rápida. La separación de palabras será de uso general en Europa recién en el s XI. Una importante innovación, derivada de la mezcla de estilos caligráficos en una misma página, fué el dar inicio a cada sententia (frase) con una litera notabiliares en mayúscula romana, a veces dentro del bloque de texto, sin dar origen a un nuevo párrafo. La “frase” toma así su forma gráfica actual, aunque el uso de un punto al final de la misma será excepcional, ya que es redundante cuando la siguiente frase comienza con mayúscula [21]. Se modifican tanto en forma como en función algunos signos, como el simplex ductus. El sistema de distinctiones se reduce a dos posiciones para el punto: situado en la parte alta de la última letra (distinctio), indica el fin de una frase, situado en la base o a media altura, significa cualquier otro tipo de pausa dentro de la frase. Esta simplificación seguramente se haya debido al uso de minúsculas, que hacía demasiado sutil distinguir tres posibles alturas del punto. A fines del s IX, también los irlandeses simplifican su sistema, usando 3 puntos para fin de sententias y 2 para pausas intermedias. Alcuino fué determinante en la reintroducción de la puntuación en el continente, sus recomendaciones al respecto en cartas a Carlomagno tienen el tono de políticas de estado. El esfuerzo carolingio por mejorar la estructura de los textos también se aplicó a la forma de las letras, estandarizando en una sola las distintas formas que podía tomar cada letra. También se disminuye el repertorio de ligaturas. Se perseguía el principio de litterae absolutae (a un sonido, una letra y una forma). 20 La liturgia requería una lectura en voz alta y “en tiempo real”, no permitía errores ni titubeos, exigiendo además una entonación correcta, si se quería trasmitir correctamente a los fieles el sentido de la escritura. Los textos litúrgicos desde el s. VII poseerán estadísticamente más signos de puntuación que los demás. A mediados del s VIII aparece en estos libros una importante formalización del repertorio de signos. Al conjunto se le conoce como positurae y está compuesto principalmente de: punctus versus punctus elevatus punctus interrogativus 21 que indica fin de frase que indica pausa intermedia que indica pregunta Las positurae derivan de combinaciones del simplex ductus y del media distinctio, pero sólo se usan en textos litúrgicos. Su función es hacerlos destacarse entre las minúsculas, se dibujarán más gruesos desde el siglo IX. El punctus interrogativus fue una importante novedad y se propagó con rapidez a otro tipo de libros. El sistema de positurae será de uso general en los siglos XI y XII. Los positurae son un sistema más nítido de puntuación, que siempre pudo ser útil, que se hizo más necesario con la introducción de las minúsculas, pero que sólo se hizo posible con la separación de palabras. Son un invento genuinamente continental que llegará a Inglaterra en los s X y XI. En el s XII ya existe un repertorio general de puntuación, aunque dista mucho de ser estándar, sus formas solo se estabilizarán con la imprenta. Se han agregado más elementos, las literae notabiliares han seguido cobrando importancia, decorándose cada vez más [22]. La K de capitulum se hace C y se le decora con la línea vertical usual en la mayúscula inicial para transformarla en y luego en . Iván Illich, en su libro “In the vineyard of the text” (1993), plantea la tesis de que a mediados del s XII, como consecuencia de “algo más de una docena de innovaciones tecnológicas” la página se transformó “de una partitura en un texto”, que es su forma actual. Como toda obra de Illich, es estimulante, algo exagerada y provocadora, pero fué pionera en abordar el tema de la historia de la lectura y la puntuación. Algunas de las innovaciones tecnológicas que menciona Illich son la escritura minúscula, la introducción del papel (vía Toledo), la diagramación adecuada a la estructura de las ideas, la creación del libro portátil, las notas al pie, los índices alfabéticos, la distinción gráfica entre cita y comentario, las palabras clave destacadas en el texto, los párrafos descriptivos iniciales. Como hemos visto, el origen de estas innovaciones es muy anterior al s XII, revisemos someramente la introducción de algunas de ellas: 22 minúscula papel diagramación libro portátil citas y notas s VIII s XI s VIII s VII s VIII Carlomagno España Irlanda Irlanda Irlanda, Inglaterra Salvo el papel, la mayoría de las tecnologías mencionadas por Illich son muy anteriores al s XII, su incorporación –sin embargo– demora; convergiendo finalmente durante el s XII para conformar un libro que en lo esencial es el que conocemos hoy. Este nuevo formato conlleva un cambio radical en la manera de leer y desplaza al libro desde el monasterio al que habría de ser su hogar natural por los proximos siglos: la recién creada universidad. Como hemos reiterado, se leía en voz alta y los lectores de los monasterios practicaban una “lectura rumiante”: pronunciando, memorizando y regurgitando cada frase hasta extraer de ella su sentido. Las bibliotecas estaban lejos de ser un lugar silencioso. Pero leer en voz alta era sólo uno de los aspectos físicos de la lectura monástica. Los libros eran muy voluminosos; la primera biblia de un solo tomo se consiguió recién el siglo XIII y pesaba 6 kilos. La práctica de la lectura suponía una corporalidad (distancia al libro, balanceo, mnemotecnias sonoras) que hacían de ella un ejercicio pesado del que se eximía a los enfermos. En su conjunto, la lectura monástica era un medio a la verdad revelada, un camino ascético y una opción de vida. Illich llama la atención sobre el origen etimológico de página, que significa “filas de viñas” y de leer que viene de legere (cosechar, recolectar). Leer era un lento recorrido físico entre las filas de viñas, recogiendo cuidadosamente sus frutos [23]. 23 El cambio en el formato de la página que se consolida el s XII coincide con el surgimiento de la universidad en París. El estudiante y el profesor que prepara su clase constituyen un nuevo tipo de lector, muy distinto al “murmurador piadoso” del monasterio. El lector ahora lee en silencio, barre la página en busca de una idea o una cita, entra al libro por cualquier página y construye ideas nuevas por combinación de ideas anteriores. Las ideas ahora pueden concebirse como distintas al texto, flotando sobre él. El libro, de ser un registro de palabras, pasa a ser un registro de ideas. El lector ya no comienza por la primera línea del primer capítulo (incipit) ni se deja llevar por el flujo del discurso hasta el fin del libro (excipit). La estructura óptica de la página ahora le permite un rápido barrido, facilitado por nuevos elementos como el índice, los resúmenes o las palabras destacadas. Esta lectura “de referencia” generará un nuevo tipo de obras: antologías, compilaciones y diccionarios, dejando atrás la cultura monástica y dando origen a la cultura “escolástica”, de la que aún formamos parte. Desaparecen las metáforas como “viaje”, “recorrido” y “cosecha” para referirse al texto y comienzan a usarse otras: “bodega”, “tesoro”. Hoy usariamos “base de datos”. 24 Illich da un excelente ejemplo del cambio al comparar una clase como las que hacía Hugo de San Víctor a mediados del s XII con las de Santo Tomás un siglo más tarde. Hugo [24] lee en un libro de pergamino, Tomás en uno de papel. En la clase de Hugo los alumnos escuchan, en la de Tomás toman apuntes o siguen la estructura de la clase con esquemas preparados por el profesor y puestos a disposicion de los alumnos por el copista del colegio. Hugo lee de un volumen, Tomas lo hace de notas sueltas preparadas por él mismo. Hugo hablaba a sus alumnos; un siglo después, Tomás les daba clases. La cultura escolástica que conocemos queda así establecida el s XIII junto con la página y el libro. Será este objeto –ya definido– el que la imprenta se encargará de multiplicar y difundir desde el s XV, del mismo modo que la revolución industrial multiplicó, pero no inventó, las tazas de porcelana.. En cuanto a la puntuación, el mayor aporte de la imprenta será la estandarización de los signos, más que su uso . En el siglo anterior a la imprenta, los humanistas –con su redescubrimiento de la retórica y los autores antiguos– darán impulso al género epistolar y con ello a una aproximación más personal a la puntuación. Estos énfasis –retórica y estilo personal– los llevará a una verdadera orgía creadora con la puntuación, que solo se detendrá con la imprenta. De esa “explosión” surgirán el paréntesis en el s XIV (usado en su forma actual por Erasmo el s XV) y el signo exclamativo a fines del s XIV. Algunos impresores humanistas aportarán otros signos útiles, como Aldo Manutius, que introduce el punto y coma [25] en su forma y uso actual en 1494. Los siguientes hitos en la historia de la lectura serán la explosión de la lectura personal en el s XVIII, comenzada en Alemania y la revolución tecnológica que estamos viviendo hoy. El texto, la voz y el libro eran una sola cosa hasta el s XIII, luego del cual el texto se independizó del libro. Hoy el texto, transformado en pies de fotos, titulares, flujos sobre la pantalla, ha vuelto a mutar, adoptando una fluidez sin precedentes. Su nueva metáfora está pendiente. 25